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Hymn to Aphrodite

Summary:

Lucerys Velaryon contrae nupcias con sus dos primas para poder heredar Driftmark. Tiempo después, harto de no tener a la persona dueña de sus pensamientos, reclama y somete a Aemond; convierte al sanguinario omega en su tercer esposo.

No son solo rumores cuando se jura entre boca en boca que el señor de las mareas pasa la mayor parte del tiempo al lado de su querido Aemond, que haciendo culaquier otra cosa.

Notes:

Mi amiga me hizo un hermoso playlist para esta historia, ojalá lo disfruten tanto como yo escuchándolo <3:

https://open.spotify.com/playlist/5BDfyX1qWXH6xPDNPWpQNS?si=UOlw06PnQO-0PHzZ-tyMRA&utm_source=copy-link

Chapter 1: Las aflicciones del corazón

Notes:

Está historia tiene un lugar especial en mi mente, no puedo dejarla incompleta, aparte de todo lo que ya tenía escrito en mis notas necesita ser compartido.

Cambie algunas cosas, agregue otras y quite aspectos que no me convencían del todo.

Espero les guste <3

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

«[...]Pues si ahora te huye, pronto va a perseguirte;

si regalos no aceptaba, ahora va a darlos,

y si no te quería, en seguida va a amarte,

aunque ella resista[...]»

Himno a Afrodita- Safo de Mitilene.

 


 

Lucha pérdida.

Grita y gruñe emulando la apariencia de un animal feral, la frustración y el desdén como ácido en su estómago. Está acorralado entre las frazadas de la cama y los fuertes brazos de Lucerys. Una gota de sudor deslizándose por su pecho, la lengua rosada del imbécil sigue el recorrido desde su pezón erecto hasta sus clavículas.

—Me casé dos veces por deber, tío, ninguna unión ha complacido mis deseos. Necesito un omega, un dulce y apretado coño el cual comer por horas y no cansarme. —Le susurra las vulgares palabras, su respiración dejando cosquillas en la piel de su mandíbula. Unos labios delinean el contorno de su oreja, Aemond voltea el rostro enrojecido lleno de irá. Le gruñe sólo para ser contestado con una risa socarrona.

Intenta patalear, salir de aquí y decapitar a todos aquellos que estuvieron de acuerdo con esta unión degradante. Es poco conveniente que sus muñecas estén aprisionadas arriba de su cabeza, el férreo agarre de su esposo sobre ellas. Humillado, somodizado, relegado a esta posición degradante, pues al bastardo le basta con sólo una mano para inmovilizarlo.

El pesado cuerpo de Lucerys lo clava más contra el colchón. Siente el duro falo aún vestido frotarse contra su intimidad insistentemente, hace un esfuerzo monumental sofocando el jadeo atorado en su pecho, no alzar las caderas para encontrarse con el ferviente movimiento. Su mancha es incontrolable y moja su virtud y el interior de sus muslos delgados.

Sí los dioses le dieran la dicha de sus más grandes deseos en este instante, Lucerys sólo sería un pedazo de carne más que Vhagar comería de un mordisco entre sus fauces filosas. Haría eso y más, el fuego de su dragona calcinaría esa sonrisa egocéntrica y el horrible rostro del imbécil de mierda.

El odio se derrama cuando admira al hombre que lo tiene prisionero, nada más que puro y sincero odio, jamás anhelaría otra cosa que la muerte y caída directa a los calderos de los siete infiernos para Lucerys.

Muerde su labio y entrecierra su ojo. No está mirando hacia abajo, no está temblando y ansioso por ser reclamado. Él no.

—Hijo de puta, no creas que seré uno más de tu séquito de perra-

Grita totalmente indignado en el momento que unas ansiosas manos destrozan su camisón de lino por la mitad, dejando un desastre de hilos a su paso, exponiendo el tentador secreto bajo la tela suave; extensión larga de piernas, piel pálida, cuerpo desprovisto de vello.

Suelta un gemido lastimero cuando dos dedos cubiertos en cuero entraron sin mucho esfuerzo en su agujero necesitado, ronroneando una vez alfa vuelve a recostarse encima de él. Jadeos ahogados de Lucerys le calientan la boca entreabierta, ojos lilas vidriosos reflejando anhelo. Algo se retuerce dentro de su estómago. Se siente mareado, no puede enfocar bien este rostro angelical que tanto esfuerzo puso por olvidar en una larga estadía lejos de la corona. Mueve las caderas de arriba hacía abajo sin darte cuenta, montando desesperadamente. Van más rápido, más fuerte, el chapoteo entre sus temblorosas piernas hace que enrosquen los dedos de los pies. 

—Tú, Aemond, eres lo que siempre he querido. —Lucerys gime sobre la piel febril de su pecho, como sí se tratará de un pordiosero sediento, semejante al hombre que se le ha negado la dicha del paraíso por siglos. El intenso aroma a especias fusionada con cítricos estalla en el cuarto.

 


 

Tres meses.

Sus pensamientos miden y atacan, totalmente sumergidos en la pelea, el ruido de las espadas al chocar, rugidos en el aire, un engreído alfa a punto de colapsar, Aemond sonríe. Así como otros tantísimos soldados, este estúpido remedo de hombre imagino en su mente ególatra lograr vencerlo. Los rumores sobre su fuerza y habilidades bélicas aún parecen ser un chiste para algunos ilusos, creyendo que es una exageración compararlo con Visenya la conquistadora. 

En un abrir y cerrar de ojos, cuando menos se lo espera, da un atinado golpe en las pantorrillas de su contrincante, obligándolo a inclinarse ante él. El filo de su espada termina en la nuca del estúpido hombre, forzando a que agache la cabeza y exponga el cuello en señal de sumisión. 

—Otra bonita perra a mi colección. —Los soldados que hacen un círculo perfecto, admiran al nuevo soldado cayendo frente a la ágil espada de Aemond, el omega tuerto. Carcajean eufóricos y vitorean divertidos. El príncipe siendo un personaje que daba los mejores espectáculos en el campo de entrenamiento, nunca dejaba de ser divertido presenciar un simple omega venciendo alfas y betas.

Oye a Criston felicitarlo, Aemond sonríe y le da unos golpecitos en el hombro al manso capitán, ignorando deliberadamente la forma en que lo observa como fruta exótica recién exportada de Dorne (definitivamente siempre lo ignorara, que se trague sus ilusiones, él no era Rhaenyra).

—Felicidades mi príncipe, es un placer verlo actuar en batalla. —Asiente hacia la espada de Alicent, hombre que ha hecho más de padre que el propio difunto Rey Viserys. Distanciándose con un escudo “mmh”, da la vuelta y sonríe, aprecia al perdedor buscando aire después de la larga pelea. 

Toma poca importancia a la explosión del aroma putrefacto de la ya tan conocida irá y vergüenza. Prosigue a alejarse, dando su espalda e indiferencia bien conocida, el soldado intenta atacar pero es retenido por Criston Cole y sometido de manera humillante. Los alfas y betas abren paso y lo miran de esa forma; respeto, deseo, asco y enojo. Sigue su caminata hasta perderse dentro del castillo, imperturbable. Hoy fue un buen día de entrenamiento, sirviendo de mucho, relajando su temple y preparando su cuerpo; afrontar la estúpida cena que tienen cada mes. 

Rhaenyra y sus fracasados intentos de tener una familia unida.

De tal padre, tal hija. Exhala divertido.

Él es un guerrero, uno fuerte, de esos que se tragan todo y lo expulsan con violencia en el campo de batalla, usando a Vhagar sin contemplaciones en cada guerra a la que va. Nunca llora, claro que no lo hace. Siempre es cauto, pertinente hasta donde puede, a veces impulsivo, feliz cuando Jacaerys está sacando humo de las orejas por los comentarios indebidos de Aegon. Aemond también estaría soltando su aroma ahí y por allá, los cítricos como polen para las abejas en la búsqueda de algo delicioso, sólo topándose con un mortal jinete de guerra. Todos huyen, los más homicidas intentan. 

Es lo que no se espera de un buen omega, múltiples apodos despectivos al lado de su nombre, cada uno dicho dentro de la corte y más allá del castillo. Una esperanza para que los de su rango se alcen y muestren su valía ante el septon o el resto de la población; una imagen desagradable del desvío y la profanación para la santa iglesia y la moral milenaria de Poniente.

A pesar de su aclamada fama, es objeto de deseo, desgraciadamente. Algunos Lores siguen sin entender, mismos que tienen aire en lugar de cerebro, apuestan quién será el alfa que pueda doblegar a "la perra verde". Los carentes de instinto o mínimo, pensamiento crítico, intentan hacerlo agachar la cabeza con sus aromas o voz, buscando tocarlo de maneras indebidas y humillarlo delante de todos. Siempre fue el mismo resultado; terminarían sin una extremidad, quizás muertos, sí está de especial buen humor, a lo mejor y salen con los huesos rotos y su hombría pisoteada.

Llega a los aposentos de Aegon, truena el cuello de un lado a otro, el zafiro le pica en la cuenca. Parpadea antes de escuchar cosas volando y estrellándose dentro del cuarto. Escucha la risita de su hermano, le golpea las feromonas llenas de furia del heredero al trono. Bufa, abre la puerta y blanquea el ojo.

Aegon está desnudo en toda su gloria como dios lo trajo al mundo, extendido en la cama, viendo, expresiones traviesas a quien llama esposo. Un pobre diablo desangrándose en el piso, el corte perfecto de una espada de acero Valyrio atravesando en diagonal. El bastardo mayor está bufando, con la punta del arma chorreando sangre en el piso. Sus ojos en un intenso púrpura miran en dirección de Aemond, después, se voltea enojado, decidiendo ignorar su presencia inoportuna. Jacaerys perfora con la mirada al omega despreocupado en la cama.

—Tú. —Murmura Jace, está por escupir fuego flameante hasta consumir todo el cuarto, Aemond se cruza de brazos y recarga el cuerpo en la puerta. 

Era el mismo espectáculo de siempre, conocido por todo el castillo; el heredero se vería muy ocupado haciendo constantes y extrañas visitas en dirección al norte en compañía de Vermax, Aegon lloraría hasta beber litros infinitos de vino y, al finalizar sus penas y tristezas, sus pasos furiosos se darían a la búsqueda de algún amante de turno, motivado por una venganza llena de ponzoña y celos. Jacaerys siempre retornaría en el momento preciso, antes de que su estúpido hermano concluyera sus actos bajos. Habría gritos, peleas, sangre derramándose, risas resonando en las paredes rojizas de la fortaleza. Rhaenyra demasiado cansada como para hacer algo al respecto, negaría con la cabeza y miraría en dirección al cielo buscando alguna respuesta divina que nunca llegaría, luego, en un tono lacónico contrataría personal nuevo.

—Yo. —Sonríe, batiendo las pestañas, Aegon gira el cuerpo, quedando boca abajo. Admira a Jace con ojos de cierva, como sí no estuviera haciendo nada malo. —¿Todo bien? ¿Disfrutaste las pollas monstruosas del norte?

Jacaerys gruñe y tira la espada al suelo, Aegon vuelve a reírse desquiciado, pronto, un nuevo tipo de pelea estará por suscitarse, Aemond se adentra y tose, demasiado incómodo oliendo la perturbadora excitación de ambos hombres. La pareja que llevaba a cabo una mortal competencia de miradas por fin toma en cuenta su existencia. Aegon suaviza rápidamente el rostro. 

—Querido hermano ¡Entras en el momento perfecto! —Se levanta con la intención de abrazarlo. Una mano férrea detiene los movimientos energéticos y sienta a su hermano de golpe en la cama. Aemond tiene que contraer el rostro para no decapitar al imbécil Strong —¿Tu qué? —Aegon se aleja de Jace, esté claramente no cede y lo obliga a quedarse en la misma posición. Su hermano chasquea entre dientes — Bien. —Osco, amenaza estallar en furia. Relaja la voz, sin embargo. —Hermanito, querido hermanito ¿Qué te trae por aquí? Tu apremiante presencia siempre debe tener un motivo detrás.

Aemond pone la espalda recta, la sangre chapotea bajo sus botas. Su sobrino apenas suelta a Aegon y va en busca de una bata, su tonto hermano sigue en la misma posición. Hay un halo de luz que rodea el cuerpo desnudo; mucho más delgado y suave, ya varias lunas que perdió todo el músculo magro que alguna vez poseyó cuando era guerrero, caderas anchas, piel lampiña con algunas heridas obtenidas en las trincheras.

Convertido en lo que tanto aborrece y prometió dejar de ser.

Cuanto lo ha cambiado el matrimonio. Piensa melancólico, muy agradecido en el fondo de no estar unido a algún noble pendejo como Jacaerys.

—De hecho, la cena de hoy es lo que me trajo hasta tus aposentos. —Aegon hace un rostro de asombro, ve ese destello de pena. Desea gritarle que no lo mire así, se traga el pensamiento.

—Mierda, se me olvidó la cena por completo. Nuestra hermana no se cansa de seguir los pasos de nuestro patético padre, eso es un hecho. —Mientras habla es manejado como un maniquí y cubierto con una bata carmín. Cree verlo tratar de no hacer lo que siempre hace cuando tiene al alfa castaño cerca. El sándalo y la vainilla se fusionan al final, le pica la nariz y quiere salir corriendo del lugar pero no puede, necesita esto.

Jacaerys se sienta al lado de su esposo y cierra su mano en un agarre posesivo alrededor de él. Hoy, como todos los días, parece optar por el silencio cauto y recostarse en el hombro de Aegon, escuchando, iris púrpura lo ven curiosos.

—Buscas el alivio de los supresores ¿Cierto? —Parece ser que hoy tuvo las ganas de hablarle. Aemond se crispa.

—Si, su alteza. —Sisea. Las manos detrás de su espalda se contraen. Hace todo lo posible para controlar su aroma. 

Aegon acaricia el cabello azabache, sin realmente dirigir su rostro al hombre al lado suyo. Ve la forma en que sus grandes y expresivos ojos se ponen cristalinos, una leve rafaja a pino exuda de las hebras de Jace, su hermano no dice nada al respecto. En cambio, le mira con ese tipo de mensaje implícito, exigiendo consuelo. 

« Sácame de aquí, por favor, sácame de aquí, no dejes que me vean, no dejes...»

—Sin embargo, no lo es todo, Aegon y yo planeamos pasar la tarde montando en nuestros dragones y hablar de temas de... Ya sabes, omegas. —La lengua le pesa pastosa en la boca, saliva amarga entre dientes.

El bastardo parece comprender, se aleja con los ojos entrecerrados en sospecha, no sin antes volver a observar el cuerpo inerte en el piso y besar con rudeza a Aegon. Aemond prefiere centrar su atención en las cuencas muy abiertas del supuesto guardia, un beta recién contratado con el objetivo de proteger y resguardar al omega del heredero en sus aposentos, su expresión horrorizada pide clemencia. 

Que idiota, como todos los de su clase.

—Entiendo, príncipe Aemond. De todos modos tengo que visitar a la reina ¿Nos vemos al rato, mi amor? —La pregunta es más orden que pregunta. Aegon se alza de hombros como un niño malcriado, Jacaerys suspira y se aleja con pasos decisivos, cerrando la puerta de paso, sus ojos son cafés ahora.

En la soledad, ambos hermanos relajan los hombros. Admira como los dedos blancuzcos de su hermano retirando la piel del contorno de las uñas. Quiere detenerlo, acariciar entre sus callosas manos los dedos sangrantes en un acto de cariño.

No lo hace.

—Que lo hagas justamente el día que regresa aquí, no detendrá sus extensas incursiones con Cregan.

—Al menos así piensa dos veces antes de irse —Escupe, una risa amarga —Sirve de poco pero me aseguro que mientras se revuelca con Cregan, piense en mí y la deshonra que le traigo.

Aemond es un caballero sagaz, incapaz de ser tan expresivo y sensible como Aegon, quien resignado se halla en un matrimonio tormentoso, no menos amargado por eso y furioso de cualquier manera posible. Todos lo sabían antes de que ambos dijeran sus votos frente al septón; Jacaerys entabló una relación extraña, unida- para cualquier persona de un mínimo de lógica- en maneras abominables con su compañero de armas, Cregan Stark. De tal magnitud era el rumor que, incluso en las calles del reino, la gente común cantaba y relataba como ambos hombres unieron sus almas bajo las costumbres salvajes del norte. 

Sólo Rhaenyra tendría la osadía de creer ciegamente en su hijo. Ordenando cesará las acusaciones contra su primogénito. Hasta Daemon miraría a su querida omega con extrañeza. Pero ella es la reina y su palabra es ley.

Lo mismo, nunca cambia nada. Todos los reyes son unos culos reales que se creen Dios.

Los alfas podían acostarse con quien sea cuando sea, burlar el honor de sus parejas y jamás sentir la repercusión de sus actos, tener tantos bastardos regados por las tierras de Poniente que sí alguno se atreviera a legítimizarlos cada uno de estos, todo un pueblo tendría honores reales.

Sí estuviera en la posición de su hermano, él habría quemado todo en compañía de Vhagar, lo primero que se le cruzará para ahogar sus lágrimas.

O bien, buscaría la muerte en las llamas verdosas de su dragona. Nada más que el calor mortífero y siendo lo único que podría dañarlo de tal manera.

—Sabes que siempre puedo matarlo. —Abre los brazos, soltando sus feromonas tranquilizantes. Aegon tiembla, siempre tan débil y expresivo, aún cuando frente a los demás emula la reencarnación de Maegor.

—Cállate, estúpido.

El cabello rizado le hace cosquillas, sólo entonces los dos se abrazan. Los pies descalzos se empapan de sangre. Escucha un hipo errático, lágrimas gruesas mojan su jubón.

—En un momento te daré el brebaje. — Murmura. —No quiero que otro de esos bastardos se regodee en nuestra miseria.

Aemond no llora, está impasible, el rugido de varios dragones anuncian la llegada del señor de las mareas y sus dos esposas. Quiere sacar su daga y apuñalarse el corazón.

Dulce y amarga contrariedad.

 


 

Choque.

Detesta vestirse cuál puta de la calle de seda; camisa abierta para que exponga el cuello y los hombros, pantalones negros y una gran trenza con intricados de joyas negras entre cada vuelta, cayendo del lado izquierdo de su rostro. Madre lo obligó a cambiar su parche por uno blanco, bufa, ella cree que algo así lo haría ver cuál personificación de una doncella virgen. La espada es lo único que no pudo sacarle encima. Hay un maquillaje que hace la piel pálida tenga un brillo particular. Se rasca el cuello con incomodidad. 

No sabe que cree su madre, que de este modo Aemond finalmente sea desposado o violado por algún alfa dentro de la familia, claramente no sucederá, el juró ante su espada, los dioses antiguos y nuevos. Las flores de guerra nunca se casan ni procrean, están destinadas al campo de guerra, ser las madres bélicas de Westeros, sólo le deben cuentas a la hermandad y a los Dioses. 

Aemond mira su reflejo y gruñe, ese no era él, nunca sería parte de su ser, enterró en los confines de su vergüenza la imagen de un omega de la corona. Todas las altas expectativas puesta en su persona murieron el día que le negaron una las pocas cosas que siempre amó y deseó. Ahora no sólo quieren arrebatarle esa decisión, la de dedicar su cuerpo y alma a la guerra, también le quieren quitar la magnificencia de ser un notable Dragonlord, el general sanguinario que es, como todo las pocas cosas buenas en su miserable existencia. Tontamente, después de que la guerra contra la Triarquía se apaciguara un mínimo, volvió a King's Lading en son de la salud de su madre, quería verlo, decían; el que Aemond siguiera buscando el calor maternal, lo condenó a terminar aprisionado entre las paredes gruesas del castillo, sin poder volver a su campamento militar o volar de nuevo en lomos de Vhagar, destituido de su puesto de alto rango. Era un príncipe Targaryen, alegaron, su deber estaba dentro del palacio. De eso, ya cumplidos dos años.

Para una gran parte de la corte es el omega tuerto y solterón poco deseado por su nula madera como esposo, poco deseado es el eufemismo del siglo, aún tiene que seguir lidiando con alfas estúpidos queriendo doblegarlo en una muestra sádica de poder. Quizás algún día terminaría desposado a la fuerza o trayendo al mundo bastardos con alguien de poca moral, la mejor de sus suertes sería que un Lord de poco poder esté genuinamente interesado en él, incluso así, mínimo siendo el tercer omega tomado, la posición más baja dentro de un matrimonio en la realeza; no es común que las últimas parejas de un alfa sean las preferidas, consideradas parias, simples putas reclamadas por pura piedad o deseo momentáneo, niveladas a una esposa de sal.

Las sirvientas terminan de arreglarlo, hace oído sordos a las protestas de criadas temerosas por la furia de Alicent, se pone guantes de cuero y un collar de castidad con el símbolo de la hermandad en la joya central, un rubí del tamaño de una nuez pequeña, clara muestra de estar indispuesto al cortejo.

No le gusta la joyería escandalosa, tampoco es que tuviera el acceso a esa clase de fastuosos lujos, está es sutil, piedras preciosas pequeñas conectadas con una cadena de oro negro.

Criston toca su puerta y espera a su salida. Tiene que contenerse así mismo de hacer una rabieta infantil, su lobo interior chilla tan fuerte que siente el pecho ardiendo en un punzante dolor. Encogiéndose en sí mismo por un segundo, matando el grito lastimero amenazando salir inhala y exhala dos veces, pasa por alto a las mujeres postradas a un lado suyo mirándolo con preocupación. Últimamente, varios hacen eso; siempre preocupados por él, arrepentidos entre cada fugaz vistazo, palabras cuidadosamente dichas para no alterarlo, la otra parte, los que lo detestan y desean que Aemond un día deje de respirar, se regodea en su sufrimiento y cambios volátiles de humor. Es patético, cree, patético que hasta ahora se den cuenta de todo el daño, usándolo a su favor tratando hacerlo explotar en cólera, o bien, caminando alrededor suyo cual estuviera rodeado de afilados trozos de vidrio. Madre lo vería con repudio y desaprobación porque ella nunca se equivoca, por ende jamás pedirá perdón o aceptará que su ego ha afectado en más de un sentido a toda su estirpe, le da un punto por eso, parece reacia a retroceder, verse hipócrita.

Dándose una cachetada en el rostro, levanta su cuerpo pesado del asiento, dirigiéndose a la gran puerta de madera. Una vez abierta tiene la vista pérdida sobre un punto inconexo. Camina dejando atrás al caballero de Alicent, dientes rechinando cuando esté se pega mucho detrás de él, el fantasma de un brazo cubierto en armadura plateada queriendo tocar su espalda baja. Avanza más rápido no sin dar una señal de advertencia en un gruñido bajo, parece funcionar, Cole está lejos como se espera de un servidor de su altura. 

Parece que va a la guillotina, los pies entumecidos a cada paso que da. Estaba mejor en el campo de batalla autodestruyendose, esperando una muerte digna entre el hedor de la muerte y la agonía expulsada de las fauces de su dragona, imaginando mundos idílicos protegidos por la penumbra de la noche, bajo el efecto placebo del buen vino barato o peleas cuerpo a cuerpo con algún combatiente enemigo. Tiene que reunir todo de sí mismo para no tirarse al suelo en este preciso instante. La puerta se abre, una lágrima traicionera quiere salir y su estómago burbujea ácido que le escuece los órganos, la mente llena de pensamientos erráticos, fosas nasales golpeadas por las feromonas de cachorros arropados en la salinidad del mar.

Pero él es Aemond y no flaquea, se obliga a avanzar con el odio echando raíces en cada parte suya, alza la mirada orgulloso, tranquilo, nada emana de él porque así es como debe ser. Tira por la borda (tanto puede) todo dolor desagradable y lo sustituye por el resentimiento.

Cuando lo anuncian y por fin se sienta tras un incómodo paseo de la puerta a la mesa, ve a Jacaerys y a Aegon felices, dentro de una burbuja de amor, casi queriéndose comer frente a todos. Sonríe ante la ironía, ¿Cuán cruel debe ser el mundo para que su pobre hermano tenga que aceptar este modo de vida? Hace varias lunas, bardos entonaban su nombre, la furia dorada, gritarían mientras sobrevolaba los cielos a lomos de Sunfyre; El santo dragón que despertó la gloria dentro del espíritu de los desgastados guerreros, trayendo victoria tras victoria a la corona ¿Ahora? Han olvidado la honra que trajo a Westeros y relatan con dejes de áspera burla como el imponente Aegon Targaryen fue reducido a ser un esposo rebelde y mísero, el lastimero príncipe que tiene de cónyuge al temible y desviado Jacaerys Velaryon. Hoy, era la sombra de su pasado.

