Chapter Text
P.V Iadakan
Me encontraba sentado en mi mecedora, esa que chirriaba con cada balanceo como si reclamara cuidado, y me costaba procesar cuánto habían escalado las cosas. La casa olía a té frío y a viejo, a muebles que han visto más vidas que yo. En las paredes había fotos enmarcadas: alumnos felices en exhibiciones, manos manchadas de pintura, rostros jóvenes que alguna vez confiaron en mí. Todo eso ahora se me venía encima como un alud silencioso.
La muerte de Inco, aunque no lo conociera desde hacía tanto, me dolió en el alma. Me sorprendió lo profundo que caló ese pinchazo: una punzada seca detrás del pecho que cada tanto me arrebataba el aliento.
Lo comparé, sin querer, con el vacío que me dejó mi esposa cuando se fue hace cinco años. Fue un recuerdo que apareció sin pedir permiso y me dejó temblando. Tomé una de sus plumas en las manos —una de las que había conservado de ella— y la sostuve como si fuera un talismán.
Para nosotros, los pteros, las plumas primarias son sagradas. No son un adorno: son parte del cuerpo, símbolo de belleza, del corte de la vida. Una pluma primaria tardaba en crecer, salía en contadas ocasiones; entregarla era un acto solemne. Recuerdo la primera vez que ella me ofreció una: la llevé a la mesa, temblando, y su sonrisa, pequeña y orgullosa, me hizo sentir que había ganado el mundo.
La que sostenía ahora estaba ya desgastada, con las puntas algo abiertas por los años; junto a ella había varias otras que había juntado como un hobby tonto durante nuestro matrimonio. Tenía una almohada rellenada con varias de sus plumas comunes… era normal que cuando mudaba las dejaba tiradas… —un capricho que no pude dejar— y aún hoy, sin ella, no podía dormir como antes. Esa almohada olía a hogar; olía a sus manos. Cuando apoyé la pluma en la palma, la memoria de su voz me vino sin aviso: “No la pierdas, Trent. Es parte de mí.” Y la había cuidado.
Miré la cajetilla de cigarrillos encima de la mesa de noche. Las colillas en el cenicero eran testigos mudos de un vicio que me acompañó décadas. El cáncer en pulmones y huesos ya estaba en fase final; me lo dijeron hace cuatro años. Curioso: la noticia me rozó como un viento gélido y, en lugar de pelear, me resigné. No busqué tratamiento. ¿Para qué? Pensé: ¿qué sentido tenía luchar si mi vida había perdido su eje cuando ella ya no estaba? Por eso fumé. Porque cada bocanada me devolvía una transparencia, una excusa para no ver la cuenta regresiva.
Y entonces llegó Olivia. La conocí cuando llegó a la escuela, una niña con ojos que miraban el mundo con desconfianza. Era talentosa, lo vi en sus manos, en la manera en que sostenía un pincel o componía una paleta de colores.
Pero estaban los complejos: la silla de ruedas era una marca permanente que la separaba de los juegos, de las carreras en el patio; las miradas de algunos compañeros eran cuchillos disfrazados de curiosidad. Ella cargaba todo eso en silencio y, al principio, se mantuvo cerrada, un caparazón que nadie atravesaba. Me costó trabajo ganarme su confianza. Le hablaba de técnicas, de contrastes, de cómo la luz puede salvar una pintura mala. Poco a poco, con paciencia, la vi relajar los hombros.
Inco apareció después, un chico solitario como si la soledad fuera su hábitat natural. Venía con historias cortas, una mochila y chaqueta de diseñador, y ojos que albergaban un complejo de soledad instintivo.
No tenía padrinos en la ciudad; no era de los nodos familiares que se ayudan entre sí. Lo que más recuerdo era su discreción: hablaba mucho era un adicto a la atención, pero comprendí rápidamente la razón… incluso Olivia me dijo una vez que él había estado enfermo y que sus padres ni siquiera hicieron acto de presencia y casi se intoxica por un trolleo de tik tok con una bebida purpura…
Ver cómo Olivia y Inco se encontraron me conmovió de una forma que no esperaba, yo la forcé al ver a Inco solo y que quería acercarse a Olivia, casi obligué a Olivia a que le diera una oportunidad, quizás uno de mis actos más egoístas, pero no me arrepiento.
Al principio fue una compenetración tímida: compartían un banco, intercambiaban comentarios sobre una obra, reían de un chiste malo mío. Con el tiempo, Inco empezó a frecuentarla y a sus amigos; también venía temprano a las clases y se quedaba hasta tarde, ayudando a mover caballetes, colgando cuadros.
Olivia, por su parte, se fue abriendo: sus manos ya no temblaban cuando mezclaba colores, su voz subía un octava en clase. Era un proceso pequeño, casi imperceptible, pero real: por primera vez en casi cuatro años, vi en ella destellos de felicidad que me recordaban a mi esposa en sus días buenos.
Yo fui su mentor, sí, pero más que eso: fui el que intentó reparar lo que la vida le había desgastado. Le enseñé a sostener la brocha, le mostraba trucos para que la pintura no se deslizara en la tela cuando sus manos fallaban; la ayudaba a adaptar herramientas para que pudiera participar con menos frustración. Su progreso me devolvía energía, me hacía pensar que, a pesar de mi cuerpo fallando, aún podía hacer algo útil.
