Chapter 1: Prólogo: Figuras de madera
Notes:
¡Volvemos a la Tierra Media!
Después de un parón largo, vuelven las aventuras de Elin, Legolas y compañía por la Tierra Media. Intentaré ser constante en mis actualizaciones, ¡pero no prometo nada!
Por ahora, espero que disfrutéis del prólogo. ¡Feliz Día Hobbit!
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Las palabras de la locutora se perdieron brevemente. La vieja radio solía captar interferencias y Alfie se levantó con dificultad de su sillón para volver a sintonizarla. Normalmente, con un par de toques a la rueda y mover ligeramente la antena se arreglaba la situación, como así fue en esa ocasión. La locución volvía a escucharse alta y clara y Alfie dejó la radio tranquila, en la repisa de la chimenea.
Sonrió una sonrisa triste y cansada, llena de arrugas en un rostro que había vivido más años de los que le pertenecían. Su sobrina Elin siempre le insistía en que se comprara una tele nueva; o, al menos, un buen equipo de música. Pero a él le gustaba esa radio. Se la había regalado hacía años alguien muy querido y, si seguía funcionando, ¿por qué iba a cambiarla?
Ahora sentía el impulso de comprarse todos los aparatos modernos del mundo, que nunca llegaría a comprender, para que su sobrina pudiera verlos al volver a casa y sonreír con orgullo. Podría pasarse horas intentando hacerle entender cómo funcionaba todo y él asentiría y sonreiría de corazón, y le prepararía una y otra taza de té. Todas las que quisiera.
Cuando volviera a casa.
Se sentó de nuevo en el sillón y apretó la figura de madera con las manos. Sobre la chimenea, junto a su radio, descansaban las tallas de sus seres queridos. Ya no le quedaba nadie más. Estaban solos, Elin y él. Acarició con los dedos temblorosos la figura de Elin.
La música de la radio dio paso a las noticias. No se las perdía nunca, esperando que dijeran algo nuevo, algo que confirmara que ella volvería pronto a casa; pero la locutora no la mencionó. Las noticias de la senderista desaparecida habían acabado hacía mucho, cuando los cuerpos de rescate la dieron por perdida.
Si fuera joven, si tuviera cuarenta años menos y la edad no aplastara sus pasos, saldría él mismo a buscarla; aunque solo fuera para encontrarla al otro lado. Pero sabía que Elin nunca se lo perdonaría.
Se recostó contra el sillón y cerró los ojos, sumido en un cansancio de años y pérdidas, de corazones rotos y casas vacías.
Fuera, el agua de la lluvia golpeaba las ventanas. El cielo lloraba por él, junto a él. El último Priddy. Se intentó levantar a colocar la figura junto a las demás, pero todo pesaba demasiado y se dejó mecer por la somnolencia. Quizá aquella sería la última.
Cuando abrió los ojos, la radio seguía sonando. Una tonadilla alegre inundaba el salón y el sol entraba por la ventana, tras una lluvia corta y purificadora. Sentía el corazón liviado sin saber muy bien por qué. Nada había cambiado pero todo parecía diferente.
¿Qué era aquello con lo que había soñado?
Recordaba a Elin, verla sonreír en un bosque, acompañada de gente que la quería. No distinguía más caras que la suya, pero aquella era la melena inconfundible de su sobrina, esa sonrisa tan sincera que podía despejar el cielo más cerrado de Gales. Llevaba un vestido azul y el pelo lleno de trenzas y abalorios y flores, y bailaba rodeada de niños de melenas tan rizadas como las suyas.
Era un sueño, o una visión, o un mensaje de Dios. Alfie no sabía lo que era, pero sabía lo que significaba, en lo más profundo de su corazón. Que Elin estaba bien, que era feliz. No sabía si aquello era el cielo o cualquier otro lugar. No era un hombre muy versado en la religión, ni en ninguna otra asignatura que no fuera la de la madera, por lo que se sabía ignorante en muchas cuestiones y, como tal, ¿quién era él para decir que lo que había visto no fuera real?
Él no podía asegurarlo. Solo sabía que no había sido un sueño normal.
Solo sabía que ella estaba bien.
Que había encontrado por fin el hogar que tanto anhelaba, aunque fuera lejos de casa.
Se levantó del sillón con fuerzas renovadas y cojeó hasta su taller, con la figura bien aferrada en la mano. Allí, tomó un nuevo trozo de madera y poco a poco, a la luz de las lámparas mientras el sol se ponía en el oeste, talló un árbol, uno que no había visto jamás excepto en su visión, de enorme tronco plateado y preciosas hojas de oro. Talló y pintó sin que la noche le detuviera, sin que la artritis le molestara, hasta que lo tuvo terminado.
Volvió al salón de su casa, donde la radio seguía sonando sobre la chimenea. Y allí, junto al resto de su familia, pero protegida por aquel árbol mágico, colocó a Elin.
La próxima figura sería la suya propia, y sería la última. Tendría que pedirle a alguien que la colocara en su sitio. De ese modo, aunque nunca volvieran a verse, siempre estarían juntos.
Notes:
¿Qué os ha parecido?
Espero que os haya gustado, aunque haya sido cortito. Prometo subir el primer capítulo en cuanto pueda, aunque no sé cuándo será eso.
Mientras tanto, os recuerdo que tengo un canal de Discord donde podéis venir a charlar del fic, El Señor de los Anillos en general o lo que prefiráis. Podéis aprovechar y tirarme por ahí los tomates, ¡o dejarme un comentario y darle kudos al fic para que más gente lo lea!
Os he echado de menos <3
Chapter 2: La sombra del Anillo
Summary:
La batalla en Amon Hen ha terminado y Elin ha logrado lo que no creía posible: salvar la vida de Boromir. Ahora, lo que queda de la compañía tiene que decidir hacia dónde irán sus pasos y ella tendrá que hacer todo lo posible para que sus acciones no causen un efecto dominó imparable.
Notes:
¡Empieza el fic de verdad! Quería haberme esperado a mañana para publicarlo y celebrar así el Día de las Escritoras, pero lo hago por adelantado. ¡Espero que os guste!
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Capítulo 1:
La sombra del Anillo
—¿Qué está ocurriendo, Elin?
La oscuridad les rodeaba. La voz de Legolas le llegó como un susurro transportado por el viento y se giró para mirarle, pero la noche sin estrellas apenas le permitía distinguir su rostro.
—He hecho algo que no debería… Que no sé si debería haber hecho —se corrigió, dubitativa.
Hablaba en un susurro como él, temerosa quizá de despertar a los demás. Tampoco podía verles entre tanta sombra.
—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó el elfo, inquisitivo.
Elin se mordió el labio. Desvió la vista, pero todo a su alrededor era noche cerrada. Tan solo le veía a él.
—Boromir… Yo…
—¿Tú…? —le instó.
No podía hablar. Las palabras se atascaban en su garganta. Quería decírselo, contárselo todo, pero no podía.
Un dolor en el costado la distrajo. Se llevó la mano a la herida y siseó entre dientes, cerrando los ojos con fuerza. Sintió que el suelo se movía bajo sus pies, que todo a su alrededor temblaba. La oscuridad giraba creando remolinos en torno a ella y trató de alargar la mano hacia Legolas.
—¿Qué has hecho, Elin? —preguntó de nuevo el elfo. Su voz se perdía, alejándose de ella—. ¿Qué has hecho…?
Abrió los ojos de golpe con la pregunta retumbando en sus oídos. Aún le envolvía la oscuridad, pero esta era menos profunda, menos densa. Las estrellas iluminaban el camino que seguían a tientas, corriendo a ratos, andando a otros. Alguien cargaba con ella, alguien que olía a bosque y a lluvia y a hogar. Al moverse en sus brazos, el trote se detuvo.
—¡Elin! —exclamó una voz que conocía demasiado bien, más cálida y suave que en sus sueños.
Todo el grupo se detuvo y ella miró alrededor. Corrían por los campos de Rohan, persiguiendo a Merry y a Pippin. Cargando con ella.
—¿Qué…? ¿Qué me ha pasado? —preguntó. Lo último que recordaba era haberse quedado dormida cuando Aragorn les dijo que descansaran un rato. Sentada contra un árbol, sin moverse, después de todo lo sucedido con… — ¡Boromir! ¿Estás…? ¿Está…?
—Estoy aquí, Elin —dijo, dando un paso al frente. La joven le observó desde los brazos de Legolas. Tenía un aspecto cansado y derrotado como nunca antes, pero estaba erguido y mantenía el ritmo de los demás. Estaba con vida.
—No conseguíamos despertarte —le informó Gimli—. Así que decidimos dejarte dormir.
Elin miró al enano, y luego a Aragorn; a cualquier lugar menos al elfo que la llevaba aún en brazos, apretándola contra su pecho. Su cara estaba demasiado cerca.
—¿Cuánto tiempo…?
—Solo unas horas —le cortó el montaraz—. No has dormido tanto.
Elin dejó escapar un suspiro de alivio. No les había retrasado demasiado.
—Déjame bajar, Legolas —pidió en un hilo de voz.
El elfo, hablando por primera vez, protestó.
—Aún estás muy débil. Puedo llevarte, apenas pesas nada.
La joven negó con la cabeza y se apartó de él. Le costó más fuerza de voluntad de lo que esperaba, como si sus brazos fueran lo único que la anclaba al mundo y, cuando tocara el suelo, lo atravesaría y caería hacia el infinito.
—Bájame —insistió, con la vista clavada en el suelo.
A regañadientes y con tanto cuidado como si creyese que iba a romperse, la puso en el suelo. Elin notó la pérdida de calor y le recorrió un escalofrío. Tuvo que reprimir el instinto de volver a acercarse a él, de dejarse mecer por sus brazos hasta que se olvidara de su propio nombre, hasta que desaparecieran las amenazas y los peligros, las responsabilidades y las decisiones que debía tomar por el bien de todos. Le golpearon el cansancio, el dolor en sus músculos y el ardor en la cicatriz, un augurio que no presagiaba nada bueno.
Apretó los puños y no hizo ninguna mueca. Tenía que ser fuerte, fuerte por ella y por los demás, fuerte por los hobbits y por Boromir, fuerte por todo lo que estaba por venir.
«Laoch », se recordó.
Una guerrera. Eso es lo que era… o, más bien, lo que debía ser. En cuanto había puesto los pies en el suelo supo que no podría seguirle el ritmo al grupo. Correr detrás de los hobbits era imposible para ella, y menos en su estado; y tampoco sabía si era el camino que debía recorrer Boromir. ¿Qué pasaría cuando se encontraran con Eomer y su éored? O, peor, ¿qué le sucedería a la Tierra Media si por su culpa Aragorn y el rohirrim nunca se encontraban?
Aquel pequeño cambio podría tener consecuencias catastróficas para toda la historia. Todo porque ella estaba herida. Todo porque había cambiado las cosas más allá de lo imaginable.
Boromir estaba vivo. Era un hecho, algo que no podía ni quería deshacer. Ahora se enfrentaba a un cúmulo de potenciales ramificaciones con las que lidiar y solo podría hacerlo de una en una, empezando por esa. Empezando por dejarles marchar.
Al alzar la mirada, se encontró con los ojos azules de Legolas, que parecían brillar en la oscuridad y que buscaban en ella las respuestas a miles de preguntas sin pronunciar. Elin respiró profundamente y miró a sus cuatro amigos, a su nueva familia, de uno en uno. Todos la observaban a ella, expectantes, y sabía que les debía muchas explicaciones, pero como siempre el tiempo apremiaba y corría en su contra.
—Os lo contaré todo, os lo prometo —empezó a decir, tratando de que no le temblara la voz, tras unos segundos que se hicieron eternos—. Pero no ahora.
Parecía que Aragorn iba a protestar, pero ella le cortó.
—Ahora debéis iros. Boromir y yo nos quedaremos atrás —anunció.
La sorpresa era palpable.
—Pequeña, no podemos… —empezó Gimli, pero ella tampoco le dejó continuar.
—Pues tenéis que hacerlo. Tenéis que continuar sin nosotros, porque no hay forma de que yo os siga el ritmo. Estoy peor de lo que pensaba —confesó, agarrándose la cicatriz en un esfuerzo de que dejara de dolerle—. Y Boromir necesita recuperarse.
—Yo estoy bien, Elin —intervino el gondoriano.
—Pues yo no —se sinceró ella—. Y no creo que sea capaz de sobrevivir si me quedo sola.
En la penumbra, creyó ver que Legolas se movía; pero al mirarle de reojo le vio tan estoico como siempre, tan ilegible e indescifrable como cuando se conocieron. Sus pensamientos volvían a ser un misterio para ella.Se hizo un silencio espeso y que la joven agradeció. No tenía fuerzas para discutir.
—Aragorn —. El montaraz la miró, su expresión inescrutable—. Continuad el viaje sin nosotros. Seguid como hasta ahora y no le habléis a nadie de nuestra existencia.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
—Iremos por otro camino. Os prometo que nos veremos dentro de muy poco —insistió ella.
—Elin, ¿cómo volveremos a encontrarnos, si no sabemos a dónde vamos? —la pregunta de Legolas, realizada con el tono más neutro posible, escondía mil incógnitas más. ¿Cómo sabes que volveremos a vernos? ¿Por qué no puedes acompañarnos? ¿Quién eres de verdad?
Ella tomó aire y se irguió, resuelta.
—Confiad en mí una vez más, por favor. Os prometo que, cuando volvamos a vernos, os lo contaré todo. Todo sobre mí y sobre…. —se quedó un momento sin palabras, la frase suspendida en el aire y todos esperando saber qué diría a continuación—. Sobre mi hogar y mi papel en esta historia.
Les observó con sinceridad y con urgencia. Boromir apenas levantaba los ojos del suelo, mientras que Aragorn la observaba con esa mirada que parecía atravesarla, leyendo siempre más en sus palabras de lo que ella podía expresar. Gimli tenía aire de padre preocupado y dio dos pasos hacia ella, tomándola de las manos.
—Si eso es lo que debemos hacer, lo haremos, nâtha —le aseguró—. No nos has fallado hasta ahora, así que seguiremos confiando en ti.
Ella le apretó las manos y contuvo las lágrimas que buscaban derramarse. No sabía qué había hecho para merecer a alguien como Gimli en su vida, pero sabía que sin él solo sería una niña perdida en la Tierra Media.
—Me has salvado la vida —murmuró Boromir—. Iré donde me lleves.
Elin tragó saliva con fuerza, intentando deshacer el nudo de su garganta.
—Tened mucho cuidado —dijo finalmente Aragorn—. Cuando volvamos a vernos, hablaremos de todo.
—Gracias, Aragorn —susurró ella—. Gracias a todos por confiar en mí.
Solo faltaba Legolas. Su mirada, clavada en ella, parecía quemar. Había tantas emociones en sus ojos azules que apenas podía sostenerle la mirada; pero entre todas ellas destacaban la incertidumbre y una tristeza a la que no podía poner nombre. Parecía que iba a decir algo y el corazón de Elin se aceleró sin que ella le diera permiso.
De repente, el elfo desvió la mirada de ella y por un momento fue como si le cortaran el oxígeno.
—Aragorn —dijo. Había frío en la voz de Legolas, algo contenido y controlado. No tenía que escuchar más para saber que estaba enfadado— Estel, û. Ti hairn a delu i ven hen. Davo annin de meriad. Goston athin…, goston athen.
Elin solo logró captar las palabras «heridos» y «peligroso», de lo rápido que hablaba. Le siguió un intercambio acalorado entre el elfo y el montaraz mientras los demás miraban, sabiendo bien de qué hablaban sin necesidad de entenderles.
—Legolas, daro. Lasto nin: savo amdir —sentenció Aragorn. Susurró algo más, algo que solo el elfo escuchó, y finalmente suspiró—. Vamos, Gimli.
El enano se acercó a ella y le tomó de las manos una vez más, apretándoselas con fuerza.
—Prométeme que volveremos a vernos —murmuró—. Prométeme que estaréis bien.
—Te lo prometo, Gimli —respondió ella. Se mordió el interior de la mejilla, aguantando las ganas de llorar, y forzó una sonrisa—. Y, cuando lo hagamos, ¿me dirás de una vez qué significa tu abalorio?
El enano asintió y la dejó ir. Por toda despedida, Aragorn le dirigió una de sus miradas y Elin supo todo lo que tenía que decirles.
—Cuida de ella, Boromir —añadió.
—Así lo haré, capitán —respondió él; y el cariño y respeto que había en cada palabra hizo que el corazón de Elin se llenara de orgullo.
Solo faltaba Legolas.
—Tened cuidado —se despidió, sin más.
Sin ser capaz de mirarla siquiera.
Los tres cazadores echaron a correr sin decir nada más, con más urgencia, siguiendo el camino que el destino había marcado ante ellos. Elin observó cómo sus figuras se alejaban hasta que se las tragó la oscuridad; y aún se quedó un rato más, de pie en silencio, con la estoica presencia de Boromir a su lado e intentando discernir al resto del grupo en la noche, como si por desearlo muy fuerte fuera a ser capaz de desarrollar visión nocturna.
Cuando los ojos empezaron a arderle, parpadeó y trató de no derrumbarse. Tomó aire varias veces, profundamente, y obligó a su cuerpo a mantener la entereza. No podía venirse abajo; no cuando tantas cosas dependían ahora de ella. La vida de Boromir estaba en sus manos, al igual que la suya propia.
Finalmente, tras lo que parecía una eternidad, se giró para encarar al gondoriano. Apenas distinguía su rostro a la escasa luz de las estrellas y de la luna creciente, que le otorgaban un aspecto etéreo, como si no perteneciera a este mundo. En realidad, pensó, no lo hacía. El destino de Boromir había cambiado por su culpa o gracias a ella, y su historia estaba en blanco. Debía escribirla él solo, pero al menos podría intentar ayudarle… y tratar de no destruir el futuro en el proceso.
Le costaba respirar y le dolía el pecho, y no era solo por las heridas físicas o las marcas de orco en su garganta.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó, rompiendo el hielo de repente—. Sé qué zona es esta, más o menos, pero no me guío tan bien como tú.
El guerrero la miró y sus ojos parecieron atravesarla de forma inquietante, como si viera más allá de ella, pero enseguida volvió la calidez a su expresión. El espíritu de Boromir parecía debatirse entre quién era antes y quién podría ser ahora, como si supiera que debía haber muerto.
—Estamos a los pies de los cerros de Emyn Muil —respondió, señalando una serie de elevaciones que se recortaban contra la noche—. Aragorn tenía intención de cruzarlos, en busca de… En busca…
Su voz se cortó al intentar hablar de Merry y Pippin. Elin suspiró, y el aire atravesando su cuerpo envió oleadas de dolor a todos sus nervios. Necesitaba pensar y para eso necesitaba descansar un poco más.
«Y también comer y medicarme», pensó.
—Vamos a descansar un poco.
Dejó que Boromir la guiara hasta una hondonada cercana donde quedarían algo más ocultos de ojos indeseados. Se acomodaron contra las rocas, el uno junto el otro, en un silencio que se extendió en el valle. Aún podían oír el Anduin de fondo si estaban muy, muy callados. Elin no perdió mucho tiempo y sacó de su bolsa algo de comer para ambos y un par de viales de analgésicos, preparados por Silmë.
—Come —le indicó—. Y bébetelo todo. Dame un rato y hablaremos.
—¿De todo? —le preguntó él.
Elin asintió sin saber si podía verla o no. Lo primero que hizo fue vaciar el medicamento y un alivio inmediato se extendió por sus extremidades. Incluso la cicatriz dejó de dolerle. Tendría que examinarla en cuanto se hiciera de día, pero esperaba que el daño no fuera demasiado grave. Luego comió con cuidado hasta estar saciada y se aseguró de que Boromir también terminara su ración. Hizo algo de tiempo ordenando su petate, moviendo raciones y agua a un lado, medicamentos y ropa al otro. Llevaba todas sus armas equipadas y seguía teniendo el tinte negro a buen recaudo.
Sus pensamientos, por otro lado, seguían siendo una maraña.
—Elin… —dijo Boromir finalmente, con la voz rota—. Los hobbits…
—Estarán bien. Los cuatro estarán bien —afirmó ella, sin mirarle.
—¿Cómo lo sabes? —insistió él.
Levantó la mirada y allí estaba el Boromir de siempre, como un libro abierto para ella. Podía leer todos sus sentimientos incluso en la noche más cerrada: la culpa, la desesperación, el amor que sentía por los medianos, el desprecio hacia sí mismo, la agonía de saber lo que había hecho… Pero había una pureza en sus ojos que no había visto jamás en él, una claridad que solo podía significar que la sombra del Anillo ya no le atormentaba, que había pasado la prueba.
Supo en ese instante que, si tuvieran la joya delante, Boromir jamás volvería a sentirse tentado por ella. Si Frodo estuviera allí, tomaría la misma elección que Aragorn, pues había conseguido romper el hechizo oscuro de Sauron, la tentación del Anillo sobre él.
Elin le tomó de la mano y apretó.
—Sé muchas cosas, Boromir, hijo de Denethor —le susurró. Se le cerraban los ojos—. Te las contaré todas mañana. ¿Puedes esperar un poco más?
Por toda respuesta, Boromir se acercó más a ella y le pasó el brazo por los hombros, permitiendo que se acomodara junto a él. La cubrió con su capa y le acarició los rizos.
—Descansa.
Apenas le oyó. Pronto, la oscuridad terminó de envolverla y se sumió en un sueño profundo, donde solo se escuchaban el sonido lejano del río y sus respiraciones acompasadas.
Notes:
*Estel, û. Ti hairn a delu i ven hen. Davo annin de meriad. Goston athin…, goston athen: Estel, no. Están heridos y el camino es peligroso. Déjame protegerla. Estoy preocupado por ellos..., por ella.
*Legolas, daro. Lasto nin: savo amdir: Legolas, para. Escúchame: ten esperanza.
¡Tachán! Ahora sí queda inaugurada oficialmente la segunda parte del fic, donde seguiremos los eventos de Las Dos Torres... ¡pero ya he empezado cambiando cosas! ¿Qué os ha parecido? ¡Estoy deseando leeros! :D
Chapter 3: Destinos sin escribir
Summary:
Boromir y Elin se han separado de la compañía. Ahora, se enfrentan a los campos de La Marca y a la verdad.
Notes:
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Capítulo 2:
Destinos sin escribir
Se removió, inquieta, luchando por salir del sueño hasta que una mano conocida le acarició el pelo.
—Sshhh —susurró una voz suave y sedosa, que recordaba al murmullo del viento sobre las hojas, al repiqueteo de la lluvia sobre la madera—. Descansa, Elin.
—¿Legolas…? —preguntó, con la voz espesa por el sueño. Le costaba hablar y le pesaban los párpados, que se negaban a abrirse—. ¿Qué…? ¿Qué ha pasado…?
Legolas la atrajó hacia su cuerpo, abrazándola, y olía a bosque y a fuego y a secretos entre los dos. Continuó acariciándole el pelo con dulzura, en un gesto que parecía nacido de sus anhelos más profundos.
—Eso debes contármelo tú, Elin. Prometiste que me lo contarías todo —dijo finalmente, tras un rato en silencio—. Cuéntamelo todo.
Trató de erguirse y observarle, pero el brazo del elfo era fuerte y no permitía que se separara de él. Se obligó a abrir los ojos. La noche era tan profunda que no podía distinguir nada; ni las montañas que les rodeaban, ni al elfo a su lado, ni sus propias manos en su regazo. Tampoco había rastro de…
—¿Boromir? —preguntó, alzando la voz. ¿Se lo parecía a ella o el silencio le había devuelto su pregunta?
—¿Qué pasa con Boromir? —insistió Legolas—. ¿Qué has hecho, Elin?
El rostro del elfo apareció de repente frente a ella, brillando con su luz etérea. Quería alargar la mano y tocarlo, pero no se atrevió. Tragó saliva. Había tanta incertidumbre en la expresión de Legolas, tantas ganas de conocer la verdad… y ella quería sincerarse. Quería contárselo todo, sacarse del pecho los secretos y las mentiras, poder hablar de su hogar sin tapujos, de quién era y de dónde venía. Pero las palabras se atascaban en su garganta, negándose a salir.
—Él no… Él… —comenzó. Una luz roja comenzó a brillar en el este, iluminandolos paulatinamente. Parecía que Legolas refulgía como el fuego ante la luz del sol, y sus ojos azules se tornaron dorados por momentos—. Boromir no debería…
Quería decírselo. Quería contárselo todo. Boromir no debería estar vivo. Ella no debería estar allí. Era…
—... del futuro —masculló.
La luz era cada vez más fuerte y cerró los ojos. Se cubrió la cabeza con las manos, protegiéndose del sol, y por un momento perdió el sentido de dónde estaba y qué estaba sucediendo. Alguien se movió a su lado y la luz bajó de intensidad paulatinamente. Cuando abrió los ojos, los cerros de Emyn Muil se dibujaban a su alrededor. Seguía apoyada sobre Boromir, que la observaba con rostro preocupado.
—¿Estás bien, Elin? Parecía que estabas teniendo una pesadilla —le saludó.
La joven miró a su alrededor, confundida. ¿Una pesadilla? ¿Eso había sido? A ella no se lo parecía, pero tampoco lograba recordar bien qué había soñado. Solo recordaba la presencia de Legolas a su lado y una extraña sensación de desazón. Su corazón le dio un tirón doloroso, echando de menos al elfo a su lado. Se reprendió mentalmente; aquel no era el momento de fantasear con algo que nunca podría tener, algo que ni siquiera se permitía pensar. Por más que le echara de menos, por más que su corazón añorara el calor del elfo, su voz, sus bromas…, debía centrarse en lo que tenía delante. Debía mantener la historia intacta y ayudar a Boromir.
Parpadeó varias veces para terminar de despertar, dejando las brumas de su sueño atrás. El sol se alzaba en el este y pintaba el cielo de rojo. A su lado, Boromir parecía llevar ya un tiempo despierto, así que se desperezó como pudo y se mentalizó para lo que les depararía el día.
«Daría lo que fuera por un café», pensó, echando más de menos que nunca los placeres de la vida moderna.
—Buenos días —saludó, por fin, frotándose las legañas—. ¿Has dormido algo?
El gondoriano asintió.
—No he podido evitarlo, aunque deberíamos hacer guardias a partir de ahora —indicó, con voz grave. Estaba de acuerdo—. Pero la noche ha pasado tranquila. Deberíamos ponernos en marcha…, aunque antes tienes que decirme a dónde vamos, Elin.
Ella suspiró.
—Antes tengo que decirte muchas cosas —coincidió—. Vamos a desayunar, anda. Luego te examinaré las heridas.
Boromir no insistió más. Sacaron algo de comer y, mientras desayunaban, el guerrero dejó que Elin le inspeccionara. Las cicatrices estaban rojas y tiernas, pero no hizo ninguna mueca de dolor cuando pasó sus dedos por ellas. Debería quitarle los puntos en un par de semanas; para entonces, esperaba estar en Edoras y que lo hiciera alguien con más experiencia. Después de aplicar de nuevo un poco del ungüento de los elfos, le vendó el pecho con gasas limpias y permitió que se colocara la ropa.
Aprovechó que se estaba vistiendo para examinar sus propias heridas. Dejó a un lado su túnica y la camisa que llevaba debajo, así como la camisa de seda, quedándose únicamente con el vendaje del pecho. Le habría venido bien un espejo para verse, porque sabía que tendría hematomas y heridas repartidas por todas partes, pero al menos a la cicatriz del costado llegaba sin problemas. Se la lavó con un poco de agua y palpó, conteniendo el aliento. Le dolía al tocarla, pero no estaba sangrando y los puntos permanecían cerrados. La patada del orco le había dejado la zona de un feo color morado, pero parecía que no había ido más allá. Por si acaso, se extendió un poco de ungüento a sí misma y trató de hacer lo mismo en las marcas del cuello y las zonas que más le dolían, con bastante menos destreza de la que esperaba.
—Déjame ayudarte, Elin —se ofreció Boromir. Ya se había vestido y parecía encontrarse cada vez mejor.
Ella asintió sin decir nada. Habían pasado por tanto juntos que ya casi ni le daba vergüenza que la viera así, después de todo. Con cuidado, el gondoriano examinó el resto de sus heridas, casi todo magulladuras y roces. Limpió y curó algunas de ellas, pero no había nada profundo. Las peores eran las marcas del costado y la del cuello, y tampoco podían hacer más por ellas.
Se vistió rápidamente y lo recogió todo excepto una pequeña caja de madera. Boromir la miró con curiosidad.
—Aún estamos cerca del Anduin, ¿verdad? —preguntó.
El guerrero miró al cielo, tratando de orientarse.
—Así es. También estamos cerca del Entaguas, si mi memoria no me falla. No conozco tan bien estas tierras como Aragorn —explicó—. ¿Para qué es la caja, Elin?
—Es tinte para el pelo —respondió ella—. Debemos cambiar tu aspecto antes de llegar a Edoras.
—¿Edoras? ¿Ese es nuestro destino? —Elin asintió—. Queda muy lejos de…
Se detuvo antes de mencionar Minas Tirith o a su pueblo. Elin se levantó, guardando la cajita de madera en un bolsillo, y le tomó de la mano.
—Todo saldrá bien —insistió—. Pero debemos llegar a Edoras en menos de una semana. ¿Sabrás guiarme?
Boromir asintió con la cabeza, aunque la preocupación teñía sus facciones. Ni siquiera había cuestionado todavía el motivo de un cambio de aspecto, pero se lo explicaría pronto. Se pusieron en marcha, trepando por la pendiente hasta volver a la llanura. Las tierras pardas de Rohan se extendían ante ellos, con las montañas a su espalda; kilómetros y kilómetros de praderas que tendrían que recorrer en muy poco tiempo y sin ser vistos.
—Pararemos junto al río en cuanto lo encontremos y, entonces, te lo contaré todo —le prometió.
«Esta vez, de verdad».
No tardaron mucho en llegar a uno de los afluentes del Entaguas. Habían recorrido el camino en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Elin no paraba de darle vueltas a la conversación que tenía por delante, a cómo se lo contaría a Boromir, cómo reaccionaría él. Por su parte, suponía que el guerrero había estado flagelándose por todo, como venía siendo su costumbre, algo que Elin tendría que corregir en cuanto pudiera. Tras saciar su sed, se acomodaron al amparo de unos montículos de piedra y le pidió a Boromir que se quitara el chaleco y tomara asiento.
Él la obedeció sin rechistar y observó cómo echaba agua dentro de la caja, removiendo los polvos que le habían dado hasta crear una pasta espesa. Respiró hondo y se colocó tras él.
—¿Estás preparado? —preguntó, sin especificar para qué.
—Estoy listo para todo, Elin —afirmó, sin un ápice de duda en su voz.
Confiaba ciegamente en ella, de forma plena y absoluta, y la joven tragó saliva para deshacer el nudo que era su garganta. No sabía qué había hecho para merecer una amistad tan inquebrantable, cuando se había limitado a mentirles y hacerles sufrir a todos. Al menos, las mentiras acabarían ya.
Le cepilló el pelo con los dedos y los untó en la pasta. Estaba fría y olía a hierbas. Se la extendió poco a poco por el pelo y empezó a hablar.
—El motivo por el que necesitamos ocultar tu identidad, Boromir, es porque… Es porque… —se trabó. Decirle a uno de tus mejores amigos que debería estar muerto no era algo fácil.
—Es porque debería haber muerto, ¿verdad? —preguntó él, sin un ápice de extrañeza en la voz. Como si lo supiera desde el principio, como si le pareciera lo más normal del mundo.
El corazón de Elin dio un salto en su pecho. Le temblaban las manos, y trató de controlarlas extendiendo mejor el tinte.
—Ya me lo imaginaba, Elin. De no ser por ti, no estaría aquí —la voz del gondoriano estaba en calma, como si hubiera hecho las paces con su muerte—. Uno sabe cuándo ha estado a punto de morir. Hay algo que me dice que no debería haber sobrevivido al encuentro en Amon Hen. Lo que no entiendo es por qué…, cómo lo sabes tú.
No se giró para hablar con ella. Miraba al frente y se dejaba hacer por sus manos, con el sol elevándose cada vez más en lo alto del cielo, señalando la llegada del mediodía. Ella le extendía la pasta sin cesar, cubriendo cada hebra pelirroja, de un tono mucho más arcilla que su propio cabello. Podrían haber pasado por familiares, en otra vida. Quizá ya lo fueran, y por eso cuando dijo las siguientes palabras no dudó ni un momento en que Boromir la fuera a creer:
—Vengo del futuro, Boromir —soltó, y él ni siquiera se inmutó, no se levantó ni le llevó la contraria. Elin contuvo las ganas de reír a carcajadas. ¡Sonaba tan ridículo! Boromir debería levantarse e increparla, llamarla loca y mentirosa; en su lugar, permaneció callado y fue su silencio lo que la empujó a continuar—. No sé muy bien cómo, ni porqué, pero un día estaba paseando por las montañas, me caí por la ladera… y aparecí aquí, cientos de miles de años antes de mi tiempo.
Cuando empezó a hablar, ya no pudo detenerse. Se lo contó todo: su llegada a la Tierra Media, cómo la habían encontrado los enanos, su estancia en Rivendel y su perspectiva en todo el viaje. Incluso le habló de lo que había visto en el espejo de Galadriel, de cómo creía que los Valar habían intervenido en su vida para cambiar el curso de los acontecimientos en la guerra y de que esa visión era la que le había dado fuerzas para cambiar…
—Mi vida —susurró Boromir, después de dejarla hablar tras lo que parecieron horas—. Según tu historia ¿yo no debería estar aquí? ¿Ahora?
Elin negó.
—Entonces tampoco sabes cuál es mi destino —murmuró.