Sentado al lado de su hermana y madre, escucha a su progenitora pidiendo una oración, Rhaenyra acepta a regañadientes, Daemon se burla descaradamente. Aemond tratando de ser buen hijo no niega la oración, cierra los ojos pasando por alto las risas altivas de fondo. Alicent se crispa, hasta acá huele la irritación emanando de ella, después de terminar su extraña larga oración, comienzan a comer y dar brindis cortos deseando un largo reinado, buena salud para los pequeños niños y halagos doble cara por parte de tan dichosa familia. Decidido a no ser parte de este circo, come su carne y guarniciones en un tranquilo silencio, sutilmente ve como poco a poco el necio de Aegon cae en un estado profundo de embriaguez, coqueteando con el copero tembloroso por la poca amabilidad en los rasgos de Jacaerys; “¿Será que, nuestra santísima excelencia, por fin podrá soportar más de treinta minutos antes de explotar y sacar a mi hermano a rastras de aquí? ”

Blanqueando el único ojo que le queda, ignora por completo al alfa estúpido atento a cada acción suya o la mirada de reproche de madre; Helaena le acaricia el alma con una sonrisa cálida, Daemon (ese viejo verde) lo ve con ojos suspicaces, diciendo todo y nada en una simple expresión; Otto ya perdió la fe en él, desconociendo su “vergonzosa" existencia; media hermana carga a un pequeño infante de tes morena clara, nariz respingona y melena rulosa. El clan Velaryon también está presente, como siempre. Todos alardeando su perfecta vida, restregándoselo en la cara. Los demás niños de la reina admiran recelosos de ser alejados del afecto de su madre, Daemon los consuela cariñosamente y busca divertirlos con la ayuda del bufón de cara achatada. Buen padre, mal esposo, aseguraría la prole.

Apenas escucha las conversaciones de fondo, enterrando sus uñas en el muslo, deja el nacimiento de heridas en su piel, espera que el dolor físico sea mayor al emocional. No mira a nadie en específico cuando está comiendo en total silencio. Aemond es resentido, vengativo, incluso dentro de la calma falsa, impulsivo hasta hacer toda una reunión pacífica en un festín sangriento, justo a lo que está acostumbrado y familiarizado. Hace lo mejor que hace e ignora a Lucerys, la irritante amabilidad angelical de Rhaena y a su hermana Baela, la peor de todas, aún con toda esa falsa diplomacia y sumisión característica de una buena omega, tiene despiadados modos de atacar.

Felizmente, piensa en Daeron y su  enorme lejanía de toda esta podredumbre, cómodo en su tierna ignorancia visitando sólo lo necesario la casa Targaryen. Reza, pide a los dioses que su hermano menor sea presentado como un buen beta, alejando a este para siempre de cualquier intriga política. 

—Aemond, no. —Con manos suaves y tersas, Heleana acuna los dedos cubiertos por el cuero de sus guantes, impidiendo que siga dañándose. Es imposible que se relaje pero deja que la dulce hermana lo consuele de este modo. Instantes como estos agradece la creación de supresores.

Enfurruñado, arregla su trenza y la acomoda detrás del hombro, sostiene la esponjosa mano de tal valerosa hermana, tomándose de golpe la copa de vino que quedó relegada hace rato, madre pellizca su muslo ante su impertinencia, suficiente a de tener con el otro problemático vástago que está dedicado a avergonzar la honra del heredero al trono. Sin protestar, deja de hacerlo y se mueve incómodo en su asiento, es poco perceptible el aroma desprendiéndose de su glándula. Estornuda tapándose la nariz, separándose del toque de Helaena. No le toma la suficiente importancia, frecuentemente el brebaje no cubre totalmente cada feromona.

La dulce e incomprendida hermana murmura con la vista fija en alguien, un destello de violencia opaca los iris azules. Desconcertado, jura ver el indicio de la mirada azul cielo volverse morada. Se gira topándose con Lucerys, mirando fijamente, acechando entre lo desconocido. Siente un escalofrío caer desde el cuello hasta lo bajo de la columna. 

Aegon muestra un muy falso y plano arrepentimiento, afectuosa burla contra un rabioso Jacaerys (el copero beta suspirando aliviado, sudando tanto que las velas brillan en la frente grasienta), Rhaenyra carga al pequeño y llorón Viserys en sus brazos regordetes, Rhaena y Baela cuidan de sus bebés dejando de lado la comida, Daemon parece al borde de la exasperación cuando, Aegon El Pequeño, le pide por décima vez otro higo dulce sin haberse acabado los demás. Es una cena agradable con toques amables de música trayendo un ambiente cálido. Lo sería en su plenitud si algún Dios bajará del cielo y matara al joven Lord de Driftmark. Rhaenys quizás es de los pocos seres humanos presentes que se muestra indignada, callada como siempre pese a eso.

Llega su turno de calmar a Helaena, la distrae con una plática locuaz, pregunta acerca de su estadía en el castillo de los Celtigar, su hermana sonríe enamorada y juguetea con los bordes de sus mangas mientras balbucea alegremente. Alicent les dirige ojos extrañados. Sí alguien más nota el modo en que se erizó Helaena, no dicen nada. 

Pasa el tiempo y lucha, él nunca deja de luchar, tratar de controlar los invasivos deseos brotando de su pecho, pero termina perdiendo en este extraño juego que tiene desde hace tiempo con el bastardo. Deja de prestar atención a las palabras de su hermana, en su lugar, Aemond se pone en alerta, pelea silencioso con esos ojos azules consumiendolo sin discreción alguna. Fuerza las piernas a tallarse entre ella, su omega ronronea viendo a Lucerys beber de su copa sin despegar la mirada de él. 

Iba a pasar su existencia por alto hoy, al parecer Aemond nunca aprende la lección. Las veces que no lo hizo terminó sermoneado horas y horas frente a la fé, llorando entre cada reprimenda asintiendo manso en total de acuerdo. Había sido un lamentable adolescente que se aferraba a un amor de juventud, buscando la aprobación de sus semejantes, queriendo purificarse por este deseo que lo sigue carcomiendo.

Él... Ese mocoso enclenque le han asentado bien los años, rostro cincelado, rulos café cobrizo enmarcando sus facciones bien proporcionadas, una oscuridad agradable lo envuelve en un manto de misterio. Cuerpo atlético y bien trabajado detrás de capas de ropa Velaryon, huele bien mezclando su aroma natural con alguna fragancia masculina, labios teñidos en rojo por el dulce vino Dorniense. Recuerda esos primeros rastros de barba sobre la bonita cara de muñeca de Luke, como picaban entre sus muslos pálidos y enrojecidos por....

Aemond lo detesta. Tuerce sus labios, desconoce cuánto tiempo se han estado mirando, cuánto tiempo le manda dagas a su sobrino que parece deleitado e ignora con gracia las claras señales de advertencia. 

¿Están haciendo un espectáculo peor que el de Aegon? Puede que no, todos están muy metidos en sus asuntos. Heleana dejó de hablar hace rato, su atención puesta en favor de su esposo tímido y los pequeños gemelos, Jahaera y Jahaerys.

Lucerys se para con una calma merecedora de ser un mal augurio, Aemond no quiere encogerse sobre sus hombros pero lo hace, percibiendo al instante que esos pasos decididos van en su dirección, Otto, el ambicioso abuelo demasiado interesado (cada omega sacado del vientre de su hija casados con el heredero al trono y el lord de Driftmark, sería la gloria para ese anciano) con lo que está a punto de suceder. Todos en el lugar se vuelven difusos, personas pérdidas en el espacio sideral en el instante que es, claramente forzando a alzar la mirada y mirar a su alfa.

Mío, mío, así ellas me lo traten arrebatar. Reclama su segunda alma, tuerce los labios y golpea con un puño su pierna, él joven guerrero enrojecido de las mejillas.

—¿Kessa ao lilagon lēda nyke, jorrāelagon keppa?

¿Bailarías conmigo, querido tío?

Aemond le sería una gloria decir que sus pezones no endurecen debajo de la tela ante el ronco acento Valiryo. Sintiéndose mal, tan contrariado con todo este rencor vomitando desde el fondo de su alma, el deseo renegado y la angustia aplastada hasta sus cimientos. Mira a su madre, a su media hermana en busca de ayuda, a la misma Heleana que ahora parece muy entretenida en su olvidado esposo Celtigar (muy fuera de cuadro en todo este drama de dragones). Nadie viene en su ayuda porque es el puto hijo favorito de la reina quien lo quiere invitar a bailar.

El brillo de las velas enmarcan con gracia el rostro poseedor de vestigios entrañables, es imposible negar la sangre Strong recorriendo las venas de este joven marinero. Le sienta bien haber sacado lo bueno de la semilla del fallecido comandante. Madre se haya más tensa que la cuerda de un violín expectante, ansiosa. 

Aemond hace de todo para no llorar y sin decir nada, toma la mano de Lucerys. Casi deja escapar un gemido vergonzoso cuando la mano -considerablemente más grande- de su sobrino se cierra alrededor de su delgada muñeca.

Es un guerrero fuerte y no se tensa o entra en pánico en el instante que libera más esencia a cítricos, caliente agarre tomándolo de la cintura y pegando sus cuerpos en un movimiento indecoroso. El gruñido atascado en la punta de su lengua, esa sonrisa mezquina invitando a que haga un desastre. 

Quiere saber qué pensarán las pobres primeras esposas de Lucerys al verlo tomar actitudes impropias. Ese ser malo escondido bajo su corazón y el pulso de sangre ronronea alegre. La piel expuesta de su pecho calentándose, pegada contra la fina y áspera ropa Velaryon.

No puede despegar su ojo de el rostro que le provoca las ganas de querer incendiar el reino hasta reducirlo a cenizas. Una luz dorada aclara los mechones de cabellos rebeldes.

La música sigue, comienza la danza.

 

 

 

Notes:

No esperen mucho de los alfas en esta historia, son unos nacos y estúpidos como los hombres de la vida real 🗿

Chapter 2: Llano de promesas vacías

Summary:

Aemond tiende a desear lo prohibido, lo que se creó para deleite de otros. La dulce gloria nunca nació para ser suya.

Chapter Text

«¿Sabías que aún sueño con volver?

No a un lugar, sino, a lo que fui algún día,

levantarme entre los ayeres, 

 interrumpir el tiempo,

volver,

pero ya no está,

lo único que inmutable fue el anhelo.»

-Un lunar en la luna.

 


 

Pasado ruinoso.

Hombre resiliente de voluntades fuertes nunca vería en el horizonte su propia gloria doblegarse ante el dolor. Para él no había la opción de la deshonra o caer primitivamente por los gritos de dolor que soltaba su omega desde las fibras profundas de su alma. Se sintió como un borrón, algo que nunca creyó experimentar a este nivel de agonía, privado de consuelo alguno, desolado y desangrándose entre las sábanas de su cama recapitulando hasta el cansancio que la felicidad jamás estaría al alcance suyo, la reina Alicent siempre se lo dijo:

«—Somos la corona, hijo mío, en nosotros está el deber a costa de lo que sea que queramos o deseamos.»

Todos le enseñaron las implicaciones detrás de esa frase con crudeza y amargura. Sobre todo Lucerys, su estúpido y cruel sobrino cumpliendo con el deber que le concedieron a favor de heredar la regencia de Driftmark. Aviva amargamente la mirada llena de determinación surcando en los bonitos ojos que escondían el mar a cada pestañeo dado, voz autoritaria jurando a Viserys, Rhaenyra, Rhaenys, Daemon y delante del resto de la corte expectante, que sería toda una honra desposar a sus hermosas primas Baela y Rhaena, llevar a lo alto del mar y más allá del cielo el apellido Velaryon. 

Sabía que no había sido traicionado pero así se sintió a lo largo de los días; su madre y su pasividad dolorosa, el rey y su ineptitud como gobernante, a quienes llamaba hermanos y su aparente indiferencia, los Velaryon y su arrogancia indiscreta, Lucerys y su poca temple para pelear por el futuro utópico que imaginaron juntos, Rhaenyra y Daemon con sus tercos deseos de escalar más en el poder. Todos le dieron la espalda, él mismo se dió la espalda al negar con renuencia que el corazón se le partía en miles de pedazos. Se convenció a sí mismo que sólo era su terco e inestable lobo llorando afanes lejos de cumplirse, que no fue un Aemond genuino libre de instintos primitivos quien se arrodilló frente a la estrella de siete puntas, implorando por lo bajo con susurros temblorosos que le permitiera quedarse con lo único que le otorgó felicidad auténtica, rogando entre hipos incontrolables: “él, por favor, sólo él, no pido nada más, nunca pediré nada más, déjame quedarme con mi amado, te lo ruego Madre Divina, se los ruego”.

Ni Madre Celestial ni el resto de los dioses escucharon su llamado, riéndose de cualquier ansía clamada de los labios del segundo vástago varón de la corona, allá en lo alto de sus opulentos altares. Ellos sabían (en la basta extensión de su conocimiento sobre la vida gentil) que Aemond -como otros tantos -tiende a desear lo prohibido, lo que se creó para deleite de otros, la dulce gloria nunca nació para ser suya.

Lucerys refulge al mundo un agradable día de primavera, cual pequeña mota de nube regalada a Rhaenyra y su prole en muestra de la buena voluntad de los dioses. Crece para ser el alfa más codiciado de todo el reino por su etérea e irreal belleza acompañada de su galante y piadosa forma de ser, el perfecto caballero de brillante armadura descrito en los relatos románticos.  

Su sobrino florece y decide fijarse en Aemond; el imperfecto frío omega señalado desde la tierna infancia debido a su personalidad inadecuada para alguien de su rango. Un omega que no quiere ser omega, un desviado negando su naturaleza.

Aemond, siendo una solitaria criatura, cae en las promesas vacías del verdugo que le saco su ojo, promesas que tarde o temprano el viento borrará lento y silencioso. Su alfa, como en un acto de caridad le regala algo de felicidad, le demuestra el placer y se arrodilla frente a él jurando que nunca amará a nadie como ama a Aemond. Lucerys le demuestra que, incluso un omega imperfecto y mutilado, merece conocer la adoración devota.

La vida es cruel al demostrarle que sólo podía disfrutar del privilegio del ser amado hasta que el deber reclamará a Lucerys. Entonces partiría lejos, en brazos de otras personas, el tierno puro corazón moldeado para querer a las agradables gemelas del Príncipe Canalla y la buena Laena, viviendo una vida en la que no tenía cabida Aemond.

Y entendió, siempre supo que nada entre ellos dos sería para siempre, tuvo los pies en la tierra cada día que ambos pasaban sonriendo con añoranza a cada beso dado, escondidos de las miradas indiscretas, contándose secretos y votos desbordando la dulzura de un afecto juvenil e inexperto. Cada crepúsculo cuando asaltaba con pudor los aposentos de su alfa en busca de toques teñidos por el deseo, seguía siendo atormentado por el pensamiento culposo que todo estaba mal entre ellos, que nunca tuvieron que dar lugar siquiera a tratarse fuera de la cordialidad familiar. Manejó con indolente máscara que alguno de los dos cumpliría primero con casarse, Aemond lo haría sin pestañear y se entregaría a su infeliz matrimonio con Loreon Lannister. Lucerys nunca abandonaría sus pensamientos y él no saldría de la mente de su sobrino querido, de eso estaba seguro.

De ese modo, sabe que nadie lo traicionó o le dió la espalda, se esmeró en demostrar al mundo que entendía las palabras de su madre y lo que conllevaba ser parte de la dinastía Targaryen.

A pesar de eso, del gran caparazón que construyó, callando y tragándose todo lo que quería decir en esa amarga audiencia por el bien de su casa, no pudo evitar sentir que una parte de su alma se desprende el instante en que se revela la fecha para la boda del pronto señor de las mareas y sus prontas cónyuges.

La noche es silenciosa cuando se desangra poco a poco por la afección que le arrebataron en nombre del desolador deber.

 


 

Festín.

El mundo da vueltas, todo parece fuera de lugar e inadecuado para una cena de tal calibre. Aemond siente sus piernas temblar y las manos débiles como las de un niño pequeño cuando se aleja de la gran sala; ignora los gritos indignados, Aegon riéndose de fondo perturbando más el banquete, los llantos de bebé. Esencias tranquilas tornándose hacía la furia vomitiva. Madre ni siquiera lo ve cuando avanza con pasos acelerados pero percibe su decepción en el aire, tampoco es que le importe mucho, ya no. Aemond aún siente a Dark Sister recargarse en su garganta, Lucerys gruñendo a Daemon. Todo mal e incorrecto, impuro al juramento que hizo a sus hermanos y hermanas de batalla.

La familia los vio bailar, presenciaron el indecoroso toque del alfa aferrándose a su cintura, Aemond exudando excitación genuina cuando los susurros de Lucerys cayeron en su oído, labios rosados que prometían deseos oscuros rozando la tierna piel de su mejilla. 

«—Te ves apetecible, tío. —Dedos serpentean por su columna, Aemond tiembla conteniendo el gemido patético que su omega quiere soltar. —No puedo esperar para destrozar tu hermoso atuendo.

—Eso no va a pasar, prefiero que me den a los cerdos a tenerte a ti entre mis piernas.

El tierno y buen hijo de la reina, ronronea cerca de la comisura de su boca. Aemond desvía el rostro, tentado a gritarle y desgarrarle esas facciones bastardas, ignorando la incómoda mancha humedeciendo su ropa interior.

—Veremos sí piensas lo mismo cuando te tengan rebotando en mi regazo.»

Él y su diatriba adúltera pueden irse a la mierda, cada persona en el castillo también pueden irse muy al carajo. Lucerys está equivocado si esperaba, si los demás esperaban, que diera su cuello a torcer para que impusiera algún dominio sobre él. Todos creían mal, que por fin Aemond sucumbiría a su naturaleza, parece que no se terminaba de captar que llevaba el peso de las Peonías en sus promesas y votos.

Gruñe a la gente que se cruza accidentalmente en su marcha en dirección a sus aposentos, apenas conteniendo las ansias de atacar a un pobre sirviente que le golpeó el hombro accidentalmente. 

«—Permíteme, te lo ruego, permíteme tomarte como mi tercer esposo, te trataré tan bien, todos sabrán que al único que quiero es a ti. 

Aemond intenta separarse, la indignación surcando su rostro herido. El férreo agarre en su cintura obligando a que de un giro perfecto en la pista, de soslayo, se topa con los ojos celosos de Baela; ella sabe, todos saben.

—¿Acaso crees que me rebajaría a ser tu puta personal? No. Déjame en paz, hubieras pensado en eso antes de desposar a tus amadas esposas.

— Tú no puedes reclamarme eso —La risa sin humor lo aturde: —te ibas a casar con Loreon sin rechistar ¿Recuerdas? 

—Pero no lo hice. —Se siente mareado, el aroma de Lucerys entumece sus sentidos, gime endeble cuando la mano de su alfa acaricia con sutileza su glándula de olor. Escucha murmullos de fondo, ve a los sirvientes y músicos admirar con ojos escandalizados ¿Por qué su familia no hace nada, por qué dejan el descaro de Lucerys brillar en todo su esplendor?

—Porque huiste. No a mí, al campo de batalla.»

Lágrimas golpean la comisura de su ojo y parpadea tan rápido como puede para diluirlas, sus finos labios temblando, la piedra le pica terriblemente; quiere sacarse el zafiro y aventarlo lejos, quiere regresar a pedirle perdón de rodillas a su alfa, también quiere ahorcar a Baela y maldecir sus ancestros, hacer sangrar a Jacaerys, destrozar la expresión determinada de Lucerys.

Aemond desea mucho y nada se le otorga.

Cuando finalmente está delante de la puerta de sus aposentos, los guardias se doblegan y tosen por sus feromonas abrasivas, Aemond bufa; sí así se ponen por su furia, no aguantarían ni un día en el Alcázar Carmín. Piensa con saña.

Se abre paso por cuenta propia y deja que el potente sonido del portazo estalle en los pasillos. 

 


 

Remembranza.

Aemond Targaryen siempre ha sido un espectáculo el cual admirar, preciosa joya deslumbrando a todos con su imponente presencia. Más cerca de los dioses que cualquier Targaryen podría estar; el suave cabello albino, labios finos en una eterna sonrisa coqueta, cuerpo delgado bien trabajado para (ser el vicioso pecado del que ningún humano pueda escapar) el campo de batalla, su nombre forjado en fuego y sangre, destinado a la gloria que sólo los grandes hombres resguardan para ellos mismos. Lucerys cree con vehemencia que La Doncella por mano propia, labró cada músculo, trozo de piel y expresiones del hermoso hombre.

Sí Lucerys tuviera el privilegio de elegir cómo abandonar este mundo, sería en manos de las elegantes y finas manos de su tío. Ver aquella belleza cruel por última vez antes de que El Extraño lo tomará. 

Pero como todo en su vida, después de hacerse el heredero definitivo para el trono de Pecios, está desprovisto de opciones. Fiel a su juramento, se tiene que tragar este deseo de poseer en cada aspecto a su apreciado tío; tratar de que merme hasta convertirse en un agradable sueño de primavera, como sí nunca hubiera sentido que la piel le quema con el toque suave de Aemond. Lucerys se forzó una letanía angustiada, una religión mal venida, la constante frase de: "nunca pasó, nunca sucedió". 

Y él lo hizo bien por mucho tiempo, dedicado a los viajes extensos dentro de las olas y más allá del límite, atendiendo asuntos demasiados complicados para resolverlos él solo, recibiendo abiertamente la ayuda de sus primas, Rhaenys, los bastardos del abuelo Corlys y demás cabezas reales que con esfuerzo diplomático recuerda nombres. Teniendo incluso hijos (hijos legitimados en su nombre, vástagos de sus primas con algún otro caballero de identidad anónima) cumplió con suma diligencia cada misión encomendada como el líder de la manada Velaryon. El deber siempre siendo un asunto serio que cumplir, nunca queriendo decepcionar a Daemon y a su dulce madre en el puesto que le entregaron con tanto esmero.

Para poder vivir mejor, para desempeñar su papel como señor y alto Lord, tuvo que convencerse que olvidó los adictivos besos de Aemond, su voz tranquilizadora murmurando poesía Valyria en medio de la noche, sus hombros rojizos cuando lo tomaba contra cualquier superficie, su bella sonrisa que encandilaba a quien sea la presenciara.

Pero como todo, como la droga que surte efecto hasta determinado tiempo, tiene un fin abrupto y amargo.

Meses después de su llegada a Marea Alta recibió un cuervo por parte de Helaena, trayendo consigo una carta escrita entre tinta derramada y letras temblorosas.

Su Aemond huyó en medio de la noche, volando con Vhagar hacía la sede de las flores. Confirmado al tiempo por parte del escandalizado septon, que otro omega de alta cuna se enlistó para ser una flor de guerra.

«—¡¿Cuánto tiempo permitiremos está ofensa!? ¡Envenenan incluso la mente de los omegas de la corona! ¡Un sacrilegio en contra de los siete, del buen deber!»

Encolerizada se encontró la septa, unas peonias sangrantes aullaron con orgullo por su nueva adquisición. 

¿Y Lucerys? Lucerys se halló ahogándose en litros de alcohol quemando garganta y entrañas, escondido en los confines de su habitación personal, queriendo hundirse en el dulce aroma emanado de la horquilla de tela que siempre guardaba cerca de su pecho. Divagando, creyendo que un rostro amado se asomaba desde el amplio balcón, enmarcado con gruesas pestañas rubias platinadas recargadas en mejillas pálidas, el brillo del zafiro recordando su terrible falta contra Aemond; una fantasía, el castigo por anteponer el deber al único deseo que se le fue negado. 

En otro mundo, se daría el lujo de reclamar a Aemond y tenerlo lado a lado cada mañana, deleitándose con el sol besando al joven dueño de su corazón.

En tanto, Lucerys cantaría a la luna una promesa vacía arrasada por la brisa del mar, votos que quedaron en nada, su pesado corazón seguiría sin soltar el recuerdo de su amor.

Saben, bien saben todos que intento amar y respetar incondicionalmente a Rhaena y Baela, trató de verlas como veía a Aemond; exuberante pasión, adoración, morir por ellas sin dudarlo ningún segundo. Nunca las quiso herir, haciéndolas protagonistas de desplantes o relegar sus presencias en un simple deber. Los dioses vieron que luchó contra el sentimiento opresivo de llevar a cabo traición cuando las besó, tocó, temblando al verlas desnudas delante de él, su virilidad desinteresada y su ser interior razgando con desagrado. Terminó imposibilitado a tomarlas por completo cuando una marca inexistente lo hizo saltar lejos de la cama y vomitar sobre el suelo, gruesas lágrimas surcando sus mejillas, pidiendo perdón por hacerles eso, condenarlas a nunca desearles como se suponía debía hacerlo.   

«Baela está a medio vestir, su mirada furiosa encontrándose con ojos de gacela azul Turmalina destellando en culpabilidad.

—Ni siquiera puedes tomarnos sin sentir asco, dime, esposo, explícame antes de que te mate ¿Acaso somos así de indeseables a tu vista? 

