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Un poco loco

Summary:

Colección de oneshots de Coco.

Miguel, Dante, Héctor, Imelda, Coco, Ernesto...

¡Espero sean de su agrado!

Notes:

La mayoría de los capítulos se escribieron antes del estreno internacional de la película, por lo que es probable que cualquier canon posterior puede no estar considerado, por ejemplo, lo que haya salido en los cortos de Disney+ o en algunos libros.

Chapter 1: Ático

Chapter Text

“Recuérdame.
Hoy me tengo que ir mi amor, Recuérdame
No llores por favor
Te llevo en mi corazón y cerca me tendrás…”

Esa era la canción más popular de su ídolo, Ernesto de la Cruz. A él le encantaba pero siempre había sentido la necesidad de cantarla un poquito diferente.
Quizá era porque él quería darle su propio sello, algo que lo hiciera distinguirse de los demás. O tal vez fuera porque él también quería componer sus propias melodías.

Esa idea le dibujó una enorme sonrisa en los labios y comenzó a tocar con más ahínco hasta que escuchó un ruido en la madera y volvió la vista al lugar de donde había provenido el sonido, sólo para encontrar a Dante atorado al querer entrar.

Lo apresuró y el Xoloitzcuintle pronto se encontraba lamiéndole todo el rostro con su peculiar lengua.

Pasada la emoción del saludo del día, Miguel tomó de nuevo su guitarra y comenzó a rasgar las cuerdas suavemente.
A pesar de que “Recuérdame” era más alegre cuando Ernesto la interpretaba, la letra se le hacía especialmente nostálgica a Miguel que siempre comenzaba a tocarla con ritmos más suaves antes de llegar a su alegría característica.

A media canción Dante se acercó a lamerle el rostro de nueva cuenta haciendo que se fuera de espaldas sobre el suelo de madera.

Entre risas, baba y abrazos logró quitárselo de encima. Dejó la guitarra y acomodó unas cuántas cosas antes de salir de su escondite para jugar con Dante en la calle un rato antes de que su abuela, Mamá Elena, lo llamara a comer.

—¡Vamos amigo! Una carrera hacia el portón.

Dante se adelantó ganando y Miguel le dio una galleta que guardaba en su pantalón desde el desayuno, precisamente para cuando saliera a jugar con su mejor amigo.

Chapter 2: Promesa

Summary:

La despedida más dolorosa para Imelda.

Notes:

Me pidieron algo de angst y salió esto.
SPOILERS!!

Chapter Text

Ernesto, ese nombre ya le causaba migraña cada que Héctor lo menciona. Ernesto esto, Ernesto lo otro, Ernesto dice…

Ella entendía que su marido y Ernesto eran amigos desde que eran un par de chiquillos desastrosos que pasaban la tarde improvisando con sus guitarras en el tejado, pero eso y que Ernesto se metiera tanto en los asuntos familiares cuando no lo llamaban, eran cosas completamente diferentes.

Pero la gota que derramó el vaso de su paciencia fue aquella noche en que Héctor invitó a cenar a su amigo de toda la vida y éste invitado malagradecido hizo bastante para ganarse el eterno desprecio de Imelda insinuando en que debían salir de gira y probar suerte en el mundo de la música lejos del pequeño y pacífico pueblo de Santa Cecilia.

Ella y Héctor llevaban poco más de un año de casados y ella además traía encima siete meses de embarazo. Era obvio que Ernesto lo decía porque sería imposible para una madre con un recién nacido seguirle el paso a ellos dos, sobre todo por las incomodidades y peligros que había en un viaje alrededor de todo el país, como ese descarado había sugerido.

Afortunadamente su marido le dio su lugar como era debido, diciéndole, mejor dicho, casi gritándole a Ernesto que era imposible que él dejara a su esposa en esas condiciones, y que mucho menos pensaba estar lejos de su adorada bebé, porque Héctor insistía en que el vientre hinchado de Imelda era demasiado bonito como para que fuera el de un niño.

Esa noche durmió con una enorme sonrisa en los labios mientras se hacía un espacio entre los brazos de Héctor.

—————

Era imposible no notar la felicidad con la que él le hacía cariñitos a su panza cuando creía que ella estaba dormida.

Tampoco el cómo se levantaba en medio de la noche para cantarle canciones de cuna a la pequeña y adorable bebé con tal de dejar a su esposa descansar un poco mas durante todo el primer año de Coco.

Obviamente él era el padre más orgulloso de todos cuando la tercer palabra que Coco aprendió a decir fue “guitarra”, o al menos fue algo muy similar a esa palabra en balbuceos de bebé.

Pero también era el esposo más romántico de todos, porque de la nada solía aparecerse por la cocina para hacerla cantar y bailar mientras cuidaba que el arroz no se le fuera a batir.

Era impensable que él las fuera a abandonar, pero entonces sucedió.

El restaurante en donde él trabajaba fue incendiado por un ajuste de cuentas que el dueño se traía con un hacendado a las afueras del pueblo, y fue cuando Ernesto volvió a meter su cuchara en el asunto. Ésta vez cosechando los frutos de tanto insistir con el tema de la gira.

Después de discutir ampliamente sobre el tema, Imelda accedió a que Héctor mantuviera un empleo como músico en las diferentes cantinas de Santa Cecilia y pueblos aledaños. Ese fue el inicio del final.

Mientras Coco crecía y se aprendía las canciones de su padre, éste comenzaba a pasar más y más tiempo lejos de Santa Cecilia.

Imelda optó por confrontarlo en una de esas ocasiones, y la bomba explotó. Se gritaron cosas horribles y Héctor le cantó “Recuérdame” una última vez a Coco antes de salir por la puerta con una maleta ligera en una mano y su guitarra en la otra.

Se detuvo bajo el marco de la puerta y volvió su vista atras.

—Ustedes siempre serán mi más grande amor, Imelda. Pero quiero ir tras mi sueño.

Imelda se plantó con firmeza y frunció el entrecejo.

—Será mejor que te marches antes de que yo misma te corra a escobazos.

Él sabía que ella estaba furiosa si no se había referido a él por su nombre. Hécto sonrió con tristeza.

—Volveré por ustedes. Te amo.

Quizás el recuerdo de Héctor dolería menos si él se hubiera marchado sin mirar atrás, enojado y gritando como loco, en lugar de que su última imagen fuera la del amor de su vida sonriendo amargamente mientras hacía una promesa que nunca cumpliría.

Porque las promesas que no se cumplen duelen más cuando llevan un “te amo”.

Chapter 3: Kiosco

Summary:

Tocando canciones en el Kiosco de la Plaza del Mariachi, uno puede tener encuentros que te marquen para siempre.

Notes:

Un poco de romance para compensar el angst del capítulo pasado
SPOILERS!!

Chapter Text

Héctor y Ernesto se habían esforzado muchísimo para poder presentarse en el festival del día de las madres, con quince años y el pecho repleto de sueños de grandeza, se plantaron en el kiosco a tocar un par de canciones.

Ernesto era especialmente popular entre las muchachas, por su voz profunda y su cuerpo fornido, solía lanzar guiños y sonrisas coquetas a sus espectadoras. Pero Héctor era el genio que hacía magia con las cuerdas de su guitarra, dotado de un carisma contagioso, él era el alma de cualquier fiesta, poniendo a cualquiera a bailar y, como era en esa ocasión, alentando a la multitud para acompañarlos con sus palmas.

Fue ahí, cuando Ernesto le echó el ojo a una jovencita y le lanzó un guiño bastante atrevido que la hizo acercarse al escenario con mirada asesina.
Héctor la vio, y temiendo por la vida de su mejor amigo, se interpuso en su camino con su sonrisa sincera invitándola a bailar para poder sacarla del escenario de forma discreta.

Le sonrió con desbordante alegría al interceptarla y ella terminó por corresponderle la sonrisa mientras Héctor daba vueltas a su alrededor tocando la guitarra. Le levantó las cejas de forma juguetona sacándole una risa, mientras ella con gracia y delicadeza dio un par de vueltas sobre sí para corresponder a los pasos de Héctor y finalmente desaparecer del escenario.

Cualquiera pensaría que todo quedó ahí, en un simple momento divertido durante una presentación. Por eso Ernesto se extrañó muchísimo cuando al día siguiente vio a Héctor preguntando por todas partes si alguien sabía el nombre de la muchacha de vestido morado que había subido al kiosco durante su presentación.

Ernesto no le dio importancia, aún cuando Héctor lo mandó por un tubo con sus planes del día para seguir buscando a la joven.

Cerca del ocaso Héctor se quedó sentado a la sombra del kiosco cantando un par de canciones para matar el tiempo, pues los pies ya le ardían de haber estado preguntando por todos lados el paradero de aquellos ojos café que lo habian hechizado.

Fue entonces que tocando los acordes de la Llorona, escuchó una hermosa voz que lo hizo buscar rápidamente con la mirada, para encontrarse con que ella estaba ahí, en el kiosco cantando y con la mirada fija en él. Héctor se puso de pie con cuidado y siguió tocando hasta poder subir al kiosco a encontrarse con ella. Cuando la melodía terminó él estaba seguro de que se había enamorado de la persona correcta.

Las palabras se le atoraron y no pudo decir nada coherente, pero fue ella quién se plantó frente a él e inició la conversación.

—Todos en el pueblo dicen que estuviste todo el día buscándome.

Ahora Héctor entendía cómo era posible que en un pueblo nadie supiera donde encontrar a la joven más hermosa que él hubiera visto en su vida.

—Ayer no tuvimos oportunidad de presentarnos —. Explicó sacándose el sombrero —. Me llamo Héctor.

—Lo sé —confesó ella sabiendo que llevaba la ventaja —te la pasas tocando la guitarra con el idiota de Ernesto.

El comentario tomó a Héctor con la guardia baja. —¿Algo te hizo?

Ella sonrió con picardía.

—Cuando fue a inscribirse para el festival jamás mencionó que irías vestido de gala.

El pecho de Héctor se infló de la emoción pareciendo un par de centímetros más alto. Pero cuando quiso agradecer el cumplido se dio cuenta en que seguía sin saber su nombre.

Ella sonrió sabiendo que aún llevaba el control de la conversación.

—Ven mañana a las cinco de la tarde, y no olvides tu guitarra.

La mandíbula de Héctor estaba desencajada pero aún se notaba la enorme sonrisa en su rostro y el brillo emocionado de sus ojos.

Ella le entregó un pañuelo blanco perfectamente doblado y se retiró.

Héctor la siguió con la mirada hasta perderla de vista hacia el poniente. Después la regresó al pañuelo, con un hermoso bordado en hilo morado en dinde podía leer su nombre en letra cursiva.

Imelda.

Héctor soltó un grito de pura euforia y corrió a su casa para preparar algo de ropa decente para el día siguiente.

Porque era más que obvio que tenía una cita con Imelda.

Chapter 4: Bolero

Summary:

Cuando aprovechas tus nuevas responsabilidades para romper las reglas.

Notes:

Se ubica años antes de la película. Sin spoilers.

Chapter Text

No es que a Miguel no le gustaran los zapatos, ¡sí le gustaban! Es sólo que él no era un fan, no los amaba como el resto de su familia, no los amaba como su padre, su tío, o su abuela.

Lo que Miguel en verdad amaba era la música. Cuando era pequeño nunca nadie le cantó una canción de cuna. Ni siquiera sabía si alguno de sus familiares tendría la capacidad vocal para cantar algo sencillo. Le gustaba pensar que así era, porque el papá de Mamá Coco fue un músico y Mamá Imelda cantaba con él. Al menos eso es lo que decía la historia que Mamá Elena se empeñaba en contarle cada vez que quería hacerlo entrar en razón.

Por que la música era mala, una maldición para la familia. Y la familia siempre es primero.

Si la familia era primero, ¿Por qué razón no lo dejaban hacer algo que amaba?

Dejó caer su cabeza con pesadez sobre la mesita en la que mantenía un juego de lotería con Mamá Coco. Ella apenas se movió para poner su mano sobre su cabeza.

La tibia mano de su bisabuela era tan reconfortante que Miguel no quería moverse de ahí, a pesar de que la cabeza le dolía al clavarse algunos frijoles de su plantilla en la frente.

Miguel estaba por entrar a la primaria ese año, y temía porque su familia se las arreglase para meterlo a un grupo especial donde nunca se enseñara con canciones, como le habían hecho en el jardín de niños.

¿Su familia era capaz de llegar a tanto con tal de evitar la música? Sí. Incluso ya habían visto la posibilidad de inscribirlo en un curso con compañeros sordomudos. No era del todo malo considerando que podría aprender el lenguaje de señas. Pero estar destinado a nunca escuchar música era algo que agobiaba a cualquiera.

Removió un poco su cabeza y Mamá Coco levantó su mano para darle la oportunidad de moverse.

—Ten fé m'hijo.

La voz rasposa de Mamá Coco fue un rayo de sol y él se irguió con energías renovadas. Si su familia era lo suficientemente terca y obstinada con eliminar la música de su vida, él sería aún más persistente en tenerla cerca para siempre.

La solución a todos sus problemas llegó con las vacaciones de verano del siguiente año. Miguel ya sabía sumar y restar, lo que su familia consideró conocimiento suficiente para enviarlo a bolear zapatos sobre la banqueta fuera de la hacienda familiar.

Al cabo de un par de años Miguel tenía la autonomía, así como el permiso de sus familiares para buscar en dónde ir a bolear zapatos.

Primero fueron la calles aledañas, cerca de un negocio en donde se pudiera escuchar algo de música, hasta que él solo se aventuró hacia la plaza central de Santa Cecilia, la Plaza del Mariachi, donde todo era música y movimiento.

Mariachis, cantantes, bailarinas, fiesta, música y color. Mientras su familia no lo encontrará ahí, no había nada de qué preocuparse.

Amaba a su familia, pero nunca podrían quitarle la música. Era parte de él.

