Chapter 1: Capitulo 1
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Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrado. Qué asco de pelo. No hay manera con él, por más que lo arreglo no queda como me gustaría. Y maldita sea Lando Norris, que se ha puesto enfermo y me ha metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo que se ha puesto de acuerdo con Lando para joderme el día.
No debo meterme en la cama con el pelo mojado. No debó meterme en la cama con el pelo mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo al chico de piel morena, de pelo castaño y ojos de igual color exageradamente grandes que me mira, y me rindo.
Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en estar medio presentable. Land es mi compañero de piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente hoy. Por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista de la facultad con un mega empresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a tocarme a mí.
Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un trabajo y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a hacer esta tarde es conducir más de doscientos kilómetros hasta Maranello para reunirme con el enigmático presidente de Ferrari, Inc. Como empresario excepcional y principal mecenas de nuestra universidad, su tiempo es extraordinariamente valioso — mucho más que el mío, — pero ha concedido una entrevista a Land. Un bombazo, según él. Malditas sean sus actividades extraacadémicas. Land está acurrucado en el sofá del salón.
— Carlos, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos estaremos graduados. Soy el responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Por favor... — me suplica Land con voz ronca por el resfriado.
¿Cómo lo hace? Incluso enfermo está guapísimo, realmente atractivo, con su pelo castaño perfectamente peinado, con su cabello rizado bien definido y sus brillantes ojos verdes, aunque ahora los tiene rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me inspira.
— Claro que iré, Land. Vuelve a la cama. ¿Quieres una aspirina o un paracetamol?
— Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
— No sé nada de él —murmuro intentando en vano reprimir el pánico, que es cada vez mayor.
— Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que llegues tarde.
— Vale, me voy. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la calientes después.
Lo miro con cariño. Solo haría algo así por ti, Land.
— Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Carlos. Me has salvado la vida, para variar.
Cojo el bolso, le lanzo una sonrisa y me dirijo al coche. No puedo creerme que me haya dejado convencer, pero Land es capaz de convencer a cualquiera de lo que sea. Será un excelente periodista. Sabe expresarse y discutir, es fuerte, convincente y guapo. Y es mi mejor amigo.
Apenas hay tráfico cuando salgo de Formigine, en dirección a Bia Giardini. Es temprano y no tengo que estar en Maranello hasta las dos del medio día. Por suerte, Land me ha dejado su Mercedes CLK. No tengo nada claro que pudiera llegara tiempo con Isabela, mi viejo Volkswagen Escarabajo. Conducir el Mercedes es muy agradable. Piso con fuerza el acelerador, y los kilómetros pasan volando.
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Leclerc, un enorme edificio de veinte plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y con las palabras LECLERCHOUSE en un discreto tono metálico en las puertas acristaladas de la entrada. Son las dos menos cuarto cuando llego. Entro en el inmenso — y francamente intimidante — vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca, muy aliviado por no haber llegado tarde.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe amablemente un chico rubio, atractivo y muy bien arreglado. Lleva la americana gris oscura y pantalón blanco más elegantes que he visto jamás. Está impecable.
— Vengo a ver al señor Leclerc. Carlos Sainz, de parte de Lando Norris.
— Discúlpeme un momento, señor Sainz— me dice alzando las cejas.
Espero tímidamente frente a él. Empiezo a pensar que debería haberme puesto una americana de vestir de Land en lugar de mi chaqueta azul marino. He hecho un esfuerzo y me he puesto él único pantalón tejano que tengo, mis cómodas botas marrones y un jersey azul. Para mí ya es ir elegante. Me paso por detrás de la oreja un mechón de pelo que se me ha soltado de mi poco arreglado pelo fingiendo no sentirme intimidado por la mirada del contrario.
— Sí, tiene cita con el señor Norris. Firme aquí, por favor, señor Sainz. El último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertido, mientras firmo. Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE. No puedo evitar sonreír. Es obvio que solo estoy de visita. Desentono completamente. No pasa nada, suspiro para mis adentros. Le doy las gracias y me dirijo hacia los ascensores, más allá de los dos vigilantes, ambos mucho más elegantes que yo con su traje negro de corte perfecto.
El ascensor me traslada a la planta 20 a una velocidad de vértigo. Las puertas se abren y salgo a otro gran vestíbulo, también de vidrio, acero y piedra blanca. Me acerco a otro mostrador de piedra y me saluda una chica castaña vestida impecablemente de blanco y negro.
—Señor Sainz, ¿puede esperar aquí, por favor? — me pregunta señalándome una zona de asientos de piel de color blanco.
Detrás de los asientos de piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de vidrio, una mesa de madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a juego. Más allá, un ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de Seattle hacia el Sound. La vista es tan impactante que me quedo momentáneamente paralizada. Wow.
Me siento, saco las preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por dentro a Land por no haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre al que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta.
La inseguridad me mortifica y, como estoy nervioso, no paro de moverme. Nunca me he sentido cómodo en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una charla en grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertido. Para ser sincero, lo que me gusta es estar solo, acurrucado en una silla de la biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate, Sainz. A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y moderno, supongo que Leclerc tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene en forma, bronceado y rubio, a juego con el resto del personal. De una gran puerta a la derecha sale otro rubio elegante, impecablemente vestido. ¿De dónde sale tantos chicos inmaculados? Parece que las fabriquen en serie. Respiro hondo y me levanto.
— ¿Señor Sainz? —me pregunta la castaña.
— Sí —le contesto con voz ronca y carraspeo. — Sí — repito, esta vez en un tono algo más seguro.
— El señor Leclerc lo recibirá enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?
— Sí, gracias — le contesto intentando con torpeza quitarme la chaqueta.
— ¿Le han ofrecido algo de beber?
— Pues... no.
Vaya, ¿estaré metiendo en problemas al chico de hace rato? La castaña frunce el ceño y lanza una mirada a un chico que estaba pasando, un pasante probablemente.
— ¿Quiere un té, café, agua? — me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.
— Un vaso de agua, gracias — le contesto en un murmullo.
— Oscar, tráele al señor Sainz un vaso de agua, por favor — dice en tono serio.
Oscar sale corriendo de inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro lado del vestíbulo.
—Le ruego que me disculpe, Señor Sainz. Oscar es nuestro nuevo empleado en prácticas. Por favor, siéntese. El señor Leclerc la atenderá en cinco minutos.
Oscar vuelve con un vaso de agua muy fría.
— Aquí tiene, señor Sainz.
— Gracias.
El chico se dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el suelo de piedra. Se sienta y ambas siguen trabajando. Quizá el señor Leclerc insista en que todos sus empleados sean castaños, a excepción de la recepcionista. Estoy distraído, preguntándome si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y sale un afroamericano alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia. Está claro que no podría haber elegido peor mi ropa. Se vuelve hacia la puerta.
— Leclerc, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. El chico afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Oscar se ha levantado de un salto para ir a llamar al ascensor. Parece que destaca en eso de pegar saltos de la silla. Está más nervioso que yo.
— Buenas tardes, Señor — dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.
— El señor Leclerc la recibirá ahora, Señor Sainz. Puede pasar — me dice la castaña.
Me levanto tambaleándome un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi bolso, dejo el vaso de agua y me dirijo a la puerta entornada.
— No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
Empujo la puerta, tropiezo con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho. Mierda, mierda. Qué patosa... Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo en la entrada del despacho del señor Leclerc, y unas manos amables me rodean para ayudarme a levantarme. Estoy muerto de vergüenza, ¡qué torpe! Teno que armarme de valor para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.
— Señor Norris — me dice tendiéndome una mano de largos dedos en cuanto me he incorporado. — Soy Charles Leclerc. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, no tanto como yo, con un elegantísimo traje gris, camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de color castaño claro y brillantes ojos verdes que me observan atentamente. Necesito un momento para poder articular palabra.
— Bueno, la verdad...
Me callo. Si este tipo tiene más de treinta años, yo soy bombero. Le doy la mano, aturdida, y nos saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y excitante escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómodo. Debe de ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de mi corazón.
— El Señor Norris está indispuesto, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Leclerc.
— ¿Y usted es...?
Su voz es cálida y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite asegurarlo. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.
— Carlos Sainz. Estudio literatura inglesa con Land... digo...Norris... bueno... el Señor Norris en la Universidad de Formigine.
— Ya veo —se limita a responderme.
Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión, pero no estoy seguro.
— ¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L.
Su despacho es exageradamente grande para una sola persona. Delante de los ventanales panorámicos hay una mesa de madera café oscura en la que podrían comer cómodamente seis personas. Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás es rojo brillante — el techo, el suelo y las paredes, los cuales tienes detalles cafés oscuros, — excepto la pared de la puerta, en la que treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado, formando el logotipo de Ferrari.
Son preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan impresionantes.
— Un artista de aquí. Trouton — me dice el señor Leclerc cuando se da cuenta de lo que estoy observando.
— Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario — murmuro distraído, tanto por él como por los cuadros, imaginar que es parte de una obra de arte.
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
— No podría estar más de acuerdo, Señor Sainz —me contesta en voz baja.
Y por alguna inexplicable razón me ruborizo. Aparte de los cuadros, el resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me pregunto si refleja la personalidad del Adonis que está sentado con elegancia frente a mí en una silla blanca de piel. Bajo la cabeza, alterado por la dirección que están tomando mis pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Land.
Luego preparo la grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El señor Leclerc no abre la boca. Aguarda pacientemente — eso espero, — y yo me siento cada vez más avergonzado y me pongo más rojo, siento que me podrían confundir con parte de la habitación. Cuando reúno el valor para mirarlo, está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la barbilla y con el largo dedo índice cruzándole los labios. Creo que intenta ahogar una sonrisa.
— Pe... Perdón— balbuceo. — No suelo utilizarla.
— Tómese todo el tiempo que necesite, Señor Sainz — me contesta.
— ¿Le importa que grabe sus respuestas?
— ¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?
Me ruborizo. ¿Está bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo que se apiada de mí, porque acepta.
— No, no me importa.
— ¿Le explicó Land... digo... el Señor Norris para dónde era la entrevista?
— Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
Vaya. Acabo de enterarme. Y por un momento me preocupa que alguien no mucho mayor que yo — vale, quizá seis o siete años, y vale, un mega triunfador, pero, aun así— me entregue el título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa atención en lo que tengo que hacer.
— Bien —digo tragando saliva. — Tengo algunas preguntas, señor Leclerc.
Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja, como lo detesto en estos momentos.
— Sí, creo que debería preguntarme algo — me contesta inexpresivo.
Está burlándose de mí. Al darme cuenta de ello, me arden las mejillas. Me incorporo un poco y estiro la espalda para parecer más alta e intimidante. Pulso el botón de la grabadora intentando parecer profesional.
— Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
Le miro y él esboza una sonrisa burlona, pero parece ligeramente decepcionado, extraño para un sujeto que tiene un aura misteriosa.
— Los negocios tienen que ver con las personas, Señor Sainz, y yo soy muy bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago bien. — Se calla un instante y me clava su mirada verdosa. — Creo que para tener éxito en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La base es siempre contar con las personas adecuadas.
— Quizá solo ha tenido suerte. - dije, pensando que era lo obvio.
Este comentario no está en la lista de Land, pero es que es tan arrogante... Por un momento la sorpresa asoma a sus ojos.
— No creo en la suerte ni en la casualidad, Señor Sainz. Cuanto más trabajo, más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se desarrollen.
— Parece usted un maniático del control.
Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas, haciendo que mi nerviosismo vuelva.
— Bueno, lo controlo todo, Señor Sainz — me contesta sin el menor rastro de sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a ruborizarme. ¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es irresistiblemente atractivo? ¿Por cómo me mira fijamente? ¿Por cómo se pasa el dedo índice por el labio inferior? Ojalá dejara de hacerlo.
— Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder — sigue diciéndome en voz baja.
— ¿Le parece a usted que su poder inmenso?
Maniático del control, añado para mis adentros.
— Tengo más de cuarenta mil empleados, Señor Sainz. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad... poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Me quedo boquiabierto. Su falta de humildad me deja estupefacta, ¡Vaya cretino! pensé.
— ¿No tiene que responder ante una junta directiva? — le pregunto asqueado.
— Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante
ninguna junta directiva.
Me mira alzando una ceja y me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera informado un poco. Pero, maldita sea, qué arrogante... Cambio de táctica.
— ¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
— Me interesan cosas muy diversas, Señor Sainz. — Esboza una sonrisa casi imperceptible. — Muy diversas.
Por alguna razón, su mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos se distingue un brillo perverso.
— Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
— ¿Relajarme?
Sonríe mostrando sus dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.
— Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, conduzco automóviles de carreras, vuelo y me permito diversas actividades físicas. — Cambia de posición en su silla. — Soy muy rico, Señor Sainz, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Echo un rápido vistazo a las preguntas de Land con la intención de no seguir con ese tema.
— Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto? — le pregunto.
¿Por qué hace que me sienta tan incómodo?
— Me gusta construir, más en específico, automóviles de carreras. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué puedo decirle?
— Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
— Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón. —¿Por qué dirían algo así?
— Porque me conocen bien. — Me contesta con una sonrisa irónica.
— ¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo? Y nada más preguntárselo lamento haberlo hecho. No está en la lista de Land.
— Soy una persona muy reservada, Señor Sainz. Hago todo lo posible por proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.
— ¿Por qué aceptó esta?
— Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no podía sacarme de encima al Señor Norris. No dejaba de dar la lata a mis encargados de relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
Sé lo tenaz que puede llegar a ser Land. Por eso estoy sentado aquí, incómodo y muerto de vergüenza ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería estar estudiando para mis exámenes.
— También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
— El dinero no se come, Señor Sainz, y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.
— Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del mundo?
Se encoge de hombros, como dándome largas.
— Es un buen negocio — murmura.
Pero creo que no está siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres del mundo? No veo por ningún lado qué beneficios económicos puede proporcionar. Lo único que veo es que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a la siguiente pregunta, confundida por su actitud.
— ¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
— No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía... de Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy peculiar, muy tenaz. Me gusta el control... de mí mismo y de los que me rodean.
— Entonces quiere poseer cosas... Es usted un obseso del control.
— Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
— Parece usted el paradigma del consumidor.
— Lo soy.
Sonríe, pero la sonrisa no ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una persona que quiere alimentar al mundo, así que no puedo evitar pensar que estamos hablando de otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué. Trago saliva. En el despacho hace cada vez más calor, o quizá sea cosa mía.
Solo quiero acabar de una vez la entrevista. Seguro que Land tiene ya bastante material. Echo un vistazo a la siguiente pregunta.
— Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera de ser?
Vaya, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda. Frunce el ceño.
— No puedo saberlo.
Me pica la curiosidad.
— ¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
— Todo el mundo lo sabe, Señor Sainz — me contesta muy serio.
Mierda. Sí, claro. Si hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría informado un poco. Cambio de tema rápidamente.
— Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
— Eso no es una pregunta — me replica en tono seco.
— Perdón.
No puedo quedarme quieto. Ha conseguido que me sienta como un niño perdido. Vuelvo a intentarlo.
— ¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
— Tengo familia. Dos hermanos y unos padres que me quieren. Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
— ¿Es usted gay, señor Leclerc?
Respira hondo. Estoy avergonzado, abochornado. Mierda. ¿Por qué no he echado un vistazo a la pregunta antes de leerla? ¿Cómo voy a decirle que estoy limitándome a leer las preguntas? Malditas sean Land y su curiosidad.
— Es una pregunta algo personal, señor Carlos, pero solo porque la pregunta viene de usted se la responderé. — Dijo con la mirada fija en mí, logrando que mi nerviosismo creciera, si eso fuese aún posible. — Si señor Sainz, soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos. No parece contento.
— Le pido disculpas. Está... bueno... está aquí escrito, perdón si lo llegue a ofender.
Ha sido la primera vez que me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha disparado y vuelven a arderme las mejillas. Nervioso, me coloco el mechón de pelo detrás de la oreja. Inclina un poco la cabeza.
— ¿Las preguntas no son suyas?
Quiero que se me trague la tierra.
— Bueno... no. Land... el Señor Norris... me ha pasado una lista.
— Son compañeros de la revista de la facultad?
Oh, no. No tengo nada que ver con la revista. Es una actividad extraacadémica de él, no mía. Me arden las mejillas.
— No. Es mi compañero de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia y sus ojos verdes me observan atentamente.
— ¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? — me pregunta en tono inquietantemente tranquilo.
A ver, ¿quién se supone que entrevista a quién? Su mirada me quema por dentro y no puedo evitar decirle la verdad.
— Me lo ha pedido él. No se encuentra bien — le contesto en voz baja, como disculpándome.
— Esto explica muchas cosas.
Llaman a la puerta y entra la castaña de hace rato.
— Señor Leclerc, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de dos minutos.
— No hemos terminado, Alexandra. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Alexandra se queda boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor Leclerc vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone colorada. Menos mal, no soy el único.
— Muy bien, señor Leclerc. — murmura, y sale del despacho. Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
— Por dónde íbamos Señor Sainz?
Vaya, ya estamos otra vez con lo de «Señor Sainz».
— No quisiera interrumpir sus obligaciones.
— Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Sus ojos verdes brillan de curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos frente a la boca. Su boca me... me desconcentra. Trago saliva.
— No hay mucho que saber — le digo volviéndome a ruborizar.
— ¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me encojo de hombros. Su interés me desconcierta. Venirme a Formigine con Land, encontrar trabajo... La verdad es que no he pensado mucho más allá de los exámenes.
— No he hecho planes, señor Leclerc. Tengo que aprobar los exámenes finales.
Y ahora tendría que estar estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y precioso despacho, sintiéndome incómodo frente a su penetrante mirada.
— Aquí tenemos un excelente programa de prácticas — me dice en tono tranquilo.
Alzo las cejas sorprendido. ¿Está ofreciéndome trabajo?