Inco se convirtió en un ancla para Olivia. Lo vi cuidarla con una responsabilidad que no esperaba en alguien de su edad: la protegía de burlas, la empujaba el ascensor cuando las puertas fallaban, le ofrecía la mano cuando alguna escalera se interponía. No eran pareja romántica, pero en el fondo deseaba que las cosas evolucionaran de esa forma; eran dos almas que se necesitaban. Ese vínculo creció. Ella empezó a sonreír más, y esas sonrisas, aun pequeñas, eran un premio para mí como maestro.
Recuerdo la tarde en que todo se desbordó: ese pasillo húmedo, la risa estridente que molestaba, la sensación de que los mecanismos de la escuela fallaban cuando más se los necesitaba. Vi como Mia, atacaba a inco con patadas y puñetazos en la cabeza y cuerpo sin ningún tipo de piedad.
Actué: el teaser en la mano, la orden a la policía, la inmovilización. Llamé a emergencias; me quedé con Inco en el suelo, intentando estabilizarlo hasta que llegaron los paramédicos. Fue un día en el que supe que la podredumbre de la escuela no era solo negligencia, era corrupción y egoismo.
Después, en la calma que viene tras la tormenta, hice algo que no esperaba: guardé una copia del video de la cámara de seguridad. Lo hice por instinto, por temor a que alguien con poder los borrara, por esa intuición de profesor viejo que ha visto demasiadas mentiras cubiertas con papeles impecables.
También dejé una cámara mía, oculta, porque entendía que un expediente se gana con más de una fuente. No era un gesto heroico: era prudencia de alguien que sabe que la verdad se cuida.
Y porque queria probarlo a él también… a Benjamin…
Nunca quise ser protagonista; solo quise ser testigo que no calla. Y sin embargo, la decisión me colocó en el centro de la tormenta. Vi el efecto en los rostros: unos agradecidos, otros furiosos, y algunos que entendían la magnitud del paso que acabábamos de dar. Publicar el video fue, en el fondo, un acto desesperado: sabía lo que traerían las redes, la vergüenza pública, la hemorragia mediática. Pero no esperaba que escalaría tan rápido, ni que las piezas se moverían con tanta violencia.
Cuando Olivia se quebró tras la muerte de Inco, fue como si algo en mí también se partiera. La vi perder color, su mirada vaciarse, sus manos temblar sin motivo. Intenté quedarme a su lado; fui con ella a consultas, hablé con su familia, y procure estar ahí como apoyo.
Pensé muchas veces en si había hecho lo suficiente. ¿Podría haber sido más rápido con la evidencia? ¿Más severo? ¿Haber reportado las irregularidades al estado de las que no estaba del todo seguro en ese momento? Esas preguntas me persiguieron en las noches, me despertaban con sudores fríos. Me atormentaba la idea de que, quizá, si hubiese presionado más, si hubiese sufrido más por ese hecho, quizá Inco estaría vivo. Lo sé: la culpa del superviviente es absurda, pero natural.
Ahora, sentado aquí con la pluma en la mano y el cigarrillo apagado en el cenicero, siento que mi tiempo se acorta. Cada tic del reloj me recuerda que no me quedan muchas estaciones por vivir. Sin embargo, hay cierta paz en las decisiones que tomé: hice lo que pude para que la verdad saliera. Puede que no haya sido suficiente para salvar a Inco, pero sí fue suficiente para que su nombre no se perdiera en el olvido.
Miro la mecedora que cruje y pienso en cómo las cosas, pese a todo, tuvieron pequeños destellos de luz: la risa de Olivia en momentos puntuales, la concentración en los ojos de Inco cuando usaba su camara, el agradecimiento silencioso de algunos alumnos que ahora hablan de cambios en la escuela. Me aferro a esas imágenes como a un bote en medio del océano.
Y sin embargo, al recordar el curso entero de los meses pasados, la esperanza se mezcla con la amargura: la ciudad, los poderosos, las familias rotas, la sangre que se derramó. Me cuesta aceptar que tanto bien no bastó para evitar la tragedia. Por eso, cuando pienso en Olivia y en lo que perdimos, en lo que se rompió, no puedo evitar sentir un peso enorme y una impotencia que me cala hasta la médula.
Pero la verdad es que, aunque me duela admitirlo, también hay belleza en lo que logramos arrancar a la oscuridad: nombres quedaron expuestos, corrupciones cayeron, y la voz de los débiles se amplificó. Fue poco consuelo frente a la pérdida, pero aún así, consuelo.
Y luego pasan las noches en vela, y regreso a la mecedora, y vuelvo a tocar la pluma, y me acuerdo de la pequeña almohada de plumas que huele a mi esposa, y pienso en todo lo que dimos y lo que nos quitaron, en los momentos en que Olivia, tímida, comenzó a sonreír, en cómo Inco la sostuvo y la empujó por los pasillos, cómo empezaba a cambiar para bien y luego el diablo apareció con nombre y apellido…
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Benjamin… un chico que siempre me dejó opiniones mezcladas. Por un lado, era trabajador, responsable, el tipo de alumno que los profesores ponían como ejemplo; querido por muchos, voluntarioso en las actividades y con esa sonrisa tímida que atraía la confianza. Por otro lado… y eso me costaba admitirlo, terminó siendo el verdugo de Olivia. Esa contradicción me roía por dentro.
Como profesor, intenté mantener la neutralidad en la riña entre ambos. No me gusta tomar bandos; mi trabajo es guiar, corregir y exponer la verdad de los actos cuando era necesario. Pero cuando los hechos se entrelazan con el poder y el afecto, la neutralidad se convierte en una postura difícil de sostener.