Chapter 5: Invisible

Summary:

Porque todas tuvimos un ladrón de suspiros que no sabía de nuestra existencia.
Pero la invisibilidad se rompe cuando decides hacerte notar.

Notes:

Estuve leyendo el libro novela de Coco. Entre otras cosas, menciona más a los gemelos Óscar y Felipe, los hermanos de Imelda, se mencionan mucho más y me enamoré de sus intervenciones. No puse un diálogo como en el libro porque ese será en otra ocasión.

Este fic contiene SPOILERS!

Chapter Text

Él era alto, simpático y bien parecido. Imelda no podía evitar suspirar contra el cristal de la ventana cuando recordaba a ese muchacho que tocaba la guitarra y cantaba con el corazón. Sus canciones llegaban hasta las fibras más sensibles de su ser y ahí estaba ella, añorando el poder escucharlo tan pronto como la lluvia le permitiera salir de casa.

Sus hermanos menores, los gemelos idénticos Óscar y Felipe, la miraban con curiosidad. Su hermana era de un carácter duro, aunque bastante amoroso, y eso era algo que ellos sabían a la perfección puesto que la mayor parte de su infancia la pasaron bajo su cuidado a órdenes de sus padres.

La tromba tempranera que había caído sobre Santa Cecilia comenzaba a menguar y cuando la intensa lluvia se convirtió en una ligera llovizna Imelda comenzó a prepararse para salir con rumbo a la Plaza del Mariachi y encontrarse con él.

Imelda buscó un lindo rebozo para cubrirse del aire frío que aún se sentía después de la lluvia, acomodó su cabello en un recogido que complementó con un listón morado y fue a buscar un bolso y algunas monedas para comprar unas flores que hacían falta para el florero que su madre siempre tenía en el comedor.

Obviamente ella iba a salir a comprar flores después de la lluvia y no a ver al ladrón de sus suspiros.

Cuando estaba por salir, su topó de frente a su padre, con sus botas cubiertas de lodo, pues había salido a revisar que la carreta en la que cargaba su mercancía no se hubiese hundido en el lodo. Él al verla sólo arqueó una ceja.

Le preguntó si pensaba ir a la plaza, ella le explicó que quería ir a comprar unas flores para su madre y un poco de té de limón. Su padre sonrió y le dio su consentimiento para salir dándole algo de dinero extra mientras le decía que también trajera algo de fruta porque se le habían antojado unas manzanas con la lluvia.

Con lo que no contaba es que el astuto de su padre la enviaría por ese encargo con sus hermanos.

Óscar y Felipe eran adorables, los amaba, y siempre velaría por ellos. Pero no podría espiar a Héctor tocando la guitarra si llevaba al par de gemelos que se la pasaban discutiendo obviedades.

Finalmente ella aceptó con una sonrisa las condiciones de su padre y salió de casa escoltada por sus hermanos. Tenía que pensar la forma en la que pudiera deshacerse de ellos aunque fuera por un par de minutos en lo que ella podía escuchar al menos una canción completa.

Pero pensar era complicado mientras sus hermanos mantenían una conversación.

Al ser gemelos idénticos, ellos debían cargar con la cruz de que toda su vida les dieran cosas iguales, que los trataran como iguales y los vieran como iguales. Obviamente no era así, Óscar podía ser más necio y testarudo, fácilmente Imelda podía relacionarse con él y pedirle una opinión más objetiva. Mientras que Felipe era mucho más ocurrente, pues era quien podía sacarle una carcajada durante el desayuno con sus comentarios extraños.

El problema es que, a pesar de querer enfatizar sus diferencias, su comportamiento solía ser tan similar, y de forma inconsciente se imitaban el uno al otro. ¿Cómo se suponía que no debía confundirlos? Imelda había llegado a la conclusión de que les dijera que ellos eran tan distintos como antónimos. Eso los hacía felices, no dañaba a nadie, y tenía su parte de verdad.

Pero el hecho de que ella amara a sus hermanos no cambiaba el hecho de que comenzaba a dolerle la cabeza porque ellos no se podían poner de acuerdo en si los suéteres con los que habían salido eran los suyos o si los habían confundido, como normalmente les ocurría.

Exasperada, estaba por gritarles que se callaran de una buena vez cuando divisó el kiosco y ahí vio a Héctor, tocando su guitarra alegremente. Aunque esta vez no podía escuchar su voz dado que el parásito de Ernesto era el que cantaba mientras se hacía el galán con algunas jovencitas que ella conocía.

Pero no valía la pena perder sus valiosos segundos en ellos. A ella quien le importaba era el guitarrista que tocaba mientras saltaba en un pie. Y tanto adoraba contemplarlo que se podría haber quedado ahí todo el día, de no ser por sus hermanos.

-Yo creo que está viendo las flores del kiosco.
-Por supuesto que no. Ve a los músicos, porque a nuestra hermana le encanta cantar.
-Eso tiene mucha lógica hermano. Pero nuestra hermana también ama las flores.

Los colores se le subieron al rostro a Imelda cuando se dio cuenta de que sus hermanos hablaban de ella al quedarse parada a media banqueta todo para contemplar a Héctor.

Así que decidió ignorarlos y les cambió el tema de conversación pidiéndoles que la acompañaran con la señora que vendía los tés de hierbas.

Mientras la señora la despachaba, sus hermanos intentaban decidir cuáles flores de manzanilla estaban en mejores condiciones para el té de su padre, y ella revisaba de reojo el kiosko para hacer su movida especial si es que Héctor comenzaba a cantar. Al ver que no fue así, dejó que sus hermanos siguieran matando el tiempo con la señora de los tés.

Cuando finalmente pudo pagarle a la señora y sus hermanos caminaban con el pecho inflado por haber elegido el mejor té para su padre, Imelda vio a Ernesto tomar asiento en la barandilla del kiosco, mientras Héctor rasgaba las cuerdas de su guitarra. Imelda sintió que se venía el momento, así que era hora de ejecutar su plan.

Envió a sus hermanos con el señor de la fruta a elegir las manzanas más brillantes y lisas para su padre. Sus hermanos sabían que tenían una gran misión en sus manos, y decididos, caminaron hacia su objetivo mientras Imelda se acercó al kiosco lo suficiente para poder escuchar a Héctor. Pero sin estar demasiado cerca, como para que él la notara.

Después de todo, él era muy popular entre las chicas, y ya estaba por terminar la secundaria, mientras ella apenas pasaría al segundo año. Se mantuvo oculta bajo la sombra de un árbol mientras observaba los ágiles dedos de Héctor tocar la guitarra, y cuando comenzó a cantar un escalofrío le recorrió la espalda.

Sabía que estaba tontamente enamorada del músico. Lo peor es que él ni siquiera sabía de sus existencia, él no sabía que ella cantaba en esa plaza en las tardes cuando acudía sola a hacer los mandados de su madre. Porque al marcar las dos de la tarde las campanas de la iglesia, él se colgaría su guitarra al hombro y se marcharía corriendo con su amigo.

Había pensado cambiar su rutina en más de una ocasión. Hacer los mandados de su madre pasado el medio día con su entrada triunfal cantando alegremente... y lo había intentado, pero al verlo tocando en el kiosco el corazón se detenía en su pecho y toda ella fallaba.

Cuando Héctor terminó de cantar ella se llevó una mano al pecho para silenciar un suspiro. Un suspiro que terminó en un respingo al escuchar la voz de sus hermanos.

Ellos le mostraron triunfantes el kilo de hermosas y brillantes manzanas, mientras ella sonrrería enternecida diciendo que era hora de volver a casa.

Volvió su vista hacia Héctor que ahora bebía un poco de agua mientras Ernesto se preparaba para cantar. Y se prometió a sí misma que él algún día la notaría, que algún día la escucharía cantar.

Porque ella también cantaba con el corazón.

Pasados unos meses, durante el festival del día de las madres, Imelda estuvo lo más cerca del kiosko de lo que jamás se imaginó, todo era perfecto. La voz de Héctor era perfecta, pero la enorme cara de Ernesto se le atravesó impidiendo ver a su amado. Lo habría ignorado de no ser por sus asquerosos intentos de hacerse el galán. Guiñándole el ojo, haciendo trompitas de querer un beso, y en especial, esa mirada lujuriosa con la que sintió que el patán ese la pudo haber desvestido.

Con la sangre ardiendo por semejante ofensa, comenzó a caminar hacia él. Si ninguna chica lo quería poner en su lugar, ella sería la primera. Porque nunca toleraría semejante falta de respeto.

Caminó a paso firme, decidida a todo cuando un joven alto, con una elegante guitarra blanca, se interpuso en su camino. Al levantar la vista notó los hermosos y sinceros ojos de Héctor, su radiante sonrisa fue más contagiosa que la gripe en invierno y su enorme sonrisa se convirtió en una risa que sólo servía para dar a entender la felicidad desbordante que la llenaba.

Héctor comenzó a dar saltitos simpáticos alrededor de ella mientras levantaba sus pobladas cejas de forma juguetona. Imelda estaba que no cabía en sí de alegría, así que correspondió a su baile y dio un par de vueltas sobre sí sin perder el contacto visual con él.

Completamente satisfecha por esos hermosos segundos, se retiró del lugar con discreción.Terminó de ver la presentación a la distancia, pero el resto de la tarde la pasó con una sonrisa soñadora en los labios.

Había sentido algo especial con él, y ahora estaba segura, Héctor no podría rechazarla cuando la escuchara cantar.

Chapter 6: Reencuentro

Summary:

Después de toda una vida, es momento de volverse a reunir con la familia.

Notes:

[ ! ] - SPOILER ALERT!

Este oneshot fue escrito a base de una idea que planteó akemievans01 en tumblr. Le pedí permiso de usar esa premisa y aquí estoy.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

La vida le había sonreído en tantas ocasiones que la tristeza y la desesperanza eran algo que no había sentido en muchísimo tiempo.

Caminó por la hacienda de los Rivera a paso lento, disfrutando de la ligera brisa de otoño que comenzaba a sentirse en Santa Cecilia.

Mientras corrían, unas gemelas adorables se estrellaron contra sus piernas, pero él no perdió el equilibrio.

—¡Lo siento papá Miguel!— gritaron ambas al unísono dibujando una sonrisa encantadora en él dejando ver su hoyuelo izquierdo.

En ese momento llegaron corriendo el resto de sus nietos.

La mayor de todos ellos tenía marcados ambos hoyuelos, justo como su papá Héctor cuando era joven. Mientras le seguía una escalerita de niños de cachetes redondos, como los del tío Berto y su primo Abel. Después estaban las gemelas, un par de pillas muy perspicaces que siempre se las arreglaban para meterse en problemas, como estaba seguro que era el caso.

—Papá Miguel, ¿puedes tocar una canción? —preguntó uno de sus nietos y él sonrió mientras una idea se maquilaba en su cabeza.

—Les cantaré un montón, siempre y cuando me acompañen a la sala.

Su hermana Coco estaba tejiendo un chal amarillo en la mecedora que estaba junto a la entrada principal, puesto que una de sus hijas estaba esperando a un nuevo miembro de la familia. Miguel la saludó con un beso en la cabeza al entrar a casa mientras era seguido por sus seis nietos. Coco negó con la cabeza, ya se imaginaba lo que su hermano se traía entre manos.

Al entrar a la sala Miguel se aseguró de cerrar las puertas para aislar el sonido de sus primos, esposa, cuñado, hijos y sobrinos que traían un relajo tremendo en la cocina mientras se ponían de acuerdo para cocinar.

No había días como los sábados en familia.

Mientras se acomodaba en su sofá para poder afinar la guitarra, sus nietos ya se encontraban en perfecto orden y a la expectativa por saber qué canción cantaría.

Unos apostaban a que tocaría "Recuérdame", que era una de sus favoritas de toda la vida. Otros apostarían más unas de su propio repertorio, como "El latido de mi corazón".

Así que todos se sorprendieron cuando decidió comenzar con "Poco Loco". El ritmo y la letra de esa canción siempre lo ponía de un humor divertido y contagioso, pero lo que no se esperaban es que al momento del interludio musical comenzó a cambiar hacia otras melodías de su repertorio. Pero sus nietos estaban bien preparados sabiéndose todo el repertorio de canciones de su amado abuelo.

Después Miguel se puso de pie y tomó un album de fotografías que tenía en una repisa. Su hija mayor le había ayudado a armarlo con copias de todas las fotos viejas de la familia Rivera.

—Hoy jugaremos a "Los recuerdos" —les dijo Miguel mientras buscaba una fotografía en específico en el álbum. Sus nietos se acomodaron en sus lugares ansiosos por comenzar.

Comenzó con una canción. Sobre el mayor fan de la Selección Mexicana que la familia Rivera haya visto. Una de las gemelas rápidamente gritó que se trataba del tío Abel. Miguel terminó la canción y le entregó una foto de su primo con su playera verde.

Después comenzó con una canción sobre una joven que hacía las botas más cómodas de todo Santa Cecilia, pues nunca sacaban ampollas. Rápidamente el mayor de los niños dijo que se trataba de Mamá Elena.

A todos les encantaba ese juego, puesto que era jugar adivinanzas de una forma divertida, con música y así Miguel se aseguraba que su familia siguiera recordando a toda la familia Rivera.

Además se que se había encargado de dejarles a todos sus nietos la buena costumbre de ir ampliando el album de fotografías, porque de ahí salían las fotos que se debían poner en la ofrenda año con año. Lo que resultó mejor de lo esperado porque ahora la familia Rivera tenía muchas ofrendas que visitar cada año.

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Cuando todos se fueron a dormir esa noche, Miguel estaba acompañado de su esposa, que le recordaba lo divertido que se veía jugando con todos los niños. Se dieron un beso de buenas noches y esa mañana cuando Miguel despertó ya no se encontraba en su cama, si no parado frente al punto de acceso al mundo de los muertos.

