Chapter Text
En Krypton, cada respiración era un canto a la perfección.
Columnas de cristal se alzaban hacia cielos atravesados por los anillos de luz de Rao, el sol sagrado que bañaba a su pueblo con dones imposibles.
Alfas y Omegas poderosos dominaban con su fuerza, con el cuerpo y con la mente, elevando a su sociedad a una altura donde nada parecía alcanzarlos.
No conquistaban mundos. No sometían especies. Su orgullo estaba en algo más esencial y vital: el linaje.
Rao les había bendecido con fuerza, con ingenio, con belleza… y con el deber de preservar esa gloria en cada generación.
Para ello existía el ritual más antiguo de su civilización: la cacería estelar.
Los jóvenes de casas nobles, al alcanzar la mayoría de edad, emprendían un viaje hacia otras galaxias. Allí buscaban Alfas y Omegas de razas lejanas, seres con una biología compatible, en donde solo los dignos eran tomados como consortes.
No les importaba mezclar su sangre: lo único que deseaban era que sus crías fueran guerreros invencibles, líderes capaces de defender Krypton en caso de guerra.
Y ahora, había llegado el turno del hijo de la Casa de El.
Jor-El, vestido con la armadura de su linaje, caminaba junto a su hijo a través de los corredores iluminados por cristales de energía.
El padre lo observaba con orgullo, los ojos brillando con un fuego que apenas contenía.
—Kal-El… —su voz resonó, grave, solemne—. Rao te ha bendecido como no lo ha hecho con ningún otro en eras. No eres Alfa. No eres Omega. Eres Enigma, y tu deber está más allá de cualquier guerrero o de cualquier madre de Krypton. Rao mismo te reclama.
Jor-El se detuvo ante las puertas del observatorio, que se abrieron como pétalos de cristal. Afuera, el cosmos palpitaba. La ciudad flotaba sobre pilares de roca, bañada en la marea rojiza de Rao que se ocultaba en el horizonte.
—Debes formar un harén, hijo mío. Uno digno de un dios. Alfas de mundos distantes con una fuerza inimaginable. Omegas con vientres benditos. Cada uno de ellos será un pilar para tu descendencia. Tu sangre debe convertirse en ejército.
Kal-El no respondió de inmediato, siguiendo los pasos de su padre en perpetuó silencio. Sus manos se cerraron sobre los barrotes de cristal, su mirada perdida en el abismo estelar.
En el reflejo, sus ojos contenían tanto la calma del cosmos como su furia.
—Un harén… —repitió en voz baja, casi con desdén.
Detrás de ellos, Lara se había mantenido en silencio. Su figura esbelta, envuelta en túnicas blancas, dio un paso al frente.
Sus feromonas, suaves pero firmes, impregnaron la estancia como una brisa cálida. Una Omega de Krypton no era frágil: Lara podía doblegar ejércitos con su sola voluntad.
—Jor-El… —su tono fue un reproche apenas audible, pero lo bastante para que su hijo lo notara—. Sabes que Kal no comparte ese destino.
El príncipe apartó la vista del cielo y la dirigió hacia su madre. Un destello de complicidad cruzó entre ambos, un secreto compartido en silencio durante años.
Kal-El inspiró hondo. Rao descendía hacia el otro lado del planeta, bañando las torres en tonos escarlata y dorado. El ciclo se cerraba, y con él, un capítulo de su vida.
Había sido entrenado toda su vida para un propósito, pero no lo compartía.
—No tendré un harén —dijo al fin, su voz grave, cargada de certeza.
Jor-El lo miró, incrédulo. La bendición que Rao había otorgado con orgullo a su familia no debía ser tomada a la ligera.
—¿Qué has dicho?
—No tomaré docenas de cuerpos como si fueran trofeos de caza. No necesito un ejército de hijos para probar mi fuerza. —Sus ojos azules, oscuros como el firmamento, destellaron con una luz desconocida—. Encontraré uno. El más fuerte del universo. Y ese será suficiente.
Un silencio espeso cayó sobre el observatorio. Los sirvientes se arrodillaron, temerosos del pulso de energía que emanaba del Enigma.
Incluso Jor-El, por un instante, sintió que Rao mismo observaba a su hijo a través de esos ojos.
Lara sonrió apenas, un gesto tenue, orgulloso.
Kal-El volvió su atención al cielo, a las galaxias que esperaban más allá de Krypton. En su pecho, el poder vibraba, reclamando.
Un viaje estaba por comenzar.
...
El cielo de Krypton ardía en tonos carmesí.
