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Draco Malfoy y los Cantares de Circe

Summary:

Draco nunca ha sido una persona valiente, y el futuro que vio lo hizo aún más cobarde. Atrapado en el pasado en el cuerpo de un niño de once años gracias a un antiguo ritual de Circe, el adolescente de dieciséis sabe que se avecina una guerra que lo destruirá todo. Esta vez, con la ayuda de la diosa, debe hacer lo que sea necesario para sobrevivir, incluso si eso significa forjar una alianza improbable con la persona que más odia: Harry Potter.

Notes:

¿Qué mejor que empezar una historia que significa reescribir una saga entera de libros cuando menos tiempo tengo? Hace tiempo terminé el libro "Circe" de Madeline Miller y dure varios días con la idea del ff en la cabeza.
La verdad es que estoy deprimida y necesito hacer algo ya con mi vida. Así mínimo tendré el compromiso de terminar una historia larga y no matarme en el proceso c:

(See the end of the work for more notes.)

Chapter 1: El lugar más bajo

Chapter Text

"Cuidado, Odiseo, con la diosa que convierte a los hombres en cerdos.” — Homero, Odisea

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La Sala de los Menesteres no se parecía en nada a su forma habitual.

Esta vez, no le había ofrecido un escondite, ni la vista desesperante del armario evanescente, ni rutas de huida. Solo piedra antigua, muros desnudos, y un eco que no era del todo suyo. Draco Malfoy estaba en el centro de un círculo de runas que él mismo había tallado con su sangre, no perfecto, pero sí meticulosamente afinado. Llevaba meses reemplazando sus estudios por el estudio de rituales prohibidos, y cada línea del patrón frente a él era el resultado de noches de obsesión silenciosa.

Dedicó más tiempo a descifrar esas formas que a entender las del armario evanescente. Porque él nunca quiso repararlo, ni cumplir su misión, ni servir a un señor tenebroso que no tenía nariz.

No quería matar a Dumbledore. No quería esta vida, pero no tenía escapatoria, no si deseaba que sus padres vivieran. No si quería conservar su nombre. O, al menos, fingir que alguna parte de él aún le pertenecía.

Mientras los demás dormían, él perfeccionaba aquello que había encontrado en un libro que no debería existir.

Todo había comenzado antes de la fuga de Azkaban. Su madre, previendo lo inevitable, lo había llevado lejos, lejos de Inglaterra y de su padre, a un lugar donde el apellido Black aún tenía secretos enterrados.

Un castillo en ruinas, oculto entre los acantilados de Naxos, Grecia.

Nadie hablaba de esa propiedad, ni siquiera su padre parecía saber que existía. Era una herencia silenciosa de las primeras mujeres Black, matriarcas antiguas, olvidadas incluso por la familia, que habían tejido su propia magia y su propio linaje en los márgenes del mundo mágico conocido. Narcisa no lo mencionaba, ni con orgullo ni con vergüenza, solo lo llamaba el lugar más bajo. Draco no preguntó por qué estaban allí y ella no ofreció respuestas.

Lo guió a través de pasillos polvorientos hasta una escalera estrecha que descendía más de lo que parecía físicamente posible. En lo más hondo del castillo, donde la magia era densa había un círculo grabado en el suelo. En el centro la figura apenas visible de una luna creciente invertida, bajo la cual se enredaba una raíz de mandrágora tallada con forma humana.

- Aquí - dijo Narcissa, sin mirarlo - Este es el lugar más bajo, donde el sol no entra, donde no puede vigilarnos.

- ¿Qué es esto?

- Una oportunidad, aunque no sé si funcione. Necesitas ofrecer tú sangre, Dragón.

Draco no entendía, pero decidió no preguntar, confiaba en su madre. Se hizo un corte profundo en la palma de la mano y dejó que la sangre cayera sobre la piedra. Primero una gota, luego otra. Cuando perdió la cuenta y estuvo a punto de preguntar si debía desangrarse ahí, el interior de la luna terminó por llenarse del líquido, pasando a cada una de las ramificaciones de la raíz y el suelo tembló suavemente. Las líneas del grabado se encendieron en un rojo oscuro y la piedra comenzó a abrirse.

- Ni yo ni mis hermanas pudimos abrirlo - dijo Narcissa entonces, aún con los ojos clavados en el suelo que se partía, una sonrisa naciendo en su rostro - Bella sangró aquí tantas veces que pensé que moriría. Volvía cada año, pero nunca lo logró. Yo también lo intenté. Fallamos todas.