Ella volvió a negar con la cabeza.
—El tuyo y el mío propio son los dos únicos destinos sin escribir —informó ella—. Es lo único que desconozco.
Esa frase pareció despertar algo en Boromir.
—¡Conoces el final de esta guerra! ¡Sabes si ganaremos o perderemos, lo que será del Anillo, de mi ciudad, de…! —exclamó. La realidad de lo que le acababa de contar Elin comenzaba a calar en él y la miró con fervor—. ¿Por qué no nos lo has contado? ¿Por qué nos ocultas el futuro, cuando podrías ayudarnos a ganar?
Trató de no parpadear ante la acusación en su voz. Esa era una reacción mucho más normal, y debía prepararse para ella cuando se lo contara todo también a Aragorn, Legolas y Gimli.
—Porque, hasta ahora, no podía. No sabía a qué había venido ni me atrevía a cambiar nada —confesó—. Y tampoco puedo contaros el final. Si lo hago, me arriesgo a que los cambios sean demasiado grandes, demasiado peligrosos…
—Y no podrías controlar las consecuencias —finalizó por ella.
Hacía tiempo que había terminado de extenderle el tinte y se había limitado a seguir hablando, dando vueltas de un lado a otro frente a él. Boromir apenas había cambiado de expresión, ni siquiera cuando le vertió un odre entero de agua fría por la cabeza para aclararle el mejunje al terminar, escuchando atentamente hasta ese instante. Ahora la observaba con una expresión indescifrable y un cabello oscuro que no parecía ser el suyo.
«Se parece a Aragorn», pensó.
La sangre de los Dúnedain era más fuerte en él de lo que parecía al principio.
—¿Ahora comprendes por qué no puedo decirte nada más? ¿Por qué he tenido que callarme todo este tiempo? —preguntó. Él asintió—. Ha habido tantos momentos en los que quería confesar, decíroslo todo, aun a riesgo de que me tomarais por loca… Os podía haber ahorrado mucho sufrimiento.
—Gandalf… —masculló él.
—Lo siento tantísimo. Hay cosas que ni yo me atrevo a cambiar, sufrimiento que desearía poder evitaros, pero no puedo —susurró ella, clavando la mirada en el suelo.
Tras unos minutos más de silencio, tomó aire y se levantó. Le tendió la mano a Boromir para ayudarle a ponerse en pie y este tardó unos segundos en aceptarla, pero cuando lo hizo no quedaba rastro de duda en él.
—Realmente, te debo mi vida, Elin —repitió.
Se amarraron las mochilas y se pusieron en marcha como por inercia. El sol de media tarde iluminaba sus pasos. Boromir parecía saber a dónde ir, siguiendo el río en dirección al oeste. Ella se retorció las manos, incómoda. El guerrero la miraba como si la viera a ella y a través de ella, como si caminara por dos mundos a la vez. Era inquietante.
—No me debes nada, Boromir —respondió—. Eres tú quién ha luchado por sobrevivir. Yo solo hice lo que pude por ayudarte porque… Porque…
—¿Por qué? —preguntó ante sus dudas.
Ella sonrió con tristeza.
—Porque tu vida no merecía acabar así. Porque luchaste con valentía y honor hasta el final y mereces una oportunidad de enmendar tus errores, de ser la persona que puedes llegar a ser —explicó—. Y porque, si los Valar me trajeron para cambiar las cosas, debía empezar por ti. Ojalá hubiera podido hacer más, evitaros más dolor, sincerarme con vosotros desde el principio, pero…
Boromir posó la mano sobre su hombro y apretó ligeramente para reconfortarla.
—Lo entiendo —le aseguró—. Aún quiero que me expliques muchas cosas, de tu mundo y tu hogar, pero entiendo el motivo de tus actos. Nunca has sido desleal a la compañía y nos has protegido como has podido. Que guardaras secretos para proteger tu futuro y el nuestro no te hace menos merecedora de ser una de los nuestros.
Se le llenaron los ojos de lágrimas de golpe. Boromir siempre sabía qué decir, qué le pasaba por la cabeza aunque ella no le diera voz. Durante tanto tiempo se había sentido como una extraña, una espectadora en los márgenes de la historia, que su aceptación al saber toda la verdad era impagable.
—Antes me has dicho que los hobbits… —comenzó a hablar, tras un rato de silencio.
Elin le dedicó una sonrisa.
—Estarán bien, te lo prometo. Esto no podría ocultártelo jamás, no a ti —anunció.
La expresión de Boromir mostró tal alivio que era casi palpable, y siguieron caminando con un paso más ligero, más animado. Él aún tendría muchas preguntas y esperaba poder responderlas, pero por ahora se contentaron con esto. Aún tenían casi una semana de viaje hasta llegar a Edoras: tiempo de sobra para hablar de todo.
Notes:
¡Feliz Navidad!
Siento haber tardado tanto con este capítulo, noviembre ha sido un mes de locos. No he podido darle demasiado repaso a este, pero espero que os guste tal y como está. ¡No quería dejaros sin un capítulo nuevo antes de fin de año! Espero que paséis unas fiestas estupendas, con mucha comida y momentos felices. ¡Nos leemos en 2024!
Chapter 4: Amaneceres rojos
Summary:
Elin y Boromir continúan con su camino hacia Edoras y cierto elfo sigue apareciéndose en sus sueños. ¿Qué querrá decirle?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 3:
Amaneceres rojos
—Entonces, en tu tiempo ¿te dedicabas a transcribir libros de un idioma a otro? —preguntó Boromir—. Tu familia debe ser muy influyente, para poder permitirse una educación semejante. La alfabetización no está al alcance de cualquiera.
Llevaban caminando toda la tarde en dirección a Edoras, sin detenerse siquiera cuando el sol se puso en el oeste y cayó la noche sobre ellos, envueltos en una amena conversación. Tras la sorpresa inicial, el gondoriano le había hecho mil y una preguntas sobre su vida en Gales, sobre su mundo y su familia. Habían dejado de lado temas demasiado peliagudos, sobre el futuro de la Tierra Media o sobre el destino de Boromir, y Elin sabía que volverían a ellos más adelante, pues aún le debía explicaciones; pero, por ahora, se conformaban con entretenerse durante las horas y kilómetros de viaje a pie bajo el sol.
Estaban tan enfrascados que continuaron caminando, más lentamente, incluso cuando apenas veían nada. Elin estaba encantada de hablar de su familia, de su pueblo y de su vida, y el guerrero era una audiencia dedicada y muy agradecida.
—En mi tiempo, todos estamos escolarizados —informó ella, con cuidado de no tropezarse en la oscuridad—. La educación es algo universal, al menos en casi todas partes. No está solo reservada a las familias de clase alta.
—¿Tu familia no es… noble? —preguntó con delicadeza. Elin rió entre dientes. Aquel tacto era muy típico de un hombre privilegiado que de repente se da cuenta de que tiene amigos pobres.
—Nada más lejos de la realidad —contestó ella, aguantando la risa—. No éramos pobres, tampoco; solo éramos una familia afortunada de clase media. Creo que ya os dije que mi padre era historiador, se dedicaba a estudiar la historia y los hechos del pasado; y mi madre enseñaba matemáticas, cuentas y todo eso, en el colegio local. Aunque podría haber sido una física brillante —comentó con nostalgia.
—Hablas de ellos con mucho cariño y respeto. Es obvio que fueron unos padres maravillosos —dijo Boromir, con toda la delicadeza de la que fue capaz. Elin suspiró—. Los echas de menos, ¿verdad?
—Así es. Debería hablar más a menudo de ellos. Fueron los mejores padres del mundo y se merecen que honre su memoria, pero…
—Es doloroso —continuó él—. Es más fácil dejar sus recuerdos guardados, donde no pueden hacerte daño.
Hablaba como alguien que había experimentado ese dolor. Elin sabía que su padre y su hermano estaban con vida, pero nunca se había parado a pensar que no sabía nada de su madre. De la madre de casi nadie en la compañía. Boromir siguió hablando, como si adivinara el curso de sus pensamientos.
—Mi madre, Finduilas, murió cuando yo tenía diez años —le contó. Se hizo el silencio en el valle, como si cada brizna de hierba quisiera escucharle y prestar sus respetos ante Finduilas—. La sangre de Númenor era fuerte en ella, pues era la princesa de Dol Amroth, y murió demasiado joven; más joven de lo que soy yo ahora, con 38 años.
—¿Qué le sucedió? —preguntó, tentativa. A su lado, Boromir se encogió un poco de hombros.
—No estoy muy seguro —confesó—. Pero creo que en parte fue la pena.
Elin no sabía qué decir ante eso, así que se quedó callada esperando a que él continuara por su cuenta. Se agarró de su brazo para no trastabillar y le dio un ligero apretón, tratando de transmitirle fuerza y compañía.
—Mi padre… —empezó. Tragó saliva y pareció cambiar de idea—. No recuerdo mucho, pero creo que ella no era feliz en Minas Tirith. Echaba de menos su hogar, la cercanía con el mar, a su familia… Era muy joven. Y, cuando Faramir nació, mi padre no… Él…
—No tienes por qué contármelo si no quieres, Boromir —le cortó ella, pero aun en la oscuridad le vio negar con la cabeza. Quería hacerlo.
—Llevo demasiado tiempo sin hablar de ella —murmuró—. Mi padre nunca ha sido un hombre fácil. Quería mucho a mi madre y su muerte le cambió. Se volvió más huraño y recluso, ignorando por completo a Faramir. Ya cuando nació me di cuenta de que apenas le hacía caso y mi madre se volcó en mi hermano. Imagino que acabó enfermando y no pudo soportar más la sombra del Este y el dolor de estar lejos de casa.
El silencio que le siguió la estremeció hasta los huesos.
—Lo… Lo siento mucho, Boromir —musitó. Si pudiera, le habría abrazado allí mismo.
—No te preocupes. Fue hace muchos años. Y creo que, en el fondo, puedo entenderlo. Se sentía sola y atrapada… Así es fácil dejarse consumir por la oscuridad —explicó. No había rencor hacia su madre en sus palabras, solo tristeza—. De no ser por ti, ese también habría sido mi destino, Elin.
El corazón se le rompió en el pecho. No sabía qué decir ante una confesión así.
—Boromir…
—No hace falta que digas nada. La sombra de Mordor es larga y Gondor ha vivido demasiado tiempo bajo ella. La desesperanza nos inunda con facilidad. Si tú no hubieras llegado hasta mí, habría seguido el mismo camino de mi madre; pero ahora tengo una oportunidad de cambiar las cosas, de hacerla sentir orgullosa, y todo gracias a ti. No pienso desaprovecharla, Elin —dijo, con un tono tan sincero que le hizo temblar como a una hoja.
La joven se detuvo en seco. ¿Cómo había tenido la suerte de conocer a alguien tan bueno y puro como Boromir? No sabía a qué Valar debía agradecerle la posibilidad que le habían dado de salvarlo, pero en cuanto lo averiguara le montaría un altar.
—Estoy segura de que tu madre estará muy orgullosa de ti, hijo de Gondor —le dijo, tratando de no derramar ni una lágrima.
—Los tuyos también, Elin —contestó Boromir. En la oscuridad, se inclinó sobre ella y posó un suave beso en su coronilla—. Ellos fueron quienes te trajeron a este mundo y el destino te trajo hasta mí, y me habéis salvado la vida; por lo que honraré sus memorias hasta mi último aliento. Espero que me permitan llamarte hermana, pues así lo siento en mi corazón.
La joven no logró contenerse más y abrazó torpemente al guerrero, que le devolvió el abrazo entre risas. Sus lágrimas le mojaban la camisa, pero no tardó mucho en reírse junto a él.
—Siempre he querido un hermano —dijo, entre el llanto y la risa—. Aunque me imaginaba que yo sería la mayor.
—Me temo que no. ¿Paramos a descansar?
—¡Por favor!
Entre risas, buscaron unas elevaciones de piedra bajo las que protegerse y se dejaron caer con pocos miramientos. Llevaban todo el día caminando y, sobre todo, compartiendo secretos largo tiempo guardados; así que a Elin no le costó quedarse dormida poco después de cenar. Les esperaban varios días de viaje y necesitaban reponer fuerzas.
En esta ocasión, no tardó demasiado en saber que estaba soñando. En lugar de sobre la roca dura en la que se había dormido, estaba acostada sobre un césped mullido que solo era posible en el mundo de los sueños. Se negó a abrir los ojos: prefería disfrutar de las sensaciones, del olor a bosque a su alrededor, del sonido del viento entre las hojas, las cosquillas de la hierba sobre su piel.
Un movimiento repentino a su izquierda la hizo salir de su ensimismamiento. Legolas estaba recostado junto a ella, con las manos bajo la cabeza, observando el cielo nocturno. La luz de la luna iluminaba su figura, sus brazos fuertes flexionados, su perfil inmaculado. Tenía una expresión indescifrable, casi pacífica, que ocultaba un ansia, un anhelo bajo ella. Sonrió al verla despierta y se giró a mirarla, quedando los dos de lado, cara a cara, separados apenas por unos centímetros de aire.
—Buenos días —susurró Legolas.
Elin sonrió. Podía permitirse hacerlo, en sus sueños. Ya se reprocharía tanta debilidad por la mañana.
—Dirás buenas noches —contestó ella.
Legolas amplió la sonrisa. Tenía un punto pícaro que no solía aparecer a menudo en el elfo, como si estuvieran compartiendo un secreto que nadie más descubriría.
—¿Dónde estás? —preguntó Elin, somnolienta.
—Aquí —se burló él. Un rubor cubrió sus mejillas—. ¿Dónde quieres que esté?
—Me refiero a en la realidad. Esto es mi sueño. Quizá pudieras decirme dónde estás en la realidad —trató de explicarse.
Legolas la miró con los ojos oscurecidos por la noche.
—Si estoy en tu sueño, ¿cómo voy a saber dónde estoy? Aunque tú sí puedes decirme dónde estás, ¿no?
Ella asintió.
—Estoy… —dudó—. Si formas parte de mi sueño, ¿no deberías saberlo?
El elfo soltó una carcajada, suave y que resonó en el claro como un carillón de metal movido por el viento. Era más etérea que de costumbre, igual porque formaba parte de sus sueños, porque no era real.
—No eres Legolas de verdad —comentó ella.
Él parpadeó con sorpresa, como si le hubiera pillado desprevenido. Comenzaba a hacerse de día y el sol despuntaba en su claro, tiñendo a Legolas de rojo. Su pelo y sus ojos parecieron refulgir. Ella misma se sentía arder.
—¿Por qué no iba a serlo? —preguntó su sueño, sin moverse, sin cambiar la expresión risueña.
—Porque estás muy lejos. Porque estás enfadado conmigo, y cuando Legolas está enfadado conmigo no me sonríe así. Porque esto es demasiado perfecto para ser real —dijo ella.
—¿Por qué iba a estar enfadado contigo? —indagó, ignorando el resto de su explicación.
—Porque me he ido con Boromir y no te he contado la verdad todavía.
—Cuéntamela ahora —sugirió.
Y ella quería, de corazón quería. Aunque en el fondo supiera que no serviría de nada porque no era él de verdad, era solo parte de su subconsciente. Quizá decírselo en sueños la preparara para el momento de la verdad. Pero algo se lo impedía, tal vez porque no quería revivirlo todo. Tal vez fuera egoísta querer pasar unos momentos de paz con él, aunque fuera una fantasía.
—¿Te importa si pasamos el tiempo que nos queda en silencio? He echado de menos estar contigo —murmuró.
Hubo un cambio en la expresión de Legolas, un destello de enfado que dio paso rápidamente a la decepción.
—¿Ya no confías en mí?
La forma en la que lo dijo le rompió el corazón y la llenó de desasosiego. La luz de la mañana la obligó a cubrirse los ojos.
—Claro que confío en ti —farfulló ella—. Te lo contaré todo cuando nos veamos, te lo prometo.
—¡Para entonces, será demasiado tarde! —exclamó Legolas.
Elin parpadeó y se echó atrás ante el exabrupto. El rojo del sol empezaba a ser demasiado potente, tanto que era incapaz de mirar directamente al elfo.
—L-Legolas, no…
—¡Por qué no confías en mí! ¡¿Qué has hecho, Elin?! ¡Nos has traicionado a todos! ¡Habla! —gritó.
Las facciones del elfo se habían transformado en una mueca, en una burla de su rostro tranquilo y amable. Su sueño se había convertido en una pesadilla horrible y cerró los ojos con fuerza deseando despertar. En sus oídos retumbaban los gritos de Legolas repitiéndole una y otra vez sus miedos más profundos.
Abrió los ojos ante un cielo teñido por completo de rojo. A su lado, Boromir se preparaba ya para el día. Le había dejado el desayuno listo y en algún momento durante la noche había puesto unas hojas de té en agua fría.
—No es lo mismo que un té caliente, pero espero que te siente bien —le informó.
Le dio varios tragos, agradecida. Estaba amargo y echaba de menos el calor de un buen té, pero le sirvió para espabilarse. Le dolía el cuerpo entero, como si hubiera dormido en mala postura.
—Un amanecer rojo —musitó el guerrero—. Es un mal presagio.
—Se ha vertido sangre esta noche —añadió ella. Boromir asintió.
Sabía lo que eso significaba: los rohirrim habían dado caza a la partida de orcos que se habían llevado a Merry y a Pippin. Sonrió.
—En esta ocasión, creo que es algo bueno —dijo ella, terminándose el té de un trago y guardándolo todo. Podría comerse las lembas en el camino.
Él la miró como si quisiera preguntar, pero pareció cambiar de idea y negó con la cabeza. Elin decidió adelantarse a él.
—Los orcos han muerto —le informó. Le pilló tan por sorpresa que pegó un pequeño brinco. La mirada que le dirigió, cargada de esperanza, fue como un rayo de sol—. Merry y Pippin están bien, ya no están presos.
Fue tal el alivio que sintió el guerrero que se echó a reír, y su carcajada fue profunda y sonora.
—Que todas las noticias que compartas sean tan dichosas como esta, Elin.
La joven sonrió. Se puso de pie con dificultad y un tirón repentino le hizo llevarse la mano al costado. La expresión de Boromir se transformó en preocupación inmediata y se acercó a ella para intentar ayudarla.
—¿Qué te ocurre? ¿Es la herida? ¿Estás…?
Elin le cortó.
—Se ha vertido sangre esta noche, sin duda —masculló con mala leche. Aquel no era el dolor de la cicatriz. Era algo que debía haber sucedido hacía días, pero que el estrés y la ansiedad habían retrasado.
«Nunca es buen momento para que me baje la regla».
—No entiendo… —empezó Boromir. Ella le dirigió una mirada cargada de significado y pareció que eso le encendió la bombilla—. Vale, perdona. ¿Necesitas algo?
—Que me des un poco de privacidad cerca del río. Enseguida estoy lista —masculló.
El guerrero asintió. Al menos ya reaccionaba mejor que antes. Se arrastró como pudo hasta el río y se cambió la ropa, limpiando el desastre. Por suerte, no había llegado a manchar mucho, pero no echaba de menos tener que llevar la ropa interior colgando de la mochila, la verdad.
«Cuánto añoro Lothlórien», se lamentó.
Silmë le había dado una tanda nueva de compresas de tela, increíblemente suaves y absorbentes, así como un puñado nuevo de ropa interior y unas infusiones para el dolor. Cuando pararan por la noche prepararía una en frío, ya que no podían permitirse encender un fuego y ahora debían avanzar.
—Estoy lista. Vámonos, Boromir —indicó, ajustándose bien el macuto.
—¿Seguro que no quieres descansar? —preguntó él, con delicadeza. Ella se negó.
—Debemos llegar a Meduseld cuanto antes —le recordó.
Así comenzó una nueva etapa del viaje. Tenía demasiado en qué pensar como para centrarse en el dolor y, sobre todo, como para pensar en lo que significaban sus sueños con Legolas. Ya fueran anhelos o pesadillas, no podía permitirse que el elfo la distrajera. Pasaron la mañana en silencio, caminando a paso ligero. Elin no se sentía con fuerzas para hablar y el guerrero parecía haberlo intuido, porque no le hizo preguntas de ningún tipo más allá de asegurarse de que se encontraba bien y no necesitaba parar. Pronto llegarían al Vado del Entaguas y lo cruzarían para llegar a la capital del reino. Esperaba estar allí antes que Aragorn, Legolas y Gimli, para que no tuvieran que esperarles. Boromir y ella aún tenían mucho de qué hablar, también, como prepararle una nueva identidad al guerrero. Se le hacía extraño verle con el pelo moreno; casi no parecía él.
Para comer, sacaron unas lembas y los restos de carne seca que aún guardaba desde Lothlórien y los engulleron sobre la marcha. Elin también aprovechó para tomarse una de las hierbas analgésicas que le había dado Silmë. No le quedaban demasiadas, pero esperaba encontrar otros remedios en Rohan.
Ante ellos se extendían los mares de hierba de las praderas rohirrim y el cauce del Entaguas, que descendía poco a poco hasta llegar al vado. Alcanzaron los bajíos dos horas después del mediodía. Habían ido a parar a una zona pantanosa y llena de juncos, donde el río se ensanchaba pero perdía caudal. Era la única forma de cruzar el Entaguas a pie y, según le informó Boromir, una vez lo cruzaran estarían a 60 millas de Edoras.
«Unos 100 kilómetros todavía», se lamentó Elin, preguntándose cómo lograrían cruzar el vado sin acabar completamente empapados. «Tenemos que darnos prisa si queremos llegar a tiempo».
—¿Cómo cruzamos esto, Boromir? —preguntó, observando el ancho río al que se enfrentaban. El guerrero se encogió de hombros.
—Con cuidado —contestó.
Si no tuvieran prisa, le habría empujado al agua.
—Es muy poco profundo, dudo que tengamos problemas para vadearlo —añadió con una sonrisa socarrona—. ¿O prefieres que cargue contigo?
Ella bufó y se remangó los pantalones hasta por encima de las rodillas. Boromir rió entre dientes, imitándola. No se quitaron los zapatos, pues las piedras eran demasiado resbaladizas; por suerte, el guerrero había acertado y el río corría con poca profundidad por la zona. Cuando llegaran la primavera y el deshielo de las Montañas Nubladas, sería mucho más difícil cruzarlo, pero el frío de febrero aún les mordía por las noches y jugaba a su favor.
—S-se me van a caer las pantorrillas —tiritó Elin a medio camino. Estaba convencida de que se le habían dormido las piernas.
Boromir soltó una nueva carcajada.
—No me puedo creer que seas la misma persona que hace cuatro días estaba peleando a vida o muerte con un orco para salvarme y que, herida como estabas, fueras capaz de coserme y quemarme la piel sin que te temblara el pulso —exclamó por encima del ruido del caudal.
Elin no se dignó a mirarle. Estaba demasiado ocupada prestando atención al camino para no acabar de cabeza en el agua.
—Créeme: estaba temblando casi tanto como ahora —aseguró—. Pero la adrenalina hace milagros.
—¿Adrena…? ¿Qué?
—Adrenalina. Es una hormona… —comenzó a explicar. Luego se dio cuenta de que tendría que explicar también lo que eran las hormonas y cambió de idea—. Es algo que llevamos en la sangre, que se activa junto a otros compuestos cuando estamos en peligro o situaciones de alto estrés.
Boromir la escuchó en silencio. Les quedaba poco para llegar a la otra orilla.
—¿Sabes esa sensación imparable cuando estás en mitad de la batalla? Cuando el corazón te late con fuerza y la sangre se agolpa en tus oídos y sabes que estás cansado y deberías tener miedo, pero en lugar de eso te sientes exaltado, con ganas de reír ante las circunstancias más adversas —trató de explicar.
—El fervor de la batalla —indicó él.
—Pues en parte es gracias a la adrenalina —concluyó ella. Era de letras, tampoco estaba capacitada para explicarle mejor a un hombre de Gondor cómo funcionaba el cuerpo humano—. Y es lo que me falta ahora mismo para cruzar esto sin quedarme congelada.
Cuatro pasos interminables más y llegaron a la orilla opuesta. Elin se apresuró a quitarse la capa y usarla de toalla sin miramientos. Se le habían mojado un poco los pantalones, pero cuando los volvió a rodar por encima de las botas apenas sentía la humedad. Boromir parecía mucho menos incómodo ante el agua helada que ella y la miraba como si la estuviera estudiando.
—¿Qué pasa? —preguntó la joven, recolocándose toda la ropa.
—Por fin entiendo por qué hablas de forma tan extraña —confesó—. Sigo sin entender la mitad de lo que dices, pero al menos ahora tiene sentido.
Esta vez fue el turno de Elin de reírse.
—Si quieres, la próxima vez te explico lo que es…
Lo que fuera a explicar nunca llegó a decirlo. Frente a ellos, en la lejanía del Folde Oeste, se alzaba una columna de humo negro que cortó cualquier conversación entre los dos. Se miraron y, sin que tuvieran que decir nada, se pusieron en marcha hacia allí a toda prisa.
Notes:
¡Feliz año nuevo! ¡Feliz cumpleaños, profesor!
Empezamos 2024 con un capítulo tranquilito y con un par de momentos bonitos entre Boromir y Elin para calentaros el corazón... y dar pronto paso a la acción. ¡La paz parece que se acaba! Espero que os haya gustado, ¡estoy deseando leeros!
Chapter 5: Las tierras de Rohan
Summary:
Avanzando por las tierras de Rohan, Elin y Boromir se enfrentan a la desolación causada por Saruman y a algo mucho más oscuro.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 4:
Las tierras de Rohan
Marcharon sin descanso, a pesar del dolor y el agotamiento, de los calambres o la sed. La columna de humo se hacía cada vez más cercana y podían oler la tierra calcinada. No hacía demasiado calor, lo que les indicaba que el fuego estaba muriendo tras haber consumido madera, prado y algo peor, algo que olía a carne quemada y restos. No necesitaban intercambiar palabras; con una mirada, ambos sabían lo que podrían llegar a encontrar.
Aun así, nada preparó a Elin para lo que vieron al terminar de bajar una colina. A lo lejos, en una gran hondonada, los restos de un pequeño pueblo se veían reducidos a cenizas. Las casas y graneros estaban casi todas convertidas en escombros y un reguero de sangre y animales muertos parecían conducirles al interior de la villa.
—Saruman… —gruñó Elin entre dientes, conmocionada.
—¿Qué ha sucedido aquí? —farfulló Boromir.
Elin se cubrió la boca con el brazo para bloquear el olor y las náuseas que nacían de ella. Era una masacre… ¿Cómo podían la ambición y el ansia de poder causar tanta muerte y desolación? Si de verdad estaba ahí para cambiar las cosas, aún le quedaba mucho camino por delante para sanar todo el daño que la guerra estaba causando en la Tierra Media.
—Si tuviera que adivinar, han sido los uruk-hai de Saruman —contestó.
—Y no necesitas adivinarlo —añadió él. Ella se encogió de hombros—. Vamos, Elin. Podría quedar alguien con vida.
No había esperanza en su voz, pero se adentraron igualmente entre las casas derruidas. La columna de humo salía del fondo del pueblo y se dirigieron a ella con paso lento mientras buscaban signos de vida entre los escombros. No encontraron nada, ni supervivientes ni cadáveres. Elin cada vez temía más lo que encontrarían al llegar al origen de la humareda y el estómago se le retorció a modo de protesta. Tuvo que esforzarse por contener la bilis cuando, tras unos graneros derruidos y plagados de manchas de sangre y pintadas de orco, apareció una pila de cadáveres carbonizados de la que se levantaba una columna de humo contra el viento.
—Que la tierra os acoja en su seno y vuestras almas se sienten a la mesa en los salones de Eorl, hijos de la Marca —rezó Boromir.
Elin quiso presentar sus respetos, mantener la misma entereza que el guerrero, pero la vista de los cuerpos mutilados, amontonados y calcinados frente a ella y el olor que emanaban la superó. Se alejó rápidamente de la pila humeante y de Boromir y, oculta tras lo que antaño había sido un hogar, vació el contenido de su estómago sobre el suelo. Aquella masacre había hecho caer los cimientos de su entereza. Sabía que estaba ocurriendo, pero jamás había visto algo semejante; ni siquiera en Moria. Era la primera vez que el peso de esta guerra le daba de lleno, en forma de civiles inocentes, arrancados de sus camas y asesinados en sus hogares. No podían acabar con Sauron con suficiente rapidez. Sus esfuerzos no bastaban para contrarrestar el daño que hacía en el mundo, como una herida que supuraba veneno y lo infectaba todo a su paso.
«Esto se acaba aquí», juró. «No pienso dejar que caiga una sola alma inocente más, Sauron».
Escupió la bilis que le quedaba en la boca y se limpió la comisura con la manga. Boromir la esperaba varios pasos más atrás, a una distancia de respetuosa privacidad pero sin perderla de vista.
—¿Estás bien? —preguntó.
—No —se sinceró ella, enfadada.
—No habríamos podido hacer nada para cambiar esto, Elin —le dijo Boromir, comprensivo. Él sentía la misma ira, el mismo asco, la misma impotencia que ella—. Solo podemos continuar con nuestra misión.
—Lo sé, lo sé —suspiró la joven—. Me aseguraré de que paguen caro por esto. Los dos.
Boromir le puso la mano en el hombro y apretó con suavidad.
—Vamos. Deberíamos descansar aquí. Las casas de las afueras han sufrido menos daños y nos servirán para refugiarnos esta noche.
A Elin no le hacía ninguna gracia dormir allí, pero sabía que era lo más seguro. Ella podría ser la que dijera a dónde iban, pero era el gondoriano quien marcaba sus pasos, pues era él quien se conocía las tierras y al enemigo; Elin no pensaba hacer oídos sordos a sus consejos jamás.
Encontraron una pequeña granja en la linde sur del pueblo, más apartada que el resto. Todos los cultivos habían sido pasto de las llamas y los animales habían muerto, o huido, o se habían convertido en el desayuno de los orcos. La casa principal estaba medio en ruinas, pero la estructura del granero parecía intacta y se refugiaron allí. Parecía que los orcos habían ignorado ese lugar, pues todo estaba como si fuera un día corriente. Solo faltaban los caballos.
Aprovechando que el techo les protegería, Boromir encendió una pequeña hoguera, que no creara demasiado humo, y por primera vez en varias noches pudieron calentarse. Se sentaron el uno al lado del otro sobre una enorme bala de heno y calentaron agua limpia que encontraron en una especie de cubeta de metal. Cuando rompió a hervir, Boromir la retiró del fuego con cuidado y echaron las últimas hojas de té que les quedaban. El olor inundó el lugar y Elin se sintió reconfortada de inmediato, aunque no era suficiente para terminar de tapar el olor a muerte y cenizas de fuera.
Compartieron el té y la cena en un silencio sepulcral y echó más de menos que nunca al resto de la compañía. Era la primera vez que se reunían junto a un fuego sin los demás. De estar todos, los diez juntos como debía ser, Sam se afanaría por prepararles algo delicioso de comer con solo dos patatas y media cebolla, disculpándose por no poder hacer algo mejor; Frodo descansaría junto a su Sam, sonriendo solo a medias y perdiéndose en las conversaciones de Merry y Pippin, que habrían encontrado el lugar más cómodo del granero para pasar la noche. Aragorn estaría en la puerta abierta del lugar, observando la noche con el ceño fruncido como si esperara que las estrellas le dieran respuesta; y junto a él estaría Gandalf, fumando de su pipa, intercambiando consejos con el montaraz. Legolas estaría fuera, demasiado inquieto ante tanta muerte, asegurándose de que nada ni nadie acechaba el lugar antes de unirse a la cena, y luego se comería su ración de pie, lejos del resto pero siempre cerca de ella. Y Gimli estaría sentado a su lado, cerciorándose de que se encontraba bien, de que no se había enfriado, asegurándole una y otra vez que la reacción que había tenido ante la pila humeante era normal, nada de lo que estar avergonzada. Le pasaría la mano por la espalda para reconfortarla y no diría nada más, porque no le haría falta.
Al pensar en el enano, se llevó la mano a la trenza por inercia, como hacía siempre que se sentía sola. El movimiento atrajo la atención de Boromir.
—¿Qué significa la insignia? —preguntó en referencia al símbolo sobre la joya.
—No tengo ni idea. Se lo he preguntado varias veces a Gimli, pero nunca ha llegado a darme una respuesta —le dijo—. Aunque no significara nada, para mí es muy importante llevarla.
—Tienes una relación muy especial con el maese enano.
Elin sonrió.
—Fue él quien me encontró, ¿sabes? Junto a su padre y el grupo de enanos que iban a Rivendel. Habría muerto sin ellos —le contó. Boromir se inclinó hacia ella, atento, y la joven se sintió impelida a continuar—. Llevaba más de una semana perdida, sin comida y apenas sin agua. Me había rendido cuando me encontraron, me alimentaron y me llevaron a Rivendel…
«Maniatada», pensó para sí, pero era un detalle que podía obviar fácilmente, tantos meses después.
—Y luego accedió a enseñarme a luchar. Sin Gimli, no solo no sabría defenderme… Aún estaría sola —concluyó.
Boromir sonrió.
—Cuando os vi entrenar la primera vez, me pareció extraño.
—¿Extraño cómo? —preguntó ella.
—Por cómo te trataba. Porque no sabía cómo un enano podía tener una hija humana. Ahora lo entiendo.
A Elin le dio un vuelco tan grande el corazón que estaba segura de que se le había notado. Carraspeó para no ahogarse con su propia saliva y farfulló.
—Él… Yo no… ¿Por qué…?
Se había quedado completamente sin habla. Hacía mucho tiempo que veía en Gimli una figura paterna, algo que no había sido capaz de reconocer aún en voz alta; pero que Boromir dijera algo así era…
—Parece que tu familia va creciendo, Elin —le dijo. La joven no sabía dónde meterse—. Nunca más tendrás que estar sola; nosotros nos aseguraremos de ello.