Sumando las perspectivas de los implicados —y con la mayor fe que pude tener en que ambos merecían una oportunidad— la historia no era simple. Ben intentó “ayudar” a Olivia de una forma equivocada; Olivia, con las defensas rotas por años de desprecio y daño, interpretó esa ayuda como otra maniobra que la utilizaba. La confianza se fragmentó al igual que su amistad. Lo que para Ben pudo haber sido una acción “buena” o “oportuna”, para Olivia fue una violación más al terreno frágil de su seguridad emocional.
No tomé partido, pero las acciones de Ben comenzaron a cambiar mi perspectiva de él. Que su pareja fuera la alumna más despreciable de la escuela y que él no dudara en usar su influencia para cubrirla me hizo sospechar.
Y no era solo rumor: había pequeños gestos, coberturas, desapariciones de registros que no cuadraban. Todo eso fue erosionando mi confianza en él hasta el punto de que empecé a preguntarme si, detrás de esa fachada de buen chico, no había otra cosa más oscura.
La verdad dependía de este suceso. Ben haría lo correcto y se limpiaría, o confirmaría que, en el fondo, estaba tan podrido como el resto. No quise creer lo segundo, pero la prudencia me era el camino correcto.
Durante el resto del día y el día después del incidente, un par de horas antes de hacer publico el video. me quedé haciendo guardia en la escuela. No era heroísmo; era precaución. Quería ver si alguien intentaba manipular pruebas, acercarse a equipos o desaparecer registros. Antes de la auditoría sentí que había demasiadas manos rondando las áreas sensibles, y no podía permitir que se borrara la verdad.
Lo vi llegar una tarde nublada, moviéndose con paso algo nervioso por el patio. Traía la camisa recogida, la corbata floja, y en los ojos esa inquietud que no sabe si es culpa o miedo. Me acerqué como quien pasa revista a un campo: tranquilo, pero atento.
—Profesor Iadakan —dijo, con una voz que intentaba sonar firme pero que traicionaba tensión—. No me esperaba verlo por aquí.
Mantuve la calma y le respondí de manera neutra:
—Ni yo a usted. ¿Qué razón lo trae por acá, joven McKnight?
Él se acomodó el cuello de la camisa con un gesto aprendido:
—Tengo que recoger algunas cosas del consejo estudiantil. Me removieron del cargo, así que sólo vengo por mis pertenencias… Nada más.
Sonreí, pero en mi cabeza ya formulaba la pregunta que necesitaba respuesta: no quería su evasiva, necesitaba la verdad.
—Bien —dije—. No le quito más tiempo… O espere, tengo una pregunta.
El respondió algo nervioso —Claro profesor, adelante…
Le pregunté directo, sin preámbulos:
—Durante octavo grado, cuando publicaste tu ensayo que hablaba del trabajo artístico de Olivia y en especial sobre su cuadro en el concurso de artes… y recalcabas su discapacidad… ¿realmente lo hiciste para ayudarla?
Por un segundo se quedó congelado; vi un matiz de molestia cruzar su rostro, apenas perceptible, pero real. Su respuesta no fue inmediata. Empezó por defenderse con una línea que pretendía ser racional:
—Se lo dije, profesor. Sin la publicidad de mi ensayo, ella no habría triunfado tanto. Incluso su carrera podría haber sido distinta si…
Lo interrumpí en seco porque no me interesaba el resultado; quería la intención.
—No le pregunté si estuvo bien o mal —repuse con voz más fría—. Te pregunté por tus intenciones. ¿Lo hiciste de buena fe o simplemente la usaste?
El silencio se estiró. Pude ver cómo se esforzaba por mantener la compostura. Un destello de molestia apareció de nuevo en su mirada; no era sólo incomodidad, había algo de rabia y defensa personal en esa mueca.
—Eso no le incumbe, señor —respondió al fin, con tono cortante.
Su contestación me confirmó lo que temía: había un resquicio oculto, una parte de su acción cuyo motor no era la solidaridad. Me encogí de hombros, conteniendo el reproche para no convertir la conversación en espectáculo público. No era el lugar ni el momento para una escena.
—Es todo lo que necesitaba oír —dije con calma tensa—. Permítame darle una advertencia: acepte las consecuencias de sus actos y mantenga la neutralidad en este conflicto, por su propio bien. No es una amenaza, es un consejo de buena fe. Mia hizo mal y merece ser juzgada por sus actos tanto usted como yo lo sabemos. Si intenta encubrirla como ya lo hizo anteriormente, esta vez usted podría perderlo todo.
Ben palideció un poco. Vi pasar por su rostro la conciencia de que su comportamiento había sido observado y que, esta vez, las reglas no se podrían torcer tan fácilmente. Me alejé cuando lo vi incorporarse, directo hacia el despacho del consejo con las manos en los bolsillos.
Más tarde, cuando confirmé que McKnight se había ido, volví a revisar las grabaciones de la cámara que había colocado en la sala de vigilancia. Sostuve la cámara entre las manos mientras reproducía el archivo: la imagen mostraba a Ben intentando borrar archivos, una mano ágil sobre el teclado, mirada huidiza, acceso a la base de datos y después el movimiento de borrar. No era un accidente; era deliberado. Lo observé una y otra vez hasta que la prueba fue irrefutable.
Olivia tenía razón. Ben estaba tan podrido como Mia…
P.V Olivia…
Una vez escuché una frase que apenas ahora me doy cuenta de que tiene sentido… el infierno es la vida misma. Y lo puedo comprobar con cada fibra de mi cuerpo. Inco murió protegiéndome hasta el último segundo, sin titubear, sin pensar en sí mismo. Su último acto en este mundo fue salvarme, y ese recuerdo se me clava como un hierro candente en la memoria.