Draco la miró consternado, pero ella no lo miró a él. Su madre había empezado reír como no la había visto en años, con genuina felicidad y las manos en su pecho, justo sobre su corazón.

Tal vez, la guerra la había estresado más de lo que él había pensado. O eso había querido creer. La otra opción era que por fin los genes de locura Black estaban aflorando en ella.

De la hendidura emergió una caja de piedra negra, no tenía inscripciones ni adornos visibles, solo una superficie porosa y rota en algunas esquinas. Las cadenas que la envolvían estaban oxidadas. Draco las observó con el ceño fruncido, sintiendo cómo le apretaban el estómago sin tocarlo siquiera. No era el color lo que las hacía desagradables, era el olor a hierro, a carne vieja. A sangre seca.

- Adelante - susurró Narcisa detrás de él, emocionada.

Draco no se movió.

Se quedó mirando el objeto como si fuera un animal dormido, uno de esos que, si los tocabas, te arrancaban la mano de un mordisco. Dio un paso hacia atrás, lento, y giró un poco la cabeza hacia su madre, esperando, quizá con más esperanza que dignidad, que ella lo hiciera por él.

Pero Narcissa negó suavemente con la cabeza.

- No puedo tocarlo, Dragón. No me pertenece.

Draco apretó los labios.

Voy a tener que lavarme muy bien las manos después de esto.

Estiró la mano, dudó un segundo antes de tocar. Apenas sus dedos rozaron uno de los eslabones, las cadenas se estremecieron y comenzaron a soltarse, una a una, con un sonido pegajoso y viejo. No cayeron al suelo, simplemente se desenredaron como serpientes cansadas, retirándose por su cuenta. La caja se abrió y ahí estaba el libro.

Los Cantares de Circe.

Encadenado con hilo de sangre seca y cubierto de piel endurecida, el grimorio era una aberración viva. Sus tapas estaban decoradas con ojos reales, parpadeantes, llorosos y vivos. Algunos suplicaban en voz baja, otros lloraban con lágrimas ácidas. Tiempo después, en sus mismas páginas, Draco había descubierto que eran los ojos de hombres que Circe había convertido en cerdos, conservados mediante hechizos de hambre eterna.

Las primeras mujeres Black lo habían guardado allí, lejos de todos, convencidas de que ninguna fuerza debía poseer tanto poder sin un precio.

- No estaba segura de que pudieras conseguirlo - había dicho su madre, mirando el grimorio con algo entre la repulsión y la reverencia - Fue escrito por una mujer, quizá por Circe, o por alguna de sus iniciadas. Está hecho para ser leído por mujeres. Solo mujeres han podido o deberían poder tocarlo. Y sin embargo, tú - había hecho una pausa - Espero que nunca tengas que usarlo, Draco. Pero si alguna vez lo necesitas, no dudes.

Draco no sabía si sentirse honrado o condenado.

Al principio, no podía tocar los ojos sin sentir náuseas. Ahora, ni siquiera los notaba. Había dejado de verlos como ojos.

Si están ahí, es por algo, solía pensar, evitando el contacto con las lágrimas que siempre salían de ellos.

El libro hablaba de cientos de hechizos y pociones, mayormente de transmutación y fertilidad, pero también sobre rituales que no ofrecían salvación, solo reescritura.

Nada era gratis.

"Para regresar, debes perder", decía una página, escrita en hueso raspado.

Para volver, había que morir.

Ahora, en el centro del círculo, diseñado para desgarrar el tiempo, descansaban pequeños anillos menores, como órbitas rotas. Dentro de ellos había cosas que no valían nada para nadie, salvo para él, como su peluche de Dragón de niño, una trenza del cabello rubio de su abuelo Abraxas y una pluma de pavo real manchada con sangre infantil (la suya)

Quería regresar allí. A ese momento. A esa infancia. A ese punto donde aún era posible tomar otro camino lejos de asesinos despiadados y torturas turbulentas.

El grimorio yacía abierto a su lado, la poción estaba lista despues de cuatro meses de preparación, de trabajo a escondidas, de ingredientes que no solo eran imposibles de conseguir, sino que muchos creían extintos.

Los Cantares exigían:

Lágrima de ave leucrota, recogida al morir de desesperación.