Volvió su vista a todos lados. Tenía poco más de sesenta años que no veía el puente de pétalos, y en ese momento Dante apareció volando para atacarlo con lengüetazos llenos de baba.

Escuchó un coro de voces gritar su nombre e hizo a Dante a un lado para ver a su familia ahí.

Estaban todos sus parientes fallecidos. Estaba Abel, su primo que se le había adelantado un par de años, al igual que Rosa, su prima que había fallecido a inicios de ese año. Estaban su tío Berto y sus tías Carmen y Gloria, a quienes ayudaba en el taller de zapatos en sus vacaciones de verano, y cuando no estaba componiendo canciones.

Sus papás estaban ahí, y corrió a abrazarlos primero. Luisa llenó de besos a su hijo mayor mientras Enrique lo abraza con fuerza. Al abrazo se unieron sus abuelos Elena y Franco.

Metros atrás vio a Mamá Coco y también se acercó a abrazarla. Fue especialmente feliz cuando ella lo saludó de la forma más lúcida que jamás la había escuchado. En verdad la muerte y estar con su familia le habían caído muy bien. Se separó de ella para contemplarla y fue cuando detrás de ella los vio.

Sus ojos de esqueleto de llenaron de lágrimas y comenzó a correr a trompicones.

—¡MAMÁ IMELDA! ¡PAPÁ HÉCTOR!

Miguel se lanzó a ambos en un abrazo y, a pesar de que ya tenía el cuerpo de un adulto, y que se veía incluso más grande que Héctor, la forma en la que se abrazaba a ellos y restregaba su cráneo en la caja torácica de ambos daba la sensación de que era un pequeño niño de nuevo. Pues no dejaba de contarles que aquella ocasión tenía muchísimo miedo y que había estado muy triste por no haber podido despedirse apropiadamente. Que lo perdonaran por haberse ido así la última vez y que había hecho de todo con tal de que nunca nadie los fuera a olvidar para que no se volvieran a separar.

Imelda estaba hecha un nudo de emociones y no decía nada. Sólo se limitaba a besar la cabeza de su pequeño y acariciar su cabello. Mientras Héctor sobaba su espalda para tranquilizar a su tataranieto consentido.

—Ya gordito, chamaco. Todos estamos bien, y ahora podemos estar juntos por más de una noche.

Esa idea detuvo el llanto de Miguel y sus ojos se iluminaron con emoción.

—¡Ese es mi tataranieto! —gritó Héctor cuando vio a Miguel limpiarse las lágrimas con la manga de su camisa mientras le daba una palmada en la espalda.

En ese momento Miguel volvió la vista hacia el resto de su familia para saludar al resto de sus tíos y a Papá Julio. Cuando notó las mandíbulas desencajadas que tenía toda su familia menos Mamá Coco.

Miguel sonrió apenado, y de haber tenido carne en sus mejillas se hubiera marcado su hoyuelo.

—Nunca me hubieran creído- les dijo mientras se encogía de hombros mientras Papá Héctor se acercaba para rodearlo con su brazo.

Su papá estaba por preguntarle a qué se refería, cuando Mamá Imelda interrumpió.

—Explicaciones después —intervino Mamá Imelda —llevo años esperando verte para poder cantar juntos como es debido. La última vez ninguno de nosotros te vio y Héctor no deja de molestarnos con eso.

Fue cuando Miguel se dio cuenta de que aún no terminaba de saludar a su familia y se entretuvo otro rato abrazando a su papá Julio y a sus tíos Óscar y Felipe, que lo ayudaron muchísimo cuando pelearon contra los guardias del ladrón aquel, y también a sus tías Rosita y Victoria, gracias a las cuales todos en la Tierra de los Muertos se enteraron del robo del siglo.

Dante volvió por él para seguir llenándolo de baba y él decidió que era mejor cargarlo para no alejarse nunca más de su guía espiritual.

—Miguel, tenemos una enorme fiesta que organizar. A todos por aquí les encantará verte. Frida no dejaba de preguntar por ti, al igual que los Chachalacos. ¡Y tus canciones también son muy populares por acá! Jorge y Pedro tienen ganas de cantar contigo también....

Imelda negó con la cabeza con una enorme sonrisa dibujada en su rostro. Héctor y Miguel se parecían demasiado. Y eso le encantaba. Giró para ver al resto de su familia más joven y sonrió.

—Lo mejor será seguirlos antes de que causen un alboroto —dijo Mamá Coco dado un par de pasos en la dirección que habían tomado su padre y su bisnieto—. Esos dos son expertos en eso.

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La espera había sido larga. Y aunque extrañaría a su familia viva, Miguel sabía que tenía el Día de Muertos para visitarlos a todos. Mientras tanto, era hora de disfrutar de la compañía y ocurrencias de su familia de esqueletos.

Notes:

Éste era el post original de akemievans01.

"Miguel nunca habló de su aventura con nadie más que con Mamá Coco, por eso cuando el murió (de viejo, pero no tanto como su bisabuela) y llegó al otro lado dónde su familia lo esperaba, todos los parientes que conoció vivos estuvieron muy sorprendidos cuando el anciano Miguel se tiró en los brazos de Imelda y Hector mientras que no paraba de repetir lo mucho que los había extrañado."

Espero haberle hecho justicia.

Chapter 7: Esperanza

Summary:

Porque la esperanza muere al último.

Notes:

Intenté terminar esto ayer, pero simplemente me quedé dormida sobre el teclado. Desperté a la 1:30 y me fui a mi cama. Perdonen la tardanza.

SPOILERS DEL FINAL DE LA PELÍCULA!!!!!!

Chapter Text

Cuando los rayos del sol se alzaron en el cielo, iluminándolo todo con su esplendor, transcurrieron unos momentos tortuosos en los que la existencia de Héctor pendía de un hilo. Imelda por primera vez en un siglo, se arrepentía de todo lo malo que dijo y deseó estando molesta y herida.

Él era el amor de su vida, y ahora yacía en el suelo, con todo lo que quedaba de su ser en las memorias de su única hija, a la que privó de la música en contra de su voluntad. Aún la recordaba cantando Recuérdame por las noches, así como el día en que la encontró bailando en la Plaza del Mariachi el día en que le presentó a Julio.

La música la había unido con su esposo, y ella sabía perfectamente lo mucho que ellos se amaban, justo como ella amó a Héctor a tal grado, que el haber cantado hacía unos momentos aún le desquebrajaba los huesos.

Por eso esperaba con todo el corazón que Coco fuera fuerte, más fuerte que nunca. Porque su fuerza llegaría directamente a Héctor, salvándolos a ambos. Porque ella no podría existir un día más sin Héctor. No ahora que sabía toda la verdad.

La polvosa mano de Héctor se movió sobre la de ella y le dedicó una débil sonrisa. Aún había esperanza. Pero el rayo de esperanza tardó demasiado en llegar. Héctor comenzó a cascabelear y un brillo anaranjado comenzó a emanar de sus huesos. Ella gritó su nombre con todas sus fuerzas, y el brillo que emanó de él la cegó por unos instantes.

Imaginó lo peor. Pero al volver la vista se dio cuenta de que los huesos de Héctor eran casi tan blancos como los de ella. Que los grabados tenían un color intenso, y la sonrisa de la que se había enamorado cuando era apenas una jovencita brillaba como nunca antes.

Miguel lo había logrado. Ese niño en verdad que era especial, y tenía un gran futuro por delante.

Chapter 8: Botas

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Cualquiera pensaría que después de haberse enfrentado a la muerte final y haber ganado, que después de que todos los malos entendidos fueron aclarados y de que pudieron enviar a su tataranieto sano y salvo al mundo de los vivos, las cosas serían más fáciles para Héctor.

Pero los grandes cambios no vienen de la noche a la mañana.

Imelda estaba feliz y satisfecha con saber que Héctor se había salvado de la muerte final, él era el amor de su vida, después de todo. Pero Héctor le había dado razones para seguir molesta con él. Así, después de asegurarse de que su marido estuviera a salvo terminó por retirarse a descansar. Habían ocurrido demasiadas cosas en una noche.

Obviamente, la mirada incrédula de todos no se hizo esperar. Pero así era ella. Terca y orgullosa, y por más que amara a su familia habían cosas que no iban a cambiar. Pero la esperanza fue latente, porque los cambios llegaron poco a poco.

Al día siguiente cuando Óscar y Felipe entraron al taller aún discutiendo sobre el tema de usar velcro o agujetas en un nuevo diseño, notaron la primer señal. Imelda estaba sentada trabajando con un par de zapatos mientras que de una pequeña radio se escuchaban un par de baladas melosas a hastiar. Se hicieron un par de señas y optaron por dejarla a solas con su empalagosa música.

En otra ocasión Victoria la encontró moviendo algunas cajas que estaban en uno de los cuartos, se le hizo extraño, pero no le dio importancia. Cuando escuchó a Imelda gritar y comenzar a maldecir por un obvio golpe que se dio, lo más sensato fue huir antes de cruzarse en su camino.

Rosita estaba en la cocina preparando algo de comer para su hermano Julio cuando vieron a Imelda entrar y rebuscar algo en la alacena mientras tarareaba una canción. Los hermanos se miraron entre sí y antes de que se dieran cuenta, Imelda salió sin decir nada.

En la casa de los Rivera Imelda estaba extraña. Asumieron que era porque estaba feliz de poder cantar de nuevo. Al menos sus hermanos siempre habían sabido que ella amaba cantar y verla tan contenta seguro era por ello. Sin embargo, ahora que sabían que Imelda estaba en buenos términos con la música, el resto de la familia Rivera aprovechó para ir a visitar a Héctor.

Rosita le preparaba comida deliciosa y Óscar, Felipe y Julio se turnaban para ir a dejársela y quedarse un rato a conversar con él.

—Imelda está rara

—Se la pasa cantando

—A mí me pareció verla bailar el otro día

Héctor sólo sonreía con esas imágenes en su cabeza. Él la recordaba perfectamente cuando eran jóvenes y bailaban en el kiosco, de camino a casa, en la sala y con la pequeña Coco en brazos.

Le encantaba tener visitas y buena comida, pero cada día que pasaba una pequeña niebla parecía consumirlo. ¿En verdad Imelda estaba tan enojada con él? No podía culparla, porque tenía razón, pero entonces tuvo una idea.

—¡Le llevaré una serenata! —gritó asustando a los gemelos que ese día lo habían visitado.

— ¿Estás seguro que te perdonará con eso? —le preguntaron ambos a coro. Héctor asintió.

Estaba más que decidido. Ellos se habían enamorado a través de la música una vez. ¿Quién decía que no podría ocurrir de nuevo? Así salió de su casa aún en la zona de los olvidados y se encaminó al teatro para pedir una serie de favores a sus conocidos y amigos.

Aunque los asuntos legales con Ernesto aún no habían concluido, su reputación sí había cambiado de la noche a la mañana, por lo que no le costó ningún trabajo conseguirse un traje de charro en tonos beige con dorado, una guitarra y comenzó a practicar con un conjunto de mariachis un par de canciones que él habia escrito para su amada.

Al cabo de una semana, Héctor esperó la señal de Rosita y Victoria para poder colocarse bajo la ventana de la habitación de Imelda y soltar el grito de mariachi más largo que pudo para llamar su atención.

Los mariachis comenzaron a tocar y la luz en la habitación se encendió. Si Héctor aún conservara sus órganos, seguramente su corazón de le habría salido del pecho por tanta adrenalina. Se acomodó su sombrero y comenzó a cantar. Apenas llevaba un par de versos cuando notó la cortina moverse con sutileza ¡Estaba funcionando! Pero Imelda era un hueso duro de roer, y le tomó unas tres canciones antes de que la ventana se abriera un poco.

Héctor entonces estaba seguro de que se había enamorado de la mujer perfecta, porque cualquier otra muchachita habría salido a la primer canción, como lo habían hecho ahora la mayoría de los vecinos que observaban el espectáculo.

Cuando terminó con la quinta canción ya habían unas parejas y demás curiosos que se buscaban un lugar alrededor, disfrutando del tono romántico de aquella velada. Aunque el grupo de Mariachi estaba algo inquieto por los pocos y lentos avances.

—Es más terca que una mula —les dijo Héctor con la esperanza desbordándose entre sus costillas cuando sucedió.

La ventana del balcón de Imelda se abrió por completo y de entre la cortinas se dejó ver a la más hermosa fémina de todas. Algunas exclamaciones de asombro se le escaparon a la multitud que presenciaba el espectáculo musical. Imelda se quedó ahí esperando una canción en específico, y fue cuando Héctor dio la orden de que comenzaran a tocar Poco Loco.

Cuando estaban con vida, Héctor brincoteaba por todos lados, bailaba y sacudía las cejas de forma juguetona. Ahora hacía todo eso con algunas otras libertades, como darle vueltas a su cabeza y hacer malabares con ella. Incluido, por supuesto, lanzar su cabeza hasta la altura del balcón para tener un contacto visual con Imelda, con el que sus huesudas piernas le fallaron y tuvo que reacomodar sus huesos antes de poder seguir bailando hacia el final de la canción.

Una carcajada de Imelda fue todo lo que escuchó antes de verla desaparecer tras las cortinas y todos se quedaron petrificados en sus sitios. ¿Habría sido todo? La luz aún estaba encendida, y cuando Héctor estaba por pedirle otra canción a los mariachis, la puerta principal se abrió.

Imelda en toda su gloria estaba ahí. Héctor juraba que la rodeaba un brillo celestial y la gente alrededor no pudo más que contener la respiración. Caminó hacia él, lo rodeó estudiando su vestuario y se adelantó hacia la puerta unos pasos antes de volver la vista hacia él.

—Si te quedas ahí parado se va a enfriar tu chocolate caliente.

Los vítores de los espectadores fueron nada comparados con el grito de euforia más grande que se le hubiera escuchado salir al esqueleto más feliz de todo el Mundo de los Muertos. Corrió emocionado hacia la puerta después de dedicarle una sonrisa de agradecimiento a todos los presentes cuando Imelda volteó y bajó la mirada hacia sus pies hablando con desdén.