Mia, mientras tanto, seguramente se está regocijando con el resultado, disfrutando de la tragedia que ella misma desató. Solo imaginarla sonriendo, victoriosa, me envenena la sangre. Me siento tan llena de ira que no sé ni cómo sacarla; siento que si hablo más de la cuenta voy a explotar, y si me callo, la rabia me va a consumir por dentro. El señor Nito y el sheriff Steven me prometieron justicia, lo dijeron con tanta convicción que debería creerles, pero yo… yo no puedo dejar de sentir que nada será suficiente.
Llegó el día del juicio. Jamás pensé que llegaría tan rápido, como si el tiempo se hubiera comprimido en un parpadeo. Mi corazón palpitaba con fuerza en el pecho desde que amanecí, y ni siquiera el aire fresco de la mañana fue capaz de calmarme. La señora Nito me acompañaba, como si quisiera transmitirme parte de la fortaleza que yo había perdido en el camino.
Ella me observó con ojos preocupados cuando me vio entrar al pasillo vestida exactamente igual que el día del incidente: mi chamarra morada, los pantalones simples y mis sandalias gastadas. Había una mezcla de sorpresa y compasión en su expresión.
—¿Estás segura que quieres ir tan casual, Olivia? —me preguntó, con un tono suave, casi maternal, como si temiera que mi elección de ropa fuera un reflejo de que no estaba lista para enfrentar lo que venía.
Me detuve un momento, acomodando mi silla de ruedas para poder mirarla directamente. No quería que pensara que mi decisión era descuido. Era algo más profundo, un acto de memoria. Inspiré con fuerza y le respondí:
—Solo quiero que esto termine… —mi voz sonó más firme de lo que esperaba, aunque por dentro temblaba como una hoja en medio de una tormenta.
Ella asintió despacio, con una ternura que me sorprendió. La señora Nito resultó ser mucho más amable de lo que parecía al principio, a pesar de que su hijo se sacrificó para salvarme. Cualquiera esperaría resentimiento hacia mí, un reproche, una palabra amarga… pero ella nunca me culpó de nada. Nadie lo hizo. Y aun así, yo no podía evitar sentir que la sombra de la culpa se cernía sobre mí. Porque en el fondo… si Inco nunca me hubiese conocido, seguiría vivo. Esa idea me golpeaba una y otra vez, como un eco cruel que no se callaba.
Era el final de un sueño que ni siquiera sabía que tenía. Un sueño de esos que nunca se formulan en palabras, pero que se siente en lo profundo del corazón. La idea de que Inco, sus padres, los Payne y hasta mi propio padre —que ni siquiera se ha dignado a aparecer—, pudieran algún día sentarse todos juntos a la misma mesa, riendo, compartiendo una cena como una familia improvisada.
Quizás, si las cosas hubieran sido distintas, si todo hubiera seguido un rumbo positivo, Inco y yo podríamos haber sido más que amigos. Tal vez algo más grande nos esperaba, algo que ahora jamás conoceré. Pero esos caminos posibles ya no existen, se disolvieron con su último aliento.
Ahora solo quedan metas imposibles. Sueños rotos que me pesan como cadenas. Y la certeza amarga de que Mia me lo quitó todo.
Estoy al borde de un quiebre mental, sosteniéndome apenas en pedazos, como un cristal fracturado a punto de hacerse añicos. Lo único, lo único por lo que sigo consciente y sin quebrarme por completo es ese deseo ardiente que me quema las entrañas: quiero ver a Mia pagar por lo que hizo.
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El juicio dio inicio y el Juez habló con voz grave, firme, cargada de ese peso que solo los años en un estrado podían dar. Se presentó y leyó con solemnidad cada palabra del documento —Da inicio el Juicio hacia Mia Moretti por homicidio en primer grado dino/humano entre muchos otros cargos.
Un silencio denso se apoderó de la sala, como si el aire mismo se hubiera endurecido. Sentí un escalofrío recorrerme los brazos, y mis dedos se aferraron instintivamente a los apoyabrazos de mi silla de ruedas.
El fiscal, que sinceramente tenía un aura que daba miedo, se levantó. Era un raptor de escamas rojas, con un traje guinda tan pulcro que parecía recién planchado. Se acomodó la corbata con un gesto lento, calculado, como si supiera que todos los ojos estaban puestos en él. Cuando giró a ver al abogado de Mia, apenas con una mirada lo hizo encogerse en su asiento; parecía que lo había reducido a la nada, casi lo hizo orinarse encima de la tensión. El raptor entonces carraspeó con calma y dijo con una voz cortante que helaba la sangre:
—Señor Juez, creo que no es necesario extender tanto el juicio. La prueba A es más que suficiente para dar a entender que la acusada es culpable…
El Juez asintió con un movimiento solemne de cabeza. Su martillo descansaba pesado sobre la mesa, pero no hizo falta usarlo; la autoridad en su mirada bastó.
—Presente la prueba, señor Edgeworth.
El fiscal encendió el proyector. El zumbido del aparato llenó el silencio de la sala, y de inmediato en la pantalla apareció la grabación. Los murmullos desaparecieron, y solo quedaron respiraciones contenidas, tensas, como si todos esperaran el impacto de lo inevitable.
Mientras todos veían horrorizados, yo no pude evitar recordar la escena con cada detalle, como si estuviera reviviéndola en carne propia. Mis manos temblaban en mi regazo, y un pensamiento me atravesaba como aguja: ¿Por qué tuvimos que estar ahí? ¿Por qué todo terminó de esa manera? Guts en mi chamarra era lo único que lograba calmarme un poco.