—No es eso, no es que sean desagradables. Perdón, lo juro, perdón, lo siento, lo siento. —Gime angustiado, su playera desabotonada, mano sudorosa inclinando la copa de vino en sus labios resecos. No puede mirarlas, no quiere sentir el retorcijón culpable cuando oye los jadeos llorosos de Rhaena o el aroma furioso de Baela. Él no quiere estar aquí, quiere a Aemond, quiere sus abrazos, su rígido e inmaculado cariño.

—¿Puedes- puedes al menos tomarnos para darle descendencia a nuestra casa? —La voz aguda de Rhaena retumba en el frío cuarto.

Apenas logra esconder el claro disgusto. Sí el destino lacerante desearé que estuviera desocupado de himeneo alguno, que Aemond sea suyo bajo votos de sangre; sus vástagos tendrían el aroma sutil de la naranja, limón, mandarina y pomelo. Mientras eso fuera imposible, no veía posible traer vida con su semilla. Es una verdad que se negó por mucho tiempo y ahora lo golpea con crudeza.

—Yo-yo lo siento. No, no puedo. —El silencio vuelve a caer sobre ellos, Lucerys frota su rostro. —No son él, nunca serán él.»

Sus primas entendieron a regañadientes que tanto su lado humano como su lobo siempre se encontrarían acoplados a un nivel profundo con Aemond, el amante que preservó a su lado desde la tierna edad de quince años y que perdió cuando se vio obligado a unirse en santos votos con ellas. 

Conocía el sueño de Corlys antes de que falleciera en la tranquilidad de la noche; quería tener bisnietos por montones, cándidos infantiles de ojos azules y piel mulata corriendo en los amplios pasillos de Marea Alta, ya sean en todas combinaciones posibles. Lástima, se dijo para sus adentros cuando su abuelo le contó sus expectativas crueles, lástima porque la única forma de mezclar su sangre con la de sus primas sería si Aemond nunca hubiera existido.

Su abuelo mucho antes de partir al manto de la muerte, cuando todavía era un alfa de robusto cuerpo y presencia vivaz, tenía conocimiento de sus verdaderos sentimientos, así como de la desesperanza en las expresiones angelicales de Rhaena, el desaire indiferente de una fibrosa e intrépida Baela (¿Decepcionadas estarán de cómo resultó todo esto? Cree que si, y no entiende porqué. Desde que fue consciente de todo, siempre hizo evidente su inclinación por un niño cauto, tímido y valeroso de mejillas sonrojadas) porque el futuro señor de las mareas siempre tendría el corazón en otro lado, otros sueños, otra persona. Pero de todos modos, de cualquier forma -cuando en la fortaleza roja se rumoreaba su obsesión por Aemond -lo obligaron a tomar a dos mujeres que sólo veía como buenas amigas.

La serpiente marina se hizo de sentidos ciegos, emulando incomprensión y prefiriendo creer que en un futuro posible Lucerys aprendería a estimar a las hermosas hijas de Daemon, genuinas Velaryon, en ellas corría la sangre de la casa. Lucerys no tenía nada de eso, desde que creció tanto y se transformó en la imagen a carne viva de un joven de la casa Strong; unirse en santo matrimonio con alguien que no fuera la descendencia de Laena era inaudito.

Fue débil, Lucerys fue sumiso y dócil a todas las expectativas puestas en él, demasiado avergonzado por ser un bastardo nombrado como legítimo, apenado por no poseer ningún razgo Valyrio significativo, atenido a recompensar su deshonra de nacimiento cumpliendo con su deber.

Lucerys se negó a tomar como primer esposo a Aemond. Sería una falta de respeto para Daemon, visto como un desplante descarado del segundo hijo indigno de Rhaenyra hacerse de tales libertades, tampoco quería desposar a su omega como un tercer marido, poner en sus hombros tal humillación.

Pero todo eso fue cuando había sido débil, cuando trato de esforzarse por olvidar el tenue toque de los huesudos dedos de Aemond, de sus labios sabor a pomelo, fingir que podría amar alguna vez a sus primas, marcarlas incluso; las veces que se obligó a llenar el puesto Lord como le habían dicho que debía hacerlo; ser el marinero intrépido que equipararía las proezas de La Serpiente Marina. Queriendo reemplazar su corazón roto por la sangre y cenizas que dejó la segunda guerra contra La Triarquia, comandando flotas en el Valle de Arryn contra Bravos, lejos de los Peldaños de Piedra, donde las madres de Poniente dirigían la batalla.

Lucerys hizo muchas cosas mal, otras tantas las evito por mero honor, honor ¿Qué era el honor sí no una atadura invisible más? ¿La condena por no tomar lo que le pertenece?

Ahora, con la sangre goteando de su nariz, viendo la esbelta figura de Aemond perdiéndose en la ligera oscuridad de los pasillos, sabe que no puede perderlo de nueva cuenta.

—Excelente, Lucerys, has dado todo un espectáculo. Te felicito. —Sale de su trance cuando Baela lo agarra tosca del hombro. Los bebés habrían sido tomados por las criadas para que no se sofocaran más en los amargos aromas. Madre y Rhaenys estaban tratando de calmar la furia Daemon junto a la ayuda de guardias, hace mucho los músicos fueron despedidos abruptamente. Rhaena se había ido casi al mismo tiempo que Aemond, el aroma amargo de los dos aún persiste en el aire.

Helaena seguía sentada en la mesa tratando de disipar el ataque de pánico de su marido, su tía hablando con tanta suavidad mientras le lanzaba una mirada incierta a la espalda de Alicent; la reina viuda viéndose avergonzada, tratando de disculparse inútilmente con Rhaenyra, en tanto, un indiferente Otto admiraba el trozo de carne ensartado en su tenedor.

—No fue mi intención. Él-

—Él tuvo que patearte las bolas. —Su querida esposa dice más alto de lo que debería. Aegon vuelve a reírse de fondo mientras es llevado prácticamente a rastras por el furioso e indignado de su hermano mayor. Lucerys chasquea la lengua. 

—¡Si! ¡Para la otra ojalá te castre! —El grito eufórico de Aegon resuena conforme se va perdiendo en los pasillos, el férreo abrazo de Jacaerys en su cintura obliga a avanzar al omega tambaleante, seguro dejando un enorme moretón en donde tocan los fuertes dedos.

Blanqueando los ojos e ignorando las diatribas de su borracho tío, se enfoca en Baela. Dioses, quería tanto matarla: —Tú sabías y lo hiciste rabiar.

Los ojos morados y acusadores de su prima lo acuchillan con una furia digna de la siguiente sucesora de Dark Sister, sin embargo, sólo lo hacen querer reírse con sorna: —Tu puta escuchó lo que merecía oír, será mejor que dejes de hacer esta clase de escenarios o juro, me encontrarás.

Las garras amenazan con salir ante el insulto dirigido a Aemond, pero se contiene, con Daemon en un estado casi feral es mala idea siquiera tratar de alzarle la voz a Baela.

Su esposa le da un gruñido de advertencia antes de retirarse, el aroma putrefacto que suelta hace toser a los pocos presentes que quedaron. Lucerys simplemente arruga la nariz lo que hace recordarle que le duele considerablemente; su amor seguía teniendo la mano tan pesada como siempre.

—Por una vez ¡Cálmate ya! —Dice su madre exasperada, Rhaenys usa toda su fuerza conteniendo apenas con éxito a Daemon en la silla, un guardia apostado al lado del rey consorte en caso de que se salga de control.

—Ese mocoso no conoce su lugar y todavía se atreve a golpear a uno de mis hijos, a mi. —Escucha la voz de mando tronando en el salón.

Ve a Helaena encogerse de hombros tratando de llevarse a su pareja lejos de las feromonas abrasivas. Siente un poco de lástima por ella, para ser honesto. Tener que estar cuidando de un hombre así jamás se lo desearía a nadie.

Peor que estar unido a Aegon no debe ser. Exclama con burla su voz interior.

—Realmente lo siento, en nombre de mi hijo pido las más sinceras disculpas, él no sabe lo que hace, Aemond- 

Daemon expone sus colmillos a una exaltada Alicent, casi saliéndose para irse contra ella, en tanto, una chica del servicio temblorosa llega a su lado entregando una servilleta para detener el sangrado, Lucerys le agradece antes de acercarse al tumulto de gente, sólo encogiéndose un poco de hombros cuando su abuela lo mira enojado y su madre con angustia.

—¡Tú cállate! Tu simple presencia me hace querer incinerarte hasta que ya no quede nada de tu inmunda sangre ver-

—¡Daemon, basta! —El tono demandante de madre estalla, imponiendo su furia en amargas notas frutales. Daemon refunfuña, su expresión enojada fijándose en el piso: —Alicent, será mejor que te vayas.

—Pero-

Otto interrumpe el diálogo de la ex reina viuda, en cuanto se levanta de su asiento todos fijan su atención en él. Lucerys le gustaría decir que la presencia de la antigua mano del rey no lo inquieta, pero sigue haciéndolo como lo hizo cuando era niño. Se pregunta cómo el hombre sigue aquí en King 's Landing, con un puesto importante en el consejo.

—Alicent, querida, no se desobedecen las órdenes de nuestra majestad. —Daemon suelta una carcajada seca, las manos de Rhaenys ahora sólo tienen un agarre ligero en los hombros del consorte: —Será mejor que nos retiremos; Helaena, Clement, vengan.  

Ese anciano alfa muestra su poder como el líder de la pequeña manada verde; todos haciendo caso a su llamado. El beta nervioso se agarra fuertemente de la mano de Helaena, balbuceando por lo bajo palabras inconexas una de la otra, Alicent aprieta los puños alejándose del lado de Rhaenyra y poniéndose al lado de Otto.

—Una disculpa, mi reina, Lord Velaryon —Otto lo mira con ludibrio, Lucerys está deseoso de desfigurarlo: —nos retiramos y lamentamos profundamente que la naturaleza impertinente de mi nieto traiga está clase de encuentros. 

Si las miradas matarán, hace mucho se encontraría tres metros bajo tierra; la reina viuda tiene el desdén derramándose de sus poros, su boca torcida cuando chocan uno con el otro. Él no tambaleara frente a la mujer que la arrebató sus posibilidades, quien nunca le dió una oportunidad con su hijo. Poco le preocupaba la opinión que ella tuviera sobre él. 

Heleana ni siquiera lo observa de soslayo cuando se retira con la cabeza gacha, aferranda a la mano de su esposo beta. Murmurando en alto Valyrio acertijos complejos. 

Cuando finalmente se van, Lucerys tiene que exhalar e inhalar varias veces, sus ojos azules admiran a Daemon en una especie de culpa, padre alza las cejas lanzando preguntas al aire que no tienen forma.

«—Así que lo has superado ¿Eh?

—¿Eso acaso importa? Ya no estoy con él.

Daemon se ríe, el filo de la espada se aleja de su pecho, levanta a Lucerys y le da unas palmadas en la espalda hasta sacarle el poco aire que le quedaba en los pulmones.

—Bueno, muchacho, eres tan patético como yo lo fui en mi juventud, vas por buen camino.»

—Yo lo lamento de verdad, no actúe como debería hacerlo para la cena y-

Parece que está noche todos tenían algo al respecto con interrumpir unos a otros.

—Lucerys, déjalo ya. —Rhaenyra calla sus palabras, la expresión abatida. El alfa castaño termina sin decir la falsa disculpa que tenía planeada desde que se arruino la velada: —retirate y atiende tu sangrado con un maestre, mañana hablaré contigo. 

—¿De qué servirá hablar con él? El nombre de mis nietas estará de boca en boca mañana por la mañana.

El silencio cae como una gran montaña sobre ellos, Daemon tiene una expresión acusatoria, su mejilla está hinchándose, seguro despertará con un enorme moretón en el pómulo al día siguiente. Rhaenys amenaza con su aroma y Lucerys considera pertinente seguir las órdenes de su reina. No quiere que otra pelea se reanude, menos con su mano aún sosteniendo la tela blanca empapada por su sangre.

Cuando sale, apenas puede escuchar la discusión que tienen por lo bajo su madre y Rhaenys. Un retorcijón se asienta en su estómago, no lo suficiente doloroso para sentirse arrepentido.

 


 

La hora del lobo.

El manto de la noche cae sobre Desembarco del Rey, pesada y oscura como el océano indómito que se encuentra alejado de cualquier extensión de tierra. Su mente maquila sin parar de deleitarse con el panorama despejado desde su ventana, las cortinas corridas. El cuarto de su niñez se siente bien y seguro, alejado del bullicio, el enojo justificado de sus esposas, tratar de ignorar la sutil indiferencia con la que se dirige a los cachorros que en apellido, son hijos suyos; Maelor y Aera fueron los primeros en estallar en sollozos cuando el duro puñetazo de Aemond aterrizó en su rostro, Baela saltando totalmente indignada, gritando maldiciones en todos los idiomas conocidos por traer dolencias a los niños. 

No la culpa por eso, es natural en los omegas ponerse sumamente protectoras en el instante que ven a sus cachorros en posible peligro. De lo que si la señala es haberse ido contra Aemond quien era el menos culpable, resentida contra su tío, llamándolo abominación de la naturaleza, tuerto.

Habló con ella tantas veces sobre su ultimátum y parecía todavía recia a que Lucerys cometiera semejante desplante, pero ahora que era el líder del clan, poco podía hacer ella algo contra sus decisiones, menos cuando (junto a su gemela) tenía a sus bajos secretos resguardados en Driftmark. Eran una unión conyugal nula de sentimientos de por medio, por su parte así era.

Tomará a Aemond, cortejando al impío guerrero, o bien, reclamando al aguerrido hombre como su tercer consorte.

Aemond, su Aemond, la persona por la que está dispuesto a sangrar, perder todo con tal de tenerlo a su lado, sin importar el precio, a pesar de que él lo deteste o siempre esté tratando huir de su lado, Lucerys lo quiere más allá de la propia muerte. 

Toma otro sorbo de la copa, su mente embebida rememorando las facciones duras y elegantes de su pareja; tan bonito representando a la perfección los razgos Valyrios entre los ángulos filosos de sus pómulos.

El olor lo estuvo llamando desde que cruzó por la puerta, su piel lechosa del pecho brillando, el largo cabello albo trenzando con joyas negras entre hebra y hebra, el collar de indisposición siendo un accesorio que resaltaba más la belleza de Aemond. Lucerys lo desea tanto, desea volver a sentir sus labios sobre los suyos, pasar su pulgar por sus pestañas rubias e intoxicarse con el aroma que lo abrigó desde la infancia, escuchar su voz serena cantando canciones de cuna en Alto Valyrio, contándole secretos y sueños que sólo los amantes se cuentan entre sí.

La bata azul se desliza un poco de sus hombros, sostenida gracias al cinturón dorado que acentúa sus caderas. Juega con el contenido de la copa, saboreando el sabor del vino Yitiense entre sus dientes. Sonríe con amargura, el dolor apenas perceptible en su tabique nasal es la prueba de que las cosas que desea no serán tan fáciles de volver a conseguir; quizás nunca las tenga por completo de nuevo. Se debería conformar sólo con poder despertar con la seguridad de que Aemond le pertenecía pero es un hombre codicioso, caprichoso, nunca tiene suficiente, así que sabe con certeza hará lo imposible para volver a ganarse el afecto de su tío ¿Con los métodos correctos en un inicio? Lo duda, Lucerys también se siente desesperado, su lobo salivando en el instante que se enteró del regreso de su amor, el rebelde omega confinado en la Fortaleza Roja desde que la guerra contra La Triarquía menguó considerablemente en el sur.

Los dioses saben lo mucho que tuvo que retenerse en aquellos primeros días, esperando desde las sombras el momento perfecto para dar su primer paso (paso que no salió bien, de hecho, nunca había contemplado el latente resentimiento de Aemond volviendo a resugir contra su persona. Lo entendería por algún otro motivo, no por cumplir con la única condición que le dieron para heredar el trono de Pecios).

Así como tambien está tratando de hacerlo en estos instantes, tentando a deslizarse en los pasadizos secretos que conectan un cuarto del otro; sabe lo fácil que será llegar hasta Aemond y tomarlo contra su colchón, hacerlo caer en la sumisión sin la necesidad de usar su voz de mando, tenerlo abierto de piernas, su tío montando su cara o debajo suyo recibiendo su nudo las veces que quiera. Pues, aunque Aemond intente poner una duro caparazón repeliendo sus afectos, sabe que con los toques precisos en los lugares correctos el cederá, derritiéndose como la mantequilla contra un trozo de pan tibio. Pero hacer eso sería asustarlo y darle más motivos para que desconfíe de él, la cena ya había sido suficiente para alejar más de su lado a Aemond, un desplante oprobioso en toda la extensión del significado.

Su impulsividad no le servirá de nada en estos momentos a plena madrugada, tiene que controlarse como lo vino soportando desde lunas lejanas. La perseverancia le traerá frutos, entonces le pedirá la bendición a su madre y cortejaría a Aemond, luego todo será para mejor.

Su mente no ayuda, sin embargo.

La sangre corre directo a su polla, pensando y maquinando escenarios indecorosos, cumpliendo con su promesa de tenerlo rebotando sobre su regazo, lloriqueando mientras lo toma con violencia. Trata de contar en cuenta regresiva, moviéndose de un lado a otro en su amplio cuarto, relegando la copa hace rato en la mesa, se frota el ceño fruncido demasiado fuerte dejando un rastro rojo en su entrecejo. Está frustrado con su lado animal que tampoco copera en tranquilizar su lujuria.

La carne es débil. Alguna vez le dijo Jacaerys, excusando su enfermiza fijación por Aegon.

Lucerys no le había creído, burlándose de su hermano y sus patéticas excusas tratando de darle un sentido al sinsentido de querer al omega borracho como su esposo. 

Pero ahora, cuando se encuentra así mismo sólo con sus pensamientos inundados por asaltar el lecho de Aemond, sabe que su hermano no estaba del todo equivocado.

Su cuerpo se mueve en automático en dirección a la enorme pintura de dos dragones escupiendo fuego uno contra el otro, la cual escondía una puerta roída de madera, vieja con el pasar del tiempo.

Una vez está encaminado por los húmedos pasillos, reza a los Dioses que Aemond no lo odie tanto después de esto.

 

 

Chapter 3: Ansia del mal querer

Summary:

Susurros sibilantes se dispersan por los pasillos; hablan del todo y la nada, la gloria y desgracia, sobre lo que atormenta corazones y destruye espíritus.

Sin embargo, aún discordando en prosa y verso, todos los murmullos los enlaza algo en común; en ellos están tallados los nombres de Aegon y Aemond.

Notes:

Puntos a tomar en cuenta:

•Consentimiento dudoso: Las etiquetas advierten la clase de trama que es la historia, sin embargo, me parece pertinente advertir antes de que el capítulo resulte desencadenante para algun/a lector/a.

•Como siempre digo, yo use un traductor de Google para los diálogos en alto Valiryo, no me juzguen sí encuentran algún error gramatical :D.

•No tengo lector beta, cualquier equivocación o cosa inconsistente diganme, también sí les aburre o no el curso de los sucesos. Me interesa mucho su opinión 🌸.

No me convence el capítulo pero así lo tenía escrito en borradores. Disfruten <3.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

 

«La autocomplaciencia del hombre ¿Qué es sino, un modo de engañarse a uno mismo?»

 


 

De mieles y hiel.

Titilan las velas a su alrededor, arde en la chimenea troncos gruesos de árbol; el aroma agradable a pino quemado se esparce por el cuarto y, a su vez, calienta cada rincón del lugar e ilumina incandescente para que Aemond pueda ver con claridad. Pasa sus dedos por las hebras sedosas de su cabello perlado, distribuye el aceite de lavanda en movimientos enojados y furiosos mientras despotrica, maldice y blasfema el nombre de Lucerys.

Observa detenidamente el reflejo de sí mismo en el espejo, su ceño fruncido y la boca torcida en una mueca de disgusto lo hacen parecer un guerrero añejado en lugar que aparentar ser un mozo delicado de la corte, el zafiro incrustado y esa herida cruzando una parte de su rostro sólo ayudan a endurecer más sus afiladas facciones. 

—Estúpido alfa de mierda, te odio, te odio, ojalá te ahogues tragando tu horrible vino. —Farfulla con gruñidos, sus mejillas enrojecidas, pequeños gritos de frustración entonados entre dientes. Sin poder evitarlo, su masoquista cerebro rememora hasta el cansancio el dichoso baile de la cena.

Cuando el aceite está esparcido en su plenitud, Aemond comienza a trenzar su melena con movimientos violentos, sus pies tamborilean el suelo en ruidos irregulares, las piedras negras que tenía en su cabello yacen tiradas en el tocador de roble. Su cara enrojece recordando el regaño escandaloso de madre, ella había gritado injurias, ojos redondos que siquiera pestañeaban, haciendo una rabieta completa por su comportamiento indigno. Aemond respondió con la verdad que se negaba a ver la mujer, siendo demasiado directo acerca de sus emociones y pesares, quizás pareciendo un omega fuera del temor de los dioses, pues, una vez acabó de hablar, la antigua reina viuda se enterró las uñas así misma hasta razgar el vestido de terciopelo negro que llevaba puesto, encogiéndose y orando a la estrella de siete puntas, preguntando el mal que hizo para ser condenada a tener hijos malagradecidos.

«—¡¿Cómo puedes hacerme esto, después de todo lo que sacrifiqué por ti, por todos ustedes?! No eres mi hijo, ya no más, estás muerto para mí ¿¡Escuchaste!? ¡Muerto!

Aemond blanquea el ojo, cansado de la misma diatriba de su madre. A perdido la cuenta de las veces que ha escuchado el aburrido discurso desde que llegó a la Fortaleza. 

—¡No me voltees los ojos, Aemond Targaryen! ¡Esto es serio, esto es en serio!»

Bufa y frunce el ceño, de no ser por las sirvientas, quién sabe qué habría tratado de hacer madre en sus aposentos. Ella fácilmente amenazaría con dañarse así misma y él se hubiera sentido culpable. Aemond puede ya no tenerla en el pedestal que la tenía en los tiempos de su ingenua infancia pero la seguía amando. Quería complacerla lo mejor que pudiera, ya no con la intensidad de hace años ni dándole la misma importancia a su opinión, incluso atreviéndose a resentirse contra su progenitora por todo el daño que le ha infligido, sin embargo, una parte de él aún deseaba hacerla sentir contenta en su presencia.   Por eso él rezaba diligentemente y se portaba conforme los estándares esperados en un príncipe, tanto como podía antes de explotar y hacer de todo un desastre. Está noche fue un simple desliz, un error de su avallasadora temple.

Ensimismado, toma la cinta de seda blanca y amarra su trenza en un delicado moño. A pesar de todo, nunca dejaría atrás está rutina ni teniendo todo el enojo del mundo contenido en su pecho. Acaricia las hebras blancuzcas, sonriendo unos segundos por lo esponjoso y suave que es su cabello. Podría ser un omega indigno, cualquier cosa que dijere cada Lord y Lady arcaicos en Poniente, no obstante, nadie se atrevería a negar el encanto de su cabellera brillosa, era de las pocas cosas que apreciaba y se sentía orgulloso de su cuerpo.

—Incluso antes de ir a la cama, eres toda una belleza primorosa.

Aemond salta de su asiento, su pulso disparado de un momento a otro, un jadeo queda atascado en su garganta y sus mejillas se calientan, Lucerys está recostado en el soporte de la chimenea, nunca abandona esa eterna expresión de burla gallarda, de sus hombros fuertes cae discretamente la bata color azul, Aemond rechina los dientes renuente al llamado desesperado de su omega interior. El bastardo recorre el cuerpo de Aemond de arriba hacia abajo, iris azules transformados al calor chisporroteante del color amatista.

—¿Qué-? ¿Cómo entraste a mi habitación? —Aemond parpadea confundido. No, no quiere la respuesta, le basta un instante recordar los pasadizos secretos y se maldice así mismo porque nunca se le ocurrió bloquear la entrada. Enojado, dice; —No ¿Sabes qué? No me importa por donde entraste, vete antes de que llame a los guardias.

—¿Por qué me iría? Soy un hombre de palabra y te prometí que te tendría rebotando sobre mi regazo.

La burla sale honesta de sus labios: —¿Hombre de palabra? Yo te recuerdo cómo un niño inmaduro y cobarde, incapaz de cumplir sus promesas.

Los labios se Lucerys se crispan, sin embargo, vuelve a su semblante despreocupado, dejando de recargarse en la chimenea se endereza y da pasos lentos y silenciosos, acercándose a Aemond, quien a tientas busca una daga en su mesa de noche, pero no la haya, injuria por lo bajo moviéndose lejos del alfa. Lucerys sonríe y se humedece los labios; —Lo sé, no niego mi cobardía y sumisión, pero cambié, gevie. 

Trastabilla dando un paso en dirección a su espada recargada al otro extremo de la habitación. Un mareo extraño nubla su juicio y Aemond experimenta la sensación de querer caer de rodillas al piso. Su aroma a cítricos se desborda incontrolable, buscando unirse a las feromonas sabor a especias. 