Las lágrimas anegaron sus ojos sin permiso.
—¿Es que te has propuesto hacerme llorar? —bufó, riendo a pesar de todo. Él le dio un golpecito en el hombro para animarla.
—¿Acaso no te habías dado cuenta? Los hobbits te adoran. Gimli está claro que te ha aceptado como una enana más, un miembro honorífico de la familia de Dúrin; y Aragorn siempre tiene un ojo puesto sobre ti para asegurarse que no te pase nada —enumeró. Luego pareció pensar algo más y añadió—: Por cierto, ¿y el elfo…?
—¿Qué pasa con Legolas? —le cortó ella, repentinamente nerviosa. Se giró para encarar a Boromir, intentando averiguar qué había querido decir—. ¿Qué pasa con él? Somos amigos, igual que tú y yo o con Aragorn o…
El guerrero se echó a reír. Sus carcajadas resonaban en el granero y el pelo oscuro le caía por la cara. Elin se notó enrojecer hasta el pelo y balbuceó.
—¿De qué…? ¿De qué te ríes? —exclamó. Azorada, le empujó con fuerza, haciendo que cayera de la bala de heno y aumentando más sus risas. Si no fuera porque se reía a su costa, de un chiste que ella no lograba entender, se habría quedado maravillada de oírle reír tan abiertamente. No había ni rastro de sombra en él.
—Perdona, perdona —se disculpó, cuando se le pasó el ataque de risa. Desde el suelo, le dedicó una sonrisa arrepentida y volvió a sentarse a su lado—. No digo nada. Aunque, si alguna vez quieres hablar, ya sabes dónde estoy.
—¿De qué iba a querer hablar? —preguntó, a la defensiva.
Por toda respuesta, el gondoriano negó con la cabeza y lo dejó pasar. Terminaron de recoger los restos de la cena en silencio y buscaron el mejor sitio donde pasar la noche. Uno de los compartimentos de los caballos parecía bastante limpio, y les ocultaría de ojos indiscretos. Arrastraron la bala de heno hasta el rincón y la esparcieron bien, creando un colchón bastante cómodo a los ojos cansados de Elin. Echaron una de las mantas por encima y se acomodaron sobre él, ambos cubiertos con sus capas y observando el techo. Tras apagar el fuego, la oscuridad era casi total.
Elin lo prefería. Aún sentía la cara arder tras la conversación con su amigo. ¿Qué había querido decir con eso de «y el elfo»? Además, que Gimli la considerara su hija… Era algo que no podía imaginar. Era demasiado bueno para ser verdad, y no estaba segura de merecer tal consideración. Se conformaba con lo que tenía hasta ese momento, con lo que había encontrado ya en la Compañía. No necesitaba más de ninguno, ni de Gimli, ni de Legolas…
Se quedó dormida con su nombre en los labios y sus ojos en el recuerdo.
No se sorprendió al abrir los ojos y encontrar sobre ella un cielo plagado de estrellas. Le recordaba al cielo de Lothlórien, aunque había alguna diferencia sutil, algo que no lograba encajar. Al girarse, tampoco le sorprendió encontrarse con Legolas. Lo había estado esperando. El elfo tenía los ojos cerrados y parecía dormido, pero sonrió ante su mirada.
—Buenas noches —saludó, girándose para observarla.
El azul de sus ojos se había tornado tan oscuro que parecía negro.
—¿Ya no son buenos días? —preguntó ella, sonriendo.
Legolas compuso una expresión extraña, difícil de descifrar.
—¿Importa eso? —contestó al final, y la joven negó.
Devolvió la vista al cielo, contando las estrellas. Algo en su interior se inquietaba si miraba demasiado al elfo, aunque fuera en sus sueños.
—¿Por qué ya no me miras? —preguntó Legolas, como si le leyera la mente, alzándose para verla mejor—. ¿He hecho algo para molestarte?
Su voz tenía un tono de tristeza que le partió en dos, y se apoyó sobre los codos para mirarle.
—¡No, para nada! Es solo… que estaba muy a gusto mirando las estrellas —mintió—. No se veían cuando me quedé dormida.
El elfo sonrió y ella volvió a relajarse, dejándose caer de nuevo sobre la hierba.
—¿Dónde estás, que no puedes ver las estrellas? —preguntó.
La joven dudó antes de contestar. ¿Qué daño podría hacer?
—En un granero, en medio del Folde Oeste —dijo sin pensar.
—¿Sola?
—No, con Boromir.
Ante el silencio repentino del elfo, se atrevió a mirarle. Su rostro no dejaba escapar emoción alguna, como si se estuviera conteniendo. Tras lo que parecieron horas, Legolas volvió a hablar.
—Últimamente, solo hablas del gondoriano —comentó. Se acercó más a ella, observándola desde arriba, y susurró—: Aún no me has contado lo que sucedió con él.
La joven se estremeció ante su cercanía. Legolas irradiaba un calor que no parecía pertenecer al mundo de los sueños e, instintivamente, se pegó más a él.
—¿Por qué no me lo cuentas ahora? —murmuró, y de repente ya no veía las estrellas, solo a él.
Legolas estaba prácticamente sobre ella y su mente volvió a la Acebeda, a ese efímero instante bajo los arbustos. El torbellino de sensaciones hacía que la cabeza le diera vueltas y su respiración se aceleró. Sabía que era un sueño, sabía que no era real, que no era más que su subconsciente dando rienda suelta a una fantasía que se había prohibido a sí misma, a un anhelo al que no podía enfrentarse cuando estaba despierta. Quizá fuera tonta, sintiéndose atraída por él; pero, desde luego, no era tan estúpida como para pensar que pudiera ser correspondida en la realidad, así que lo relegaba todo al mundo de los sueños, donde nada podía herirla.
Donde el elfo la miraba con un deseo indescriptible.
Su mano se posó en su cadera, tentativamente, y ella dio un respingo.
—L-Legolas, yo… No… —susurró. ¿Qué le había preguntado? ¿Dónde estaba y qué estaba pasando?—. Ya sabes que yo…
—Ya lo sé, Elin —dijo él. Su sonrisa era de otro mundo. Era algo que jamás había visto en él, algo que jamás vería—. Ya sé que vienes del futuro. Ahora, ¿por qué no me cuentas qué ha pasado con Boromir?
Su mano se deslizó hacia arriba, hacia su estómago, enviando señales enloquecidas hacia todo su cuerpo.
—Yo le he… —farfulló. La sonrisa de Legolas era más amplia, más triunfal, más calculadora. Se ahogaba ante las sensaciones. Algo no iba bien, gritó su cerebro, algo no iba nada bien—. Yo no… No te he dicho que fuera del futuro.
La expresión del elfo cambió durante un segundo, pero enseguida volvió a aparentar ser el de siempre. Las alarmas en su cabeza iban en aumento. ¿Y si esto no era un sueño? Trató de apartarse de él, trató de despertar, pero estaba atrapada.
—¿Estás segura? ¿Cómo iba a saberlo yo si no? —preguntó con inocencia, y la mano sobre su estómago viajó hasta su costado, pero ya no le hacía cosquillas. Era fría y amenazadora. Las estrellas del cielo se apagaban.
—¿Quién…? ¡¿Quién eres?! —exclamó ella.
Legolas compuso un mohín.
—Vamos, Elin, soy yo. Legolas —fingió.
Los ojos ya no eran azules, sino negros por completo. El pelo se tornó dorado por momentos, como si fuera la única fuente de luz. Elin se revolvió y la mano del elfo se le clavó en la cicatriz.
—¡Cuéntamelo, Elin! ¡Averiguaré lo que sabes, por las buenas o por las malas! —gritó de repente el elfo—. ¡Te estoy buscando y acabaré por encontrarte! ¡No te puedes esconder de mí!
La joven chilló, y el grito le desgarró la garganta con tanta fuerza que despertó de la pesadilla. Boromir estaba junto a ella, intentando tranquilizarla, mientras la joven sollozaba y respiraba entrecortadamente.
—Él… Él… —farfulló.
—Tranquila, Elin —susurró Boromir, acariciándole la espalda. Los primeros rayos de sol entraban por las ventanas del granero, dándole al lugar un aspecto etéreo y fantasmal. Elin se estremeció—. Todo está bien, yo estoy contigo.
—Él viene a por mí —sollozó. No podía parar de llorar y temblaba incontrolablemente—. Sabe quién soy. Sabe que soy del futuro, por eso me buscaban sus orcos. Quiere saber lo que yo sé, quiere usarme, Boromir, quiere usarme.
Se apoyó contra él, refugiándose en su abrazo, y dejó salir toda la presión acumulada en su pecho. Esos sueños… Todos los sueños que había tenido desde que salió de Rivendel habían sido obra de Sauron. Intentaba sonsacarle información para ganar la guerra. Por eso los uruk la buscaban también a ella, quería utilizarla a su favor para adelantarse a los acontecimientos. Pero ¿cómo sabía quién era? ¿Cómo sabía que estaba allí? Y ¿por qué era capaz de meterse así en sus sueños, de crear heridas físicas a través de ellos?
La cicatriz del costado le ardía. Cuando logró tranquilizarse y dejar de llorar, se llevó una mano a ella y vio, con horror, cómo aparecían varias motas de sangre sobre la tela.
—¿Cómo…? —preguntó Boromir, pálido como la cera.
—Ha sido él —farfulló. El mundo se abrió a sus pies cuando se dio cuenta de lo que le había contado en sueños—. Debemos irnos, Boromir. Le dije dónde estábamos. Lo siento, lo siento tanto, Boromir, pensaba que era Legolas, pensaba que era un sueño…
Hablaba atropelladamente mientras trataba de ponerse en pie y recogerlo todo. El pánico dominaba sus acciones. Tenían que recoger sus cosas y marcharse antes de que enviaran a una partida de orcos a por ellos, tenían que irse ya.
—Espera, Elin, tranquila. Vamos a…
Un ruido en la puerta del granero los interrumpió de golpe.
Notes:
¡Feliz Sam Va Lentín a todas!
Para celebrarlo, os traigo este capítulo con un cliffhanger estupendo para terminar. ¡Y por fin sabemos qué son los sueños de Elin! Sé que muchas lo habíais averiguado ya, pero me lo he pasado igual de bien escribiendo a ese Legolas y disfrutando un poco del misterio :)
¡Nos leemos en el próximo capítulo!
Chapter 6: El castillo de oro
Summary:
Boromir y Elin reciben una visita inesperada y deben partir de inmediato.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 5:
El castillo de oro
—Escóndete, corre —urgió Boromir en un susurro—. No salgas a no ser que te llame.
—Pero… —protestó ella. Sentía que iba a echarse a llorar de nuevo por el pánico. ¿Era posible que Sauron los hubiera encontrado tan pronto?
El guerrero no la dejó decir más.
—Haz lo que te digo, ahora —insistió. Su tono era marcial y no permitía contestación, y la joven se arrastró hacia el compartimento donde habían pasado la noche. Pegada a la pared, se abrazó las piernas en un vano intento por dejar de temblar.
Si algo le pasaba a Boromir por su culpa, jamás se lo perdonaría…
Conteniendo la respiración, escuchó cómo el guerrero desenvainaba la espada y se acercaba sigilosamente hacia la puerta del establo. Fuera, los golpes continuaban, nerviosos y descoordinados. Por un momento no escuchó nada y estuvo tentada a asomarse para ver lo que sucedía, pero lo último que necesitaba su amigo era tener que preocuparse más por ella. Si le había dicho que se ocultara, se quedaría escondida hasta que no tuviera más remedio que salir. Aun así, su mano temblorosa viajó hasta la daga que llevaba en el cinto, asiéndola con fuerza por si acaso.
La puerta se abrió levemente. No se atrevía ni a pestañear. De repente, oyó a Boromir soltar el aire con alivio.
—Así que eras tú… —oyó que decía su amigo en tono afable—. Ven, Elin. Ven a conocer a nuestro visitante.
Extrañada, la joven se puso en pie y se acercó, aún con la mano en la empuñadura del arma. Soltó todo el aire de golpe y quiso echarse a reír cuando vio a Boromir acariciando un precioso corcel. Su color era indescriptible: su pelaje era de un tono cobrizo y su crin y cola relucían como el fuego. Tenía el hocico y la frente moteados de blanco y, al fijarse, vio que tenía los ojos de un marrón ambarino. Se dejaba llevar por las suaves caricias de Boromir y, de vez en cuando, pateaba el suelo con firmeza.
—Tenemos una invitada un poco ruidosa —comentó Boromir, tan encantado de acariciar al caballo como este parecía de recibir caricias—. Menudo susto nos has dado, amiga.
—¿Es una chica? —preguntó en voz baja. No había estado nunca tan cerca de un caballo y no quería asustarla.
Boromir asintió, señalando el área de los genitales como si fuera una obviedad.
—Es preciosa —comentó Elin. Alargó la mano, tentativamente, y el gondoriano le animó a acariciarla. A pesar de la suciedad del pelaje, tenía la crin suave bajo sus dedos—. ¿Crees que viviría aquí?
—Seguramente. Escaparía durante el ataque y ha vuelto a por sus dueños, pero… —Las palabras de Boromir se quedaron en el aire. Ambos observaron a la yegua, apenados—. Se parece a ti —añadió de repente.
—¡¿Cómo dices?! —exclamó Elin. La yegua dio un golpe en el suelo, como si ella también se escandalizara ante la comparación. Lo entendía: la yegua era muchísimo más bonita.
—Sois idénticas —se rió Boromir—. Mírala: pelirroja, con pecas… Y tan escandalosa como tú. Creo que la llamaremos Bruidal.
Le daba miedo preguntar, pero lo hizo igualmente.
—¿Qué significa?
—Pies ruidosos —contestó él, sonriendo con satisfacción. Elin le dirigió una mirada indignada, pero la yegua (Bruidal) aprovechó para patear de nuevo el suelo y se tuvo que callar una respuesta.
Prefirió ignorar a su amigo y se dirigió a la yegua.
—¿Qué me dices, Bruidal? ¿Te gusta tu nuevo nombre? —Por toda respuesta, el animal agitó la cabeza, moviendo la cola como si asintiera—. ¿Y crees que podrías llevarnos hasta Edoras? —añadió.
Ante esto, la yegua relinchó.
—Estamos de suerte —comentó Boromir.
Metieron a la yegua en el establo y dejaron que bebiera el agua que quedaba en el abrevadero y comiera tanto heno como quiso mientras ellos recogían. La llegada de Bruidal les había levantado un poco el ánimo, pero sobre ambos pesaba la urgencia del sueño de Elin. Además, la herida de la joven seguía sangrando. Había aprovechado para cambiarse y vendarse de nuevo el costado, pero necesitaba que alguien le echara un vistazo por si era algo grave.
Para cuando Bruidal estuvo satisfecha, habían desayunado algo rápido y lo tenían todo recogido. La yegua aún llevaba puesta la silla de montar y aprovecharon las alforjas para meter sus escasas pertenencias. Boromir le tendió su escudo a Elin, para que se lo colgara a la espalda, y se subió con gracia al caballo.
—No he montado jamás —advirtió ella.
No pareció sorprenderle.
—Lo imaginaba. Solo tienes que subirte con cuidado y agarrarte a mí. Yo me encargaré del resto —prometió.
Tras un esfuerzo considerable (y subirse a una caja de madera que había olvidada en un rincón para poder llegar), se sentó tras Boromir y le abrazó por la espalda, agarrándole como si su vida dependiera de ello.
—No me dejes caer —rogó, sin saber si hablaba con Boromir o con la yegua.
—Jamás se me ocurriría —bromeó él y, espoleando a Bruidal, abandonaron el granero.
Elin nunca había montado a caballo. Lo más cerca que había estado había sido la vuelta en poni que había dado a los diez años, cuando sus padres la llevaron de viaje por Carneddau. Aquello, por supuesto, no se parecía en nada a la tortura a la que se estaba siendo sometida. Aunque no llevaban a Bruidal a galope tendido, Boromir la guiaba con prisa y, tras él, la joven se aferraba como podía a su espalda dando botes sin ton ni son sobre los cuartos traseros de la yegua. Las sillas de montar no eran aptas para dos personas, a pesar de todas las mentiras que le había contado siempre la literatura fantástica. No había nada de glamuroso ni especial en lo que llevaba horas sufriendo.
Se acercó más a Boromir, clavándose la parte trasera del asiento en la vejiga. El miedo a resbalarse le hacía tensar las piernas, pero, sin nada donde apoyarse, se veía obligada a hacer fuerza constante mientras intentaba en vano acoplarse al ritmo del viaje.
—Echo… de menos… las barcas… —masculló, más para sí que para Boromir, pues el viento le metía el pelo en la boca y acallaba cualquier queja que pudiera tener.
Lo peor de todo era que los movimientos bruscos de la yegua le enviaban descargas de dolor directas a la cicatriz, que cada vez notaba más húmeda. Aunque sabía que cada vez sangraba más, no había querido decirle nada a su compañero. Tenían que llegar cuanto antes a Meduseld, alejarse lo más rápido del Folde Oeste. Parar en mitad de la llanura para inspeccionar su herida solo les convertiría en un blanco aún más fácil, ahora que el ojo de Sauron les estaba buscando.
Sintió como le recorría un escalofrío helado al pensar en él y cerró los ojos con fuerza, rezando para no atraerle con sus pensamientos. No podía creer lo estúpida que había sido. Estaba claro que sus sueños no habían sido nunca normales, pero jamás imaginó que pudiera tratarse de él; ni siquiera el día que se había levantado con moratones en el cuello. Y estos sueños con Legolas habían sido tan diferentes…
Si lo pensaba demasiado, sentía ganas de tirarse del caballo. ¿Cómo había podido ser tan estúpida como para caer en una trampa tan burda? Aunque jamás hubiera podido pensar que Sauron la buscara, había puesto en peligro a Boromir por consumar una fantasía adolescente y ridícula. Se había dejado llevar por una imagen falsa de Legolas, a pesar de que en el fondo sabía que algo no iba bien, porque era una cobarde incapaz de enfrentarse a sus sentimientos en la realidad, sentimientos que sabía que no debían existir. No era tan estúpida como para no darse cuenta de que se sentía atraída por él, pero sí lo era para todo lo demás.
Había aceptado con los brazos abiertos la posibilidad de vivir en sueños lo que jamás podría hacer realidad y había caído directamente en la trampa de Sauron.
Cerró los ojos y apretó la frente contra la espalda de Boromir en un vano intento por bloquearlo todo: el dolor, los recuerdos, la angustia, la imagen deformada de Legolas, a Sauron.
—¡Ya falta poco! —exclamó el guerrero por encima del viento—. ¡Mira, Elin!
Con un esfuerzo, se enderezó y miró a la lejanía, por encima del hombro de su amigo. Una colina se alzaba, solitaria y orgullosa, en mitad de la planicie, con las Montañas Blancas como telón de fondo y el sol cayendo por el oeste. Sobre ella, un edificio de oro mandaba sus destellos iluminando la tierra a su alrededor. La ciudad de Edoras crecía a sus pies, flanqueada por el río Nevado, un arroyo que nacía en las Montañas Blancas y rodeaba la capital de Rohan.
—Meduseld… —farfulló. A pesar de todo, a pesar del sufrimiento y el miedo y el dolor desgarrador que sentía, la magia de la Tierra Media seguía dejándola sin aliento. Los destellos de oro del palacio de Théoden eran indescriptibles y, por un momento, vio ante ella toda la historia de Rohan desde los gloriosos días de Eorl. Toda la campiña respiraba vida, todo era tan real que Elin a veces pensaba que su vida anterior era la que había sido un sueño y esto era todo lo que había vivido siempre; y, por muchas penurias que estuviera viviendo, una pequeña parte de ella, pequeñita y acobardaba, casi deseaba que así fuera. Que su vida estuviera para siempre en la Tierra Media.
Pero escuchar esa voz era lo que más miedo le daba de todo y la obligaba a callarse si apenas prestarle atención. Porque enfrentarse a algo así podría terminar de romperla, y ahora estaba demasiado ocupada intentando sobrevivir.
Tragó saliva y volvió al presente. En un par de horas habrían llegado a la siguiente parada en su viaje. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde para ninguno.
Notes:
Siento mucho, muchísimo el retraso. Y siento también haber traído un nuevo capítulo tan corto y reflexivo. No puedo prometer que no volverá a haber retrasos, pero sí puedo prometer que no voy a dejar este fic inconcluso. Solo que escribo cuando puedo y como puedo, pero la historia está planificada (casi toda en mi cabeza) y las ganas no se mueren. Acabaremos la historia de Legolas y Elin y espero que me acompañéis hasta el final a pesar de los parones.
Dicho esto, siento también haberos dejado con un cliffhanger tan chungo, eso no fue intencionado XD Intentaré traer un capítulo más cargadito pronto.
¡Espero que os haya gustado y gracias a quienes seguís aquí tras la espera!
Chapter 7: Mereliss
Summary:
Por fin han llegado a Edoras, pero pronto se dan cuenta de que no serán bien recibidos por todos.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 6:
Mereliss
Aunque sabía el estado de decadencia en el que se encontraba la capital de Rohan, nada se comparaba a verlo con sus propios ojos. Atravesaron los portones de la ciudad bajo la mirada indiferente de dos guardias que parecían más unos matones de tres al cuarto que los orgullosos soldados del rey. Las calles estaban casi desiertas a pesar de ser mediodía y la poca gente que paseaba por los caminos sucios y embarrados les miraban con desconfianza antes de girarles la cara. Había quienes incluso cerraban las ventanas al pasar cerca de sus casas.
La ciudad era más grande de lo que parecía por fuera, con casas que se arrejuntaban unas a otras y edificios más grandes y espaciados que daban paso a grandes cuadras y pequeños huertos. Había caballos por todas partes y el olor a estiércol era penetrante, pero los animales estaban limpios y bien cuidados y los caminos estaban cubiertos de paja y despejados para el tránsito. Escondida cerca de la muralla encontraron una taberna, Descanso de Felaróf, con un cartel en madera gastada que mostraba un jinete a caballo cruzando un río.
Boromir guió a Bruidal hasta el abrevadero frente a la taberna y desmontó con cuidado. Elin se tambaleó, agarrándose a la silla para no caer. Su amigo se apresuró en atar las bridas e ir a por ella, cogiéndola en brazos con toda la delicadeza de la que fue capaz. La joven solo pudo deslizarse hasta bajar, demasiado dolorida como para intentar moverse más. Le costó horrores pasar la pierna por encima de la yegua con la mano aferrada en la herida. Puso los pies en el suelo y fue como si tuviera las piernas hechas de papel: se vino abajo sin poder evitarlo, cayendo pesadamente contra el gondoriano.
—Te tengo —susurró él, cogiéndola en brazos—. ¿Puedes andar?
Elin asintió, aunque no las tenía todas consigo. Sentía mil agujas clavándose en sus piernas, con unos calambres que le llegaban a la espalda, y la mano que cubría la cicatriz estaba húmeda de sangre. Aun así, no hizo amago de quejarse y se apoyó en el guerrero, que le guió hasta la taberna.
Abrieron la puerta a un salón medio vacío. Los pocos clientes que había se les quedaron mirando con cara de pocos amigos al darse cuenta de que eran forasteros. Boromir la llevó hasta la barra, donde un hombre pelirrojo de mediana edad les observaba de brazos cruzados.
—Buen hombre, ¿podría ayudar…?
—No necesitamos más gente de la que cuidar —le cortó el tabernero, con una mueca de asco—. Ya tenemos suficiente sin hacernos cargo de unos fortasteros.
Un murmullo de aprobación recorrió la taberna y Elin se sintió desfallecer. Sabía que la guerra estaba siendo especialmente cruel con la gente de Rohan, pero jamás había imaginado que les negarían el auxilio. Era la primera vez que se encontraba a alguien en la Tierra Media tan abiertamente hostil… y no era una sensación agradable. Doblada de dolor, trató de hacerle cambiar de opinión.
—Solo necesitamos… un curandero —masculló con los dientes apretados.
—Pues tendrás que buscar en otro lado, mujer —espetó él.
Boromir se tensó. Parecía dispuesto a sacar la espada y obligarles a que la atendieran cuando una mujer salió de lo que parecía la trastienda del bar.
—Debería darte vergüenza, Léod —dijo, negando la cabeza. El cabello pajizo y rizado le cayó sobre la cara y se lo apartó con impaciencia, remangándose hasta los codos—. Si empezamos a tratarnos así entre nosotros, no seremos mejores que los orcos.
El tono de la mujer era tan autoritario y destilaba tanta decepción que los clientes agacharon la cabeza y Léod tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Ayúdales tú si quieres, Mereliss —masculló, desentendiéndose del asunto—. Sobre tu cabeza recaerán las consecuencias.
Ignorando la advertencia de Léod, la mujer se apresuró hasta ellos y la ayudó a enderezarse.
—¿Puedes caminar, chiquilla? —preguntó con voz amable. Era una mujer algo mayor que Elin, quizá unos diez o quince años, y tenía un aura de fuerza y sabiduría que le hizo sentir pequeña. La joven asintió—. Venid, os llevaré a mi casa.
—Gracias —murmuró Boromir.
Sin mirar de nuevo atrás, salieron de la taberna y Boromir se dirigió hacia la yegua, que esperaba pacientemente.
—Déjala, mi casa está cerca —informó. Al verle dudar, añadió—. Léod puede ser un capullo, pero nadie le hará daño a tu yegua mientras esté aquí. Es posible que incluso la cepillen.
Boromir asintió y, antes de que la joven se diera cuenta de lo que estaba pasando, la cogió en brazos y se apresuró detrás de la rohirrim.
—¡Puedo andar! —se quejó Elin, aunque tampoco peleó mucho por bajarse.
—Y yo, cargarte —contestó él—. Muchas gracias por tu ayuda. Sobre lo que ha dicho antes el tabernero…, ¿tendrás problemas con la guardia por acogernos?
—No lo creo. Al menos, no con los soldados del rey. Los matones de Gríma, en cambio… —contestó sin mirar. Pareció pensárselo mejor antes de continuar—. En cualquier caso, no se enfrentarán a una escudera de Rohan así como así. Ese título aún tiene algo de peso en Edoras.
Elin ahogó un grito de sorpresa. Jamás habría esperado encontrarse con otra guerrera en Rohan y se preguntó si habría muchas más. Si las había, estaba deseando conocerlas a todas.
—¿Una escudera de Rohan? —preguntó el gondoriano. El asombro y la admiración eran palpables en su voz—. En todos mis viajes, no había tenido el honor de conocer a ninguna.
La rohirrim le observó de reojo.
—¿Has viajado mucho por la Marca?
—Lo justo como para saber que sus campos son hermosos y sus gentes nobles y honorables —contestó.
Giraron por un recodo en el camino.
—Volviendo a tu compañera… ¿Qué os ha sucedido? ¿Un ataque de orcos?
—Una escaramuza hace varios días, pero esta mañana hemos tenido un… encontronazo —informó Boromir sin querer desvelar demasiados detalles— y parece que se le ha reabierto una herida que creíamos sanada.
La mujer asintió con gravedad. Tenía un aire de guerrera que le recordaba a Aragorn o al mismo Boromir, y parecía no tener ningún miedo de llevar a dos completos desconocidos a su casa.
—Hemos pasado las últimas horas galopando hacia Edoras —terminó el guerrero.
—No me extraña que estés agotada, jovencita —comentó.
—¡No estoy tan mal! —protestó ella. Fue un intento muy indigno, porque lo cierto era que casi no le sostenían las piernas—. Por cierto, me llamo Elin. Mi compañero es…
—Thannion, hijo de Thannor, a tu servicio —se presentó él con galantería.
Mereliss mostró la primera sonrisa desde que la habían conocido. Boromir y ella habían tenido tiempo de trabajar una nueva identidad para el guerrero, que se haría pasar por un montaraz del norte. La mentira le había salido sola, sin un ápice de duda. Finalmente, la rohirrim se detuvo frente a una casa un poco más alejada del resto. Tenía un pequeño huerto donde crecían numerosas plantas y hierbas.
—Pasad.
Elin se dejó llevar hasta una habitación que parecía en desuso, con una cama sin sábanas y varias cajas de madera apiladas en los rincones. Mereliss sacó una sábana limpia del armario que había al fondo y encendió una lámpara de aceite mientras Boromir la acomodaba. Salió un momento del cuarto y volvió secándose las manos en una toalla que se colgó del delantal. Llevaba un vestido marrón oscuro bastante sencillo.
—¿Te importaría desnudarte para que te vea?
—¿Eres curandera? —le preguntó Elin, quitándose la capa con esfuerzo. La dejó con cuidado sobre la cama y pasó al chaleco. En el marco de la puerta, Boromir se movía intranquilo. Estaba claro que no quería dejarla sola, pero también quería darle intimidad.
—No —negó Mereliss. Su respuesta sorprendió a Elin; había esperado que lo fuera, al verla tan dispuesta a ayudar—. Pero tengo conocimientos de sanación, que me han servido tanto en el campo de batalla como aquí, en la capital.
Mereliss le ayudó a quitarse el chaleco y la camisa, manchados de sangre, y Boromir les dio la espalda con galantería. El problema se hizo visible de inmediato: un enorme hematoma, de aspecto ennegrecido, cubría el costado derecho donde tenía la cicatriz de Moria; y, casi en perpendicular, la herida abierta como de unas garras que querían abrirle la carne.
—Pero ¿quién te ha hecho esto? —se horrorizó Mereliss. Elin no respondió. La mujer observó de reojo a Boromir antes de volver la vista a la herida, presionando unas vendas limpias para detener la hemorragia y la joven siseó entre dientes—. Thannion, ¿serías tan amable de traerme más vendas? Están en el salón, en el mueble bajo la ventana.
—Claro, ya mismo.
Boromir abandonó la estancia y Mereliss se giró tan de golpe que le hizo dar un bote.
—Si ha sido él, puedes decírmelo —susurró apresuradamente. Elin abrió mucho los ojos. ¿Acaso pensaba que…?—. Tiene pinta de guerrero, pero puedo protegerte. Conmigo estarás segura.
De fondo, se oía la búsqueda frenética de Boromir. Elin se apresuró a negar con la cabeza. No soportaba la idea de que dudara de él.
—¡No! No, para nada —aseguró. Mereliss la observó más de cerca—. De verdad. Somos compañeros de viaje. Llevamos muchos meses en el camino y hemos sufrido cosas… indecibles. Pero él jamás me haría daño. Daríamos la vida el uno por el otro —añadió, cogiéndola de la mano para intentar hacerla ver que decía la verdad—. No soy capaz… de explicarte cómo me hicieron esto. No me salen las palabras. Pero Thannion jamás me pondría la mano encima.
Tras un instante que se hizo eterno, la guerrera asintió justo en el momento en el que Boromir reaparecía con más vendajes.
—Túmbate —le indicó. Elin se acomodó en la cama y apretó los dientes cuando Mereliss vertió un líquido sobre la herida. Se veían claramente cuatro dedos marcados, como garras, que penetraban en la carne—. Voy a tener que dar unos puntos.
—No será la primera vez —murmuró ella. En comparación con el flechazo, aquello apenas dolía. Mereliss rebuscó entre sus cosas y le puso un frasco entre los labios, haciéndole beber. En cuanto notó el sabor amargo, característico de la leche de amapola, se incorporó y lo escupió horrorizada. La guerrera se le quedó mirando con sorpresa—. ¡No! ¡Nada de analgésicos! ¡Por favor! —suplicó.
El corazón le latía a mil por hora.
—Te dolerá muchísimo. La leche de amapola te ayudará a dormirte mientras te curo —le explicó Mereliss intentando tranquilizarla.
El pánico le subía por la garganta como la bilis.
—¡No, por favor, no! —insistió a punto de llorar—. Puedo soportarlo, pero no me des nada, por favor, por favor…
Se le disparó la respiración. No conseguía coger aire y la cabeza le daba vueltas. Se había alejado de Mereliss y no se dio cuenta de cuándo Boromir había abandonado su lugar en la puerta para arrodillarse junto a ella, dándole la mano y acariciándole la cabeza para tranquilizarla.
—Eh, Elin, ya está, ya está —susurraba—. Respira. Mereliss no te va a obligar a dormir, ¿vale? Te va a doler un poco, pero yo estoy aquí contigo y tú puedes con ello, ¿verdad?
Elin asintió. No podía dormirse. No sabía lo que le haría Él si se dormía. No sabía si le torturaría de nuevo, si le desgarraría la mente en dos para averiguar lo que sabía, si sería el fin de la misión y de sus compañeros y de la Tierra Media. La joven se centró en respirar y en nada más, intentando poner la mente en blanco, intentando no pensar en Él para no atraerle, para no llamarle. Mereliss se puso manos a la obra y le curó la herida. Esta vez, los puntos no dolieron tanto. Le había puesto un ungüento que le adormeció la zona y, aunque no fue una experiencia que estuviera deseando repetir, la aguantó con estoicismo.
Cuando terminó, sudaba y temblaba como una hoja, pero no se había dormido. Eso le bastó para calmarse. Mereliss no había dicho nada más al respecto de sus heridas o de su reticencia para dormir. Le vendó el estómago y le curó el resto de magulladuras que traía desde Amon Hen. Le ayudó a cambiarse y le prestó uno de sus vestidos, que le quedaba algo grande, pero al menos no tendría que llevar su ropa sucia durante un tiempo.
—Podéis descansar y recuperaros aquí —les dijo. Les había puesto la cena en el salón y los tres comían en relativo silencio.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Elin. Le costaba tragar y jugaba con su comida más que otra cosa.