— Y quítate esas horrendas botas, te sacarán ampollas.

Cuando Héctor estaba en la cocina bebiendo su chocolate caliente con una pieza de pan dulce vio a Imelda con la dulzura en sus ojos, esa dulzura que había sido exclusiva para él cuando jóvenes y que Ernesto decía le causaba escalofríos. ¿Cómo era posible que esa dama tan dura tuviera un relleno azucarado? Quizá era por eso que Héctor siempre se refería a ella como si se tratara de una golosina. Que si era una charamusca en Semana Santa, o suave como el ate de membrillo, exquisita como el café de Tabasco con ojos que lo derretían como al chocolate de mesa en una olla.

Imelda siempre tenía ese efecto en él, dejarlo como a un idiota soñando despierto, haciendo poesía para ella. Porque no importara si estuvieran vivos o en los puros huesos. Imelda siempre sería el amor de su vida.

Ella, notando que el despistado de su marido estaba con ese brillo en los ojos al que sólo podía relacionar como un lapsus de ensoñación, optó por iniciar la conversación. Se sentó frente a él y le extendió su mano, el sentir sus dedos entre los de ella con esa calidez tan peculiar la hizo sentirse segura de nuevo.

—Espero que me perdones por tardarme tanto, pero quería pedirte disculpas de forma adecuada —le dijo ella antes de darle un ligero apretón y ponerse de pie —pensaba en ir a buscarte mañana, pero escuché a mis hermanos hablar de la serenata y decidí adelantarlo para hoy —completó mientras caminaba hacia la estufa para servirle más chocolate a Héctor, lo conocía bien, él seguro se terminaría otros tres jarritos de la bebida caliente antes de terminarse su pan.

—¿Ya sabías que iba a venir?

—¿Qué crees que estuve haciendo todo este tiempo? El chocolate no se iba a preparar solo.

Héctor no pudo más, se puso de pie y abrazó a Imelda por la espalda, alzándola un par de centímetros del suelo y comenzó a darle vueltas de la emoción. Y aunque ella quiso inventar mil excusas para que la dejara en paz, sólo atinó a reírse y volteó su cabeza para darle un pequeño beso en el pómulo.

—Ponme en el suelo —le pidió de forma amorosamente autoritaria. Héctor obedeció aún anonadado por el contacto y la vio dirigirse hacia la sala.

¿Cómo era posible sentirse así a pesar de tantos años? Como un puberto enamorado, suspirando y cantándole al amor. Fuera como fuere, inquieto, ansioso y todo lo demás, aguantó y esperó impaciente a que Imelda regresara.

Cuando la vio volver a la cocina con una caja entre las manos sintió a su mandíbula abrirse lo suficiente para tener que cerrársela él mismo con la mano. Imelda sonrió satisfecha y puso la caja sobre la mesa.

—No pienso dejar a mi marido andar descalzo así no más

¿Había escuchado bien? ¿Su adorada Imelda preciosa acababa de referirse a él como “su marido”?

Gritó eufórico mientras le daba la vuelta a la mesa y alcanzaba a su amada esposa para rodearla con sus brazos. Sabía que ahora contaba con ella, que estaba perdonado y que ahora era parte oficial de la familia. Imelda correspondió el abrazo acariciando su espalda. Todo se sentía bien en el universo, como si las piezas que se habían roto hacía tanto tiempo volvieran a encajar.

Se sentían completos, por primera vez en muchísimo tiempo.

Cuando Hector se probó las botas y le quedaron a la medida se preguntó cómo rayos Imelda había sabido su talla hasta que en la habitación, ella le confesó que el primer par de botas que hizo estando con vida, habían sido para él, esperando a su regreso. Obviamente esas botas seguían en la hacienda de los Rivera, pero le había pedido a Coco que la enterraran con su primer par de botas que hizo. Así que tenía una copia de ese par en su casa en el mundo de los muertos.

—Obviamente el diseño y mis habilidades mejoraron con los años y por eso busqué ese viejo par de botas para sacar tus medidas y te hice un par nuevo. Además, no es como si fuera a a olvidar que calzabas del 8 y medio.

Héctor podría escuchar sus historias para siempre. Dejo que ella se acomodara sobre sus costillas y acarició su cabeza después de darle un beso en la frente. Nada era mejor que estar al fin con su amada. Y ésta vez, ni siquiera la muerte podría separarlos.

Chapter 9: Nieve de limón

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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Las tardes de primavera podía ser bastante calurosas en Santa Cecilia. Pero era cuando más movimiento había en la plaza, y cuando las familias y algunas parejitas de manita sudada aprovechaban para aparecer.

Héctor afinaba su guitarra a la sombra de un árbol cuando vio a Ernesto al pie del kiosco coqueteando con un grupo de jovencitas. Nada fuera de lo ordinario. Así era como él acostumbraba a calentar la garganta antes de soltarse a cantar.

Volvió la mirada hacia su guitarra, no pasó ni un minuto cuando una sombra se detuvo frente a él. Al levantar la mirada observó una falda larga y una blusa con flores moradas.

—A veces me dan ganas de arrancártela de las manos para que me abraces así.

—¡Imelda! —exclamó él al reconocer la voz de su amada novia.

—Hoy hace un calor infernal, ¿En verdad piensan tocar así?

Sus mejillas rojas por el calor sólo la hacían lucir más encantadora, y especialmente misteriosa mientras hablaba detrás del abanico que movía con bastante rapidez.

—¿Qué propones entonces?

Debió haberse arrepentido en el momento en que la vio sonreír. Pero era demasiado distraído como para darse cuenta de los planes maquiavélicos de su novia.

Ella tomó su mano y arrastró a Héctor una media cuadra hasta que se alejaron del kiosco lo suficiente para que Ernesto no los fuera a ver.

—Fuguémonos.

La expresión en su rostro seguramente Lucía muy graciosa porque Imelda se paró en la punta de sus pies para darle un beso.

—Hoy no toques con Ernesto, vayamos a la laguna.

Héctor sonrió entendiendo el plan.

Armados con una canasta de comida y unos sombreros para sobrevivir al sol, caminaron tomados de la mano hasta llegar a cierto lugar que estaba a la orilla de aquella agua cristalina con la que los artistas solían coronar sus cuadros de Santa Cecilia.

Eligieron un lugar bajo la sombra de un árbol y Héctor sacó su guitarra de la funda para poder tocar un poco.

—“¿Sabes una cosa? Te quiero y te venero, te adoro y te deseo. Cariño de mí, déjate amar" —cantó Héctor moviendo las cejas de forma coqueta.

Imelda sonreía ante las canciones mientras arreglaba su cabello en un recogido con flores. Cuando se sintió perfectamente arreglada, ella le pidió cierta melodía para cantarle a su amado también. Pero ella prefería hacerlo rodeada de sus brazos, donde ella podría quedarse a vivir si se lo permitieran. Héctor tenía ese algo que la hacía sentir amada, segura y cómoda a la vez.

—¿Es mi imaginación o ya se te aceleró el corazón? —bromeó ella, conociendo la respuesta a la perfección.

—¡No te burles! —se quejaba él, haciendo un puchero que Imelda se entretenía en intentar desaparecer con besos por toda su cara.

Podrían haber estado todo el día así, hasta que Ernesto carraspeó, apareciendo detrás del árbol en donde Héctor se había recostado.

—Y yo buscándote como imbécil por toda la plaza —se quejó amargamente, con su peculiar dramatismo que hacía a todo el mundo caer a sus pies. Pero a esta pareja no podía importarle menos.

—Ya Ernesto, no te quejes. Que andabas bien ocupado en el kiosco —dijo Imelda mientras arqueaba una de sus cejas con una sonrisa socarrona.

—Ni siquiera te diste cuenta de que nos fuimos —completó Héctor mientras hundía su rostro en el cuello de Imelda. Soplando fuertemente y provocándole un ataque de risas.

Ernesto rodó los ojos. Pero traía un as bajo la manga.

—Toma picarón—. Dijo Ernesto mientras le extendía el brazo con una carta. —De una de una de tus admiradoras.

Héctor sintió a Imelda tensarse y antes de poder reaccionar ella ya estaba de pie arrancándole la carta de amor a Ernesto. Dio un par de pasos para alejarse del árbol y la inspeccionó con la mirada. Hoja gruesa, sello de cera con una pluma, olor a perfume de rosas con lilis. ¡Era una carta de amor en la extensión de la palabra!

Héctor apenas se había puesto de pie sacudiendo su ropa cuando Imelda le estampó la carta en el pecho con el entrecejo fruncido y sus manos apoyadas en las caderas.

Héctor suspiró pesadamente y tomó el elegante sobre para abrirlo. No sin antes lanzarle una mirada asesina a su mejor amigo, vengarse así había sido bastante pesado de su parte. Imelda se cruzó de brazos. Héctor rompió el sello, desdobló la hoja, carraspeó y comenzó a leer.

Imelda sentía la sangre hervir mientras SU Héctor leía la bola de cursilerías contenidas en tan pequeño trozo de papel.

—Esperando oírte cantar de nuevo, Nieve de Limón —. Terminó de leer Héctor.

¡Ah! Por si le faltaban más razones a su lápida, la inteligente muchachita en cuestión había dejado su nombre en clave, y para colmo de males él sabía perfectamente de quien se trataba.

Mientras Héctor doblaba la carta para guardarla, haciendo las respectivas notas mentales para alguna futura canción vio a Imelda guardar sus cosas y ponerse su sombrero. Estaba más que lista para irse y dejarlo ahí.

Ernesto no hacía otra cosa que morderse el puño en un intento de contener las carcajadas que amenazaban por escaparse. Todos estaban acostumbrados a ver a Ernesto recibir cartas de amor y coqueteos de cuanta mujer se cruzara en su camino. Pero en el caso de Héctor, esas atenciones eran más escasas, pero sin duda eran más cursis, directas y... ver a Imelda celosa era todo un deleite para el amigo de la parejita.

Héctor la vio alejarse y soltando un suspiro recogió sus cosas con la ayuda de Ernesto. En cuanto estuvo listo para seguir el camino de Imelda le dio un zape a su mejor amigo por haberlo interrumpido así. Ernesto se quejó pero Héctor estaba que echaba humo.

—Eso te ganas por cabrón.

Héctor pasó el resto de la tarde planeado qué hacer con ese asunto que a cada día parecía salirse de su control.

Al día siguiente esperó con Ernesto en el kiosco hasta que viera a su novia ir por el mandado de cada día para poder cocinar. Pero ¡Oh decepción! Se encontró a los gemelos Óscar y Felipe en lugar de a su diosa amada. Ellos le contaron que Imelda estaba tan furiosa que comenzó a arrojarles zapatos la noche anterior cuando le preguntaron por lo que había hecho esa tarde.

Y por si le faltaba una piedra más en el zapato, la chica "Nieve de Limón" se apareció contoneándose en su dirección.

Era una ex compañera de la escuela a la que le había invitado una nieve de limón luego de que el pelmazo de su amigo le tirara su cono durante una pelea con otro compañero. Ella se había ido a estudiar a la capital y había vuelto a Santa Cecilia por las vacaciones de Semana Santa, y la verdad sea dicha. Era una joven muy agradable y si él no estuviera cacheteando la banqueta por su Imeldita hermosa, tal vez le daría una oportunidad.

Cuando ella lo saludó él sólo le extendió la mano para marcar distancia. No muy contenta, Nieve de Limón la aceptó y comenzó a hacerle plática. Su familia era acaudalada y por ello la habían enviado a la capital. Y se notaba que le iba bastante bien por traer un hermoso vestido verde jade que resaltaba sus atributos físicos. Pero Héctor hizo lo posible por llevar una conversación normal y distanciada.

Entonces, en sus intentos de distraerse y hacerle ver qué no estaba demasiado interesado en su vida, la vio. A la musa que inspiraba sus letras, a la voz más hermosa de Santa Cecilia, la protagonista de todos sus sueños y planes futuros, y la vio caminando hacia él. Extrañamente notó sus pasos pesados y su entrecejo fruncido. Su cabeza entendió entonces que debía hacer algo rápido si no quería morir a los 19 años.

Cuando Imelda estaba a un par de metros detrás de Nieve de Limón, Héctor sonrió dejando ver sus encantadores hoyuelos.

—¡Imeldita mi amor! —exclamó para sorpresa de ambas jóvenes mientras hacía a un lado a su interlocutora para alcanzar a Imelda y tomarla de la mano —. Déjame presentarte a Alma Graciela Ortíz. Iba en la misma clase que yo en la secundaria.

Su brazo rodeando su cintura y presentación formal de la famosita Nieve de Limón logró calmar un poco a Imelda.

—Alma, te presento a mi amada, Imelda Rivera.

La sonrisa desencajada de Nieve de Limón hizo sonreír a su "alegría con miel", y él hinchó el pecho orgulloso de sí, sabiendo que con eso se ganaría el perdón de su amada novia. Con lo que no contaba, era con que la señorita elegante no tomaría bien esa noticia.

—¿El tonto de tu amigo Ernesto te dio mi carta?

Héctor consideró el calificativo algo exagerado para su gusto, sobre todo viniendo de una joven con la que no se llevaba pesado. Pero terminó por decirle que sí la había recibido.

—¿Entonces por qué ella sigue siendo tu novia? —dijo señalando con desdén a Imelda.

Sin duda, esa jovencita de alto estirpe, con botas altas y guantes a juego de su vestido verde no sabía con quién se había metido. Era difícil saber a quién de los dos le hervía más la sangre. Ellos se voltearon entre sí e intercambiaron una mirada.

—Vuelvo en un segundo —dijo Héctor dejando a su Imeldita hermosa encargarse de las palabras con aquella chiquilla mimada y grosera. Imelda lo despidió con una sonrisa amable y después volvió su mirada fulminante hacia la arpía esa, mientras la muy maldita rebuscaba entre su bolso.