—No me llames así, no soy ni seré nada de ti. Vete a la mierda o juro que-

—No llamarás a los guardias, gevie.

Desde antes de que quedase marcado de por vida gracias a la herida que le valió la pérdida de un ojo, Aemond había obtenido un reconocimiento negativo, llegando incluso a las tierras áridas de Dorne, cruzando el mar estrecho hasta alcanzar a ser murmurado en los palacios fastuosos de las Ciudades Libres. La desfavorable reputación no era porque fuera poco agraciado o su olor haya sido desagradable, sino, debido a un factor que rara vez se presentaba en los de su casta débil; él no cedía a la voz de mando, no de cualquier alfa al menos. El anciano padre de Alicent siempre intentó hacerlo caer en la sumisión, antes de huir en Vhagar, Loreon pretendió forzarlo a cumplir sus órdenes, a lo largo de los años centenares de alfas -en la búsqueda de acariciar sus egos -intentaron que inclinase la cabeza y Aemond nunca cedió, jamás, ni siquiera cuando estaba en la etapa más profunda de su celo frente a Lucerys.

No entiende, no entiende porqué su omega rasga desde adentro y lo quiere forzar a caer de rodillas delante del bastardodelante de su alfa.

Él había tomado el brebaje, entonces ¿Por qué está actuando así? ¿Por qué-

Traga saliva en seco, ojos acuosos centrados en el hombre más joven. El andar calmado cesando a unos cuantos pasos de Aemond: —¿Q-qué me diste? ¿Qué estás haciéndome?  

Lucerys inclina la cabeza, le da una mirada compasiva entre pestañas tupidas: —Nada, amor mío. Es tu naturaleza respondiendo a lo que desea.

—Mentiroso, siempre me mientes. Cuando el efecto acabe te voy a matar. —Su espalda choca con una pared, su respiración errática deja una incómoda capa de sudor en toda su piel, el lubricante moja los pliegues de su intimidad. La nariz respingona de Lucerys aspira su aroma, el hambre del deseo dibujado en los rasgos de su sobrino.

—No hay efecto, Aem. Lo deseas tanto como yo.

Aemond nunca llora, él jamás llora pero al parecer, incluso el orgullo de ser un guerrero despiadado e indiferente, Lucerys se lo arrebata sin ningún miramiento. Le entregó cada parte suya; le dió su perdón porque creía que de alguna manera ganaría algo y lo perdió todo; le otorgó a Lucerys el privilegios de ser su primer beso; Aemond dió su corazón en bandeja de plata sólo para ser aplastado dejándolo sin voluntad y alegría; se abrió tontamente de piernas y permitió que profanara su virtud una y otra vez. El bastardo nunca tiene suficiente de Aemond, está empeñado en reclamar cada aspecto de su existencia y ahora quiere adueñarse de cada tristeza que contiene sabiamente en su corazón.

Una lágrima traicionera recorre su mejilla, la saña se filtra en cada letra que suelta de su garganta: —Te odio. 

Rodillas dobladas, el camisón blanco se arruga a la mitad de sus muslos. Antes de tocar el suelo, Lucerys lo alcanza apresuradamente y lo envuelve en sus brazos trabajados, Aemond gime, sus manos aprietan los hombros del alfa y pega su nariz a la clavícula expuesta. Lo ha extrañado y quizás esa es su condena, la añoranza del destino que le arrebataron, de su obsesión por el joven que amó tantos años que se volvió una parte esencial de su propia identidad. Sólo que el hombre delante de él ya no es su Lucerys de ojos inocentes y toques torpes, el que le dejaba notas escondidas en las páginas de su libros y le hacía coronas de flores en los días de calma. Quedó atrás todo aquello, un borrón difuso de lo que fue, pero Aemond lo sigue queriendo, sigue reconociendo a Lucerys por mucho que el curso del tiempo lo haya convertido en otra persona. Se sentía protegido y cómodo en la protección que le daba el calor corporal de su alfa, la embriaguez que sufre cuando saborea las notas de clavo y estrella de anís.  

Lucerys acaricia el cabello que escapa de la trenza, susurra y promete, trata de volver a engañar a Aemond con promesas vacías: —Voy a pedir tu mano a mi madre. Serás mío, mis hijos serán de ti y mi vida estará a tu voluntad.

Niega con la cabeza, no le cree, no puede permitirse creer en las promesas del bastardo.

—Ya tienes más que descendencia suficiente con tus amadas esposas, déjame en paz y ve a  disgustar gente a otro lado. —Los celos e ira burbujeante le queman las vísceras, Aemond trata de apartarse, empuja y rehuye. Besos necios caen en la comisura de su boca, en los bordes de sus pómulos, jadea ofuscado. Quiere huir, gritar y destrozar todo a su alrededor.

—Nunca podría estar con nadie más que tú, lo sabes muy bien porque también sufres de la misma manera que yo.

Las implicaciones detrás de esa declaración lo dejan aturtido unos segundos, detiene sus esfuerzos de escapar y detalla las expresiones de su sobrino en busca de algo que delate su mentira. La expresión suplicante puede ser una falsa fachada, sin embargo, eso explicaría porque los niños nunca han presentado un mínimo rastro del aroma singular a especias. Piensa en Baela, la tozuda omega que siempre lo ha percibido como un vulgar amante de Lucerys incluso antes de que este pidiera la mano de ella y su gemela en matrimonio. Piensa en Rhaena, que vino llorando y rogándole dejará cualquier tipo de relación con el bastardo, meciendo a la niña que tenía cargada en sus delgados brazos de oliva.

«—Él ya es padre, por favor, déjalo, no caigas en sus incitaciones.»

Dientes rechinan, colmillos pinchando el interior de sus mejillas. Recobrando la conciencia por unos momentos, en un arranque de enojo logra empujar a Lucerys quien lo mira herido, ojos redondos de cachorro que tienen la intención de hacerlo caer en una trampa sin salida. Aemond está tentando a ahorcar ese perfecto y largo cuello.

—Tu clan a ensuciado mi nombre por años, se han creído con el derecho de rebajarme, exigiendo que respete tu fiel matrimonio ¿Ahora me sales con esto? ¿Qué tus hijos son bastardos y ni siquiera son tuyos? ¿Cómo debo tomarme eso? ¿¡Crees que yo-

Lucerys estampa sus labios en los suyos, Aemond hace un ruido de indignación pura al verse interrumpido y callado. Empuja, manotea y muerde, pronto su cuerpo es apresado contra la pared más cercana, imposibilitado de encontrar escapatoria alguna. El agarre inquebrantable en sus caderas le impiden alejarse, mínimamente patear. Pasa lo que parece una eternidad antes de sus labios entumecidos sean soltados, gruñe e intenta replicar pero Lucerys lo vuelve a callar con un beso. 

—Ellos no volverán a maldecir tu nombre, estés o no a mi lado, en la vida van a reclamarte algo. Lo siento por no defenderte antes, era débil y estúpido, ahora tengo lo necesario para protegerte. 

Lucerys deja marca rojiza cerca de su glándula odorífica, el omega traicionero que recide en el fondo de su espíritu lo obliga a gemir agudamamente, Aemond nunca soltaría ruidos tan vergonzosos por voluntad propia, jamás. La tentadora promesa se escurre como la miel en los pasajes de su mente extasiada. Así como la indignación tiene un lugar especial en su corazón, el oscuro deseo de tener, de nueva cuenta y por completo a su alfa, domina sus sentidos racionales. 

—Mis palabras no serán vacías ni engañosas, te lo prometo, ñuha jorrāelagon.

Una parte lógica de su mente le dice que se aleje, nada bueno saldrá del hipotético matrimonio, va a volver a desangrarse por Lucerys, quizás no encuentre reparación alguna sí las osadas frases nunca se cumplen. Eso era lo menos preocupante de la situación, el peor de las traiciones lo alcanza cuando cae en cuenta; su voto de fidelidad a las peonias flameantes se vería vejado, en caso de unirse como consorte del señor de las mareas, perdería su posición, el respeto dentro del ejército, las cosas por las que luchó sería en vano.

Tiene tanto que perder y nada que ganar, pero Aemond nunca quiere aprender de sus tontas elecciones. 

Puede echarle la completa culpa a la demandante presencia de Lucerys de sus decisiones impulsivas, puede fingir demencia a la mañana siguiente y hacer como sí nada hubiera pasado. Nadie sabría acerca de esta noche más que el bastardo y él mismo ¿Quién admiraría sus pecados más que los dioses? ¿Aquellos seres que lo han abandonado en la asolación de su desgarradora pena? Con eso en mente, se permite ceder a caer en los brazos de su perdición.

Aemond no empieza el beso pero deja que el alfa lo bese a gusto, tocando las partes que esconde el camisón de algodón, su voluntad se doblega en el instante que no proclama quejido alguno cuando es dirigido a la cama y una mano callosa comienza a frotar los pliegues mojados de su excitación. Puede fingir luchar y pelear, sólo para reconfortarse una vez la ola de la culpa y el arrepentimiento lo azoten en cuanto el sol se levante en el horizonte.

••••

La fuerza ha huido de su cuerpo aguerrido. Con la mente abrumada y los sentidos envalentonados, Aemond gimotea quejumbroso, mueve su rostro rechazando lo mejor que puede el tacto caliente de la boca de Lucerys, pese a eso, su lucha es en vano; un toque suave y burlón se posa en la barbilla del omega, posicionando sus labios listos para ser devorados. Aemond muestra los colmillos, pero el estúpido alfa no capta las señales de peligro o bien, las pasa por alto sabiendo que el omega no actuará en consecuencia. Y en lugar de alejarse con pertinencia, lame complacido el contorno de su boca, no sin antes exhalar una risa socarrona que le pone los vellos de punta. 

Los dientes afilados del príncipe Targaryen tratan de morder la lengua del señor de las mareas, sin embargo, basta y sobra con los tres dedos enterrados en su coño aumenten de velocidad en sus duras estocadas para que Aemond detenga su lucha y vuelva soltar un gemido largo y silencioso. Algo oscuro centellea en las pupilas amatista de Lucerys, la expresión galante complacida, rizos oscuros y espesos entregan una apariencia más salvaje e indómita al bastardo. Un beso prolongado es dejado en los delgados labios de Aemond, quien cierra y abre sus manos en puños a la nada. Las lágrimas dejan una sensación de espesor en sus pestañas a cada parpadeo, la cara interna de sus muslos está pegajosa y caliente, los dedos que abusan de su apretada entrada producen sucios ruidos de chapoteo. Son demasiadas emociones en un instante,  abrumado, Aemond es incapaz de procesar la emoción que deja un tenso nudo en su vientre bajo, la sangre que corre en dirección a su intimidad y a los bordes de su agujero, el sutil ronroneo que producen sus cuerdas bucales.

Músculos reposan débiles y no responden, Aemond aparentaba estar pendiendo de un hilo controlado a placer por alguna fuerza intangible; su cuerpo vuelto de arcilla, fácil de manipular bajo la voluntad del alfa. La tensión en su mandíbula desaparece y Lucerys (característico de su naturaleza desvergonzada), ni corto ni perezoso, desliza su lengua dentro de la boca de Aemond. Sin querer el omega chupa y succiona, deja que su lengua se entrelace, la saliva escurriendo en un delgado hilo hasta su cuello.

—Anhelas mi toque, cada parte de ti ruega porque te reclame. —Dice Lucerys en cuanto se separa. El cinturón dorado de la bata azul relegado hace rato a una esquina de la cama. Aemond respira bocanadas admirando el torso desnudo de su alfa, la descontrolada anticipación, un grueso falo frotándose en la cara interna de sus muslos.

—Ve-vete al infierno, bastardo.

Lucerys lo ignora con una risa nasal, besa sus pómulos y delinea con la lengua su mandíbula, Aemond se remueve, enojado por no recibir respuesta. El pulgar frota su montículo de nervios mientras el resto de dedos abusan despiadados de su agujero goteante. Su grito es callado por los labios de Lucerys, no es cómo sí los guardias fueran a interrumpir en sus aposentos al llamado de sus alaridos, sabe que los inútiles acaban su ronda más temprano de lo que deberían y dejan su puerta desprovista de protección. 

—Vas a montarme. —Aemond hace un ruido de protesta, los dedos dejan de empujar y salen de su coño. Su rostro se enrojece y jadea viendo a Lucerys chupar los tres dedos, haciendo ruidos de deleite por el sabor de su lubricante. —Vas a tomarme muy bien, amor mío.

La voz de Lucerys es almíbar a sus oídos, una dulce capa de azúcar, tan relajante y confortable cuando le susurra de esa manera, le jura cosas en un tono grave y jovial en la curvatura de su cuello. El omega que estaba tentado a negarse y dar batalla desaparece en el viento, los toques y afectos expertos de Lucerys detienen cualquier intento de rebeldía. Brazos vigorosos lo levantan con la facilidad que se maneja un peso liviano.  Aemond se sostiene de los bíceps tensos de Lucerys, siendo acomodado encima de él con su excitación chorreante y caliente, mojandose aún más mientras la gruesa virilidad se frota entre sus sensibles pliegues.

Parpadea rápidamente, la culpa y el deseo siendo emociones contrariadas, colisionan en una misma dirección. Echa la cabeza hacia adelante, su cabello cenizo pegándose a los contornos de su rostro, un suspiro largo y tembloroso sale de sus labios rojo cereza mientras las diminutas gotas de sudor resbalan por su cuello. Las manos callosas rodean casi en su totalidad el contorno de su estrecha cintura, el omega gime y una ráfaga de fuego lame sus entrañas cuando Lucerys comienza a moverlo de adelante hacia atrás sobre el grueso y venoso eje. Ambos aún tienen sus ropas para dormir puestas, sabe que serán semanas donde las telas estarán impregnadas por el aroma a lubricante, a su lubricante; su omega alboroza vibrante y su coño se tensa imaginando a las esposas de su alfa oliendo el rastro a cítricos en las ropas de este.

Balancea las caderas con más velocidad, el rojizo glande frotándose en las partes recónditas que le entregan el deleite del placer. Desde su posición es fácil admirar el estado desastroso de Lucerys; la respiración agitada, los labios afelpados emanando de ellos gemidos roncos, pezones marrones erguidos, heridas obtenidas en la guerra. Aemond gimotea y rasguña los pectorales pálidos, Lucerys gruñe apretando el doloroso agarre en su cintura.

Un tono ronco y rasposo, suplicante y cálido llama el nombre del Omega. Aemond sonríe ante los ruegos de su sobrino; —Tómame y follate con mi polla. 

—Dioses, deja de ser tan vulgar. —Aemond dice: reclamando y avergonzado. 

Madre lo educo para ser un príncipe obediente, es claro que debe cumplir con lo que se le ordena, así que obedece los deseos de su sobrino. Con piernas endebles, se levanta y comienza a deslizarse hacia abajo, el grueso pene se abre paso desgarrando su interior, Aemond tiembla, gime demasiado alto. Lucerys gruñe, bajando sus manos a su trasero, aprieta ambos glúteos al punto de dejar un rastro rojizo en la piel lechosa de Aemond. 

Ñuha dōna dārilaros, īlē āzma naejot sagon qogralbar ondoso ñuha orvorta.¹

La lengua vivaz de Aemond calla y otorga. Su agujero lloroso se aprieta alrededor del duro miembro ante las alabanzas pecaminosas del hombre menor, el vello rizado y castaño a ras de su virtud le deja un rastro de cosquillas, su pecho exhala e inhala en intensas bocanadas, solloza cuando el picor de un toque duro cae en la carne de su culo. Lucerys palpita dentro de Aemond y empuja más allá de su punto de placer omega. Él puede sentir la piel abultada de su vientre bajo, el grueso glande haciéndose un lugar en su apretado coño. Un quejido silencioso se filtra en el aire, Aemond tira la cabeza hacia atrás, sus pestañas nacaradas acarician sus mejillas pecosas. 

Lucerys acaricia la curvatura de su trasero, apretando sus muslos delgados y estrechas caderas. —Urnēptre nyke skorkydoso sȳz iksā, ñuha jorrāelagon.²

Keligon ȳdragon, doru-borto.³

Lentamente, se contornea en movimientos lentos y concisos, sus manos recargadas en el estómago duro y decorado con cicatrices. Sus pezones sensibles al tacto de la tela blanca de su camisón.  El arrastre de la virilidad de Lucerys es minuciosamente desorientador. Ha pasado un tiempo desde que ha tenido algo que toque tan profundo en su interior, la culpa se desvanece conforme sus movimientos toman velocidad. Cada una de las terminaciones nerviosas, de la sangre que recorre sus venas, el latido raudo de su corazón, cada uno arden y hormiguean deliciosamente. Lucerys alza sus caderas, embistiendo su coño duramente, el ruido de las bolas golpeando su trasero lo deja mareado, Aemond maulla, mordiéndose el labio, contrayendo los dedos de sus pies.

Qrugh.⁴ — Lucerys sisea entre dientes, iris violáceos detallan cada diminuta parte del omega, anclando dedos en la suave carne de sus muslos. Jadeos y promesas oscuras danzan en la lava incandescente de su deseo compartido, el canto de dos amantes reencontrándose en el manto protector de la noche. Aemond rebota en la piernas magras de Lucerys con crudeza, su coño haciendo ruidos vergonzosos de chapoteo húmedo y viscoso.

Los antiguos amantes vuelven a caer en la pendiente sin retorno, quizás nunca salieron del dichoso danzar, perseguirse y tratar de encontrarse una y otra vez hasta sangrar y perderse así mismos. Aemond se muerde el labio inferior, en un vano intento de silenciar sus quejumbrosos gemidos, sólo una ingenua solución a los ruidos que suelta cada que el romo pene abusa de su coño: —Oh, dioses. Jae- ¡Ah! Jaes. Ñuha āeksio, tepagon nyke iā rūs, tepagon nyke jemome.⁵

Sus paredes se tensan, apretando el duro falo, haciendo que la voz de Lucerys gima sin control. Los dos se miran con intensidad, secretos y verdades contadas en el silencioso intercambio, el mismo tipo de mirada que comparten en cada cena familiar, en la corte de la reina, en la sala del trono de hierro, a donde sea que ambos coincidieran. Le emociona saber que aún tiene este poder sobre Lucerys, que nunca lo dejará de tener, que todos reconozcan el anhelo obsesivo de su alfa por él y sólo por él, poniéndolo encima incluso de las simpáticas y hermosas gemelas del príncipe canalla. Dormir con un alfa casado y tomado es algo por lo que el septon lo condenaría, el reino entero opinaría las peores cosas acerca de su persona, de cuán indigno de ser un omega de la corona es. Las mejillas del príncipe de cabellos cenizos se sonrojan todavía más, sus gritos de éxtasis suben de tono. Lucerys responde en consecuencia, empujando feroz y rápido, el estómago de Aemond abultado debajo de su ropa blanca.

Algo domina sus movimientos y se inclina hasta alcanzar la garganta brillante del castaños, su lengua delinea la nuez que sube y baja cada vez que Lucerys traga saliva; las gotas de sudor saben a sal y especias, Aemond gime vibrante contra la piel caliente del alfa, su agujero nunca deja de ser arremetido intensamente. 

Kesā sagon ñuha qrimbrōzagon,  ñuha gevie nūmio.⁶ —Lucerys muerde el contorno de su oreja, susurrando quedamente. Aemond ronronea, sus labios besan esa boca impertinente. Sus dedos se entierran en los hombros de Lucerys, en los rizos achocolatados. Las respiraciones se combinan, Lucerys chupa y delinea su lengua.  

La tela de la bata de Lucerys está extendida en toda la cama, los hilos tensados por los bíceps de su sobrino. Debe dejar su marca, el contorno de sus uñas en la piel llena de lunares de Lucerys, chupetones en las tentadoras clavículas en el inicio de esa marcada mandíbula, mordidas notorias en los labios carnosos de su alfa. 

Su estómago se contrae y vuelve a sollozar, las fuertes manos recorren con delicadeza su columna, un arrastre casi intangible de las yemas de los dedos en la piel afiebrada de Aemond, su piel se eriza y el deseo palpita en su clítoris. Salta y rehuye cuando un seco golpe cae de imprevisto en su culo y es rápidamente apretado y masajeado duramente, pero no puede escapar a otro lado en cuanto su cintura es rodeada por el brazo del alfa.

Qogralbar. —Dice en gemidos descontrolados el menor, su ceño fruncido y la boca abierta formando ráfagas de hálito condensado. —Iksā jāre naejot tepagon nyke naenie riñar, hae precious hae ao. Skori īlon jiōragon dīnagon nyke'll emagon ao spread drāñe syt nyke mirre se jēda, ñuha orvorta kessa va moriot sagon iemnȳ aōha ȳrda lōz orvorta.⁷

—Kessa, kessa, nyke'll tepagon jeme se ones jaelā, nyke'll ivestragī aōha nūmo drain mirre se jēda hen ñuha iemnȳ.⁸

El nudo comienza a crecer y soltar tiras de semen en su interior, Aemond jadea, trata de meter una mano entre sus piernas y acariciar su clítoris necesitado. Lucerys lo detiene con un gruñido, diciéndole en sus labios; —Te vas a correr sólo con mi polla.

Aemond protesta, negando e intentando tocarse, un abrazo posesivo lo deja en su lugar, recibiendo los empates del venoso falo. Grita y contornea las caderas, buscando su liberación, maldice el nombre de Lucerys, maldice el placer que se anuda en su estómago. Las intensas oleadas de lubricantes salen sin control de su coño, su ojo se blanquea y el zafiro pica en los contornos de su cuenca debido a las lágrimas, al sudor, al hilo casi imperceptible de sangre manchando sus pestañas de abajo.

El orgasmo vibra en todo su cuerpo sudoroso, la trenza prolija que se hizo al inicio de la noche acaba en un desastre de cabellos pegados en su piel sudorosa. Deja que su cuerpo hipersensible sea tomado una y otra vez por Lucerys, apenas puede mantener su mirada abierta mientras su coño pegajoso recibe las ásperas e intensas estocadas. Aemond llora, un beso cae en su pómulo cuando el semen lo llena tanto que este se desborda y sale de su interior. 

Respiraciones agitadas hacen eco en la enorme habitación; el olor a sexo, cítricos confitados y a especias domina en todo el lugar, Aemond descansa encima del cuerpo de Lucerys, sabe que no es ligero al ser un general curtido con años de experiencia, pero su sobrino no parece incómodo con su peso. Aemond maulla en la mejilla de Lucerys, su alfa le responde con el mismo sonido apreciativo. Albo cabello es acariciado en veneración, dicho toque lo hace caer en el sueño lentamente, la respiración de Lucerys y su calidez lo abrigan.

Avy jorrāelan, gevie rūklon.⁹ 

La voz le sale pequeña y trémula, Aemond se encoge en su lugar, cerrando los párpados con fuerza: —Avy jorrāelan, tolī ñuha ābrar.¹⁰

Cuando su frente es besada con afecto doloroso, Aemond cierra los ojos y deja atrás cualquier arrepentimiento.

 


 

Relatos del Tridente.

La respiración se le atasca en los pulmones, coágulos de sangre salen disparados de su boca en una muestra incesante de debilidad. Los dientes embarrados de líquido carmín castañean, su lengua entumecida no puede evocar ninguna palabra más que ruidos ahogados de desesperación, con ambas manos intenta detener la hemorragia que brota de su abdomen. Aún con la agonía haciendo tormentosos nudos en toda la extensión de sus extremidades, él trata de levantarse en repetidas ocasiones pero falla en cada uno de sus rabiosos intentos, el agua salpica por todos lados cuando su espalda cae de seco contra el suelo. 

Centra los ojos y mira con furia a su alrededor. Quiere gritar de frustración en cuanto se ve rodeado por el aroma putrefacto a alfa, rostros demacrados con el deseo oscuro apareciendo en esas expresiones repulsivas. Son demasiados los soldados y mercenarios acercándose como una bandada de aves carroñeras, listos para darse un festín con su cuerpo en descomposición. El príncipe se retuerce, los brazos le tiemblan y la cabeza le da vueltas. Lucha por alcanzar la espada que está a poca distancia de su costado, las risas déspotas y los silbidos alegres truenan en el aire cuando una bota aplasta su mano y el clamor de dolor es arrancando de sus cuerdas bucales.

—Al parecer la furia dorada no es más que una simple puta omega.  

El retorcijón en su estómago lo tienta a querer vomitar, las lágrimas se acumulan en las esquinas de sus ojos. Sus huesos crujen bajo la suela de la bota, pequeñas piedras insertándose en el dorso de su mano. Sisea y cierra los ojos con el dolor oscureciendo su visión, el cabello se pega al contorno sudoroso del rostro de Aegon. 