Los anillos de energía que envolvían el planeta con un resplandor solemne, como si el mismo Rao inclinara su rostro para presenciar la ceremonia.
Cada ciclo, cuando un hijo de noble casta emprendía la cacería estelar, las ciudades enteras se vestían de cristal y fuego para despedirlo.
La explanada central de Kandor estaba colmada. Alfas con armaduras bruñidas, Omegas envueltos en túnicas de hilo solar, Betas en lo alto de las torres portando antorchas de energía pura. El aire mismo ardía con feromonas entrelazadas en un cántico de respeto, devoción y obediencia.
El estruendo de los cuernos de guerra anunció la llegada de la Casa de El.
Jor-El encabezaba la procesión, su capa blanca ondeando como si un viento invisible lo siguiera. A su lado, Lara caminaba con el porte de una Omega que no conocía la sumisión, sino la fuerza de quien había llevado a Krypton en su vientre. Y detrás de ellos, con pasos firmes que resonaban sobre el mármol cristalizado, avanzaba Kal-El.
Los murmullos recorrieron la multitud al verlo.
—Enigma… —susurraban los guerreros.
—Rao lo ha bendecido… —decían las madres.
—El destino de Krypton está en sus manos. —clamaba el pueblo.
El príncipe vestía la armadura ceremonial, forjada en un metal imposible que absorbía la luz y la devolvía multiplicada en destellos rojos y dorados. Su capa plateada ondeaba a cada paso. No portaba armas: un Enigma no necesitaba mostrar acero para infundir temor.
La procesión se detuvo al pie del Altar de Rao, un coloso de piedra y energía donde la estatua del dios solar se alzaba con los brazos extendidos sobre el pueblo.
A sus pies ardía la Llama Primordial, encendida desde los orígenes de Krypton, jamás apagada ni en catástrofes ni en guerras.
El Sumo Sacerdote, un anciano Alfa de túnicas negras, se inclinó profundamente. Su voz, amplificada por los cristales flotantes del altar, retumbó en cada rincón de la ciudad:
—Hoy, Rao contempla a su hijo. Kal-El de la Casa de El, nacido Enigma, portador de la llama imposible, aquel que puede alterar el orden de las castas. Hoy abandona el regazo de Krypton y parte a reclamar lo que el universo le niega: un consorte digno de su sangre.
El pueblo entero se inclinó, los cuerpos doblándose como un solo organismo, mientras los anillos del cielo se encendían con más intensidad.
Kal-El permaneció erguido. Sus ojos se alzaron hacia la estatua de Rao. Sintió el calor de la llama, el murmullo de millones de feromonas, la expectativa aplastante de un mundo entero sobre sus hombros.
Sus padres se colocaron a sus costados. Con solemnidad retiraron de sus hombros la capa plateada, símbolo de juventud, y la sustituyeron con una capa roja que brillaba como estandarte de guerra. En ella resplandecía el símbolo de la Casa de El, bordado con hilos de sol.
Luego, ellos mismos se inclinaron, agachando la cabeza con reverencia, rindiendo honor no al hijo, sino al futuro que había marcado en él.
El sacerdote alzó un cáliz de cristal que contenía la Sangre de Rao, un líquido ardiente destilado del corazón de los volcanes sagrados. Lo sostuvo frente al príncipe.
—Bebe, heredero. Que Rao bendiga tu viaje y que tus descendientes sean eternos.
Kal-El tomó el cáliz. El líquido abrasó su garganta y encendió sus venas como fuego líquido, estallando en su pecho. Por un instante, la multitud lo vio envuelto en un resplandor imposible: un aura oscilante entre la calma y la tormenta.
Jor-El asintió con orgullo, y Lara esperaba con benevolencia.
—Con este juramento —proclamó el sacerdote—, Rao te concede el derecho a cazar, a reclamar, a poseer. Tu harén será el reflejo de tu grandeza.
Pero antes de que el anciano terminara, la voz de Kal-El atravesó el aire como un rayo.
—No tendré un harén.
El murmullo se convirtió en rugido. El pueblo levantó la mirada, desconcertado. Alfas gruñeron; Omegas se cubrieron el rostro tras sus velos. El sacerdote retrocedió, como si esas palabras lo hubieran herido.
—¿Qué… has dicho, hijo de El?
Kal-El avanzó hasta el borde del altar. Su aura brillaba con más fuerza, y por primera vez, todos comprendieron lo que significaba estar frente a un Enigma: las feromonas se agitaron, los rangos se quebraron, y Alfas y Omegas por igual se inclinaron, no por costumbre, sino por instinto.