—Entonces, ¿cuánto quieres por alejarte de Hectorsín?

¿Era en serio? ¿Éste espárrago desabrido la estaba sobornando para que dejara a su queridísimo y amado Héctor a cambio de unos trozos de metal?

—¿Tan odiosa eres, que debes pagarle a los hombres para que te amen?

Nieve de Limón dejó de buscar en su bolso y se sacó uno de sus guantes. Imelda arqueó la ceja previendo lo que sucedería y esquivó el intento de cachetada, atrapando el guante cuando pasó cerca de su rostro. Lo tiró al suelo y lo pisó con una sonrisa satisfecha.

Cuando Héctor volvió con un cono de nieve de limón jamás imaginó encontrarlas gritándose de cosas y despeinadas. Las cosas en verdad se habían salido de control. Al aparecerse entre ellas chifló con fuerza para llamar su atención, logrando que se detuvieran. Las examinó rápidamente. Los guantes sucios en el suelo, sus cabellos desacomodados en mechones. Había tenido otra idea para el cono, pero viendo la situación, tuvo una mejor idea.

Se acercó a Imelda y se lo entregó ante la mirada incrédula de ambas, así como de la bola de curiosos que habían presenciado la pelea. Y luego se acercó a Alma Graciela y la tomó de los brazos, siendo ésta la señal de Imelda. Imelda tomó el cono y lo volteó sobre el escote del vestido, manchándolo irremediablemente. Entonces Héctor la soltó y llegó a plantarle un beso en la mejilla a su novia.

—Y espero que aprendas a no meterte de nuevo con mi futura esposa —le dijo Héctor a una completamente humillada Nieve de Limón mientras cargaba a Imelda como si ya se tratase de su esposa y se retiraban de la plaza con orgullo.

Después de una agradable y apasionada reconciliación aquella tarde, nunca más volvieron a lidiar con las admiradoras empalagosas de Héctor.

Y nunca nadie se atrevió a volver a ofender a Imelda.

Notes:

Mi headcanon (en ese entonces) era que Imelda era unos dos años más joven que Héctor. Así que en esta historia ella tenía 17 y él 19. Por eso lo inmaduros... Además, que los sacaron de quicio.

No sé si se haya dado un dato oficial, lo investigaré en otra ocasión.

Chapter 10: Apuesta

Notes:

Aquí, Hector y Ernesto son adolescentes, les calculo unos 12-14 años aprox.

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Héctor llevaba horas escribiendo en su libreta, rayoneando, tachando, volvía a arrastrar la pluma sobre la hoja, una mancha de tinta... sabía que era así porque en aquel sepulcral silencio, hasta la maldita gota de tinta se escuchaba caer. Ernesto bufó como una forma de sacar lo desesperante de la situación.

Él mejor que nadie sabía que su mejor amigo requería cierta privacidad para poder escribir versos, rimas, y finalmente armar algunas canciones. ¡Pero aquel endemoniado silencio iba a terminar por matarlo! Recargó sus antebrazos sobre sus rodillas y se encorvó lo suficiente para poder desordenarse un poco el cabello. Eso siempre ayudaba a enfriar sus ideas un poco antes de hablar.

—No entiendo a quién quieres impresionar con esa canción, Héctor —se quejó finalmente —. Pero me estoy muriendo de hambre y tu tía no me servirá de comer si no estás presente en la mesa.

—Pues entonces muérete de hambre. Yo no me pienso mover de aquí hasta terminar con ésta canción.

Ernesto no estaba seguro qué era lo más molesto de aquella conversación. Si el hecho de que su mejor amigo lo había mandado a parir chayotes, o que el muy gallito ni siquiera había despegado la vista del papel. Él quería comer, y no porque su mejor amigo fuera una lombriz con piernas él se iba a quedar sin su dosis de carne de ternera esa tarde. Así que sólo le quedaban un par de opciones. O arrastraba a Héctor hasta la cocina o hacía que él lo siguiera. Sonrió para sí mismo en cuanto lo decidió.

Caminó silenciosamente hasta llegar a un lado de la mesa que usaba como escritorio y con un movimiento rápido le arrancó la hoja de la manos a Héctor, alzándola sobre su cabeza.

—No me importa si quieres ser un charal toda tu vida Héctor pero, al menos, yo sí quiero crecer. A las señoritas les gustan los hombres fuertes

Y con esa burda explicación sobre el aspecto físico y su directa relación con las proteínas, Ernesto desapareció por la puerta y bajó las escaleras para llegar a la cocina donde la consentidora tía Ximenita esperaba con ansias a su sobrino adorado.

Héctor había perdido a sus padres a muy temprana edad, tal era el caso que ni siquiera los recordaría de no ser por las historias que su tía llegaba a contarle y, en realidad, la tía Ximenita ni siquiera era su tía de sangre, si no la eterna amiga solterona de su madre.

Todos los jueves la tía Ximenita preparaba ternera, y Ernesto nunca se perdía la oportunidad de invitarse solo a la mesa en esos días. Pero viendo que el gorrón comía demasiado, la inteligente mujer había establecido la regla de que ella no le serviría de comer a nadie si su "Héctorsito de caramelo" no se encontraba presente

Ella sonrió satisfecha al no ver a su sobrino cuando llegó Ernesto, mientras éste se llevó ambas manos a la cara y se jaloneó la piel de las mejillas ¿En serio debería recurrir a cosas más desesperadas? Volvió a la habitación de su amigo y ahí lo vio, arrastrando su pluma como si nada más importase en todo el maldito universo.

—¡Héctor no seas cabrón! ¡Me estoy muriendo de hambre y tú sigues escribiéndole cartas a tu novia imaginaria!

El aludido sonrió para sí y dejó la pluma en el tintero y se puso de pie.

—Ella es muy real —le aclaró mientras lo empujaba a un lado, haciéndose espacio para cruzar el marco de la puerta.

A Ernesto no le interesaba saber qué tan real era la novia imaginaria de Héctor, así que al terminar de comer volvieron a la habitación y se puso a rasgar Cielo Rojo, mientras el charalito de su amigo volvía a perderse en aquella canción.

Aburrido de toda esa situación, Ernesto decidió ir de metiche a leer la letra de la canción. Su lírica era simática, pero bastante descriptiva y, al leerla, sólo una fémina en todo el pueblo de Santa Cecilia podía cumplir con todo eso a la perfección.

—A ver, a ver... ¿En serio le escribiste una canción de amor a mi futura esposa? —preguntó Ernesto arqueándo una ceja esperando una broma como contraataque.

—Ella no se va a casar contigo —le dijo Héctor mientras corregía una palabra mal escrita —y en cualquier caso, soy yo quien tiene una verdadera oportunidad con Imeldita-

—¡No le digas así! —le interrumpió —Imelda Rivera será mi esposa cuando crezcamos.

Héctor lo observó divertido.

—Te propongo algo, amigo. El viernes ambos le confesaremos nuestro sentir, cada uno a su manera. Trae todo tu arsenal si quieres. Imelda me elegirá a mí de todas maneras.

Y para el eterno pesar de Ernesto, fue justo así como sucedió. Imelda Rivera nunca sería suya pues, para bien o para mal, había terminado por elegir como esposo al "charalito" de su mejor amigo.

Chapter 11: Danza

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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"Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro."

Miguel contaba para sí mientras mantenía sus manos detrás de su espalda con la intención de llevar los tiempos del zapateado. Recordaba perfectamente a Papá Héctor dando vueltas a su alrededor marcando el ritmo de Poco Loco con sus pies.

Una sonrisa dejó ver su hoyuelo con aquella preciada memoria.

Habían transcurrido un par de años desde aquella aventura en la Tierra de los Muertos y se había ganado una reputación bastante favorecedora en la Plaza del Mariachi. Cantar era su vida, pero los zapatos eran parte de él también. Así que dedicaba un par de horas a la semana aprender a fabricar las famosas Botas Rivera, con las que practicaba en ese momento mientras esperaba a su prima.

Dio una vuelta sobre sí mientras balanceaba uno de sus pies, recordando con sumo cariño las historias de cómo Mamá Coco había conocido a Papá Julio bailando en la plaza. ¡Cómo le hubiera gustado verlos bailar!

Fue agradable descubrir que su familia le había heredado semejantes habilidades. No sólo tenía venas musicales, si no también ligereza en los pies. Aunque debía practicar muchísimo para poder llevarle el paso a su prima que, sin lugar a dudas, era una bailarina muy talentosa

—¡Miguel!

Levantó la vista y vio a su prima, Rosa, cargando su maleta, lista para que ambos se fueran a la Casa de la Cultura de Santa Cecilia, donde él pasaba la mayoría de sus tardes tocando la guitarra y últimamente también se entretenía con el grupo de danza folclórica aprendiendo a bailar para estar más que listo en la fiesta de quince años de su prima.

—Abuelita te matará si te ve zapateando con esas botas en lugar de usar los zapatos de danza que te hizo —le dijo ella mientras él tomaba su maleta del suelo para colgársela al hombro.

Ambos salieron de la hacienda caminando bajo el sol de la tarde con sus estómagos llenos, aún con el arrepentimiento de haberle aceptado otro plato de enmoladas a Mamá Elena. Afortunadamente quemaban muchas calorías bailando y caminando para todo, de lo contrario seguro rodarían por el camino empedrado si seguían aceptándole comida extra a su abuela.

Optaron por hacer una carrera hasta el aula de danza cuando estaban a dos cuadras del recinto, pero sus estómagos los terminaron traicionando con punzadas cuando apenas llevaban una cuadra y media de recorrido.

—Pésima idea, Miguel —se burló su prima con las manos en el estómago y él no pudo evitar darle la razón mientras se incorporaba despacio para recuperar el aliento e ingresar al lugar.

La recepcionista saludó alegremente a Rosa y le guiñó un ojo a Miguel, provocándole un sonrojo que intentó disimular poniendo la espalda recta y caminando como robot.

Llegaron al aula y ahí se encontraron a sus compañeros haciendo estiramientos y ejercicios de calentamiento. Rosa fue hacia los casilleros a cambiarse sus zapatos mientras Miguel optó por cambiárselos ahí mientas saludaba a sus amigos. Más tarde, llegó su profesora. Su clase comenzó y así también sus divagaciones. No es que no le gustara bailar y por eso su cerebro dejara de poner atención a todo lo que hacía para concentrarse en recordar sus vivencias en la Tierra de los Muertos... los colores cambiantes de los alebrijes, el brillo del puente de pétalos de cempasúchil, la música llenando cada rincón. Sin duda, esos eran preciosos recuerdos que siempre quería mantener frescos en su mente.

Un coro de risas lo trajo de vuelta a este mundo, y fue cuando notó que el coro de zapatos sólo estaba conformado por el ruido de sus propios pies. Se detuvo claramente avergonzado y buscó la mirada desaprobadora de su prima que sólo se frotaba la frente con la yema de sus dedos.

La profesora amablemente le pidió a Miguel que fuera a tomar un descanso y terminó por dirigirse al baño para echarse agua en la cara.

Se talló el rostro con fuerza, como si así se fuera a ir la sensación cosquilleante que había estado sintiendo mientras recordaba. Se quitó las manos del rostro para verse en el espejo cuando en el reflejo no se vio a sí mismo, si no a un esqueleto con grabados de colores debajo de los ojos y gritó ante la impresión.

Al dar un paso hacia atrás la imagen desapareció y pudo ver su reflejo de forma habitual. Se acercó para examinar el espejo cuando escuchó los pasos apresurados de dos de sus compañeros. Se volvió para verlos entrar por la puerta preguntándole si todo estaba bien.

Quiso mentir diciendo que había visto una araña, pero las palabras murieron en su garganta porque justo en el marco de la puerta, detrás de sus compañeros, vio al esqueleto de Papá Héctor guiñándole un ojo y pidiéndole silencio con un gesto.

Sus compañeros lo regresaron en sí al poner sus manos sobre sus hombros y todo volvió a la normalidad. Ya no estaba esa sensación cosquilleante de hacía un rato y, mucho menos, rastros del reflejo del esqueleto o de Papá Héctor.

Fingió una sonrisa para hacerles saber que estaba bien y decidió ir por sus cosas. Al abrir su maleta para guardar sus zapatos, descubrió que estaba llena de pétalos de cempasúchil. La cerró de nuevo con rapidez, tomó un respiro y la volvió a abrir. Los pétalos ya no estaban. Asumió que estaba cansado, o que eran alucinaciones causadas por unas almendras pasadas con las que seguro se había preparado el mole. Le dijo a Rosa que volvería a casa y tomó sus cosas para irse.

Al ir caminando de vuelta hacia la hacienda, escuchó un ladrido y al instante sintió la cabeza de un perro restregándose en su mano.

—¡Dante! ¡Amigo!

Se hincó para poder acariciarlo y mimarlo como se lo merecía, pues no lo veía desde el día de muertos pasado.

—Miguelito

La mano de Miguel se detuvo y Dante salió corriendo hacia el emisor de aquella voz. Entonces Miguel se encontró a Papá Hector, con una sonrisa cálida y sus huesos más brillantes que nunca, sin ese aspecto polvoso con el que los recordaba y con sus ropas reparadas portando un hermoso par de Botas Rivera con mucho orgullo. Abrió la boca para hablar y Héctor le hizo un gesto para que guardara silencio.

—Mi pequeña Coco necesita que le entregues esto a Rosa —le dijo mientras le extendía un collar —dijo que no tuvo oportunidad de entregárselo, pero que era para cuando cumpliera quince.

Miguel extendió la mano y al tocar el pendiente éste se hizo sólido y lo guardó en su bolsillo. Héctor sonrió enternecido.

—Es hora de volver, sólo me dieron un par de minutos—. Confesó con una sonrisa. Miguel corrió a sus brazos y lo abrazó con fuerza, como si así pudiera evitar la separación —Todos allá estamos muy orgullosos de ti, abraza a todos en casa de nuestra parte ¿de acuerdo? —Miguel sólo asintió sin despegar el rostro de las costillas de su tatarabuelo —Te queremos, chamaco. Nunca lo olvides.