Aegon escucha los alaridos agónicos de sus compañeros, exclamaciones de horror, ropa siendo rasgada, llantos que le escuecen el corazón. Tintinea en el ambiente el cruce de espadas, el filo del metal cortando la carne, caballos relinchando, chispas de fuego consumiendo las carpas del campamento. Oye -como un canto desagradable, el augurio de la condena y deshonra -la respiración alterada, los gruñidos de éxtasis de estos hombres y mujeres que por meses han estado retenidos en el campo de batalla, ansiosos de asaltar a cualquiera para satisfacer sus necesidades bajas.

—¡¿Pueden creer que este patético omega ha acabado con nuestros ejércitos?! —Grita el hombre al resto de compañeros, varios corean inconformes e incrédulos, Aegon tose y la sangre escurre de sus labios hasta su oído. —¡Sin su dragón no es nada! ¡Sólo otra puta, como todos los de su clase!   

Las lágrimas comienzan a derramarse ante la mención de su Sunfyre. Furia que hace hervir sus vísceras vuelve a brotar de su interior emulando el caudal de un río desbordado. Lucha, gruñe y se retuerce con energía aparentemente renovada, sin embargo, basta una patada en un su abdomen que le saca el aire, Aegon se dobla y remueve similar más a un gusano expuesto al sol que un dragón furioso. Los soldados bajo el estandarte enemigo se ríen a carcajadas de la decadencia del príncipe Targaryen.

—¿Ven? ¡El terrible general de la corona postrado ante mis pies! ¡Cual prostituta lista para chuparme la polla!

Aegon respira en bocanadas y lanza una mirada de odio puro, lágrimas amargas dejando un recorrido en mejillas pálidas llenas de tierra. Murmura maldiciones aún con la sangre llenando sus pulmones y caja torácica. Desde su posición, ve los labios resecos del alfa estirándose en una sonrisa sombría. Aegon aspira la asquerosa esencia a sal y roca mojada tratando de envolverlo, muestra sus colmillos por mero instinto, replicando; —Hu-hueles a mierda de pescado.

Cree que se va a enojar, estallar en rabia que dejaría a Aegon hecho pulpa, un destino digno en lugar de ser vejado frente a cientos de soldados, condenado y atado a ser el omega del patético alfa. No es así, no sucede así, el hombre de ojos pétreos sonríe mostrando una hilera de dientes amarillentos. Dalton se agacha y pega la nariz tan cerca que Aegon puede palpar la respiración caliente en la piel de sus pómulos. Su mano fracturada queda inherte en el piso una vez deja de ser presionada, tal tortura es sustituida por un agarre despiadado tirando de sus rizos plateados revueltos hasta exponer su cuello y glándula de olor, Aegon deja escapar un lamento ahogado, el pánico brilla en sus ojos violáceos. 

—¿Sabes? Querida cosa. Te iba a marcar, darte el honor de ser mi esposo de roca, pero sigues teniendo una lengua impertinente que sólo las prostitutas poseen. Mis soldados darán un mejor uso a tu naturaleza vulgar. 

Las palabras no se hilan en pensamientos lógicos, tiene la lengua inmovilizada con alfileres invisibles en el istmo de su boca, Aegon gruñe y tose un borbotón de sangre, pequeñas gotas salpican el semblante complacido de Dalton. Antes de poder siquiera exclamar una última frase mordaz, su cabeza desciende al suelo húmedo y terroso, gime de dolor ante la terrible punzada recorriendo su espalda baja. Sus dedos cetrinos vuelven a apretar la herida que le cruza el estómago. Aegon trata de enfocar la vista pero sólo logra ver puntos negros acercándose a sancadas desesperadas en dirección a su débil cuerpo. El paladar roido de Aegon saborea la exitación salvaje pululando en el aire, sabiendo el significado evidente detrás de esto, no puede hacer nada más que maldecir Al Guerrero por condenarlo a está caída humillante.

—¡Mi heróico ejército! ¡De ustedes es la gloria y victoria! ¡Dense un festín con la puta más cara del reino!

El humo de la asolación cruenta finalmente se alza en dirección al cielo, alcanzando la morada de los dioses, donde ellos sólo pueden constatar los hechos inequívocos de la encarnizada lucha en los caminos del Tridente. Un chillido agonizante de un dragón caído y sus alaridos de tribulación son arrastrados por los vientos salvajes, difuminados en las corrientes del extenso río.

Aegon se despierta sudando y gritando, llorando y temblando; dedos yertos, espasmos en las piernas, el corazón late como el de un pájaro cantor en los confines de su pecho. Sentándose abruptamente, palpa con toques desesperados la blandez de su vientre, entierra las uñas en su carne pálida, buscando una herida que fue borrada al paso del tiempo. Solloza en la soledad de su habitación, las sábanas caen hasta sus caderas desnudas. El clima de la mañana es frío pero no logra que su piel deje de estar afiebrada. Ojos inyectados en sangre buscan a su alfa desesperadamente, deseando esconderse una eternidad en la calidez del cuerpo de Jacaerys, ser arrullado por la voz ronca. Desafortunadamente, la ausencia de su esposo reluce sobre todas las cosas que ansía con desespero.

Los pájaros silban al otro lado de los vitrales coloridos de su habitación, un silencio abrumador cae en todo el lugar, incluso puede escuchar la bulla lejana de las calles de Desembarco del Rey. Trata de ignorar las terribles, horribles memorias de su época en el Tridente pero no puede. Hay un toque fantasma con la forma de los dedos de Dalton; sangre en todos lados, gritos, súplicas, el hedor a muerte, la histeria que pudo palpar a la perfección. Decide volcar su atención en cualquier otra cosa, cualquier otra penuria es una caricia al alma en lugar de recordar, Aegon siempre ha creído que recordar es malo, te aferra y encadena a un pasado indeseado.

No hay ni una sola pizca de la presencia de su esposo y eso le preocupa, un terrible presentimiento cabila en su mente y Aegon tiembla como una hoja endeble de otoño. La amarga remembranza pasa a segundo plano.

El príncipe consorte intenta levantarse con pasos pesados, las caderas le duelen y los moretones en su cintura han tomado un color verdoso y amarillento en los bordes, hace una mueca apenas recordando lo que sucedió ayer y anoche, ni siquiera sabe porque permitió que ese soldado beta lo tocará de más. No estaba del todo presente en el acto, aún cuando fue él quien rogó patéticamente ser tomado. Después Jacaerys llegó de sus deberes reales, viendo a Aegon en su lamentable intento de venganza, su esposo termino matando al tonto beta y el resto de sucesos que seguían a eso se convertían en momentos difusos.

Las piernas le arden y la mordida de reclamo le escuece, toca su cuello sintiendo costras de sangre seca. Jacaerys había vuelto a abrir la herida mientras lloraba como un cachorrito golpeado en medio de la noche, Aegon sólo pudo abrazar y consolar a su atormentado marido.

Dentro del baño, una tina con agua hirviendo y vapor denso lo espera, sonríe cansado, una expresión tirando a la resignación. De tiempos recientes esas dos cosas han sido su constante: resignarse y cansarse. Es demasiado trabajo luchar de todos modos, no nació para eso, Aegon prefería hacer actividades menos complicadas, como tomar largas siestas, fantasear escenarios irreales, beber cualquier tipo de alcohol a su alcance, recibir todo lo que Jacaerys quisiera darle de buena voluntad. Se divertía haciendo oídos sordos a las exigencias de su abuelo y de Alicent, decir chistes fuera de lugar al punto de incomodar a todos alrededor, luego lloraría y dormiría, dormir lo hace soñar que tiene las cosas hermosas que nunca tendría en su realidad.

Sus músculos tensos se relajan en el instante que está dentro del agua humeante, hierbas aromáticas flotan en toda la tina, Aegon hace ruidos de burbujas con su boca antes de hundirse en las profundidades de la tina. El agua se desborda y moja el suelo y todo lo que estuviera en este. Juega un rato, fingiendo que lo es todo menos un príncipe casado. Quita el olor agrio del sudor y de la bilis después de largos instantes. El silencio abrumador deja zumbando sus oídos. Algo está pasando, Jacaerys seguramente estaba haciendo lo que sea que estuviera haciendo a espaldas de Aegon, su esposo nunca confiaría en él, ebrio o sobrio, el heredero al trono jamás se le ocurriría soltar un secreto delante suyo.

La tina de agua vaporosa, las hierbas, el que nadie intentará despertarlo desde temprano, todos eran claras señales de que Jacaerys volvería al norte, al lado de ese lobo apestoso. 

—Ese cabrón. —Su cabeza sale por completo, sus rizos plateados chorreantes. —Ni dos días han pasado, dos días de mierda y ya quiere irse el hijo de perra.

Sale del baño, mojando el suelo del cuarto, la toalla se enreda a duras penas en el contorno de sus curvas, Aegon lucha para no resbalarse en el camino y caer de bruces. Llamar a las sirvientas no era opción, las betas lo detendrían a propósito, ellas lo harían con tal de que no alcanzará a Jacaerys antes de que diera vuelo en dirección a las tierras heladas de los Stark. Gruñe, llega a las pesadas puertas del armario tirando al piso la toalla. Ni bien abre una de las puertas, saca su atuendo de montar, de los cajones de abajo extrae ropa interior y un par de calcetines. Se arregla rápido, desaliñado y desastroso; lo haría mejor más tarde.

Emerge fuera del cuarto prácticamente corriendo, los guardias postrados en la salida lo miran con extrañeza cuando da marcha a su persecución. Aegon los pasa por alto, a la servidumbre que le escudriña cual se tratase de un animal exótico, a los nobles de la corte que no se esfuerzan por esconder la burla en sus rostros. Debe llegar a Jace e impedir que se vaya, no puede hacerle esto, Aegon ha permitido que los viajes a Winterfell se produzcan con demasiada frecuencia, pero esto era una burla, una humillación total. 

Poco presta atención a quien golpea o quien empuja en el camino, le abren paso de todos modos y nadie entorpece su errática caminata. 

¿Dónde estaría Jacaerys? ¿En Pozo dragón? ¿En el cuarto de la reina? ¿Con el otro bastardo? Seguramente abra ido ha Rhaenyra, el hijo de puta puede saltarse las despedidas con él pero nunca le haría tal desplante a su santísima madre. Sus pasos retroceden en dirección opuesta, casi corriendo al cuarto de su hermana. La mujer estaría ahí, el día de ella inicia tan tarde como el de Aegon.

Termina de nuevo en el lado de los cuartos reales. Casi ningún alma se pasea en esa ala del pasillo, soldados y unos cuantos sirvientes es lo único que se cruza. El piso le lastima la planta de sus pies y la ansiedad lo carcome desde adentro. 

Falta un tramo sustancial para llegar a su destino antes de que se cruce con un escenario muy particular, la puerta del cuarto de su hermano se abre repentinamente y una voz irritante emerge entre quejidos. Escucha la voz enojada de Aemond maldiciendo en Alto Valyrio, empujando el cuerpo a medio vestir del segundo bastardo, Aegon se detiene y parpadea como un búho. El hijo consentido de la reina chasquea la lengua y se ríe de los murmullos enojados de Aemond. 

No quiere ser interceptado por Aemond y que este haga un escándalo innecesario. Decidido a que no le sea arrebatado tiempo sustancial, se esconde detrás de un pilar y espera hasta escuchar el sonoro portazo característico de su hermano.

Tan dramático como una doncella. Se ríe nasalmente y espera un poco más en su escondite. Escucha al bastardo menor bufar, alejándose después de un rato en un trote nervioso.

Oh, cómo me voy a burlar de lo perra tonta que es mi hermanito. Sí fuera por Aegon, empezaría desde ese instante a mofarse contra el rígido, estúpido, ciego y perdidamente enamorado Aemond. Lastimosamente, su alfa es un tema más apremiante.

Aegon corre ni corto ni perezoso a los cuartos de la reina, jadea por aire después de algunos instantes y cae en cuenta que tuvo que hacerle caso a los consejos de sus doncellas y comenzar a hacer ejercicio. Después comenzará, está muy agusto haciendo nada. 

A la distancia, después de un tortuoso camino divisa las imponentes puertas negras. Dos capas blancas apostadas a cada lado de ellas, ni siquiera sabe sus nombres pero sabe que son los perros rabiosos de Rhaenyra, así que baja considerablemente su velocidad y se pone recto en cuanto llega.

—Este humilde omega solicita ver a la reina.

Ambos alfas se ven uno al otro, teniendo un diálogo mental del cual claramente depende la longevidad de sus trabajos. Aegon se arranca las cutículas de los dedos, nervioso al notar que uno entra al cuarto y cierra la puerta sin darle oportunidad de ver en el interior. Cada instante sin respuesta lo deja nervioso y con una terrible ansiedad burbujeando en su estómago, comienza a contar las líneas en la pared, chupando su labio, sacando una delgada capa de piel diáfana. 

Salta en su lugar ante el sonido de una voz de varias octavas bajas; —La reina le recibirá gustosamente.

Aegon dice un escueto gracias, abriéndose paso con calma al interior del lugar. Es una parte del castillo en las que pocas veces ha estado, siempre en compañía de Jacaerys o su madre. En su niñez ni por asomó se atrevería a acercarse; su padre estaría tan centrado en los detalles de su maqueta que la presencia de Aegon era irrelevante, una mosca zumbando alrededor del demacrado alfa. En su juventud y posterior llegada al castillo después de acabar su campaña bélica, Rhaenyra lo recibió con una sonrisa forzada, semblante tratando de esconder el evidente desagrado, justo como en este instante; ojos azules deshonestos, una falsa expresión amable tratando de parecer cálida. Sabe que ella hace todo lo posible por no hacerlo sentir incómodo aunque Aegon termina sintiéndose fuera de lugar.

—Hermano, me honra recibirte, que la bendición de los siete sea contigo.

—Mi reina, es un gusto ser bienvenido, que la estrella de siete puntas este siempre de su lado. 

Hace la reverencia, con sus ojos en dirección al piso cae en cuenta que no se puso zapatos, maldice a sus ancestros al caer en cuenta por qué todos lo veían en el camino cuál loco sacado directamente de FleaBottom. 

Su mirada analiza rápidamente el lugar, a Rhaenyra sentada cerca de la cuna que sólo tiene mantas de lino color rosa cubriendo un huevo de dragón frío. La pequeña versión suya juega en el piso con el otro mocoso de cabellos dorados y plateados. No ve a Jacaerys por ningún lado. 

—Aegon —Lo llama Rhaenyra, ella lo ve con algo parecido a la compasión, del modo en el que él ve a su hermano Aemond cada vez que viene a pedirle el dañino brebaje: —se a qué has venido, no quiero mentirte, por mucho que Jacaerys me pidiera que lo hiciera. —Suspira cansada, la reina siempre está cansada, Aegon sabe muy bien que el llanto y la pena destruye cualquier alma. 

El ánimo le cae a los pies, los oídos le zumban y aprieta las manos en su vientre blando. Las lágrimas queman, arden cual malvado maleficio condenado a hacerle daño. Es demasiado para lidiar, mucho por procesar. Le parece una completa tentación callar sus lamentos en litros de alcohol barato, en los placeres momentáneos.

—Por la mañana Jacaerys ha emprendido vuelo y solicitó quedarse cuatro lunas en el castillo de los Stark.

En esos instantes, los tragos de vino son los más suaves de sus intentos por aplacar está desgarradora angustia.

 

Notes:

Traducción de las frases en alto Valiryo:

1.- Mi dulce princesa, naciste para ser jodido por mi polla.

2.- Demuéstrame lo bueno que eres, mi amor

3.- Deja de hablar, imbécil.

4.- Mierda.

5.- Dioses, dioses. Mi señor, dame tus hijos, dame todo de ti.

6.- Serás mi perdición, mi preciosa perla.

7.- Vas a darme muchos niños, tan preciosos como tú. Cuando nos casemos te tendré abierto de piernas para mi todo el tiempo, mi polla siempre estará dentro de tu apretado y húmedo coño.

8.- Si, si, te los daré todos los que quieras, dejaré que tu semilla escurra todo el tiempo de mi interior.

9.- Te amo, hermosa flor.

10.- También te amo, vida mía.

 

Dato curioso: Empecé escribiendo desde la perspectiva de Aegon, siendo que su punto de vista es lo último que se lee en el capítulo.

Aemond me recuerda a Kelly de The office tratando de superar al ex tóxico XD spoiler; no puede djsjsjsjwhw.

Baela y Rhaena no son malas, believe me 😔 sólo son mujeres protectoras de su legado y apellido, ambas con el corazón herido igual que Aemond.

PD: odio mi cel del año de los dinosaurios, borra todo lo que escribo y se reinicia a cada rato. Perdón por los inconvenientes 🗿

Chapter 4: Reflejo subyacente

Summary:

Lucerys toma una decisión; Aemond afronta las consecuencias de sus desenfrenados deseos.

Notes:

Pensé, mientras admiraba mi patio con el pasto sin cortar y alto “ya actualiza estúpida, no mames” y aquí estoy.

Espero les guste <3 cualquier opinión, denla, si ven un error o algo que no concuerde me notifican. Los tqm.

Sin correcciones porque me estoy muriendo de sueño, linda noche gente preciosa.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

 

«Qué fácil callar, ser serena y objetiva con los seres que no me interesan verdaderamente, a cuyo amor o amistad no aspiro. Soy entonces calma, cautelosa, perfecta dueña de mí misma. Pero con los poquísimos seres que me interesan... Allí está la cuestión absurda: soy una convulsión, un grito, sangre aullando.»

Diarios— Alejandra Pizarnik.

 


 

Dos caras de una moneda.

Sabe algo, tan bien él lo sabe que lo tiene cincelado en sus huesos, en los nervios del desespero, escurriendo a cada gota de si resiliencia convertida en lágrimas. Aemond lo entiende perfectamente, cómo la persona que reconoce la muerte acechando en alguna esquina de su lecho. Sólo que para Aemond no es la muerte asomándose desde las sombras, es peor, era esa clase de cosas que te nublan la mente y te arrebatan el juicio; el amar, el querer, su odio y resentimiento inherente de hombres como él, educados para jamás dar perdón ni olvido.

Aemond ama a Lucerys, siempre lo ha reconocido, ya sea para su desgracia o no, es una maldición constante que lo sigue a donde sea que vaya; en el campo de batalla, en sus noches de soledad, cuando se arrodillaba ante La Anciana y buscaba respuestas que nunca llegaban. Lo siguió incluso a aquellos instantes donde creyó encontrar el abrazo de la muerte, Lucerys está arraigado a su corazón, a los pensamientos profundos y superficiales de su laguna mental, a las memorias que existen sólo para atormentarlo.

Pero así como es capaz de convertirse en espuma frente a las caricias de Lucerys, también es capaz de desear verlo ahogarse en su propia miseria. Lo detesta por hacerlo sentir tanto, porque tiene el poder de convertirlo en un mar de penas, por hacerlo desear cosas que no están destinadas a ser, por darle esperanzas cuando lo han perdido todo. Aemond ama y odia, ambas emociones convertidas en las dos caras de una moneda, haciendo de su conflicto interno un desastre, dejándolo al borde la locura.  

Lucerys lo hace un ser irracional, volátil lleno de ponzoña; Lucerys es una ventisca cálida de primavera acariciando sus mejillas. Quiere matarlo, de ese modo Aemond cree que se liberará de toda atadura y jamás volverá a ser dañado por nadie más. Sueña con besarlo hasta que sus respiraciones estén agotadas, deseosos el uno del otro, unidos a la eternidad. Desea dejar de sentir tanto por él, perder la razón al sonido de su risa descarada, cautivadora.

—Soy un idiota. —Murmura. El pánico se apoderó de sus acciones, no pensó bien en el instante que sacó a Lucerys por la puerta principal. Cualquier persona pudo ver al honorable Señor de las Mareas salir de sus aposentos, los susurros se esparcen cuál fuego de nafta. Sí la persona incorrecta vio tal escena, para la tarde Rhaena y Baela estarían enteradas, Daemon estaría enterado. 

¿Por qué, por qué no sacó a Lucerys por el pasadizo secreto? Dioses, sí el necio de su sobrino no fuera un fastidio con piernas habría procesado mejor sus acciones. Pero no, tuvo que actuar como niño inmaduro al segundo de sentirse acorralado y sofocado, en lugar de actuar como el supuesto hombre maduro y racional que debe ser.

¿A quién engañaba? Aemond no es conocido por la paciencia y bondad comúnmente presente en un omega digno, su impulsividad y la violencia enraizada a su alma lo habían dominado la mayor parte de su existencia. Ha luchado contra eso; esa extraña necesidad de traer tempestad a cada paso dado, y, lamentablemente, no importaba cuanto tratará de cambiar, la irá seguía palpitando debajo de su músculos y tendones.

«—Vete, largo de aquí. Tu apestoso olor me está causando náuseas. —Aemond empuja y patea insistentemente el pesado cuerpo fuera de su cama, el sol todavía no ha salido del todo, aún tiene tiempo de salvarse. 

Sin embargo, Lucerys se mantiene impasible; bien conocida sonrisa de burla haciendo gala de presencia. Como el bastardo engañoso que es, ataca a Aemond de imprevisto y se posa encima suyo después de largos minutos de forcejeo. Sus cuerpos están demasiado pegados, la respiración cálida cae directo a su boca.

—No quiero. 

Aemond cree ver rojo, sus mejillas se enrojecen por la ira de no ser obedecido: —¡No te estoy preguntando, te dije que te fueras! ¡Maldito idiota! ¿¡Acaso eres sordo!?

—Necesito probar más de ti. 

—¡Pues lastima, mi señor, se quedará con las ganas! ¡Lárgate o te mato!»

Aemond bufa hastiado. Su melena húmeda cae por sus hombros y abraza su cintura, la criada le da una mirada de reconocimiento a través del reflejo del espejo en tanto sigue cepillando su cabello, tacto metódico y delicado colándose entre las largas hebras. Es mal de costumbres enterrarse las uñas en los muslos pero es inevitable, el pantalón de tela áspera arrugandose sin gracia. La piedra azul brilla entre tupidas pestañas, la herida malogrando el rostro que ve en el reflejo del espejo, desvía la mirada con desagrado. A veces se pregunta que sería de él sin la espantosa deformidad destrozando sus facciones, quizás, sí Aemond no pareciera la personificación de un guerrero sediento por las delicias de la guerra, lo hubieran considerado para ser la luna del clan Velaryon. O bien, en alguna realidad alternativa donde Aemond fuera un omega digno, el intercambio de besos en nombre de una disculpa sincera -que se extravió en los albores de la primavera -jamás habría sucedido; ninguna pasión nacería entre su sobrino y él, simples y llanos desconocidos conectados por la sangre.

Quizás, quizás, quizás. Lo pasado pasó, valía poco la pena pensar en líneas de tiempo ajenas a su realidad.

Frunce la nariz aún oliendo rastros de Lucerys impregnados a su piel. Tardó demasiado rato bañándose con litros de agua hirviendo y aceite aromáticos, vano intento por sacarse cualquier rastro que lo dejará en evidencia, semilla espesa saliendo de su interior turbando la tina.

Gruñe quedamente, casi imperceptible, su cara volviendo a calentarse. Dejó que esa bestia -directamente sacado de las calderas del infierno- hiciera de su cuerpo a voluntad propia, Aemond permitió que fueran mancillados sus sagrados votos. Todo estaba mal, demasiado mal ¿Cómo volvería a ver los rostros de sus compañeros, de Jessamyn, de Alys? Sí es que alguna vez las podría ver de nuevo. En algo tenía razón su madre, Aemond es un alma inclinada al pecado, a los bajos deseos de la carne.

Madre, la sagrada dama de los siete reinos, consagrada a la fé devota y a las buenas costumbres Westerossi. Fue la única que lo defendió en medio de tantas voces y acusaciones, su ira vuelta tormenta desatada hacía aquellos que le deformaron el rostro, pidiendo justicia y reclamando intercambio de sangre por la crueldad que recibió Aemond, acunándolo contra su pecho y acariciando su rostro con dolor. Alicent, la mujer que no tembló ni retrocedió al entregarlo directo a las garras de los leones, sin detenerse a escucharlo o siquiera entender sus preocupaciones. Alicent, la personificación de La Madre, estampando duros golpes en su mejilla y muslos por entregar su virtud a un bastardo legitimado. Alicent, quien le hizo hincarse de rodillas horas interminables frente a los dioses; pidiendo piedad, buscando absolución para Aemond y su grave transgresión.

«—Eres lo mismo, a la heredera puta y sus desviaciones, abres tus piernas igual de fácil que Aegon ¿Qué te diferencia? Dime ¿Qué es lo que te hace distinto a tus hermanos?

Con la cabeza inclinada, Aemond hipa y pide perdón. Reza y se arrodilla. Reza y busca salvación. Clama y se busca así mismo en el rostro frío e indiferente de la estatua de mármol. Suspira y tiembla. Los brazos delgados de madre cubriéndolo. Inhala y se siente culpable porque sabe, volverá a manchar su honor pasada la noche. Exhala y otorga silencio a la verdad dicha por los labios rígidos de la reina consorte.»