—No coleccionaré cuerpos para demostrar mi fuerza. Rao no me creó para desperdiciarme en un harén. —Su voz doblegaba sin buscar imponerse, imponía porque era inevitable
—. Encontraré solo uno. El más fuerte de todos. Y con ese vínculo, Krypton tendrá un linaje que ningún ejército podrá igualar.
Lara cerró los ojos, sonriendo apenas, orgullosa.
Jor-El contuvo la furia en su pecho, sabiendo que ni siquiera él podía desafiar lo que emanaba de su hijo.
Las campanas de energía repicaron. El pueblo no sabía si temblar de miedo o rendirse en veneración.
Y cuando Kal-El extendió la mano hacia el cielo, su cuerpo se elevó. Una nave de guerra descendió, bañada en luz escarlata, lista para llevarlo hacia las estrellas.
El Enigma de la Casa de El había hablado.
Y el universo entero, tarde o temprano, escucharía su voz.
La cacería estelar había comenzado.
Lara lo despidió con la bendición sagrada, sus ojos alzados al firmamento, aguardando la mayor hazaña de su primogénito, que había cargado por años en brazos.
Y así fue como el heredero Kal-El se embarcó en su búsqueda.
Una travesía marcada por los relatos que desde niño había escuchado: conquistas gloriosas narradas junto a las llamas ancestrales, duelos que duraban ciclos enteros, uniones tan férreas que forjaban clanes inmortales.
Pero el camino del Príncipe Enigma fue distinto.
No hubo rival que lo doblegara.
No hubo Omega que soportara su mirada.
No hubo Alfa que resistiera el peso de su instinto.
En el planeta de los guerreros de hierro, los campeones cayeron de rodillas antes siquiera de blandir sus lanzas.
En las lunas de los vástagos acuáticos, los Omegas nadaron hacia él, dóciles, suplicantes, como si su sola presencia los reclamara.
En los desiertos de fuego, los Alfas más salvajes retrocedieron, humillados, incapaces de sostener el contacto con su aura.
Kal-El no sintió orgullo en aquellas victorias. Sintió vacío.
Ciclo tras ciclo, galaxia tras galaxia, su nave surcó horizontes estelares con la misma decepción creciendo en su pecho.
La IA de a bordo, programada con la sabiduría de mil generaciones, registraba cada encuentro en un silencio imperturbable. Mientras tanto, el Enigma se hundía en la certeza de que Rao, en vez de bendecirlo, lo había condenado a una soledad imposible.
Una noche estelar, cuando los cristales de la nave teñían la cabina en tonos azulados, Kal-El habló por primera vez en ciclos enteros:
—Ninguno es digno. Ninguno puede mirarme de frente. —Sus manos se aferraron al borde del panel, la frustración tensando cada fibra de su cuerpo—. ¿Acaso Rao me hizo Enigma para condenarme a vagar sin propósito?
La IA respondió con voz calma, sin emoción:
—Príncipe Kal-El. Hemos recorrido setenta y dos sistemas. Hemos enfrentado ciento treinta y cuatro especies. Las probabilidades de encontrar un consorte equivalente se reducen en cada salto. La estadística indica que el retorno a Krypton es lo más lógico.
El príncipe apartó la mirada hacia el vacío, donde galaxias enteras brillaban como brasas. El regreso significaba aceptar un destino de harén, cuerpos impuestos, un linaje que no deseaba.
Significaba traicionar la promesa que había pronunciado ante Rao.
Entonces, un destello recorrió los cristales. La IA titiló con una nueva variable.
—Sin embargo… existe una anomalía registrada en la Espiral Occidental.
Kal-El frunció el ceño.
—¿Una anomalía?
—Un planeta menor. Catalogado como insignificante por las casas exploradoras. Sus habitantes se autodenominan humanos. Frágiles, longevidad limitada. Su casta biológica: Beta universal.
El príncipe arqueó una ceja, intrigado.
—¿Todos Betas?
—Carecen de feromonas jerárquicas. No poseen dones de Rao. Son débiles, vulnerables. Una especie primitiva al borde de su propia extinción. Sus guerras internas los consumen. Su planeta agoniza por su propia mano.
Kal-El se inclinó sobre el holograma. La esfera azul y verde apareció flotando, envuelta en mares y nubes. Un orbe insignificante. Inútil.
—¿Entonces por qué lo mencionas? —preguntó, con un dejo de ironía.
La IA respondió, imperturbable:
—Su estrella. Clasificación: enana amarilla. Registro: Sol. Una radiación distinta a la de Rao. Los cálculos indican que esa radiación alteraría la fisiología kryptoniana. Incremento potencial de fuerza, velocidad, sentidos y longevidad. En otras palabras… en ese planeta, un kryptoniano sería un dios.