— Lo tendré en cuenta — murmuro confundido. — Aunque no creo que encajara aquí.
Oh, no. Ya estoy otra vez pensando en voz alta.
— ¿Por qué lo dice?
Ladea un poco la cabeza, intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.
— Es obvio, ¿no? Soy torpe, desaliñado y no soy alguien fácil de manejar.
— Para mí no.
Su mirada es intensa y su atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento que unos extraños músculos me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su mirada escrutadora y me contemplo los nudillos, aunque no los veo. ¿Qué está pasando? Tengo que marcharme ahora mismo. Me inclino hacia delante para coger la grabadora.
— ¿Le gustaría que le enseñara el edificio? — me pregunta.
— Seguro que está muy ocupado, señor Leclerc, y yo tengo un largo camino.
— ¿Vuelve en coche a Formigine?
Parece sorprendido, incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a llover.
— Bueno, conduzca con cuidado — me dice en tono serio, autoritario.
¿Por qué iba a importarle?
— ¿Me ha preguntado todo lo que necesita? — añade.
— Sí. — le contesto metiéndomela grabadora en el bolso. Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando. — Gracias por la entrevista, señor Leclerc.
— Ha sido un placer — me contesta, tan educado como siempre. Me levanto, se levanta también él y me tiende la mano. — Hasta la próxima, Señor Sainz.
Y suena como un desafío, o como una amenaza. No estoy seguro de cuál de las dos cosas. Frunzo el ceño. ¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de nuevo, perplejo de que esa extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben de ser nervios.
— Señor Leclerc.
Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta con gracia y agilidad, y la abre de paren par.
— Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, Señor Sainz.
Me sonríe. Está claro que se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho. Me ruborizo.
— Muy amable, señor Leclerc— le digo bruscamente.
Su sonrisa se acentúa. Me alegro de haberle divertido. Salgo al vestíbulo echando chispas y me sorprende que me siga. Alexandra y Oscar levantan la mirada, tan sorprendidas como yo.
— ¿Ha traído abrigo? — me pregunta Leclerc.
— Chaqueta.
Oscar se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Leclerc le quita de las manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo hago sintiéndome totalmente ridículo. Por un momento Leclerc me apoya las manos en los hombros, y doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi reacción, no se le nota. Su largo dedo índice pulsa el botón del ascensor y esperamos, yo con torpeza, y él sereno y frío.
Se abren las puertas y entro a toda prisa, desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared. Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.
— Carlos — me dice a modo de despedida.
— Charles— le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran. Espero olvidar a ese guapísimo hombre, porque sería mi perdición.
Chapter 2: Capitulo 2
Summary:
Le agrego más picante ?
Chapter Text
El corazón me late muy deprisa. El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto se abren las puertas. Doy un traspié, pero por suerte no me doy de bruces contra el inmaculado suelo de piedra. Corro hacia las grandes puertas de vidrio y por fin salgo al tonificante, limpio y húmedo aire de Maranello. Levanto la cara y agradezco la lluvia, que me refresca. Cierro los ojos y respiro hondo, dejo que el aire me purifique e intento recuperar la poca serenidad que me queda.
Ningún hombre me había impactado como Charles Leclerc, y no entiendo por qué. ¿Porque es guapo? ¿Educado? ¿Rico? ¿Poderoso? No entiendo mi reacción irracional. Suspiro profundamente aliviado. ¿De qué diablos va esta historia? Me apoyo en una columna de acero del edificio y hago un gran esfuerzo por tranquilizarme y ordenar mis pensamientos. Muevo ligeramente la cabeza. ¿Qué ha pasado? Mi corazón recupera su ritmo habitual y puedo volver a respirar normalmente. Me dirijo al coche.
Dejo atrás la ciudad repasando mentalmente la entrevista y empiezo a sentirme idiota y avergonzado. Seguro que estoy reaccionando desproporcionadamente a algo que solo existe en mi cabeza. De acuerdo, es muy atractivo, seguro de sí mismo, dominante y se siente cómodo consigo mismo, pero por otra parte es arrogante y, por impecables que sean sus modales, es dictador y frío.
Bueno, a primera vista. Un involuntario escalofrío me recorre la espina dorsal. Puede ser arrogante, pero tiene derecho a serlo, porque ha conseguido grandes cosas y es todavía muy joven. No soporta a los imbéciles, pero ¿por qué iba a hacerlo? Vuelvo a enfadarme al pensar que Lando no me proporcionó una breve biografía. Mientras recorro la Bia Giardini, mi mente sigue divagando.
Me deja de verdad perplejo que haya gente tan empeñada en triunfar. Algunas respuestas suyas han sido muy crípticas, como si tuviera una agenda oculta. Y las preguntas de Lando... ¡Uf! La adopción y que si era gay... Se me ponen los pelos de punta. No me puedo creer que le haya preguntado algo así. ¡Tierra, trágame! De ahora en adelante, cada vez que recuerde esta pregunta me moriré de vergüenza. ¡Maldita sea Lando Norris!, pero de alguna forma ahora sabía que el señor Leclerc era gay, vaya dato , pensé.
Echo un vistazo al indicador de velocidad. Conduzco con más precaución de la habitual, y sé que es porque tengo en mente esos penetrantes ojos verdes que me miran y una voz seria que me dice que conduzca con cuidado. Muevo la cabeza y me doy cuenta de que Leclerc parece tener el doble de edad de la que tiene. Olvídalo, Carlos, me regaño a mí mismo. Llego a la conclusión de que, en el fondo, ha sido una experiencia muy interesante, pero que no debería darle más vueltas. Déjalo correr. No tengo que volver a verlo. La idea me reconforta. Enciendo la radio, subo el volumen, me reclino hacia atrás y escucho el ritmo del rock indie mientras piso el acelerador. Al surcar la Bia Giardini me doy cuenta de que puedo conducir todo lo deprisa que quiera.
Vivimos en una pequeña comunidad de casas pareadas cerca del campus de la Universidad. Tengo suerte. Los padres de Lando le compraron la casa, así que pago una miseria de alquiler. Llevamos cuatro años viviendo aquí. Aparco el coche sabiendo que Lando va a querer que se lo cuente todo con pelos y señales, y es obstinado. Bueno, al menos tiene la grabadora. Espero no tener que añadir mucho más a lo dicho en la entrevista.
— ¡Carlangas! Ya estás aquí.
Lando está sentado en el salón, rodeado de libros. Es evidente que ha estudiado para los exámenes finales, aunque aún lleva el pijama rosa de franela de conejitos, el que reserva para cuando rompió con un novio, para todo tipo de enfermedades y para cuando está deprimido. Se levanta de un salto y corre a abrazarme.
— Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.
— Pues yo creo que es pronto teniendo en cuenta que la entrevista se ha alargado...
Le doy la grabadora.
— Carlos, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
Oh, no, ya estamos con el santo inquisidor Lando Norris. Me cuesta contestarle. ¿Qué puedo decir?
— Me alegro de que haya acabado y de no tener que volver a verlo. Ha estado bastante intimidante, la verdad. — Me encojo de hombros—. Es muy centrado, incluso intenso... y joven. Muy joven.
Lando me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.
— No te hagas el inocente. ¿Por qué no me pasaste una biografía? Me ha hecho sentir como un idiota por no tener idea de nada.
Lando se lleva una mano a la boca.
— Vaya, Carlos, lo siento... No lo pensé.
Resoplo.
— En general ha sido amable, formal y un poco estirado, como un viejo precoz.
No habla como un tipo de veintitantos años. Por cierto, ¿cuántos años tiene?
— Veintisiete. Carlos, lo siento. Tendría que haberte contado un poco, pero estaba muy nervioso. Bueno, me llevo la grabadora y empezaré a transcribir la entrevista.
— Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa? —le pregunto para cambiar de tema.
— Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecido. Miro el reloj.
— Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Vowles's.
— Carlos, estarás agotado.
— Estoy bien. Nos vemos luego.
Trabajo en una ferretería desde que empecé en la universidad, hace cuatro años. Como es la ferretería más grande de la zona de Formigine, he llegado a saber bastante sobre los artículos que vendemos, aunque, paradójicamente, soy un desastre para el bricolaje. Esto se lo dejo a mi padre.
Me alegra llegar a tiempo, porque así tendré algo en lo que pensar que no sea Charles Leclerc. Tenemos mucho trabajo. Como acaba de empezar la temporada de verano, todo el mundo anda redecorando su casa. El señor James parece aliviado al ver me.
— ¡Carlos! Pensaba que hoy no vendrías.
— La cita ha durado menos de lo que pensaba. Puedo hacer un par de horas.
— Me alegro mucho de verte.
Me manda al almacén a reponer estanterías, y no tardo en centrarme en mi trabajo. Más tarde, cuando vuelvo a casa, Lando lleva puestos unos auriculares y trabaja en su portátil. Todavía tiene la nariz roja, pero está metido de lleno en su artículo, muy concentrado y tecleando frenéticamente. Yo estoy agotado, rendido por el largo viaje en coche, por la dura entrevista y por no haber parado de aquí para allá en Vowles's.
Me dejo caer en el sofá pensando en el trabajo de la facultad que tengo que terminar y en que no he podido estudiar nada porque estaba con... él.
— Lo que me has traído está genial, Carlos. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta de en señarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada burlona. Me ruborizo e inexplicablemente mis pulsaciones se aceleran. Seguro que no era por eso. Solo quería mostrarme el edificio para que viera que era el amo y señor de todo aquello. Soy consciente de que estoy mordiéndome el labio y confío en que Lando no se dé cuenta, pero mi amigo parece estar concentrado en la transcripción.
— Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me pregunta.
— Mmm... No.
— No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?
Me ruborizo.
— Supongo.
Intento dar a entender que me da igual, y creo que lo consigo.
— Vamos, Carlos... Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja perfecta. ¡Mierda! Siento que me arden las mejillas, así que lo distraigo haciéndole la pelota, que siempre funciona.
— Seguramente tú le habrías sacado mucho más.
— Lo dudo, Carlos. Vamos... casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira interrogante. Me retiro corriendo a la cocina.
— Dime, ¿qué te ha parecido?
Maldita sea, no para de preguntar. ¿Por qué no lo deja de una vez? Piensa algo, rápido.
— Es muy tenaz, controlador y arrogante... Da miedo, pero es muy carismático. Entiendo que pueda fascinar —le digo sinceramente con la esperanza de que se calle de una vez por todas.
— ¿Tú, fascinado por un hombre? Qué novedad —me dice riéndose.
Como estoy preparándome un bocadillo, no puede verme la cara.
— ¿Por qué querías saber si era gay? Por cierto, ha sido la pregunta más incómoda. Casi me muero de vergüenza, y a él le ha molestado que se lo preguntara.
Frunzo el ceño al recordarlo.
— Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.
— Ha sido muy incómodo. Todo ha sido incómodo. Me alegro de no tener que volver a verlo.
— Venga, Carlos, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien, al menos ahora sabemos que si lo es gracias a ti.
¿Qué le he caído bien? Lando alucina.
— ¿Quieres un bocadillo?
— Sí, por favor.
Para mi tranquilidad, esta noche no seguimos hablando de Charles Leclerc. Después de comer puedo sentarme a la mesa del comedor con Lando y, mientras él trabaja en su artículo, yo sigo con mi trabajo sobre Tess, la de los d'Urberville. Maldita sea. Esta mujer estuvo en el lugar equivocado y en el momento equivocado del siglo equivocado. Cuando termino son las doce de la noche y hace ya mucho rato que Lando se ha ido a dormir.
Me voy a mi habitación agotado, pero contento de haber trabajado tanto para ser un lunes. Me meto en mi cama de hierro de color blanco, me envuelvo en la colcha de mi padre, cierro los ojos y me quedo dormido al instante. Sueño con lugares oscuros, suelos blancos, inhóspitos y fríos, y ojos verdes.
El resto de la semana me sumerjo en mis estudios y en mi trabajo en Vowles's. Lando también está muy ocupado organizando su última edición de la revista de la facultad antes de ceder su puesto al nuevo responsable, y además también está estudiando para los exámenes. Hacia el miércoles se encuentra mucho mejor y ya no tengo que seguir soportando la visión de su pijama rosa de franela lleno de conejitos.
Llamo a mi padre, que vive por Florencia, para saber cómo está y para que me desee suerte en los exámenes. Empieza a contarme su última aventura: está aprendiendo a hacer velas. Mi padre se pasa la vida emprendiendo nuevos negocios. Básicamente se aburre y necesita hacer lo que sea para ocupar su tiempo, pero le es imposible centrarse en ello mucho tiempo.
La semana que viene será otra cosa. Me preocupa. Espero que no haya hipotecado la casa para financiar este último proyecto. Y espero que Guenther — su relativamente nuevo marido, aunque es mucho mayor que él — lo controle un poco ahora que yo ya no estoy en casa. Parece mucho más responsable que el marido número tres.
— ¿Cómo te va todo, Carlos?
Dudo un segundo, y mi padre centra toda su atención en mí.
— Muy bien.
— ¿Carlos? ¿Has conocido a algún chico?
Uf, ¿cómo se le ocurre? Es evidente que está entusiasmado, sobre todo, cuando salí del closet, me acepto y me dio su apoyo, pero eso no le quitaba lo insistente que se volvía para que le presentara un novio.
— No, papá, no pasa nada. Si conozco a un chico, serás el primero en saberlo.
— Carlos, cariño, tienes que salir más. Me preocupas.
— Papá, estoy bien. ¿Qué tal Guenther?
Como siempre, la mejor táctica es la distracción.
Esa noche, más tarde, llamo a Zack, mi padrastro, el marido número dos de mi Padre, el hombre al que considero mi padre. La conversación es breve. En realidad, ni siquiera es una conversación, sino una serie de gruñidos en respuesta a mis discretos intentos. Zack no es muy hablador. Pero es muy activo, sigue viendo el fútbol en la tele (y cuando no está viendo el fútbol juega a los bolos escala o hace muebles. Zack es un buen carpintero, y gracias a él sé diferenciar una espátula de un serrucho. Parece que todo le va bien.
El viernes por la noche Lando y yo estamos comentando qué hacer — queremos descansar un poco del estudio, el trabajo y las revistas de la facultad — cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está mi buen amigo Esteban con una botella de champán en las manos.
— ¡Esteban! ¡Qué alegría verte! —Lo abrazo—. Pasa.
Esteban es la primera persona a la que conocí cuando llegué a la universidad, y parecía tan perdido y solo como yo. Aquel día nos dimos cuenta de que éramos almas gemelas, y desde entonces somos amigos. No solo compartimos el sentido del humor, sino que descubrimos que Zack y el padre de Esteban estuvieron juntos en el ejército, y a partir de ahí nuestros padres se hicieron también muy amigos.
Esteban estudia ingeniería. Es el primero de su familia que va a la universidad. Es un tipo brillante, pero su auténtica pasión es la fotografía. Tiene un ojo estupendo para hacer fotos.
— Tengo buenas noticias —dice sonriendo con sus brillantes ojos oscuros.
— No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te despidan... — bromeo.
Simula burlonamente ponerme malacara.
— La Vita mia Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.
— Increíble... ¡Felicidades!
Me alegro mucho por él y vuelvo a abrazarlo. Lando también le sonríe.
— ¡Buen trabajo, Esteban! Tendré que incluirlo en la revista. No se me ocurre nada mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora — dice riéndose.
— Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración.
Esteban me mira fijamente y me ruborizo.
— Los dos, claro — añade mirando nervioso a Lando.
Esteban y yo somos buenos amigos, pero en el fondo sé que le gustaría que fuéramos algo más. Es mono y divertido, pero no es mi tipo. Es más bien el hermano que nunca he tenido. Lando suele regañarme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, pero la verdad es que no he conocido a nadie que... bueno, alguien que me atraiga, aunque una parte de mí desea que me tiemblen las piernas, se me dispare el corazón y sienta mariposas en el estómago.
A veces me pregunto si me pasa algo. Quizá he dedicado demasiado tiempo a mis románticos héroes literarios, y por eso mis ideales y mis expectativas son excesivamente elevados. Pero en la vida real nadie me ha hecho sentir así. Hasta hace muy poco, murmura la inoportuna vocecita de mi subconsciente. ¡NO! Destierro de inmediato la idea. No voy a planteármelo, no después de aquella dolorosa entrevista. «¿Es usted gay, señor Leclerc?» Me estremezco al recordarlo. Sé que desde entonces he soñado con él casi todas las noches, pero seguramente es porque tengo que purgar de mi cabeza la espantosa experiencia.
Observo a Esteban abriendo la botella de champán. Lleva vaqueros y una camiseta. Es alto, ancho de hombros y musculoso, de piel morena, pelo negro y ardientes ojos oscuros. Sí, Esteban está bastante bueno, pero creo que por fin está entendiendo el mensaje: somos solo amigos. El corcho sale disparado, y Esteban alza la mirada y sonríe.
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren acicalar su casa. El señor y la señora Vowles, Mick, Liam —los otros dos empleados— y yo nos pasamos la jornada atendiendo a los clientes. Pero al mediodía se calma un poco, y mientras estoy sentado detrás del mostrador de la caja, comiéndome discretamente el bocadillo, la señora Vowles me pide que compruebe unos pedidos.
Me concentro en la tarea, compruebo que los números de catálogo de los artículos que necesitamos se corresponden con los que hemos encargado y paso la mirada del libro de pedidos a la pantalla del ordenador, y viceversa, para asegurarme de que las entradas cuadren.
De repente, no sé por qué, alzo la vista... y me quedo atrapada O en la descarada mirada verde de Charles Leclerc, que me observa fijamente desde el otro lado del mostrador. Casi me da un infarto.
—Señor Sainz, qué agradable sorpresa — me dice.
Su mirada es firme e intensa. Maldita sea. ¿Qué narices está haciendo aquí, todo despeinado y vestido con ese jersey grueso de lana de color crema, vaqueros y botas? Creo que me he quedado boquiabierto, y no encuentro ni el cerebro ni la voz.