Médula fermentada de salamandra azul, extraída bajo luna llena y envejecida en polvo de ónice.

Escama de serpiente acuática de Náxos, la especie que Circe encantaba para silenciar a sus víctimas.

Fragmento de hueso de augurio.

Y, finalmente, una gota de sangre de quien se odia más a sí mismo que al mundo. Ese último ingrediente, Draco lo daba con creces.

Había bebido una pequeña dosis cada semana para adaptar su cuerpo. Esta noche, bebería todo.

Y lo hizo, sin dudar.

El líquido espeso descendió por su garganta como fuego líquido, lento y cruel. Las runas a su alrededor comenzaron a encenderse. Azul pálido, luego verde, luego negro.

Draco jadeó, sintiendo su garganta cerrarse y viendo sus manos temblar como si se tratara de otra persona, puntos negros apareciendo en su visión.

Tomó la daga de hueso y la sostuvo contra su garganta, esperando el momento oportuno en que las pequeñas órbitas con los objetos dentro pasaran de tener brillo azul a blanco, como decía el grimorio. Estaba tan concentrado que no se dio cuenta de que el golpeteo que escuchaba no era sólo su corazón desbocado, sino pasos. Pasos que iban hacia él con urgencia.

- ¡Draco! - la voz de Harry Potter.

Él no debía estar ahí. Nadie debía verlo.

Draco giró apenas el rostro, el filo mordiéndole la piel.

Y antes de que Potter pudiera cruzar el umbral del círculo, antes de que el universo pudiera negar su elección, sonrió apenas.

Y se cortó la garganta.

.

. . .

.

No podía respirar.

Por más que abría la boca, por más que su nariz se esforzaba por darle un poco de oxígeno, su garganta estaba cerrada, como si algo lo apretara desde dentro. Se estaba ahogando. Iba a morir. ¿O ya estaba muerto? Draco no lo sabía.

No sentía el suelo, ni su cuerpo, solo el ardor en el pecho, el zumbido en los oídos, como si el ritual no lo hubiera matado, pero tampoco lo hubiera dejado vivir.

Y entonces la presión desapareció.

De golpe, similar a si alguien le hubiera arrancado el peso de encima. Draco inhalo como nunca antes sintiendo el alivio inmediato del aire en sus pulmones. El mundo volvió, borroso, pero volvió. Y con ello, las voces también. Escuchó su nombre, a lo lejos, pero constante.

- ¡Draco!

Por un segundo creyó que vería a Potter sobre él, sacudiéndolo, diciéndole que todo había salido mal. Que el ritual no había funcionado, que ahora su familia estaba condenada, que serían torturados y asesinados por el Señor oscuro.

Pero no era Potter.

Cuando abrió los ojos, se encontró con los de su madre, azules y llenos de lágrimas.

- Draco, estás bien. Vas a estar bien - dijo ella, girando su cabeza hacia un lado y llamando a alguien a gritos.

Eso no le aclaraba nada. No sabía si eso significaba que había fallado o que había funcionado, pero antes de poder pensar, el cuerpo lo traicionó. El cansancio lo arrastró hacia abajo y todo se volvió oscuridad. A partir de ahí, la conciencia llegaba a él por ratos antes de volver a sumergirse en la oscuridad. A veces escuchaba a su madre llorar, otras a su padre susurrar cosas en su oído. No entendía nada, y cada vez se encontraba más frustrado.

Vamos, Draco, escucha más, se ordenó cuando se dio cuenta de que le era imposible mantenerse consciente tanto tiempo. Pudo oír aves y el movimiento de las manecillas de un reloj a lo lejos, osea, nada útil.

¿Qué sientes? Suavidad, estaba envuelto en algo suave. Deben ser mantas, si.

Abre los ojos, Draco, se dijo y trató de hacerlo, pero el esfuerzo le parecía sobrehumano. Ni siquiera después de sus "entrenamientos" con la Tía Bella se había sentido así. Hazlo, se repitió. No fue hasta su quinto intento que lo logró, pero lo único que vio fue un techo borroso. Tardaron unos segundos más para que su vista se aclarara, dejándole una toma perfecta de la pintura de querubines sobre él. La misma que había estado en su habitación cuando era pequeño.

Muévete.