El silencio cayó en la cabina. Kal-El observó el pequeño sol amarillo proyectado frente a él. Sintió, por primera vez en mucho tiempo, una chispa. No esperanza. No fe. Sino curiosidad.
—Un mundo de Betas… —murmuró, con desdén—. Una especie sin valor.
Pero en lo profundo de su pecho, una idea lo atravesó: si ese planeta no le entregaba un consorte, al menos podría darle algo que no había sentido en ciclos enteros: desafío.
Kal-El reclinó su cuerpo en el asiento, mientras la luz del sol amarillo se reflejaba en sus pupilas.
—Muy bien. —susurró, con una sonrisa peligrosa—. Vamos a esa Tierra.
La nave atravesó la atmósfera con un rugido metálico, envolviendo al pequeño planeta azul en un resplandor de fuego. A bordo, Kal-El se inclinó hacia el cristal de observación y, por primera vez, lo sintió: el toque del sol amarillo.
La energía descendió sobre él como un océano desatado. No era la calma solemne de Rao, ni la férrea estabilidad de la radiación roja que lo había alimentado toda su vida. Esto era distinto: vibrante, feroz, salvaje. Cada célula de su cuerpo se encendió, como si el astro mismo quisiera mezclarse con su sangre.
El príncipe Enigma descendió de su nave, dejando que la gravedad lo reclamara. A cada paso en la hierba, sentía el peso ligero del planeta, la brisa que acariciaba su rostro, el murmullo de vidas frágiles a su alrededor. Betas. Todos Betas.
Recordó la humillación de sus viajes: rivales que se arrodillaban antes de luchar, Omegas que se ofrecían dóciles como presas fáciles. Y ahora estaba en un mundo donde no existían castas, donde no había un solo ser digno de Rao. Un planeta muerto en cuanto a propósito.
Y, sin embargo… el sol.
Kal-El cerró los ojos y dejó que la radiación lo llenara. Su respiración se volvió profunda, su pulso atronador. La piel le ardía, los músculos se expandían, los sentidos se desplegaban en infinitas capas.
Cuando los abrió, sus pupilas se contrajeron como las de un depredador.
El salto fue instintivo. La fuerza lo catapultó a los cielos, y una risa inesperada escapó de su garganta. Volaba. Atravesaba montañas y mares en un parpadeo, corría sobre el viento como si el universo entero lo celebrara. Circundó el planeta una, dos, tres veces, hasta que la euforia lo llevó a caer.
El estruendo lo condujo a un lugar distinto: un corazón de sombras. Una ciudad cubierta por nubes pesadas, con rascacielos y un hedor a humo que impregnaba el aire. Sus luces de neón apenas arañaban la oscuridad.
Kal-El descendió suavemente sobre un tejado, observando con ojos agudos. Escuchó gritos lejanos con su nuevo oído agudo, el estrépito del crimen, el pulso de un pueblo que sobrevivía a la penumbra.
—Una ciudad quebrada… —murmuró con fascinación—. Y, sin embargo, tan viva.
Sus instintos se tensaron. No era el eco del miedo ni el olor de la violencia. Era algo más. Una presencia.
Se giró, seguro como un cazador que huele a su presa. Entre las sombras, algo se movía con precisión letal: una figura deslizándose entre tejados, veloz, silenciosa. Atacaba y se desvanecía con la violencia contenida de un depredador.
Kal-El observó con diversión cómo aquel humano enfrentaba a varios de los suyos. Eran violentos, como la IA había dicho, pero aquel no los mataba. Los dejaba tendidos, rotos… pero vivos.
Eso llamó su atención.
Intrigado, descendió unos metros más, flotando en silencio.
La figura alzó el rostro de inmediato, como si lo hubiera sentido. Entonces, con una rapidez que lo sorprendió, lanzó un objeto extraño al cielo. El proyectil cortó el aire directo hacia él.
Kal-El lo esquivó con gracia, el movimiento tan natural como respirar. Y, contra toda expectativa, rió. Una carcajada limpia, feroz. Nadie lo había desafiado así en ciclos enteros.
Curioso, descendió por completo, plantándose frente a aquella sombra.
Lo recorrió con la mirada sin disimulo: traje oscuro delineando músculos tensos, un cuerpo entrenado al límite, la respiración contenida de un guerrero. El rostro, oculto tras la máscara, sólo revelaba dos ojos fijos en él, duros como acero.
—Interesante… —murmuró Kal-El, con una sonrisa torcida.