—30 de febrero —respondió. Ella asintió. Aún tenían un par de días antes de la llegada de los demás.
—¿Seguro que no es molestia que nos quedemos contigo? —preguntó Boromir.
Mereliss sonrió y les sirvió más hidromiel.
—Esa habitación está vacía. Puedo prepararte un lecho junto a la cama de Elin, si no quieres separarte de ella —comentó. Boromir se lo agradeció profusamente y continuaron con la cena, hablando por encima de la situación actual de Rohan pero sin entrar demasiado en los detalles de la guerra.
Los tres estaban demasiado cansados para ello.
Tras la cena, Mereliss les dio las buenas noches y Boromir se acomodó en unas mantas sobre el suelo. Elin se sentó en la cama, con la espalda apoyada en la pared, y extendió el contenido de su mochila sobre la cama. Bajo la escasa luz de la luna que entraba por la ventana, trató de examinar sus pertenencias. Le bailaba la vista mientras ponía los analgésicos que le quedaban de Lothlórien a un lado y volvía a doblar la única camisa que le quedaba intacta. Le pesaban los párpados, que se le cerraban como un telón al acabar una representación, pero se negó a dejarse ir.
Volvió a meter una a una sus cosas en la mochila, detenidamente, intentando que pasaran las horas hasta que volviera a ser de día. Boromir se había dormido nada más tumbarse y le supo mal relegarle al suelo cuando ella no tenía ninguna intención de yacer en la cama. Cuando todas sus pertenencias estuvieron guardadas, sacó las armas. Examinó de nuevo la daga de Galadriel y, lo más despacio posible para no despertar al gondoriano, la limpió y afiló con una piedra. Hizo lo mismo con las hachas y al acabar examinó detenidamente el arco y las flechas, arreglando cualquier imperfección tal y como le había enseñado Legolas.
Al pensar en él, sintió el conocido tirón en el ombligo. Tragó saliva y apartó el arco de su vista como si eso fuera a echar al elfo de sus pensamientos. Se sentía extrañamente culpable, como si su simple imagen hubiera sido mancillada. Había permitido que el señor oscuro jugara con ella invocándole a él. Se lo había puesto ridículamente fácil, exponiéndole sus anhelos en bandeja. Se sentía tan avergonzada que no era capaz ni de pensar en Legolas sin querer echarse a llorar, y no sabía si sería capaz de volver a mirarle a la cara cuando se reencontraran.
Desvió la vista hacia la ventana. La noche seguía siendo cerrada y ella se sentía desfallecer. Apartó las armas y trató de levantarse. El ruido despertó a Boromir, que se alzó como un resorte.
—¡Elin! —susurró—. ¿Estás bien?
—Perdona —se disculpó ella. Lo último que había querido era molestarle. Incluso en la oscuridad, podía ver su cara de preocupación—. No… podía dormir.
Boromir soltó el aire que estaba conteniendo y se puso en pie. Elin sintió su peso sobre la cama y de repente lo tenía sentado junto a ella, con la espalda contra la pared, haciéndole un gesto para que se acomodara junto a él. Tras unos instantes de reticencia, la joven se dejó llevar y se colocó a su lado, apoyando la cabeza en su hombro.
—Necesitas dormir para recuperarte —indicó.
—Tienes razón, pero…
—Ya, lo sé —. El silencio se extendió entre ellos unos minutos hasta que Boromir lo rompió de nuevo—. ¿Te he hablado ya de la vez en la que Faramir se coló en uno de los archivos más antiguos de Minas Tirith siguiendo a Gandalf y se quedó un día entero encerrado hasta que lo encontramos…?
Elin negó, dejando escapar una risa, y dejó que los cuadros que pintaba Boromir sobre su infancia la relajaran sin llegar a dormirse.
Notes:
* Thannion (hijo de Thannor) significa «hombre que se mantuvo firme u honesto».
* Mereliss significa «bondad famosa».Sé que es otro capítulo en el que no pasa nada, pero me gustan mucho estos momentos tranquilos antes de la acción y ya nos vamos acercando al reencuentro, ¡y a partir de ahí se acabó la calma! Además, quería traeros un capítulo nuevo en agosto para así poder decir que he vuelto a publicar uno al mes. ¡Gracias por leer!
Chapter 8: Sueños oscuros
Summary:
Elin sana de sus heridas, tanto físicas como mentales, en casa de Mereliss; pero el miedo a lo que pueda conjurar su mente en sueños la paraliza. ¿Cómo podrá seguir adelante cuando le aterra cerrar los ojos?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 7:
Sueños oscuros
Pasó la noche envuelta por una bruma. Al principio, Boromir le acariciaba el pelo, susurrando palabras de consuelo. Su tono tranquilizador era más importante que lo que dijera. Intentaba instarla a dormir, pero Elin se había negado tozudamente, aferrándose a la consciencia como a un clavo ardiendo. Cuando el cansancio acabó por llevarse al guerrero, con la espalda apoyada en la pared y el brazo alrededor de sus hombros, se quedó sola con sus pensamientos.
Estos eran casi febriles, dando vueltas una y otra vez a los mismos miedos, tratando de expulsarlos de su mente pero sin llegar a quedarse dormida nunca. Pensaba en todo lo que había sucedido hasta el momento, en Merry y en Pippin y en Frodo y en Sam, a quienes había dejado marchar sin contarles la verdad, sin sentir que había hecho todo lo posible por ellos. Pensaba en lo que aún estaba por venir, en cómo haría para proteger a Boromir y la misión y ayudar a todo el mundo. Pensaba en sus compañeros, en todas las preguntas que tenía para Gandalf, en cómo le contaría la verdad a Gimli, Legolas y Aragorn, en si sus amigos le perdonarían las mentiras y engaños. En si la creerían como Boromir.
También pensaba en sus padres, en si estarían orgullosos de ella si pudieran verla; y en su tío Alfie, en si se encontraría bien, si de verdad aquel mensaje de Galadriel había bastado para calmar sus temores. Los echaba tantísimo de menos a los tres que a veces creía que se ahogaba; pero todo lo demás pesaba más que su dolor y, como había hecho en los últimos diez años, lo apartaba a un lado para poder seguir avanzando.
Sobre todo, pensaba en Legolas. Su imagen se mezclaba con la burla que Sauron había proyectado en su cabeza y el miedo a sus propios sentimientos era tal que se sentía paralizada. Cómo había podido hurgar en sus más profundos deseos, en aquellos que había ocultado tan profundamente que ni siquiera había sido capaz de reconocerlos hasta que Sauron los había sacado a la superficie, retorcidos y corruptos.
Siempre supo que sentía algo más que amistad por el elfo, una atracción que no podía negar; pero jamás imaginó que aquellos sentimientos fueran mucho más allá. Saberlo no lo hacía más fácil. Era consciente de que nada podría suceder nunca entre los dos, que Legolas la veía solo como una amiga, una compañera, y no podría sentir por una humana como ella nada más; y eso estaba bien, le bastaba. No querría que fuera de otra manera; le rompería el corazón atarle a su destino mortal.
Pero aquello no sucedería. Los anhelos que Sauron había tratado de explotar eran tan vanos que le resultaban impensables. Jamás se harían realidad y quizá por eso se había dejado llevar en sus sueños, dando rienda suelta a una fantasía que permanecería encerrada en su corazón para siempre.
Saber que el Señor Oscuro la había leído con tanta facilidad, que había explotado sus debilidades de una manera tan evidente, la avergonzaba y la mortificaba a partes iguales. Nunca se lo perdonaría si su debilidad había empeorado las cosas en la Tierra Media, si le había dado a Sauron una herramienta más con la que sembrar el caos. Esperaba, con todo su ser, no haber cometido un terrible error.
Ahora solo podía esforzarse por ser más fuerte, por no volver a caer nunca en aquella burda trampa, por luchar para deshacer todo el mal que había podido causar. Tendría que olvidar cualquier cosa que sintiera por Legolas, enterrarlo de nuevo en lo más profundo de su ser para no dejarlo salir nunca.
Para cuando el sol despertó, ella ya había salido de la casa, paseando por el pequeño huerto que cuidaba Mereliss.
A pesar de la extenuación de su cuerpo y su mente, del dolor palpitante de cabeza, los pinchazos tras los ojos o los tirones del costado cada vez que se movía, se negó a estar quieta e insistió en ayudar a su anfitriona con los quehaceres. Limpiar el huerto, quitar las malas hierbas o recolectar más flores para preparar ungüentos y medicamentos; haría lo que fuera necesario para ayudar, para no pensar. Las horas pasaban en un remolino de sopor y angustia, pero cuando le insistían en que debía acostarse y dormir para recuperarse, ella volvía a negar con la cabeza y continuaba la tarea, con la bilis y el miedo alzándose en la garganta.
A mediodía tuvo que esconderse tras la casa a vomitar lo poco que había logrado comer. Un sudor frío le recorría el cuerpo y la cubría como un manto, haciendo que se le pegara la ropa como una segunda piel. En lugar de detenerse, se cubrió con la capa y siguió separando semillas de pasiflora para poner a secar.
—Si sigue así, acabará por colapsar—escuchó que decía Mereliss.
Su voz venía de tan lejos que se preguntó cómo lograba oírla. No la veía por ningún lado, pero en realidad apenas veía nada: solo las semillas que tenía delante, los cantos de su visión borrosos y difuminados.
—Lo sé— suspiro Boromir.
No escucho nada más. Quizá se hubiera desmayado ya o se hubiera quedado sorda, pero de repente era por la tarde y el gondoriano le quitaba las plantas de entre las manos . Elin miró la tela donde había puesto a secar las semillas y ¿tan pocas había logrado sacar tras todo el día trabajando?
Se dejó guiar hacia el interior de la casa porque tenía frío y porque el dolor en el pecho apenas le permitía respirar ya y porque en el fondo sabía que ni siquiera en sus mejores momentos podría zafarse de Boromir si él no quería dejarla ir, así que era mucho más fácil hacer lo que decía y, además, estaba tan cansada que ya no tenía tan claro contra qué estaba luchando. Su amigo la llevó hasta la cocina, donde el fuego calentaba la estancia y su piel. La sentó con cuidado junto a la chimenea y Mereliss le puso una mano en la frente. Chistó.
—Le está subiendo la fiebre. Tiene que descansar, Thannion.
—No habléis… de mí… como si no estuviera… aquí —masculló ella, con la voz pastosa, la garganta reacia a funcionar. Ahogó un bostezo con todas sus fuerzas y se frotó los ojos; y si notó cómo le temblaban las manos lo ignoró deliberadamente—. Estoy… bien.
La mentira era tan evidente que ni siquiera se molestó cuando Mereliss bufó. Boromir se sentó a su lado mientras la rohirrim desaparecía de la estancia, quizá para darles algo de intimidad. El guerrero le tomó de la mano y Elin le miró con los ojos cansados, apretando los dientes para que no le castañetearan. Podía ver la preocupación en las líneas de su rostro, en sus ojos grises, del mismo color que los de Aragorn.
—No lo estás, Elin —dijo por fin, cuando parecía que el silencio entre ellos se extendería hasta el alba—. Te estás recuperando de una herida tan física como espiritual. Tu cuerpo y tu alma necesitan reposo.
—¡No puedo dormir, Bor…! —se cortó antes de revelar su verdadero nombre, mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo sangrar—. Sabes que no puedo. ¿Y si Él vuelve a aprovecharse de mí? ¿Y si le revelo más información, le cuento algo que no debía saber…? ¿Y si…?
La voz se le quebró y trató de tragarse un sollozo sin éxito. Sentía los ojos tan secos que ni siquiera le salían las lágrimas. La mano de Boromir, grande y gentil, le acarició la mejilla.
—Eres más fuerte de lo que crees. Ahora que sabes lo que sucede, podrás hacerle frente —le aseguró.
Elin rio con amargura. ¿Ella, hacerle frente a Sauron? Era tan imposible como pedirle que volara, que se alzara por los cielos cargando con él. Ella no era nadie, no era nada. ¿Cómo iba a resistir si la interrogaba, si la torturaba, si volvía a engañarla con…?
Negó con fuerza, sacándose las imágenes de la cabeza. No, no, no podía, no debía, tenía que ser fuerte, tenía que estar despierta, tenía que aguantar, aguantar, aguan…
—Bébete esto. —Una taza se posó en la mesa y abrió los ojos ante el sonido. El líquido tenía un aspecto lechoso y olía a flores y frutas, algo dulce y empalagoso que no lograba ubicar. Alzó la vista hasta Mereliss, que se cruzaba de brazos tras Boromir con aspecto inflexible—. Es un potente remedio para dormir sin sueños. No sé qué clase de pesadillas los plagan, pero esto los mantendrá a raya.
Le dio un vuelco el corazón y paseó la mirada desde la infusión hasta Mereliss, intentando averiguar si realmente sus palabras eran ciertas, si de verdad sería suficiente para dormir sin sueños.
—¿Y si no basta? —farfulló. Le aterraba pensar que los sueños no fueran el problema, que Sauron pudiera colarse en su mente de cualquier otra manera. Miró a Boromir, intentando expresarle sus dudas sin palabras, pero este se limitó a acercarle la taza con una mirada suplicante.
—No puedes vivir sin dormir —le recordó—. Esto servirá por ahora, pero buscaremos una solución definitiva. Te lo prometo.
Le apretó la mano. Ella dejó salir una respiración trémula y, con las manos temblorosas, aferró la taza. A pesar del olor dulce de las flores (¿podía oler la misma pasiflora que creía haber recolectado?), la mezcla era amarga y compuso una mueca de asco al terminársela de golpe.
El sopor que la envolvía se hizo más pesado, como un manto. La oscuridad no tardó mucho en sobrevenirle, sentada en la silla de la cocina, incapaz de levantarse. Incluso en sus últimos coletazos de conciencia, solo un pensamiento daba vueltas en su cabeza: no volver a ver el rostro deformado de Legolas.
Abrió los ojos y vio que estaba en la cama, sola en la habitación que Mereliss había preparado para ellos. El silencio que la rodeaba indicaba que Boromir ya se había levantado. Apenas podía moverse y reconoció los restos de las drogas para dormir en la pesadez de su cuerpo, la lentitud de sus pensamientos, en la boca pastosa y el ligero dolor de cabeza. Se sentó con cuidado y puso los pies en el suelo hasta que se le pasó el mareo. El sol entraba a raudales por la ventana e intuyó que estaba cerca del mediodía.
Cuando el cuarto dejó de dar vueltas, se puso en pie con dificultad y se arrastró hacia la puerta. Desde el rincón del cuarto, cerca del armario, un espejo que no sabía que estaba le devolvió una imagen algo distorsionada. Era un espejo antiguo y el tiempo empañaba la imagen, pero Elin no necesitó ver demasiado para apartar rápidamente la mirada. Estaba demacrada y más delgada de lo que recordaba, con la piel de una palidez amarillenta y enfermiza. El pelo se le había enredado sin remedio y suspiró al pensar en lo que le costaría arreglar los rizos.
No podía hacer nada por su aspecto en ese momento y, en el fondo, le daba un poco igual. Solo podía pensar en una cosa: no había soñado. El tónico o lo que fuera que le había preparado Mereliss había funcionado a la perfección y necesitaba pedirle más, conocer la receta y reunir lo necesario para seguir preparándoselo cuando volviera a partir. Hasta que no supiera cómo evitar que Sauron entrara en su mente, aquella droga no solo era su mejor baza, sino que era una necesidad.
Si no soñaba, no podría traicionar a nadie.
Abrió la puerta y vio que el salón estaba desierto. Se acercó con pasos pesados hasta la cocina y cogió una jarra de barro para llenarla de agua. El grifo se parecía al que tenía ella en el patio de su casa, tan antiguo como sus mismos cimientos. Bajó la manivela hasta que el agua fresca comenzó a caer en la pila de piedra y rellenó la jarra varias veces, vaciando el contenido de golpe. La bebida le refrescó la garganta y le despejó la mente y, tras tres o cuatro vasos, se dio cuenta de dos cosas: que se moría de hambre y que tenía que ir de inmediato al baño.
Más animada, salió por la puerta de atrás hasta las letrinas que había en el patio. No se había molestado en calzarse y el suelo de tierra estaba frío, pero le daba igual. Cuando terminó y se lavó en el pozo, dio la vuelta a la casa buscando a su anfitriona y la encontró junto a Boromir en el huerto. El gondoriano cortaba leña mientras la rohirrim recogía verduras y raíces para la cena. Estaban sumergidos en una amistosa charla; sus palabras llegaban hasta ella entre los golpes del hacha contra la madera.
—... cuatro años atrás —decía Mereliss, con un tono contenido—. Fue entonces cuando la mente de nuestro Rey comenzó a decaer y los cuervos de Isengard se cernieron sobre nuestras tierras. Los mariscales de Rohan han hecho lo que han podido para mantener a raya la oscuridad. Al principio, las escuderas salimos a combatir con ellos; hasta que la orden de Gríma —escupió en el suelo— nos prohibió acudir al campo de batalla. Nuestros éoreds se valdrían solos, pero estos orcos…
El escalofrío que recorrió a la guerrera pareció alcanzarla a ella y se apoyó contra la pared de la casa.
—Estos orcos no son normales. Salen de Nan Curunír a plena luz del día y nos asolan folde a folde —continuó—. Théodred… Nuestro príncipe tenía la sospecha de que Isengard y Saruman nos habían traicionado mucho antes de que el mago blanco se revelara como un siervo del Señor Oscuro.
Se le había roto la voz al hablar de Théodred y Elin recordó con tristeza el destino del hijo de Théoden. Boromir habló por primera vez.
—¿No ha podido hacer nada por reforzar la frontera, ahora que su padre…? —dejó la pregunta en el aire, sin querer indagar demasiado por riesgo a ofenderla.
—Nuestro Théodred hizo lo que pudo. Su alma ahora pende de un hilo y se debate entre la vida y la muerte.
Mereliss habló con hierro en la voz, templando sus palabras para contener la pena; una estrategia que ella conocía demasiado bien, pues la había usado demasiado al hablar de sus padres. El hacha había dejado de sonar.
—No puede ser… —murmuró su amigo en un tono cargado de confusión y pena. ¿Acaso había conocido al príncipe?—. Théodred no… ¿Qué ha sucedido, si no es indiscreción preguntar?
Si su anfitriona había notado la aparente familiaridad que tenía Boromir con Théodred, no dijo nada al respecto.
—Cayó en los vados del Isen. Grimbold y Éomer trajeron su cuerpo y desde entonces lucha contra la infección y sus heridas, pero…
—Debe tener fe, mi señora —murmuró Boromir con solemnidad—. El espíritu de Théodred hijo de Théoden es fuerte, igual que sus antepasados en la casa de Eorl.
Durante unos instantes se hizo un pesado silencio en el que ambos parecían llorar sus penas, meciendo sus heridas en la privacidad de su corazón, sin exponer el dolor ante el otro; pero, viéndoles desde fuera, Elin era consciente de cuánto esta noticia les había afectado. Lo peor de todo era que esa era una batalla que Théodred ya había perdido, aunque ellos no lo supieran. Mereliss apretaba los puños al costado, los nudillos blancos, toda rabia y pena contenida, y estaba claro solo con verla que quizá Théodred había sido para ella más que un príncipe.
Se preguntó hasta qué punto las escuderas de Rohan habían salido a la batalla junto a él.
La escudera en cuestión tomó aire y trató de devolver la conversación a su cauce anterior, no por ello más agradable.
—Los esfuerzos del príncipe nos han ganado un tiempo muy valioso en Edoras; sin duda, los orcos ya habrían llegado hasta aquí sin el valor de su éored y el de Éomer. Pero ahora él tampoco está… La guerra llama a nuestras puertas y no queda nadie para hacerle frente —sentenció.
Su amigo posó el hacha en el suelo, con cuidado de no revelar nada, de no mostrar demasiado. Podía leer su precaución en sus movimientos contenidos, en la tensión de sus hombros que nada tenía que ver con el ligero ejercicio que acababa de realizar.
—Tengo la impresión de que sabes perfectamente de lo que hablo, Thannion —continuó ella, buscando una respuesta.
—Demasiado bien —suspiró al fin Boromir, limpiándose el sudor de la frente con el brazo—. ¿Y pedir ayuda a Gondor? ¿Por qué el Rey no ha enviado mensajeros?
—¿De verdad crees que alguien en Gondor moverá un dedo por nosotros? —espetó ella con amargura. La alarma creció en Elin, viendo cómo su amigo se ponía alerta, dispuesto a defender a su reino y a su gente; e interrumpió la conversación antes de que las cosas se torcieran.
Hizo un ruido obvio para indicar su presencia y ambos la miraron, sobresaltados. Boromir se puso en pie de un salto y corrió hacia ella, y la máscara de anfitriona y sanadora de Mereliss volvió a recomponerse, escondiendo todo lo que sentía por dentro. Al fin y al cabo, ellos no eran más que dos desconocidos que venían de fuera, y ya había dicho suficiente. Ver su sufrimiento no había hecho más que avivar en Elin el deseo de ayudar, su resolución de hacer lo posible para minimizar el dolor causado por Sauron y sus esbirros.
—¿Qué haces levantada? ¿Estás bien? ¿Has tenido…? —disparó Boromir, sin darle tiempo a responder.
Ella sonrió con debilidad.
—Me he levantado porque tenía hambre. Estoy… mejor —se sinceró—. Y no he soñado nada en absoluto.
Los hombros de Boromir se relajaron al instante. A pesar de ello, le tomó de las manos y la guio hasta un banco de piedra y le hizo sentarse mientras Mereliss le tendía unos caquis recién recogidos del árbol.
—Muchísimas gracias por obligarme a dormir —dijo, hincando el diente en la fruta jugosa—. Mereliss, tu tónico ha sido infalible. ¿Crees que podrías compartir la receta para…?
El miedo en su voz era tan palpable que la escudera no le dejó terminar la pregunta.
—Tranquila; te daré la receta y prepararé varias dosis más para que las tengas a mano mientras sanas del todo —le dijo. Luego, en tono serio, añadió—: Pero ten mucho cuidado y no abuses de él. Esta clase de salvas pueden tener efectos secundarios muy peligrosos.
La joven se lo había imaginado, pero en aquellos momentos estaba tan desesperada que le daba igual. Si podía mantenerse sin soñar hasta encontrar la forma de bloquear a Sauron… Al menos, cuando hablara con Gandalf podría pedirle ayuda; seguro que él sabría cómo protegerla.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? —preguntó Elin, después de haber entrado en casa y haberse comido varias raciones de sopa de patata ella sola—. Me sabe mal que me estés cuidando y alimentando y no poder hacer nada por ti
—¡Cómo, ¿después de toooodas las semillas de pasiflora que me pusiste a secar ayer?! —se burló Mereliss—. Has hecho más que suficiente.
Elin se puso roja hasta la raíz ante las risas de Boromir y la rohirrim, pero se lo tenía merecido por cabezona así que no dijo nada.
—Tú dedícate a descansar y recuperarte —dijo él.
La joven se dejó caer contra el respaldo de la silla y suspiró.
—Estoy mucho mejor, de verdad —prometió.
—Mañana tengo que llevar unos tónicos al castillo; si queréis, podéis acompañarme —indicó la mujer—. Me vendrían bien unos brazos extra.
Se incorporó de golpe y le lanzó una mirada rápida a Boromir, que pensaba lo mismo que ella: era la oportunidad que habían estado esperando para entrar en Meduseld. Aún no se le había ocurrido ninguna excusa para acercarse y sabía que tendrían que ir tarde o temprano, por lo que les venía como anillo al dedo.
—Puedes contar con nuestra asistencia —indicó Boromir.
Elin recordó el estado lamentable en el que se encontraba su pelo y su aspecto general y se mordió el labio.
—Aunque… ¿sería posible que me diera un baño antes de ir? —preguntó—. No creo estar presentable para que me vea… nadie.
Mereliss rio entre dientes.
—Claro. Te lo prepararé ahora mismo, si te parece.
—¡Eres un regalo de los Valar!
La bañera estaba en una habitación pequeña que hacía las veces de almacén, con estantes repletos de tarros llenos de hierbas e ingredientes. En una esquina descansaban dos enormes cofres de aspecto regio, decorados con caballos de oro. Mereliss, que vio cómo su mirada viajaba hacia ellos, respondió la pregunta que no había llegado a realizar.
—Mis armas y armadura —indicó. Sobre ellos colgaba un escudo redondo de color verde oscuro y los mismos patrones intrincados que los cofres—. Son mi mayor tesoro.
—Debe ser todo un honor ser escudera de Rohan —contestó ella.
—Lo es.
Cuando terminó de calentar el agua para el baño, le dejó unas pastillas de jabón y se retiró para darle privacidad. Elin se desnudó rápidamente y se metió en la pequeña bañera de madera antes de que el agua se enfriara y se escaldó los pies en el proceso. Le dio igual quemarse: había pasado tanto tiempo sin darse un buen baño, aseándose en ríos helados, que se hubiera sumergido en un charco de lava si hubiera podido. Un suspiro de placer se le escapó del alma. Apoyó la cabeza contra el borde y se dejó mecer por el calor. La bañera era demasiado pequeña para estirarse por completo; algo, por otro lado, que le impedía dormirse en el agua, lo cual era toda una ventaja.
Dejó vagar la mente hasta Lothlórien, recordando el último baño real que se había dado en mucho tiempo. Nada podía compararse a los baños termales de Galadriel. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? Parecían meses, pero echando la vista atrás se dio cuenta de que no era ni siquiera un mes. Demasiadas cosas habían sucedido en muy poco tiempo.
Otro suspiro se le escapó de los labios. Cómo había disfrutado de su estancia en Lothlórien. Sabía de sobra que su tiempo en Rohan sería mucho más accidentado, con todo lo que estaba por venir. Si cerraba los ojos casi podía ver el techo de hojas sobre el campamento, la luz que se colaba entre las ramas y jugaba con las sombras de su tienda de campaña. En el silencio del cuarto escuchaba el sonido del bosque, el canto del Nimrodel, el agua que caía por la pared de piedra de las termas.
Estaba allí, a salvo, en un paraíso élfico en lugar de herida y maltrecha en medio de una guerra. Estaba en Lothlórien, de camino a darse un baño, y allí estaba también Legolas, recién salido del agua, con el pecho desnudo y húmedo brillando al sol, el pelo suelto goteando sobre…
Se incorporó tan de golpe que el agua cayó por todas partes. Se llevó una mano al pecho, sobresaltada por el camino que habían seguido sus pensamientos. Había desterrado aquella imagen de Legolas a lo más profundo de su mente. Solo recordarlo hacía que se le desbocara el corazón y que el calor se extendiera por su cuerpo, por su pecho y su vientre sin tener nada que ver con la temperatura del agua.
Los ojos de Legolas, oscurecidos y fijos en ella, el gesto de sorpresa y algo que no lograba identificar congelado para siempre en su memoria.
Conteniendo un chillido, se sumergió por completo en el agua. Tenía que espabilar; no podía pensar en cosas así, y mucho menos cuando Sauron estaba a tan solo un pensamiento de distancia, listo para usar su mente contra ella. Salió cuando se sintió ahogar y cogió aire de golpe.
—Basta de tonterías —se regañó.
Agarró una pastilla de jabón y se lavó con fuerza, como si quisiera arrancarse las preocupaciones y las distracciones con las uñas; y luego, con otra diferente, se frotó la cabeza hasta que solo había espuma. Se aclaró rápidamente y pasó la siguiente hora desenredándose el pelo. En un momento dado entró Mereliss y le tendió un frasco de producto para el cabello.
—Te vendrá bien para los rizos —le dijo, señalando su propio pelo
Fue como una bendición. Gracias a ello, para cuando estuvo seca y vestida, los rizos habían cogido su volumen y cuerpo habitual. No tenían la mejor definición, pero distaba mucho del nido de pájaros en el que se habían convertido en los últimos días. Se miró en el espejo del cuarto, con un camisón que le quedaba grande y el pelo suelto que le llegaba hasta la cintura y le cubría parte de la cara; la única trenza que permanecía intacta era la de Gimli, con la insignia brillando.
Se recogió el cabello en una trenza espesa para evitar que se le enredara, se tomó el tónico y se metió en la cama. Cuando Boromir entró, ella ya llevaba tiempo sumida en un profundo sueño.
Notes:
¡Feliz Año Nuevo!
Siento mucho el tremendísimo retraso con esta actualización. No os voy a prometer nada para luego incumplirlo, pero sí os puedo decir que ya tengo avanzado el capítulo del mes que viene y que espero con todas mis fuerzas ser capaz de volver a mi ritmo regular. De verdad, siento haberos hecho esperar, y muchas gracias a quienes seguís aquí a pesar del tiempo que ha pasado.
Nos acercamos por fin al tan esperado reencuentro y me muero de ganas de volver a la trama principal, pero mentiría si dijera que no he disfrutado muchísimo estos capítulos de inicio. ¡Espero que vosotras también!
¡Nos leemos!
Chapter 9: Muchos encuentros
Summary:
Por fin había llegado el día tan esperado, el día de la llegada de cuatro viajeros a Méduseld.
Notes:
Capítulo sin betear, ¡se actualizará en cuanto pueda corregirlo!
~~
Actualización: ¡capítulo beteado!
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Capítulo 8:
Muchos encuentros
Se levantaron con el alba y se vistieron en silencio, espalda contra espalda. La primera vez Boromir había protestado porque se cambiara en su presencia, pero, a esas alturas, ¿qué más daba?
—Si no puedo confiar en tu honor, Boromir, no me queda nada —había bromeado ella.
Sabía que no tenía nada que él quisiera ver (y que no hubiera visto ya, viajando tantos meses juntos y con el recuerdo de su herida en el bosque aún presente) y que, aunque fuera así, jamás se habría girado para mirar.
Mientras él se volvía a vestir con su ropa habitual, excepto por la camisa que le había regalado Mereliss para sustituir la prenda ajada, Elin se puso una camisa larga de un tono verde oscuro y unas mallas de un color gris deslavado. Sobre el conjunto se echó un vestido marrón de tirante ancho que se ajustó con un cinturón, ya que le quedaba algo grande. Se dejó la trenza, que le caía sobre el hombro, y se echó por encima la capa de Lothlórien. El colgante que le había regalado Galadriel asomaba por encima de la ropa.
Vio que Boromir dejaba sus armas y alzó una ceja.
—¿Piensas salir desarmado?
—No nos dejarán entrar en el castillo con ellas —informó, aunque por su tono pudo ver que no le hacía mucha gracia—. Será mejor evitar que nos las confisquen.
Ella asintió; pero, cuando su amigo salió, se escondió la daga de Galadriel dentro de la bota. Prefería que no la cogieran desprevenida por completo.
Salieron de casa cargados con varias cestas llenas de tarros, hierbas, verduras y frutas del pequeño huerto. Al pasar, apenas ningún vecino saludaba a Mereliss y los pocos que lo hacían no se dignaban en dirigirles la palabra a ellos, aunque sí les dedicaban miradas rápidas antes de volver a sus quehaceres. A Mereliss no parecía importarle este trato y continuó guiándoles colina arriba, hacia el Castillo de Oro que refulgía con los primeros rayos de sol. Estaba claro que los lugareños no odiaban a Mereliss, pero a la gente de Edoras ya no le quedaba fuerzas para preocuparse por nada ni por nadie más, como si un manto pesado de desesperanza y muerte se hubiera cernido sobre la capital.
Con todo lo que sabía, estaba segura de que era así.
Respiraba pesadamente cuando llegaron a la cima, aunque apenas podía considerarse un paseo. Su última convalecencia le había pasado más factura de la esperada y tomó nota mental de volver a ponerse en forma para estar lista para partir.
—Por aquí —les indicó, subiendo unos enormes escalones de piedra. En lugar de dirigirse hacia la puerta principal fueron hasta un lateral del castillo, donde un guardia les detuvo con un gruñido—. Me envía la dama Éowyn —espetó con poca paciencia.
El guardia no parecía rohirrim, como ella; de hecho, ni siquiera parecía un soldado como tal. Tenía más aspecto de mercenario que otra cosa y, tras lanzarles una mirada cargada de desdén y asegurarse de que no parecían portar armas, los dejó entrar. La puerta daba a un estrecho pasillo. El interior de madera parecía más oscuro de lo que debía ser y Elin se fijó en que apenas había fuegos encendidos y el frío se colaba entre los tablones.
Unos pasos más adelante, a su derecha, dos soldados custodiaban una puerta. Vestían ropajes rohirrim y llevaban la librea del rey. Sus expresiones sombrías auguraban tormenta.
—¡Dúndig! —llamó Mereliss. Uno de los guardias levantó la cabeza; era un chico joven, con el rostro lleno de pecas y una armadura ligeramente grande para él—. Vengo con los ungüentos que me pidió la dama Éowyn para…
Dúndig negó con la cabeza, tan lentamente que casi parecía que no se estaba moviendo, pero fue suficiente para Mereliss.
—¡No…! —farfulló. Se le cayó la cesta y los tarros chocaron entre ellos. Las hierbas acabaron esparcidas por el suelo.
El joven guardia no tuvo que decir nada más. Elin se acercó a Mereliss en un intento vano por consolarla, pero en ese momento se abrió la puerta y de la habitación del difunto Théodred salió una mujer alta y esbelta, con los cabellos rubios como el sol y la piel pálida como el marfil, casi tan blanca como el vestido que portaba. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante austero.
No podía ser otra que Éowyn. Elin se quedó sin aliento cuando sus ojos se cruzaron, pero la dama apenas le prestó atención, yendo directa hacia Mereliss. Las mujeres se tomaron de las manos, ambas con los ojos cargados de lágrimas.
—Dama Éowyn, dígame que no es verdad…
—Me temo que así es. Lo hemos intentado todo, pero… —Su voz era fría como el mar y ocultaba la misma clase de tempestades—. Mi primo ahora cabalga libre junto a sus antepasados.