— Señor Leclerc — murmuro, porque no puedo hacer otra cosa.
Sus labios esbozan una sonrisa y sus ojos parecen divertidos, como si estuviera disfrutando de alguna broma de la que no me entero.
— Pasaba por aquí —me dice como explicación—. Necesito algunas cosas. Es un placer volver a verlo, Señor Sainz.
Su voz es cálida y ronca como un bombón de chocolate y caramelo... o algo así. Muevo la cabeza intentando bajar de las nubes. El corazón me acelera el pecho a un ritmo frenético, y por alguna razón me arden las mejillas ante su firme mirada escrutadora. Me ha dejado desconcertado verlo delante de mí. Mis recuerdos de él no le han hecho justicia. No es solo guapo, no. Es la belleza masculina personificada y arrebatador que se encuentra aquí, en la ferretería Vowles's. Quién lo iba a decir. Recupero por fin mis funciones cognitivas y vuelvo a conectar con el resto de mi cuerpo.
— Carlos. Me llamo Carlos —murmuro—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Leclerc?
Sonríe, y de nuevo es como si tuviera conocimiento de algún gran secreto. Es muy desconcertante. Respiro hondo y pongo mi cara de llevar cuatro años trabajando en la tienda y ser un profesional. Yo puedo.
— Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la vez.
¿Bridas para cables?
— Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre? —susurro con voz titubeante.
Cálmate, Sainz. Un ligero fruncimiento estropea las cejas de Leclerc, que son bastante bonitas.
— Sí, por favor. Lo acompaño, Señor Sainz —me dice.
Salgo de detrás del mostrador fingiendo despreocupación, pero lo cierto es que me concentro al máximo en no desplomarme. De repente mis piernas parecen de plastilina. Me alegro mucho de haber decidido ponerme mis mejores vaqueros esta mañana.
— Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho —le digo en un tono de voz demasiado elevado. Lo miro y me arrepiento casi de inmediato ¡Qué guapo es!
— Lo sigo — murmura haciendo un gesto con su mano de largos dedos y uñas perfectamente arregladas.
Con el corazón casi estrangulándome —porque me ha subido hasta la garganta e intenta salírseme por la boca— me meto en un pasillo en dirección a la sección de electricidad.
¿Por qué está en Forgimine? ¿Por qué ha venido a Vowles's? Y de una diminuta parte de mi cerebro que apenas utilizo — seguramente por debajo del bulbo raquídeo, cerca de donde habita mi subconsciente — surge una idea: Ha venido a verte. ¡Imposible! La descarto de inmediato. ¿Por qué iba a querer verme este hombre guapo, poderoso y sofisticado? Es una idea absurda, así que me la quito de la cabeza.
— ¿Ha venido a Fogimine por negocios? — le pregunto.
Mi voz suena demasiado aguda, como si me hubiera pillado un dedo en una puerta. ¡Basta! ¡Intenta calmarte, Carlos!
— He ido a visitar el departamento de agricultura de la universidad, que está por aquí. En estos momentos financio una investigación sobre rotación de cultivos y ciencia del suelo — Me contesta con total naturalidad.
¿Lo ves? Ni por asomo ha venido a verte, se burla a gritos mi orgullosa subconsciente. Me ruborizo solo de pensar en las tonterías que se me pasan por la cabeza.
— ¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo? —lo provoco.
— Algo así — admite esbozando una media sonrisa.
Echa un vistazo a nuestra sección de bridas para cables. ¿Para qué querrá eso? No me lo imagino haciendo bricolaje. Desliza los dedos por las cajas de la estantería, y por alguna inexplicable razón tengo que apartar la mirada. Se inclina y coge una caja.
— Estas me irán bien —me dice con su sonrisa de estar guardando un secreto.
— ¿Algo más?
— Quisiera cinta adhesiva.
¿Cinta adhesiva?
— ¿Está decorando su casa?
Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas. Seguro que contrata a trabajadores o tiene personal que se la decora.
— No, no estoy decorándola — me contesta rápidamente.
Sonríe, y me da la extraña sensación de que está riéndose de mí. ¿Tan divertido soy? ¿Por qué le hago tanta gracia?
— Por aquí —murmuro incómodo —. La cinta está en el pasillo de la decoración.
Miro hacia atrás y veo que me sigue.
— ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —me pregunta en voz baja, mirándome fijamente. Me ruborizo. ¿Por qué demonios tiene este efecto sobre mí? Me siento como un crío de catorce años, torpe, como siempre, y fuera de lugar. ¡Mirada al frente, Sainz!
— Cuatro años — murmuro mientras llegamos a nuestro destino. Por hacer algo, me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.
— Me llevaré esta —dice Leclerc golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.
Nuestros dedos se rozan un segundo, y ahí está de nuevo la corriente, que me recorre como si hubiera tocado un cable suelto. Jadeo involuntariamente al sentirla desplazándose hasta algún lugar oscuro e inexplorado en lo más profundo de mi vientre. Intento desesperadamente serenarme.
— ¿Algo más? —le pregunto con voz ronca y entrecortada. Abre ligeramente los ojos.
— Un poco de cuerda.
Su voz, también ronca, replica la mía.
— Por aquí.
Agacho la cabeza para ocultar mi rubor y me dirijo al pasillo.
— ¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable...
Me detengo al ver su expresión impenetrable. Sus ojos parecen más oscuros. ¡Madre mía!
— Cinco metros de la de fibra natural, por favor.
Mido rápidamente la cuerda con dedos temblorosos, consciente de su ardiente mirada verde. No me atrevo a mirarlo. No podría sentirme más cohibido. Saco el cúter del bolsillo trasero de mi pantalón, corto la cuerda, la en rollo con cuidado y hago un nudo. Es un milagro que haya conseguido no amputarme un dedo con el cúter.
— ¿Iba usted a los scouts? —me pregunta frunciendo divertido sus perfilados y sensuales labios.
¡No le mires la boca!
— Las actividades en grupo no son lo mío, señor Leclerc. — Arquea una ceja.
— ¿Qué es lo suyo, Carlos? —me pregunta en voz baja y con su sonrisa secreta.
Lo miro y me siento incapaz de expresarme. El suelo son placas tectónicas en movimiento. Intenta tranquilizarte, Carlos, me suplica de rodillas mi torturada subconsciente.
— Los libros — susurro.
Pero mi subconsciente grita: ¡Tú! ¡Tú eres lo mío! Lo aparto inmediatamente de un manotazo, avergonzado de los delirios de grandeza de mi mente.
— ¿Qué tipo de libros? —me pregunta ladeando la cabeza. ¿Por qué le interesa tanto?
— Bueno, lo normal. Los clásicos. Sobre todo, literatura inglesa.
Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta. O quizá sencillamente está aburridísimo e intenta disimularlo.
— ¿Necesita algo más?
Tengo que cambiar de tema... Esos dedos en esa cara son cautivadores.
— No lo sé.
¿Qué me recomendaría? ¿Qué le recomendaría? No sé lo que hará.
— ¿De bricolaje?
Asiente con mirada burlona. Me ruborizo y mi mirada se desplaza a los vaqueros ajustados que lleva.
— Un mono de trabajo — le contesto.
Me doy cuenta de que ya no controlo lo que sale de mi boca. Vuelve a alzar una ceja, divertido.
— No querrá que se le estropee la ropa... — le digo señalando sus vaqueros.
— Siempre puedo quitármela — me contesta sonriendo.
— Ya.
Siento que mis mejillas vuelven a teñirse de rojo. Deben de parecer la cubierta del Manifiesto comunista. Cállate. Cállate de una vez.
— Me llevaré un mono de trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa —me dice con frialdad. Intento apartar la inoportuna imagen de él sin vaqueros.
— ¿Necesita algo más? — le pregunto en tono demasiado agudo mientras le tiendo un mono rojo. No contesta a mi pregunta.
—¿Cómo va el artículo?
Por fin me ha preguntado algo normal, sin indirectas ni juegos de palabras... Una pregunta que puedo responder. Me agarro del mostrador con las dos manos, como si fuera una tabla de salvación, y apuesto por la sinceridad.
— No estoy escribiéndolo yo, sino Lando. El Señor Norris, mi compañero de piso. Está muy contento. Es el editor de la revista y se quedó destrozado por no haber podido hacerle la entrevista personalmente. — Siento que he remontado el vuelo, por fin un tema de conversación normal—. Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
— ¿Qué tipo de fotografías quiere?
Muy bien. No había previsto esta respuesta. Niego con la cabeza, porque sencillamente no lo sé.
— Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana...
— ¿Estaría dispuesto a hacer una sesión de fotos?
Vuelve a salirme la voz de pito. Lando estará encantado si lo consigo. Y podrás volver a verlo mañana, me susurra seductoramente ese oscuro lugar al fondo de mi cerebro. Descarto la idea. Es estúpida, ridícula...
— Lando estará encantado... si encontramos a un fotógrafo.
Estoy tan contento que le sonrío abiertamente. Él abre los labios, como si quisiera respirar hondo, y parpadea. Por una milésima de segundo parece algo perdido, la Tierra cambia ligeramente de eje y las placas tectónicas se deslizan hacia una nueva posición. ¡Dios mío! La mirada perdida de Charles Leclerc.
— Dígame algo mañana — me dice metiéndose la mano en el bolsillo trasero y sacando la cartera. — Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la mañana.
— Muy bien— le contesto sonriendo.
Lando se pondrá contentísimo.
— ¡Carlos!
Otmar aparece al otro lado del pasillo. Es el hermano menor del señor James. Me habían dicho que había vuelto de Florencia, pero no esperaba verlo hoy.
—Discúlpeme un momento, señor Leclerc.
Leclerc frunce el ceño mientras me vuelvo. Otmar siempre ha sido un amigo, y en este extraño momento en que me las veo con el rico, poderoso, asombrosamente atractivo y controlador obsesivo Leclerc, me alegra hablar con alguien normal. Otmar me abraza muy fuerte, y me pilla por sorpresa.
— ¡Carlos!, ¡cuánto me alegro de verte! — exclama.
—Hola, Otmar. ¿Cómo estás? ¿Has venido para el cumpleaños de tu hermano?
—Sí. Estás muy guapo, Carlos, muy guapo.
Sonríe y se aparta un poco para observarme. Luego me suelta, pero deja un brazo posesivo por encima de mis hombros. Me separo un poco, incómodo. Me alegra ver a Otar, pero siempre se toma demasiadas confianzas.
Cuando miro a Charles Leclerc, veo que nos observa atentamente, con ojos impenetrables y pensativos, y expresión seria, impasible. Ha dejado de ser el cliente extrañamente atento y ahora es otra persona... alguien frío y distante.
— Otmar, estoy con un cliente. Tienes que conocerlo — le digo intentando suavizar la animada versión que veo en la expresión de Leclerc. Tiro de Otmar hasta donde está Leclerc, y ambos se observan detenidamente. El aire podría cortarse con un cuchillo.
— Otmar, te presento a Charles Leclerc. Señor Leclerc, este es Otmar Vowles, el hermano del dueño de la tienda. —Y por alguna razón poco comprensible, siento que debo darle más explicaciones. — Conozco a Otmar desde que trabajo aquí, aunque no nos vemos muy a menudo. Ha vuelto de Florencia, donde estudia administración de empresas.
Estoy diciendo chorradas... ¡Basta!
—Señor Vowles.
Charles le tiende la mano con mirada impenetrable.
— Señor Leclerc — lo saluda Otmar estrechándole la mano. — Espera... ¿No será el famoso Charles Leclerc? ¿El de Ferrari. Inc?
Otmar pasa de mostrarse hosco a quedarse deslumbrado en una milésima de segundo. Leclerc le dedica una educada sonrisa.
— Wow... ¿Puedo ayudarle en algo?
— Se ha ocupado Carlos, señor Vowles. Ha sido muy atento.
Su expresión es impasible, pero sus palabras... es como si estuviera diciendo algo totalmente diferente. Es desconcertante.
— Estupendo — le responde Otmar. — Nos vemos luego, Carlos.
— Claro, Otmar.
Lo observo desaparecer hacia el almacén.
— ¿Algo más, señor Leclerc?
— Nada más.
Su tono es distante y frío. Maldita sea... ¿Lo he ofendido? Respiro hondo, me vuelvo y me dirijo a la caja. ¿Qué le pasa ahora? Marco el precio de la cuerda, el mono, la cinta adhesiva y los sujeta cables.
— Serán cuarenta y tres dólares, por favor.
Miro a Leclerc, pero me arrepiento inmediatamente. Está observándome fijamente. Me pone de los nervios.
— ¿Quiere una bolsa? — le pregunto cogiendo su tarjeta de crédito.
— Sí, gracias, Carlos.
Su lengua acaricia mi nombre, y el corazón se me vuelve a disparar. Apenas puedo respirar. Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.
— Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.
Vuelve a ser el hombre de negocios. Asiento, porque de nuevo me he quedado sin palabras, y le devuelvo la tarjeta de crédito.
— Bien. Hasta mañana, quizá. — Se vuelve para marcharse, pero se detiene. — Ah, una cosa, Carlos... Me alegro de que el Señor Norris no pudiera hacerme la entrevista.
Sonríe y sale de la tienda a grandes zancadas y con renovada determinación, colgándose la bolsa del hombro y dejándome como una masa temblorosa de embravecidas hormonas masculinas. Paso varios minutos mirando la puerta cerrada por la que acaba de marcharse antes de volver a pisar la Tierra. De acuerdo. Me gusta. Ya está, lo he admitido.
No puedo seguir escondiendo mis sentimientos. Nunca me había sentido así. Me parece atractivo, muy atractivo. Pero sé que es una causa perdida y suspiro con un pesar agridulce. Ha sido solo una coincidencia que viniera. Pero, bueno, puedo admirarlo desde la distancia, ¿no? No tiene nada de malo. Y si encuentro a un fotógrafo, mañana lo admiraré a mis anchas. Me muerdo el labio pensándolo y me descubro a mí mismo sonriendo como un colegial. Tengo que llamar a Lando para organizar la sesión fotográfica.
Chapter 3: Capitulo 3
Summary:
Carlos ¿siente algo por Charles? ¿Por qué cada que lo ve siente algo en su estómago?
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Land se pone loco de emoción.
— Pero ¿qué hacía en Vowles's?
Su curiosidad rezuma por el teléfono. Estoy al fondo del almacén e intento que mi voz suene despreocupada.
— Pasaba por aquí.
— Me parece demasiada casualidad, Carlos. ¿No crees que ha ido a verte?
El corazón me da un brinco al planteármelo, pero la alegría dura poco. La triste y decepcionante realidad es que había venido por trabajo.
— Ha venido a visitar el departamento de agricultura de la universidad. Financia una investigación — murmuro.
— Sí, sí. Ha concedido al departamento una subvención de dos millones y medio de dólares.
Wow.
— ¿Cómo lo sabes?
— Carlos, soy periodista y he escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es saberlo.
— Vale, Carla Bernstein, no te sulfures. Bueno, ¿quieres esas fotos?
— Pues claro. El problema es quién va a hacerlas y dónde.
— Podríamos preguntarle a él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.
— ¿Puedes contactar con él?
— Tengo su móvil.
Land pega un grito.
— ¿El soltero más rico, más escurridizo y más enigmático de todo Formigine te ha dado su número de móvil?
— Bueno... sí.
— ¡Carlos! Le gustas. No tengo la menor duda — afirma categóricamente.
— Land, solo pretende ser amable.
Pero incluso mientras lo digo sé que no es verdad. Charles Leclerc no es amable. Es educado, quizá. Y una vocecita me susurra: Tal vez Land tiene razón. Se me eriza el vello solo de pensar que quizá, solo quizá, podría gustarle. Después de todo, es cierto que me ha dicho que se alegraba de que Land no le hubiera hecho la entrevista. Me abrazo a mí mismo con silenciosa alegría y giro a derecha e izquierda considerando la posibilidad de que por un instante pueda gustarle. Land me devuelve al presente.
— No sé cómo podremos hacer la sesión. Ollie, nuestro fotógrafo habitual, no puede. Ha ido a Módena a pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará cuando sepa que ha perdido la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más importantes del país.
— Mmm... ¿Y Esteban?
— ¡Buena idea! Pídeselo tú. Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Leclerc y le preguntas dónde quiere que vayamos.
Land es insufriblemente desdeñoso con Esteban.
— Creo que deberías llamarlo tú.
— ¿A quién? ¿A Esteban? — me pregunta en tono de burla.
— No, a Leclerc.
— Carlos, eres tú el que tiene trato con él.
— ¿Trato? — exclamo subiendo el tono varias octavas. — Apenas conozco a ese tipo.
— Al menos has hablado con él — dice implacable. — Y parece que quiere conocerte mejor. Carlos, llámalo y punto.
Y me cuelga. A veces es muy autoritario. Frunzo el ceño y le saco la lengua al teléfono. Estoy dejándole un mensaje a Esteban cuando Otmar entra en el almacén a buscar papel de lija.
— Carlos, tenemos trabajo ahí fuera — me dice sin acritud.
— Sí, perdona — murmuro, y me doy la vuelta para salir.
— ¿De qué conoces a Charles Leclerc?
Otmar intenta mostrarse indiferente, pero no lo consigue.
— Tuve que entrevistarlo para la revista de la facultad. Land no se encontraba bien.
Me encojo de hombros intentando no darle importancia, pero no lo hago mucho mejor que él.
— Charles Leclerc en Vowles's. Imagínate — resopla Otmar sorprendido. Mueve la cabeza, como si quisiera aclararse las ideas. — Bueno, ¿te apetece que salgamos a tomar algo esta noche?
Cada vez que vuelve a casa me propone salir, y siempre le digo que no. Es un ritual. Nunca me ha parecido buena idea salir con el hermano del jefe, y además Otmar es lindo como podría serlo el vecino de al lado, pero, por más imaginación que le eches no puede ser un héroe literario. ¿Lo es Leclerc?, me pregunta mi subconsciente alzando su imaginaria ceja. La hago callar.