Y así comenzó el juego.
Con la elegancia marcial de su linaje, el kryptoniano lanzó el primer ataque.
Sus movimientos no eran meras embestidas: cada golpe llevaba la herencia de generaciones guerreras, perfeccionada ahora por la fuerza bruta que el sol amarillo derramaba sobre su cuerpo. Ráfagas de velocidad rasgaron el aire; los puños descendían como martillos capaces de pulverizar huesos y acero por igual.
Pero, para su creciente asombro, la figura esquivaba cada intento con precisión. Se deslizaba entre sus ataques como si pudiera anticiparlos, como si conociera el ritmo de sus músculos antes incluso de que estos se tensaran. Era como pelear contra una sombra que respiraba al compás de su propio instinto.
Kal-El no buscaba matarlo. No todavía. El combate lo embriagaba demasiado. Había algo hipnótico en esa resistencia, en el descaro de aquel humano que no se arrodillaba ni temblaba. Fascinante. Demasiado fascinante.
Decidió aumentar la apuesta. Inhaló con violencia y se lanzó a una velocidad imposible, trazando un arco letal para sorprenderlo.
El aire estalló en torno a él, pero entonces ocurrió lo impensable.
Un golpe.
Seco.
Certero.
Directo.
El puño de la sombra impactó en su boca con una fuerza milimétrica, tan precisa que la vibración recorrió su cráneo y un hilo de sangre se deslizó lentamente por la comisura de sus labios.
Kal-El se quedó quieto, atónito, con la humedad caliente resbalando por su piel. Una sensación que ardía como una brasa viva.
Jamás… nunca jamás nadie lo había herido.
Y mientras él probaba por primera vez el sabor metálico de su propia sangre, la sombra ya se escabullía entre las azoteas, desvaneciéndose en la penumbra sin mirar atrás.
El príncipe pasó la lengua por el labio ensangrentado y, en lugar de ira, una sonrisa ancha y peligrosa iluminó su rostro.
—¿Quién eres tú? —susurró, con el corazón latiendo al ritmo de la lava misma de Rao.
La ciudad permanecía muda. El humo de los callejones se arrastraba como si intentara ocultar a la figura que lo había desafiado.
Suspendido en el aire, Kal-El miró el rastro rojo en su pulgar. Su propia sangre. La observó como si fuese un tesoro, incrédulo y extasiado.
Por primera vez en toda su existencia, alguien lo había alcanzado.
El recuerdo del impacto lo atravesó: la precisión, la fuerza calculada, el ángulo imposible. No había sido un golpe desesperado, sino la acción de un guerrero que había leído cada movimiento suyo, que lo había comprendido y cortado con una frialdad inhumana.
Kal-El sonrió de nuevo, y sus ojos se encendieron con un fulgor febril.
—Que belleza… —murmuró, la palabra arrastrándose con el acento grave de su lengua natal.
Alzó la vista hacia los tejados, buscando entre las luces intermitentes y los destellos de neón. Nada. Solo quedaba el eco de la figura encapuchada, un recuerdo borroso de músculos tensos bajo un traje oscuro, una silueta que jamás revelaba el rostro.
¿Qué criatura se oculta bajo esa máscara?
La pregunta retumbó en su mente. Y ya no era solo curiosidad: era hambre.
Kal-El descendió suavemente hasta una cornisa, sus botas rozando el concreto como si intentara absorber las huellas de su adversario. El suelo aún vibraba con la resonancia de aquellos pasos, como si la ciudad misma lo recordara.
“No puede ser humano”, pensó, aunque todo indicaba lo contrario. Ningún hombre debía ser capaz de resistirlo, de esquivar embates que rozaban la velocidad de la arrogancia.
Y, sin embargo, lo había hecho.
Una chispa peligrosa creció en su sonrisa, como si en esa herida diminuta hubiera germinado algo mucho más vasto.
El sol le había regalado poder. Pero esa noche, Gotham le había dado algo más: propósito.
Elevó el vuelo con calma, contemplando la ciudad como un océano de luces y respiraciones. Millones de almas, millones de latidos. Pero solo uno le interesaba. Solo una sombra había osado trazarle sangre en los labios.
Cerró los ojos y dejó que el viento lo golpeara, sabiendo que su presa seguía allí, oculta en el vientre de la ciudad.
Cuando los abrió de nuevo, brillaban con un fulgor distinto. Ya no eran los ojos de un príncipe alienígena asombrado por el sol. Eran los ojos de un cazador.
—Mi cacería apenas comienza… —susurró con un deleite que helaba el aire.