Mereliss contuvo un sollozo y Éowyn la abrazó. El resto de presentes sobraba en aquella escena, pero Boromir y ella tampoco sabían a dónde ir. De reojo, vio la palidez de su amigo, cuánto le había afectado la noticia. Quiso extender una mano hacia él, pero las llevaba cargadas de verduras.
El abrazo entre las mujeres duró muy poco; pero, antes de que Éowyn reparara en ellos, otro hombre salió de la habitación. Era enjuto, con el pelo largo y grasiento como una cortina sobre la piel cetrina. Llevaba una pesada capa negra que habría sido impresionante de haber estado bien lavada, pero le quedaba grande y los bajos estaban sucios y descosidos. Sus ojos negros eran pequeños y no mostraban una pizca de emoción. A su lado, Boromir se tensó y ella compuso una mueca de asco que trató de disimular mirando hacia otro lado.
«Gríma», pensó, conteniendo un escalofrío. «Sin duda, el nombre le va como anillo al dedo».
Nadie le miró, ni dio muestras de que notara la presencia del hombre. Era como un agujero negro que desviaba todas las miradas y, sin decir nada, se fue hacia el interior del castillo. Solo volvieron a respirar cuando desapareció por completo y Elin notó las miradas de repulsión que le dedicaban todos los presentes al lugar por donde se había marchado.
—Dama Éowyn —rompió Mereliss el silencio. Su voz sonaba rota, como si toda su entereza pendiera de un hilo—, ¿puedo entrar a…?
—Por supuesto —respondió ella rápidamente—. Dúndig, Héodan, aseguraos de que nadie moleste a Mereliss.
Los guardias de la puerta asintieron y se cuadraron. Mereliss ni siquiera se giró para despedirse. Con paso lento y tembloroso, olvidándose de todo lo demás, entró en el cuarto y cerró la puerta tras de sí; y si los demás creyeron escuchar un sollozo decidieron ignorarlo.
Solo en ese momento Éowyn se volvió para encararlos.
—¿Y vosotros, quiénes sois?
Elin tragó saliva y trató de hablar, pero la rohirrim le resultaba muy intimidante.
«Cualquiera diría que, a estas alturas, habría aprendido a comportarme con todos ellos», se lamentó.
Por suerte, Boromir estaba más acostumbrado a tratar con la realeza.
—Mi nombre es Thannion y mi compañera se llama Elin; somos huéspedes en la casa de la dama Mereliss, mi señora —informó. Éowyn enarcó una ceja—. Nos asistió en un momento de necesidad. Hemos venido a ayudarla con una entrega.
Hizo un movimiento para atraer la atención sobre los bultos que cargaban y la mujer asintió.
—La cocina es la primera puerta a la izquierda —informó—. Podéis dejarlo allí y esperar cómodamente a Mereliss; Méduseld aún no ha olvidado su hospitalidad.
Sin decir más, abandonó el castillo por donde habían entrado ellos, como un vendaval que pasa por una ventana abierta.
Boromir y Elin recogieron la cesta del suelo, haciendo equilibrio con todo, y pusieron rumbo a la cocina. Llevaban tantas cosas apiladas que apenas veían por dónde iban, pero su destino estaba justo al lado. Llamaron torpemente a la puerta y les abrió una mujer alta, fornida y entrada en años.
—¿Quiénes sois vosotros? —espetó al tiempo que les dejaba pasar—. Dejad eso ahí, venga.
Se presentaron como amigos de Mereliss y la actitud de la mujer se relajó ligeramente, aunque su tono siguió siendo duro. Estaba claro que no se fiaban de los desconocidos en aquel país; Elin no se lo reprochaba.
—Me llamo Ides, soy la ama de llaves de este castillo y la cocinera personal de nuestro rey Théoden —comentó mientras guardaba los tarros y frutas en la despensa, entrando y saliendo de la cocina como una exhalación. Se movía muy deprisa para una mujer de su edad, con el pelo gris recogido en un moño y un delantal cubierto de harina sobre los faldones oscuros. Sus manos eran tan grandes que a Elin le costaba menos imaginársela blandiendo un martillo de guerra que una sartén—. ¿Habéis desayunado?
—N-no, mi señora —respondió Boromir, algo sorprendido por la energía de la anciana.
Ella chistó y se giró hacia una enorme tetera que tenía en el fuego. Sin decir nada, les sirvió dos tazas humeantes que aceptaron sin rechistar. Ides estaba rebuscando algo en un armario de madera veteada cuando escucharon cerrarse las puertas de palacio y voces desde el salón principal. La cocinera suspiró.
—Y ahora, ¿qué…? —masculló, más para sí que para ellos.
Se miraron sin saber muy bien cómo interpretar la situación. Las voces alzaron el tono, los signos de una pelea. Boromir dejó la taza sobre la mesa, alarmado, y se llevó la mano a una espada que no le colgaba del cinto; pero una emoción diferente se apoderó de ella. ¿Podía ser…?
—¡... la vara! —se oyó desde fuera.
Dejó su propia taza con muy poca consideración, derramando el té, y salió de la cocina corriendo con el corazón desbocado.
—¡Elin! —la llamó Boromir, corriendo tras ella—. ¡Espera!
La joven le ignoró y fue directa hacia la conmoción, esquivando a la gente. Las columnas que sostenían el techo abovedado parecían árboles de piedra surgidos del suelo, profusamente tallados en oro y colores que apenas se veían en la penumbra del gran salón. Por la lumbrera del techo se veía el cielo azul y pálido, y entraban rayos de sol desde las ventanas, iluminando las enormes losas multicolores del suelo. Elin se quedó sin aliento al ver las runas ramificadas y los extraños emblemas tallados en los sillares de piedra. De las paredes colgaban numerosos tapices con figuras de antiguas leyendas, algunas empalidecidas por los años, otras ocultas en las sombras, pero no tuvo tiempo de detenerse a admirarlos pues la escena que se desenvolvía en el salón principal requería toda su atención.
En el centro de la sala, cerca del trono de Théoden, Gandalf se acercaba a paso tranquilo hacia el rey, con la capa gris sobre los hombros y ajeno al caos que le rodeaba. No se había dado cuenta de lo muchísimo que había echado de menos al viejo mago hasta ese momento. El corazón se le contrajo con una mezcla de alegría y culpa y sentimientos demasiados complicados para desenmarañarlos en aquel instante. El resto de sus compañeros se abrían como un abanico con él en el centro, cubriendo todos los flancos cuando los matones de Grima se lanzaron contra él para detenerle.
Aragorn, a la derecha del mago, se abalanzó hacia el primero, haciéndole caer sin miramientos. No necesitaba armas; ninguno lo hacía. Gimli, en la retaguardia, placó a uno de los guerreros sin misericordia y fue directo a por Grima, que trataba de huir de la turba mientras gritaba órdenes que solo cumplían los mercenarios. Elin se fijó en que los hombres del rey dudaban y sintió un extraño orgullo hacia ellos.
En ese instante, Legolas apareció en su campo de visión y fue como si las nubes se apartaran y el sol volviera a brillar.
«Oh».
Era como haber estado caminando entre tinieblas sin saberlo y ahora que por fin había luz todo parecía diferente. El corazón le galopó en el pecho y antes de poder darse cuenta de lo que hacía echó a correr hacia la pelea, ignorando la llamada de Boromir tras ella.
—Théoden, hijo de Thengel, mucho has vivido en las sombras —enunció Gandalf, como si la pelea no tuviera que ver con él.
Mascullando entre dientes, Boromir se unió a la reyerta y derribó a un matón que iba a por Aragorn. El montaraz fue el primero en darse cuenta de que estaban allí y les miró con sorpresa y alegría; pero Elin no tuvo tiempo de devolverle la sonrisa. Legolas se acaba de quitar de encima a un tipo enorme que le intentaba atacar por detrás con un puñetazo magistral, casi sin mirar, mientras atacaba a otro que tenía delante y no parecía darse cuenta de que un tercero se cernía sobre él.
Sin pensar demasiado, Elin corrió hacia el rohirrim y se lanzó contra él para derribarlo. Los bajos del vestido se le enredaron en los pies y cayó con él, pesadamente, pero no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre se estaba poniendo en pie, desorientado, así que se levantó como pudo y saltó sobre él, aferrándose a su espalda de manera bastante humillante.
«Pelear con vestido es dificilísimo», pensó con un brazo alrededor de su cuello, tratando de usar su peso para dejarle sin respiración. «Esto es muy poco digno».
El rohirrim forcejeó contra ella, tratando de derribarla como fuera mientras ella se agarraba y apretaba, rezando para que se quedara pronto sin fuerzas. La asió por los hombros y de repente Elin vio cómo su mundo daba la vuelta y aterrizaba boca arriba en el suelo. Expulsó todo el aire de golpe y se quedó unos instantes tendida en el suelo, mareada. Aquella situación le recordaba demasiado a Amon Hen y la adrenalina que corría por sus venas se entremezcló con la ansiedad, con el pánico que había sentido entonces y que no había terminado de olvidar cuando el mercenario se lanzó contra ella, aplastándola con su peso. El dolor del costado fue como una laceración.
Las enormes manos callosas viajaron hasta su cuello y la sensación de pánico la desbordó. El hombre frente a ella se entremezclaba con el orco de sus recuerdos y la figura de sus pesadillas, todos empeñados en arrebatarle la vida de la misma forma. Cualquier pensamiento racional que quedara en ella abandonó su mente y una furia roja la dominó, como una marejada. Se llevó la mano a la bota y, antes de que el soldado se diera cuenta, se había sacado la daga de la bota y se la había clavado en el costado.
No era una herida mortal, pero fue suficiente para que aflojara el agarre y Elin trató de zafarse de él. Se preparaba para apuñalarle de nuevo cuando alguien le quitó aquel peso de encima. Antes de darse cuenta de lo que sucedía, el matón había caído a su lado, inconsciente, y una mano apareció ante ella.
Observó la mano tendida y la figura a la que pertenecía como si no fuera real. Los rayos de sol que entraban por los tragaluces le iluminaban y parecía de otro mundo; casi como en sus pesadillas. Tragó saliva y alzó la daga ensangrentada por inercia.
¿Y si no era él? ¿Y si su mente volvía a jugarle una mala pasada y lo estropeaba todo? ¿Cómo podría estar segura de que…?
—Elin…
Fue su nombre en un susurro, como el viento que pasa entre las copas de los árboles, lo que le hizo mirarle a la cara. Legolas la observaba con una mezcla de emociones que era incapaz de discernir, pero en su rostro no había lugar para la sombra. Eran sus ojos claros, no una imitación oscura, los que le hicieron soltar el cuchillo, que rebotó contra el suelo creando ecos en su mente.
« Oh ».
Tomó su mano y de repente estaba en los brazos de Legolas, que la apretaba contra su pecho, una mano en la espalda y la otra acunándole la nuca. El olor a bosque, a cuero, a hogar era tan potente que creyó que se mareaba y se aferró a su ropa para no caer. Había tenido tanto miedo… Tanto miedo de que verle le recordara demasiado a Sauron, de no poder separar las pesadillas de la realidad, de no volver a verle, que por un instante solo deseó poder vivir en aquel abrazo para siempre.
El elfo la apretaba con fuerza, como si dejarla ir un milímetro fuera a hacer que desapareciera. Ella apenas podía respirar y no creía que tuviera nada que ver con que su cara estuviera pegada en él. Tenía más que ver con la cercanía extrema, con el calor de su cuerpo, con la forma en la que el elfo había enterrado la cara en su cuello y susurraba palabras en élfico que no lograba entender. Le daba vueltas la cabeza y el corazón le latía tan desbocado que Legolas debía estar notándolo.
Si no la dejaba ir pronto, ella jamás podría separarse. Se dio cuenta entonces de que hacía mucho que había iniciado un camino sin retorno y ya era tarde para darse la vuelta.
Una voz a su espalda pronunció su nombre con voz trémula y Legolas por fin la dejó ir.
—Elin —repitió Gimli.
La joven se separó del elfo, pero no tuvo el valor de encararlo, demasiado segura de que todos los sentimientos que quería ocultar serían visibles en su rostro. Necesitaba un segundo para procesarlo todo, así que se giró hacia el enano que, sin quitar el pie que tenía sobre la capa de Gríma, le tendía una mano temblorosa.
—Estás bien… —susurró como si no se lo creyera.
La muchacha se dejó caer de rodillas frente a él y le atrajo en un fuerte abrazo que el enano le devolvió con torpeza. Cuánto le había echado de menos.
—¡Gimli! Estoy estupendamente. —Tomó aire y reunió valor para saludar por fin al elfo—. Muchas gracias por la ayuda, Legolas —saludó por fin cuando se separó de él. Se atrevió a mirarle de reojo, pero no fue capaz de leer su expresión—. Thannion y yo estamos bien.
Hizo hincapié en el nuevo nombre de Boromir y sus amigos le miraron rápidamente, captando al momento la indirecta. En ese instante estaba de pie junto a Aragorn, quien sujetaba a Éowyn del brazo.
Parecía que Legolas fuera a decir algo, pero un fogonazo de luz junto al trono captó la atención de todos. Gandalf había dejado caer su capa, revelando ante todos unos ropajes blancos que parecían emitir luz propia.
—¡Te sacaré, Saruman, como se saca al veneno de la mordedura!
En su trono, una burda imitación de Théoden sonreía con facciones inhumanas.
—Si salgo, Théoden caerá.
—No me mataste, ni le matarás a él.
—Rohan es mío —escupió Saruman.
—¡Sal de él!
Hubo un forcejeo entre poderes invisibles, un tira y afloja que nadie terminaba de ver hasta que, de repente, Théoden se desplomó. Ante los ojos anonadados de los presentes, el anciano decrépito que había sido su rey comenzó a cambiar, rejuveneciendo y ganando fuerza hasta sentarse erguido sobre su trono. Los ojos se le aclararon y su cabello cobró vida. Aquello, sin duda, era cosa de magia. Apenas se había dado cuenta de cuándo había cambiado, pero ahí estaba el verdadero rey de Rohan. Théoden, hijo de Thengel, abrazaba a su sobrina y observaba a su alrededor con la misma confusión y sorpresa con la que sus súbditos le observaban a él. Todas las miradas estaban fijas en el trono excepto una: Elin sentía los ojos azules de Legolas sobre ella, aún sin verle, como si estuvieran dejando una marca en su piel. Por un momento perdió el hilo de la conversación, demasiado consciente de su presencia a su lado.
—Vuestros dedos recordarían mejor su fuerza si empuñaran una espada —apuntó Gandalf.
La hermosa espada refulgió frente a ellos. Un sonido lastimero hizo que Elin volviera su atención hacia el suelo, donde unos soldados apresaban a Gríma. A pesar del asco que le provocaba, de todas las muertes sin sentido de las que era culpable, la joven apartó la vista. Pensar en todo el dolor que había causado le revolvía el estómago, pero sentía lástima por él y por su destino. Aquella era una muerte en la que no intervendría y no quería ser testigo de lo que sucedería a continuación.
Cuando lo arrastraron fuera de Meduseld, seguido por el rey y todo su séquito, ella se quedó atrás. Gimli, que no le había soltado la mano en ningún momento, caminaba a su lado junto a Legolas y Boromir en silencio.
—¡Ah! ¡Siempre he estado a vuestro servicio, mi señor! —El grito tembloroso del hombre entró por las puertas abiertas del castillo.
—¡Tus malas artes me habrían postrado a cuatro patas como las bestias!
—¡No me alejéis de vos! —suplicó.
El aire le golpeó la cara al cruzar el portón. El viento del día no amainaba y transportaba los sonidos hasta ella. El filo de la espada bailó en el aire y no pudo evitar mirar cuando Aragorn se interpuso entre el rey y el traidor.
—¡No, mi señor! Dejadle ir. Ya lleva suficiente sangre en su cuenta.
Théoden no contestó. Un silencio sepulcral se hizo en Edoras, como si todos sus ciudadanos contuvieran la respiración a la vez esperando a la respuesta de su rey. Este le dedicó una última mirada de desdén al antiguo consejero antes de darle la espalda, dejando clara su sentencia. Cuando Aragorn le tendió la mano y Gríma la escupió, Elin apretó los puños. Por un momento, casi deseó que Théoden le hubiera dado muerte en aquel mismo instante.
—¡Salve, rey Théoden! —gritó entonces uno de los guardias.
Todos cayeron de rodillas ante el rey. En lo alto de las escaleras, ellos también agacharon la cabeza en señal de respeto hacia el soberano, pero en lugar de tranquilidad Elin solo sentía dolor. Sabía que lo peor aún estaba por suceder.
—¿Dónde está Théodred? —preguntó el rey. Su voz fue como un cuchillo contra sus costillas. Conocía demasiado bien el miedo que empapaba sus palabras, una pena tan grande en la que podría ahogarse si no tenía cuidado—. ¿Dónde está mi hijo?
La mano de Gimli apretó la suya y durante unos instantes Elin se permitió sentir el dolor del rey como suyo propio. Pensó en Théodred, en toda la gente de la Tierra Media que no habían podido salvar, y pensó en sus padres.
A su lado, Legolas se movió contra ella, rozándole ligeramente el brazo.
No podía arriesgarse a pensar en sufrir ninguna pérdida más.
Notes:
¡No me matéis, por favor! No conseguí sacar capítulo en febrero pero no podía dejaros sin uno en marzo, y menos cuando este lleva medio escrito meses.
¡Espero que os guste!
Chapter 10: Corazón sabio
Summary:
Se acerca la hora de la verdad. Durante el funeral de Théodred, Elin tendrá que elegir si se sincera de una vez por todas con sus compañeros o si continúa el engaño..., si es que puede.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 9:
Corazón sabio
Parecía que, con la vuelta de su rey, la energía hubiera regresado a Edoras. Todo Méduseld se volcó de inmediato en los preparativos para el funeral del príncipe y ellos se hicieron a un lado mientras la comitiva se disolvía, los sirvientes se encargaban de sus quehaceres y Gandalf acompañaba a Théoden de vuelta al trono. Éowyn no parecía dispuesta a separarse del lado de su tío, pero el deber se la llevó pronto. Había mucho por hacer para preparar los últimos ritos de Théodred antes de que pudiera reposar junto a sus antepasados. Esperaron en silencio en la terraza hasta quedarse solos. Elin cambiaba el peso de un lado a otro, nerviosa, y Gimli se negaba a dejarla ir. Les había echado tanto de menos que no le importaba si el enano le hacía polvo la mano; ella tampoco quería soltarle. Por otro lado, tenía tanto que contarles y la idea de abrirse a ellos como había hecho con Boromir le ponía de los nervios. ¿Qué pensarían? ¿La tomarían por loca cuando supieran que venía del futuro? Decirle a tus amigos que crees que los Valar te han enviado para cambiar las cosas no es algo que se haga todos los días.
Y eso no era todo. ¿Qué pensaría Legolas si se llegara a enterar de lo que Él había hecho en sus sueños?
Tragó saliva y se giró hacia sus amigos para decir algo, lo que fuera, cuando Aragorn tiró de ella y la estrechó en un abrazo fuerte y sincero.
—Menos mal que estáis bien —susurró el montaraz antes de dejarla ir—. Tenéis muchas cosas que contarnos, tú y…
—Thannion —intervino ella rápidamente. Aragorn asintió, tan rápido como siempre. Si alguien podía valorar la importancia de una identidad falsa, era él.
—Queremos saberlo todo de vuestro viaje —intervino Gimli—. Espero que no hayáis tenido ningún problema.
—Ninguno —afirmó Boromir—. Elin sabía exactamente lo que hacía. Vosotros también tendréis mucho que contarnos. ¿Cómo ha ido la búsqueda de…?
Los interrumpió una voz de mujer.
—¡Elin! ¡Thannion! ¡Os estaba buscando! —exclamó Mereliss. Iba hacia ellos con aspecto preocupado—. Cuando he salido de… —tragó saliva y continuó hablando—. Os he visto en la escaramuza, ¿va todo…?
Guardó silencio al llegar y reparar en la presencia de sus compañeros. No había desconfianza en su mirada, solo cautela, pero Elin se fijó en que los estudiaba a los tres muy atentamente y se apresuró en presentarlos.
—¡Mereliss! —dio un paso hacia ella y la tomó de las manos—. Estos son nuestros compañeros. Nos separamos durante el viaje. Este es Gimli, hijo de Glóin; Legolas, hijo de Thranduil; y Aragorn, hijo de Arathorn.
Los señaló uno a uno y los tres agacharon la cabeza con educación. La escudera se quedó unos instantes con la vista posada en Aragorn, la expresión indescifrable.
—Ella es Mereliss, escudera de Rohan. Nos acogió a Thannion y a mí cuando… —titubeó en la explicación. Sabía que tenía que contarles lo de su herida, pero era demasiado largo y daría pie a demasiadas preguntas—. Cuando llegamos a Edoras. No sé qué habríamos hecho sin ella.
—Sin duda, su hospitalidad nos ha salvado la vida —añadió Boromir con cortesía.
Mereliss sonrió, aunque la alegría no le llegó a los ojos.
—Es un placer conocer a alguien tan valioso para nuestros amigos, dama Mereliss —dijo Aragorn, con ese tono tan cortés que le hacía convertirse de inmediato en el rey de cualquier sala.
—El placer ha sido mío —respondió ella. Luego posó la mirada en Elin, evaluándola—. ¿Tú estás bien? Cuando he visto a ese matón sobre ti… ¿Te duele el costado? Con tu herida no deberías…
Aquellas palabras abrieron las compuertas de una presa y la preocupación de sus compañeros fue como una avalancha. Gimli ahogó un grito, Aragorn se giró para mirarla tan deprisa que le ondeó la capa y Legolas, al que no se atrevió a mirar, clavó los ojos sobre ella. Lo sabía porque podía notarlos y sentía cómo se había tensado por completo a su lado.
—¡Elin! ¿Estás herida? ¿Qué ha sucedido? ¿Estás bien? —farfulló Gimli, azorado. Tiró de ella para observarla, buscando heridas que no estuvieran ahí una semana atrás—. Tenías que habérnoslo dicho, habríamos…
—¡Estoy bien! —exclamó ella con una sonrisa. Tomó a Gimli de las manos y trató de tranquilizarlos a todos—. Estoy bien, de verdad. El guardia no me ha hecho nada.
—Aun así, pásate luego por mi casa a que te eche un vistazo, ¿vale? —insistió Mereliss, nada convencida por sus palabras. La joven no tuvo más remedio que asentir—. Parece que tenéis mucho de qué hablar y yo debo prepararme para… Para…
Las palabras quedaron en el aire y, antes de que nadie pudiera decir nada más, se excusó con una inclinación de cabeza y se marchó. Todos los rostros se volvieron hacia Elin en busca de respuestas.
—Os prometo que estoy bien. Tuvimos un… ¿percance? —aventuró ella. Buscó a Boromir con la mirada suplicante para que la rescatara del entuerto.
—Tenemos mucho que contaros —intervino él—. Pero este no es el mejor lugar.
—Entremos al castillo. Seguro que encontramos un lugar donde conversar —indicó Aragorn, tomando la delantera. Los demás lo siguieron.
Elin se retorcía las manos, nerviosa ante todo lo que tenía que contarles. Con todo el tiempo que había tenido para prepararse y practicar cómo sincerarse con sus amigos y tenía la mente en blanco. Estaba aún más nerviosa que cuando habló con Boromir; tanto era así, que no se dio cuenta de que se había quedado ligeramente rezagada y caminaba codo con codo con Legolas hasta que este le rozó la mano sin querer. El corazón le dio un respingo.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro, solo para ella.
Le puso la piel de gallina.
Se arriesgó a mirarle de reojo, en un intento de interpretar su expresión, pero su cara mostraba la máscara de neutralidad que solía llevar ante el resto del mundo. Recordó lo comedido que se había mostrado al despedirse, el enfado silencioso que bullía en su interior sin necesidad de que le dijera nada, y se preguntó si seguiría molesto con ella por haberse marchado así, por no haberles dado a todos las explicaciones que merecían.
Si así era, lo que estaba a punto de contarles no le haría ninguna gracia. Intentó tragar saliva, pero se le había congelado en la garganta.
—¿Elin?
Ella asintió rápidamente, saliendo de su estupor.
—E-estoy bien. No te preocupes, de verdad. —Intentó sonreír y tuvo el impulso de alargar la mano para apretar la suya, pero se contuvo.
El salón del trono estaba mejor iluminado y más caldeado que antes: las antorchas brillaban en las columnas y arracaban reflejos en la decoración. El fuego ardía en la chimenea estaba, a pesar de ser aún de día. Al fondo, de pie frente al trono, el rey conversaba atentamente con Hama y con…
—¡Gandalf! —exclamó la joven. Su nombre se le escapó sin querer. Antes no había tenido tiempo de saludarle y verle allí, de pie, fue como si no le hubiera visto en años. El viejo mago, que ahora lucía sus ropajes blancos, levantó la mirada con curiosidad y sonrió cuando sus ojos se posaron sobre ella.
—Mi querida Elin —saludó él, con el mismo tono cariñoso y comprensivo de siempre. El grupo se hizo a un lado cuando la joven echó a correr, atravesando a grandes pasos la distancia que les separaba para lanzarse a los brazos abiertos del Istari. Su risa grave le reverberaba en el pecho—. Yo también te he echado de menos.
La emoción hizo presa de ella y tuvo que contener las lágrimas con todas sus fuerzas para no deshacerse en sus brazos. Apretó el abrazo, sin importarle quién le estuviera viendo, sin preocuparle la escena que estaba montando delante del rey y su corte.
—Lo siento, Gandalf —susurró con voz ahogada—. Lo siento muchísimo, de verdad… Yo…
—Mi niña —contestó él, acariciándole la cabeza como lo haría un abuelo. La joven se separó para mirarle. Era y no era él al mismo tiempo; había cambiado tras su encuentro con el balrog, al convertirse en blanco. Sus facciones eran más duras y más sabias, pero, en el fondo, Elin podía ver lo que hacía de Gandalf quien era: su compasión—. No hay nada que debas sentir.
Ella habló entre lágrimas sin derramar.
—Quería decírtelo…, pero no podía intervenir… Era… —se mordió el labio. No podía decírselo, no ahí, no delante de todos—. Si no, ahora no…
Él asintió. Lo sabía, por supuesto. Siempre lo sabía todo.
—En una situación difícil. Tomaste la mejor decisión para todos, como sabía que harías —contestó él, observándola de arriba abajo. Sus ojos se posaron en el colgante de Galadriel y sonrió—. Saelind… , ¿sabes lo que significa?
Ella negó con la cabeza.
—Corazón sabio —le informó, con una sonrisa amplia al ver cómo se sonrojaba—. La dama de la luz nunca se equivoca, mi querida Elin, y tu corazón tampoco lo hará.
Elin se quedó boquiabierta, sin saber qué decir. ¿Eso era lo que significaba el epíteto con el que le había bautizado Galadriel? No era posible, tenía que haberse equivocado. Ella no era sabia y su corazón no albergaba más que dudas. No se merecía un halago así, y menos viniendo de alguien como Galadriel, cuando siempre la habían plagado las inseguridades a cada paso que había dado.
—Y ahora me parece que tus amigos te esperan, y su majestad Théoden espera por mí —comentó como quien no quiere la cosa, y la realidad de estar en mitad de la corte aferrada a un poderoso mago como si fuera una cría le golpeó de lleno. Se sonrojó furiosamente y dio unos torpes pasos atrás—. Pero, cuando estemos más tranquilos, hablaremos. Tenemos mucho que compartir.
—C-claro… —farfulló. Se alejó un poco más de Gandalf, que parecía estar disfrutando de lo lindo con la escena, y fue consciente de que todo el mundo la observaba. Ya que salir corriendo o desaparecer por combustión espontánea no eran posibilidades reales, hizo lo único que se le ocurrió para salir con la dignidad algo reparada: se giró hacia el rey y le hizo una sencilla genuflexión con los ojos clavados en el suelo—. Majestad, disculpad este exabrupto. Hacía… mucho tiempo que no veía a Mithrandir. Me pudo la emoción.
—No te disculpes nunca por mostrar el amor hacia tus seres queridos, y menos en estos días oscuros, cuando la emoción por el reencuentro es lo más preciado que hay —contestó él. Elin se enderezó y vio que el rey sonreía—. Me alegra que mis salones hayan propiciado tal encuentro, dama…
—Elin, majestad—se apresuró ella.
—Espero que halles más dicha entre estas cuatro paredes. Es difícil de encontrar —se despidió el rey, mientras ella volvía a inclinar la cabeza.
Gandalf siguió a Théoden por una puerta y ella volvió con su grupo, que la contemplaban con una mezcla de cariño y diversión mortificantes.
—Ni se os ocurra decir nada —masculló al llegar hasta ellos, la cara todavía roja como un tomate—. ¿Vamos a buscar un sitio tranquilo?
Al pasar cerca de la cocina, vieron a Ides ir y venir cual exhalación, dando órdenes a otros trabajadores igual que un general en el campo de batalla. La cocinera levantó la cabeza en cuanto se acercaron a la puerta, como si les hubiera olido, aunque no habían tenido intención ninguna de entrar; y al reconocerlo se le iluminó el rostro.
—¡Sois vosotros! —exclamó mientras corría hacia ellos. Se sobresaltó al verla: su expresión era mucho más amable que hacía solo unas horas—. ¡Vosotros y vuestros compañeros son los que habéis liberado a nuestro rey!
Sin que pudiera evitarlo, estrechó en un fuerte abrazo a Elin (tan fuerte que creía que le desconyuntaría un hueso) y, acto seguido, a Boromir, que tampoco fue lo suficientemente rápido como para apartarse. Debió ver algo en Aragorn que le hizo preferir inclinar la cabeza en una humilde genuflexión; y con el elfo y el enano, directamente, ni se atrevió.
—Si necesitan cualquier cosa, lo que sea, estoy a vuestra disposición —añadió.
Gimli no perdió el momento de actuar.
—De hecho, buena mujer, estábamos buscando algún lugar más privado donde ponernos al día de nuestros viajes —pidió con educación—. Y, si fuera posible, algo de comer. Llevamos horas de ayuno tras un largo recorrido.
Elin ocultó una sonrisa.
—¡Por supuesto! Balleth, acompaña a nuestros invitados a los aposentos de los huéspedes —llamó a un joven larguirucho y apocado para que los guiara—. Enseguida les llevaremos algo de comer, mis señores.
Balleth les enseñó la estancia, al otro lado del comedor; un cuarto grande y ornamentado, con varios catres a lo largo de una pared y espacio para colocar varios más de ser necesario, y una mesa redonda en uno de los extremos de la sala. Pronto se sentaron y la comida no tardó en aparecer: una jarra de hidromiel aguada, pan, un plato de embutidos y queso y un humeante pastel de carne que hizo que a Elin le rugiera el estómago sin vergüenza ninguna.
—Pequeña, ¿hace cuánto que no comes? —protestó Gimli, sirviéndole un trozo generoso de pastel en el plato—. Venga, empieza, porque te estás quedando en los huesos. Podemos hablar mientras comemos.
Para darle algo de tiempo, Boromir tomó la iniciativa. Mientras ella trataba de hacer pasar los trozos de pastel por la garganta cerrada, les contó cómo había sido su viaje, bastante tranquilo, hasta llegar a aquel granero del Folde Oeste. Les habló de Bruidal y de la identidad falsa de Boromir y ninguno había cuestionado su necesidad; de hecho, nadie había dicho nada mientras él hablaba, y el silencio se extendió durante varios segundos interminables.
—Nada de esto explica por qué estás herida.
El primero en rompelo había sido Legolas, que clavó la mirada en ella como si quisiera arrancarle todas las respuestas, todos sus miedos y secretos con la mente. Elin suspiró y apartó el plato, que apenas había tocado, armándose de valor. Los miró uno a uno: Boromir le sonrió, en un gesto de apoyo silencioso; Gimli, que se sentaba más cerca de ella de lo necesario, había posado una de sus enormes manos sobre la suya y la observaba con la preocupación pintada en la cara; Aragorn no decía nada, sus ojos grises simplemente esperaban; y Legolas, sentado frente a ella… Su máscara era ilegible y su mirada una tormenta de emociones por descifrar.
Tragó saliva. Ahí estaban sus compañeros, aquellos a quienes le honraría poder llamar familia, aunque se conformaba con tener su amistad. De ellos no tenía nada que temer. Respiró hondo antes de hablar.
—Aragorn ya lo sabe, en realidad. Sabe por qué estoy herida —comenzó.
El montaraz frunció el ceño un momento y luego su rostro mostró comprensión.
—¿No será…?
—Así es. Le hablé de lo que me pasaba hace tiempo, cuando estábamos cruzando el Anduin; pero se remonta aún más atrás —explicó, tratando de organizar los hilos de sus pensamientos. Primero, sus sueños malditos; después, ya les hablaría de sus orígenes—. Desde que salimos de Rivendel, he tenido… pesadillas.
Gimli asintió, sin querer interrumpirla. Se acordaba de ellas, no era la primera noche que se despertaba gritando en el campamento.
—Al principio, pensé que no eran más que eso: pesadillas. Mis miedos, mis inseguridades… Las circunstancias de mi llegada a… la Tierra Media no fueron agradables —tanteó. Supo que ninguno había pasado por alto su elección de palabras, pero siguió adelante—. Y luego, tras Khazad-Dûm, era de esperar, ¿no?
Cerró los ojos, intentando borrar el recuerdo de la mina y todo lo que supuso para la Compañía de su mente, pero eso solo conjuró las imágenes más vividas. Al abrirlos, los fijó en una de las vetas de la madera de la mesa y siguió sus patrones ondulantes para calmarse.