Draco soltó un gemido adolorido cuando se sentó sobre la cama, observando con un poco de incredulidad la habitación. Sabía que era suya, pero no estaba como la última vez que la vio, sino con libros y peluches de Dragones por aquí y por allá, su escoba de práctica en una esquina y su luz de noche reflejaba constelaciones en las paredes.

¡Volví!. Lo logré.

Al momento en que soltó una risa emocionado, se dio cuenta de que el sonido había sido horripilante. No como la voz del señor oscuro sino como el arrastre de rocas bajo el agua. Draco tanteo su garganta con miedo, encontrando vendajes en ella.

¿Qué mierda? Se suponía que el ritual lo regresaría en el tiempo, pero él jamás había sufrido algún accidente similar en su niñez. Jamás se había lastimado más allá de las picaduras de Octavian lll, el pavo real favorito de su padre. Entonces, ¿qué estaba pasando?

Draco tanteo más los vendajes de su cuello dándose cuenta de que sea lo que hubiera abajo, dolía como la mierda. Y que sus manos, sus dedos más bien, también estaban vendados. Draco los observó un segundo antes de obligarse a levantarse de la cama, tambaleándose cuando su pierna corta casi lo deja caer. Ahora tenía diferentes proporciones de un cuerpo infantil cuando ya estaba acostumbrado al adolescente. Había funcionado sin duda.

Cuando llegó a un espejo terminó de confirmarlo al ver toda la grasa de bebé en su cara pero Draco no le prestó atención, en su lugar, quito las vendas de su cuello.

Ahí estaba.

Una cicatriz costrosa, rojiza y delgada, como si el filo de la daga lo hubiera seguido atrás en el tiempo. Parecía una sonrisa roja sobre su cuello, la marca clara de un degollé.

Miró más de cerca, tocando la carne herida con la punta del dedo.

Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz se abrió.

Sin sangrar, se partió como si fuera piel viva, y de su centro, justo sobre su manzana de Adán, emergió un ojo de color dorado diferente a los del grimorio que solía ver.

Como el sol. Como fuego seco atrapado en un iris antiguo.

Draco retrocedió con torpeza, soltando un grito que sonó como un rugido deformado, el dolor en su garganta fue inmediato. Se cubrió la boca con ambas manos, cayendo de rodillas en la alfombra. La túnica de dormir le rozaba la herida, ahora abierta.

El ojo lo observaba desde su piel.

Fijamente. Paciente.

Y, por primera vez, Draco entendió. Ojos dorados como el sol, como Helios.

Circe.

De alguna manera retorcida, el ojo parecía complacido ante el reconocimiento pero Draco no pudo observarlo más, porque pasos acelerados llegaron a él.

- ¡Draco! - llamó su madre hincada a su lado con la preocupación llenando su voz - Dragon, no debes quitar el vendaje, podría abrirse en cualquier momento.

¡Ya está abierto! Quiso decir pero no sirvió de nada, su voz era una cosa grotesca como para que se entendiera algo.

Draco miró a su madre esperando que ella también se sorprendiera o gritara ante la vista del ojo en su garganta, pero Narcissa, mucho más joven y sana sin señales de la guerra, simplemente lo abrazo. Draco se alejo de sus brazos y la miró, señalando su cuello.

¿La ves? ¡Dime que la ves!

- Fue un accidente - dijo ella en su lugar - pero sanará, tu voz regresará con el tiempo y no volverá a pasar. No tienes nada de que preocuparte, Dragón, te lo prometo.

No entendió de que hablaba pero se dejó abrazar ante los ojos llorosos de su madre. Draco se miró una vez más en el espejo esperando encontrarse una vez más con el ojo, pero su piel estaba cerrada, tan roja e hinchada como cuando recién se quito la venda, pero él sabía que no se lo había imaginado.

Los siguientes días solo sirvieron para confirmar varias cosas, como que había regresado en el tiempo a cuando tenía diez años y aunque busco en cada centímetro de la Mansión, su querido grimorio no había regresado con él.

Draco se había resignado cuando por quinta vez, revisaba cada libro antiguo de la colección Malfoy, sacándolos de su estante sin verlos siquiera, sabiendo a la perfección que no eran lo que buscaba, incluso encontrando uno bastante simple de pastas oscuras en la colección de su padre, que había hecho que la piel de sus manos se levantara en ampollas donde lo tocaba y su cicatriz quemara y sangrara, obligándolo a soltarlo. Cuando se dio cuenta que el simple hecho de estar cerca de ese libro le dolía ni siquiera trató de acercarse más a él, aunque el nombre de su aparente dueño flotaba en su mente.