Cierra los ojos, el ceño fruncido, dientes castañean. Le sabe amargo recordar el desastroso y lejano ayer. Aemond se había excusado en base a su juventud inexperta y volátil ¿Ahora qué diría, cómo se defendería? Es un adulto consciente de sus errores, de cada equivocación traída de mano propia. Madre sigue teniendo razón, esto le pesa en el pecho pero no puede girar a otro lado y fingir que nada paso, no después de sacar al bastardo por la puerta principal de su cuarto, rociando adrede su mancha omega en las ropas de dormir del alfa. Incluso un beta captaría el potente almizcle a intimidad, peor aún, los soldados alfas custodiando los pasillos caerían en cuenta del particular olor a cítricos alrededor del Lord de Driftmark, sirvientes omegas cuchicheando por todo el castillo hasta alcanzar los oídos agudos de las damas y mozos de la corte; no era necesario sumar dos más dos, sólo hay un omega del interés de Lucerys Velaryon poseedor de dichas feromonas. 

—Mi señor ¿Desea para la merienda té y galletas? 

Un escalofrío recorre su cuerpo, la sirvienta debidamente desvía la mirada, trenzando el cabello con esmero exagerado. Aemond parpadea repetidas ocasiones, los bordes del zafiro hieren la carne de su cuenca, de repente, hay un dolor punzante perforando las sienes.

La opción de padecer un embarazo accidental es posible, si es que no, realidad -de la que no podrá huir sí no acciona rápido -tomando forma dentro de su vientre. Aemond es fértil, demasiado fértil, no por nada los Lannister estuvieron más que dispuestos a dar dotes ridículamente exuberantes para hacer de él una yegua de cría. Tuvo varios sustos aquellas ocasiones cuando Lucerys acababa dentro suyo y lo anudaba por accidente. El té de luna había sido su mayor aliado, se evitó la vergüenza de cargar un niño ilegítimo en su útero, pues, aunque hubiera llevado el embarazo a termino, está seguro que Rhaenyra no daría su mano a torcer. La boda entre Lucerys y las gemelas sucedería de todos modos y Aemond sería la burla de cada noble en Poniente.

No va a sufrir esa vejación hoy ni mañana, ni en los siglos entrantes y venideros. 

—Si. —Su voz sale grave, dura e intimidante. La sirvienta se estremece. Aemond toce con incomodidad. —Lo apreciaría mucho.

Acaricia su vientre plano. Ácido burbujea y quema las paredes de su estómago. Hace varias lunas atrás le dejó de afectar el hecho de que nunca tendría hijos, ni serían cumplidas las expectativas que ansiaba al lado de la persona idónea para él. Hace apenas un día dijo que no lloraba ni se rompía como Aegon, prefiriendo morir al fuego arrasador de dragón a tener que soportar humillaciones, convencido de que existía una marcada diferencia entre él y el destino lamentable de su hermano. Hace unas horas se dejó envolver en las promesas vacías de Lucerys; mente nublada, emociones a flor de piel destruyendo todas sus convicciones y creencias, lágrimas cayendo ante la sencillez de verse rodeado por la calidez entrañable de su amor. 

Qué criatura tan lamentable, al final de cuentas, Aegon y Aemond resultan ser el reflejo uno del otro. Amando a morir, odiando a destruir. Perdiéndose así mismos por los besos de hombres destinados al gusto de otras personas, aferrándose a ellos con uñas y súplicas silenciosas, ruegos tronando a través de los ecos de piedra antiquísima.

Traga dificultoso la saliva atorada, Aemond observa su reflejo en las ondas del té, ondas provocadas por el terrón de azúcar que aventó al líquido amarillento. La criada agacha su cabeza, siendo sombra silenciosa pegada a la esquina del cuarto. Sus manos sudan, su tormentosa segunda voz grita repetidas ocasiones que de un paso atrás, Lucerys le prometió tomarlo como su tercer esposo, el posible bebé gestándose en su vientre tendrá derechos y legitimidad, nadie podría hacerles ni decirles nada, su alfa los protegería. La razón le dice que lo haga, su sobrino jamás le ha dado razones para creerle, y en caso de que cumpliera con su palabra, Aemond seguiría siendo el último consorte, una posición que lo dejaría desprotegido a él y a su descendencia al atroz escrutinio incluso después de su muerte.

El té quema su garganta y hiere su lengua. Aemond cierra los ojos, el parche le pesa en su rostro.

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Su madre tiende a disfrutar de pasar la tarde en su solar, leyendo en silencio, cotilleando con las damas y mozos a su servicio, viviendo momentos de tranquilidad que en sus años como reina consorte no pudo, pues, debido a la enfermedad del patético rey, ella tomaba su lugar dentro de la corte, actualmente, ya no era necesaria su presencia. Aemond se atreve a aceptar que su madre es indeseada dentro del plano político, en especial por Daemon y Rhaenys, ya tenían suficiente con el anciano Otto fungiendo de Maestro de la Moneda. 

De los únicos motivos del porqué Alicent Hightower seguía viviendo al costado de la familia real, se debía a los hijos que dió a luz y por la estrecha relación que presumía con la Reina Negra. 

La antigua reina viuda siempre pide la compañía de sus amados hijos, usualmente sólo son él y Aegon, Helaena es un cambio agradable en la ecuación, el esposo de lengua y ojos introvertidos aferrado a las faldas de su hermana. Sus sobrinos gemelos alumbran por su ausencia, seguramente, reunidos en alguna sala de juegos con el resto de niños de la corona, Rhaenyra quería reforzar las relaciones entre los cachorros; duros esfuerzos por unificar más los lazos familiares.

Aemond se adentra por la amplia puerta de madera, madre cuchichea enojada al oído de Aegon, su hermano llora desconsolado, temblando, las manos frotando con fuerza desmesurada sus ojos redondos y suaves en los costados. Las alarmas de Aemond despiertan: aunque le sea habitual presenciar las incesantes penurias de Aegon, piensa que es demasiado pronto para que este en tal estado. Helaena agarra uvas del cuenco de madera fina, ajena y de mirada lejana admirando el tapiz del cuarto, su esposo Celtigar tamborilea los dedos en la mesa, nervioso.

—Madre, Aegon ¿Qué ha sucedido?

Las personas en la habitación alzan sus rostro a su dirección. Aegon hipa, las manos delgadas y frágiles de la omega pequeña y de rizos rojizos acariciando superficial el cabello platinado de su hermano. Aemond se acerca unos pasos, intrigado y preocupado, Helaena hace un ruido bajo, asustada.

Tuvo que notar la respiración alterada y las feromonas agrias de madre, tuvo que, pero su propia ingenuidad lo hizo ajeno del ambiente tenso en el lugar.

El tiempo se torna borroso, difuso, Aemond parpadea atónito, ambos hermanos ahogan un jadeo, incluso Aegon detuvo sus lamentos de abrupto, el muchacho Celtigar ocultándose detrás de Helaena, las criadas pegándose al costado de los muros. No se dió cuenta cuándo su madre se levantó con tal rapidez que terminó frente a él, sus faldas pesadas arrastrándose por el piso y no sabe la razón detrás de la indignación hirviendo dentro de ella. Supone, por un instante, es debido al "desaire" que le hizo pasar en la noche, pero duda. A veces, la furia de Alicent no tiene excusa, sólo existe.

La dama de cabellos bermejos jadea, sus ojos expresivos desorbitados, grandes cual dos avellanas ovaladas y sin defectos: —¿Tiene usted el descaro de presentarse ante mi? ¿¡Se atreve a ver el rostro de su madre después de alardear sus costumbres de puta por todo el castillo!?

Su cuerpo acaba en tensión, la mandíbula apretada y los dientes castañeando: —No se a que se refiere, madre.

Alicent bufa, se golpea los muslos con puños diminutos, el rostro tomando un color rojo. Ella no lo mira por un largo rato, para Aemond es toda una eternidad de silencio e incertidumbre, los tímpanos le zumban: —¿Por qué Aemond? De todos los alfas, eliges a uno tomado.

—Madre, yo- madre puedo explicar-

—¿Y los votos a tus amadas peonias? ¿O sólo eres un hipócrita que esconde su naturaleza precoz detrás de idioteces? —Ella lo toma del rostro, enterrando las uñas en sus mejillas. Aemond se aleja, rápido y áspero, la dama Hightower aprieta los labios, furibunda: —¿Qué hice mal? ¡Dime! ¡Lo di todo, me sacrifiqué a mi misma por ti, por ustedes! ¿¡Así me pagas!? ¿Es de tu disfrute denigrarme de este modo?

Lo ha condenado, Alicent Hightower, la devota seguidora de la fé, quien sigue a orden y letra los mandamientos del buen decoro Westerossi, lo condena por errores pequeños en comparación de los suyos. Ella hizo caer el peso de todo terrible pecado en él, lo bajo del alto lugar donde lo tenía descansando; su perfecto hijo convirtiéndose en el menos apreciado de los cuatro, incluso detrás de Aegon, el hermano mayor que prefería la somnolencia del alcohol al gusto de ser un esposo idóneo. La reina consorte, la misma relatada por los cronistas; se casó con un hombre anciano ni al mes de haberse cumplido el fallecimiento de la primera mujer. Madre, aquella que iba a sus aposentos a llorar y abrazar el diminuto cuerpo de un niño que no comprendía las dolencias del matrimonio, su aroma de rosas y leche melosa turbado por la fragancia de la muerte y putrefacción.

«—Ningún alfa los lastimara, mi vida. Ningún alfa los lastimara como él me lastima a mi.»

«—El deber de todo omega es en la cama de parto y en los aposentos de su alfa, Aemond. No en los campos de batalla. Cállate y comportate con tu futuro esposo, obedece por una vez en tu vida.»

Él alza la mirada. La ama, ama a esta mujer que lo trajo al mundo, y aún así, ella no tiene derecho, ninguno. —¿Ahora yo soy quien te denigra, madre? ¿No iniciaste tu propia vergüenza casándote con el padre de tu amiga? 

Su vómito verbal exuda sin racionalidad alguna. Aemond ha estado sensible desde la noche anterior, Lucerys le prometió cosas, Lucerys salió por la puerta principal de su cuarto, Lucerys fue quien lo buscó y lo sedujo con la magia de un bastardo de sangre impura. Fue la culpa del alfa, Aemond cedió, Aemond se equivocó pero ¿Por qué lo señalaban únicamente a él?

¿Por qué su madre lo detestaba?

—¡Aemond! —Grita Aegon, sus mejillas húmedas contrastan ante el terror detallado en sus cejas y mandíbula.

Lo ignora, pasa por alto el escándalo en los labios de su hermana, en los cuchicheos de todos, del dolor destrozando las líneas de expresión de su madre. Aemond está harto. Dos años confinado donde no desea estar, dos años privado por haber caído en los engaños de su madre y abuelo, por querer sentir el amor maternal que le arrebataron de abrupto, dos años viendo a Lucerys haciendo su vida al lado de dos damas hermosas sólo para ser una farsa, una mentira con tal de reforzar su reclamo, la tragedia de Aemond y la destrucción de sus ilusiones juveniles. 

—Siempre nos habla de sacrificio en nuestros nombres ¿No usted me entregó a las garras de leones sin pensar en mi, en mi dolencia? Sólo por unas cuantas monedas de oro pensaste en arrebatarme la libertad, madre. 

Respiraciones agitadas es lo único que se escucha, Helaena inclina su rostro al suelo, murmura secretos y verdades que sólo ella puede entender, Aegon se abraza así mismo, los costados de su boca caída así como la alegría de su mirar; él es quien se parece más a la reina viuda, se parece tanto que Aemond sufre de escalofríos, de envidia, como segundo hijo no heredo nada bello de su madre más que las ansias de la ira, del dolor y la ligereza de sus rizos.

Se acerca a ella, el cuerpo delicado se aleja pero Aemond la alcanza y susurra: —Me quitaste tanto y aún así reclamas, quieres convertirme en alguien tan dolente como usted. Ya tienes suficiente de mi, no se preocupe, mis errores no volverán a herir su dignidad.

—No eres mi hijo, no eres nada de mi después de este instante. —Dice, su voz quebrada. Ojos azules se nublan a la espera de una tormenta impasible, el ardiente desliz por el zafiro brillante. 

—Y yo respetaré y seguiré su palabra, alteza.

No escucha reclamo ni ruego cuando sale hecho una furia del solar de Alicent Hightower.

 


 

Por debajo del agua.

Hubo una vez, Rhaena tuvo esperanzas. Una vez, Rhaena creyó que todo sería mejor en los días venideros. Siempre aspiro a tener una relación como la de su padre y madre, el tipo de complicidad compartida entre su abuela y abuelo, Rhaena ansiaba amar y ser amada con tal devoción por su futuro esposo, se lo habían prometido a ella y su hermana, tener esa clase de amor ciego dedicado a ellas; el heredero de la casa ancestral Velaryon fue el elegido, un pacto que se consolidaría cuando los tres alcanzarán la edad suficiente para casarse.

Ella había estado encantada desde el instante que intercambiaron primeras palabras. La ternura en esas mejillas regordetas, rizos achocolatados, voz tímida y manos esponjosas cautivaron su corazón de inmediato, Rhaena se enamoró a primera vista. Ansió con emoción que llegará el día de su boda, esperó devotamente las cartas de Lucerys cada luna sin poder verlo, hizo oídos sordos a absurdas acusaciones susurradas a sus oídos, puso toda esperanza en cada encuentro que tenía con su prometido. Rhaena se enamoró al paso de las estaciones, Lucerys era todo lo que quería en un caballero; agradable, gentil, respetuoso y dulce como la miel, atento y divertido, de rostro delicado y dedos ásperos pero afables. Lo quería para ella, para su hermana, creyó serían la familia feliz que tanto ansiaba tener; confidentes en las noches, cómplices de intrigas dictadas en los amaneceres.

Después de todo ¿Por qué creer lo contrario? Lucerys fue quien blandió la daga a favor del honor de Rhaena, él que cortó el rostro brío del omega destrampado que intentó tomar la vida de Jacaerys entre sus manos. Ella estaba segura de que su primo sería para ella y ella para él. Ahora sabe que todo aquello era una falsedad. Nunca hubo ni habrá nada.

Piensa con burla: el presente dista de cualquier fantasía infantil digna de una princesa débil, ingenua.

—Mi señora.

Su cachorra comienza a alborotarse entre sus brazos, balbuceando con la emoción natural de un infante presenciando algo fantástico. Rhaena se gira, arrulla indulgente, suave, maternal a la pequeña criatura de piel teca que acuna con ligereza.

Sus iris cafés se dirigen a su escudo juramentado; el brillo del sol rebota en la armadura plateada, un halo de luz rodea el cabello liso y agradable al tacto, negro como el alquitrán. 

—Corwyn. —Lo saluda. Metódica. Discreta. Su aroma buscando envolverse con el ajeno no es discreto, sin embargo. —¿A qué debo su presencia en estos aposentos? Espero no tenga que ver con mi esposo y su inclinación por el desastre.

El hombre agacha la cabeza al suelo, labios contraídos, manos nerviosas, un ligero rastro de rojo entinta cuello y orejas. Rhaena desea acariciarlo, pasar la yema de sus dedos por las venas azuladas de esa mano pálida, pero no puede. No puede hacerlo porque, a diferencia de su esposo, ella está privada de tales actos procaces.

—Encontré a nuestro señor Lucerys vagando por los pasillos privados de La Fortaleza Roja a horas tardas de la mañana.

Rhaena alza ambas cejas, la comisura de su boca forma una mueca de burla: —¿Qué es lo raro, Corwyn? Mi señor esposo tiende a tener paseos esporádicos, siempre andando en donde no debe. —Sonríe, inclinando la cabeza a un lado. Su escudo sigue el movimiento de sus labios. —Sí sólo deseas visitarnos está bien, sabes que eres bienvenido.

Corwyn tartamudea en sus movimientos, desencajado de su papel como escudo jurado. Rhaena ríe quedamente, su bebé le sigue la corriente con chillidos de alegría y manoteos energéticos:

—No es- no es eso mi señora ¡S- si quiero- es decir, es un honor estar con usted! Siempre es un gozo verlas. —Murmura tan bajo que apenas Rhaena puede oírlo. Su omega canta feliz por el halago. Pero tan rápido como se veía apenado, el hombre niega con la cabeza, tomando compostura de nueva cuenta. —La extrañeza es, mi señora; Lord Lucerys aún llevaba su bata de dormir, se veía desaliñado y un particular aroma lo envolvía.

Ah. Así que era eso.”

Ella comprende. Con un suspiro rebota a su niña. El nerviosismo pica en su nuca. Descontenta dice: —¿Con el particular aroma de...?

De su obsesión.” Sabe, Lucerys sólo se degradaría al gusto de los engaños por un hombre.

Carraspea incómodo, desviando la mirada. —Con el particular aroma a cítricos en él, pareciera que recientemente había conectado con alguien.

—¿Y ese alguien, supongo, ha de ser un singular príncipe de ojos dispares?

—Puede ser, mi Lady. Su esposo llevaba una cinta blanca en su mano, olía a pomelo y, eh, esencia omega.

La migraña regresa a ella. Sus sienes resienten una incómoda opresión. Camina por el cuarto decidiendo calmarse antes de hacer algo impertinente, su escudo va detrás de ella en silencio total, su bebé ronronea y juega con el collar ligero que eligió hoy: un regalo de su abuelo antes de que falleciera.

—Así que pomelo, eh. —Dice para sí misma. Quiere burlarse con histeria. Había pensado, ingenuamente, que su vieja plática con Aemond habría parado cualquier posible escándalo, que su primo tendría compasión, pena incluso, de ella y su mancillado honor. Al parecer se equivocó.

En las cuestiones del amor nadie tiene el absoluto control. Podría ser, sin embargo, algo no terminaba de encajar.

“Aemond, el general aclamado por la oposición ¿Siendo así de descuidado?”

De Lucerys podría esperarse tal descaro e impertinencia, de Lucerys porque lo conoce y sabe que la mente de su sobrino suele ser un lugar borrascoso de intenciones desconocidas ¿Pero Aemond? Él había repelido en los últimos tiempos al necio alfa como la peste, ignorando sus insinuaciones indiscretas y rehuyendo cada vez que compartían un lugar al lado del otro. Si, quizás los antiguos amantes estaban rodeados por una tensión que consumiría en llamas el cuarto donde sea que se cruzarán, sin embargo, no le parece del todo coherente tal descuido de Aemond; su primo era impulsivo, no estúpido. Se pregunta qué cambió, qué lo hizo ceder al encanto inevitable del Señor de Marcaderiva, olvidar lo básico para esconder su aventura del escrutinio general. Conforme a lo poco que Lucerys le ha permitido saber de su boca sigilosa, Rhaena puede tener algunas teorías, unas más románticas que otras, otras tantas más lógicas que fantasiosas. 

«—Está noche él será mío, Rhae.

—Dijiste que no te ibas a precipitar, lo vas a tomar en su noche de bodas ¿Cierto?

—Si los dioses lo prefieren, así será. »

Daenys estira las regordetas manos en dirección de Corwyn, quejándose por lo bajo por recibir la atención del alfa pelinegro. Los ojos de Rhaena miran a su niña, su pequeña luz. Acercándose a pasos calmos, queda a una distancia corta -pero prudente- del caballero que ha blandido espadas en nombre de ella, él la mira a ella y ella a él, sus profundos ojos dicen más que las palabras.

Keppa. —Aporta con torpe entonada la niña de rizos apretados y pálidos.

Rhaena chista, la lengua golpea sus dientes: —¿Quieres? Ella quiere.

Es un instante que la duda recorre el aspecto de su notable escudero, pero, casi como sí fuera educado para ello, abre los brazos y recibe a Daenys en sus extremidades cubiertas de metal. La cándida grita emocionada, balbuceando con sus labios llenos de baba frases incoherentes, frases amorosas.

—Daenys te aprecia. 

—Y yo la aprecio a ella, mi lady.

La sonrisa alcanza sus ojos ónix así como le surge la codicia casi incontrolable de besarlo, sentir la barba raspando la fragilidad de sus mejillas. Pasa la yema de sus dedos por los patrones del armadura, el alfa traga saliva visiblemente. 

Un instinto agradable la envuelve, viendo a Daenys durmiendo en cuestión de segundos ante el toque de su escudo. Él admira a la pequeña princesa con adoración, la carga con tal delicadeza; una frágil pieza de cristal en brazos ásperos.

Otro bebé, queremos otro bebé.”

Arregla nerviosamente los pliegues arrugados del vestidos rosa, ahora es ella quien desvía la mirada. Corwyn abre y cierra los labios, desvía su atención de Daenys y mira a Rhaena: un brillo voraz en las pupilas del alfa.

—Iré a los aposentos de Baela, querrá cometer un desaire una vez se entere. —Pausa su discurso, frunce el ceño. 

“Dioses, sí la viuda Hightower se entera, pronto el reino va a penar otra tumba.” Piensa preocupada, el único alegre en todo ese posible escenario sería su padre: —Aparte de ti ¿Cuántos vieron a Lucerys en ese estado?

Corwyn forma una mueca de dolor vergonzoso. Se ríe sin reírse: —Como media docena de sirvientes, mi Lady.

Rhaena suspira.

Al parecer, Lucerys ansiaba morir a manos de su abuela y Baela.

 


 

La reina doliente.

En ciertas ocasiones Lucerys cree que los dioses están de su lado.

Está no era una de esas ocasiones.

Su atuendo es fresco, libre de las bastas capas de ropa que usualmente se tiende a llevar puesto en el reino. Había conseguido la vestimenta en su primera expedición (antes de que la guerra estallara con violencia) a las tierras de verano; el pecho queda expuesto, la tela es ligera, dejando pasar los vientos frescos de la temporada. Los pendientes son pequeñas piedras preciosas azuladas bordeadas de oro. Tiene que verse presentable para su madre, la reina. Parecer un buen hombre ante Daemon y pedirle disculpas por su irrespetuoso actuar en la cena, calmar a cada miembro relevante de su familia antes de que los susurros se dispersen como una tormenta sin control.

Sabe que será el menos afectado, en todo caso, la dignidad de Aemond sería la que va a quedar mancillada, su reputación ya de por sí cuestionable entre los Lores y Ladys caerá al suelo, nadie querrá como pareja a un omega desvergonzado que disfruta del adulterio. Aquellos que habrían considerado tomarlo de tercer esposo darían un paso atrás, sólo prevalecerá Lucerys como una respuesta y solución para restaurar el frágil honor de su amado tío.  

Dioses, fue un estúpido salir por la puerta. Había sido el impulso, la emoción del momento, su estulticia  le traerá desgracia a la vida de su amado. Tuvo que tomar las cosas calmadamente, no precipitarse. Reza a quien sea que el cortejo no se vea dañado gracias a los murmullos detrás de Aemond, reza y ruega que la alegría de la guerra no lo vuelva a arrebatar de su lado.

Lo protegeremos y será nuestro.

El jardín privado de la reina es toda una belleza a la vista: enredaderas de rosas y pensamientos decoran los pilares del extenso espacio, una mesita de asientos blancos y desgastados yacen en el centro del lugar; las plantas cuelgan del techo y del suelo nacen flores de agradable nectar, al centro hay un árbol de naranjo, pájaros domesticados vuelan por el lugar y mariposas de vivaces colores reposan en las ramificaciones verdosas. Una mecedora azul a creado un espacio especial al lado de su querida madre, el huevo muerto al que se sigue aferrando -a pesar del  avance de las lunas- envuelto en ricas sábanas de seda.

—Su majestad. —Dice suave, el tono reservado únicamente para ella.

Lucerys inclina una reverencia a su madre, ella tiene una discreta sonrisa dedicada a él, con el brillo de la adoración surcando esa cansada mirada. Daemon no está por ningún lado, absorbido por los deberes del reino junto a Rhaenys.

—Oh, nuestro pequeño Lord. —Madre mueve las manos, señalando que se acerque y siente en la silla al costado izquierdo. Lucerys acata la orden. —Ven a tomar la merienda con está pobre madre que te ha extrañado. —Dice emocionada, las ojeras debajo de sus ojos son de un tono rojizo, hay lágrimas fantasmales adheridas a las mejillas de marfil. Con movimientos delicados le acerca un pastel de limón. —¿Cómo ha ido todo en tus tierras? Dulce chico, apenas pude hablar contigo ayer. 

—Los barcos mercantes han marchado bien, mi reina. Desde que los Greyjoy y La Triarquia huyeron como ratas el comercio se a estabilizado notablemente. 

—Oh, mi dulce niño ya tiene una lengua atrevida. —Ella ríe y Lucerys se contagia del mismo contento. Toma un pedazo de la tarta, saboreando el nostálgico postre en su paladar, su madre acaricia el dorso de su mano que descansa en la mesa. —¿Y los niños? Tus hijos han de ser todo un torbellino con pies, mi niño. Recuerdo cuando tú sólo eras un cachorro y la energía desbordaba de ti, trayendo travesuras a donde sea que fueras.