— ¿No tenéis cena familiar por el cumpleaños de tu hermano?
— Mañana.
— Quizá otro día, Otmar. Esta noche tengo que estudiar. Tengo exámenes finales la semana que viene.
— Carlos, un día de estos me dirás que sí — me dice sonriendo. Y vuelvo a la tienda.
— Pero yo hago paisajes, Carlos, no retratos — refunfuña Esteban.
— Esteban, por favor — le suplico.
Con el móvil en la mano, recorro el salón de casa contemplando la luz del atardecer al otro lado de la ventana.
— Dame el teléfono.
Land me lo quita retirándose bruscamente el pelo rubio rojizo del hombro.
— Escúchame, Esteban Ocon, si quieres que nuestra revista cubra la inauguración de tu exposición, nos harás la sesión mañana, ¿entendido?
Land puede ser increíblemente duro.
— Bien. Carlos volverá a llamarte para decirte dónde y a qué hora.
Nos vemos mañana. — Y cuelga el móvil.
— Solucionado. Ahora lo único que nos queda es decidir dónde y cuándo. Llámalo.
Me tiende el teléfono. Siento un nudo en el estómago.
—¡Llama a Leclerc ahora mismo!
Lo miro ceñudo y saco la tarjeta de Leclerc del bolsillo trasero de mis pantalones. Respiro larga y profundamente, y marco el número con dedos temblorosos.
Contesta al segundo tono con voz tranquila y fría.
— Leclerc.
— ¿Se... Señor Leclerc? Soy Carlos Sainz.
No reconozco mi propia voz. Estoy muy nervioso. Leclerc se queda un segundo en silencio. Estoy temblando.
— Señor Sainz. Un placer tener noticias suyas.
Le ha cambiado la voz. Creo que se ha sorprendido, y suena muy... cálido. Incluso seductor. Se me corta la respiración y me ruborizo. De pronto me doy cuenta de que Lando Norris está observándome boquiabierto, así que salgo disparado hacia la cocina para evitar su inoportuna mirada escrutadora.
—Bueno... Nos gustaría hacer la sesión fotográfica para el artículo.
Respira, Carlos, respira. Mis pulmones absorben una rápida bocanada de aire.
— Mañana, si no tiene problema. ¿Dónde le iría bien?
Casi puedo oír su sonrisa de esfinge al otro lado del teléfono.
— Me alojo en el hotel B&B ll Melograno de aquí. ¿Le parece bien a las nueve y media de la mañana?
— Muy bien, nos vemos allí.
Estoy pletórico y sin aliento. Parezco un crío, no un hombre adulto que puede votar y beber alcohol.
— Lo estoy deseando, señor Sainz.
Veo el destello malévolo en sus ojos verdes. ¿Cómo consigue que tan solo cinco palabras encierren una promesa tan tentadora? Cuelgo. Land está en la cocina, observándome con una mirada de total y absoluta consternación.
— Carlos Sainz Vázquez de Castro. ¡Te gusta! Nunca te había visto ni te había oído tan... tan... alterado por nadie. Te has puesto rojo.
— Land, ya sabes que me pongo rojo por nada. Lo hago por deporte. No seas ridículo — le contesto enfadado.
Land parpadea sorprendido. Es muy raro que yo me enrabie, y si lo hago, se me pasa enseguida.
— Me intimida... Eso es todo.
—En el B&B ll Melograno, nada menos — murmura Land. — Voy a llamar al gerente para negociar con él un lugar para la sesión.
— Yo voy a hacer la cena. Luego tengo que estudiar.
Abro un armario para empezar a preparar la cena, sin poder disimular que estoy mosqueada con ella.
Esa noche estoy intranquilo, no paro de moverme y de dar vueltas en la cama. Sueño con ojos verdes, monos de trabajo, piernas largas, dedos largos y lugares muy oscuros e inexplorados. Me despierto dos veces con el corazón latiéndome a toda velocidad. Si no pego ojo, mañana tendré una pinta estupenda, me regaño. Doy un golpe sobre la almohada e intento calmarme.
El B&B ll Melograno está en el centro de Formigie. Terminaron el impresionante edificio de piedra marrón justo a tiempo para el crack de finales de los años veinte. Esteban, Logan y yo vamos en mi Escarabajo, y Land en su CLK, porque en mi coche no cabemos todos. Logan es amigo y ayudante de Esteban, y ha venido a echarle una mano con la iluminación. Land ha conseguido que nos dejen utilizar una habitación del B&B ll Melograno a cambio de mencionar el hotel en el artículo. Cuando explica en la recepción que hemos venido a fotografiar al empresario Charles Leclerc, nos suben de inmediato a una suite. Pero a una normal, porque al parecer el señor Leclerc está alojado en la suite más grande del edificio.
Un responsable de marketing demasiado entusiasta nos muestra la suite. Es jovencísimo y por alguna razón está muy nervioso. Sospecho que la belleza de Land y su aire autoritario lo desarman, porque hace con él lo que quiere. Las habitaciones son elegantes, sobrias y con muebles de calidad.
Son las nueve. Tenemos media hora para prepararlo todo. Land va de un lado a otro.
— Esteban, creo que lo colocaremos delante de esta pared. ¿Estás de acuerdo? — No espera a que le responda. — Logan, retira las sillas. Carlos, ¿Puedes pedir que nos traigan unas sodas Y dile a Leclerc que estamos aquí.
— Sí, ama. — Es tan dominante...
Pongo los ojos en blanco, pero hago lo que me pide. Media hora después Charles Leclerc entra en nuestra suite. ¡Madre mía! Lleva una camisa blanca con el cuello abierto y unos pantalones grises de franela que le caen de forma muy seductora sobre las caderas. Todavía lleva el pelo mojado. Al mirarlo se me seca la boca... Está alucinantemente bueno. Entra en la suite acompañado de un hombre de treinta y pico años, con el pelo en rastas, un elegante traje negro y corbata, que se queda en silencio en una esquina. Sus ojos castaños nos miran impasibles.
— Señor Sainz, volvemos a vernos.
Leclerc me tiende la mano, que estrecho mientras parpadeo rápidamente. ¡Dios mío!... Está realmente... Cuando le toco la mano, siento esa agradable corriente que me recorre el cuerpo entero, me enciende y hace que me ruborice. Estoy convencido de que todo el mundo puede oír mi respiración irregular.
— Señor Leclerc, le presento a Lando Norris — susurro señalando a Land, que se acerca y lo mira directamente a los ojos.
— El tenaz señor Norris. ¿Qué tal está? —Sonríe ligeramente y parece divertido. — Espero que se encuentre mejor. Carlos me dijo que la semana pasada estuvo enfermo.
— Estoy bien, gracias, señor Leclerc.
Le estrecha la mano con fuerza sin pestañear. Me recuerdo a mí mismo que Land ha ido a las mejores escuelas privadas de Formegine. Su familia tiene dinero, así que ha crecido seguro de sí mismo y de su lugar en el mundo. No se anda con tonterías. A mí me impresiona.
— Gracias por haber encontrado un momento para la sesión — le dice con una sonrisa educada y profesional.
— Es un placer — le contesta Leclerc lanzándome una mirada.
Vuelvo a ruborizarme. Maldita sea.
— Este es Esteban Ocon, nuestro fotógrafo — le digo.
Y sonrío a Esteban, que me devuelve una sonrisa cariñosa y luego mira a Leclerc con frialdad.
— Señor Leclerc — lo saluda con un movimiento de cabeza.
— Señor Ocon.
La expresión de Leclerc también cambia mientras observa a Esteban.
— ¿Dónde quiere que me coloque? — le pregunta Leclerc en tono ligeramente amenazador.
Pero Lando Norris no está dispuesto a dejar que Esteban lleve la voz cantante.
— Señor Leclerc, ¿puede sentarse aquí, por favor? Tenga cuidado con los cables. Y luego haremos también unas cuantas de pie.
Le indica una silla colocada contra una pared.
Logan enciende las luces, que por un momento ciegan a Leclerc, y susurra una disculpa. Luego él y yo nos quedamos atrás y observamos a Esteban mientras toma las fotografías. Hace varias con la cámara en la mano, pidiéndole a Leclerc que se gire a un lado, al otro, que mueva un brazo y que vuelva a bajarlo. Luego coloca la cámara en el trípode y sigue haciendo fotos de Leclerc sentado, posando pacientemente y con naturalidad, durante unos veinte minutos. Mi deseo se ha hecho realidad: admiro a Leclerc desde una distancia no tan larga. En dos ocasiones nuestros ojos se encuentran y tengo que apartar la mirada de la suya, tan inextricable.
— Ya tenemos bastantes sentado — interrumpe Lando. — ¿Puede ponerse de pie, señor Leclerc?
Se levanta y Logan corre a retirar la silla. El obturador de la Nikon de Esteban empieza a chasquear de nuevo.
— Creo que ya tenemos suficientes — anuncia Esteban cinco minutos después.
— Muy bien — dice Land. — Gracias de nuevo, señor Leclerc.
Le estrecha la mano, y también Esteban.
— Me encantará leer su artículo, señor Norris — murmura Leclerc, y se vuelve hacia mí, que estoy junto a la puerta. — ¿Viene conmigo, señor Sainz? — me pregunta.
— Claro — le contesto totalmente desconcertada.
Miro nervioso a Land, que se encoge de hombros. Veo que Esteban, que está detrás de él, pone mala cara.
— Que tengan un buen día — dice Leclerc abriendo la puerta y apartándose a un lado para que yo salga primero.
Pero... ¿De qué va todo esto? ¿Qué quiere? Me detengo en el pasillo y me muevo nervioso mientras Leclerc sale de la habitación seguido por el tipo rapado y trajeado.
— En seguida le aviso, Logan — murmura al rapado.
Logan se aleja por el pasillo y Leclerc dirige su ardiente mirada verde hacia mí. Mierda... ¿He hecho algo mal?
— Me preguntaba si le apetecería tomar un café conmigo.
El corazón se me sube de golpe a la boca. ¿Una cita? Charles Leclerc está pidiéndome una cita. Está preguntándote si quieres un café. Quizá piensa que todavía no te has despertado, me suelta mi subconsciente en tono burlón. Carraspeo e intento controlar los nervios.
— Tengo que llevar a todos a casa — murmuro en tono de disculpa retorciendo las manos y los dedos.
—¡Logan! —grita.
Pego un bote. Logan, que se había quedado esperando al fondo del pasillo, se vuelve y regresa con nosotros.
— ¿Van a la universidad? — me pregunta Leclerc en voz baja.
Asiento, porque estoy demasiado aturdida para contestar.
— Zhou puede llevarlos. Es mi chófer. Tenemos un 4 x 4 grande, así que puede llevar también el equipo.
— ¿Señor Leclerc? — pregunta Zhou cuando llega hasta nosotros con rostro inexpresivo.
— ¿Puede llevar a su casa al fotógrafo, su ayudante y el señor Norris, por favor?
— Por supuesto, señor — le contesta Zhou.
— Arreglado. ¿Puede ahora venir conmigo a tomar un café?
Leclerc sonríe dándolo por hecho.
Frunzo el ceño.
— Verá... señor Leclerc... esto... la verdad... Mire, no es necesario que Logan los lleve. — Lanzo una rápida mirada a Zhou, que sigue estoicamente impasivo. — Puedo intercambiar el coche con Land, si me espera un momento.
Leclerc me dedica una sonrisa de oreja a oreja deslumbrante y natural. Madre mía... Abre la puerta de la suite y la sostiene para que pase. Entro deprisa y encuentro a Lando Norris en plena discusión con Esteban.
— Carlos, creo que no hay duda de que le gustas — me dice sin el menor preámbulo.
Esteban me mira ceñudo.
— Pero no me fío de él — añade Land.
Levanto la mano con la esperanza de que se calle, y milagrosamente lo hace.
— Land, ¿puedes llevarte a Isabela y dejarme tu coche?
— ¿Por qué?
— Charles Leclerc me ha pedido tomar un café con él.
Se queda boquiabierto, sin saber qué decir. Disfruto del momento. Me coge del brazo y me arrastra hasta el dormitorio, al fondo de la sala de estar de la suite.
— Carlos, es un tipo raro — me advierte. — Es muy guapo, de acuerdo, pero creo que es peligroso. Especialmente para alguien como tú.
— ¿Qué quieres decir con eso de alguien como yo? — le pregunto ofendido.
—Un inocente como tú, Carlos. Ya sabes lo que quiero decir — me contesta un poco enfadado.
Me ruborizo.
—Land, solo es un café. Empiezo los exámenes esta semana y tengo que estudiar, así que no me alargaré mucho.
Arruga los labios, como si estuviera considerando mi petición. Al final se saca las llaves del bolsillo y me las da. Le doy las mías.
— Nos vemos luego. No tardes, o pediré que vayan a rescatarte.
— Gracias.
Lo abrazo.
Salgo de la suite y encuentro a Charles Leclerc esperándome apoyado en la pared. Parece un modelo posando para una sofisticada revista de moda.
— Ya está. Vamos a tomar un café — murmuro enrojeciendo de nuevo.
Sonríe.
— Usted primero, señor Sainz.
Se incorpora y hace un gesto para que pase delante. Avanzo por el pasillo con las piernas temblando, el estómago lleno de mariposas y el corazón latiéndome violentamente. Voy a tomar un café con Charles Leclerc... y odio el café.
Caminamos juntos por el amplio pasillo hacia el ascensor. ¿Qué puedo decirle? De pronto el temor me paraliza la mente. ¿De qué vamos a hablar? ¿Qué tengo yo en común con él? Su voz cálida me sobresalta y me aparta de mis pensamientos.
— ¿Cuánto hace que conoces a Lando Norris?
Bueno, una pregunta fácil para empezar.
— Desde el primer año de facultad. Somos buenos amigos.
— Ya — me contesta evasivo.
¿Qué está pensando?
Pulsa el botón para llamar al ascensor y casi de inmediato suena el pitido. Las puertas se abren y muestran a una joven pareja abrazándose apasionadamente. Se separan de golpe, sorprendidos e incómodos, y miran con aire de culpabilidad en cualquier dirección menos la nuestra. Leclerc y yo entramos en el ascensor.
Intento que no cambie mi expresión, así que miro al suelo al sentir que las mejillas me arden. Cuando levanto la mirada hacia Leclerc, parece que ha esbozado una sonrisa, pero es muy difícil asegurarlo. La joven pareja no dice nada. Descendemos a la planta baja en un incómodo silencio. Ni siquiera suena uno de esos terribles hilos musicales para distraernos.
Las puertas se abren y, para mi gran sorpresa, Leclerc me coge de la mano y me la sujeta con sus dedos largos y fríos. Siento la corriente recorriendo mi cuerpo, y mis ya rápidos latidos se aceleran. Mientras tira de mí para salir del ascensor, oímos a nuestras espaldas la risita tonta de la pareja. Leclerc sonríe.
— ¿Qué pasa con los ascensores? — masculla.
Cruzamos el amplio y animado vestíbulo del hotel en dirección a la entrada, pero Leclerc evita la puerta giratoria. Me pregunto si es porque tendría que soltarme la mano.
Es un bonito domingo de mayo. Brilla el sol y apenas hay tráfico. Leclerc gira a la izquierda y avanza hacia la esquina, donde nos detenemos a esperar que cambie el semáforo. Estoy en la calle y Charles Leclerc me lleva de la mano. Nunca he paseado de la mano de nadie. La cabeza me da vueltas, y un cosquilleo me recorre todo el cuerpo. Intento reprimir la ridícula sonrisa que amenaza con dividir mi cara en dos. Intenta calmarte, Carlos, me implora mi subconsciente. El hombrecillo verde del semáforo se ilumina y seguimos nuestro camino.
Andamos cuatro manzanas hasta llegar al amore per la vita al caffé, donde Leclerc me suelta para sujetarme la puerta.
— ¿Por qué no elige una mesa mientras voy a pedir? ¿Qué quiere tomar? — me pregunta, tan educado como siempre.
— Tomaré... eh... un té negro.
Alza las cejas.
— ¿No quiere un café?
— No me gusta demasiado el café.
Sonríe.
— Muy bien, un té negro. ¿Dulce?
Me quedo un segundo perplejo, pensando que se refiere a mí, pero por suerte aparece mi subconsciente frunciendo los labios. No, tonto... Que si lo quieres con azúcar.
— No, gracias.
Me miro los dedos nudosos.
— ¿Quiere comer algo?
— No, gracias.
Niego con la cabeza y Leclerc se dirige a la barra.
Levanto un poco la vista y lo miro furtivamente mientras espera en la cola a que le sirvan. Podría pasarme el día mirándolo... Es alto, ancho de hombros y delgado... Y cómo le caen los pantalones... Madre mía. Un par de veces se pasa los largos y bonitos dedos por el pelo, que ya está seco, aunque sigue alborotado. Ay, cómo me gustaría hacerlo a mí. La idea se me pasa de pronto por la cabeza y me arde la cara. Me muerdo el labio y vuelvo a mirarme las manos. No me gusta el rumbo que están tomando mis caprichosos pensamientos.
— Un dólar por sus pensamientos.
Leclerc ha vuelto y me mira fijamente.
Me pongo colorado. Solo estaba pensando en pasarte los dedos por el pelo y preguntándome si sería suave. Niego con la cabeza. Leclerc lleva una bandeja en las manos, que deja en la pequeña mesa redonda chapada en abedul. Me tiende una taza, un platillo, una tetera pequeña y otro plato con una bolsita de té con la etiqueta TWININGS ENGLISH BREAKFAST, mi favorito. Él se ha pedido un café con un bonito dibujo de una hoja impreso en la espuma de leche. ¿Cómo lo hacen?, me pregunto distraído. También se ha pedido una magdalena de arándanos. Coloca la bandeja a un lado, se sienta frente a mí y cruza sus largas piernas. Parece cómodo, muy a gusto con su cuerpo. Lo envidio. Y aquí estoy yo, desgarbado y torpe, casi incapaz de ir de A a B sin caerme de morros.