Había memorizado las pastas del grimorio, sabía como se sentía la piel de los párpados bajo las yemas de sus dedos y como las lágrimas le causaban quemaduras. Y cada libro que tomaba no era más que una decepción.

¿Dónde estaba?

¿Se había quedado en el futuro?
¿Se había disuelto con la sangre del ritual? ¿O peor aún, estaba ahora en manos del Cara Rajada?

Solo pensar en Potter tocando su preciado libro con cara de asco, leyendo su contenido como si fuera basura prohibida, queriendo destruirlo... Draco sintió que la garganta no era lo único que le ardía.

¿Y si tenía que volver al castillo de las Black?

¿Y si su sangre ya no bastaba?

Solo quería su libro. Era suyo, había sangrado por el y se le había otorgado por encima de muchos, (aunque aún no entendía porque). Y si en un ataque de ira había lanzado por los aires cada libro de la biblioteca familiar, rompiendo algunos por aquí y por allá, no podían culparlo... Bueno tal vez si, un poco, pero vamos, estaba cegado por el enojo de sentir que le habían arrebatado algo suyo, tan cercano a él como sus brazos o su corazón. No falta decir que Narcissa lo había castigado y ordenado que organizara la biblioteca ancestral sin ninguna ayuda, ni siquiera de los elfos.

El malhumor que se cargo entonces atormento a sus padres, que creían que era por su culpa, por el accidente que ahora sabía le había causado las heridas.

Sabía que una reliquia familiar del estudio de su padre lo atacó y ahorcó hasta casi degollarlo, lastimando sus cuerdas vocales y dedos al tratar de liberarse, explicando sus heridas cuando despertó. La Mansión Malfoy había pasado de ser el hogar de cientos de artilugios oscuros a sólo tener un par, gracias a la furia de Narcissa. Ni siquiera su padre había tratado de detenerla, la culpa nadando en sus ojos normalmente fríos cada vez que miraba el vendaje en su cuello.

Y aunque una parte de él quería festejar el haber regresado y eliminado sin intentar la oscuridad de la mansión, la pérdida de su grimorio y la visión de ojos no había dejado de atormentarlo. Además del ojo de su garganta que decidía mostrarse algunas noches cuando se admiraba en el espejo, había empezado a ver los ojos de cerdo del grimorio en cualquier parte.

Pequeños al principio, en las vetas de la madera, en las manchas de humedad del techo, en el fondo del vaso de cristal que dejaba Dobby por las noches.

No hacían ruido, no parpadeaban con fuerza, solo lo observaban. Y solo él podía verlos. Draco intentó ignorarlos. Intentó convencerse de que eran producto del estrés, del cambio repentino, pero no desaparecieron.

Pronto termino por acostumbrarse a ellos (no le quedaba de otra), empezando a entrar en combustión al darse cuenta de que ya había regresado en el tiempo, sabía que el señor oscuro volvería y su padre estaría a sus pies, más como paria y vergüenza humana que como seguidor. Sabía de futuras traiciones y posibles muertes, ¿pero que hacía con eso? No es que pudiera ir directamente con Cedric Diggory y decirle "hey, guapo, no compitas en ningún torneo de la escuela o morirás" porque aparte de ser ridículo, la verdad es que tampoco podía.

Como cereza del pastel, se había dado cuenta de que no podía hablar sobre nada del pasado, o futuro, fuese lo que fuese, Draco no podía pronunciar una palabra en lo absoluto. Y lo descubrió esa noche cuando la idea de ir al castillo de Naxos nuevamente por su grimorio no lo dejó pegar el ojo.

- Dobby - susurró aunque sonó más como un gruñido, en la oscuridad de su habitación.

Y como siempre, fiel a su nombre, el elfo apareció con un leve crack, los ojos grandes, redondos y llenos de sorpresa.

- ¡El joven amo Draco ha llamado a Dobby! - exclamó, entusiasmado - ¿Está herido otra vez? ¿Dobby trae un ungüento?

Draco negó, impaciente.

- No, necesito hablar contigo - dijo, y al instante sintió una presión extraña en los labios, como si un hilo invisible, tenso y caliente, comenzara a coserle la boca desde dentro. Frunció el ceño, pero lo ignoró - Quiero que me lleves al casti-

Y se detuvo. La palabra no salió.