Mia nos estaba intimidando aquella tarde, con esa forma suya de imponerse, de hacernos sentir pequeños bajo su sombra. Para fastidiar a Inco, intentó darle un golpe ligero con su cola, una de esas bromas crueles que a ella le parecían divertidas.
Pero Inco alcanzó a reaccionar: metió las manos y la empujó con torpeza, solo para protegerse. Fue entonces que una de las púas de la cola de Mia se clavó sin querer en una de las pinturas de brillantina pegadas a la pared.
El movimiento reflejo de Mia, al girar la cola bruscamente, terminó por estamparse sola la brillantina en la cara. Recuerdo el grito desgarrador que lanzó, un chillido lleno de dolor y furia cuando la brillantina y el pegamento le irritaron los ojos.
—¡AHHH! ¡MIS OJOS, MALDITOS! —gritó, restregándose la cara con las garras, mientras la rabia se apoderaba de ella.
En ese instante, la vi levantar la cabeza y mirarnos con una ira asesina, los ojos rojos y vidriosos por la irritación. Fue como ver a un depredador herido, dispuesto a arrancarnos la vida por el simple hecho de estar ahí. El miedo me paralizó, y mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.
Mia cargó contra nosotros, desatada. Inco corrió como pudo, empujando mi silla de ruedas a toda prisa por el pasillo. El eco de mis ruedas golpeando el suelo y el rugido de Mia detrás nos envolvían en una escena de pesadilla. Llegamos al elevador de discapacitados y nos encerramos dentro, creyendo que por fin estábamos a salvo.
Pero entonces, el inconfundible click de la falla técnica nos destrozó la esperanza. Las puertas, que debían protegernos, se abrieron de golpe, como si el destino mismo quisiera entregarnos a la furia de Mia. Ella entró como un huracán de odio, sus colmillos a la vista, sus puños cerrados.
—¡LOS VOY A MATAR! —bramó, desatando una lluvia de golpes y patadas contra nosotros.
Inco, desesperado, se interpuso entre ella y yo. Su cuerpo recibió cada embate, cada impacto que debería haber sido mío. Sentí la impotencia más grande de mi vida mientras lo veía resistir. Un humano enfrentando la fuerza bruta de una dino atlética como Mia… era como poner un vaso de cristal frente a una roca que caía en picada.
—¡Inco, no! ¡Déjame, vas a morir! —grité entre sollozos, pero él solo me lanzó una mirada breve, cargada de determinación, como diciendo “no pienso dejar que te toque”.
El tiempo parecía detenerse con cada golpe que Mia descargaba sobre él. Escuchaba el ruido sordo de sus puños y patadas golpeando carne y hueso, y mi estómago se revolvía con cada crujido. El olor metálico de la sangre empezó a impregnar el aire reducido del elevador.
De pronto, en un último esfuerzo desesperado, Inco tacleó a Mia. Fue un choque torpe, desesperado, pero suficiente para empujarla hacia atrás. Y en ese instante, casi como un milagro, las puertas del elevador finalmente se cerraron y empezó a bajar…
Quedé casi ilesa, atrapada en ese cubo de metal que descendía lentamente, mientras veía a través de la rendija cómo Mia y Inco quedaban solos, la una desatada en furia, el otro apenas de pie, sangrando, pero todavía resistiendo.
Lo demás era nuevo para mí.
Vi cómo Mia lo insultaba, su voz llena de un odio visceral, maldiciéndolo una y otra vez, mientras continuaba atacándolo sin piedad. Sus garras desgarraban su piel, sus patadas brutales caían sobre su cabeza, y yo solo podía mirar impotente desde abajo, con lágrimas ardiéndome en los ojos.
Hasta que, finalmente unos 30 segundos despues, apareció el profesor Iadakan. Con desesperacion, sacó un taser y lo descargó contra Mia. Su cuerpo convulsionó y cayó inmóvil, con un gruñido final.
Y entonces la grabación terminó.
Todos en la sala estaban horrorizados. Algunos apartaron la mirada, otros llevaban las manos a la boca intentando no gritar. El silencio se rompió con un alarido desgarrador: vi cómo el señor Nito detuvo a su esposa, que se lanzó hacia adelante gritando que iba a matar a esa bastarda. Por poco la sacan del tribunal, pero el juez, con un gesto de empatía, esperó a que se calmara antes de continuar con el juicio mientras la mujer se ponía las manos en el rostro entre lágrimas.
El Juez miró directamente al abogado defensor con un gesto de severidad y, con voz cargada de ironía, soltó:
—Proceda con su defensa… Y espero que obre un milagro…
El abogado, que hasta ese momento había estado sudando frío y jugueteando nerviosamente con sus papeles, se aclaró la garganta y levantó la voz con un tono inseguro, aunque intentaba sonar firme:
—Quiero llamar a Mia Moretti al estrado para que nos cuente su versión de los hechos…
Un murmullo recorrió la sala, la tensión se podía cortar con un cuchillo. El Juez le lanzó una mirada a uno de los oficiales, un gesto breve que bastó para que el hombre se pusiera en movimiento. Salió unos segundos y regresó escoltando a Mia, quien vestía el clásico traje naranja de presidiaria. Su andar no reflejaba arrepentimiento, sino una especie de orgullo retorcido, como si disfrutara la atención que todo el tribunal le prestaba.
El sheriff Steven se acercó, solemne, sosteniendo la Biblia. Se paró frente a Mia y extendió el libro con las manos firmes, mientras el juez recitaba la fórmula con voz grave:
—¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad?