—Las pesadillas se detuvieron en Lothlórien. Pensé que solo necesitaba descansar, sentirme a salvo. Que ya lo había superado todo —continuó—. Pero volvieron con más fuerza al salir del bosque y esta vez eran diferentes.
Se bajó un poco el cuello de la camisa. Las marcas de las manos del orco seguían amoratadas en su garganta, borrándose poco a poco, pero bajo ellas estaban las primeras, las de una mano férrea en la oscuridad. Legolas abrió mucho los ojos. Aquella horrible noche estaba fresca en la mente de ambos.
—Una noche, soñé que alguien, una mano sin rostro, me asfixiaba y, al despertar, tenía las marcas de sus dedos en mi piel —confesó. Boromir y Gimli se sorprendieron; eran los únicos que no se habían enterado del suceso—. Ahí fue cuando se lo conté a Aragorn, pero ninguno supimos qué hacer al respecto. Y fue a más. —No les dejó tiempo para procesarlo, tenía que soltarlo todo ahora que había empezado—. Tras separarnos, los sueños pasaron a ser a diario. Al principio parecían sueños… normales, pero hace tres noches Él me atacó. Clavó sus garras en mi carne y me desperté gritando, con una herida abierta.
El silencio era tan espeso que parecía palpable. Elin se agarraba la zona de la herida, dolorida, como si hablar de ello fuera a reabrirla. Gimli tenía una expresión horrorizada y sabía que estaba buscando cualquier forma para protegerla, pero no había manera posible.
—Has dicho… ¿Él? —preguntó Legolas al fin, con la voz templada como el acero.
—Así es. S-Sauron trató de sonsacarme información. Quiere saber dónde estoy —susurró. Le recorrió un escalofrío. Sobre la mesa, las manos del elfo se crisparon, los dedos cerrados en puños apretados.
—Temía que fuera algo así —maldijo Aragorn, hablando por primera vez—. Mas tenía la esperanza de que fuera obra de Saruman, y no de Sauron en persona. Ser capaz de entrar en tu mente… ¿Cómo es posible que tenga una conexión tan fuerte contigo?
—Y ¿por qué? —añadió Gimli.
Elin negó con la cabeza, apesadumbrada.
—No sé cómo —murmuró—, y tampoco sé cómo evitarlo. Mereliss me dio un bálsamo para dormir sin sueños y eso ha evitado que vuelva a aparecer, pero no sé si servirá durante mucho tiempo. Debo hablar con Gandalf cuanto antes, preguntarle si hay algo que pueda hacer yo para romper nuestra conexión.
Los demás asintieron. Boromir dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Ella levantó la mirada. La expresión de todos era grave. Sabía que lo que les había contado era mucho que procesar y lo peor era que aún no había terminado. Debía explicarles por qué Sauron la buscaba a ella, cómo había llegado hasta allí. Contarles esa pequeña parte le había quitado un peso de encima, ¿cómo se sentiría cuando se lo contara todo?
De repente, al ver a sus amigos tan callados y preocupados por ella, se dio cuenta de que sus miedos eran infundados. Aquellas personas la habían acogido de la nada, la habían tratado como a una más, habían dado su vida por ella y lo hacían con cariño y sin juzgarla jamás, por muchas veces que metiera la pata. No sabía si tenía derecho a llamarles familia, pero le gustaría creer que así lo eran.
—En cuanto al porqué… —empezó a hablar. Todos levantaron la vista hacia ella cuando se abrió una de las puertas. Ides se asomó en el marco, con expresión compungida.
—Siento molestarles, mis señores —anunció—. Pero el señor Gandalf ha preguntado por ustedes. Va a empezar el funeral por el señor Théodred.
Se pusieron todos de pie como un resorte.
—Dama Elin, si es tan amable de quedarse un momento atrás, la dama Éowyn me ha prestado uno de sus antiguos vestidos para usted —añadió.
La joven se la quedó mirando, perpleja.
—No hace falta… —farfulló. Luego pensó que quizá no estuviera vestida de forma adecuada para un funeral y recapacitó—. No querría ofender a nadie. Si es necesario, me cambiaré, por supuesto.
—La dama ha considerado que estaría más cómoda con algo de su talla, mi señora —explicó, mirando de reojo el cinturón que le recogía el vestido y cómo se pisaba los bajos al caminar—. Es de cuando ella era más joven. Si los caballeros son tan amables de esperarla fuera, no tardará en salir.
—Muchas gracias, mi señora —se despidió Aragorn.
Legolas fue el último en salir. Se quedó unos instantes en el marco de la puerta, dirigiéndole una mirada indescifrable que hizo que Elin se pusiera nerviosa. Se dejó vestir por Ides, que al parecer era la cocinera, ama de llaves y lo que fuera necesario en Méduseld. Elin aprovechó que se desnudaba para echar un vistazo a la herida, que parecía no haber sufrido ningún daño en la refriega. El vestido era muy sencillo, una simple túnica oscura de mangas acampanadas y cuello barco que dejaba sus hombros al aire. Se lo ajustó con un cinturón de hebras doradas, que hacía juego con el ribete dorado del cuello, las mangas y la falda. Al fijarse bien en la tela, de un material mucho más rico que el vestido de Mereliss, se fijó en que no era negro, sino verde oscuro.
—¿Le importa si le recojo el pelo, mi señora? —preguntó.
—No es necesario, no deseo importunar, Ides —intentó negarse ella. La mujer chistó y le deshizo la trenza.
—No es molestia ninguna, mi señora.
—Por favor, solo soy Elin —suplicó. Se sentía muy extraña cuando le trataban como si fuera de la nobleza.
Ides no contestó. Con maestría, le hizo un recogido que le retiró el pelo de los hombros y la cara y la condujo hasta un espejo que se apoyaba contra la esquina. El vestido le quedaba mucho mejor que el anterior y le daba un aspecto más elegante sin ser muy llamativo, y el recogido hacía que la cascada de rizos le cayera hacia los lados por detrás. Casi parecía otra.
—Muchas gracias, Ides.
—No se merecen, mi señora Elin —sonrió ella, campechana. Su sonrisa se tornó triste enseguida—. Ahora, vaya. Sus compañeros la esperan.
«Mis compañeros», pensó, con un vuelco en el corazón.
Volvían a estar casi todos juntos y no quería tener que separarse de nuevo de ellos jamás; pero para eso tenía que ser completamente sincera. Si quería sentirse aceptada por ellos de verdad, debía mostrarles cómo era, sin tapujos. Su corazón le decía que aquella era la decisión correcta y Gandalf le había dicho que confiara en su corazón, ¿no?
En cuanto acabara el funeral, lo haría.
No estaba preparada para lo que se acontecía. Al salir de las dependencias para los invitados, Balleth les guio apresuradamente y en silencio hasta donde les esperaba Gandalf. El cortejo estaba preparado para salir y, sin una sola palabra, se pusieron en marcha. Bajo las escaleras que llevaban al castillo de oro esperaba el cortejo, encabezado por el difunto príncipe y los hombres de su éored, listos para cargar con su señor hasta su lugar de descanso eterno. Théodred llevaba un ramo de nomeolvides en las manos blanquecinas y una expresión tranquila que no debía reflejar en nada el doloroso final que había sufrido.
No le había conocido en vida, pero su figura inerte le produjo una sensación de vacío increíble. Se sentía como si estuviera al borde de un precipicio y fuera a caer en él, junto al muerto, para no volver a salir jamás. Respiró hondo y mantuvo la compostura: aquel no era su funeral, no era lugar para llamar la atención. Su intención había sido la de quedarse atrás, al fondo de la comitiva, pero Gandalf los condujo hasta colocarse tras el rey y no tuvo ocasión de protestar.
Théoden observaba la nada con gesto estoico, mientras, a su alrededor, el pueblo ataviado de negro lloraba abiertamente la pérdida del príncipe que habían visto crecer. Su esperanza, su líder, su hermano, primo y amigo. El linaje de Théoden, uno de los más longevos de la casa de Eorl, llegaba a su fin ante sus ojos sin que pudieran hacer nada por evitarlo, y la guerra se cernía sobre ellos mientras el rey veía cómo enterraban a su único hijo.
El corazón se le hizo añicos. Por mucho que supiera lo que era la pérdida, esperaba no conocer jamás un dolor así. Pestañeó para aliviar el escozor de los ojos. No pensaba llorar.
Echaron a andar a paso lento; Gandalf detrás del rey y, tras él, Aragorn y Boromir iban codo con codo, en un silencio cargado de sentimientos. Ambos lloraban la pérdida de quien era, en esencia, uno de los suyos, un príncipe de los hombres. Ella iba flanqueada por Gimli y Legolas justo detrás y, al iniciar la marcha funeraria, por un momento se vio transportada a una tierra lejana, una que quedaba muy atrás en su pasado.
Las llanuras y sus rohirrim desaparecieron y se vio rodeada de vecinos y amigos. Seguía el féretro de sus padres hasta su plaza en el cementerio, acompañada por su tío, que prácticamente la sostenía él solo a pesar de los achaques de su edad. La canción favorita de su padre sonaba en algún lado, tal vez solo en su cabeza, mientras bajaban los ataúdes hacia la tierra que les acogería.
Daba pasos pequeños tras Aragorn y Boromir; daba pasos temblorosos hacia sus padres con una flor en la mano. ¿Qué había sido? ¿Una nomeolvides? Lo era ahora. Se vio a sí misma dejándola sobre la madera y dando un paso atrás, permitiendo que el resto de sus seres queridos se despidieran de Enid y Cadell Priddy. Pronto, sus ataúdes se vieron cubiertos de flores y, después, de tierra.
Al final, horas después, solo quedaban su tío y ella, arrodillados frente a unas lápidas que rezaban:
«Enid Priddy, 06/12/1964 — 17/07/2009
Cadell Priddy, 15/01/1961 — 17/07/2009
Go n-éirí on bóthar leat».
—Que el camino se alce para encontrarte… —susurró Elin, en voz tan queda que solo Legolas, con sus sentidos élficos, logró escucharla.
Un movimiento a su lado, el roce de unos dedos contra el dorso de su mano y, de repente, alguien que la asía con suavidad pero sin intención de soltarla la trajeron al presente. Elin parpadeó varias veces y Rohan volvía a estar ante ella. Desvió la mirada hacia su mano entrelazada con la de Legolas y luego al elfo, que miraba al frente como si nada, y no pudo evitar apretar el agarre.
—No me sueltes… —susurró en el mismo tono, tan inaudible que Gimli ni se inmutó.
Como respuesta, él la agarró con más fuerza.
Se detuvieron al llegar frente al montículo que alojaría la tumba de Théodred, un túmulo con la puerta de piedra abierta para permitir que el éored trasladara allí a su capitán. Los llantos del pueblo se vieron acallados de repente cuando Éowyn, que esperaba a la comitiva junto a los montículos plagados de nomeolvides, empezó a cantar. A pesar de que no comprendía la letra, la canción le puso los pelos de punta. La escudera de Rohan desgarraba el aire con un sonido hermoso pero plagado de dolor.
Tras ella, numerosas mujeres cantaban entre llantos. Elin vio que entre ellas estaba Mereliss, toda vestida de negro, con los rizos rubios cubiertos por un velo negro. Coreaba las palabras de Éowyn mirando al frente con una entereza que llegó a envidiar. Miró de reojo a Legolas. Ella no sabía si sería capaz de soportarlo si a él…
— Bealocwealm hafað fréone frecan forth onsended…
Elin fijó la vista al frente. No caer en la espiral de pensamientos así. Ella no era nada para él y no tendría ningún derecho a llorarle como Mereliss lloraba por Théodred si llegara a pasarle algo. Se conformaba con lo que tenía. La amistad y compañía de todos era más de lo que se merecía, no podía codiciar más. Así estaba bien.
—... his dryhtne dyrest and maga deorost.
Cerraron la puerta del túmulo con las últimas palabras de Éowyn resonando en el aire.
«Ahora descansa en la oscuridad cerrada». Sabía lo que decía el último verso de haberlo leído, mucho tiempo atrás. Era aún más sobrecogedor en persona.
Tras el funeral, la multitud se dispersó. Los aldeanos volvieron a sus quehaceres, los soldados a sus puestos. Aún quedaba mucho que arreglar tras la huida de Grima, muchas decisiones que deshacer, mucho por preparar para lo que estaba por venir. El rey permaneció largo rato junto a la tumba de su hijo, acompañado únicamente por Gandalf, y ellos se retiraron en silencio.
A Elin le costaba respirar. La idea de volver al castillo se le antojaba impensable, no cuando el sol aún brillaba en el cielo y el aire era limpio. Sentía que, si entraba en ese momento, las paredes de piedra caerían sobre ella como si fueran su propia tumba; así que, sin decir nada, se soltó de Legolas y paseó por las colinas observando las nomeolvides blancas y las prímulas azules. Se agachó, recogiéndose el vestido con cuidado, y las rozó con los dedos. Quiso cortar una, pero ya había demasiada muerte en el mundo como para añadir la de unas flores tan hermosas.
—Pequeña, ¿te encuentras bien? —preguntó Gimli al cabo de un rato.
Todos la habían seguido sin preguntar nada, una compañía silenciosa que jamás la dejaría atrás. Sonrió al darse cuenta, aunque era una sonrisa triste y cansada.
—Me estaba acordando del funeral de mis padres —comentó. Sus amigos la observaban con tristeza, pero sin esa compasión lastimera que hacía que no quisiera hablar del tema—. No pasa nada. Ellos ya están bien…, o lo estarán, supongo.
Se levantó para encararles de frente. Se acabó huir. Se había pasado diez años huyendo de todo: del dolor, de los malos recuerdos, de las oportunidades de una vida que no creía merecer, y ahora huía de los orcos, de Sauron y, lo peor, de la verdad. Su verdad. Boromir le dedicó una mirada ferviente, animándola a continuar. El viento le golpeó por la espalda y se retiró los rizos rebeldes tras las orejas.
—Es hora de que os cuente de dónde… y de cuándo vengo.
Notes:
* Go n-éirí on bóthar leat: es una bendición irlandesa.
* Lamento por Théodred, escrita por Philippa Boyens y traducida por David Salo. Es la canción que canta Éowyn en Las dos torres durante el funeral de Théodred.
Esta es la original:
Nú on théostrum licgeth Théodred se léofa
hæ´letha holdost.
ne sceal hearpan sweg wigend weccean;
ne winfæ´t gylden guma sceal healdan,
ne god hafoc geond sæ´l swingan,
ne se swifta mearh burhstede beatan.
Bealocwealm hafað fréone frecan forth onsended
giedd sculon singan gléomenn sorgiende
on Meduselde thæt he ma no wære
his dryhtne dyrest and maga deorost.
Y aquí os dejo mi traducción:
Nuestro querido Théodred descansa en la oscuridad,
el más leal de todos los guerreros.
El harpa no despertará al soldado,
el hombre no alzará una copa de vino dorada,
el águila no resonará en el castillo,
el caballo no cabalgará en el patio.
Una muerte ruin ha acabado con el noble guerrero
Los tristes bardos de Meduseld cantarán
que mi noble primo, que tanto me sostuvo con cariño,
ahora descansa en la oscuridad cerrada.
Es una traducción muy libre de la original en inglés para que os hagáis una idea del significado. En la versión extendida se escuchan los cuatro últimos versos.
**
Lo siento. Siento muchísimo el retraso. Espero que sigáis aquí y os compense la espera este nuevo capítulo, más largo que los anteriores. Si os sirve de consuelo, el siguiente también está casi listo. Sé que no puedo pediros nada, pero ¡me encantaría leer vuestras opiniones!
Chapter 11: No me olvides
Summary:
En el campo de prímulas y nomeolvides, Elin abre por fin su corazón a sus compañeros, contándoles toda la verdad sobre su pasado.
¿O no?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 10:
No me olvides
Les dio unos instantes para que procesaran lo que acababa de decir antes de seguir. Escoger las palabras era mucho más difícil de lo que creía. ¿Por qué no podía simplemente exclamar «¡Vengo del futuro!» y ahorrarse el resto?
—Sé que parece una locura, pero no lo es. Vengo de un lugar cerca de Rivendel llamado Gales… miles de años en el futuro. Antes de que digáis nada, ¡Gandalf y lord Elrond me creyeron! —añadió, como si su credibilidad fuera todo lo que necesitaba para demostrar su cordura. Aragorn, Legolas y Gimli la observaban los tres con distintos grados de sorpresa y escepticismo—. Y Boromir, aquí presente, tampoco cree que esté loca.
—¿Él ya lo sabía? —preguntó Legolas. ¿Había sonado dolido?
—Solo tras separarnos. Tenía mucho que explicar —intercedió el gondoriano. Ella asintió.
—Y sé que os debo a vosotros las mismas explicaciones. Espero que podáis perdonarme por no haber sido sincera antes. Tenía… —tragó saliva, buscando las palabras— tantísimo miedo de que no me creyerais, de que me tomarais por loca y me apartarais de vuestro lado… Y también de que la verdad pudiera empeorar las cosas.
—Un momento, pequeña —la detuvo Gimli—. Miles de años en el futuro… Empieza desde el principio, ¿quieres?
Los tres la taladraban con la mirada, pero fue la de Legolas la que la puso nerviosa y bajó la vista al suelo. Sin duda, haber repetido su historia por tercera vez no lo había hecho más fácil para la cuarta. ¿Y tendría que volver a repetirlo con los hobbits? Esperaba haber perfeccionado la técnica para entonces, sin duda.
Empezó por el principio, como le habían pedido, hablándoles de su mundo y su ciudad. Les habló de sus padres y, por encima, de su vida en Gales. Del día que había salido a pasear y la tormenta la arrastró hasta allí, de cómo había pasado días sola y sin ayuda hasta que la encontraron los enanos.
—Debes saber que digo la verdad, Gimli —continuó—. Sé que revisasteis mis cosas, que visteis en mi mochila objetos y aparatos que jamás habíais visto. Llevaba un teléfono…, una especie de aparato comunicador para hablar con gente que está lejos, aunque no funcionaba; y un estuche transparente con medicamentos, entre otras cosas.
—Es cierto —farfulló él—. Pensamos que se trataría de alguna magia extraña de los elfos o de los hombres.
—Fue al estar con vosotros que me di cuenta de dónde me encontraba. ¡Os reconocí! —urgió. Se pasó la mano por la cabeza, deshaciéndose parte del recogido—. Porque, de donde yo vengo, todo esto… —señaló a su alrededor con grandes aspavientos—, todo esto ya ha sucedido. Se han escrito historias al respecto, pero no sabíamos que eran reales. Pensábamos que eran ficción…
— ¿Pero… resultaron ser vuestro pasado? —preguntó Aragorn.
—Así es. Lord Elrond y Gandalf no pudieron ayudarme a entenderlo, al principio. No sabía por qué estaba aquí, en la Tierra Media, y me daba muchísimo miedo hacer cualquier cosa indebida porque…
— Porque conoces el resultado de esta guerra. Sabes lo que va a pasar en cada momento —la interrumpió Legolas. Su tono era totalmente indescifrable. ¿Estaba enfadado? ¿Dolido? ¿Sospechaba de ella? Cuando asintió, el elfo frunció ligeramente el ceño—. ¿Sabías lo que le ocurriría a Mithrandir? ¿Y a los hobbits y Théodred y…?
—Sí —contestó ella, atajando la diatriba de preguntas con un nudo en la garganta—. Lo sabía y sé casi todo lo que pasará a continuación, excepto lo que tenga que ver conmigo y con…
—¿Y por qué no has dicho nada? —continuó el elfo. Los demás guardaban silencio y de repente parecía que solo estaban ellos dos, en mitad de las llanuras de Rohan, con las nubes oscureciendo cada vez más el sol—. Podíamos haber evitado muchas cosas, como subir en vano a Caradhras o lo que pasó con Gandalf…
—¿No me has escuchado antes? —espetó ella, enfadándose. ¿Es que pensaba que a ella le gustaba verles sufrir?—. ¡No me atrevía a cambiar nada! ¿Y si, en lugar de subir por Caradhras, hubiéramos ido directamente hacia Moria y aquella manada de lobos nos hubiera encontrado antes? ¿Y si el guardián hubiera estado despierto cuando llegáramos a la puerta y acabara con todos? ¿No lo entiendes? ¡Sé lo que sucede siempre y cuando no cambie nada!
—¡Pero…!
—¡Si no cambio nada, será por una razón! —exclamó. La ira le subía por la garganta, pero en realidad era más miedo que otra cosa; miedo al ver que él reaccionaba como tanto había temido. Le haría entrar en razón, le costara lo que le costara—. Y, en cuanto a Gandalf, no quise intervenir. ¿No ves lo que habría pasado si no le dejo caer?
El elfo se cruzó de brazos.
«Eru, tan listo para unas cosas…».
Por suerte, Aragorn parecía tener el juicio más intacto que él.
—Si no hubiera derrotado al balrog, quizá no hubiera sido capaz de vencer luego a Saruman y liberar a Théoden.
—¡Gracias! —exclamó ella—. Rohan seguiría bajo el yugo del enemigo. Esa es una desgracia que debíamos sufrir; y creedme cuando os digo que jamás lo he pasado tan mal como cuando Gandalf…
Tragó saliva y negó con la cabeza.
—Pero, pequeña —habló Gimli tras unos instantes de silencio—, ¿por qué estás aquí?
Esa era la pregunta del millón, ¿verdad?
—¿Sinceramente? Sigo sin tenerlo claro —masculló. Cogió aire para continuar con su historia. Empezaban a pesarle las piernas de estar tanto rato de pie—. Hasta que no llegamos a Lothlórien y miré en el espejo de Galadriel, hubo muchas cosas que no tenía claras. No supe que venía del futuro hasta ese momento, por ejemplo. Su espejo me enseñó imágenes de los Valar y me pareció ver a Aulë, pero… todo estaba muy borroso.
Sus ojos viajaron por las nubes que se movían sobre ellos, como buscando una respuesta.
—Creo… Quiero creer que estoy aquí porque los Valar me han traído, no para cambiar el resultado de la guerra, sino para intentar mejorar las cosas en el camino —confesó—. Como un símbolo de esperanza, aunque sea en las pequeñas cosas.
—No solo en las pequeñas. —Boromir intervino por primera vez—. Lo intuí cuando me salvó en Amon Hen, y me lo confirmó ella después: yo debía estar muerto. Me salvó la vida y con ello ha cambiado el curso de los acontecimientos.
Los demás contuvieron el aliento colectivamente y Elin se retorció las manos, nerviosa.
—No… No podía dejarte morir, Boromir —susurró—. Si los Valar de verdad me han enviado con un propósito, creo que ese es el de salvar tantas vidas como pueda sin afectar al curso de los acontecimientos. Por eso es tan importante mantener su identidad en secreto. El resto del mundo debe pensar que Boromir ha muerto. No se me ocurrió otra manera de controlar los posibles daños.
Durante un rato, solo se oyó el murmullo del viento entre la hierba. Elin los miraba atentamente, esperando a que alguno, el que fuera, dijera algo. Que la creían, que estaba loca, que les había traicionado… Finalmente, no pudo soportarlo más.
—Decid algo, por favor —suplicó—. Siento mucho haberos engañado todo este tiempo. No era mi intención mentiros, pero no sabía qué hacer. Responderé a cualquier pregunta que tengáis, siempre y cuando no sea sobre algo que aún no ha sucedido.
—Nos dejaste perseguir a Merry y a Pippin sabiendo que no serviría de nada —dijo Aragorn, dolido. Ella suspiró.
—Porque teníais que encontraros con Éomer —explicó. La comprensión iluminó el rostro del montaraz—. Si la prisa por dar con los hobbits no os hubiera empujado a seguir, no te habrías cruzado con él y tampoco habríais llegado a tiempo para dar con Gandalf y venir a Edoras cuando lo habéis hecho.
Se sentía desesperada y miró a Gimli, buscando su apoyo. Si él no la creía, no…
—Tú me crees, ¿verdad, Gimli?
El enano dio un paso al frente y le tomó de la mano.
—Por supuesto. Siempre supe que había algo diferente en ti, pequeña —contestó—. Ahora lo entiendo. Te conozco y también sé que, todo lo que has hecho, ha sido por el bien de esta compañía.
—Nadie aquí duda de que tus intenciones hayan sido siempre nobles, aunque ojalá hubieras confiado antes en nosotros —añadió Boromir, acercándose a ella—; así, no habrías tenido que cargar con todo ese peso tú sola.
Elin soltó el aire que estaba conteniendo de forma entrecortada. No pensaba llorar, pero estaba a punto.
—Has hecho tanto o más por nuestra compañía que cualquiera de nosotros —sentenció Aragorn—. ¿Quienes somos nosotros para poner en duda la voluntad de Eru?
Solo quedaba Legolas, que la miró fijamente. Sus ojos azules le taladraban como si quisiera atravesarla. Le temblaba el aliento, esperando las palabras de sentencia más importantes para ella.
—Eres un regalo de los valar —dijo por fin.
Su sonrisa fue la mejor bocanada de aire, como un trago de agua tras una eternidad en el desierto. La creía. Todos lo hacían. Legolas abrió la boca para decir algo más, un susurro solo para ella, cuando algo entró en su campo de visión. Elin soltó un grito y señaló detrás de sus amigos. Un caballo acababa de aparecer en la loma y su jinete se había desplomado.
Mientras Boromir corría hacia el castillo para pedir ayuda, ellos se apresuraron en socorrer a los jinetes. Elin llegó sin aliento, con la falda remangada, y no se sorprendió al ver allí a dos niños: el mayor, desplomado en el suelo, y su hermana pequeña aferrada a las bridas con expresión de no quedarle lágrimas dentro. Mientras Aragorn y Legolas se ocupaban del joven, ella se acercó con cautela al caballo y a la niña.
—Tranquilos, tranquilos —dijo con el tono más amable y cariñoso del que fue capaz. Alzó una mano hacia el caballo, que jadeaba sin resuello, hasta que le permitió poner una mano en su lomo—. Ya está, ya está. Ya os tenemos.
Sonrió a la niña, que la miraba con ojos muy abiertos, asustada. Su mirada se desviaba cada dos por tres a su hermano.
—Hola, pequeña —saludó con una sonrisa, atrayendo su atención—. ¿Estás bien?
La niña asintió despacio.
—Me llamo Elin —se presentó, tendiéndole una mano que la pequeña miró con sospecha—. ¿Tú cómo te llamas?
—F-Freda —farfulló. Tenía que tener mucha sed, pues las palabras apenas le salían por la garganta seca—. Y este es Garold.
—¿Y tu hermano?
—S-se llama Éothain —al mencionarle, los ojos se le anegaron con las lágrimas y sorbió un poco. Extendió la mano y tomó la de Elin—. ¿Está bien? Mamá nos ha enviado para…
—Sssh —la trató de tranquilizar y se acercó más a ella para bajarla del caballo—. Éothain está bien, solo está un poco cansado. ¿A que sí, chicos?
Desde detrás de ella, Gimli se apresuró en contestar.
—El muchacho es muy fuerte, ya está despierto —anunció.
Freda sonrió ligeramente, sin saber muy bien qué pensar de su compañero enano; y, ante la noticia de que su hermano se recuperaría, se dejó agarrar por Elin, que la bajó con dificultad de Garold y la acomodó en su pecho. La niña se aferró a ella con manos y piernas y Elin se puso en marcha hacia Méduseld. Detrás de ella, Gimli llevaba las bridas de Garold y Aragorn cargaba con Éothain, que protestaba para que le dejaran bajar. Legolas se puso a su altura y bajó la cabeza para susurrar:
—¿Quieres que la lleve yo?
Como si le hubiera oído, Freda apretó más el agarre y Elin sonrió, negando con la cabeza. Pronto se encontraron con Boromir y varios rohirrim que venían a socorrerlos y que se hicieron cargo del caballo y de Éothain; pero Freda se negó a soltarla, así que Elin se vio obligada a seguirlos hasta el castillo. Llegó sin aliento, pues el peso añadido de la niña era más del que estaba acostumbrada a cargar y le apretaba las piernas contra la cicatriz, pero no le importó. Se quedó a su lado en todo momento, mientras una mujer en palacio le curaba las heridas a su hermano y la examinaba a ella, y la acompañó de la mano hasta el comedor donde los esperaban con un plato de comida caliente.
—Están exhaustos, hambrientos y deshidratados —había sido el diagnóstico de Aebbe—. Y aterrorizados, también. El chiquillo no hace más que decir que debe hablar de inmediato con el rey.
Aragorn, Boromir y Gimli estaban ya sentados a la mesa; mientras el montaraz fumaba en pipa, el guerrero y el enano daban buena cuenta de los platos servidos, una fuente de carne asada fría y unos cuencos de guiso. Legolas estaba apoyado contra la columna, con los brazos cruzados como si formara parte del decorado y no quisiera destacar, pero hizo amago de acercarse a ella en cuanto aparecieron en el salón. Éowyn colocó dos cuencos de guiso humeantes junto a ellos y Elin acompañó a los niños a su sitio, animando a Freda a comer.
Éothain se negó a dar un bocado hasta que hubo explicado al rey todo lo sucedido. A Elin le sorprendió la entereza que mostraba el joven, que no podía tener más de catorce años, mientras narraba la matanza a la que los orcos de Saruman habían sometido a su aldea; un destino muy similar al que habían sufrido los vecinos del lugar en el que pasó la noche con Boromir. Le miró de reojo, ambos pensando lo mismo.
Cuando acabó su relato, se lanzó sobre el plato de comida como si no hubiera comido en semanas.
—Despacio, no hace falta que te ahogues —le susurró Elin con tono divertido—. Hay más si te quedas con hambre, y hasta te puedes comer el mío.
Le guiñó un ojo y Éothain, sonrojado, empezó a comer a un ritmo más pausado.
—Nadie los advirtió, estaban desarmados —intervino Éowyn. Fue la primera en hablar, la primera en expresar su malestar ante la situación. Si no conociera una versión de ella, solo con eso ya le habría caído bien. Su voz destilaba la impotencia que sentía ante tal injusticia—. Los hombres salvajes avanzan por el Folde Oeste quemando lo que encuentran, pastos, chozas y árboles.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Freda.
—Sssh —susurró Éowyn, poniéndole una manta por encima de los hombros.
Elin, sentada frente a la niña, estiró la mano para apretarle la muñeca y le sonrió.
—Volveréis a estar juntas enseguida, ya verás —le prometió.
—Esta destrucción es algo que nosotros hemos presenciado —intervino Boromir. Todos los ojos se clavaron en él—. En nuestro viaje a Edoras, nos encontramos con una aldea que había sido arrasada de la forma que describe este joven tan valiente.
—¿Y tú, quién eres? —preguntó el rey, en tono neutral.
Boromir se levantó e inclinó la cabeza ante el rey, llevándose un puño al pecho como había visto hacer a los elfos en incontables ocasiones.
—Thannion, mi señor —se presentó. La mentira le salió sola, fluida—. Soy un montaraz del norte.
—¿Y qué hace un montaraz tan lejos de su hogar?
—Sigo a mi capitán, mi señor —respondió, mirando a Aragorn. A Elin le dio un vuelco el estómago al ver la expresión de Boromir, que hablaba con el corazón en la mano.
—Es sólo una muestra del terror que Saruman desatará, mucho más poderoso ahora, impulsado por el temor a Sauron —intervino Gandalf de repente, posando una mano en el trono de Théoden—. Cabalgad y hacedle frente. Apartadle de vuestras mujeres y niños. Debéis luchar.
—Contáis con dos mil buenos hombres en el norte mientras hablamos —Aragorn habló por primera vez, apartándose la pipa de los labios. En su rostro solo había determinación—. Éomer os es leal. Sus hombres regresarán y lucharán por el rey.
—Estarán a 300 leguas de aquí ahora mismo. Éomer no puede ayudarnos —sentenció el rey. El silencio que se hizo en el comedor solo quedaba interrumpido por el sonido que hacían los niños al comer. Éothain había aceptado la oferta de Elin y había cogido también su plato—. Sé lo que quieres de mí, pero no llevaré más muerte a mi pueblo. No me arriesgaré a una guerra abierta.
—Ya os ha sido declarada, arriesgueis o no.
Todos contuvieron el aliento de manera colectiva y Elin tragó saliva. Legolas descruzó los brazos, alerta. Aquella era una situación muy delicada y cualquier movimiento en falso podría desequilibrar la balanza.
—Si mal no recuerdo, Théoden, y no Aragorn, es el rey de Rohan.
Las palabras de Théoden fueron como un mazo y, sin embargo, el montaraz no reaccionó a ellas. Se limitó a mirar de frente al rey, sin dar su brazo a torcer pero sin seguir tensando la cuerda. Al final, Gandalf intervino:
—¿Cuál es la decisión del rey?
La decisión del rey, como bien sabía ella, era la retirada al abismo de Helm. Caía la noche y había mucho por preparar para la partida al día siguiente, así que el rey abandonó el comedor. Éowyn se llevó a Éothain y a Freda para asearlos un poco y buscarles un lugar donde dormir, pero la niña solo consintió irse con la promesa de que luego Elin iría con ella. Al final, la compañía se quedó sola y de repente estaban reunidos alrededor de una mesa, compartiendo cerveza aguada (que a Elin le supo asquerosa) y carne asada (que Legolas apenas se dignó a probar).
Durante un rato, permanecieron en silencio, disfrutando de la compañía.
—¿Cuánto tiempo hacía que no estábamos así? —preguntó Elin, cuando el silencio se le hizo demasiado largo. Legolas se había sentado a su lado y sus piernas casi se rozaban y le estaba poniendo de los nervios.
—Creo que nunca hemos estado tan tranquilos —rio Boromir entre dientes.