— ¿Qué está pensando? — insiste.
— Que este es mi té favorito.
Hablo en voz baja y entrecortada. Sencillamente, no me puedo creer que esté con Charles Leclerc en una cafetería de Formigine. Frunce el ceño. Sabe que estoy escondiéndole algo. Introduzco la bolsita de té en la tetera y casi inmediatamente la retiro con la cucharilla. Leclerc ladea la cabeza y me mira con curiosidad mientras dejo la bolsita de té en el plato.
— Me gusta el té negro muy flojo — murmuro a modo de explicación.
— Ya veo. ¿Es su novio?
Pero ¿qué dice?
— ¿Quién?
— El fotógrafo. Esteban Ocon.
Me río nervioso, aunque con curiosidad. ¿Por qué le ha dado esa impresión?
— No. Esteban es un buen amigo mío. Eso es todo. ¿Por qué ha pensado que era mi novio?
— Por cómo se sonríen.
Me sostiene la mirada. Es desconcertante. Quiero mirar a otra parte, pero estoy atrapado, embelesado.
— Es como de la familia — susurro.
Leclerc asiente, al parecer satisfecho con mi respuesta, y dirige la mirada a su magdalena de arándanos. Sus largos dedos retiran el papel con destreza, y yo lo contemplo fascinado.
— ¿Quiere un poco? — me pregunta.
Y recupera esa sonrisa divertida que esconde un secreto.
— No, gracias.
Frunzo el ceño y vuelvo a contemplarme las manos.
— Y el chico al que me presentó ayer, en la tienda... ¿No es su novio?
— No. Otmar es solo un amigo. Se lo dije ayer.
¿Qué tonterías son estas?
— ¿Por qué me lo pregunta? — le digo.
— Parece nervioso cuando está con hombres.
Maldita sea, es algo personal. Solo me pongo nervioso cuando estoy con usted, Leclerc.
—Usted me resulta intimidante.
Me pongo colorado, pero mentalmente me doy palmaditas en la espalda por mi sinceridad y vuelvo a contemplarme las manos. Lo oigo respirar profundamente.
— De modo que le resulto intimidante — me contesta asintiendo. — Es usted muy sincero. No baje la cabeza, por favor. Me gusta verle la cara.
Lo miro y me dedica una sonrisa alentadora, aunque irónica.
— Eso me da alguna pista de lo que puede estar pensando — me dice. — Es usted un misterio, señor Sainz.
¿Un misterio? ¿Yo?
— No tengo nada de misterioso.
— Creo que es usted muy contenido — murmura.
¿De verdad? Uau... ¿cómo lo consigo? Es increíble. ¿Yo, contenida? Imposible.
— Menos cuando se ruboriza, claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber por qué se ha ruborizado.
Se mete un trozo de magdalena en la boca y empieza a masticarlo despacio, sin apartar los ojos de mí. Y, como no podía ser de otra manera, me ruborizo. ¡Mierda!
— ¿Siempre hace comentarios tan personales?
— No me había dado cuenta de que fuera personal. ¿Lo he ofendido? — me pregunta en tono sorprendido.
— No — le contesto sinceramente.
— Bien.
— Pero es usted un poco arrogante.
Alza una ceja y, si no me equivoco, también él se ruboriza ligeramente.
— Suelo hacer las cosas a mi manera, Carlos — murmura. — En todo.
— No lo dudo. ¿Por qué no me ha pedido que lo tutee?
Me sorprende mi osadía. ¿Por qué la conversación se pone tan seria? Las cosas no están yendo como pensaba. No puedo creerme que esté mostrándome tan hostil hacia él. Como si él intentara advertirme de algo.
— Solo me tutea mi familia y unos pocos amigos íntimos. Lo prefiero así.
Todavía no me ha dicho: «Llámame Charles». Es sin duda un obseso del control, no hay otra explicación, y parte de mí está pensando que quizá habría sido mejor que lo entrevistara Land. Dos obsesos del control juntos. Además, él es casi castaño claro — bueno, castaño, — como todos los hombres de su empresa. Y es guapo, me recuerda mi subconsciente. No me gusta imaginar a Charles y a Land juntos. Doy un sorbo a mi té, y Leclerc se pone otro trozo de magdalena en la boca.
— ¿Es usted hijo único? — me pregunta.
Vaya... Ahora cambia de conversación.
— Sí.
— Hábleme de sus padres.
¿Por qué quiere saber cosas de mis padres? Es muy aburrido.
— Mi padre vive en Reggio Emilia con su nuevo marido, Guenther. Mi padrastro vive en Módena.
— ¿Y su padre?
— Mi padre murió cuando yo era un niño.
— Lo siento — musita.
Por un segundo la expresión de su cara se altera.
— No me acuerdo de él.
— ¿Y su padre volvió a casarse?
Resoplo.
— Ni que lo jure.
Frunce el ceño.
— No cuenta demasiado de su vida, ¿verdad? —me dice en tono seco frotándose la barbilla, como pensativo.
— Usted tampoco.
— Usted ya me ha entrevistado, y recuerdo algunas preguntas bastante personales — me dice sonriendo.
¡Vaya! Está recordándome la pregunta de si era gay. Vuelvo a morirme de vergüenza. Sé que en los próximos años voy a necesitar terapia intensiva para no sentirme tan mal cada vez que recuerde ese momento. Suelto lo primero que se me ocurre sobre mi madre, cualquier cosa para apartar ese recuerdo.
— Mi padre es genial. Es un romántico empedernido. Ya se ha casado cuatro veces.
Charles alza las cejas sorprendido.
— Lo echo de menos — sigo diciéndole. — Ahora está con Guenther. Espero que lo controle un poco y recoja los trozos cuando sus descabellados planes no vayan como 'él esperaba.
Sonrío con cariño. Hace mucho que no veo a mi madre. Charles me observa atentamente, dando sorbos a su café de vez en cuando. La verdad es que no debería mirarle la boca. Me perturba.
— ¿Se lleva bien con su padrastro?
— Claro. Crecí con él. Para mí es mi padre.
— ¿Y cómo es?
— ¿Zack? Es... taciturno.
— ¿Eso es todo? — me pregunta Leclerc sorprendido.
Me encojo de hombros. ¿Qué espera este hombre? ¿La historia de mi vida?
— Taciturno como su hijastro — me suelta Leclerc.
Me contengo para no soltar un bufido.
— Le gusta el fútbol, sobre todo el europeo, y los bolos, y pescar, y hacer muebles. Es carpintero. Estuvo en el ejército.
Suspiro.
— ¿Vivió con él?
— Sí. Mi padre conoció a su marido número tres cuando yo tenía quince años. Yo me quedé con Zack.
Frunce el ceño, como si no lo entendiera.
— ¿No quería vivir con su padre? — me pregunta.
Francamente, a él qué le importa.
— El marido número tres vivía en Milán. Yo tenía mi vida en Vicenza. Y... bueno, mi padre acababa de casarse.
Me callo. Mi padre nunca habla de su marido número tres. ¿Qué pretende Leclerc? No es asunto suyo. Yo también puedo jugar a su juego.
— Cuénteme cosas sobre sus padres — le pido.
Se encoge de hombros.
— Mi padre es abogado, y mi otro padre, pediatra. Viven en Formigine.
Vaya... Ha crecido en una familia acomodada. Pienso en una exitosa pareja que adopta a tres niños, y uno de ellos llega a ser un hombre guapo que se mete en el mundo de los negocios y lo conquista sin ayuda de nadie. ¿Qué lo llevó por ese camino? Sus padres deben de estar orgullosos.
—¿A qué se dedican sus hermanos?
— Pierre es constructor, y mi otro hermano está en México estudiando cocina con un famoso chef mexicano.
Sus ojos se nublan enojados. No quiere hablar de su familia ni de él.
— Me han dicho que México es precioso — murmuro.
¿Por qué no quiere hablar de su familia? ¿Porque es adoptado?
— Es bonita. ¿Ha estado? — me pregunta olvidando su enojo.
— Nunca he salido de Italia.
Volvemos a las trivialidades. ¿Qué esconde?
— ¿Le gustaría ir?
— ¿A México? — exclamo.
Me he quedado desconcertado. ¿A quién no le gustaría ir a México?
— Por supuesto — le contesto. — Pero a donde de verdad me gustaría ir es a Inglaterra.
Ladea un poco la cabeza y se pasa el índice por el labio inferior... ¡Madre mía!
— ¿Por?
Parpadeo. Concéntrate, Sainz.
— Porque allí nacieron Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas Hardy... Me gustaría ver los lugares que les inspiraron para escribir libros tan maravillosos.
Al mencionar a estos grandes literatos recuerdo que debería estar estudiando. Miro el reloj.
— Voy a marcharme. Tengo que estudiar.
— ¿Para los exámenes?
— Sí. Empiezan el martes.
— ¿Dónde está el coche del señor Norris?
— En el aparcamiento del hotel.
— La acompaño.
— Gracias por el té, señor Leclerc.
Esboza su extraña sonrisa de guardar un gran secreto.
— No hay de qué, Carlos. Ha sido un placer. Vamos — me dice tendiéndome una mano.
La tomo, perplejo, y salgo con él de la cafetería.
Caminamos hasta el hotel, y me gustaría decir que en amigable silencio. Al menos, él parece tan tranquilo como siempre. En cuanto a mí, me desespero intentando analizar cómo ha ido nuestro café matutino. Me siento como si me hubieran entrevistado para un trabajo, pero no estoy segura de por qué.
— ¿Siempre lleva vaqueros? — me pregunta sin venir a cuento.
— Casi siempre.
Asiente. Hemos llegado al cruce, al otro lado de la calle del hotel. Todo me da vueltas. Qué pregunta tan rara... Y soy consciente de que nos queda muy poco tiempo juntos. Esto es todo. Esto ha sido todo, y lo he fastidiado, lo sé. Quizá sale con alguien.
— ¿Tiene novio? — le suelto.
¡Maldita sea! ¿Lo he dicho en voz alta?
Sus labios se arrugan formando una media sonrisa y me mira fijamente.
— No, Carlos. Yo no tengo novios — me contesta en voz baja.
¿Qué quiere decir? ¿Porque me emociona? Por un momento creo que me dará alguna explicación, pistas sobre su frase, pero no lo hace. Tengo que marcharme. Tengo que poner mis ideas en orden. Tengo que alejarme de él. Doy un paso adelante, tropiezo y salgo precipitado hacia la carretera.
— ¡Mierda, Carlos! — grita Leclerc.
Tira de mi mano con tanta fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando pasa a toda velocidad un ciclista contra dirección, y no me atropella de milagro.
Todo sucede muy deprisa. De pronto estoy cayéndome, y en cuestión de segundos estoy entre sus brazos y me aprieta fuerte contra su pecho. Respiro su aroma limpio y saludable. Huele a ropa recién lavada y a gel caro. Es embriagador. Inhalo profundamente.
— ¿Está bien? — me susurra.
Con un brazo me mantiene sujeta, pegada a él, y con los dedos de la otra mano me recorre suavemente la cara para asegurarse de que no me he hecho daño. Su pulgar me roza el labio inferior y contiene la respiración. Me mira fijamente a los ojos, y por un momento, o quizá durante una eternidad, le sostengo la mirada inquieta y ardiente, pero al final centro la atención en su bonita boca. Y por primera vez en veintiún años quiero que me besen.
Quiero sentir su boca en la mía. ¡Diablos, bésame ya!
Notes:
¿Qué les va pareciendo?
Chapter 4: Capitulo 4
Summary:
Esteban siendo molesto, pero un Charles celoso es ¿Sexy?
Notes:
Espero les guste, subiré hasta el capítulo 9.
Chapter Text
Bésame, maldita sea!, le suplico, pero no puedo moverme. Un extraño y desconocido deseo me paraliza. Estoy totalmente cautivado. Observo fascinado la boca de Charles Leclerc, y él me observa a mí con una mirada velada, con ojos cada vez más impenetrables. Respira más deprisa de lo normal, y yo he dejado de respirar.
Estoy entre tus brazos. Bésame, por favor. Cierra los ojos, respira muy hondo y mueve ligeramente la cabeza, como si respondiera a mi silenciosa petición. Cuando vuelve a abrirlos, ha recuperado la determinación, ha tomado una férrea decisión.
— Carlos, deberías mantenerte alejado de mí. No soy un hombre para ti — suspira.
¿Qué? ¿A qué viene esto? Se supone que soy yo la que debería decidirlo. Frunzo el ceño y muevo la cabeza en señal de negación.
— Respira, Carlos, respira. Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte marchar — me dice en voz baja.
Y me aparta suavemente.
Me ha subido la adrenalina por todo el cuerpo, por el ciclista que casi me atropella o por la embriagadora proximidad de Charles, y me siento paralizado y débil. ¡NO!, grita mi mente mientras se aparta dejándome desamparado.
Apoya las manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción. Y lo único que puedo pensar es que quería que me besara, que era obvio, pero no lo ha hecho. No me desea. La verdad es que no me desea. He fastidiado soberanamente la cita.
— Quiero decirte una cosa — le digo tras recuperar la voz. — Gracias — musito hundido en la humillación.
¿Cómo he podido malinterpretar hasta tal punto la situación entre nosotros? Tengo que apartarme de él.
— ¿Por qué?
Frunce el ceño. No ha retirado las manos de mis hombros.
— Por salvarme — susurro.
— Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte un momento en el hotel?
Me suelta y baja las manos. Estoy frente a él y me siento como un tonto por todo lo que ha pasado.
Intento aclararme las ideas. Solo quiero marcharme. Todas mis vagas e incoherentes esperanzas se han frustrado. No me desea. ¿En qué estaba pensando?, me regaño a mí mismo. ¿Qué iba a interesarle de ti a Charles Leclerc?, se burla mi subconsciente. Me rodeo con los brazos, me giro hacia la carretera y veo aliviado que en el semáforo ha aparecido la luz verde. Cruzo rápidamente, consciente de que Leclerc me sigue. Frente al hotel, vuelvo un instante la cara hacia él, pero no puedo mirarlo a los ojos.
— Gracias por el té y por la sesión de fotos — murmuro.
— Carlos... Yo...
Se calla. Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece destrozado, frustrado y con expresión alterada. Su prudente control ha desaparecido.
— ¿Qué, Charles? — le pregunto bruscamente al ver que no dice nada.
Quiero marcharme. Necesito llevarme mi frágil orgullo herido y mimarlo para que se cure.
— Buena suerte en los exámenes — murmura.
¿Cómo? ¿Por eso parece tan desolado? ¿Es esta su fantástica despedida? ¿Desearme suerte en los exámenes?
— Gracias — le contesto sin disimular el sarcasmo. — Adiós, señor Leclerc.
Doy media vuelta, me sorprende un poco no tropezar y, sin volver a dirigirle la mirada, desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo.
Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. ¿En qué estaba pensando? No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. ¿Por qué lloro? Me dejo caer al suelo, enfadado conmigo mismo por esta absurda reacción.
Levanto las rodillas y las rodeo con los brazos. Quiero hacerme lo más pequeño posible. Quizá este disparatado dolor sea menor cuanto más pequeño me haga. Apoyo la cabeza en las rodillas y dejo que las irracionales lágrimas fluyan sin freno. Estoy llorando la pérdida de algo que nunca he tenido. Qué ridículo. Lamentando la pérdida de algo que nunca ha existido... mis esperanzas frustradas, mis sueños frustrados y mis expectativas destrozadas.
Nunca me habían rechazado. Bueno, siempre era una de los últimos a los que elegían para jugar al baloncesto o al voleibol, pero eso lo entendía. Correr y hacer algo más a la vez, como botar o lanzar una pelota, no es lo mío. Soy un auténtico negado para cualquier deporte.
Pero en el plano sentimental, nunca me he expuesto. Toda mi vida he sido muy inseguro. Soy demasiado moreno, demasiado alto, demasiado desaliñado, torpe y tantos otros defectos más, así que siempre he sido yo al que ha rechazado a cualquier posible admirador. En mi clase de química hubo un tipo al que le gustaba, pero nadie había despertado mi interés... Nadie excepto el maldito Charles Leclerc. Quizá debería ser más agradable con gente como Otmar Vowles y Esteban Ocon, aunque estoy segura de que ninguno de ellos ha acabado llorando solo en la oscuridad. Quizá solo necesite pegarme una buena llantera.
¡Basta! ¡Basta ya!, me grita metafóricamente mi subconsciente con los brazos cruzados, apoyada en una pierna y dando golpecitos en el suelo con la otra. Métete en el coche, vete a casa y ponte a estudiar. Olvídalo... ¡Ahora mismo! Y deja ya de auto compadecerte, de castigarte y toda esta mierda.
Respiro hondo varias veces y me levanto. Ánimo, Sainz. Me dirijo al coche de Land secándome las lágrimas. No volveré a pensar en él. Anotaré este incidente en la lista de las experiencias de la vida y me centraré en los exámenes.
Cuando llego, Land está sentada a la mesa del comedor con el portátil. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.
— Carlos, ¿qué pasa?
Oh, no... El santo inquisidor Lando Norris. Muevo la cabeza como hace él cuando quiere dar a entender que no está para historias, pero no sirve de nada.
— Has llorado.
A veces tiene un don especial para decir lo que es obvio.
— ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? — gruñe con una cara que da miedo.
— Nada, Land.
En realidad, ese es el problema. Al pensarlo, sonrío con ironía.
— ¿Y por qué has llorado? Tú nunca lloras — me dice en tono más suave.
Se levanta. Sus ojos verdeazulados me miran preocupados. Me abraza.
Tengo que decir lo que sea para quitármelo de encima.