El pedazo de tarta pasa con dificultad por su garganta: —Daenys y Alec han estado bien, a Alec le encanta rayar con sus tizas cualquier pared que se le cruce y Daenys sigue babeando sus propios pies. 

—Lo creo, Lucy, tu metías mechones de cabello a tu boca. —La declaración lo hace sonreír avergonzado, Rhaenyra sonríe resplandeciente. — Visenya habría sido como tú, estoy segura: linda y tierna. —Dedos anchos aprietan su agarre en Lucerys. El alfa no puede contener la tristeza, su corazón latiendo lento, muy pesado. 

Su madre es agradable, un bonito recuerdo en medio de la tempestad, es hermosa y bella a la semejanza de las  flores de laurel. Lucerys adora el aprecio significativo con el que siempre lo trató a él y a sus hermanos, pasando por alto las fallas y faltas de todos ellos, incluso siendo un dolor para ella. Sus besos maternales le asemejan a un chocolate tibio y caliente en la piel,  encantadora en voz y tranquila en los arrullos de consuelo. Ella nunca le pidió nada a cambio de ese amor maternal, incluso el día que le ordenó renunciar a lo único que Lucerys a deseado con tanto dolor, no era un cobro por el afecto ciego que ella le regaló, sino, por el bien del mismo Lucerys. 

La tristeza no concuerda con la agrable alma de Rhaenyra y, de todos modos, la aflicción a encontrado el modo de adherirse a los huesos de la Reina Doliente.

Es egoísta, lo sabe. Es egoísta lo que va a hacer después de todo lo que su madre le ha dado tan desinteresadamente. Lucerys jamás se sentirá un digno hijo después de esto, pero lo quiere, quiere tanto a Aemond.

—Madre, anoche cometí una gran transgresión.

—Oh, mi niño. No debes preocuparte, se lo mucho que lo quieres, a veces el corazón es necio y ciego frente a la lógica y razón. Yo también fui joven, Daemon fue joven e incluso Rhaenys lo fue alguna vez. —Rhaenyra declara, aleja su mano y toma una taza de té humeante, revuelve la delgada cuchara en la taza. —Te perdonaran, yo te perdono. A quien debes pedir perdón es a Aemond, lo sabes. Él no está dispuesto al cortejo y pasaste sus deseos por alto.

Lucerys se queda sin saber de que manera declarar su verdadera ofensa. Nervioso, farfulla: —No ha sido mi única ofensa, mamá. —Traga saliva antes de proseguir. —A la hora del lobo, acudí a él y conectamos. Algunos testigos me vieron salir de su cuarto.

Ojos somnolientos lo analizan, Rhaenyra detiene los movimientos que estaba haciendo y se desploma en el asiento: —Así que finalmente has obtenido tu deseo de años, dulce niño. —Él no sabe a donde mirar ni como excusarse, todo lo que tenía pensando decir se esfuma de su lengua. —No lo forzaste con tu voz ¿Verdad? 

—¡No! Nunca le haría algo así. —Declara escandalizado. Una mentira matizada de verdad agrieta su corazón. —Sería caer bajo  e igual, Aemond no responde a las órdenes de mando.

Parece aliviada, la calma retorna a sus acciones. —En ese caso, debes pedir perdón aún, pequeño Lord. He escuchado que las Peonias suelen repudiar de maneras indescriptibles a los que ofenden su sagrado código, el orgullo de pertencer a esa organización es sustancial en Aemond. Tú amado sufrirá.

—Lo sé, mamá. Pero mi disculpa será nada a comparación del desdén que sufrirá,  es por eso que quiero desposarlo, su honor será restaurado cuando lo reclame.

Su madre alza las cejas, burlona. —Me recuerdas a un príncipe rebelde que quiso encadenarme de maneras poco éticas a él. —Toma un sorbo de té, Lucerys prefiere ingerir otro pedazo de su postre y esquivar la acusación. —Daemon a sido un gran padre para ti y tus hermanos, no lo niego, pero como todo, nada es perfecto y les pegó sus... métodos desquiciados de conquista.

—Mamá...

—Oh, no creas que te estoy regañando, mi niño. Yo también hice locuras por amor, cometí atrocidades, siempre te lo he dicho; de perfecta poco tengo. —Arranca el capullo una flor del florero en el centro de la mesa; una peonia blanca, difíciles de cultivar en las Tierras de la Corona, dichas plantas prefieren el clima frío entre los límites de Winterfell y La Atalaya de Aguasgrises, que estén en la mesa de la reina es cuestión de grandes derroches de dinero. —Te daré la mano de tu chico, Lucerys. Permitiré que lo desposes aún con la inconformidad de mi corte y el desdén evidente de Alicent, te daré eso sólo sí me traes algo.

Lucerys chupa sus dientes, juega con los anillos de sus dedos. Su madre habla en serio, la determinación en sus ojos. —Dime, mi reina ¿Qué es lo que quieres?

—Descubre el motivo del cambio repentino en Jacaerys, haz eso y tráelo de regreso a casa, al lado de su marido. —La seriedad con lo que es dicha tal petición, le hiela la sangre. —Jace siempre a sido un buen hombre, honrado, el digno heredero, tu hermano es fiel a sus principios y procura a los que ama. Muchos me dicen que es la adultez lo que lo ha cambiado, pero yo no lo creo, yo-

Su madre se detiene, un anillo blanco en su dedo meñique cae a la mesa. —Jace vino a horas muy tempranas a notificarme que volaria de regreso a la casa de los Stark, así nada más, abandonó a su esposo al segundo día. Tu hermano ha estado obsesionado desde que era un niño de Aegon, así como tú de Aemond. No comprendo cómo algo que ha codiciado tanto por varios años lo desaire de ese modo, no es mi dedicado muchacho ¿Sabes?

Lucerys también lo ha considerado. Siempre se mofa de Jacaerys debido a la elección de marido que tomó a último minuto; se burló de su obsesión como un total hipócrita pues Lucerys era y es peor; se extrañó cuando Jacaerys besó y aprecio a Aegon el día de las esponsales cuando, días antes, lo había visto tener una charla acalorada con Cregan en los pasillos poco concurridos de La Fortaleza. Después de eso, su hermano se dedicó a su matrimonio, parecía feliz, fascinado de tener a su borracho omega de esposo, habían ido relativamente bien y, de un momento a otro, Jacaerys volvió a esa actitud inquietante anterior a la boda y los viajes prolongados al Norte dieron rienda suelta. 

Dentro de todo, desde la batalla en El Tridente y el retorno de Aegon y Jacaerys, las cosas han cambiado en su hermano. El heredero al trono es reconocido como un hombre violento, desviado, posesivo de su marido y adultero en los placeres que le otorga el señor del norte. Todos han notado el cambio en Jacaerys y nadie encuentra respuesta más que la "rara naturaleza de los señores dragón".

«La carne es débil, Lucerys.»

Entiendo, madre. Lo traeré y hablaré con él.

Una mueca poco armoniosa aparece en las facciones de su madre: —No le digas que te mandé yo, no quiero que lo vea como una orden de su reina, sólo ansió saber si mi otro niño cambio o algo le han hecho. —Suspira rendida. —¿Sabes? Aegon vino a mi y he olido leche y lavanda de su vientre. Va a tener que convivir a todas horas con Jacaerys, será sustancial que sea amado, genuinamente apreciado  o su embarazo no llegara a termino, un corazón roto sufre y se marchita hasta desaparecer.

Lucerys entiende, oh, claro que lo sabe perfectamente. Ahora no es sólo por la mano de Aemond y tenerlo como su marido, hay otras razones en alcanzar el trasero indeciso de su tonto hermano. Toma entre sus manos la de su madre, determinado. 

—Lo prometo madre, Jacaerys regresará de Winterfell y lo traeré de nuevo a ser el mismo. 

Su madre sonríe, las lágrimas han secado en sus mejillas regordetas, la reina lo mira con esperanza. 

—Creo en ti, mi niño. 

 

 

 

Notes:

Perdón por tardar tanto en actualizar, entre en un cuadro depresivo (deje de tomar mis pastillas XD) y cuando leí el borrador de este capítulo sentí que era una horrible trama y lo borré.

Lo bueno es que tenía una copia, pero me dió inseguridad subirlo, me disculpo por la tardanza.

Cualquier cosa diganme de errores o incoherencias.

Chapter 5: Cúmulo y contiendas

Summary:

Aegon y Jace llevan una cruz en su pecho.

Notes:

Este capítulo se centrara en Aegon y Jacaerys. Al igual, contendrá una explicación del porqué Aemond cedió a Luke después de mucho tiempo aguantando.

Mucho texto. Es un capítulo aburrido pero necesario para lograr desenvolver el conflicto principal que se viene acercando.

Cualquier error, díganme. Los tqm.

Sin correcciones, tengo sueño (siempre tengo sueño porque no duermo mis horas ajsjsjwjajdj) y quiero descansar 🗿.

 

Disfruten <3

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

«Dios sabe que yo nunca dudé en precederte o en seguirte hasta las llamas del infierno si tú te precipitabas o tú me lo mandabas. Mi alma no está en mí; sino contigo. Y ahora mismo, si no está contigo no está en ninguna parte.»

-Eloísa a Abelardo.

 


 

La furia dorada.

Aegon tenía muchos apodos, unos más creativos que otros, algunos ridículos, otros que pretendían ofender su naturaleza precoz, pero el que más le gustaba, el que ondeaba con orgullo y adoraba cuando lo vitoreaban, era aquel que obtuvo en el campo de batalla. Luchando. Vengándose. A lomos de su amado dragón, Sunfyre. Mientras quemaba y destrozaba a los hombres de Greyjoy.

La furia dorada. Bendito entre los hombres y amado por El Guerrero, llevando el fuego a donde su capa carmín ondease en el aire, el rugido de una bestia bañada en oro acompañándolo. El terror de los injustos e injuriadores. La fuerza implacable de la corona, un soldado formado por la bestialidad Targaryen y el espíritu cauto Hightower. 

Que belleza de renombre, de reconocimiento. El día que él escuchó aquel título tan extravagante como magnífico; Aegon, por primera vez en su vida, se sintió importante, valioso. Al fin había hecho algo en su nombre, se ganó esa victoria por cuenta propia. Era su orgullo, fue su fuerza.

Ahora, no quedaba nada, ni el suspiro de su gloria ni la magnificencia de los ayeres del Tridente.

El Tridente.

«—¡Mi heróico ejército! ¡De ustedes es la gloria y victoria! ¡Dense un festín con la puta más cara del reino!»

Maldito, maldito Greyjoy. Lo odia, quiere que sea consumido como nafta al fuego, hasta verlo convertido en polvo y cenizas, nada de su existencia quedaría de vestigio ni prueba. Nada. Ni un pelo. Ni una sonrisa nauseabunda. Cada toque desaparecería para siempre. Aegon sería otra persona, otra vida. De no ser por ese hijo de puta tendría a Sunfyre, su amigo, la mitad de su alma. De no ser por él, nada habría pasado, nada le dolería como le duele ahora. 

La espada en su mano pesa, es muy grande, quizás es por el tiempo que no ha tomado una. Es larga, de un filo plateado brillando a la luz de sol, no es acero valyrio pero tiene la mortalidad necesaria para crear cortes prolijos sobre la carne fibrosa de músculos y tendones. Sus dedos tiemblan, la blande con una destreza que creyó pérdida. Dirige sus movimientos al aire libre, jugando, tanteando cuánto puede soportar su muñeca. Sus labios se aprietan y el ceño acaba fruncido.

«—Yo te habría dado lo que quisieras sí hubieras querido, si me hubieras querido.»

Nadie lo ve bailando con el filo mortal del arma, no en esta parte solitaria del castillo. Sus movimientos se vuelven más valientes, vivaces. Hay un bosque en llamas frente a sus ojos violáceos, alaridos a la lejanía, el chillido agónico  repiqueteando en el aire. Humo sofocante consumiendo sus sentidos. Sunfyre, su compañero, dolor indescriptible perforando su pecho. La sombra de nubes blancas, el atardecer cálido, riachuelos teñidos de sangre. Gritos. Muchos gritos. Las llagas entre sus piernas, la herida marcando su vientre.

Aegon prefiere el arco y las lanzas, le dan ventaja cuando vuela sobre las tropas de Greyjoy, dar tiros perfectos desde lo alto, separar cabezas de los cuerpos mientras ordena a Sunfyre volar a ras del enemigo. La espada nació para ser tomada por Aemond, no por Aegon. Nunca fue del todo bueno empuñando el largo afilado, sabía lo básico y entendía como usarla, jamás lo suficiente para convertirse en un prodigio semejante a Aemond. En cambio, encontró facilidad al apuntar desde distancias largas con una precisión antinatural; la flecha recorriendo elegante, sigilosa, silbido seco rompiendo el viento. Habilidad innata, perfecto al luchar en campo abierto; el arco fue lo suyo. Por el momento se conforma con la espada, fue lo único que pudo sacar del almacén de armas, su arco Whitetip no se encontraba por ningún lado, ni la sombra del artefacto de acero Valyrio. Se pregunta quién lo escondió; su esposo o su madre. Duda que el anciano Otto esté detrás de tal acto, el viejo amaba a Aegon cuando era un príncipe dirigiendo ejércitos enteros. A pesar de que Aegon es omega y uno masculino, el vulgar príncipe que prefería la bebida por encima del interés del pueblo, Otto le llamaba "El legítimo heredero" con esa sonrisa perfectamente medida y trazada en su arrugado rostro. No, Otto no podría ser quien estuviera detrás de la desaparición de Whitetip; era Jace o la reina viuda. Ellos compartían algo en común, detestaban cuando Aegon hacía uso de las armas. 

Jace, su amor, su muerte ¿Por qué tiene que huir siempre? ¿Por qué no puede ser como Lucerys? El segundo bastardo al menos parecía ir en serio; hacer suyo a Aemond sobre cualquier cosa, hombre fiel al despiadado omega pese a estar enlazado con las gemelas dragón. Jacaerys ni eso podía ser, en lugar de aclarar las cosas, en lugar de decirle a Aegon que ya tenía alguien más en su corazón frente a frente, prefería escapar, huir al norte cual cobarde, atar y pedirle fidelidad a Aegon siendo que el mismo bastardo jamás le ha entregado tales complacencias. Es un hijo de perra rompe juramentos y, para su agonía, sigue siendo quien su corazón siempre clama.

«—Podrías ser mi esposo de roca, ser mío ¿Y qué hiciste? Preferiste ser una simple puta. Es lo que eres, una puta para desechar y usar a placer.»

—Imbécil, maldito hijo de perra. Agradezco a los dioses por matarte.

Alfas, malditos alfas. En la vida he conocido uno bueno, uno honorable. Los caballeros son inexistentes, productos de la fantasía colectiva, de los bardos contando descaradas mentiras ¿Qué deber, qué sacrificio? Sólo ellos creían eso, entre ellos se adulaban y echaban flores ¿Dónde quedaron Aegon y sus victorias? Todas borradas y mancilladas a manos de su deplorable matrimonio. Cada campaña a donde dirigió a sus hombres y mujeres relegadas al olvido por los actos de Jacaerys. El omega del heredero. El consorte prostituta. Indigno del reino. La reencarnación de Maegor. Nunca más el general del escudo dorado, ni el terror del Tridente. 

Si tan sólo no hubiera sido tomado aquel día. Si tan sólo… 

Se lo habían dicho hasta el cansancio; su lugar era entre los muros del castillo, sirviendo a su esposo, Aegon era frágil, era débil, mal estratega, un simple omega entre cientos, Aegon no era Aemond. Madre lo dijo, Septas hablaron, el difunto rey anciano trató de persuadirlo. Ahora lo sabe, sabe que aquí es su lugar, aunque el anciano no esté de acuerdo y rabie cada vez que veía a Aegon con Jace. De todos modos, el mejor entre ellos era su hermano menor; Aemond, bueno en la espada, listo en la batalla, experto a dejar cortadas con la crueldad de su lengua. Aegon es bueno abriendo las piernas, siendo irreverente, sacando la irá de Jacaerys con bromas despiadadas, Aegon es bueno perteneciendo al príncipe heredero no siendo su propia persona. No, él es indigno de la corona y del trono de hierro, en todo caso, Aemond sería perfecto fungiendo de gobernante. Puede ver a su hermano portando la espada del conquistador, presentado ante los Siete Reinos en el Septon Estrellado, la corona de rubíes sangrantes rodearía cabellera prolija, adulaciones a lo largo y ancho del pueblo llano. Otto debería verlo, seguro lo sabe al igual que Aegon lo hace, pero el anciano preferiría sacrificar miles de vidas antes que ver a una Peonia Flameante dirigiendo Poniente, incluso sí está misma era su propia sangre.  

“Sólo cuando le conviene lo desprecia. Sí Aemond se casará con Lucerys, el viejo sería el primero en celebrar.”

Las llamas siguen frente a sus ojos sin alma, caras, muchas caras sucias de bocas pestilentes. El chillido de su compañero, humo, alaridos. Una manta cubriendo su cuerpo. Fuego, gritos horrorizados y después: nada. Aprieta su agarre en el mango de la espada, comienza a balancearse con movimientos erráticos. El borde corta el aire, suena igual al sonido de las flechas de su arco, a los días pasados, parece que fue ayer que había sido un hombre digno de gloria fuera omega o no; la gente le amó, le respetó, se hizo de un renombre. Ahora nada. 

Nunca más.

Deja escapar un grito ahogado por el nudo en su garganta, entierra la espada en algún mueble de madera fina. Su pecho agitado, la cabeza le duele. El interior de sus muslos arden. Puede oír la risa de Dalton, esos ojos terroríficos, el beso que dejó en sus labios antes de alejarse y dejar que sus perros de batalla hicieran lo que quisieran con Aegon.

«—Mis soldados darán un mejor uso a tu naturaleza vulgar.»

Jace, necesita a Jace. Muchas voces en su cabeza, ninguna es la de su amado esposo ¿Cuándo volverá? ¿Cuándo volverá a su lado y dejará a esa bestia norteña? 

Sonidos haciendo eco por las paredes de piedra rojiza hacen que levante su cabeza, alertando a cualquier guardia que venga a buscarlo. Estos días posteriores a la visita en el solar de su hermana se volvieron extraños; soldados lo siguen donde sea que fuera, sirvientas atendiendo con esmero, madre y media hermana haciéndole compañía, incluso el segundo bastardo trató de hacerle conversaciones escuetas e incómodas, Aemond soportando sus burlas déspotas e insensibles. Helaena se iba a quedar más tiempo, le ha bordado lindas sábanas de libélulas y mariposas. Le han dicho que Daeron visitaría King's Landing, muchos integrantes de la familia vendrían al castillo, lores de diferentes clanes harían gala de sus exuberantes presencias por La Fortaleza Roja.

Nadie le dice del porqué del repentino cambio, supone que Rhaenyra hará otro banquete exuberante. Quizás lo están tratando bien para que no actúe violento cuando anuncien una segunda pareja para el heredero. Porque Aegon jamás ha dado bebés en los años de matrimonio fértil. Quizás es por eso, él no sabe nada, nadie le dice nada. Hay muchas lagunas en estos tiempos, tuvo que hacer algo o le van a hacer algo, le tuvieron que decir las razones pero le cuesta recordar. Aegon se pone recto, deja la espada enterrada aún en el mueble. Las voces masculinas aumentan de tono; furia, enojo, desesperación, exasperación. Cuando se acerca lento y sigiloso a la puerta polvorienta, reconoce a los protagonistas del intenso intercambio. Lucerys y Aemond. 

Desde su perspectiva apenas puede vislumbrar la cabellera prolija de su hermano, las tiras del parche rodeando su cabeza. El segundo bastardo lo tiene agarrado de los hombros, parece desesperado, buscando acercar a Aemond pero este se aleja de abrupto y le da las espaldas al Señor de Driftmark. Aegon se esconde detrás de la puerta con una rapidez habilidosa, el corazón palpitando errático.

—...Así que me tomas y me desechas como una de tus putas. Lo sabía, sabía que lo harías. Mentiroso, eso son todos los de tu clase.

—¡No! ¡Dioses! No es así, esto está lejos de mis opciones. Aemond, mi vida. Escúchame por favor. 

—Tus excusas son en vano. Déjame en paz, vete con tus esposas Velaryon y tus mocosos bastardos ¡No!- ¡Mmh! —La voz alterada de Aemond se entrecorta jadeante, agitado. Sigue otro chasquido de besos, húmedo y sonoro, el frágil gemido de un omega deleitado. —Callarme con besos ya no te funcionará. Vete a la mierda ¡Basta! Dioses.

Aegon contiene la risa. Tonto, tonto Aemond, cediendo con unos simples besos. Su hermano gimotea y susurra súplicas débiles, los sonidos placenteros del alfa bastardo completando el canto indecoroso. El omega escondido acaba encogido de hombros, de repente, demasiado avergonzado en nombre de su pobre hermano ¿Así de tonto se oía él cuando estaba cerca de Jacaerys? 

—Volveré. Dame tiempo, te lo ruego. Regresaré por ti y nuestro futuro juntos, sabes que lo haré.

Tal frase rompe la pequeña burbuja de felicidad, ni bien Lucerys sisea la última sílaba, Aemond estalla en una carcajada sin gracia. De nueva cuenta, la voz dura y respuestas crueles aparecen en el intercambio de amantes. El voluble cambio de humor revolotea sobre las emociones de Aemond y Aegon lo puede oler; agrio, triste. 

—¿Y mientras tanto qué? Eh, dime Lucerys ¡Todos saben que nos acostamos! ¡Tus esposas se quedarán, su padre, sus abuelos, su familia entera vendrá! ¿Sabes lo qué tendré que pasar? ¿Cómo me tratara Daemon ante tu ausencia? Tú nunca piensas en eso, sólo piensas en ti. No logras dimensionar el enorme pecado, el error que fue acostarme contigo ¿Y para qué? Para que me dejes botado aquí. Me pesará, jamás podré regresar a mi hermandad.

—Mi vida-

—Cierra la boca, cierrala. Me quitas demasiado, te creo tontamente y vuelves a lastimarme una y otra vez ¿Qué quieres de mi? Deja lo nuestro, nunca se podrá cumplir, es del pasado. Tu padre me odia, tus mujeres nunca me aceptarán, lo viste de cuenta propia hace días. Nuestra relación ya no-

 me pertenecesJamás vuelvas a decir que lo nuestro es del pasado, eres mío, siempre lo serás, gevie.

Da otro vistazo por el filo de la puerta; Aemond tiembla, postura rígida. Lucerys parece exasperado, frotándose los ojos, gruñendo y mascullando cosas que Aegon no lograr escuchar bien. Su hermano se tensa, dando negativas con la cabeza. Él vuelve a esconderse tras la puerta, la cabeza comenzando a dolerle.

Aemond suelta un chillido agudo, gimotea sumiso, pasos resuenan, tratando de alejarse. Él puede imaginarse claramente al bastardo persiguiendo a su hermano y apresando el cuerpo ágil entre brazos fuertes. Aegon se aprieta la nariz, un aroma dulzón emanando de Aemond incontrolable, primitivo; era una clara llamada de apareamiento, buscando a su pareja. El cambio es brusco e inesperado. Algo en la voz de Lucerys hace que él también quiera doblarse de rodillas, caer al suelo, buscar el consuelo de un alfa.

“¿Qué mierda?”

—Déjame, por los dioses. Umh. Por favor-

Dōna dārilaros. Ñuha dōna jorrāelagon, iksā ñuhon ēva se mōris hen jēda. Nyke'd rather ūndegon ao morghe than ūndegon ao isse se ondos hen lī vīlībāzmio līvi.¹

Aegon abre los ojos, escandalizado. Aemond podría recibir burlas de alfas y tolerarlas hasta cierto punto, incluso ignorarlas sí su estado de ánimo era decente, pero nunca, nunca nadie había salido ileso después de ofender a sus Peonias Flameantes. Su hermandad, su fuerza. Aegon las compara a una secta, al sagrado Septon incluso, una rama radical dedicada al purismo y a los Dioses. Su hermano siempre había sido un devoto fiel bordeando con el fanatismo. Lo único que cambió en Aemond era ante quien se ponía de rodillas. Aegon prepara sus oídos para escuchar el duro golpe, un gruñido salvaje vibrando desde las cuerdas bucales de Aemond, sorpresa suya es cuando lo oye sollozar y gemir débilmente, su mancha oliendo a metros de distancia; Lucerys susurrando palabras dulces, promesas encantadoras, imponiendo el potente aroma de su almizcle sobre Aemond.

—¿Qué- qué me estás haciendo de nuevo? —La voz de su hermano suena débil, llorosa. Aegon quiere moverse pero no puede, no puede. Algo se siente familiar en dicha situación, sensación incómoda remueve sus entrañas. —Detente, para lo que sea que me estés haciendo.