—Si es que a esta calma se le puede llamar tranquilidad —añadió Gimli.
—Aun así, es agradable. —Todos asintieron a eso. Elin miró a Gandalf, que le observaba con una expresión extraña en el rostro, y se armó de valor para hablar—: Les he contado de dónde vengo.
La expresión del mago solo mostró un instante de sorpresa.
—Imagino que tú también lo sabes todo ya, después de pasar por Lothlórien —continuó. Este asintió y notó cómo los demás estaban pendientes de la conversación—. Por cierto, ¿recibiste mi…?
—Así es —contestó él, sonriendo—. Muchas gracias, me la puse enseguida.
—¿El qué? —preguntó Gimli con curiosidad.
—Le hice otra camisa, como a vosotros, por… Por si acaso —contestó, tratando de quitarle hierro al asunto—. Se la dejé a Galadriel porque…
—Sabías que pasaría por allí —terminó Aragorn. Ella asintió. Aún no se acostumbraba a que estuvieran al tanto de todo—. Esto se me va a hacer muy extraño hasta que me acostumbre.
—Ya somos dos —bufó ella.
—Hay algo de lo que debemos hablar, Elin —indicó Gandalf. La joven le miró con curiosidad y preocupación. Su tono era muy serio.
—Yo también tengo algo que… —dejó las palabras en el aire y el mago le animó con la mirada.
—Tú primero.
Elin tomó aire y le explicó de nuevo todo lo relativo a sus sueños, sin dejar nada más que un detalle en el tintero: que Sauron había adoptado la forma de Legolas para tratar de sonsacarle información. Le explicó todo lo demás, todos sus sueños desde que salió de Rivendel, la información que le había revelado sin querer a Sauron y que el señor oscuro la buscaba para sonsacarle el resultado de la guerra. Quería utilizarla para inclinar la balanza a su favor.
—No sé cómo se ha metido en mi mente, Gandalf —farfulló al final, asustada. La mano de Legolas se posó sobre su rodilla durante un instante fugaz, dándole un apretón amistoso antes de desaparecer—. Y tampoco sé cómo sacármelo de ella.
El mago se la quedó mirando durante mucho rato sin decir nada; tanto que Elin se sentía cada vez más incómoda, inquieta ante los agudos ojos claros que parecían leerle la mente. La noche se cernía sobre ellos y el fuego en el hogar era cada vez más exiguo cuando por fin contestó.
—Lo que me cuentas son muy malas noticias, en verdad —afirmó con tristeza. Se le encogió el estómago de manera dolorosa—. Pero puedes ponerle remedio, Elin.
Ella se sobresaltó. Estaba convencida de que le diría que no había nada que hacer, que debía pasar el resto de sus días sin dormir y listo.
—¿En serio?
—Así es —afirmó él, con voz grave—. Mas me temo que no será fácil. Será un duelo de voluntades entre el Señor Oscuro y tú, pero debes saber que, mientras esté en tu mente, la que manda eres tú. Solo puede hacerte daño si tú se lo permites. La conexión que os une es… poderosa, pero no lo suficiente como para que pueda controlarte.
»Al dormir, trata de vaciar tu mente de todo pensamiento. La meditación te ayudará más que los somníferos que has tomado. Esos deberían ser un último recurso —advirtió. Elin se mordió el labio inferior—. Si vuelve a aparecer, recuerda que solo tú puedes echarle. Eres tu propia dueña, Elin, y de nadie más. No olvides que, pase lo que pase, que no eres una marioneta de los poderes del mal.
Tras estas palabras tan crípticas, se puso en pie. Elin se le quedó mirando por sorpresa.
—Espera, ¿qué me querías contar tú…?
Gandalf suavizó un poco la expresión antes de dirigirse hacia la salida.
—Puede esperar. Hoy, descansad cuanto podáis. Mañana será un largo día.
Y, sin decir nada más, desapareció. Su partida fue como un resorte para que el resto se dispersara. Boromir se marchó a por Bruidal y a recoger sus pertenencias de casa de Mereliss, para tenerlo todo preparado para el viaje que emprenderían al día siguiente; Gimli fue a asegurarse de que preparaban adecuadamente los aposentos para dormir; y Aragorn se marchó sin decir una palabra, más taciturno que de costumbre. De repente solo quedaban ellos dos, un silencio extraño y su corazón, cada vez más acelerado por la cercanía del elfo.
La cabeza le daba vueltas tras las palabras de Gandalf. Enfrentarse a Él parecía imposible, aunque fuera en su propia cabeza. ¿De verdad no había otra forma de bloquearle, expulsarle para siempre de sus pensamientos? Miró de reojo a Legolas y se dio cuenta de que el elfo no apartaba la vista de ella, aunque no era capaz de discernir qué pensaba. Sin saber qué decir, soltó lo primero que le vino a la cabeza.
—¿Estás enfadado?
Legolas pestañeó, sorprendido, y frunció el ceño.
—¿Por qué habría de estarlo? —preguntó, con confusión genuina.
Elin suspiró y se giró en el banco de madera para quedar sentada frente a él, acomodándose el vestido por encima de las rodillas. Estaba harta de las faldas.
—Cuando nos separamos… me pareció que estabas enfadado conmigo. Por irme —masculló—. Por irme con Boromir sin dar explicaciones.
Legolas se giró para imitar su postura y estaban frente a frente, tan cerca que si se movía un poco más sus rodillas se rozarían. De repente deseó muy fuerte llevar pantalones, pero como era de esperar era la única que se había dado cuenta de su cercanía; Legolas parecía indiferente a ella.
—Estaba preocupado —contestó él—. No entendía por qué debías… debíais ir por un camino diferente. Ahora lo entiendo. —Se acercó un poco más a ella y sus piernas entrechocaron, enviando un cosquilleo hacia su espina dorsal—. Y, además, te prometí que no volvería a dudar de ti.
La promesa susurrada en las barcas, aquella conversación en mitad de la noche, con el aliento de Legolas en su cuello, cómo se había disculpado tras lo ocurrido en Lothlórien, volvieron de golpe a su mente y trató por todos los medios de no sonrojarse, aunque tuvo poco éxito. Tragó saliva y se atrevió a buscar su mirada a pesar de que su corazón le gritaba advertencias que quería desoír.
«Apártate, niña tonta, o te quemarás», le decía.
Ay, pero cómo quería quemarse.
—¿Y ahora que lo sabes… todo sobre mí? —preguntó en un susurro ahogado. Quería acercarse más a él, todo su cuerpo parecía sentir que se moriría si no se acercaba más, pero no cedió al impulso—. Ahora que sabes de dónde vengo, que sabes que no soy de este tiempo…
Legolas, inmune a los estragos que causaba en ella, se acercó todavía un poco más y con una mano le retiró unos rizos rebeldes de la cara. No llegó a rozarle la mejilla, pero sentía su calor y se contuvo para no dejarse mecer.
—Hay muchas cosas que no comprendo —se sinceró—, pero si algo me queda más claro que nunca es que eres un regalo de los Valar. Tú no puedes estar aquí para cualquier propósito que no sea mejorar las cosas.
Durante un instante solo existieron ellos dos, nada más. Estaban solos en el universo y todo lo que podía oír Elin era el latido de su propio corazón en sus oídos, el torrente de sangre en ebullición, su respiración acelerada. Y, de golpe, como si acabara de darse cuenta de que estaban más cerca de lo estrictamente necesario, Legolas se apartó y fue como si cortara el cable de una bomba de oxígeno. Mareada, observó cómo se enderezaba y se erguía y su cerebro tardó en comprender lo que estaba pasando. Se movió con torpeza, imitándole, poniendo entre ellos lo que parecían kilómetros de vacío.
—¿Cómo es? —preguntó Legolas cuando Elin aún estaba intentando recordar dónde estaba—. Ese futuro tuyo, el mundo de donde vienes… ¿Me cuentas algo al respecto?
La joven parpadeó y obligó a su cerebro a ponerse las pilas. Legolas pareció confundir su lentitud por reticencia, porque se apresuró en añadir:
—No tienes por qué hablar de ello si no quieres, claro —le aseguró—. Y comprendo que hay muchas cosas que no puedas contarnos.
—Tranquilo —dijo ella al fin. Pensar en su hogar aún le entristecía, pero le hacía ilusión compartirlo con él.
Le habló de su casa en el pueblo, de cómo había sido su vida diaria hasta que llegó allí. Le explicó lo que eran las ciudades y los coches, los ordenadores y los rascacielos, lo poco que se parecía la Tierra Media a lo que ella estaba acostumbrada. Aunque la magia de Arda estaba más viva en la época de los elfos y los enanos y sus rincones no dejaran de maravillarla, sentía un profundo cariño por el Gales que había dejado atrás.
—Lo extrañas mucho, ¿verdad? —le preguntó, sabiendo perfectamente la respuesta.
—Así es. La Tierra Media es… mágica —explicó, paseando los ojos por las paredes y las columnas ondeantes, donde fuera menos a él—, pero aquello era mi hogar, y lo echo tanto de menos… A veces me pregunto qué pasará si no vuelvo a encontrar algo así aquí.
La voz de Legolas se tornó más suave, aterciopelada. Era como una caricia triste.
—Quizá aún puedas volver.
Elin se encogió de hombros.
—Cada vez lo veo más complicado.
Unos instantes de silencio, y luego:
—¿Tan malo sería quedarte? Si no pudieras volver…
¿Por qué sonaba tan triste? Elin abrió la boca para contestar, pero no le dio tiempo. Varios pasos se acercaban al comedor y ambos se separaron como un resorte, alejándose todavía más. Éowyn entraba con los niños en el comedor. Los tres se habían cambiado de ropa y los niños estaban limpios y se les veía mejor, aunque más cansados. Elin se puso en pie de un salto.
—¡Elin! —exclamó Freda, corriendo hacia ella y abrazándola por la cintura—. ¡No te has ido!
—Claro que no —respondió ella, acariciándole el pelo—. Te dije que te esperaría.
—Insiste en dormir donde duermas tú, si no es molestia —le informó Éowyn. Ella sonrió.
—Para nada. Nos han preparado las habitaciones de invitados, hay sitio de sobra para todos. Vaya a descansar, mi señora, nosotros nos ocupamos de ellos.
Éowyn sonrió. Su piel lucía aún más pálida que antes, como si la noche le robara el calor del cuerpo. Parecía agotada y Elin la urgió a que se retirara a sus aposentos mientras Legolas y Éothain se miraban el uno al otro, evaluándose.
—¿Vamos a dormir? —preguntó Elin. Freda asintió y miró de hito en hito a su hermano y al elfo. Cuando se fijó por primera vez en Legolas, se puso roja como un tomate y abrió la boca de par en par.
—Es… Es muy guapo —susurró en voz alta. Legolas sonrió, complacido.
—Tú eres una joven encantadora —respondió con galantería.
La niña parecía a punto de echar humo por las orejas y Elin tuvo que contener una risa. No le podía culpar: con sus años, ella había reaccionado de forma muy similar… todas las veces.
—¡¿Es un elfo?! —exclamó, tratando de bajar la voz, al ver sus orejas picudas—. ¿De verdad existen?
—Así es, mi señora —dijo él, apartándose el pelo para dejarla bien a la vista. Éothain también lo miraba sorprendido.
—¡Vaya! ¡Tu novio es un elfo, Elin! ¡Qué suerte! —chilló.
Elin farfulló algo ininteligible del susto y Legolas se irguió, dejando caer el pelo de nuevo sobre la cara. Juraría que le había visto enrojecer la punta de las orejas, pero estaba demasiado ocupada lidiando con su propia vergüenza para fijarse demasiado bien.
—No somos novios, Freda —explicó, tirando de ella para llevarla a la habitación, sin pararse a ver si los chicos la seguían o no—. Es mi amigo. Somos compañeros de viaje. También viajo con dos guerreros humanos y un enano. ¡Y un mago!
—Tienes amigos muy extraños —comentó la niña.
—Es verdad.
«Pero son los mejores».
Notes:
¿Volvemos a las actualizaciones habituales? ¿Quién sabe? Sea como fuere, espero que os haya gustado este capítulo que ya se estaba haciendo de rogar. Creo que he tenido tantos problemas para avanzar con el fic porque no sabía muy bien cómo enfocar todas las revelaciones y ahora he cogido carrerilla, así que espero poder volver con asiduidad.
¡Estoy deseando leer vuestros comentarios!
Chapter 12: La chica que cayó a través del tiempo
Summary:
Es la noche antes de abandonar Edoras y Elin no consigue dormir; los pensamientos y los secretos se acumulan en su mente.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Capítulo 11:
La chica que cayó a través del tiempo
Habían corrido un biombo para separar la zona en la que dormirían las chicas. Se alegraba de que no hubieran intentado llevarles a una habitación separada, pues prefería estar cerca de sus amigos. Gimli y Boromir ya dormían a pierna suelta y sus ronquidos llenaban todos los rincones de la estancia. Freda se despidió de su hermano y corrió a tumbarse en su cama y ella le hizo una señal de despedida a Legolas sin mirarle demasiado de cerca. A los pies de su cama descansaba lo que debía ser un camisón, pero más bien parecía otro precioso vestido de gala. Se lo puso rápidamente y se deshizo el peinado antes de meterse en su cama, y contuvo una risa cuando Freda se levantó del catre y se metió en el suyo sin preguntar.
La respiración acompasada de la niña no tardó en llegar. Elin observaba el techo sin ser capaz de dormir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiados pensamientos inconexos, y aún debía meditar. Probó a dejar la mente en blanco una y otra vez, pero era más difícil de lo que parecía y le resultaba tremendamente frustrante. Cada dos por tres se le colaban imágenes de su hogar, de Sauron, de la guerra, de los hobbits, de Gimli, de sus padres… y del elfo. Sobre todo del elfo.
«Tú no puedes estar aquí para cualquier propósito que no sea mejorar las cosas».
Escuchó su voz en su cabeza y se le aceleró el corazón cuando sus recuerdos la trasladaron al comedor, donde hacía nada habían estado tan cerca, sus cuerpos casi rozándose, sus voces entremezclándose… Tenía sus ojos azules grabados en la retina y su cuerpo respondió físicamente con un tirón en el ombligo al evocar sus rasgos perfectos, el cabello rubio como una cascada de oro que le caía sobre los hombros, la mandíbula fuerte, los labios entreabiertos, mirándola fijamente mientras hablaba…
Esto era lo contrario a vaciar la mente.
Freda se estremeció en sueños y la sacó de su ensoñación. Se maldijo en voz baja, sintiendo cómo el calor le subía hasta las cejas y se obligó a contar despacio hasta bajar las pulsaciones. Mantener la mente en blanco estaba resultando más difícil que aprender a pelear con las hachas.
«Qué horror es esto de meditar», se dijo, intentando por quinta vez controlar la respiración.
El vial de somnífero que descansaba en su macuto, junto a su cama, era cada vez más tentador; pero Gandalf le había advertido, le había dicho que no lo usara. Que vaciara la cabeza y confiara en la fortaleza de su corazón.
«Pfff. Vaya mierda de consejo».
Las horas pasaban y ella seguía despierta, hasta que, finalmente, no pudo más. Con cuidado de no despertar a nadie, se puso en pie y salió de puntillas de la cama. El suelo de piedra estaba frío y no se molestó en calzarse; en su lugar, se escapó por la puerta más cercana, que resultó dar a la terraza lateral y a los escalones que bajaban de Méduseld. Hacía frío y enseguida se arrepintió de no haber cogido la capa o los zapatos, pero se sentía demasiado inquieta como para volver a entrar.
Un impulso la obligó a caminar. Bajó los escalones y paseó por los caminos de tierra sin hacer caso de la incomodidad en los pies. La luna iluminaba sus pasos y la llevó hasta el establo, una enorme cuadra donde dormían todos los caballos del palacio. Pensó en Bruidal y entró sin hacer ruido, intentando no despertar a los animales.
Encontró su cubículo enseguida; era la única que estaba despierta. Estaba cerca de la última cuadra, donde descansaba un impresionante semental blanco que parecía brillar con luz propia. No necesitaba que le dijeran quién era para saberlo.
«Sombragrís».
Bruidal la saludó pisoteando el suelo con los cascos y relinchando.
—Madre mía, qué ruidosa eres, amiga —susurró ella. Sonrió cuando la yegua le dio con el hocico en la cara y la acarició afablemente—. Tengo entendido que os gusta que os cepillen, ¿verdad?
Nunca se había hecho cargo de un caballo, pero algo le decía que Bruidal le pondría las cosas fáciles. Se coló en la cuadra y buscó un cepillo a tientas. Lo encontró tras varios intentos tocando cosas que claramente no lo eran y la cepilló con suavidad. Los mozos de cuadra ya se habían encargado y tenía el pelaje reluciente, pero el movimiento calmaba su ansiedad y parecía relajar a la yegua.
—No sé cómo voy a lograrlo, ¿sabes? —le preguntó, charlando con ella como si se tratara de una vieja amiga—. Gandalf confía demasiado en mi capacidad, en mi integridad. Hombres de mayor valor y nobleza que yo se han roto ante su presencia…, y yo casi caigo en la tentación. ¿Cómo voy a echarle de mi mente?
La yegua no respondía, pero Elin habló y cepilló durante lo que le parecieron horas, hasta que apenas podía levantar los brazos. Sentía que, al desenredar su crin, se había deshecho también de los nudos de sus pensamientos. Dejó el cepillo a un lado y se despidió de la yegua, cansada.
—Gracias por escucharme, amiga —le dijo, acariciándole el hocico. Bruidal bufó y su aliento le movió los rizos.
Al salir de la cuadra se encontró con Aragorn, que parecía esperarla en la puerta.
—¡Qué susto me has dado! —exclamó en susurros la joven, llevándose una mano al corazón.
—No era mi intención —sonrió él. Sin decir nada, le colocó su capa por los hombros y la joven le devolvió la sonrisa—. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—No… No podía dormir —confesó—, así que he venido a ver a una amiga.
—Boromir me la ha presentado antes. Es una yegua formidable —comentó, echando a andar hacia Méduseld con claras intenciones de que le siguiera. Elin no se pudo negar.
—Y una gran psicóloga —bromeó.
Aragorn asintió.
—Aunque sigo sin entender muchas de tus palabras, ahora tienen más sentido —comentó. Ella rio entre dientes.
—Boromir dijo algo parecido.
El montaraz la condujo hasta la puerta por la que se había escapado unas horas antes.
—Puede que todavía no lo comprendamos todo —añadió, antes de despedirse—, pero siempre puedes hablar con nosotros de lo que necesites. Si la yegua está ocupada, ya sabes.
Elin le devolvió la capa con un empujón, riendo ante la broma.
—Lo sé. Muchas gracias. Yo trataré de responder todas vuestras preguntas…, siempre que pueda —añadió—. Espero que lo comprendáis.
—Me he pasado la vida rodeado de magos, elfos que ven el futuro y gente mucho más sabia que yo —confesó el montaraz, con gesto resignado—. ¿Qué difícil puede ser una chica que cayó del tiempo?
Con una sonrisa, Elin entró en la habitación. Legolas no estaba por ningún lado, pero los demás seguían dormidos. Freda ocupaba casi toda la cama y la joven se hizo un hueco a su lado.
Trató de despejar la mente, de verdad que lo hizo; pero, al final, sus dedos encontraron la mochila y sacó un vial. El líquido espeso le abrió las puertas de un sueño negro y vacío.
Quedarse despierta hasta tarde había sido una mala idea. Tomarse el mejunje de Mereliss había sido una mala idea. Madrugar era una mala idea.
La combinación de las tres era una idea terrible. Trató de abrir los ojos, pero arrastrarse desde la espesura de una noche sin sueños hasta la realidad cuando el somnífero aún tenía efecto resultaba hasta doloroso. Se sentía como si la noche anterior hubiera cogido una cogorza a base de miruvor. Peor todavía que la vez que se chocó con Legolas y le increpó en el pasillo de la casa de Elrond, o cuando tenía diecisiete años y se escapó con varias amigas a beber al cementerio y se había despertado abrazada a una lápida con el sepulturero mirándola desde arriba.
Esto era muchísimo peor, y encima sin haberlo pasado bien bebiendo.
—Urgh —farfulló mientras Freda le insistía en que tenían que levantarse y desayunar y marcharse porque su madre la estaba esperando y quería presentársela cuando llegaran a Cuernavilla.
—Venga, venga, vamos —insistió la niña.
Elin se levantó a regañadientes, con el pelo enmarañado y un dolor de cabeza palpitante. Vio que alguien, seguramente Ides, le había dejado un vestido nuevo a los pies de la cama.
«No, gracias», se dijo, y rebuscó en su petate uno de sus atuendos de viaje. Boromir le había traído todas sus cosas de casa de Mereliss, incluidas las armas y la ropa con la que había llegado a Rohan, ahora limpia y remendada. Estaba vieja y ajada y el vestido estaría en mejores condiciones, pero se sintió renovada al ponerse los pantalones y las botas élficas. Se recolocó las vendas del pecho, que no había podido quitarse anoche, y se cambió rápidamente el vendaje de la cintura cuando Freda desapareció. No quería que le viera la herida. Por encima se puso la camisa que le había regalado Mereliss y el chaleco que había llevado siempre para ajustarlo todo. Cuando se ató la capa, volvía a sentirse como una parte intrínseca de la Compañía del Anillo.
No quedaba nadie más en la habitación, así que guardó todo lo demás en la mochila, hizo la cama y dejó los vestidos bien doblados sobre esta. Se colgó las hachas de la cintura, colocó la daga en la bota y cogió el carcaj y el arco junto a la mochila antes de salir. El comedor bullía de actividad; gente empaquetando y guardando cosas, soldados armándose, Éowyn que iba y venía dando órdenes.
Se la quedó mirando cuando la vio aparecer y sus ojos se pasearon por todas las armas que llevaba a la vista. Elin sonrió sin saber muy bien qué decir.
—Buenos días —saludó—. Muchas gracias por la ropa del otro día y vuestra hospitalidad.
La rohirrim le dedicó una sonrisa algo forzada, sin duda aún evaluando su atuendo y sus armas. Sabía lo que debía estar sintiendo, la frustración de no poder ser ella quien se vistiera para la batalla.
—No ha sido ninguna molestia, y más para una amiga de Mereliss —dijo finalmente, con tono más amable—. El señor Gandalf te está esperando en el establo. Está con… el señor Aragorn.
Elin cambió el peso de un pie a otro. Le caía bien Éowyn y le gustaría ahorrarle todo el dolor posible: ya le esperaba suficiente sufrimiento en su futuro. Ojalá pudiera cogerla de los brazos y agitarla hasta sacarle aquel anhelo de la cabeza.
—Será mejor que me dé prisa, entonces.
Cuando estaba a punto de irse, la rohirrim le preguntó algo.
—¿Viajas con ellos?
Se detuvo, dubitativa. No quería mentirle, pero cualquier cosa que le dijera solo serviría para que se sintiera peor.
—Así es. Somos compañeros desde hace mucho tiempo. Mi lugar está donde estén ellos —explicó. No le quiso dar tiempo a replicar—. Si me disculpa, mi señora.
—Éowyn, por favor. Cada vez quedamos menos mujeres guerreras por aquí. Debemos apoyarnos entre nosotras.
Elin sonrió. Cada día le gustaba más esa mujer.
—Tienes toda la razón.
Salió deprisa del salón y bajó los escalones tan rápido como pudo sin marearse. El sol era como una lámpara apuntada directamente a sus ojos y se los cubrió en vano con las manos. Corrió hasta el establo, donde sus amigos y Gandalf la esperaban con impaciencia.
—Ya era hora, pequeña. He mandado a Freda a buscarte hace un rato, pensé que tendría que ir yo mismo a sacarte de la cama —le regañó Gimli en tono paternal. Ella le sacó la lengua y él la miró como si estuviera loca.
—Solo se me han pegado un poco las sábanas, es todo. —Se giró hacia Gandalf—. ¿Éowyn ha dicho que querías verme?
—Así es —contestó este con gravedad. Le hizo un gesto para que le acompañara y se alejaron del grupo, solo ellos dos, para sorpresa de los demás—. Me temo que debo partir con presteza y hay algo que debo decirte.
—Dispara.
Gandalf le dedicó una mirada confundida e ignoró el comentario. Continuó caminando en silencio, llevándola hasta las zonas más altas de Édoras. Desde allí se veía la campiña que se extendía tras las murallas, la actividad frenética de los lugareños bajo sus pies, las casas y los hogares que dejarían atrás. Elin apretó los puños al ver como niños, hombres y ancianos abandonaban todo lo que les era querido y conocido con la vana esperanza de sobrevivir a una guerra en la que el enemigo jamás tendría piedad con ellos.
Ningún pueblo debería ser expulsado así de sus tierras, asesinado como ganado, como si sus vidas no importaran. Se prometió una vez más salvar todas las que pudiera, que todas y cada una de ellas contaran para algo.
—Me he debatido mucho acerca de si contarte esto ahora, pero creo que tienes derecho a saberlo —continuó como si no llevaran varios minutos en silencio. Ella se puso alerta: aquello le daba muy, muy mala espina—. Sé que tendrás más preguntas que respuestas y yo debo partir de inmediato, por lo que no podré responderlas a todas, y aun así me veo obligado a ser sincero.
—Gandalf, me estás asustando —bromeó ella, solo que no era ninguna broma.
Él le sonrió con cariño y los ojos llenos de pena.
—Cuando te diga esto, recuerda que no cambia nada. Ni lo que eres, ni lo que puedes llegar a hacer aquí, Elin Saelind —le dijo—. Eres un símbolo de esperanza. Eres tu propia persona, no un medio para lograr un fin. Tu vida importa y solo tú decides qué hacer con ella.
Elin se detuvo. Habían estado paseando sin rumbo, alejándose de la gente hasta encontrar un lugar aislado. Le agarró de la manga de la túnica e intentó no ponerse en lo peor.
—Gandalf, por favor.
El viejo mago suspiró.
—Cuando miraste en el espejo de Galadriel, ¿qué viste exactamente?
Ella se lo describió como pudo. Se había visto a sí misma en su casa, y cómo había llegado allí. Había visto a la compañía reunida y que el destino de Boromir pendía de un hilo. Y había visto un trono en una montaña, a Aulë rezándole a Eru y una forja. El resto de imágenes estaban muy difusas.
—La dama Galadriel y yo creímos que llegué aquí por la gracia de Aulë —continuó—. Quizá por eso me encontraron los enanos.
Gandalf negó con la cabeza y su mundo se hizo añicos. Lo había interpretado mal, ¿verdad?
—Al vencer al balrog y gastar todas mis fuerzas, caí en una oscuridad total. Perdí la noción del tiempo, como si hubiera pasado eones en el vacío, hasta que la luz me rescató —explicó—. Los Valar me devolvieron para cumplir mi propósito y, al hacerlo, lo vi claro. Su sabiduría iluminó mi mente un instante para compartir contigo su mensaje.
Elin tragó saliva con dificultad. Tenía la boca seca y le pitaban los oídos.
—Esa forja, esa mano enguantada que te persigue… Quien jugó con los tejidos del espacio-tiempo fue Gorthur, el abominable, aquel a quien vosotros llamáis Sauron.
Era una broma, ¿verdad? No podía ser cierto. ¿Ella estaba allí… por culpa de Sauron?
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó sin aliento. ¿Cómo era posible? ¿Sauron la había llevado a la Tierra Media? ¿Con qué motivo?— ¿De qué utilidad puedo serle yo a… Él?
—Mi teoría es que buscaba a alguien con tus conocimientos. Cualquiera le habría valido.
—¿Cualquiera…?
Se estaba mareando. Se apoyó sobre Gandalf, que la estabilizó con cariño. No sabía qué era peor, si saber que era el enemigo quien la había arrancado de su hogar o que ni siquiera la había elegido a ella en especial, le habría bastado cualquiera del futuro que supiera cómo acababa la guerra.
—Solo quiere la información —farfulló, comprendiéndolo de golpe—. Nada más. No valgo para nada más, solo por lo que sé. Pero ¿por qué vi a Aulë? ¿Por qué…?
Gandalf suspiró. Se le acababa el tiempo.
—Aulë intercedió por ti ante Eru y quizá fue eso lo que te salvó de caer en las garras del enemigo. En su lugar, te encontraron los enanos y Él ha fracasado —contestó, comprensivo a pesar de las prisas—. No logró su cometido. No solo no tiene la información, sino que nos ha traído esperanza a nosotros, Elin.
Ella le miró sin entender. El mundo seguía dando vueltas. ¿Cómo había podido ser tan estúpida de pensar que unos dioses la habían elegido a ella para algo especial? No era nadie, no era nada. No tenía derecho a inmiscuirse y cambiar las cosas, solo era un accidente, un daño colateral, un ataque fallido del enemigo. Por eso su conexión era tan fuerte, porque él ya la había tocado.
—Elin, debo irme —murmuró Gandalf con tristeza—. Cuando volvamos a vernos, contestaré todas tus preguntas. Pero no lo olvides: tú no eres más que tú misma. Nada ni nadie puede dictar quién eres y por qué luchas.
Y, sin decir nada más, se marchó, dejándola apoyada contra una pared mientras todo su mundo se desmoronaba a su alrededor. Por primera vez desde que llegó a la Tierra Media, deseó no haberse despertado jamás de la caída.
Notes:
Bueno. Bueno.
No sabéis la cantidad de años que llevo esperando para revelar el verdadero motivo de la llegada de Elin a la Tierra Media. ¿Cómo os habéis quedado? ¿Igual que Elin, o es algo que os imaginabais ya? ¡Estoy deseando saber qué os parece!
Chapter 13: Hacia el abismo
Summary:
Elin sabe, sin duda alguna, que no es ningún regalo de los Valar.
Chapter Text
Capítulo 12:
Hacia el abismo
Boromir la encontró allí mismo lo que parecieron horas después, cuando todo el pueblo se preparaba para partir.
—¡Elin! —exclamó cuando la vio por fin, apoyada de pie sobre la misma pared, sin haber sido capaz de dar un solo paso adelante. La joven le dirigió una mirada distante y la alarma del gondoriano creció—. ¡Nos tenías a todos preocupados!
Avisó a sus compañeros y estos se reunieron a su alrededor.
—Lo… siento —masculló. Le castañeteaban los dientes. Estaba helada.
—Por Mahal… ¿Estás bien, nâtha? —preguntó Gimli, alargando una mano hacia ella.
Elin se alejó como si quemara y la expresión alarmada del enano solo avivó su vergüenza. No podía soportarlo, tenía que alejarse de ellos cuanto antes o se darían cuenta, verían que su alma estaba sucia, que no era más que un instrumento del mal, que solo estaba allí para estropear las cosas. Pensó en salir corriendo, pero eso solo haría que salieran tras ella.
Sus miradas la mortificaban. No podía encararles, no podía decírselo, sentía que iba a vomitar. Legolas dio un paso hacia ella, la mano extendida, un gesto que la invitaba a apoyarse en ellos, a compartir sus pesares. El corazón se le partió en dos, una mitad que lo único que quería era hundirse en sus brazos, en su fuerza y calidez, y la otra que lo único que quería era desaparecer.
«Eres un regalo de los Valar».
No, no, no sabía cuánto se equivocaba. Era una maldición, era un error, era una mancha, algo sucio, algo por lo que no valía la pena preocuparse. No podía mirarle. No podía respirar. Ojalá se ahogara de verdad.
Cogió las riendas de Bruidal sin tocar a Boromir y se abrió paso entre el grupo.
—Estoy bien. Nos vemos luego —se despidió, templando las palabras con mano dura, impidiendo que se le escaparan los gritos que querían nacer en su garganta.
—Elin, ¿qué…? —La voz de Legolas le constriñó el pecho y ella fingió no haberle oído. Clavó los ojos en el suelo de tierra y apretó los puños hasta que dolió, por no extender la mano hacia él y olvidarlo todo, por no sucumbir al impulso de arrancarse la piel a tiras.
Se mezcló en la muchedumbre que salía de Edoras sin pensar, sin mirar atrás, sin querer ver las expresiones de confusión y dolor que dejaba atrás. Rehuyó especialmente la mirada de Legolas
«Eres un regalo de los Valar».
Había hablado con tanta seguridad, con tanta esperanza, con tanto cariño. Menuda decepción se iba a llevar cuando supiera la verdad. Por fin la vería por lo que era de verdad: un error que no debía estar allí. Alguien que nunca debería haber salido de aquel coche bocabajo.
Tenía que huir de ellos. De allí. De todo.
Pasó horas caminando entre desconocidos, tirando de Bruidal sin llegar a montarla, sumida en un estado casi catatónico. Dar un paso detrás de otro requería todas sus fuerzas. Si no se centraba en andar, en avanzar, en seguir hacia delante, se habría desmoronado hacía mucho. Quizá aún no era tarde para ello, quizá aún podía dejarse ir. Sería más sencillo, menos doloroso. No sería complicado. Podía perderse entre la multitud y escapar, esperando a que el hambre o los orcos acabaran con ella. Podía esperar a la noche y beberse todos los viales de Mereliss, sumirse en un sueño eterno en el que Él jamás pudiera encontrarla, en el que ella nunca volviera a hacer daño a nadie. Podía coger la daga de Galadriel y cortar. Sabía dónde hacerlo para que fuera rápido. Había querido salvar vidas, pero ¿y si lo más útil que podía hacer con la suya era morir?
Su mano vagó distraída hasta la daga que llevaba en el cinto y rozó la empuñadura.
«Tenna enta lúmë…», recordó. «Hasta que llegue el momento».
Giró la muñeca y las palabras que tanto conocía la saludaron de nuevo.
«Laöch».