— Casi me atropella un ciclista.
Es lo mejor que se me ocurre decirle para que por un momento se olvide de Leclerc.
— Dios mío, Carlos... ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.
— No. Charles me ha salvado — susurro. — Pero me he pegado un susto de muerte.
— No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.
— He tomado un té. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad.
No sé por qué me lo ha pedido.
— Le gustas, Carlos — me dice soltándome.
— Ya no. No volveré a verlo.
Sí, consigo sonar como si no me importara.
— ¿Cómo?
Maldita sea. Está intrigado. Me meto en la cocina para que no pueda verme la cara.
— Sí... No tiene demasiado que ver conmigo, Land — le digo lo más fríamente que puedo.
— ¿Qué quieres decir?
— Land, es obvio.
Me vuelvo y me coloco frente a él, que está de pie en la puerta de la cocina.
— Para mí no — me dice. — Vale, tiene más dinero que tú, pero tiene más dinero que casi todo el mundo en este país.
— Land, es...
Me encojo de hombros.
— ¡Carlos, por favor! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Eres un crío —me interrumpe.
Oh, no. Ya estamos otra vez con ese rollo.
— Land, por favor, tengo que estudiar — le corto.
Pone mala cara.
— ¿Quieres ver el artículo? Está acabado. Esteban ha hecho algunas fotos buenísimas.
¿Tengo ahora que ver al guapo de Charles Leclerc, quien no siente el menor interés por mí?
— Claro.
Me saco una sonrisa de la manga y me acerco al portátil. Y ahí está, mirándome en blanco y negro, mirándome y encontrándome indigna de su interés.
Finjo leer el artículo, pero no aparto los ojos de su firme mirada verdosa. Busco en la foto alguna pista de por qué no es un hombre para mí, como me ha dicho. Y de repente me parece obvio. Es demasiado guapo. Somos polos opuestos, y de dos mundos muy diferentes. Me veo a mí mismo como a Ícaro cuando se acerca demasiado al sol, se quema y se estrella. Tiene razón. No es un hombre para mí. Es lo que ha querido decirme, y eso hace más fácil aceptar su rechazo... Bueno, casi. Podré soportarlo. Lo entiendo.
— Muy bueno, Land — logro decirle. — Me voy a estudiar.
Me propongo no volver a pensar en él de momento. Abro los apuntes y empiezo a leer.
Solo cuando estoy en la cama, intentando dormir, permito que mis pensamientos se trasladen a mi extraña mañana. No dejo de pensar en lo que me ha dicho de que no tiene novios, y me enfado por no haber tenido en cuenta esa información antes de estar entre sus brazos, suplicándole mentalmente con todos los poros de mi piel que me besara. Lo había dicho. No me quería como novio. Me tumbo de lado.
Me pregunto si quizá no tiene relaciones sexuales. Cierro los ojos y empiezo a quedarme dormida. Quizá esté reservándose. Bueno, no para ti. Mi adormilado subconsciente me da un último golpe antes de sumergirse en mis sueños.
Y esa noche sueño con ojos verdes y dibujos de hojas en la espuma de la leche, y corro por lugares apenas iluminados por una luz fantasmagórica, y no sé si corro en dirección a algo o huyendo de algo... No queda claro.
Suelto el bolígrafo. Se acabó. He terminado mi último examen. Sonrío de oreja a oreja. Probablemente sea la primera vez que sonrío en toda la semana. Es viernes, y esta noche lo celebraremos. Lo celebraremos por todo lo alto. Seguramente hasta me emborracharé. Nunca me he emborrachado. Miro a Land, que está en el otro extremo de la clase, todavía escribiendo como un loco.
Faltan cinco minutos para que se acabe el examen. Esto es todo. Se acabó mi carrera académica. Ya no tendré que volver a sentarme en filas de alumnos nerviosos. En mi mente doy graciosas volteretas, aunque sé de sobra que mis volteretas solo pueden ser graciosas en mi mente. Land deja de escribir y suelta el bolígrafo.
Me mira también con una sonrisa de oreja a oreja.
De camino a casa, en su Mercedes, nos negamos a hablar del examen. Land está mucho más preocupado por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar las llaves en el bolso.
— Carlos, hay un paquete para ti.
Land está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en papel de embalar. Qué raro. No recuerdo haber encargado nada en Amazon. Land me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a el señor Carlos Sainz. No lleva remitente. Quizá sea de mi padre o de Zack.
— Seguramente será de mis padres.
— ¡Ábrelo! — exclama Land nervioso.
Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que vamos a celebrar que hemos terminado los exámenes.
Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros, aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:
Reconozco la cita de Tess. Me sorprende la casualidad de que hace un momento haya pasado tres horas escribiendo sobre las novelas de Thomas Hardy en mi examen final. Quizá no sea casualidad... quizá sea deliberado. Miro los libros con atención. Tres volúmenes de Tess, la de los d'Urberville. Abro la cubierta de uno. En la primera página, en una tipografía antigua, leo:
¡Son primeras ediciones! Deben de valer una fortuna. E inmediatamente sé quién me las ha mandado. Land observa los libros por encima de mi hombro. Coge la tarjeta.
— Primeras ediciones — susurro.
— No... — dice abriendo los ojos incrédulos por lo que está pasando. — ¿Leclerc?
Asiento.
— No se me ocurre nadie más.
— ¿Qué quiere decir la tarjeta?
— No tengo ni idea. Creo que es una advertencia... La verdad es que sigue previniéndome. No tengo ni idea de por qué. No es que me haya dedicado a tirarle la puerta abajo precisamente —digo frunciendo el ceño.
— Sé que no quieres hablar de él, Carlos, pero no hay duda de que le interesas, te advierta o no.
No me he permitido pensar demasiado en Charles Leclerc en la última semana. Bueno... sus ojos verdes siguen invadiendo mis sueños, y sé que tardaré una eternidad en eliminar de mi cerebro la sensación de sus brazos rodeándome y su maravilloso olor. ¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para él.
— He encontrado una primera edición de Tess en venta, en Nueva York, por catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber costado más. — me dice Land consultando a su buen amigo Google.
— La cita... Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec d'Urberville.
— Lo sé — me contesta Land, pensativo. — ¿Qué intenta decir?
— Ni lo sé ni me importa. No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan desconcertante como esta de alguna parte confusa del libro.
— ¿El pasaje en el que Ángel Clare la manda a la mierda? — me pregunta Land muy serio.
— Sí, ese — le contesto riéndome.
Quiero a Land. Es leal y me apoya. Envuelvo los libros y los dejo en la mesa del comedor. Land me ofrece una copa de champán.
— Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Formigine — dice con una sonrisa.
— Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Formgine y porque todo nos vaya bien.
Chocamos las copas y bebemos.
[...]
El bar es ruidoso y está lleno de gente, de futuros licenciados que han salido a pillar una buena cogorza. Esteban ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año que viene, pero le apetecía salir. Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en la onda de nuestra recién estrenada libertad. Mientras me bebo la quinta copa, pienso que no es buena idea beber tantas margaritas después del champán.
— ¿Y ahora qué, Carlos? — me grita Esteban.
— Land y yo nos vamos a vivir a Formigine. Los padres de Land le han comprado un piso.
— Dios mío, cómo viven algunos... Pero volveréis para mi exposición, ¿no?
— Por supuesto, Esteban. No me la perdería por nada del mundo — le contesto sonriendo.
Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él.
— Es muy importante para mí que vengas, Carlos — me susurra al oído. — ¿Otra margarita?
— Esteban Ocon... ¿estás intentando emborracharme? Porque creo que lo estás consiguiendo — le digo riéndome. — Creo que mejor me tomo una cerveza. Voy a buscar una jarra para todos.
— ¡Más bebida, Carlos! — grita Land.
Land es fuerte como un toro. Ha pasado el brazo por los hombros de Ollie, un compañero de la clase de inglés y su fotógrafo habitual en la revista de la facultad, que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean. Solo tiene ojos para Land, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Lleva el pelo recogido, con unos mechones rizados que le caen con gracia alrededor de la cara. Está despampanante, como siempre. Yo soy más bien de Converse y camisetas, pero me he puesto los vaqueros que más me favorecen. Me aparto de Esteban y me levanto de nuestra mesa.
Uf, me da vueltas la cabeza.
Tengo que agarrarme al respaldo de la silla. Los cócteles con tequila no son una buena idea.
Me dirijo a la barra y decido que debería ir al baño ahora que todavía me mantengo en pie. Bien pensado, Carlos. Me abro camino entre el gentío tambaleándome. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y fresco. Saco el móvil para pasar el rato mientras espero. A ver... ¿cuál ha sido mi última llamada? ¿A Esteban? Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí. Leclerc.
Creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo despierte. Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el críptico mensaje. Si quiere que me mantenga alejado de él, debería dejarme en paz. Reprimo una sonrisa de borracho y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda señal.
— ¿Carlos?
Le ha sorprendido que lo llamara. Bueno, la verdad es que a mí me sorprende estar llamándolo. A continuación, mi ofuscado cerebro se pregunta cómo sabe que soy yo.
— ¿Por qué me has mandado esos libros? — le pregunto arrastrando las palabras.
— Carlos, ¿estás bien? Tienes una voz rara — me dice en tono muy preocupado.
— El raro no soy yo, sino tú — le digo animado por el alcohol.
— Carlos, ¿has bebido?
— ¿A ti qué te importa?
— Tengo... curiosidad. ¿Dónde estás?
— En un bar.
— ¿En qué bar? — me pregunta nervioso.
— Un bar de Formigine.
— ¿Cómo vas a volver a casa?
— Ya me las veré.
La conversación no está yendo como esperaba.
— ¿En qué bar estás?
— ¿Por qué me has mandado esos libros, Charles?
— Carlos, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.
Su tono es tan... tan dictatorial. El controlador obsesivo de siempre. Lo imagino como a un director de cine de los viejos tiempos, con pantalones de montar, un megáfono pasado de moda y una fusta. La imagen me provoca una carcajada.
— Eres tan... dominante — le digo riéndome.
— Carlos, contéstame: ¿dónde carajos estás?
Charles Leclerc diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.
— En Formigine... Bastante lejos de Maranello.
— ¿Dónde exactamente?
— Buenas noches, Charles.
— ¡Carlos!
Cuelgo. Vaya, no me ha dicho nada de los libros. Frunzo el ceño. Misión no cumplida. Estoy bastante borracho, la verdad. La cabeza me da vueltas mientras avanzo en la cola. Bueno, el objetivo era emborracharse, y lo he conseguido.
Ya veo lo que es... Me temo que no merece la pena repetirlo. La cola ha avanzado y ya me toca. Observo embobado el póster de la puerta del cuarto de baño, que ensalza las virtudes del sexo seguro. Maldita sea, ¿acabo de llamar a Charles Leclerc? Mierda. Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.
— Hola — digo en voz baja.
No había previsto que me llamara.
— Voy a buscarte — me dice.
Y cuelga. Solo Charles Leclerc podría hablar con tanta tranquilidad y parecer tan amenazador a la vez.
Maldita sea. Me subo los vaqueros. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a buscarme? Oh, no. Voy a vomitar... no... Estoy bien. Espera. Me estoy montando una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme. Además, tardaría horas en llegar desde Maranello, y para entonces haría mucho que nos habríamos marchado. Me lavo las manos y me miro en el espejo. Estoy rojo y ligeramente desenfocado. Uf... tequila.
Espero una eternidad en la barra, hasta que me dan una jarra grande de cerveza, y por fin vuelvo a la mesa.
— Has tardado un siglo — me regaña Land — ¿Dónde estabas?
— Haciendo cola para el baño.
Esteban y Ollie discuten acaloradamente sobre el equipo de fútbol de nuestra ciudad. Esteban interrumpe su platica para servirnos cerveza, y doy un trago largo.
— Land, creo que saldré un momento a tomar el aire. — Carlos, no aguantas nada... — Solo cinco minutos.
Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Empiezo a sentir náuseas, la cabeza me da vueltas y me siento inestable. Más inestable de lo habitual.
Mientras bebo al aire libre, en la zona de aparcamiento, soy consciente de lo borracho que estoy. No veo bien. La verdad es que lo veo todo doble, como en las viejas reposiciones de los dibujos animados de Tom y Jerry. Creo que voy a vomitar.
¿Cómo he podido acabar así?
— Carlos, ¿estás bien?
Esteban ha salido del bar y se ha acercado a mí.
— Creo que he bebido un poco más de la cuenta — le contesto sonriendo.
— Yo también — murmura. Sus ojos oscuros me miran fijamente. — ¿Te echo una mano? — me pregunta avanzando hasta mí y rodeándome con sus brazos.
— Esteban, estoy bien. No pasa nada.
Intento apartarlo sin demasiada energía.
— Carlos, por favor — me susurra.
Me agarra y me acerca a él.
— Esteban, ¿qué estás haciendo?
— Sabes que me gustas, Carlos. Por favor.
Con una mano me mantiene pegada a él, y con la otra me agarra de la barbilla y me levanta la cara. ¡Va a besarme...!
— No, Esteban, para... No.
Lo empujo, pero es todo músculos, así que no consigo moverlo. Me ha metido la mano por el pelo y me sujeta la cabeza para que no la mueva.
— Por favor, Carlos, cariño — me susurra con los labios muy cerca de los míos.
Respira entrecortadamente y su aliento es demasiado dulzón. Huele a margarita y a cerveza. Empieza a recorrerme la mandíbula con los labios, acercándose a la comisura de mi boca. Estoy muy nervioso, borracho y fuera de control. Me siento agobiado.
— Esteban, no — le suplico.
No quiero. Eres mi amigo y creo que voy a vomitar.
— Creo que el joven ha dicho que no — dice una voz tranquila en la oscuridad.
¡Dios mío! Charles Leclerc. Está aquí. ¿Cómo? Esteban me suelta.
— Leclerc — dice Esteban lacónicamente.
Miro angustiada a Charles, que observa furioso a Esteban. Mierda. Siento una arcada y me inclino hacia delante. Mi cuerpo no puede seguir tolerando el alcohol y vomito en el suelo aparatosamente.
— ¡Uf!, Dios mío, ¡Carlos!
Esteban se aparta de un salto con asco. Leclerc me sujeta el pelo, me lo aparta de la cara y suavemente me lleva hacia un parterre al fondo del aparcamiento. Observo agradecida que está relativamente oscuro.
—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te agarro.
Ha pasado un brazo por encima de mis hombros, y con la otra mano me sujeta el pelo, como si quisiera hacerme una coleta con el poco cabello largo que tengo, para que no se me vaya a la cara. Intento apartarlo torpemente, pero vuelvo a vomitar... y otra vez. Oh, mierda... ¿Cuánto va a durar esto? Aunque tengo el estómago vacío y no sale nada, espantosas arcadas me sacuden el cuerpo. Me prometo a mí mismo que jamás volveré a beber. Es demasiado vergonzoso para explicarlo. Por fin dejo de sentir arcadas.
He apoyado las manos en el parterre, pero apenas me sujetan. Vomitar tanto es agotador. Leclerc me suelta y me ofrece un pañuelo. Solo él podría tener un pañuelo de lino recién lavado y con sus iniciales bordadas. CPL. No sabía que todavía podían comprarse estas cosas. Por un instante, mientras me limpio la boca, me pregunto a qué responde la P. No me atrevo a mirarlo. Estoy muerto de vergüenza. Me doy asco. Quiero que las azaleas del parterre me engullan y desaparecer de aquí.
Esteban sigue merodeando junto a la puerta del bar, mirándonos. Me lamento y apoyo la cabeza en las manos. Debe de ser el peor momento de mi vida. La cabeza sigue dándome vueltas mientras intento recordar un momento peor, y solo se me ocurre el del rechazo de Charles, pero este es cincuenta veces más humillante. Me arriesgo a lanzarle una rápida mirada. Me observa fijamente con semblante sereno, inexpresivo. Me giro y miro a Esteban, que también parece bastante avergonzado e intimidado por Leclerc, como yo. Lo fulmino con la mirada.
Se me ocurren unas cuantas palabras para calificar a mi supuesto amigo, pero no puedo decirlas delante del empresario Charles Leclerc. Carlos, ¿a quién pretendes engañar? Acaba de verte vomitando en el suelo y en la flora local. Tu conducta poco refinada ha sido más que evidente.
— Bueno... Nos vemos dentro — masculla Esteban.
Pero no le hacemos caso, así que vuelve a entrar en el bar. Estoy solo con Leclerc. Mierda, mierda. ¿Qué puedo decirle? Puedo disculparme por haberlo llamado.
— Lo siento — susurro mirando fijamente el pañuelo, que no dejo de retorcer entre los dedos.
Qué suave es.
— ¿Qué sientes, Carlos?
Maldita sea, quiere su recompensa.
— Sobre todo haberte llamado. Estar mareado. Uf, la lista es interminable — murmuro sintiendo que me pongo rojo.
Por favor, por favor, que me muera ahora mismo.
— A todos nos ha pasado alguna vez, quizá no de manera tan dramática como a ti — me contesta secamente. — Es cuestión de saber cuáles son tus límites, Carlos. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es demasiado. ¿Sueles comportarte así?
Me zumba la cabeza por el exceso de alcohol y el enfado. ¿Qué narices le importa? No lo he invitado a venir. Parece un hombre maduro riñéndome como si fuera un crío descarriado. A una parte de mí le apetece decirle que si quiero emborracharme cada noche es cosa mía y que a él no le importa, pero no tengo valor. No ahora, cuando acabo de vomitar delante de él. ¿Por qué sigue aquí?
— No — le digo arrepentido. — Nunca me había emborrachado, y ahora mismo no me apetece nada que se repita.
De verdad que no entiendo por qué está aquí. Empiezo a marearme. Se da cuenta, me agarra antes de que me caiga, me levanta y me apoya contra su pecho, como si fuera un niño.
— Vamos, te llevaré a casa — murmura.