Ȳdra daor limagon, gevie. Kesan māzigon syt ao, claim ao se dīnagon ao skoriot ao sytilībagon; paktot hembar naejot nyke.²

—Te odio  —Su hermano trata de sonar convincente. El murmullo vacilante expone su alma. — Ojalá una ventisca helada te mate y nunca regreses.

—Sabes que no pasará. Morir sería dejarte solo en este mundo, a disposición de otras personas y en mi está evitar dejarte. Está vida y la siguiente eres mío.

Aegon termina arrastrándose tanto como puede lejos de la puerta, el brillo de la tarde cálida rebota en la espada. Su mente está mareada, confundida por la voz de seda de Lucerys. Su hermano solloza de fondo, ronronea y maldice el nombre del bastardo. Es lento el momento cuando los escucha alejarse a donde sea que fueran. El omega consorte sigue sintiendo su cabeza mareada. Confundido, piensa: ¿Qué había sido eso? ¿A dónde viajaría Lucerys al punto de provocar la furia de Aemond? Suena como un lugar frío, como el Norte ¿También buscaría algún amante de costumbres particulares por allá? Jacaerys lo hizo y nunca soltó dicha aventura. 

Su estómago está tenso, hace una mueca y frunce el ceño. Es un milagro que todavía no lo encuentren. La gente ha estado rara, sus sueños se han vuelto raros, Helaena ha dicho cosas aún más raras.

«—Tu vientre arderá en llamas oscuras.»

Aegon cierra los ojos. Cansado y con muchas preguntas. Un brote de miedo echando raíces, floreciendo en su pecho.

 


 

Crucifixión.

El hombre de espesas barbas salió de su confinamiento autoimpuesto en cuanto pudo reconocer la silueta de dragón a la distancia, salió del castillo con pasos acelerados, botas de cuero hundiéndose en la espesa nieve, a la búsqueda de reencontrarse con él; el heredero al trono de hierro.

Su príncipe, su rey bajando grácil de las espaldas de escamas verdosas. Llega a Cregan con las mejillas sonrojadas por el frío, capas gruesas de pelaje y pieles cubriendo santo cuerpo. El dragón en vigilia constante detrás de Jacaerys; cola erguida apuntando al cielo azul, silbido de serpiente mostrando los colmillos, tal escena sólo logra resaltar la belleza del hombre que adora. Ente sublime que sigue atormentando los sueños del lobo cada vez que duerme. Ojos achocolatados, nariz aguileña, Cregan sonríe amplio y se acerca por completo. Los copos de nieve caen del cielo y se posan en la cabellera rizada. Abraza a su viejo compañero de armas, antes, había amado lo pequeño que era en comparación de Cregan, ahora, son de la misma altura y complexión. Su lobo interior aulla de alegría al tener a su compañero cerca. Fue poco tiempo pero se sintió una eternidad sin tener la presencia constante de Jacaerys. El alfa Targaryen recibe la muestra de afecto de buenas ganas, manos ligeras dándole golpecitos en la espalda. Cregan aspira el aroma adictivo, aquí, donde los guardias se han quedado tras los muros de Winterfell, incapaces de presenciar sagrado momento.

—Cregan.

Sándalo, combina perfectamente con su aroma; resina de pino y bosque. Inhala más fuerte, encuentra otra nota baja, huele a burdel caro y, al mismo tiempo, al más fino de los pasteles; vainilla, dulzona, empalagosa. 

—Haz regresado, nuestro príncipe. —Murmura Cregan contra el pulso del príncipe. Jace suspira entrecortado, nubes blancas vaporosas saliendo de los labios mordisqueados.

—Siempre cumplo mis promesas, Lord Stark. —Explica Jace, lacónico.

Se separan un poco, Jacaerys le sonríe, afieltrados labios formando fina línea, cejas pobladas ligeramente contraídas. El atisbo de la vainilla persiste en la lengua del alfa norteño. Cregan acaricia los pómulos y abre la boca húmeda, detallando los bordes de esta, su señor se queda quieto, apretando con puños temblorosos su ropa de piel espesa. Su rey, su amado alfa. Aquel que se culpa por este afecto que se predican uno al otro; su Jace.

—Fue muy cansado el viaje, supongo. 

El príncipe de ojos suaves habla: —Ya estoy acostumbrado, me tomó menos días de lo usual. Las tormentas de nieve han cesado, me he dado cuenta.

—El verano se acerca, príncipe. Es una buena estación para un lugar tan desolado como mi poderío. 

Jacaerys lo mira, atento, sin decir palabras después de su frase. Escarcha fría cubriendo ojos cafés. El recuerdo omega es evidente en todo su ropaje. Cregan se retuerce desde el interior, tiene ganas de destruir esas telas y dejarlas que se hundan al fondo de las aguas heladas. Rodea la cintura del alfa, pegando más sus caderas, dedos dejan de trazar labios rojizos y se dirigen al pulso de la yugular; caliente, latiendo intensa bajo su tacto. Su príncipe traga, parpadeando cual cachorro en problemas.

«—De su sangre es la canción de Hielo y Fuego.»

—El frío es insoportable, si. Vermax retozo todo el camino, quería regresar a Pozo Dragón.—Dice Jace. Sus manos caen a ambos costados, ladea la cabeza y permite al norteño dejar besos en el cuello pecoso, mordiscos indefensos sobre los tendones del cuello. El chico sureño se tensa, Cregan no se da cuenta.

—Ya veo. Lo bueno de tener compañía calentando mis sábanas es evitar la sensación de estás heladas infernales. Señor dragón. —Él comenta al aire. Su barba raspa la mandíbula afeitada. Jace se queda quieto, siendo buen príncipe complaciendo a un fiel vasallo. 

La bestia alada muestra los dientes, silva como una serpiente atacada.

—Me pertenezco a usted, Lord Stark.

Y seguirá siéndolo. Cregan lo sabe bien. El amado joven de expresión lejana le pertenece y se debe a él de formas que el resto de la gente poco podría comprender. Debería ser sólo para él, Jace debería ser únicamente suyo. Esencia de vainilla rociada por la larga extensión de piel y telas le dice lo contrario. A él le gustaría que no fuera así, pero acepta, comprende. Al final del día, no todo se podía tener. 

Agradece a sus Dioses, pues, sin importar que, Cregan siempre poseerá el corazón de su señor. 

—Deberíamos entrar, acabará congelado aquí afuera. Le hará bien un baño caliente después del exhaustivo viaje. —Sonríe afectuoso. Acuna las mejillas pecosas, suave y delicado. —Sara cocinó su estofado preferido, ideal para esta temporada cálida. 

Jacaerys asiente, toman una distancia prudente antes de dirigirse a la enorme edificación de piedra negra grisácea. La nieve sigue cayendo y se posa en los mechones y pestañas del alfa menor. Cregan se deleita con la imagen, idílica y perfecta. 

El castillo es enorme, extensiones de construcción distribuidas sobre vastas hectáreas de tierras. Sus soldados y vasallos tratan de no mirarlos mientras avanzan, todos se inclinan frente al príncipe heredero y le dan honores pese a las múltiples ocasiones que ha estado junto a ellos.

—Rickon ha preparado una sorpresa para usted. Ni siquiera me lo ha enseñado a mi, quiere que seas el primero en verlo, el niño necio.

Avanzan y cruzan infinidades de pasillos, el aire invernal azota sus cuerpos. Jace hace un corto ruido de entendimiento. No dice nada más, zanjando la conversación, Cregan suspira tembloroso mientras se acercan cada vez más al comedor. Rickon tenía un encantador regalo, Sara había cocinado la comida preferida del alfa Targaryen. El Lord de Winterfell se toca la barbilla, ansioso, pensativo; Jace parece tener la mente atrapada tras una nebulosa densa, ojos sin el fuego característico alumbrando en ellos. Se pregunta sí algo a fallado, o bien, algo tiene raptado el espíritu de su príncipe. 

El olor a vainilla persiste. Dulce. Adictivo. Envolvente. Posesivo. Cregan frunce la nariz, las uñas atravesando el cuero de los guantes. Ojos de encanto, malditos de belleza y vanidad indiscutible; un joven de hebras onduladas, blancas como la nieve; sonrisa cruel pero no menos hechizante, semejante a las hadas del bosque. Criatura sublime incluso cuando se soltaba a llorar, tembloroso y reclamado por el dolor del pasado. Aegon, el etéreo omega consorte; la furia dorada, dragón bruñido en oro. Capa carmín danzando a través de los cielos. El orgullo, el príncipe de aquellos carentes de mente e inteligencia, de él se cantaban trovas y de su nombre se atribuia la gloria digna de reyes. Para varios, era el heredero que debió ser. 

Perdió la cuenta las veces que tuvo que ejecutar con Hielo a personas ondeando obstinadas, necias y estúpidas el símbolo del tricéfalo áureo sobre un campo negro.

«—¡Cregan! ¡No lo entiendes! No lo haces. Sí muere, yo muero junto a él. A donde sea que repose su alma, estaré a su lado. En el infierno o en el cielo, no me importa, Aegon y yo nos pertenecemos.»

Rabia late entre las costillas debajo de su carne. Vislumbra a Jace; desesperado, cayendo al borde de un precipicio oscuro sin fondo. Irá consumiendo expresión vivaz, razgos endurecidos. Vermax emitiendo bramidos ásperos, erizando el vello de punta a punta de quien sea estuviera escuchado, semejantes al sonido de algún ente infernal emergido de los confines de la tierra. El lobo norteño cierra los ojos de golpe, trata de disipar el recuerdo. Astillas de bordes afilados pinchando su vientre; dolor que le trae al presente indescriptibles pecados, los errores que cometió por amor ¿Quién no blasfema cuando ama? 

«Jacaerys cubre el cuerpo mancillado. El fuego del campamento y el humo de los cielos reflejándose en sus ojos llenos de lágrimas, consumidos por la enfermedad de la venganza. Unos pies sucios, cortados se asoman de la capa negra, Cregan apenas puede asegurar que está vivo el joven; la putrefacción lo reclama y envuelve. Aprieta los labios y rasca su barbilla. Jace habla en el idioma muerto de Señores Dragón. Reza, implora galimatias duras y temblorosas. Entre sus manos toma la delicada y frágil muñeca llena de tierra. El hierro de la sangre saliendo de Aegon Targaryen.

—Tengo que salvarlo. Tu me ayudarás a traerlo de vuelta. —Declara enloquecido. Espalda encorvada, lodo y sangre pintando mandíbula y mejillas pecosas. Cregan lucha por borrar el tirón incómodo de su corazón.

—Jacaerys, mi señor. Los muertos no regresan, ellos deben descansar en paz. 

—¡Él no está muerto! ¡No lo está! ¡No lo es!

El tono quebrado y desesperado del dragón glauco remueve los gusanos infernales debajo de la piel del lobo huargo.»

En busca de ignorar la verdad, Lord Stark vuelca su mente aletargada en dirección al hombre de su vida; de rostro cauto y expresión silenciosa. Así lo conoció; tan sabio y valiente dentro de su apariencia perfecta y pristina. La primera vez que intercambiaron palabras corteses recordó a su hermano. Jace era idéntico a él, al omega fallecido de ojos amables y rizos castaños, alma valiente y manos callosas. Su príncipe es un alfa hecho y derecho, forjado a las armas, buen caballero, increíble estratega. Cregan tiene el sueño de verlo sentado en el trono de Hierro. Sabe que será el mejor gobernante que Poniente podría tener la dicha de poseer, uno fantástico. Aquellos que maldecían el nombre del verdadero heredero no lo conocían. Si pudiera, Cregan les cortaría la lengua a cada uno de ellos y haría que se las tragasen.

Pasan el tiempo antes de que lleguen. Rickon salta de su asiento, emocionado y sin ningún tipo de etiqueta grita eufórico, corre a abrazar a Jacaerys, el alfa Targaryen finalmente sonríe, tan sincero que su expresión se ilumina. 

—Haz ganado fuerza en poco tiempo, pequeño lobo.

—He entrenado demasiado, como usted me recomendó. —El niño dice orgulloso, inflando el pecho. La sonora risa de Jacaerys es melodía enigmática. Cregan mira el intercambio entre su pareja y su hijo. Calidez rebosando de él. Rickon vuelve a hablar, tímido. —Me alegra que hayas venido. Sé que tiene deberes más importantes que celebrar un tonto festejo, le doy sinceras disculpas.

—Pequeño lobo, no hay nada que perdonar. A un buen caballero le sería impensable perderse la onomástica de tan fiero compañero de armas ¿No crees? Dulce niño.

Rickon asiente feliz, balbuceando adulaciones a Jacaerys. Admiración y afecto tierno que sólo almas puras podían entregar. Cregan se hipnotiza con la escena frente a él. Ocasionalmente, le gusta la ilusión que esta clases de momentos le regalaban.

Si fueras omega-”

Te-tengo un regalo para usted. —Recuerda el cachorro de mejillas sonrojadas. Jala la mano de Jacaerys, instando a que el alfa avance. —Venga conmigo, por favor ¡Le va a gustar! Lo hice yo mismo. 

Jacaerys dirige la vista en dirección a Cregan. El norteño asiente, permitiendo que se marchen unos instantes, su hijo chilla lleno de alegría, saltando sobre sus propios pies. Rickon, dulce en su intento por parecer un hombre completo, dice: —Gracias, Lord Padre. Prometo cuidar mucho al heredero. 

Cregan sonríe, revuelve el cabello de rulos, suaves, tiernos: —Lo creo, Lord Rickon. No olvide la comida, nuestro señor ha venido de un viaje largo y necesita energías. 

El niño asiente cuál soldado de traza jovial. Jacaerys se deja encaminar por su hijo, caminando a algún lugar desconocido del lugar, lo más probable a los aposentos de su heredero, no hay muchos lugares en Winterfell que un niño encuentre interesantes. Ve la silueta de Jacaerys alejarse, sus grandes dedos tomados entre la minúscula mano de su cachorro. De repente, indescriptible añoranza llenando sus venas y recorriendo cada parte de sus huesos. 

—Hermano. 

Cregan casi salta en su lugar, sin embargo, mantiene la apariencia cauta. Sara lo ve con esos ojos grisáceos, finas hebras negras decorando a la dama de espíritu angustiado. El alfa norteño hace un ruido de reconocimiento. Ella era tan o más Stark que él, la sangre de los antiquísimos señores de Invernalia corriendo caliente en venas bastardas. Ironías de la vida o el castigo de transgresiones atroces en nombre del deber, no lo sabe y, sí es honesto, tampoco le interesa.

Esboza una sonrisa.  

—Hermana, tu costumbre por aparecerte en el momento menos esperado me terminará matando.

Ella suspira, la sonrisa no remplaza el rostro abatido: —Tan elocuente e idiota como siempre, Lord Stark. —Supira, dedos juegan entre ellos. Sara se muerde el labio, lo que sale de ellos amarga el espíritu de Cregan. —No vine a esto, hermano. Hay algo- algo está pasando en los pasillos subterráneos. 

—¿De nuevo ratas o alguien intento robarse los huesos polvorientos de nuestros antepasados?

Intenta bromear, aligerar el ambiente. Huir de lo que sea que Sara diga a continuación. Ella no sonríe ni ríe, su hermana niega con la cabeza y juega nerviosamente con las puntas de su cabello alisado. Sara mira alrededor, buscando oídos indiscretos o presencias inoportunas, no hay nadie a la vista. Cuando se miran uno a uno, él entonces entiende.

—Cregan. El ataúd de Aegon se está quebrando. 

Cualquier buen estado de ánimo culmina ante el indeseado veredicto de la boca de Sara.

•••••

La resignación es un buen método para llegar a la aceptación del destino inevitable. Piensa. Sin embargo, no hay nada más amargo que la desesperación carcomiendo sus entrañas. Apenas pasa la comida y escucha los balbuceos de su heredero, la voz calmada de Sara siguiendo el hilo de lo que dijera Rickon. Lo único que atrapa su atención son esos ojos, apagados, una fina capa de hielo cubriendo ahí donde debería haber besos de sol y la frescura de tierra húmeda. Jace apenas prueba el estofado, sonriendo educado, respondiendo las preguntas constantes, ni una vez deja de mirar a Cregan.

La tarde pasa minuciosa, silenciosa. Ensordecido, apenas presta atención a su alrededor, sólo lo puede ver a él; a su príncipe y señor. El heredero legítimo de la Reina Negra. Cabellos castaños, rizos apretados. Iris achocolatados. La frescura aromática de su glándula alfa. Combina bien con la resina de pino, Cregan lo cree fervientemente. Pero la vainilla perdura, siempre perdura. Violeta y plata, dorado y negro perduran en sus memorias. Sonrisa coqueta, consumidora. Lágrimas destrozando el rostro de belleza irreal, un hada emergida del bosque o una vil bruja nacida de los confines del infierno, Cregan no lo sabe con certeza. Algo desagradable golpeó su mente, rememorando esa sonrisa segura de Aegon Targaryen. Cretino príncipe, puta real. Sólo los imbéciles lo adulaban, veían encanto en el cuerpo de vulgar cortesano. Más semejante a las rameras caras del lecho de pulgas que a un consorte omega.

«—Él es mi vida, es alma mía. Cregan, por favor, ayúdame a traerlo de vuelta, es todo lo que quiero. Recuerda nuestro juramento, tus promesas. Te lo ruego.» 

Palabras vacías, unas más una menos agregada al conteo. El sándalo echado a perder, Jacaerys acunando con tanto dolor en cada una de sus caricias mejillas macilentas. Pestañas plateadas reposando sobre ojeras profundas. El hierro de la sangre empañando muslos pálidos. Tela negra cubriendo el torso de Aegon Targaryen.

«—Sácame de aquí, por favor, sácame de aquí, no dejes que me vean, no dejes que me toque ¡Por favor!

El alma en penitencia se aferra al espíritu lleno de resentimiento y anhelos. Cregan apenas puede reaccionar; Jace trata de acercarse a su recién esposo, ojos abatidos y culpables, sábana amarrada a la cintura del alfa Targaryen. El filo de la espada recargada sobre cuello expuesto detiene cualquier acción de Jacaerys.

Sólo entonces, Lord Cregan Stark sale de su estupor.

Aegon abraza desesperado el costado de el jodido general Aemond Targaryen, indiscutibles hermanos ante las semejanzas discretas que pocos pueden percibir. 

Cregan intenta acercarse a zancadas, basta la mirada del general dragón para dejarlo en su lugar. Finos hilos de sangre emergiendo del cuello prolijo de Jacaerys. El norteño se muerde la lengua, tratando de no atacar. 

—Perro salvaje, será mejor que no te acerques o cortaré el cuello de tu prostituta bastarda. —Dice el hombre tuerto en muestra clara de amenaza. Aemond expone colmillos al propio heredero, ni una pizca de miedo en su semblante duro y frío. Más alfa que omega, relatarían dentro y fuera de los muros de La Fortaleza Roja. Más guerrero que madre, cantarían eufóricos los omegas libres. 

—Y tú, Jace. Será mejor que des un paso atrás. Lleva tus asquerosidades donde nadie las vea, no frente a mi hermano ¿Entendido?

Jacaerys sólo logra asentir tontamente, tropezando al suelo una vez la espada deja de recargarse en su garganta. Aemond gruñe una última vez antes de rodear al omega consorte y llevárselo entre abrazos de consuelo vano.

La furia dorada, la reencarnación de Maegor llora desconsolado, a punto de desmayarse, débil, lamentable. Todo mocos y lágrimas. Cregan batalla por contener su sonrisa triunfal.»

—Mi amor, ven a la cama, te dará un resfriado.

Jacaerys sigue con la mirada clavada afuera de la ventana. Perdido en sus pensamientos, Cregan desconoce qué es aquello que mira, hace tiempo dejó de preguntar, a veces es bueno tener dudas en lugar de poseer el absoluto conocimiento de todo. El menor gira el rostro, su perfil queda expuesto. Ninguna sonrisa, ni una mínima expresión. Sólo el frío tapando el iris de preciosa colorimetría. 

—Voy, Cregan. 

Cauto, silencioso, discreto. A veces, llega más allá de su compresión las habladurías traídas desde el sur veraniego; aquí, a su lado no existe el heredero salvaje, violento e impulsivo, no existe el alfa obsesionado con un omega Valyrio de sangre espesa y costumbres aguerridas. Ninguna espada sale a cortar cabezas de aquellos que toquen la propiedad del heredero. 

Jacaerys desata su bata y la deja caer, el desnudo de su cuerpo en toda su gloria; la curva de su espalda resaltando un trasero respingón, piernas ejercitadas y marcadas, hombros fuertes, omóplatos notorios. La boca de Cregan saliva frente a la vista, el calor en el cuarto por las aguas termales recorriendo la edificación termina avivando el hambre, la desesperación de volver a probar. 

—Eres hermoso, siempre lo has sido.

Una sonrisa estira los labios esponjosos, expresión afilada surcando el rostro masculino, Jacaerys se voltea, expone el frente lleno de heridas y marcas. La sangre corre directamente a la virilidad de Cregan. Una herida resalta sobre las demás; la cruz en el pecho de piel frágil y huesos maleables. 

—Siempre lo seré para ti. Mi señor. 

Cregan tiene un único consuelo, la victoria que lo pone por encima del príncipe omega de olor a vainilla, mirada hechizante y cabellos perlados; posee el corazón de Jacaerys Targaryen, bien guardado y velado en una caja de madera de Arciano.

 

 

Notes:

1.-Dulce princesa. Mi dulce amor, eres mío hasta el fin de los tiempos. Prefiero verte muerto antes que verte en las manos de esas putas guerreras.

2.-No llores, hermoso. Vendré por ti, te reclamaré y te llevaré a donde perteneces; justo a mi lado.

 

•••
Mi gfa decía; siempre espera lo inesperado. Xd

Pasaron muchas cosas y cambie el arco de Cregan/Jacaerys/Aegon 🗿 (mi esquizofrenia vio preferente hacerlo) Nssjsjysuwe perdón, tuve que reescribir gran parte de la historia 😭.

Jace es una cebolla con muchas capas (diría el shrerk) unas desagrables, otras bonitas. Por lo que la etiqueta de Manipulador Jacaerys aún se mantiene🌞.

Dato curioso: Los strong han adoptado los bonitos apodos de Rhaenyra y los implementan en niños, se me hace algo tan tierno noseporque.

Dark Lucerys is coming.

Chapter 6: Nada

Chapter Text

«Siempre nos autoengañamos dos veces respecto a las personas que amamos: primero a su favor, y luego en su contra.»

—Albert Camus.

 


 

Aviso.

Hola, quizás has leído mi obra Hymn To Aphrodite o no, quizás te acuerdas de la historia o puede que no, pero sí eras uno de los lectores constantes de esta trama déjame decirte que no la seguiré.

Estaba escribiendo esta obra cuando estaba en mi punto más bajo y tuve un intento de suicidio, así que seguirla simplemente me trae tristes recuerdos.

Aparte, la obra la hice para alguien muy especial para mí y ese alguien especial me abandonó e hirió mi corazón metiéndose con una allegada de confianza. El hombre que siempre creí sería el amor de mi vida se metió con una amiga que estimaba de corazón. Se metió con quién consideraba parte de mi grupo de amigos. 

Por ese chico fue que hice toda la trama; cree este mundo y lo reescribí para el gusto y placer de él a pesar de tener una trama ya estipulada. No es que no me guste como iba el desarrollo, de echo varias ideas que me dió me parecieron fantásticas, aún así cada cosa que escribí desde el capítulo tres fueron acorde a las preferencias de mi antigua pareja. No me molesta porque está historia fue creada para él y por él. Pero ahora que pasó lo que pasó en mi relación simplemente me dan ganas de llorar cada vez que recuerdo está historia. 

La motivación se me ha ido con este bonito relato que fue el primero que compartí en el fandom Lucemond, pero se que no la voy a continuar y no merecen eso de mi. Se que soy una mala persona y se que como escritora soy mediocre pero todos, cada lector, voto y comentario me dieron una gran motivación para seguir escribiendo como no tienen idea hasta que ya no pude más conmigo misma. Perdón por esto y perdón por hacerlos esperar.

También quiero anunciar que si alguien quiere seguir la historia, se la doy con gusto. No es a fuerzas ni obligatorio, simplemente es una opción abierta para quien esté interesado en concluir la trama. Si no quieren, igualmente está bien. 

Ahora, voy a dejar los capítulos que subí con anterioridad en esta plataforma. No me parece justo borrar el fanfic como hice hace tiempo. 

Seguiré escribiendo otras tramas pero está no, ya no porque, como dije antes, me genera mucha tristeza leerla. Se que lo que les estoy compartiendo de mi vida es algo muy personal y me veo ridícula diciendo todo esto pero creo que se merecen una explicación justa después de tanta espera y duda.

Perdón por las molestias. En serio, lo siento.

Los quiero mucho.