El aire se quedó atrapado en su lengua, seco, como si su garganta se hubiera sellado. Intentó de nuevo, más lento.

- Quiero que me lleves a… a ese lugar en Grecia, donde… donde está el casti-

Nada.

Ni siquiera el aire pasaba con claridad, era como intentar romper un juramento mágico que no sabía que había hecho. No podía decirlo. No podía hablar de Circe, ni del ritual, ni del futuro. Ni siquiera podía advertirle a Dobby que Potter lo liberaría en segundo año.

- ¿Joven amo? - preguntó el elfo, confundido - ¿Está bien?

Draco tragó saliva con esfuerzo, y volvió a intentarlo. Probó con rodeos, con descripciones vagas, con fechas pero cada vez que se acercaba al tema, la presión en la garganta volvía, cada vez más violenta. El ritual no solo lo había traído de vuelta, también lo había sellado, como un voto mágico.

No podía alterar el futuro contando la verdad.

Frustrado, se sentó en el borde de la cama. Dobby seguía observándolo, esperando.

- ¿Puedes llevarme… a Grimmauld Place? - preguntó al fin, eligiendo las palabras con cuidado, midiendo cada sílaba. El nudo en su garganta no protestó.

Perfecto.

Dobby frunció el ceño con duda.

-Ese lugar es de los Black pero no está en uso. ¿La señora Narcissa sabe que el joven amo quiere ir?

- No, pero necesito ir, ¿puedes hacerlo?

Dobby dudó por un segundo más, y luego asintió con fuerza.

- Dobby hará lo que el joven amo ordene - Draco estuvo apunto de sonreír antes de que el elfo terminara de hablar - tan pronto su castigo termine.

Oh Circe, estoy seguro que te estás burlando de mi en este momento.

- No Dobby, esto es urgente, necesito ir sin que mis padres se enteren - empezó el rubio pero Dobby ya empezaba a negar con la cabeza - si me ayudas, te recompensare. No dejaré que mi padre te lastime, ni yo lo haré, te tratare mejor, como un empleado de verdad - siguió él, notando como el elfo lo observaba con atención - ¡incluso te daré un sueldo! Solo debes llevarme ahí y prometer no decirle a nadie. ¡Es un buen trato!

Hubo un silencio tenso. Dobby bajó las orejas y miró a su alrededor, como si temiera que los muros de la Mansión Malfoy tuvieran oídos. Y luego, con un suspiro tembloroso asintió.

- Dobby lo hará, amo Draco. Pero hay que ir rápido, muy rápido.

Draco casi se desmaya de alivio. Se puso la capa más discreta que encontró, se cubrió la cabeza y dejó que Dobby tomara su brazo.

El mundo desapareció con un crack.

Tan pronto llegaron, Draco se dio cuenta de que Grimmauld Place apestaba a encierro.

Aparecieron en medio de la sala del vestíbulo, justo donde su madre y él solían llegar las raras veces que visitaban el lugar. Todo estaba como lo recordaba, opaco y silencioso, con un leve temblor en los muros, como si la magia acumulada durante siglos vibrara apenas contenida por la madera negra. Un cuadro de algún retrato familiar lo observó fijo pero Draco apenas lo miró.

- ¿Te gustan los ojos, Dobby?

- Uh, ¿Si?

- Genial, busca cualquier cosa que los tenga y me avisas. Estaré en la biblioteca.

No esperó respuesta, ya estaba bajando por el pasillo, reconociendo el camino. La biblioteca lo recibió con el mismo aroma a moho viejo. Era más grande de lo que recordaba y más sombría, aunque eso podía ser por su nueva estatura.

Draco se lanzó a revisar las estanterías, subiendo en un banquito que tuvo que arrastrar con ambas manos, buscando con los dedos temblorosos las letras gastadas de los lomos. Algo referente a la hechicera o el símbolo de Luna invertida y raíz, algo que pudiera guiarlo a su grimorio.

Entonces, escuchó pasos veloces.

- ¡Amo Draco! - gritó Dobby desde el pasillo.

- ¡Dobby, si no es sobre el grimorio, te juro que-!

- ¡Dobby encontró algo con ojos! - anunció el elfo, jadeando, con el rostro encendido de entusiasmo.

El corazón de Draco dio un vuelco violento.

- ¿Ojos? ¿Dónde? - preguntó, bajando de un salto, casi trastabillando en el proceso.