Mia inclinó la cabeza levemente y, con un tono juguetón y casi burlón, respondió:
—Lo juro…
Esa palabra resonó en mi cabeza como un insulto. El sheriff, con el ceño fruncido, regresó a su lugar, visiblemente incómodo con la actitud de Mia. El abogado defensor carraspeó y, con una voz temblorosa, le indicó:
—Podría contarnos su versión de los hechos…
Mia alzó el mentón, acomodó su postura como si estuviera en un escenario y, con un cinismo que helaba la sangre, soltó:
—Inco me atacó sin razón mientras charlaba con Olivia. Yo solo tuve que defenderme, y en el forcejeo lo terminé lastimando… sin querer tuve que devolverle los golpes, ya que él no dejaba de atacarme, claro. Fue defensa propia. Inco es quien debería ser juzgado, no yo. Yo soy la verdadera víctima, la violentada primero…
Su voz rebosaba sarcasmo, cada palabra un dardo venenoso. Mi estómago se revolvió, y apreté los dientes con fuerza. ¡Mentira! ¡Todo es una maldita mentira!
El fiscal, que llevaba una sonrisa apenas perceptible como si estuviera esperando ese momento, levantó la mano con calma:
—¡Protesto! —su voz retumbó en la sala—. Pues nada de eso está en el video. Especifique mejor su testimonio, señorita Moretti.
El juez entrecerró los ojos, evaluando cada movimiento de Mia.
—Explique por qué su testimonio es tan diferente al video, señorita…
Mia sonrió con malicia, enseñando apenas los dientes, y respondió con desdén:
—O sea, jelou… existe la I.A. y herramientas de alteración tan potentes hoy en día que ni siquiera sabemos si lo que vemos es real…
Una risa nerviosa brotó en algunos rincones de la sala, pero el fiscal apenas contuvo la carcajada con un gesto serio.
—Su señoría, el video no fue alterado en lo más mínimo. Fue una grabación tomada de la misma base de datos de la escuela, que por cierto alguien intentó borrar. Pero, por suerte, alguien había guardado una copia y la filtró…
El juez arqueó la ceja, interesado, y preguntó con voz seca:
—¿Saben quién lo hizo, señor Edgeworth?
El fiscal asintió con calma, disfrutando del momento.
—Será el siguiente testigo que quiero llamar: Ben McKnight…
Sentí cómo se me crispaba todo el cuerpo. Apreté los dientes hasta dolerme la mandíbula. Ese puto traidor de mierda…
Mia se levantó del estrado y fue escoltada hacia un lado, mientras Ben subía con paso inseguro. Llevaba la cabeza erguida, pero sus ojos evitaban mirar al público. El sheriff le acercó la Biblia y repitió el procedimiento. Ben, con un suspiro pesado, juró.
El fiscal se levantó de su asiento y se acercó con calma estudiada, como un depredador que olfatea a su presa.
—¿Para usted la acusada le parece una buena persona? —preguntó con tono directo, casi provocador.
El abogado defensor saltó inmediatamente de su asiento, agitando los brazos.
—¡Objeción, su señoría! Es irrelevante…
El juez golpeó suavemente el estrado con su martillo, cortando la tensión.
—Al lugar. Conteste la pregunta, señor McKnight…
Ben cerró los ojos un momento, como si buscara el valor para hablar. Luego, con voz temblorosa, pero tratando de sonar convencido, dijo:
—Ella es un ángel… por algo me enamoré de ella. Estoy seguro que si ella atacó a Inco debió tener un motivo de fuerza para hacerlo. Concuerdo con ella en que el video fue alterado…
La sangre me hervía. Apreté los dientes tan fuerte que sentí que me iba a partir una muela. Un puto perro faldero… como siempre… incapaz de ver la realidad, siempre arrastrándose detrás de ella.
El fiscal, imperturbable, sacó unas carpetas y se las pasó al juez.
—Evidencia B: encubrimiento. La razón por la que Mia Moretti, a pesar de que era una bomba de tiempo, siguió estudiando en esa escuela fue porque el testigo cubrió varios delitos realizados por la acusada: extorsión, violencia, incluso daño psicológico entre muchos otros. Aunque no es el único culpable; en estos momentos la directora se encuentra en proceso de juicio por corrupción y desvío de fondos, tanto él como la propia…
El abogado defensor golpeó la mesa y gritó desesperado:
—¡Objeción, su señoría! ¡Esto no tiene nada que ver con el juicio actual!
El juez entrecerró los ojos y se inclinó hacia adelante, mirando al fiscal con seriedad.
—Argumente por qué esto es relevante, fiscal.
El raptor asintió con firmeza, sin perder su tono seguro:
—Simple. Para desmentir el testimonio del señor McKnight. Su palabra no tiene valor alguno a sabiendas de que intentó encubrir a la acusada, incluso eliminando evidencia…
El silencio cayó como una losa. Pude ver cómo Ben se ponía las manos en la cabeza, desesperado, intentando calmarse mientras la sala entera lo miraba con desprecio. Sus hombros temblaban, su respiración era errática, y por primera vez lo vi sin esa falsa seguridad.
El juez entrelazó las manos sobre el estrado, su mirada inquisitiva se posó en el fiscal y con voz grave preguntó:
—¿Tiene evidencias?