—Y yo a todos ustedes, Papá Héctor.

Héctor desordenó el cabello del muchacho y desapareció en un parpadeo que dejó pétalos de cempasúchil en donde antes estuvo de pie. Miguel notó que Dante también había desaparecido y con la manga de su chamarra se limpió las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos.

Después, tomó el pendiente que le había sido entregado y lo observó con atención. Era una nota musical y sonrió. Si Mamá Coco quería que se lo entregara a Rosa para su cumpleaños, tenía que conseguirle una hermosa envoltura. Tomó su mochila y salió corriendo hacia la papelería más cercana.

Ahora tenía una nueva misión familiar que cumplir.

Notes:

Tengo una serie de headcanons, entre ellos:

-A veces los muertos pueden deambular por el mundo delos vivos si es que tienen un asunto pendiente y es posible realizarlo en cuestión de minutos.

- Se le aparecen a Miguel, ya que al haber pasado tanto tiempo en el mundo de los muertos le permitía ver cosas que otros no

-Coco era muy positiva, y a pesar de su edad, creyó que estaría presente para los XV años de su nieta.

Eso es todo por ahora.
Nos estamos leyendo!!

Chapter 12: Complemento

Notes:

Este capítulo lo escribí como regalo de cumpleaños para Dra_Aluxe (así la encuentran en X).

Chapter Text

Los rayos del sol se colaron por la ventana hacia una cama matrimonial en donde una joven pareja descansaba plácidamente. El pie izquierdo del muchacho sobresalía del enredo de sábanas y el calor del sol en su piel canela le hizo moverse despertando a su amada.

Ella, con el cabello alborotado como nunca antes se le hubiera visto, batió sus pestañas para desperezarse. Dada la intensidad de la luz que casi la cegó aún a través de las cortinas, se atrevió a adivinar que pasaban de las nueve de la mañana en un perfecto sábado donde ninguno de ellos tenía más pendientes que comer y abrazarse el resto del día.

Y podría haber comenzado así, pero su estómago no estaba para caricias matutinas.

Envuelta en la sábana, se acercó a su adorado esposo y plantó un beso sobre sus párpados.

Él abrió los ojos con una pesadez que se convirtió en una cálida sonrisa que pronto conjuró su nombre.

—Imelda

Ella sonrió orgullosa. Le encantaban esas mañanas en que la primer palabra que salía de los labios de él era su propio nombre. La agradable sensación de ser el primer pensamiento en el día de su esposo la llenaba de orgullo y una vitalidad que pondría celosa a cualquier otra mujer en todo el pueblo de Santa Cecilia.

—Desayuno, ahora —replicó ella con una sonrisa.

Él se estiró y se deshizo de las sábanas para poder buscar su ropa de entre todo el tiradero que habían dejado alrededor de la cama la noche anterior. Imelda se deleitó con la escena de su pobre compañero buscando por todos lados el calcetín que le faltaba a su pie derecho, que finalmente lo encontró sobre el tocador.

—¿Cómo rayos llegó hasta allá? —le preguntó a ella mientras lo desenrollaba sentado a la orilla de la cama. Ella simplemente sonrió.

—Es más sensato no preguntarlo, Héctor.

¡Ah! ¡Al fin! Imeldita hermosa al fin se había dignado a decir su nombre. ¿A quién le importaba la sensatez a esas horas de la mañana? Se dejó caer sobre la cama para contemplar las oscuras orbes de su esposa y le guiñó el ojo de forma coqueta. Ella seguía envuelta con la sábana, y eso la hacía lucir hermosa.

Sus hombros desnudos y su cabello suelto terminando discretamente a la altura de sus senos. Héctor sonrió para él. Definitivamente era el muchacho más afortunado de todo México.

—¿Huevos, leche y mandarinas? —preguntó aún recostado sobre la cama.

—También un kilo de tortillas, amor. Hoy pienso hacer enchiladas para comer.

Héctor tomó un sombrero de mimbre antes de salir de casa y dirigirse hacia el mercado municipal mientras procuraba que el sonido de sus tripas no lo fuera a traicionar.

Él llevaba despierto más tiempo que Imelda, pero prefería quedarse a observarla un par de minutos antes de fingir que se acababa de despertar. Aunque esa ocasión el sol le jugó una mala pasada a su pie. Aguantó un par de minutos el ardor, pero su exagerada reacción al alejarlo del rayo de sol terminó por despertar a la culpable de sus desvelos.

Cuando por fin terminaron de desayunar, Héctor se fue a limpiar el frente de la casa mientras dejaba a Imelda preparar todo para la comida.

Cada que la dejaba a solas esperaba un par de minutos en los que ella se cercioraba de estar alejada de todo y comenzaba a cantar. Tenía una voz fuerte y hermosa, la mejor representación de ella misma. Nada delicada, ni tosca. Era suave, elegante y no esperaba una multitud para ser aclamada, ella sólo quería que su corazón la escuchara. Héctor se quedó recargado en la pared para escucharla. Todo era como una paz infinita. Podría volar en esa voz si se lo proponía, navegar entre las nubes y...

—¡AH!

—¡Ponte a limpiar eso o te dejaré sin comer si sigues holgazaneando!

—¡Ay mi amor!

—¡Y tráeme mi bota!

Esperando su comida en el comedor, Héctor la podía escuchar tarareando en la soledad de su cocina. Se vio tentado. Ir por su guitarra y tocar una suave melodía para acompañarla. Pero al final terminaba por desistir de la idea si no quería enfrentarse a la legendaria puntería de sus lanzamientos de bota.

Pero su paciencia siempre era bien premiada, y lo sabía cada que Imelda servía los platos de ambos y se sentaba exactamente junto a él, para permitirle pasar su brazo por encima de sus hombros y aspirar el aroma de su cabello mientras ella apoyaba su mano en su muslo, disfrutando la cercanía tan agradable que se brindaban.

Al terminar de comer, se encontraron en una encrucijada a la que terminaban por enfrentarse todos los sábados. Pero al final siempre terminaban por hacer lo mismo.

Así, Imelda, radiante en un largo vestido con el escote que tanto volvía loco a Héctor, y él, armado con sus mejores zapatos y su mejor camisa, terminaban bailando en la Plaza del Mariachi.

Porque al caminar salían flores blancas y moradas, pero al bailar provocaban incendios en la plaza que terminaban en la intimidad de sus sábanas.

Porque al bailar ellos conversaban de las cosas más interesantes, como el color del cielo, que era rojo para ella, mientras veía las últimas nubes del atardecer, porque el fuego del atardecer era tan radiante como la eterna sinceridad en las comisuras de Héctor. Pero era índigo para él, que ya comenzaba a ver estrellas que no hacían más que resaltar el brillo de los ojos de Imelda.

Tantas vueltas los habían vuelto locos, porque todo ellos era positivismo, porque en las noches de lluvia que ponían melancólica a Imelda, ella siempre encontraba su lugar seguro entre sus brazos. Porque nigún día era malo para Héctor si al caer la noche ella lo acunaba en besos y suaves canciones para calmar sus preocupaciones.

Porque él sacaba todo el amor que Imelda se negaba a mostrarle a todos.

Porque ella creía en él, y era el mayor apoyo para Héctor.

Porque ellos no eran opuestos. Ellos eran complemento perfecto.

Irradiando alegría, paz y fuerza. Así era su amor.

Chapter 13: Fotografía

Notes:

ADVERTENCIA:

MUCHO ANGST

No se preocupen, este oneshot es un caso aislado y no afecta a la continiudad y no-continuidad de mis otros capítulos.

En realidad, lo escribí como una forma de desahogarme (y vengarme) de una sesión de chismesito en Discord que me tenía retorciéndome del dolor porque parecía batalla de headcanons tristes y desgarradores.

Una amiga escribió un oneshot
https://www. /solesisita/168302476880/el-regreso-de-miguel
y éste es mi aporte como su secuela.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Habría pasado ya cerca de un año de aquella noche en la que llegó a la Tierra de los muertos para, finalmente, quedarse para la eternidad.

Era su primer Día de Muertos, y la primera vez que podría ver a sus padres, abuelos, tíos y primos de nuevo.

Especialmente a su hermanita Coco.

Estaba formado con el resto de su familia, esperando al escáner a reconocer su rostro, demasiado ansioso por cruzar el puente de pétalos de cempasúchil. Pero ocurrió lo impensable. El sonido de error y una enorme equis roja emanaron de la computadora.

—¿Qué?

El asombro colectivo fue desalentador, especialmente porque le daba a entender a Miguel que no había sido una alucinación, ningún error.

Héctor, que aún no se enfrentaba al escáner, posó su mano sobre su hombro y con una mirada les dijo a Imelda y al resto de los Rivera, que se quedaría a cuidar al pequeño.

Nadie mejor que él sabía lo que se sentía no poder cruzar el puente.

Volvieron a casa, mientras que Imelda prometió averiguar lo que sucedía. Nadie en su familia se quedaría sin la oportunidad de visitar el mundo de los vivos si es que dependía de ella.

Al llegar a la zapatería de la familia, se encontraron con el hermoso altar que cada año se esmeraban en poner y, efectivamente. La foto de Miguel no estaba ahí.

Recorrió los pasillos y las habitaciones. No había gente. Hasta que escuchó un suave murmullo en la habitación que alguna vez había sido de Coco. Al asomarse por la puerta encontró a su tataranieta rezando.

No sé habría quedado ahí de no ser por las palabras que salían de su tierna voz.

Era una plegaria hacia Miguel, pidiéndole por favor que no la dejara sola nunca, y que su madre lo necesitaba más que nunca, abuelita igual.

Ambas habían prohibido poner la foto de Miguel en la Ofrenda. Porque hacerlo era aceptar que Miguel se había ido. Era aceptar que Miguel había muerto.

Había sido desgarrador el haberse enterado de eso hacía ya tantos meses atrás. Y, aunque velaron y enterraron un cuerpo, ambas mujeres se negaban a la idea de que se tratara de Miguel.

—Abuelita y Mamá creen que aparecerás de nuevo mañana en la mañana —explicó ella con el rostro cubierto de lágrimas —justo cómo hiciste la otra vez, antes de que yo naciera.

Coquito siguió explicando que su abuelita había vuelto a prohibir la música. Porque Miguel había desaparecido una vez por su culpa. Y cuando más se había dedicado a ella, sucedió.

—Y yo… Creo que también la odio por llevarse a mi hermano.

Notes:

Todavía duele....

Pero lo bueno es que es el único así, sigamos con la programación habitual.

 

Nos leemos pronto.
AlegatorKirsche ⭐

Chapter 14: Pajarito de cempasúchil

Notes:

Tenía ganas de algo de fluff con los primos.

Espero les guste :D

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Calma y oscuridad, esa infinita paz de la que no quieres alejarte.

"Dirás que es raro lo que me pasó."

Pero en la lejanía se escuchaba una dulce voz, infantil, pura, cristalina.

"Parece que anoche te encontré en mis sueños."

Definitivamente era la voz de una niña... y no de cualquier niña.

—¿Coco?

—¡Miguel! ¡Despertaste!

Abrió los ojos de golpe para encontrar la radiante sonrisa chimuela de su hermana de escasos seis años de edad. Ella le picaba la nariz de forma juguetona y él terminó por apartar su mano para deshacerse de la sensación de comenzón que le había dejado.

Se llevó las manos a la cara para desperezarse y sintió el peso se su hermanita trepando la cama para irse a sentar a donde ella atinaba que estaba su estómago.

—Abuelita se pondrá furiosa si no te levantas y vas a traer los huevos para el desayuno.

—Pero si fui antier —se quejó con la mitad del cuerpo debajo de las cobijas mientras comprobaba a tientas el estado de su cabello

—Ya sé. Pero no olvides que ayer Rosita hizo un pastel para la kermés.

—Pastel que su "pretentonto" compró completo y ya ni siquiera pudimos probar —agregó él rodando la mirada— oye "Pajarito", ¿Me vas a dejar levantar o tendré que quitarte a la fuerza?

Coco se comenzó a reír y se aferró a las cobijas.

—¡Nunca me derrotarás!

Los gritos y carcajadas de ambos hermanos se escuchaban hasta la calle. Abel, que recién había salido de su habitación, se topó a Miguel en el pasillo con Coco colgando sobre su hombro como un costal de azúcar.

—¡Hola Abel! ¿Me ayudas?

—No le ayudes —sentenció Miguel —me la voy a llevar al pueblo para intercambiarla por dos kilos de huevo —agregó guiñando un ojo.

—¿Vas a ir al mercado? —preguntó de pronto Rosa, asomándose por la puerta de su recámara.

Los tres presentes dejaron a un lado su conversación para hacer una burla colectiva en perfecta sincronización

—Uuuuuhhh

Rosa se arrepintió en ese momento de haber intervenido y le tomó bastante de su fuerza de voluntad él no sacarse su bota para silenciar al par de mensos que la miraban con una ceja arqueada.

—No somos mensajeros de amor, Rosita —dijo el menor con una voz extremadamente melosa.

—Además lo vas a empalagar con tantas atenciones —agregó su hermano.

—¡Y no nos guardaste pastel! —agregó Coco meneando brazos y piernas aún sobre el hombro de Miguel.

—¡Ni siquiera he-!

Replicó ella con los puños a los costados cuando los gemelos Benny y Manny aparecieron de la nada. Uno de ellos con el celular rosa de su hermana en la mano mientras el otro pedía silencio para que su hermano pudiera hablar.

—"Rosita de pastel, muchas gracias por la linda tarde ayer. Cocinas excelente. Besito, corazón. El Brayan".

—¡QUÉ! —gritó Rosa lanzándose a asesinar a Benny, mientras Manny intentaba contener la furia de su hermana. Benny dejó el teléfono en el suelo, mostrando la pantalla oscura.