— Tengo que decírselo a Land.
Vuelvo a estar en sus brazos.
— Puede decírselo mi hermano.
— ¿Qué?
— Mi hermano Pierre está hablando con el señor Norris.
— ¿Cómo?
No lo entiendo.
— Estaba conmigo cuando me has llamado.
— ¿En Formigine? — le pregunto confundida.
— No. Estoy en el hotel de la última vez.
¿Todavía? ¿Por qué?
— ¿Cómo me has encontrado?
— He rastreado la localización de tu móvil, Carlos.
Claro. ¿Cómo es posible? ¿Es legal? Acosador, me susurra mi subconsciente entre la nube de tequila que sigue flotándome en el cerebro, pero por alguna razón, porque es él, no me importa.
— ¿Has traído chaqueta o bolso?
— Sí, las dos cosas. Charles, por favor, tengo que decírselo a Land. Se preocupará.
Aprieta los labios y suspira ruidosamente.
— Si no hay más remedio...
Me suelta, me coge de la mano y se dirige hacia el bar. Me siento débil, todavía borracho, incómodo, agotado, avergonzado y, por extraño que parezca, encantado de la vida. Me lleva de la mano. Es un confuso abanico de emociones. Necesitaré al menos una semana para procesarlas.
En el bar hay mucho ruido, está lleno de gente y ha empezado a sonar la música, así que la pista de baile está llena. Land no está en nuestra mesa, y Esteban ha desaparecido. Ollie, que está solo, parece perdido y desamparado.
— ¿Dónde está Land? — grito a Ollie.
La cabeza empieza a martillearme al ritmo del potente bajo de la música.
— Bailando —me contesta Ollie.
Me doy cuenta de que está enfadado y de que mira a Charles con recelo. Busco mi chaqueta negra y me cuelgo el pequeño bolso cruzado, que me queda a la altura de la cadera. Estoy listo para marcharme en cuanto haya hablado con Land.
Toco el brazo de Charles, me inclino hacia él y le grito al oído que Land está en la pista. Le rozo el pelo con la nariz y respiro su aroma limpio y fresco. Todas las sensaciones prohibidas y desconocidas que he intentado negarme salen a la superficie y recorren mi cuerpo agotado. Me ruborizo, y en lo más profundo de mi cuerpo los músculos se tensan agradablemente.
Pone los ojos en blanco, vuelve a cogerme de la mano y se dirige a la barra. Lo atienden inmediatamente. El señor Leclerc, el obseso del control, no tiene que esperar. ¿Todo le resulta tan fácil? No oigo lo que pide. Me ofrece un vaso grande de agua con hielo.
— Bebe — me ordena.
Los focos giran al ritmo de la música creando extrañas luces y sombras de colores por el bar y sobre los clientes. Leclerc pasa del verde al azul, el blanco y el rojo demoniaco. Me mira fijamente.
Doy un pequeño sorbo.
— Bébetela toda — me grita.
Qué autoritario. Se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado. ¿Qué le pasa aparte de que un estúpido chico borracho lo haya llamado en plena noche y haya pensado que tenía que ir a rescatarlo? Y ha resultado que sí tenía que rescatarlo de su cariñoso amigo. Y luego ha tenido que ver cómo el chico se mareaba. Oh, Carlos... ¿conseguirás olvidar esto algún día? Mi subconsciente chasquea la lengua y me observa por encima de sus gafas de medialuna. Me tambaleo un poco, y Leclerc apoya la mano en mi hombro para sujetarme.
Le hago caso y me bebo el vaso entero. Hace que me maree. Me quita el vaso y lo deja en la barra. Observo a través de una especie de nebulosa cómo va vestido: una ancha camisa blanca de lino, vaqueros ajustados, Converse negras y americana oscura de raya diplomática. Lleva el cuello de la camisa desabrochado, y veo asomar algunos pelos dispersos. Aun en mi estado, me parece guapísimo.
Vuelve a cogerme de la mano y me lleva hacia la pista. Mierda. Yo no bailo. Se da cuenta de que no quiero, y bajo las luces de colores veo su sonrisa divertida y burlona. Tira fuerte de mi mano y vuelvo a caer entre sus brazos. Empieza a moverse y me arrastra en su movimiento. Vaya, sabe bailar, y no puedo creerme que esté siguiendo sus pasos. Quizá sigo el ritmo porque estoy borracho. Me aprieta contra su cuerpo... Si no me sujetara con tanta fuerza, seguro que me desplomaría a sus pies. Desde el fondo de mi mente resuena lo que suele advertirme mi padre: «Nunca te fíes de un hombre que baile bien».
Atravesamos la multitud de gente que baila hasta el otro extremo de la pista y encontramos a Land y a Pierre, el hermano de Charles.
La música retumba a todo volumen fuera y dentro de mi cabeza. Oh, no. Land está moviendo ficha. Baila sacando el culo, y eso solo lo hace cuando alguien le gusta. Cuando alguien le gusta mucho. Eso quiere decir que mañana seremos tres a la hora del desayuno. ¡Land!
Charles se inclina y grita a Perre al oído. No oigo lo que le dice. Pierre es alto, ancho de hombros, pelo rubio y rizado, y con ojos perversamente brillantes. El parpadeo de los focos me impide ver de qué color. Pierre se ríe, tira de Land y lo arrastra hasta sus brazos, donde él parece estar encantado de la vida... ¡Land! Aun en mi etílico estado, me escandalizo. Acaba de conocerlo. Asiente a lo que Pierre le dice, me sonríe y se despide de mí con la mano.
Charles nos saca de la pista moviéndose con presteza.
Pero no he hablado con Land. ¿Está bien? Ya veo cómo van a acabar las cosas entre esos dos. Tengo que darle una charla sobre sexo seguro. Espero que lea el póster de la puerta de los lavabos. Los pensamientos me estallan en el cerebro, luchan contra la confusa sensación de borrachera. Aquí hace mucho calor, hay mucho ruido, demasiados colores... demasiadas luces. Me da vueltas la cabeza. Oh, no... Siento que el suelo sube al encuentro de mi cara, o eso parece. Lo último que oigo antes de desmayarme en los brazos de Charles Leclerc es la palabrota que suelta:
— ¡Joder!
Chapter 5: capitulo 5
Summary:
Una propuesta para ¿Una cita?
Chapter Text
Todo está en silencio, con las luces apagadas. Estoy muy cómodo y calentito en esta cama. Qué bien… Abro los ojos, y por un momento estoy tranquilo y sereno, disfrutando del entorno, que no conozco. No tengo ni idea de dónde estoy. El cabezal de la cama tiene la forma de un sol enorme. Me resulta extrañamente familiar.
La habitación es grande y está lujosamente decorada en tonos marrones, dorados y beis. La he visto antes. ¿Dónde? Mi ofuscado cerebro busca entre sus recuerdos recientes. ¡Maldita sea! Estoy en el hotel B&B ll Melograno … en una suite. Estuve en una parecida a esta con Land. Esta parece más grande. Oh, mierda. Estoy en la suite de Charles Leclerc. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Poco a poco empiezan a torturarme imágenes fragmentarias de la noche. La borrachera — oh, no, la borrachera, — la llamada — oh, no, la llamada, — la vomitera — oh, no, la vomitera... — Esteban y después Charles. Oh, no. Me muero de vergüenza. No recuerdo cómo he llegado aquí. Llevo puesta la camiseta y mis boxers negros. Ni calcetines ni vaqueros. Maldita sea.
Echo un vistazo a la mesita de noche. Hay un vaso de jugo de naranja y dos pastillas. Ibuprofeno. El maniático del control está en todo. Me incorporo en la cama y me tomo las pastillas. La verdad es que no me siento tan mal, seguramente mucho mejor de lo que merezco. El jugo de naranja está riquísimo. Me quita la sed y me refresca.
Oigo unos golpes en la puerta. El corazón me da un brinco y no me sale la voz, pero aun así Charles abre la puerta y entra. Vaya, ha estado haciendo ejercicio. Lleva unos pantalones de chándal grises que le caen ligeramente sobre las caderas y una camiseta gris de tirantes empapada en sudor, como su pelo.
Charles Leclerc ha sudado. La idea me resulta extraña. Respiro profundamente y cierro los ojos. Me siento como un niño de dos años. Si cierro los ojos, no estoy, no me ve.
— Buenos días, Carlos. ¿Cómo te encuentras?
— Mejor de lo que merezco — murmuro apenado.
Levanto la mirada hacia él. Deja una bolsa grande de una tienda de ropa en una silla y agarra ambos extremos de la toalla que lleva alrededor del cuello. Sus impenetrables ojos grises me miran fijamente. No tengo ni idea de lo que está pensando, como siempre. Sabe esconder lo que piensa y lo que siente.
— ¿Cómo he llegado hasta aquí? — le pregunto en voz baja, compungido.
Se sienta a un lado de la cama. Está tan cerca de mí que podría tocarlo, podría olerlo. Madre mía… Sudor, gel y Charles. Un cóctel embriagador, mucho mejor que la margarita, y ahora lo sé por experiencia.
— Después de que te desmayaras no quise poner en peligro la tapicería de piel de mi coche llevándote a tu casa, así que te traje aquí — me contesta sin inmutarse.
— ¿Me metiste tú en la cama?
— Sí — me contesta impasible.
— ¿Volví a vomitar? — le pregunto en voz más baja.
— No.
— ¿Me quitaste la ropa? — susurro.
— Sí.
Me mira alzando una ceja y me pongo más rojo que nunca.
— ¿No habremos…?
Lo digo susurrando, con la boca seca de vergüenza, pero no puedo terminar la frase. Me miro las manos. Tal vez me vi muy desesperado.
— Carlos, estabas casi en coma. La necrofilia no es lo mío. Me gusta que mis hombres estén conscientes y sean receptivos — me contesta secamente.
— Lo siento mucho.
Sus labios esbozan una sonrisa burlona.
— Fue una noche muy divertida. Tardaré en olvidarla.
Yo también… Oh, está riéndose de mí, el muy… Yo no le pedí que viniera a buscarme. No entiendo por qué tengo que acabar sintiéndome el malo de la película.
— No tenías por qué seguirme la pista con algún artilugio a lo James Bond que estés desarrollando para vendérselo al mejor postor — digo bruscamente.
Me mira fijamente, sorprendido y, si no me equivoco, algo ofendido.
— En primer lugar, la tecnología para localizar móviles está disponible en internet. En segundo lugar, mi empresa no invierte en ningún aparato de vigilancia, ni los fabrica. Y, en tercer lugar, si no hubiera ido a buscarte, seguramente te habrías despertado en la cama del fotógrafo y, si no recuerdo mal, no estabas muy entusiasmado con sus métodos de cortejarte — me dice mordazmente.
¡Sus métodos de cortejarme! Levanto la mirada hacia Charles, que me mira fijamente con ojos brillantes, ofendidos. Intento morderme el labio, pero no consigo reprimir la risa.
— ¿De qué crónica medieval te has escapado? Pareces un caballero andante.
Veo que se le pasa el enfado. Sus ojos se dulcifican, su expresión se vuelve más cálida y en sus labios parece esbozarse una sonrisa.
— No lo creo, Carlos. Un caballero oscuro, quizá — me dice con una sonrisa burlona, cabeceando. — ¿Cenaste ayer?
Su tono es acusador. Niego con la cabeza. ¿Qué gran pecado he cometido ahora? Se le tensa la mandíbula, pero su rostro sigue impasible.
— Tienes que comer. Por eso te pusiste tan mal. De verdad, es la primera norma cuando bebes.
Se pasa la mano por el pelo, pero ahora porque está muy nervioso.
— ¿Vas a seguir regañándome?
— ¿Estoy regañándote?
— Creo que sí.
— Tienes suerte de que solo te regaño.
— ¿Qué quieres decir?
— Bueno, si fueras mío, después del numerito que montaste ayer no podrías
sentarte en una semana. No cenaste, te emborrachaste y te pusiste en peligro.
Cierra los ojos. Por un instante el terror se refleja en su rostro y se estremece. Cuando abre los ojos, me mira fijamente. Su mirada autoritaria me atrae más a él.
— No quiero ni pensar lo que podría haberte pasado.
Lo miro con expresión ceñuda. ¿Qué le pasa? ¿A él qué le importa? Si fuera suyo… Bueno, pues no lo soy. Aunque quizá me gustaría serlo. La idea se abre camino entre mi enfado por sus arrogantes palabras. Me ruborizo por culpa de mi caprichosa subconsciente, que da saltos de alegría con una falda hawaiana roja solo de pensar que podría ser suyo.
— No me habría pasado nada. Estaba con Land.
— ¿Y el fotógrafo? — me pregunta bruscamente.
Mmm… Esteban. En algún momento tendré que enfrentarme a él.
— Esteban simplemente se pasó de la raya.
Me encojo de hombros.
— Bueno, la próxima vez que se pase de la raya quizá alguien debería enseñarle modales.
—Eres muy partidario de la disciplina — le digo entre dientes.
— Oh, Carlos, no sabes cuánto.
Cierra un poco los ojos y se ríe perversamente. Me deja desarmado. De repente estoy confundido y enfadado, y ahora estoy contemplando su sonrisa. Wow… Estoy embelesado, porque no suele sonreír. Casi olvido lo que está diciéndome.
— Voy a ducharme. Si no prefieres ducharte tú primero…
Ladea la cabeza, todavía sonriendo. El corazón me late a toda prisa, y el bulbo raquídeo se niega a hacer las conexiones oportunas para que respire. Su sonrisa se hace más amplia. Se acerca a mí, se inclina y me pasa el pulgar por la mejilla y por el labio inferior.
— Respira, Carlos — me susurra. Y luego se incorpora y se aparta. — En quince minutos traerán el desayuno. Tienes que estar muerto de hambre.
Se mete en el cuarto de baño y cierra la puerta.
Suelto el aire que he estado reteniendo. ¿Por qué es tan alucinantemente atractivo? Ahora mismo me metería en la ducha con él. Nunca había sentido algo así por nadie. Se me han disparado las hormonas. Me arde la piel por donde ha pasado su dedo, en la mejilla y el labio. Una incómoda y dolorosa sensación me hace retorcerme. No entiendo esta reacción. Mmm… Deseo. Es deseo. Así se siente el deseo.
Me tumbo sobre las suaves almohadas de plumas. Si fueras mío… Ay, ¿qué estaría dispuesto a hacer para ser suyo? Es el único hombre que ha conseguido que sienta la sangre recorriendo mis venas. Pero también me pone de los nervios.
Es difícil, complejo y poco claro. De pronto me rechaza, más tarde me manda libros que valen catorce mil dólares, y después me sigue la pista como un acosador. Y pese a todo, he pasado la noche en la suite de su hotel y me siento seguro. Protegido. Le preocupo lo suficiente para que venga a rescatarme de algo que equivocadamente creyó que era peligroso. Para nada es un caballero oscuro. Es un caballero blanco con armadura brillante, resplandeciente. Un héroe romántico. Sir Gawain o sir Lancelot.
Salgo de su cama y busco frenéticamente mis vaqueros. Se abre la puerta del cuarto de baño y aparece él, mojado y resplandeciente por la ducha, todavía sin afeitar, con una toalla alrededor de la cintura, y ahí estoy yo… en boxers, mirándolo boquiabierto y sintiéndome muy incómodo. Le sorprende verme levantado.
— Si estás buscando tus vaqueros, los he mandado a la lavandería — me dice con una mirada impenetrable. — Estaban salpicados de vómito.
— Ah.
Me pongo rojo. ¿Por qué demonios tiene siempre que pillarme descolocado?
— He mandado a Zhou a comprar otros y unas zapatillas de deporte. Están en esa bolsa.
Ropa limpia. Un plus inesperado.
— Bueno… Voy a ducharme — musito. — Gracias.
¿Qué otra cosa puedo decir? Cojo la bolsa y entro corriendo en el cuarto de baño para alejarme de la perturbadora proximidad de Charles desnudo. El David de Miguel Ángel no tiene nada que hacer a su lado.
El cuarto de baño está lleno de vapor. Me quito la poca ropa que aun llevo puesta y me meto rápidamente en la ducha, impaciente por sentir el chorro de agua limpia sobre mi cuerpo. Levanto la cara hacia el anhelado torrente. Deseo a Charles Leclerc. Lo deseo desesperadamente. Es sencillo. Por primera vez en mi vida quiero irme a la cama con un hombre. Quiero sentir sus manos y su boca en mi cuerpo.
Ha dicho que le gusta que sus hombres estén conscientes. Entonces seguramente sí se acuesta con hombres. Pero no ha intentado besarme, como Otmar y Esteban. No lo entiendo. ¿Me desea? No quiso besarme la semana pasada. ¿Le resulto repulsivo? Pero estoy aquí, y me ha traído él. No entiendo a qué juega. ¿Qué piensa? Has dormido en su cama toda la noche y no te ha tocado, Carlos. Saca tus conclusiones. Mi subconsciente asoma su fea e insidiosa cara. No le hago caso.
El agua caliente me relaja. Mmm… Podría quedarme debajo del chorro, en este cuarto de baño, para siempre. Cojo el gel, que huele a Charles. Es un olor exquisito. Me froto todo el cuerpo imaginándome que es él quien lo hace, que él me frota este gel que huele de maravilla por el cuerpo, por el pecho, por la barriga y entre los muslos con sus manos de largos dedos. Madre mía. Se me dispara el corazón. Es una sensación muy… muy placentera. Mi entrepierna se despierta debido a mi gran imaginación. Genial, pensé.
Llama a la puerta y doy un respingo de sorpresa.
— Ha llegado el desayuno.
—Va… Vale —tartamudeo arrancándome cruelmente de mi ensoñación erótica.
Salgo de la ducha después de bajar mi pequeña erección y cojo una toalla. Con la que me seco a toda prisa obviando la placentera sensación de la toalla frotando mi piel hipersensible. Diablos no puedo tener otra erección; para después enredármela en la cintura y disimular el pequeño bulto que tengo entre las piernas.