Se le llenaron los ojos de lágrimas tan de golpe que trastabilló. No. Ni hablar. Ya había pasado por ahí, por ese laberinto de pensamientos oscuros. No volvería a ellos jamás, y menos por alguien como Él. Nunca. Lucharía hasta el final.
De lejos, hacia el frente de la caravana, veía de vez en cuando a sus amigos. Aragorn hablaba con Éowyn y reían de las historias que contaba Gimli. Boromir conversaba con Mereliss y otros rohirrim, casi como si fuera uno de ellos. El único que cabalgaba apartado era Legolas, vigilando la zona, siempre alerta. Si sus miradas se cruzaban en algún momento, ella la apartaba.
Cuando pararon a comer, se sentó alejada del grupo. Las mujeres intentaron integrarla en la conversación e incluso Freda se pasó a verla, pero se dio cuenta enseguida de que no era capaz de hablar. No es que no quisiera, es que las palabras no salían. Tenía miedo de empezar a chillar si abría la boca, así que prefirió mantenerla cerrada, ocultando su horror tras unos labios apretados. Aún no había conseguido dejar de temblar.
La tarde avanzó como la mañana. Permitió que Freda montara un rato sobre Bruidal mientras ella tiraba de las riendas, para dejar descansar a Garold, pero la niña se limitó a hablar con el resto de mujeres o a cabalgar en silencio. Ella, mientras tanto, seguía sumida en sus pensamientos.
Hundida sería una palabra mejor.
Aquel escenario era el peor de todos. Prefería estar muerta, o en coma y que todo eso fuera una alucinación de su cerebro moribundo, a ser una marioneta del mal. ¿Cómo había podido ser tan vanidosa como para creer que estaba allí para cambiar las cosas? Jamás debía haberse atrevido a hacer nada. Cualquier cosa que cambiara podía serle útil al señor oscuro, y prefería morir antes que ayudarle.
Miró con culpabilidad a Boromir.
No, de salvarle a él no podía arrepentirse. En realidad, si lo pensaba fríamente, lejos de la vorágine de autocompasión en la que se había sumido, no se arrepentía de nada de lo que había hecho desde que llegó a la Tierra Media. Había intentado hacer siempre lo correcto, ayudar a los demás, hacer de Arda un lugar más seguro, más hermoso.
Sí, Sauron había sido quien la había llevado hasta allí para que le ayudara a extender la oscuridad, pero ¿no se había dedicado ella a hacer lo contrario una y otra vez? ¿No era lo que pretendía seguir haciendo? Quizá no la había elegido nadie, pero ¿acaso eso importaba?
Al caer la noche, se planteó acercarse a sus amigos, reunidos todos alrededor de una hoguera. Todo su cuerpo le pedía compañía, que se sincerara con ellos, que compartiera sus temores. Sin embargo, aquella ocasión ganó el miedo. Siguió a Freda y Éothain y se dejó caer en el suelo, sobre unas mantas que alguien había extendido, y se tomó el somnífero sin ni siquiera intentar librar su mente de nada. Si había algún día en el que necesitaba una ayuda, era aquel.
El campamento cobró vida antes de lo que le hubiera gustado. La oscuridad dio paso a un cielo grisáceo rayado de rosa y naranja y la realidad a su alrededor la arrancó de su estupor opiáceo. Parpadeó ante la luz y los movimientos, conteniendo las ganas de dar media vuelta en las mantas y volver a dormirse. Unas piedras se le clavaron en el costado y le recordaron lo poco que le gustaba dormir a la intemperie. Para colmo, el dolor de cabeza del día anterior no solo no se había ido, sino que se había traído un amigo. Se puso en pie a penas, estirando sus músculos maltrechos y se masajeó el cuello, mirando en derredor.
La población de Edoras parecía tan maltrecha como ella, pero vio que nadie se quejaba, nadie se lamentaba por su suerte. En su lugar, se ayudaban los unos a los otros, repartiendo el desayuno, vigilando a los niños para que sus padres pudieran descansar, colaborando en el cuidado de enfermos y ancianos para que todos llegaran de una pieza al abismo. Se fijó en que el tabernero del Descanso de Félarof ayudaba a un anciano a ponerse en pie mientras dos niños tiraban de su capa, entre risas, ajenos al miedo y el cansancio que asolaba a los adultos. Léod no perdió la paciencia con ellos en ningún momento.
Tragó saliva, sabiendo que pronto le tocaría luchar. ¿Podría salvarle a él también? ¿Permitir que esos niños volvieran a ver a su padre, que el anciano no perdiera a su hijo? Y, si él era capaz de abandonar su hogar y tirar de su familia con una sonrisa, ¿qué derecho tenía ella a compadecerse?
Recogió las mantas para subirlas al carro que pasaba por la zona, guardándolo todo, y aceptó el odre de agua que le tendía una mujer.
—Buenos días, peque —saludó a Freda con voz ronca, cuando la cabeza rubia de la niña apareció por la zona.
—¡Elin, has vuelto! —exclamó ella—. ¿Estás mejor?
Ella asintió.
—Ayer no me encontraba muy bien, perdona.
—No te preocupes. Espero que hoy puedas saludar a tus amigos, parecían muy angustiados —indicó, con el tono resabido que solo domina una niña de diez años.
Elin rio entre dientes.
—Lo haré, gracias.
Dejó a Freda con su hermano y, tras pasar un rato a solas entre los árboles, volvió a la caravana. Montó en Bruidal y aprovechó la altura para buscar a sus amigos. Sus ojos viajaron hasta Legolas como si fuera un imán. Le dio un vuelco el corazón. Estaba en lo alto de una loma, oteando el horizonte, y el sol creaba reflejos caprichosos en su cabello. Su expresión era seria y distante, esa máscara de estoicismo élfico que vestía para el resto del mundo; pero, bajo ella, Elin sabía bien que la realidad era otra. Que bajo esa capa de frialdad ensayada se encontraba un elfo amable, cariñoso y divertido. Desearía que pudiera mostrarla más a menudo, que el resto de la gente viera lo que veía ella. Sonrió para sí y se sorprendió al sentir de nuevo ese cosquilleo conocido en el ombligo, que le calentaba el cuerpo y el corazón deshaciendo la maraña de pensamientos oscuros que la habían aislado.
Sabía que ya era tarde, que estaba cometiendo la mayor estupidez de su vida, que esos sentimientos solo podían acabar con su corazón roto; pero, por primera vez, le dio igual. Mirarle le recordaba que había luz entre toda su oscuridad.
Apartó la vista de él tras lo que sin duda fue un tiempo demasiado largo y enseguida dio con el resto. Dirigió a la yegua hacia ellos a paso lento hasta que se puso a su altura. Aunque pudo notar la preocupación que sentían, ninguno la presionó para que hablara.
—Perdonadme —dijo, finalmente. Todos la miraban con atención—. Ayer no era yo misma. Gandalf me ha… —empezó, pero a su alrededor había demasiada gente, demasiados oídos indiscretos—. ¿Podéis esperar un poco más? Os lo contaré en cuanto pueda —prometió.
Aragorn asintió, Boromir acercó su caballo a ella y le pasó un brazo por los hombros y Gimli, a lomos de Arod, hacía lo posible por no caer, pero le sonreía con un cariño tan abierto que le encogió el corazón.
—Cuando puedas hablar, te escucharemos, nâtha.
—Sabes que siempre estaremos aquí para ti, ¿verdad? —le recordó el gondoriano.
—Lo sé.
No dijeron más. No había por qué. Continuaron cabalgando en un silencio agradable durante unas horas, hasta que volvieron a desperdigarse. A lo largo de la mañana, Elin hizo varios intentos de conducir a Bruidal hasta donde estuviera Legolas; pero, cuando ella llegaba, el elfo ya había desaparecido. Estaba huyendo de ella y no sabía si sentirse culpable o enfadada. Al final se decidió por una mezcla de ambas.
A la hora de comer, desmontó de Bruidal y se dejó caer al lado de Aragorn, que descansaba frente a un fuego, con un bufido.
—Me está evitando —anunció sin tener que mencionar a quién—. ¿Está enfadado conmigo?
Aragorn ocultó una sonrisa.
—Eso deberías preguntárselo tú.
—¡Lo estoy intentando! Pero es demasiado rápido —se quejó ella.
Ante eso, el montaraz rio abiertamente.
—Sé que no debería haberme aislado, siento mucho el daño que os he causado —repitió con tristeza. Aún no lo había asumido del todo, pero sabía que no tenía que haber rechazado así la ayuda de sus amigos.
—Solo nos preocupamos por ti, Elin.
—Lo sé, lo sé. Es que él es tan…
Dejó la frase en el aire, señalando hacia la zona aproximada en la que había visto a Legolas por última vez.
—¿Testarudo? ¿Impetuoso? ¿Incapaz de gestionar bien sus emociones por lo que se encierra en sí mismo y hace que todo el mundo se preocupe por él? —aventuró. Elin le fulminó con la mirada.
—Iba a decir inescrutable. Nunca consigo saber lo que piensa. A veces creo que sí y de repente…
Aragorn le clavó sus penetrantes ojos grises como si quisiera transmitir más con ellos que con sus palabras.
—El elfo es un libro abierto, Elin. Solo tienes que saber leerlo.
Éowyn cortó cualquier respuesta posible al aparecer en escena con su olla llena de caldo. Se acordó de que la rohirrim no sabía cocinar y trató de advertir a Aragorn, pero era demasiado tarde. El montaraz ya había aceptado un plato, aunque ella puso como excusa que acababa de comer.
—Gracias. Qué rico… —dijo, claramente sin probarlo.
—¿Sí? —preguntó ella, ilusionada. Elin tuvo que aguantar la risa cuando vio a Aragorn tratar de echar el guiso al fuego en el momento en el que Éowyn se volvía a girar para hablarle, haciendo que se lo tirara por la mano. No le daba pena—. Mi tío me contó algo extraño. Dice que fuiste a la guerra con Thengel, mi abuelo. Pero debía de estar equivocado.
—El rey Théoden tiene buena memoria —contestó con educación, por encima del dolor de la quemadura—. Era sólo un infante por entonces.
—Debes tener entonces sesenta... —Aragorn negó con la cabeza—. ¿Setenta? —Tampoco—. ¿Ochenta? No puede ser.
Aragorn sonrió antes de contestar:
—Ochenta y siete.
—Así que eres un dúnedain, un descendiente de Númenor con el don de la larga vida —dijo ella con emoción—. Se contaba que tu raza pasó a ser leyenda.
—Quedamos muy pocos. Hace ya tiempo que se extinguió el reino del norte.
Tras unos instantes de silencio, Éowyn se fijó en que Aragorn aún tenía el plato en la mano.
—Lo siento. Por favor, come.
No se movió hasta que Aragorn le dio un bocado a algo que flotaba en el caldo. Cuando estuvo seguro de que Éowyn ya estaba lejos, vertió la comida en el fuego y fulminó a Elin con la mirada.
—¿También sabías que cocinaba fatal?
Ella rió.
—No hace falta venir del futuro para oler el contenido de esa olla, abuelete —bromeó ella. El montaraz le tiró un guijarro que la joven esquivó con maestría antes de ponerse en pie y acercarse a Gimli—. Mi querido Gimli, ¿vamos a buscarle algo de comer a este abuelete antes de que se ponga más gruñón por el hambre?
—Claro, nâtha. Así quizá podamos coger algo para nosotros también —añadió con una sonrisa socarrona.
La tarde empezó tranquila. Demasiado tranquila, diría Elin. Una inquietud surgía en su interior, como un recuerdo lejano. Algo estaba a punto de suceder. Repasó todos los sucesos del libro y aquel era un viaje sin incidentes. Pero ¿y si la película había acertado? No era la primera vez que las cosas se desviaban de lo que había escrito Tolkien. No entendía cómo era posible, pero lo más acuciante era averiguar si lo que temía que estaba a punto de suceder era real.
Aguzó el oído. Ellos eran la única fuente de ruido; los pájaros que les habían acompañado el día anterior se habían callado. Se sacó la daga de la bota, tensa. El gesto no pasó desapercibido a Boromir y Aragorn, que se pusieron de inmediato en alerta. Elin espoleó a Bruidal hacia el frente, adelantando a la caravana para llegar donde estaban los exploradores. Aún no veía nada, todo estaba tranquilo y, sin embargo…
El grito se le escapó de los labios antes de que sucediera nada.
—¡Legolas! —chilló.
Su voz resonó en la hondonada justo cuando un huargo aparecía en el horizonte y el elfo prácticamente se materializaba a su lado.
—¿Qué ocurre, Háma? —preguntó un rohirrim a su compañero, unos metros delante de ella. Vieron a los orcos cuando era demasiado tarde.
Háma gritó cuando el huargo se abalanzó sobre él, pero Elin fue más rápida. Lanzó el cuchillo con fuerza y puntería y se lo clavó al orco justo cuando el huargo hincaba los dientes en el brazo del soldado. Legolas estaba ya en la refriega y se encargó del animal mientras Gamelin daba la voz de alarma. Háma se agarraba el brazo herido, retirándose hacia la columna principal.
—¡Un rastreador! —gritó el elfo con asco, acabando con otra de las criaturas de golpe. El corazón de Elin latía a mil por hora. Legolas sacó su daga del pecho del orco, la limpió en su pantalón y se la tendió con reverencia—. Buena puntería.
—Tuve un buen profesor de arco —contestó ella, casi sin aliento, y se atrevió a guiñarle un ojo. Él parpadeó al mirarla y juraría que se había sonrojado, pero quizá solo fuera la situación de vida o muerte en la que se acababan de meter.
—¿Qué es? ¿Qué has visto? —preguntó Théoden, galopando hacia ellos.
Fue Aragorn quien dio la señal.
—¡Huargos! ¡Nos atacan! ¡Salid de aquí!
El rey no perdió tiempo en dar las órdenes a sus soldados mientras ellos volvían con el grupo, preparados para el combate.
—¡Los jinetes al frente de la columna! —gritó. Gimli se subía al caballo como podía mientras todos los jinetes cabalgaban al frente con valentía—. Éowyn, conduce a la gente al Abismo de Helm. ¡Parte ya!
Durante un instante vio la reticencia de la rohirrim, que quería discutir, quería quedarse a luchar; al final, acató las órdenes de su rey y se puso en marcha con las mujeres y los niños. Muchas habían sacado armas y escudos, orgullosas escuderas de Rohan que no se achantaban ante nada y estaban dispuestas a dar la vida por proteger a los suyos. Mereliss se fijó en que Elin seguía sobre Bruidal, aunque no lograba controlar del todo a la yegua, y le hizo gestos para que fuera con ellas.
—¡Vamos, Elin! —le gritó, tirando de Freda y Eothain.
La joven negó con la cabeza. Su sitio era aquel. Desmontó y corrió hacia ella con las bridas en la mano. Le tendió las riendas a la soldado.
—Cuida de ella —le encargó.
—¿Qué pretendes…? —farfulló—. ¿No irás a luchar?
—¡Elin, no puedes! ¡Te matarán, como a papá! —chilló la niña. Sus gritos se le clavaban en el corazón, pero no podía ceder.
No rehuyó la mirada de Mereliss. La escudera de Rohan la estaba evaluando y, si se acobardaba, sabía que usaría todos los medios a su alcance para alejarla de la batalla.
—Mi sitio está junto a ellos —le dijo tras lo que parecieron horas—. Nadie me impedirá pelear a su lado.
Mereliss guardó silencio unos segundos eternos y luego asintió con gravedad. Montó a Freda, que seguía llorando, y tiró de ella hacia la caravana de mujeres, niños y ancianos que huían hacia el pie de la colina. La joven le dedicó una última mirada triste a la niña. Quería prometerle que volvería, que todo iría bien, pero ¿quién era ella para mentir de ese modo?
Sin darle tiempo a su mente para acobardarse, se lanzó a la batalla.
No se lo había pensado demasiado; solo sabía que debía luchar. Un frío intenso se había apoderado de ella, muy distinto al pánico que sintió en Moria o a la adrenalina ardiente de Amon Hen. En su interior, sabía que aquel ataque era culpa suya. Ella le había dicho a Sauron dónde estaba. Había colocado un cartel gigante sobre el pueblo de Rohan y debía hacer lo imposible para evitar que se perdieran vidas inocentes, vidas que no tenían nada que ver con ella.
No solo eso: si todo aquello era real, era posible que Aragorn cayera… y no lo podía permitir. No podía arriesgarse a que no sobreviviera, al diablo lo que dijeran las películas.
Dejó que su entrenamiento tomara el mando. Primero, se subió a una altura y sacó el arco, intentando abatir a cuantos más huargos le fuera posible; pero se movían muy deprisa para ella. Fallaba demasiado.
—Pòg mo thóin! —bramó, guardando el arco.
Fue entonces cuando sus amigos se dieron cuenta de que seguía allí.
—¡¿Qué haces, Elin?! —exclamó Boromir, atravesando a un orco con la espada.
—¡Pelear! —chilló ella. Sacó las hachas y se lanzó a por uno que estaba de espaldas.
—¡¿Estás loca?! —preguntó Legolas. La miraba como si no pudiera creer lo que veía.
Ella le sonrió sin ninguna gracia.
—Creo que eso ya había quedado claro, principito —le dijo.
La batalla se hacía cada vez más caótica. Los huargos eran enormes y asquerosos y terroríficos y podían arrancarle la cabeza de un bocado; pero Elin no permitía que se le acercara ninguno. Sus gruñidos guturales se mezclaban con los gritos de los rohirrim en una cacofonía que amenazaba con dejarla sorda. Usaba las hachas y todo lo que tenía alrededor para librarse de los enemigos: una cimitarra de un orco, la lanza de otro, un cuchillo rohirrim. Lo que fuera con tal de salvar una vida más, para que otro soldado volviera a casa con su familia.
Ella no era nadie. Ella no era nada. Ella no importaba.
Era muerte y destrucción, era ayuda y salvación, y sobre todo no era una herramienta del mal.
Trató de mantenerse cerca de sus amigos, pero se acabaron dispersando. Solo permanecía al lado de Aragorn, fijando su atención en él siempre que le fuera posible mientras luchaba por su vida. A sus pies, la hierba se teñía de rojo y los cadáveres se apilaban. Orcos, huargos y hombres morían por igual. Hacía lo que podía por esquivarlos, por no pisarlos, por no tropezar y unirse a ellos mientras se quitaba a los orcos de encima como podía, protegiendo siempre la espalda del montaraz. De repente, una cara conocida apareció en el suelo y trastabilló con ella.
«Oh, no, no, por favor, no».
El posadero, Léod, la miraba con ojos muertos bajo el cadáver de una bestia. Parecía que habían muerto a la vez y ella supo que había sido culpa suya. Le atravesaba la cimitarra de un orco pero la mano que la blandía había sido la suya. El campo de batalla comenzaba a dar vueltas. Miró a su alrededor, hiperventilando, contando los cadáveres que se amontonaban, todos y cada uno de ellos muertos por su culpa. Tenía las manos sucias de sangre y no era solo del enemigo.
Por eso se dio cuenta demasiado tarde cuando un huargo cargó contra él. No lo pensó dos veces y se lanzó a por el jinete, apartando al montaraz de su camino.
—¡Elin, no! —gritó Aragorn tras ella.
Había acabado subida a lomos del huargo intentando derribarle y perdió las hachas en la escaramuza. El orco no le dio tiempo a actuar y la lanzó al suelo, pero ella se agarró como pudo a la silla. Colgaba sin remedio desde el lateral y se sacó la daga del cinturón como pudo. Todo se movía demasiado deprisa. Chilló de dolor cuando el orco la agarró del pelo y la alzó, relamiéndose del gusto, pero no desaprovechó la ocasión: le clavó el puñal en el pecho y lo giró, deleitándose con el siseo de dolor del monstruo.
—¡Suéltame, cabrón!
El orco rió.
—Si yo caigo… —graznó.
La joven miró tras ella. Se acercaban sin remedio al borde de un precipicio y no lograba soltarse. Sacó el puñal ensangrentado del pecho del orco y, sin pensarlo, se cortó los rizos que sujetaba aquella fétida criatura; él se tambaleó al perder el agarre y calló de su montura, pero, para su desesperación, Elin se dio cuenta demasiado tarde de que se le había enganchado la ropa con la silla y el huargo continuaba su camino, como loco, sin importar que se le acabara la tierra. Trató de enderezarse, gritó para que alguien la oyera, cualquiera, pero sus amigos estaban muy lejos. Él estaba muy lejos. El acantilado estaba cada vez más cerca y le buscó con la mirada, desesperada. Quería verle una vez más. Solo una última vez, por favor, para que se llevara su dolor y su miedo solo con su presencia; pero tan solo veía la tierra que se acababa.
Se quedó sin tiempo. El abismo se abrió bajo ella.
Esperaba haber salvado suficientes vidas como para justificar su existencia. Solo lamentaba no haber podido despedirse. Al menos, ahora, Él no podría utilizarla más.
Notes:
No estoy segura pero creo que quizá deba disculparme por este capítulo. ¿No me matéis?
Chapter 14: Nadie, nada
Summary:
El Entaguas se ha tragado a Elin y con ella se han ido el dolor, el miedo y cualquier atisbo de felicidad.
Notes:
Dedicado especialmente a Rosenred, por ser hoy su cumpleaños y seguir leyendo tras todo este tiempo. ¡Felicidades!
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Chapter Text
Capítulo 13:
Nadie, nada
Caer era más lento de lo que parecía. Pensó que su espíritu abandonaría pronto ese mundo, pero tuvo tiempo de sobra para ver las nubes sobre su cabeza, sentir el viento que le golpeaba por todas partes, oír el torrente de agua que se acercaba cada vez más a ella. Curiosamente, lo que no vio fue una diapositiva con los mejores momentos de su vida, ni nada igual de memorable.
Solo el cielo azul, lejano e inalcanzable.
Cerró los ojos un instante y lo siguiente que sintió fue el dolor, un dolor lacerante que le recorrió el cuerpo entero, como miles de agujas que se le clavaban hasta lo más hondo de su ser. Fue peor que cualquier cosa que hubiera sentido en su vida, incluido el accidente de coche que se llevó a sus padres. Durante unos segundos que se hicieron eternos, sintió que se desintegraban todas las partículas de su ser y explotaban contra la superficie del agua.
Tan rápido como vino, se fue, y el abrazo del frío sustituyó al dolor. Daba vueltas en el agua como si no fuera más que una piedra en el fondo del río, arrastrada por corrientes más fuertes que ella. Perdió de vista el cielo, el suelo, cualquier indicador de posición; incluso el huargo que había caído con ella había desaparecido. Las veces que la corriente le llevaba a la superficie no bastaban para que tomara aire.
Le ardían los pulmones. Le daba vueltas la cabeza.
Intentó impulsarse hacia lo que creía que era el cielo, hacia el color azul claro que asomaba de vez en cuando. Era un color muy bonito, todo lo que necesitaba era llegar hasta él y estaría salvada.
Le recordó a los ojos de Legolas.
Un azul limpio, como un día de sol sin nubes, como una caricia que te pone la piel de gallina, como el susurro del mar.
Un azul que se iba ennegreciendo cada vez más hasta que la oscuridad se la tragó entera.
Flotaba en una corriente de felicidad, envuelta por olas de algodón. Debía estar muerta: no había ningún lugar tan cómodo en la tierra, presente, pasado o futuro. Se dejó mecer sin abrir los ojos, limitándose a disfrutar de la sensación. No le alegraba estar muerta, por supuesto, pero, ya que había fallecido, pensaba aprovecharlo del todo, y una de las ventajas de abandonar el mundo de los vivos es que el dolor quedaba atrás, junto con cualquier oportunidad de dicha, amor y felicidad.
A través de sus párpados cerrados comenzaba a filtrarse una luz cada vez más fuerte y frunció el ceño. Si estaba llegando a la orilla del cielo, ya podían cortarse un poco con la potencia solar. Los abrió a regañadientes y se dio cuenta de que no se encontraba en un río, como había pensado. Estaba tumbada en un campo verde, una pradera eterna que no tenía final. Se incorporó sobre los codos para mirar alrededor, pero el paisaje era igual en todas direcciones, así que se dejó caer de nuevo sobre el césped más mullido del universo.
Fue entonces cuando llegó el frío. Le reptó por el cuerpo como una serpiente invisible, un helor que le paralizó el corazón. El cielo azul se oscureció y se le aceleró la respiración.
Si estaba muerta, aquello no era el cielo.
Trató de ponerse en pie, pero una escarcha invisible le cubría las extremidades, y tuvo que luchar contra la parálisis para alzarse. Logró hincar una rodilla en el suelo, luego otra, se alzó sobre una pierna y entonces oyó la risa, suave, divertida, sedosa, ensayada y horripilante. Una risa que fingía ser amable y que solo ocultaba puñales de hielo.
Levantó la cabeza de golpe, furiosa. Si ya estaba muerta, ¿por qué tenía que venir a tocarle las narices ahora?
—Volvemos a vernos —le saludó.
Volvía a ser Legolas, pero no. Esta vez no se había molestado tanto en recrearlo y la máscara del elfo dejaba entrever retazos del ser oscuro que la llevaba puesta. A Elin se le revolvió el estómago y eso avivó su ira.
—Ya sé quién eres —escupió—. ¿Por qué no te dejas ya de tanto paripé? ¿O es que tu forma real es tan fea de narices que tienes que andar robándole la cara a otros?
«Bueno, qué bonita manera de hacer enfadar al señor oscuro», se reprendió demasiado tarde.
Legolas la observaba con una mueca, como si Elin no fuera más que un chicle en la suela de su zapato, un insecto asqueroso que había osado cruzarse en su camino y Eru, cómo le molestaba ver esos gestos de desprecio en él, ¿cómo se atrevía a seguir mancillando su rostro?
Una luz refulgió frente a ella y de repente ya no estaba mirando a los ojos de Legolas, arrodillada sin poderse mover. Frente a ella había un hombre de media melena castaña y aspecto desaliñado que le recordó un poco a Aragorn. Le habría resultado tremendamente atractivo si no fuera por el asco que le trepaba por la garganta al mirarle a los ojos, despiadados y burlones.
Con su nueva figura, Sauron le sonreía con desprecio.
—¿Algo así te parece mejor?
Se acercó a ella a paso lento. La figura parecía arder con un fuego propio, la única fuente de calor de todo aquel páramo helado, y Elin se sintió atraída hacia esa llama por inercia. La sonrisa de Sauron se ensanchó.
—Vaya, veo que el elfo no te era tan querido, al fin y al cabo —comentó. Una nueva oleada de ira sacudió su cuerpo y tiró de él, instándola a levantarse—. Confío en que ahora estés más dispuesta a colaborar…, Elin.
Su nombre sonaba a maldición en sus labios.
—No creo que muerta te sirva de mucho —espetó ella. El corazón le iba a mil por hora. Estaba aterrorizada, pero estaba más enfadada todavía. Le odiaba, le odiaba con cada fibra de su ser, como jamás había odiado a nadie. Era un desprecio profundo por todo lo que era, todo lo que representaba, todo lo que ella aspiraba a destruir.
Sauron rio, una risa metálica, sin un ápice de humanidad en ella. Se le pusieron los pelos de punta, la misma sensación que arañar una pizarra dentro de su cerebro.
—Elin, Elin, Elin… —chistó, y cada vez que lo repetía deseaba arrancarle el nombre de sus labios infectos—. Si no me das lo que quiero, desearás estarlo.
«No estoy muerta».
La revelación la sacudió como un calambre. Presionó las manos contra la tierra, sin apartar la mirada de Sauron, e hizo fuerzas para levantarse. La espalda erguida, un segundo pie plantado firmemente en la superficie.
—Jamás —se negó ella. Apenas podía pronunciar palabra, todo su esfuerzo dedicado a levantarse. Sentía que, si podía librarse del hielo que la paralizaba, sería más fácil salir de su yugo.
Sauron estaba cada vez más cerca.
—Sufres innecesariamente, Elin —se lamentó—. Si me das lo que quiero, podría acabar con todo. Podría llevarte de vuelta a tu hogar, con tus padres y amigos. Podría darte todo lo que quieres. Solo necesito que me digas una cosa, una pequeña cosa de nada, para que todo vuelva a ser como debe ser. Tu mundo y el mío volverán a su cauce.
La actuación era encomiable; la miraba como si de verdad sintiera lástima por ella, como si de verdad creyera que todo lo que quería era ayudarla a hacer lo correcto. Había lástima genuina en aquellos ojos que querían ser marrones, pero eran casi negros. La mano que le tendía era humana, con sus callos y heridas por el duro trabajo en la forja. Llevaba la ropa ajada y polvorienta. No podía echarle en cara que no prestara atención al detalle.
Pero, como todo en él, era falso. Una fachada, una imagen manipulada para conseguir sus objetivos. Había intentado asustarla en sus pesadillas, seducirla en sus sueños y ahora pretendía apelar a su dolor más profundo. Solo que no funcionaría.
Elin había hecho las paces hacía mucho con la muerte de sus padres. Había hecho las paces con su llegada a la Tierra Media. Y había hecho las paces con su papel en la historia.
Ella no era nadie, no era nada, no importaba.
Y uno no arriesga el destino del mundo por alguien que no es nadie, que no es nada, que no importa.
Sonrió. El hielo se resquebrajaba a su alrededor.
—No hay nada que puedas ofrecerme, Sauron —masculló entre dientes, poniendo todo el veneno en aquella palabra, aquel epíteto abominable—, que me lleve a tu lado. No tienes nada que pueda querer y jamás lo tendrás. Yo no soy nadie, no soy nada —escupió.
Él frunció el ceño y arremetió.
—A mi lado, podrías ser alguien. Si no deseas volver a tu tiempo, ¿por qué no…?
Elin se enderezó. Con un gruñido, luchó contra todo, contra sus miedos y sus inseguridades, contra la fuerza invisible que la anclaba al suelo, contra la presencia oscura que llenaba todos los rincones de su mente y clavó los pies en el suelo, alzándose, irguiéndose poco a poco.
Todo a su alrededor era dolor. Pero no estaba muerta, se lo había dicho Él; y si no estaba muerta, aquello no era el cielo. Ni el infierno. Aquello era su mente y en su mente solo mandaba ella.
—¿No me has oído? —siseó—. No tienes nada que desee. Jamás te diré lo que quieres saber.
Se irguió por completo. La figura le sacaba una cabeza, pero clavó la mirada en sus ojos sin pestañear. Sentía todas sus entrañas como si estuvieran ardiendo. Mirarle era doloroso; quería vomitar, quería llorar, quería salir corriendo. A pesar de todo, se mantuvo firme.
La ira deformó el rostro falso de Sauron y, en un abrir y cerrar de ojos, la tenía cogida del cuello.
—Me dirás lo que quiero saber, por las buenas o…
—Repites demasiado tus trucos —graznó—. Resulta aburrido.
La mano se apretó en su traquea y Sauron se acercó más a ella. Casi podía verse reflejada en aquellos ojos sin vida.
—No eres nadie —escupió él, repitiendo sus palabras como si eso fuera a herirla—. No eres nada. ¿Por qué crees que puedes desafiarme? ¿Evitarme? ¿Huir de mí?
—Precisamente por eso —susurró Elin—. La nada no se puede romper, no se puede comprar. ¿Qué importa si yo muero? Yo no soy nadie. Yo no importo. Yo puedo permitirme morir sabiendo que solo con eso truncaré todos tus planes.
El grito de rabia de Sauron rebotó por las paredes del vacío que los rodeaba. Se había dado cuenta, en algún momento, de que si Sauron pudiera hacerse con la información de su cerebro a la fuerza, ya lo habría hecho. Jamás se habría molestado en asustarla, en engatusarla, de haber podido abrirse paso por otros medios. Eso solo significaba una cosa: que jamás lograría descubrir lo que quería si no lograba engañarla.
Y, ahora que ella lo sabía, ya no tenía nada que temer.
La muerte no le daba miedo. Nada era tan aterrador como la posibilidad de traicionar a sus amigos, de hacer daño a sus seres queridos. Su silencio, su muerte, era un precio irrisorio a pagar para asegurarse la derrota de Sauron. Aquella era una certeza liberadora. No le tenía miedo porque sabía que jamás podría hacerle aquello que más temía.
Lo demás le daba igual y, ante los gritos de Sauron, sonrió.
—Ahora, si eres tan amable —farfulló con lo que le quedaba de voz—, ¡lárgate de mi cabeza!
Algo explotó entre ellos. Quizá fue ella, quizá fue Él. Tal vez fuera que por fin se estaba muriendo de verdad, ahogada por Sauron o por el Entaguas, o congelada de frío en el fondo de su lecho. Algo se hizo añicos y salió despedida hacia atrás. Los gritos de Sauron la perseguían en su caída y le estallaron los oídos. Le sangraban la nariz y los tímpanos y los ojos le lagrimeaban y volvió a sentir un dolor acuciante en todo el cuerpo.
Se dejó llevar hacia donde la explosión quisiera llevarla con una sonrisa. Ya estaba, había ganado, y ya podía irse en paz.
Notes:
¡Dos por el precio de uno! Se lo agradecéis a Rosenred por ser su cumpleaños y a modo de disculpa por cómo acabó el capítulo anterior, aunque no sé si con este estaréis más contentas o también me vais a querer matar :P
Algo que no comenté en el capítulo anterior es que sí, estoy haciendo referencias a las inconsistencias que hay entre la trilogía original y las pelis de Peter Jackson... y no, no voy a explicarlas. No quiero que esperéis una explicación sesuda de por qué difieren. Las uso indistintamente por gusto y este será un misterio que Elin no llegue a averiguar, ¡lo siento mucho!
Otra cosa: cualquier parecido que haya a Los Anillos de Poder es pura "coincidencia" ;)
Por lo demás, espero que os haya gustado este capítulo, aunque sea un poco más corto.
¡Nos leemos pronto!
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