El fiscal asintió lentamente, como si hubiera estado esperando con paciencia ese instante. Con un movimiento calculado encendió de nuevo el proyector. La pantalla iluminó toda la sala y, de pronto, apareció una grabación en un ángulo preciso, casi quirúrgico. Ahí, frente a todos, se veía a Ben McKnight accediendo a la base de datos de la escuela. Sus manos temblorosas borraban una a una todas las grabaciones de aquel fatídico día.
El silencio fue roto por un murmullo ensordecedor. El público no podía creer lo que veía; las voces crecieron como un oleaje de indignación, acusaciones susurradas y exclamaciones de sorpresa se mezclaban en el aire. Yo sentí un nudo en el estómago, mi respiración se volvió pesada, y apenas pude apretar los apoyabrazos de mi silla de ruedas.
El juez golpeó la mesa con el mazo, su voz retumbó con furia:
—¡Orden en la sala!
La autoridad en su tono obligó a todos a callar de inmediato. El eco del golpe aún resonaba en las paredes cuando el abogado defensor, sudando y con la voz quebrada, intentó interponerse:
—Su… su señoría, esa evidencia es…
El fiscal lo interrumpió sin miramientos, levantando un dedo con firmeza y una mueca de seguridad en el rostro:
—También tengo al testigo que me proporcionó este video.
La sala volvió a murmurar, expectante. El juez se inclinó hacia adelante y, con tono solemne, ordenó:
—Llámelo, señor fiscal.
El fiscal, con un leve asentimiento, dijo con voz firme:
—Quisiera llamar al estrado al señor Trent Iadakan…
Sentí como si el aire se espesara en el lugar. Ben, al escuchar ese nombre, se desmoronó visiblemente. Regresó a su asiento con una obvia consternación, sus labios se movían en un susurro inaudible, como si repitiera “no puede ser, no puede ser”. Estaba pálido, derrotado, con la certeza de que todo había terminado para él.
El profesor Iadakan apareció entre la multitud, caminando con paso sereno. Al pasar junto a mí, se inclinó y me rodeó con un abrazo cálido.
—Lamento mi ausencia y llegar tan tarde…—me susurró al oído con un tono lleno de sinceridad—. Tenía que conseguir toda la evidencia…
Cerré los ojos un instante y sentí una lágrima contenida amenazar con salir. Él me soltó con suavidad y continuó su camino. Al pasar al lado de Ben, se inclinó levemente y, con voz baja pero firme, le murmuró una sola frase que me heló la sangre:
—Me decepcionas…
Ben tragó saliva, bajó la cabeza y se encogió en su asiento como un niño atrapado en medio de una mentira descubierta.
Iadakan subió al estrado. El sheriff se acercó con la Biblia y, tras el juramento de rigor, el fiscal tomó la palabra.
—Señor Iadakan, ¿podría explicarnos por qué capturó esta evidencia y cómo lo hizo?
El profesor asintió, su rostro estaba marcado por la seriedad.
—Simple —comenzó—. Todos los involucrados debían pagar por sus actos. El mismo día en que llamé a la policía y emergencias, después de inmovilizar a Mia con el teaser y dejarla atada, apliqué los primeros auxilios a Inco hasta que los paramédicos llegaron para auxiliarlo. Sabía que la situación era demasiado turbia, así que guardé una copia del video de la cámara de seguridad en ese mismo instante. Posteriormente coloqué una cámara propia, porque intuía que el joven McKnight intentaría deshacerse de la evidencia. Cada pieza de prueba era vital, considerando a quiénes nos enfrentábamos… aunque, en el fondo, hubiese preferido no tener razón, le tenía fe al Joven Mknight.
Se escucharon murmullos de aprobación entre algunos asistentes, pero la mayoría guardaba silencio, atentos. Yo lo miraba con el corazón encogido. Él estuvo ahí… él vio cómo todo se salía de control. Y mientras tanto, Ben… Ben solo pensaba en proteger a Mia.
Iadakan continuó con voz firme, sin apartar la mirada del fiscal:
—Y debido al poder que tiene la familia Moretti, decidí publicar el video en línea como un segundo lugar para guardarlo por seguridad. Ni yo esperaba que se hiciera tan viral, pero… fue lo mejor que pudo ocurrir. Así nadie pudo ocultar la verdad.
La tensión aumentó de golpe. Sentí el peso de la mirada de Mia: una mirada cargada de odio puro, fija en el profesor, como si quisiera atravesarlo con la vista. Sus ojos destilaban un veneno que me recorrió la piel.
El juez asintió lentamente y, tras un silencio cargado de gravedad, dictó su orden con voz inapelable:
—Bien. Oficiales, escolten al señor McKnight a una celda. Él merece ser procesado por el crimen de encubrimiento, en otro juicio considerando la nueva evidencia.
El crujido metálico de las esposas resonó en la sala. Uno de los oficiales se acercó a Ben, le sujetó las muñecas y lo levantó casi a la fuerza. Ben no opuso resistencia; sus hombros caídos y la expresión de derrota absoluta lo decían todo. Lo escoltaron hacia la salida, con el ruido de los pasos pesados marcando cada segundo de su caída.
Vi cómo la mirada altanera de su padre, sentado unas filas más atrás, se desmoronaba en cuestión de segundos. Ese orgullo que siempre mostraba se derrumbó, reemplazado por una expresión de desesperación pura, un rastro de incredulidad y dolor.
El profesor Iadakan, después de testificar, se sentó a mi lado sin decir nada por unos segundos, solo me tomó la mano con suavidad, transmitiéndome una calma que yo no podía encontrar por mí misma. Su gesto silencioso valía más que mil palabras, y por primera vez en días, pude tener algo de paz mental.
El juez dijo con un tono grave, casi solemne: —¿Algo más que decir, abogado?