Dobby asintió enloquecido y, antes de poder explicar más, estiró un brazo y arrastró literalmente lo que traía consigo hacia la biblioteca. Draco se preparó para ver el cuero antiguo, las tapas palpitantes, el susurro de hechizos prohibidos.

Lo que encontró fue…

…otro elfo.

Un elfo horrendo.

Kreacher.

El elfo doméstico de la casa Black tenía los ojos más saltones que nunca. El pellejo arrugado le colgaba en los brazos huesudos, y su expresión oscilaba entre la desconfianza y la veneración enfermiza.

Dobby, que lo había sujetado por los codos, lo empujó al centro de la biblioteca como si presentara un trofeo.

- ¡¡Con ojos!! - exclamó, triunfante.

Draco se quedó congelado. Su cerebro tardó exactamente tres segundos en registrar lo que estaba viendo, tres segundos llenos de esperanza, exaltación y el amargo sabor de la decepción absoluta.

- Ay, Dobby - lamentó, tapando su cara con su mano.

- Draco Malfoy Black, heredero de la honorable casa Black, bienvenido sea - Kreacher se arrodilló de golpe, haciendo una reverencia tan profunda que su nariz tocó el suelo.

- Estoy rodeado de idiotas - murmuró para sí, pero su tono carecía de veneno real - Kreacher, has vivido aquí mucho tiempo. Necesito que me traigas todo lo que encuentres en esta casa que esté relacionado con Circe: libros, joyas, cualquier cosa.

Los ojos de Kreacher brillaron como los de un niño ante un regalo inesperado.

- ¡Sí, amo! Kreacher servirá. Kreacher cumplirá su deber. ¡Kreacher encontrará reliquias antiguas, sí, sí!

Draco se dejó caer en una de las sillas de lectura y se llevó la mano a la garganta, sintiendo la punzada áspera de haber hablado tanto. La piel bajo las vendas ardía, y su voz ya no era más que un hilillo lastimoso.

Horas más tarde, el suelo estaba cubierto por un océano de objetos que apenas y se relacionaban con la diosa como tapices, joyas, frascos con aceites secos, libros, esculturas con ojos vacíos y hasta plumas de color dorado que se deshacían al tocarlas. Su mente automáticamente las había relacionado con Ícaro.

Justo mientras colocaba una bandeja con anillos tallados sobre una mesa auxiliar, Kreacher se acercó desde la penumbra entre estanterías. Tenía una expresión que, en cualquier otro elfo doméstico, podría haber parecido timidez.

- ¿Qué es ahora, Kreacher? - preguntó Draco con voz áspera, sin apartar los ojos del anillo que sostenía.

- Los Black, en especial la ama Walburga - empezó al fin - siempre tuvieron gusto por los dioses griegos.

Draco levantó la vista. Kreacher parecía emocionado, sus ojos húmedos brillaban con una intensidad extraña.

- Ella estaría orgullosa de ver que se mantienen los buenos gustos. La ama solía hacer ofrendas a los dioses sí, sí. Encendía velas blancas en nombre de Apolo cuando quería belleza, negras para Hécate si buscaba sabiduría.

Draco se incorporó lentamente, dejando el anillo de lado.

- ¿A los dioses? ¿Hacía hechizos para ellos?

- Oh, sí. Ritos antiguos, algunos tomados de los grimorios de la rama francesa de la familia Black.

- ¿Kreacher, de casualidad la tía Walburga tenía un sitio especial para alguno de esos dioses? Uno alejado del sol.

- Oh, sí - asintió - En la parte más baja de la casa. Un altar para los que se ocultan del día. Nadie baja ahí desde que la ama Walburga murió, pero si el joven amo lo ordena, Kreacher puede abrir el camino.

El corazón de Draco latió con fuerza. Se puso de pie sin decir una palabra más.

Quizás no encontraría el grimorio ahí. Quizás el libro estaba en otro tiempo, en otras manos, o esperando en otro lugar. Pero si Walburga había guardado secretos de los dioses, si ella había realizado hechizos u ofrendas como aquellos que hablaban los Cantares de Circe, entonces quizá encontraría algo. Draco había encontrado un grimorio, ¿quien podría asegurarle que era el único?

- Llévame.

Y Kreacher, emocionado como un niño, se inclinó con una reverencia antes de marchar en silencio hacia la oscuridad de la escalera.