—¡Era una broma! —confesó mostrando las palmas de las manos en forma defensiva.

Al final, todos terminaron por ser enviados al mercado a comprar todas las cosas del mandado por todo el escándalo que habían armado esa mañana. Rosa llevaba a Coco de la mano y gemelos se encargaron de pagar y pedir las cosas en los puestos. Abel y Miguel cargaban las bolsas más pesadas.

Cuando iban de regreso, con el sol que ya le daba un resplandor dorado a las blancas paredes de las casas, apareció el susodicho, el "pretentonto" de Rosita.

—"Qué bonitos ojos tienes, debajo de esas dos cejas"

Los ojos de los cuatro primos rodaron con tal intensidad que por un instante todos los tuvieron tan blancos como los huevos que Miguel llevaban en el cartón.

—Rosita, ¿Quién es ese? —preguntó Coco.

El color se subió a las mejillas de la mayor al darse cuenta de que su pretendiente había aparecido justo en la presencia de sus hermanos y su primo. Qué si bien no se lo decían de frente, era bien sabido que ellos se encargaban de ahuyentar a cualquier muchacho que no consideraran digno de sus atenciones.

El muchacho se acercó a saludar, no demasiado intimidado por las miradas asesinas de los presentes. Aunque tentó a su suerte cuando quiso saludar a la pequeña Coco. Y falló miserablemente.

—Mamá dice que no hable con desconocidos si no estoy con ella —dijo mientras se soltaba de su prima y corría a abrazarse con su hermano.

—Pero no soy un desconocido, soy amigo de Rosita.

Entonces Coco frunció el entrecejo y se soltó de su hermano para poner ambas manos sobre su cadera, y por un instante esa pose le recordó a Miguel a Mamá Imelda.

—No conozco tu nombre completo, dónde vives, a qué te dedicas y mucho menos de las pretensiones que tienes con mi prima —. Dijo con voz firme, sin dudar un instante de cada una de sus palabras —. Para mí, eres un desconocido.

La expresión en el rostro del muchacho no tuvo precio, tal fue el caso que todos los presentes estallaron a carcajadas ante su reacción. Incluyendo a Rosa.

Coco los miraba contenta, pues sabía que su discurso había sido del agrado de todos ellos. Entonces, volvió la mirada hacia el camino que llevaba a casa, cuando lo vio.

—¡Dante!

Todos dejaron sus carcajadas en el olvido para seguir la dirección que Coco les había señalado. Los ojos de todos se abrieron con asombro y la más pura ilusión llenó sus pechos. El xoloitzcuintle meneó la cola y siguió su camino. Ni siquiera se hubieran dado cuenta de que ya todos iban corriendo tras su viejo amigo de no ser porque el pretentonto les gritó a lo lejos.

¿Por qué justo esa mañana Miguel se había ofrecido a cargar el cartón de huevos? Con algo de amargura escuchó el ladrido de Dante, mientras veía a todos sacarle una ventaja cada vez mayor. Cada que intentaba acelerar el paso se regañaba así mismo. Cuando se dio cuenta, estaba solo.

— Ay mijo, no te enojes, pero precisamente mandé a Dante a distraerlos a todos.

Miguel volteó completamente sorprendido y abrió la boca del puro asombro de ver a Papá Héctor justo a un par de pasos de él.

—¡Papá Héctor! —gritó eufórico —¿Pero cómo?

Héctor se rascó la nuca para pensar una forma sencilla de explicarse.

—Creo que esto es culpa tuya y de tu hermana —comenzó, logrando que Miguel ladeara la cabeza intentando comprender —tú puedes vernos dado que pasaste mucho tiempo en la Tierra de los Muertos la primera vez —. Miguel asintió comprendiendo —. Pero Coquito tiene algo especial. De vez en cuando ella abre pequeños portales de flor de cempasúchil. Así es como llegué aquí. Bueno, en realidad Dante fue quien entró y yo lo seguí. Cuando me di cuenta estaba en Santa Cecilia y los vi a lo lejos hablando con un muchacho.

—Pero ¿cómo sabes que es Coco quien los abre?

—No lo sé, pero siempre que Dante desaparece por esos portales regresa con algún dibujo, un listón o algo de Coquito. Asi que decidí seguirlo a ver qué sucedía.

—¡Entraste por el portal sin saber si funcionaba siquiera! —exclamó Miguel alarmado.

—Mijo, te recuerdo que nadie me puede ver salvo tú, así que a ojos de todos le estás gritando a la nada, y seguramente te ves muy ridículo.

La sonrisa burlona en su tatarabuelo no ayudó a su causa. Se masajeó el puente de la nariz procesando la información.

—¿Entonces cada que Dante aparece por acá es porque cruzó un portal que abrió Coco?

—No. Dante puede cruzar a voluntad. Pero cada que cruza un portal de pétalos regresa con algo de mi pequeñita, por lo que todos en casa asumimos que ella es quien los abre.

—Y enviaste a Dante a distraerlos a todos...

—Porque todos pueden verlo, y sólo tú nos puedes ver a los muertos. Debes aceptar que sin duda es una idea genial, o tendrías a todos aquí haciendo preguntas al aire.

Miguel siguió caminando mientras conversaba con Papá Héctor. Entre las teorías que los llevaban a pensar en que era Coco quien abría los portales que es su frecuencia aumentaba con la edad de la pequeña. Para Miguel y el resto de la familia Rivera que seguía con vida, no era notorio porque Dante puede cruzar cada que quiere, pero para los Rivera que estaban en La Tierra de los Muertos, la presencia de dichos portales había aumentado, muchas veces siendo el llamado para que Dante cruzara el portal.

—¿Crees que sea porque Coco necesita a su guía espiritual?

—Podría ser. Fue tu guía antes que quedarse conmigo allá.

Aprovecharon para que Miguel se pusiera al tanto con las cosas en la Tierra de los Muertos. Imelda había expandido su catálogo de zapatos y botas, puesto que ahora hacía también los zapatos de las bailarinas que trabajaban con Frida y Ceci, mientras Óscar y Felipe tenían más libertades de ponerse a inventar calzado nuevo. Victoria y Coco se habían apuntado a clases de baile, mientras que Julio se ponía a practicar con ellas en casa, ya que no le gustaba dejar descuidados a sus zapatos. Héctor había estado trabajando muy duro para ir saldando muchas de las deudas y favores que había acumulado en sus años de Olvidado. Y Rosita...

—¡Cierto! Ella me pidió que si podía hablar contigo, para el próximo año le pusieran un recetario de pasteles en la ofrenda. Dice que quiere actualizarse un poco.

Al llegar a casa, notó a su hermana y primos jugando con Dante en el patio, seguramente ya llevaban ahí varios minutos.

—¡Miguel, apúrale! ¡vamos a tomar una foto!

Héctor asintió con su cabeza y Miguel fue a dejar el cartón de huevos a la cocina, volviendo con sus primos para poder tomarse una foto. Al acomodarse, Miguel volvió la vista a un lado cuando sintió el frío de la mano de Héctor posarse sobre su hombro, posando para la foto, aunque fuera obvio que no podría aparecer.

Aquella, era una de las fotografías favoritas de Miguel. Porque fue la primera de muchas fotos en las que, si las cámaras fueran mejores, pudiera haber aparecido el rostro de su Papá Héctor.

Luego de la fotografía Dante ladró para llamar la atención del esqueleto.

—Creo que eso será todo por ahora —le dijo mientras intentaba alborotarle el cabello. Ya veremos si Imelda se anima a cruzar la próxima vez. Miguel sonrió sólo de imaginarla ahí —¡Y cuida bien a las joyas de la familia!

Miguel se despidió con la mano en la dirección de Dante con una cálida sonrisa. Cuando Dante desapareció en una sombra, Miguel pudo ver el montón de pétalos de cempasúchil que quedaron a su partida. Aunque él fuera el único capaz de verlos.

Sus primos volvieron al interior de la casa y Coco se acercó a él para tomar su mano.

—¿Con quién hablabas? ¿Era Papá Héctor?

Miguel sonrió enternecido y cargó a su hermana en un abrazo.

—Sí, y me pidió que te cuidara muchísimo a ti y a prima Rosita. Dice que ustedes son las joyas de la familia.

—Eso es porque Papá Héctor tiene buen gusto con las mujeres. Mamá Imelda opina igual.

Las risas de ambos llenaron el patio mientras se dirigieron hacia el comedor. Ya olía a desayuno.

Ahora, Miguel no tendría que esperar todo un año para poder ver a sus familiares, sólo tendría que averiguar qué era lo que hacía su hermana para abrir esos portales.

Notes:

Te quiero mucho, pequeña Coco

Chapter 15: Dolor

Notes:

ADVERTENCIA:

ANGST

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Rosa era la encargada de llevar sus medicinas y ayudarlo a ponerse sus gotas tal como indicaba el tratamiento. Respiraba profundamente para tranquilizarse a sí misma antes de tocar la puerta con timidez y así su primo, Miguel, le indicara que podía pasar.

—¿Miguel? Soy yo —comentó ella rezando porque su primo no demorara en responder y ya tuviera puesta su pijama.

—Claro Rosa, pasa.

Ella tomó aire y abrió la puerta con una sonrisa. Debía darle ánimos a su primo favorito. Pero esa sonrisa era también el escudo ante la escena que presenciaban sus ojos.

Miguel tenía la mirada fija en la ventana mientras estaba sentado al borde de la cama con su pijama bien puesta. Sus facciones, ahora más maduras al tener ya dos décadas de vida, dejaban en claro para ojos que tenía la mandíbula tensa aún cuando su semblante dijera que se encontraba sereno.

Ella se dio ánimos en su cabeza antes de hablar.

—¿Quieres que te traiga más chicles? La mandíbula tiene que estarse ejercitando. —Los vio tragar saliva antes de volver la mirada hacia ella para responder.

—No, prefiero que me traigas más agua. La boca se me seca como el mismo desierto.

Ella asintió y dejó la charola que traía sobre la cómoda, dándole la señal a su primo de que era hora de ingerir los medicamentos.

Miguel se puso de pie y caminó con cautela hasta la cómoda para tomar las pastillas y tragarlas con ayuda del vaso de agua. Después se giró para enfrentarse a su cama y suspiró. El alma se le atoró en la garganta a su prima y ambos hicieron el esfuerzo por bromear y aligerar el ambiente.

—Con todas esas almohadas se podría construir todo un fuerte.

—Una guerra de almohadas estará genial cuando el doctor diga que puedes.

Miguel se irguió un poco más. Rosa sabía que estaba intentando ser fuerte. Así que se adelantó y movió las cobijas para hacerle espacio.

Con el dolor de su corazón, Miguel se sentó al centro de la cama, con la espalda recargada sobre la pared mientras Rosa le acomodaba las almohadas alrededor. Siempre pensaba que era exagerada la cantidad de almohadas y cobijas con que ella se empeñaba en cubrirlo, en inmovilizarlo, pero a los dos minutos él mismo sentía que faltaba más.

Cuando terminó de asegurarse de que esta vez él no se movería le dedicó una mirada maternal. Miguel podía sentirla aún sin atreverse a cruzar su mirada con ella. Y se le hizo un nudo en la garganta. Ellos se inclinó y besó su cabeza.

—Iré a traerte agua fresca.

Él apenas murmuró un gracias cuando la vio cruzando el marco de la puerta.

En el trayecto a la cocina Rosa se permitió respirar de forma sonora para tranquilizarse y deshacer el nudo de su garganta, y una vez ahí tomó una jarra de agua y un vaso con popote que tenía los dibujos de la película favorita de Miguel. Sonrió ante el recuerdo de la tarde en que la tía Luisa había comprado ese vaso, así como al pequeño Miguel de diez años paseando el vaso hasta el baño para usarlo al lavarse los dientes.

Al volver a la habitación tocó la puerta más para anunciar que había vuelto que para pedir permiso de entrar. La cara serena de Miguel no hacía más que ponerle la piel de gallina. ¿De cuánto era capaz su primo por mantener su entereza?

Le sirvió el agua y cuando lo vio dejar el vaso sobre su buró, ella tomó las gotas.

Miguel ladeó la cabeza. El lazo izquierdo primero, el que dibujaba su hoyuelo cuando estaba de buen humor.

Una, dos gotas.

Se sentó al pie de la cama para voltear la cabeza como su primo y funcionó tal como esperaba. Había vuelto a ver el hoyuelo.

Pasados unos momentos le extendió un trozo de papel para limpiarse y ladeó la cabeza del otro lado.

Una gota, notó el leve movimiento de su cabeza ante el contacto frío del líquido.

Dos gotas, vio los vellos de su brazo erizarse y su brazo adquirió el aspecto de una pieza de pollo cocido.

Se quedó con él para asegurarse de que estaba bien. Quería analizar su reacción al dolor.

Aún movía la cabeza, aún se arqueaba ligeramente por el dolor.

Aún faltaba más tiempo para sanar.

Pasados unos minutos se acercó a él y lo abrazó a su pecho. Besó su cabeza una vez más y sintió las lágrimas acumularse en sus ojos. Aún así encontró la voz para poder hablar sin que se escuchara tan rota.

—Te veo mañana en la tarde. La Tía Gloria vendrá a ponerte las gotas en la mañana.

—Sí, gracias.

Rosa se puso de pie y le dio la espalda mientras recogía las medicinas.

—Rosa…

La voz de Miguel estaba tan rota como la de ella.

—¿Sí? Dime.

—¿Cuándo me devolverás mi guitarra? —ella se tensó ante la pregunta, pero la ayudó a recomponerse y a sonar firme.

—Cuando puedas escuchar bien de nuevo.

Se apresuró a salir de la habitación, con las lágrimas escurriendo alrededor de sus mejillas. Se habría tirado al piso en ese momento, pero fue a la cocina a dejar las cosas antes de lanzarse a su cama a llorar como su alma lo exigía.