El hombre frente a él apenas podía mantenerse erguido, el sudor resbalaba por sus sienes y su rostro estaba pálido como si fuese a desplomarse en cualquier momento. Movió los labios sin que saliera palabra alguna, tragó saliva y al final se dejó caer lentamente en su asiento, derrotado, casi inconsciente. El silencio en la sala era pesado, opresivo, solo interrumpido por el sonido lejano de una pluma cayendo de algún escritorio.
El juez, con los ojos cansados y cargados de severidad, dirigió entonces su mirada a Mia. La observó en silencio unos segundos, como si tratara de encontrar algo humano en su expresión. Finalmente habló: —Sinceramente, señorita Moretti, su actitud no la está ayudando en lo absoluto. Veo claramente el nulo arrepentimiento en sus actos, la soberbia que refleja cada uno de sus gestos. A sabiendas de la horrible naturaleza del crimen y de la contundencia de las pruebas presentadas, me veo en la obligación de darle la pena máxima. La declaro culpable de homicidio en primer grado… cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Un murmullo recorrió la sala como un eco. Algunos se cubrieron la boca, otros se miraron entre sí, pero Mia, fiel a esa maldita actitud que siempre la había caracterizado, permaneció impasible, con el mismo gesto altanero, como si nada de aquello le importara. Ni siquiera pestañeó.
—¿Nada que decir, señorita Moretti? —preguntó el juez, con un dejo de incredulidad.
Ella simplemente se encogió de hombros, con una sonrisa torcida que me revolvió el estómago. Mi pecho ardía de impotencia. Sentí que el aire se me iba, como si cada segundo de silencio suyo fuese un veneno que me consumía.
Se levantó lentamente de su asiento y yo, casi sin pensarlo, moví mi silla hacia adelante. Mi voz quebrada rompió el ambiente: —Señor Juez… ¿me permite decir unas palabras?
El hombre me miró, primero con duda, luego con algo que parecía compasión. Al final, asintió en silencio.
Me giré hacia ella, y me acerqué un poco asegurándome de quedarme a la suficiente distancia de iadakan o cualquier otra persona, clavando mis ojos en los suyos. Mis manos temblaban, no sabía si de miedo, de rabia o de ambas cosas. —¿En serio no te das cuenta de tu situación? —mi voz se quebró a mitad de la frase, pero logré recomponerla—. ¿No te arrepientes de lo que hiciste?
Todos en la sala se giraron hacia Mia, esperando alguna reacción, quizá un destello de remordimiento, una palabra que diera una mínima señal de humanidad. Pero lo único que hizo fue ladear la cabeza y soltar una risa seca, áspera.
—Bueno —dijo con un tono burlón que me heló la sangre—, me dieron “cadena perpetua”. Aunque sé que mi padre me sacará en tiempo récord. Así que te lo diré… solo me arrepiento de no haberte matado también.
Mis piernas se aflojaron. Sentí que la sangre me hervía en las venas. El juez golpeó su mazo con fuerza, su voz se elevó, más furiosa que antes: —¡Cadena perpetua y diez años adicionales!
Mi ira explotó. Mi odio, mi dolor, todo lo que había intentado contener, se desbordó de golpe, sabía que sus palabras no eran vacías, la gran confianza con lo que lo dijo y que a pesar de esta condena la posibilidad que ella encontrara la forma de salirse con la suya ahí estaba, el sistema ya me había fallado y a Inco… ¿Qué me hacía creer que la justicia realmente existía?
Sentí un zumbido en mis oídos, como si la realidad misma se distorsionara alrededor de mí. Y entonces, estaba ese factor, hoy por primera vez en mi vida, decidí aprovecharme de mi condición a regañadientes…
Nadie me había revisado cuando entré. Nadie sospechó, que la pobre invalida y pude traerme un objeto en mi chamarra sin que nadie lo notará...
Con un movimiento rápido, casi automático, saqué de mi chamarra lo que había estado ocultando todo este tiempo… un pequeño regalo de mi padre.
Recuerdo perfectamente cuando me lo dio en mi cumpleaños número dieciocho. Sus palabras retumbaron en mi mente como si las estuviera repitiendo en ese preciso instante: “Esto no te lo doy porque te vea menos hija. Te lo hubiera dado independientemente de tu condición. Es para que lo uses para defenderte en un momento de peligro extremo…”
Me dolió pensar que había desobedecido la intención detrás de ese regalo. Me arrepentía de no haberla llevado conmigo ese día, de no haber tomado esas palabras en serio, de haber creído que nunca sería necesario llegar a esos extremos.
Pero ahí estaba, en mi mano temblorosa, más real que nunca.
Un revólver.
El metal frío me devolvió un eco de todas las enseñanzas que mi padre me había dado cuando era más pequeña. Cómo sostenerlo, cómo apuntar, cómo disparar… cosas que pensé que jamás utilizaría en serio.
Nadie se lo esperaba. Nadie alcanzó a reaccionar.
Mi dedo apretó el gatillo, un único disparo retumbó en la sala como un trueno imposible de ignorar. Vi el fogonazo iluminar su rostro por un instante, y después… silencio.
La bala atravesó el cráneo de Mia de lado a lado, sus sesos salieron volando por todos lados, y cuando cayó al piso note que le había dejado un agujero tan grande que no había posibilidad alguna de que sobreviviera. El eco del disparo aún resonaba cuando todos empezaron a gritar, pero para mí, el mundo ya se había apagado.
Y ahí, en ese instante… mi mente terminó de quebrarse, todo había terminado...

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