Hacía frío como en cualquier enero, pero esta vez las siempre presentes mandarinas no le bastaron a Miguel para evitar contraer una infección en la garganta que se le pegó en la escuela.

La infección se incubó de forma silenciosa y asintomática, y cuando se presentó fue porque ya había invadido sus oídos también.

El dolor lo hacía gritar por las noches, la primera de estas fue Rosa quien lo fue a ver, encontrándolo hecho un ovillo cubierto en lágrimas de dolor.

Pero era un dolor que carcomía hasta el alma.

El doctor limpió y revisó sus lastimados oídos y mandó la medicación correspondiente.

Habían pasado ya unos días y había cierta mejora. Pero el semblante de Miguel se mantenía sereno a vista de otros.

Pero Rosa lo conocía bien para saber que las noches él se retorcía con el dolor y el miedo.

El miedo de no volver a escuchar perfectamente como antes.

Pero sólo quedaba algo por hacer. Que Miguel siguiera todas y cada una de las indicaciones al pie de la letra. Porque él era el corazón de la familia.

Su música era el alma de los Rivera, y ella se encargaría de cuidar eso, aún en contra de su voluntad.

Miró dentro de su ropero el estuche de la guitarra que alguna vez fue de su tatarabuelo.

—Papá Héctor, ojalá puedas animarlo un poco en sueños esta noche — dijo al aire mientras se abrazaba a sí misma con las lágrimas ya empapando su blusa —Es demasiado doloroso ver cómo su alma se desquebraja con cada día que pasa… Por favor.

Notes:

Contexto: en esa ocasión tuve una fea infección en el oído, por lo que me quedé medio sorda varios días en lo que la infección cedió... y era terriblemente molesto e incómodo poder dormir sentada. Después pensé en cómo sería esa situación para alguien que depende mucho de su oído... como Miguel.

En fin, eran las 4 am cuando me desperté y escribí esto, necesitaba desahogarme de alguna manera ;)

Chapter 16: Juguetes

Notes:

Capítulo especial por el día de Reyes

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Gloria observaba a sus sobrinas desde el marco de la puerta de la cocina mientras esperaba a que Luisa terminara de servir el agua de limón en una jarra para llevarla al taller con el resto de los Rivera, que se encontraban trabajando arduamente en tener unos pedidos terminados para esa misma noche.

—Presiona con fuerza, Coco. Debes cortar la masa para que queden bien hechas las galletas. La pequeña de seis años marcó toda la masa con figuras de estrellas, coronas y corazones para hacer las galletas que esa noche servirían en un plato para la visita de los Reyes Magos.

—Dejen limpia la cocina cuando terminen —fue lo que les dijo Luisa al caminar hacia la puerta con la tía Gloria.

—¡Sí! —gritaron ambas primas al unísono.

Al poco tiempo Rosa metió las charolas con galletas en el horno e hizo tiempo con la ayuda de Coco mientras lavaban todos los trastes que habían ensuciado.

—Y les pedí un nuevo juego de té para que podamos platicar más cómodamente en las tardes —explicaba Coco mientras terminaba de ennumerar los tres juguetes que había escrito en su cartita de ese año.

—Si te lo traen, yo creo que hasta Abuelita se meterá a platicar con nosotras con tal de usarlo.

Ambas primas comenzaron a reírse ante la idea de tener a su abuela sentada en una sillita de colores tomando té y comiendo galletas de cartón mientras hablaban de sus aventuras escolares.

En ese momento Abel entró a la cocina.

—Rosa, ¿unas bandejas para el agua? —preguntó a su hermana y ella cruzó los brazos sobre su pecho.

—Creí que Miguel, Manny y Benny se encargarían de eso. Esucharon las carcajadas de los más paqueños antes mencionados.

Salieron al patio y ahí se encontraron a Miguel y a Dante persiguiendo a sus primos. Rosa bufó algo exasperada y silvó con fuerza para llamar la atención de todos. Dante, al ver a Coco corrió hacia ella para lamerle el rostro con mucha energía dejándola llena de baba.

Al cabo de unos minutos Coco estaba parada debajo de la sombra de un árbol junto a los gemelos mientras éstos gritaban instrucciones a su hermano mayor y a su primo.

—Abel, más a la izquierda

—Miguel, más a la derecha... ¡no tanto! Coco les preguntó por qué esas exigencias y ellos le explicaron que debían caber a la perfección un caballo, un camello y un elefante.

—Si no tienen espacio suficiente para descargar los juguetes y tomar un descanso, ¡no nos dejarán nada bueno!

Los tres primos mayores se quedaron a cargo de la casa mientras el resto de la familia salía a hacer las entregas pendientes y a comprar una deliciosa Rosca de Reyes para la mañana siguiente.

Rosa decoraba las galletas bajo las instrucciones de Coco, mientras Abel y Miguel les enseñaban a Manny y Benny a bolear para dejar sus zapatos Rivera como nuevos.

Más tarde, Miguel estaba en la recámara de Coco jugando al té mientras él lustraba las botas de su hermana.

—Me encanta cómo siempre las dejas como nuevas, Miguel —decía ella mientras servía algo de té de limón en una de sus tazas de juguete y acomodaba una de las galletas que había hecho con Rosa en un platillo. Miguel la miró de reojo para ubicar el platito con la galleta.

—Recuerda lo que Mamá Imelda siempre decía...

—Una bota reluciente siempre te traerá mejores juguetes —recitó ella a la perfección dibujando el hoyuelo en la mejilla de su hermano.

Al caer la noche, con los adultos de vuelta y después de haber cenado unos ricos tamales, todos los primos arrastraron su colchón a la habitación de los gemelos para hacer una especie de pijamada en donde esperaran por la llegada de los Reyes Magos.

Aunque los dos más inquietos estaban desesperados por salir, Abel les contó historias de cómo eso no era buena idea.

—Por que si los llegas a ver, nunca más te traerán regalos.

Miguel además les contó cómo Papá Héctor una vez los vio y ya nunca le trajeron juguetes.

Al cabo de un rato todos se quedan dormidos, y Coco es la primera en escabullirse de los brazos de su hermano para ir a ver a la sala.

—¡Migue! ¡Miguel! ¡Despierta! El escándalo de la pequeña hace que todos comiencen a reaccionar y corran hacia la sala.

La imagen de las muñecas y las pistas de carreras los reciben y todos corren a ver de quién es cada cosa.

Abel está encantado con las figuras de super heroes, su nuevo FIFA y una playera edición especial de la selección.

Rosa ama que al fin le hayan traído esa Barbie que pidió por años, además de la tenaza para el cabello y un paquete de libros de la saga juvenil de moda.

Miguel está que no cabe de alegría por recibir el Rin y las nuevas figuras de sus luchadores favoritos, micrófonos nuevos para su karaoke y la colección de películas Pixar más recientes que aún le faltaba adquirir.

Manny y Benny miran maravillados que sus juguetes van a juego y complementan a la perfección lo que tiene su hermano. Es casi como haber recibido seis regalos en lugar de tres. Se lanzan directamente a sus autos de control remoto para salir al patio a reconocer el terreno, cuando se les termine la pila regresarán para armar un híbrido super largo con sus pistas de carreras antes de jugar a los piratas en su habitación aprovechando que los colchones de todos se encuentran ahí.

A la que sin duda siempre le va mejor, es a la pequeña Coco. Que no sólo ha recibido muñecas nuevas y una casa, también tiene un teclado de juguete, un kit de diseñadora de modas, unos patines con equipo de protección de su caricatura favorita, un nuevo tutú que está ansiosa por estrenar en su clase la próxima semana y sus ojos brillan al ver el nuevo juego de té de cerámica en tamaño real que se pasó presumiendo a toda la familia y amigos hasta Semana Santa.

Miguel se encargaba siempre de hacer un recuento de todos los regalos y las anécdotas más curiosas para mandarle una carta al resto de los Rivera por medio de Dante.

"Entonces me pasé el resto de la tarde jugando al té con Coco en compañía de mis luchadores y sus nuevas muñecas. Para su cumpleaños le regalaré un recetario de galletas para que deje de darme las de cartón.

Les mando un fuerte abrazo a todos
Los quiere, Miguel"

Terminó de leer Héctor mientras el resto se recomponía después de la anécdota de aquel día.

—La pequeña es un estuche de monerías —dijo la tía Rosita mientras soñaba con la imagen del nuevo juego de té.

—Lo mejor es que tiene todo el amor y apoyo de la familia para alcanzar sus sueños —agregó Mamá Imelda.

—Especialmente de nuestro Miguelito, que se ve que siempre la va a cuidar como se merece.

Comentó Héctor guardando la carta mientras inflaba su caja torácica con orgullo. El resto de la familia sonrió.

—Es un Rivera.

Notes:

¿A ustedes sí les traían lo que pedían?

Chapter 17: Regalos

Notes:

Este también es especial por el Día de Reyes, pero está ubicado unos años antes que el anterior...

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Haber recuperado la música era un gran logro para él, ya podía poner algo de música en casa para hacer la tarea e incluso se había hecho de más amigos cuando les preguntó a sus compañeros de clase por sus cantantes y bandas favoritas.

Además, había alguna que otra niña en clase que aprovechaba la extrema curiosidad de Miguel por la música para compartirle sus canciones románticas favoritas, además de enseñarle a bailar.

Pero la mejor parte, era que podía compartir todo eso con Mamá Coco y ella había recuperado su lucidez como si hubiese rejuvenecido unos cinco años al menos.

—Ay mi niño, a esa muchachita en serio le gustas, cielo. —Miguel se detuvo en plena representación de lo que le contaba a su bisabuela.

—¿En serio?

—Te está enseñando a bailar y debo decir que tiene buen gusto para la música—agregó la anciana arqueando una ceja en su cuarteada piel.

Los colores llegaron al rostro de Miguel, que se lo cubrió con las manos mientras gritaba avergonzado.

—¡Mamá Coco!

Miguel se acercó a ella para hincarse y quedar recostado sobre su regazo para permitirle a su mejor amiga de la vida a acariciar su cabello.

—Mi niño precioso.

Las vacaciones de invierno llegaron y Miguel pasaba buena parte del día atendiendo los mandados y favores que le pedía su mamá. Pero cuando tenía un tiempo libre, acudía a Mamá Coco para ponerle alguna canción que le había gustado recién, además de mostrarle algunos pasos de baile que estaba practicando.

—Deberías apuntarte a clases de Danza con Rosa, se ve que tienes el don, justo como mi Julio. Miguel se detuvo en el acto. Si había algo mejor en la vida que bailar y cantar, eso era escuchar las historias divertidas de su familia que le contaba Mamá Coco.

Porque envueltos en cobijas, y con un jarrito lleno de chocolate caliente, las tardes de invierno eran vacaciones geniales.

Las posadas con canciones, la cena de navidad bailando, recibir el año nuevo con una enorme fiesta... Pero entonces vio a todos los niños, Manny y Benny incluidos, haciendo su cartita para los Reyes Magos.

Sabía que era su última oportunidad para que le trajeran juguetes ya que aún no cumplía los 13. Por eso quería que esa carta fuera especial.

La tía Carmen sacó a Mamá Coco a tomar el sol un rato después del desayuno antes de volver dentro y ayudar a su pequeños a escribir la carta que esa noche dejarían en sus zapatos. Miguel se acercó a saludar y se acercó un banquito para sentarse junto a su bisabuela.

—Mamá Coco, ¿Qué pedíste de Reyes cuando tenías 12?

La anciana sonrió para ella y tomó el rostro de Miguel con cariño.

—Una hermosa muñeca que estaba en la tienda de Don Evaristo. Sí me la trajeron.

—¿La muñeca que siempre sentabas en tu tocador? —preguntó él, ella asintió.

—Pide algo especial.

Miguel se quedó pensando un momento antes de ponerse a escribir. Mamá Coco espió el contenido de esa carta y sonrió enternecida. Sin duda su niño hermoso era alguien por demás especial.

Esa noche todos los Rivera habían lustrado sus botas y zapatos para dejarlos en la sala a la espera de los Reyes Magos. Sólo Manny, Benny y Miguel dejaron su carta y se fueron a dormir.

Sin duda fue una noche larga para Miguel, preguntándose una y otra vez si la magia de los Reyes Magos podría con eso. Esperaba que sí.

Cuando despertó vio el sol que comenzaba a colarse por la orilla de la ventana, se puso algo en los pies y salió corriendo hacia la sala. Ahí se encontró a sus primos jugando y buscó sus regalos. Encontró una nota. Temeroso la tomó y se encontró con un texto en recortes de revista. "Está afuera". Miguel salió corriendo, en el camino casi estrellándose con Abel mientras Rosa lo regañaba por casi haber tirado el chocolate caliente. Al llegar a la puerta que daba acceso al patio, Miguel se detuvo, con el alma pendiendo de un hilo. Inhaló algo de valor y abrió la puerta. Y ahí estaba su regalo.

Dante estaba acostado dentro de una casa de madera con su nombre en ella, mientras mordisqueaba un enorme hueso de carnaza con un moño rojo y tenía a un lado un par de bandejas para su agua y su comida con su nombre en ellas.

—¡Dante! Al escuchar su nombre, el Xoloitzcuintle se puso de pie dejando ver el collar rojo que adornaba su cuello y la orgullosa placa con forma de hueso con su nombre ahí grabado.

Miguel corrió hacia él y Dante saltó a sus brazos, ganando en el peso y dejando a Miguel en el suelo mientras lo cubría de baba.

Era el mejor regalo de Reyes de la vida.

Notes:

Por el momento, es todo lo que tenía pendiente de publicar.

Ya el tiempo dirá si vuelvo con capítulos nuevos.

 

Espero que los hayan disfrutado y, mientras tanto, pueden pasarse a mis otros fanfics, aunque son de otros fandoms, tal vez encuentren algo que les guste.

No se olviden de comentar y de compartir el fic.

¡Nos estaremos leyendo!