Abro la bolsa. Zhou me ha comprado no solo unos vaqueros y unas Converse, sino también una camisa azul cielo, calcetines y ropa interior. Madre mía. Boxers limpios… Aunque describirlos de manera tan mundana y utilitaria no les hace justicia. Es ropa interior de lujo europea, de diseño exquisito. Seda azul celeste. Wow.
Me quedo impresionado y algo intimidado. Y además es de mi talla. Pues claro. Me ruborizo pensando en el rapado en una tienda de ropa interior comprándome estas prendas. Me pregunto a qué otras cosas se dedicarán en sus horas de trabajo.
Me visto rápidamente. El resto de la ropa también me queda perfecta. Me seco el pelo con la toalla e intento desesperadamente controlarlo, pero, como siempre, se niega a colaborar. Mi única opción es hacérmelo para atrás con mis dedos. Respiro profundamente. Ha llegado el momento de enfrentarse al señor perturbador.
Me alivia encontrar la habitación vacía. Busco rápidamente mi mochila, pero no está por aquí. Vuelvo a respirar hondo y voy a la sala de estar de la suite. Es enorme. Hay una lujosa zona para sentarse, llena de sofás y blandos cojines, una sofisticada mesita con una pila de grandes libros ilustrados, una zona de estudio con el último modelo de iMac y una enorme televisión de plasma en la pared. Charles está sentado a la mesa del comedor, al otro extremo de la sala, leyendo el periódico.
La estancia es del tamaño de una cancha de tenis. No es que juegue al tenis, pero he ido a ver jugar a Land varias veces. ¡Land!
— Mierda, Land — digo con voz ronca.
Charles alza los ojos hacia mí.
— Sabe que estás aquí y que sigues vivo. Le he mandado un mensaje a Pierre. — Me dice con cierta sorna.
Oh, no. Recuerdo su ardiente baile de ayer, sacando partido a todos sus movimientos exclusivos para seducir al hermano de Charles Leclerc, nada menos. ¿Qué va a pensar de que esté aquí?
Nunca he pasado una noche fuera de casa. Está todavía con Pierre. Solo ha hecho algo así dos veces, y las dos me ha tocado aguantar el espantoso pijama rosa durante una semana cuando cortaron. Pensará que yo me he enrollado con Charles.
Charles me mira impaciente. Lleva una camisa blanca de lino con el cuello y los puños desabrochados.
— Siéntate — me ordena, señalando hacia la mesa.
Cruzo la sala y me siento frente a él, como me ha indicado. La mesa está llena de comida.
— No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo.
Me dedica una media sonrisa a modo de disculpa.
— Eres un despilfarrador — murmuro impresionado por la cantidad de platos, aunque tengo hambre.
— Lo soy — dice en tono culpable.
Opto por panqueques, miel de arce, huevos revueltos y tocino. Charles intenta ocultar una sonrisa mientras vuelve la mirada a su tortilla. La comida está deliciosa.
— ¿Té? —me pregunta.
— Sí, por favor.
Me tiende una pequeña tetera llena de agua caliente, y en el platillo hay una bolsita de Twinings English Breakfast. Vaya, se acuerda del té que me gusta.
— Tienes el pelo muy mojado — me regaña.
— No he encontrado el secador — susurro incómodo.
No lo he buscado.
Charles aprieta los labios, pero no dice nada.
— Gracias por la ropa.
— Es un placer, Carlos. Este color te sienta muy bien.
Me ruborizo y me miró fijamente los dedos.
— ¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos — me dice en tono fustigador.
— Debería darte algo de dinero por la ropa.
Me mira como si estuviera ofendiéndolo. Sigo hablando.
— Ya me has regalado los libros, que no puedo aceptar, por supuesto. Pero la ropa… Por favor, déjame que te la pague — le digo intentando convencerlo con una sonrisa.
— Carlos, puedo permitírmelo, créeme.
— No se trata de eso. ¿Por qué tendrías que comprarme esta ropa?
— Porque puedo.
Sus ojos despiden un destello malicioso.
— El hecho, de que puedas, no implica que debas hacerlo. — le respondo tranquilamente.
Me mira alzando una ceja, con ojos brillantes, y de repente me da la sensación de que estamos hablando de otra cosa, pero no sé de qué. Y eso me recuerda…
— ¿Por qué me mandaste los libros, Charles? —le pregunto en tono suave.
Deja los cubiertos y me mira fijamente, con una insondable emoción ardiendo en sus ojos. Maldita sea… Se me seca la boca.
— Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Charles» … — Se calla un instante y se encoge de hombros. — Bueno, creí que te debía una disculpa y una advertencia. — Se pasa una mano por el pelo. — Carlos, no soy un hombre de flores y corazones. No me interesan las historias de amor. Mis gustos son muy peculiares. Deberías mantenerte alejado de mí. — Cierra los ojos, como si se negara a aceptarlo. — Pero hay algo en ti que me impide apartarme. Supongo que ya lo habías imaginado.
De repente ya no siento hambre. ¡No puede apartarse de mí!
— Pues no te apartes — susurro.
Se queda boquiabierto y con los ojos abiertos tanto como podía.
— No sabes lo que dices.
— Pues explícamelo.
Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos toca la comida.
— Entonces sí que vas con hombres… — le digo.
Sus ojos brillan divertidos.
— Sí, Carlos, voy con hombres.
Hace una pausa para que asimile la información y de nuevo me ruborizo. Se ha vuelto a romper el filtro que separa mi cerebro de la boca. No puedo creerme que haya dicho algo así en voz alta.
— ¿Qué planes tienes para los próximos días? —me pregunta en tono suave.
— Hoy trabajo, a partir del mediodía. ¿Qué hora es? —exclamo asustado.
—Poco más de las diez. Tienes tiempo de sobra. ¿Y mañana?
Ha colocado los codos sobre la mesa y apoya la barbilla en sus largos y finos dedos.
— Land y yo vamos a empezar a empaquetar. Nos mudamos a Maranello el próximo fin de semana, y yo trabajo en Vowles’s toda esta semana.
— ¿Ya tienes casa en Maranello?
— Sí.
— ¿Dónde?
— No recuerdo la dirección. Es casi a las afueras de la ciudad.
— No está lejos de mi casa —dice sonriendo. — ¿Y en qué vas a trabajar en Maranello?
¿Dónde quiere ir a parar con todas estas preguntas? El santo inquisidor Charles Leclerc es casi tan pesado como el santo inquisidor Lando Norris.
— He mandado solicitudes a varios sitios para hacer prácticas. Aún tienen que responderme.
—¿Y a mi empresa, como te comenté?
Me ruborizo… Pues claro que no.
— Bueno… no.
— ¿Qué tiene de malo mi empresa?
— ¿Tu empresa o tu «compañía»? — le pregunto con una risa maliciosa.
— ¿Está riéndose de mí, joven Sainz?
Ladea la cabeza y creo que parece divertido, pero es difícil saberlo. Me ruborizo y desvío la mirada hacia mi desayuno. No puedo mirarlo a los ojos cuando habla en ese tono.
—Me gustaría morder ese labio — susurra perturbadoramente.
No soy consciente de que estoy mordiéndome el labio inferior.
Tras un leve respingo, me quedo boquiabierto. Es lo más sexy que me han dicho nunca. El corazón me late a toda velocidad y creo que estoy jadeando. Dios mío, estoy temblando, totalmente perdido, y ni siquiera me ha tocado. Me remuevo en la silla y busco su impenetrable mirada.
— ¿Por qué no lo haces? — le desafío en voz baja.
— Porque no voy a tocarte, Carlos… no hasta que tenga tu consentimiento por escrito — me dice esbozando una ligera sonrisa.
¿Qué?
— ¿Qué quieres decir?
— Exactamente lo que he dicho.
Suspira y mueve la cabeza, divertido, pero también impaciente.
— Tengo que mostrártelo, Carlos. ¿A qué hora sales del trabajo esta tarde?
— A las ocho.
— Bien, podríamos ir a cenar a mi casa de Maranello esta noche o el sábado que viene, y te lo explicaría. Tú decides.
— ¿Por qué no puedes decírmelo ahora?
— Porque estoy disfrutando de mi desayuno y de tu compañía. Cuando lo sepas, seguramente no querrás volver a verme.
¿Qué significa todo esto? ¿Trafica con niños de algún recóndito rincón del mundo para prostituirlos? ¿Forma parte de alguna peligrosa banda criminal mafiosa? Eso explicaría por qué es tan rico. ¿Es profundamente religioso? ¿Es impotente? Seguro que no… Podría demostrármelo ahora mismo.
Me incomodo pensando en todas las posibilidades. Esto no me lleva a ninguna parte. Me gustaría resolver el enigma de Charles Leclerc cuanto antes. Si eso implica que su secreto es tan grave que no voy a querer volver a saber nada de él, entonces, la verdad, será todo un alivio. ¡No te engañes!, me grita mi subconsciente. Tendrá que ser algo muy malo para que salgas corriendo.
— Esta noche.
Levanta una ceja.
—Como Eva, quieres probar cuanto antes el fruto del árbol de la ciencia.
Suelta una risa maliciosa.
—¿Está riéndose de mí, señor Leclerc? — le pregunto en tono suave.
Pedante estúpido.
Me mira entornando los ojos y saca su BlackBerry. Pulsa un número.
— Zhou, voy a necesitar el Charlie Tango.
¡Charlie Tango! ¿Quién es ese?
— Desde Formigine a… digamos las ocho y media… No, se queda en el Escala… Toda la noche.
¡Toda la noche!
— Sí. Hasta mañana por la mañana. Pilotaré de Formigine a
Maranello.
¿Pilotará?
— Piloto disponible desde las diez y media.
Deja el teléfono en la mesa. Ni por favor, ni gracias.
— ¿La gente siempre hace lo que les dices?
— Suelen hacerlo si no quieren perder su trabajo — me contesta inexpresivo.
— ¿Y si no trabajan para ti?
— Bueno, puedo ser muy convincente, Carlos. Deberías terminarte el desayuno. Luego te llevaré a casa. Pasaré a buscarte por Vowles’s a las ocho, cuando salgas. Volaremos a Maranello.
Parpadeo.
— ¿Volaremos?
— Sí. Tengo un helicóptero.
Lo miro boquiabierto. Segunda cita con el misterioso Charles Leclerc. De un café a un paseo en helicóptero. Wow.
— ¿Iremos a Maranello en helicóptero?
— Sí.
— ¿Por qué?
Sonríe perversamente.
— Porque puedo. Termínate el desayuno.
¿Cómo voy a comer ahora? Voy a ir a Maranello en helicóptero con Charles Leclerc. Y quiere morderme el labio… Me estremezco al pensarlo.
— Come — me dice bruscamente. — Carlos, no soporto tirar la comida… Come.
— No puedo comerme todo esto — digo mirando lo que queda en la mesa.
— Cómete lo que hay en tu plato. Si ayer hubieras comido como es debido, no estarías aquí y yo no tendría que mostrar mis cartas tan pronto.
Aprieta los labios. Parece enfadado.
Frunzo el ceño y miro la comida que hay en mi plato, ya fría. Estoy demasiado nervioso para comer, Charles. ¿No lo entiendes?, explica mi subconsciente. Pero soy demasiado cobarde para decirlo en voz alta, sobre todo cuando parece tan hosco.
Mmm… como un niño pequeño. La idea me parece divertida.
— ¿Qué te hace tanta gracia? — me pregunta.
Como no me atrevo a decírselo, no levanto los ojos del plato. Mientras me como el último trozo de panqueque, alzo la mirada. Me observa con ojos escrutadores, como si tratara de descifrar mis pensamientos.
— Buen chico —me dice. — Te llevaré a casa en cuanto te hayas secado el pelo. No quiero que te pongas enfermo.
Sus palabras tienen algo de promesa implícita. ¿Qué quiere decir? Me levanto de la mesa. Por un segundo me pregunto si debería pedirle permiso, pero descarto la idea. Me parece que sentaría un precedente peligroso. Me dirijo a su habitación, pero una idea me detiene.
— ¿Dónde has dormido?
Me giro para mirarlo. Está todavía sentado a la mesa del comedor. No veo mantas ni sábanas por la sala. Quizá las haya recogido ya.
— En mi cama — me responde, de nuevo con mirada impasible.
— Oh.
— Sí, para mí también ha sido toda una novedad — me dice sonriendo.
— Dormir con un hombre… sin sexo.
Sí, digo «sexo». Y me ruborizo, por supuesto.
— No —me contesta moviendo la cabeza y frunciendo el ceño, como si acabara de recordar algo desagradable. — Sencillamente dormir con un hombre.
Coge el periódico y sigue leyendo.
¿Qué narices significa eso? ¿Nunca ha dormido con un hombre? ¿Es virgen? Lo dudo, la verdad. Me quedo mirándolo sin terminar de creérmelo. Es la persona más enigmática que he conocido nunca. Caigo en la cuenta de que he dormido con Charles Leclerc y me daría cabezazos contra la pared. ¿Cuánto habría dado por estar consciente y verlo dormir? Verlo vulnerable. Me cuesta imaginarlo.
Bueno, se supone que lo descubriré toda esta misma noche.
Ya en el dormitorio, busco en una cómoda y encuentro el secador. Me seco el pelo como puedo, dándole forma con los dedos. Cuando he terminado, voy al cuarto de baño. Quiero cepillarme los dientes. Veo el cepillo de Charles. Sería como metérmelo a él en la boca. Mmm… Miro rápidamente hacia la puerta, sintiéndome culpable, y toco las cerdas del cepillo. Están húmedas. Debe de haberlo utilizado ya. Lo cojo a toda prisa, extiendo pasta de dientes y me los cepillo en un santiamén. Me siento como un chico malo. Resulta muy emocionante.
Recojo la camiseta, el sujetador y los boxers de ayer, los meto en la bolsa que me ha traído Zhou y vuelvo a la sala de estar a buscar la mochila y la chaqueta. Charles me observa con expresión impenetrable mientras trato de arregla mi desordenado pelo. Noto cómo sus ojos me siguen mientras me siento a esperar que termine. Está hablando con alguien por su BlackBerry.
— ¿Quieren dos?… ¿Cuánto van a costar?… Bien, ¿y qué medidas de seguridad tenemos allí?… ¿Irán por Suez?… ¿Ben Sudan es seguro?… ¿Y cuándo llegan a Darfur?… De acuerdo, adelante. Mantenme informado de cómo van las cosas.
Cuelga.
— ¿Estás listo? — me pregunta.
Asiento. Me pregunto de qué iba la conversación. Se pone una americana azul marino de raya diplomática, coge las llaves del coche y se dirige a la puerta.
— Usted primero, joven Sainz — murmura abriéndome la puerta.
Tiene un aspecto elegante, aunque informal.
Me quedo mirándolo un segundo más de la cuenta. Y pensando que he dormido con él esta noche, y que, pese a los tequilas y las vomiteras, sigue aquí. No solo eso, sino que además quiere llevarme a Maranello. ¿Por qué a mí? No lo entiendo. Cruzo la puerta recordando sus palabras: «Hay algo en ti…». Bueno, el sentimiento es mutuo, señor Leclerc, y quiero descubrir cuál es tu secreto.
Recorremos el pasillo en silencio hasta el ascensor. Mientras esperamos, levanto un instante la cabeza hacia él, que está mirándome de reojo. Sonrío y él frunce los labios.
Llega el ascensor y entramos. Estamos solos. De pronto, por alguna inexplicable razón, probablemente por estar tan cerca en un lugar tan reducido, la atmósfera entre nosotros cambia y se carga de eléctrica y excitante anticipación. Se me acelera la respiración y el corazón me late a toda prisa. Gira un poco la cara hacia mí con ojos totalmente impenetrables. Me muerdo el labio.
— A la mierda el papeleo — brama.
Se abalanza sobre mí y me empuja contra la pared del ascensor. Antes de que me dé cuenta, me sujeta las dos muñecas con una mano, me las levanta por encima de la cabeza y me inmoviliza contra la pared con las caderas. Madre mía. Con la otra mano me agarra del pelo, tira hacia abajo para levantarme la cara y pega sus labios a los míos. Casi me hace daño. Gimo, lo que le permite aprovechar la ocasión para meterme la lengua y recorrerme la boca con experta habilidad.
Nunca me han besado así. Mi lengua acaricia tímidamente la suya y se une a ella en una lenta y erótica danza de roces y sensaciones, de sacudidas y empujes. Levanta la mano y me agarra la mandíbula para que no mueva la cara. Estoy indefenso, con las manos unidas por encima de la cabeza, la cara sujeta y sus caderas inmovilizándome. Siento su erección contra la mía. Dios mío… Me desea. Charles Leclerc, el dios griego, me desea, y yo lo deseo a él, aquí… ahora, en el ascensor.
— Eres… tan… dulce — murmura entrecortadamente.
El ascensor se detiene, se abre la puerta, y en un abrir y cerrar de ojos me suelta y se aparta de mí. Tres hombres trajeados nos miran y entran sonriéndose. Me late el corazón a toda prisa. Me siento como si hubiera subido corriendo por una gran pendiente. Quiero inclinarme y sujetarme las rodillas. Ocultar mi erección, pero sería demasiado obvio.
Lo miro. Parece absolutamente tranquilo, como si hubiera estado haciendo el crucigrama del Maranello Times. Qué injusto. ¿No le afecta lo más mínimo mi presencia? Me mira de reojo y deja escapar un ligero suspiro. Vale, le afecta, y el pequeño dios que llevo dentro menea las caderas y baila una samba para celebrar la victoria. Los hombres de negocios se bajan en la primera planta.
Solo nos queda una.
— Te has lavado los dientes — me dice mirándome fijamente.
— He utilizado tu cepillo.
Sus labios esbozan una media sonrisa.
— Ay, Carlos Sainz, ¿qué voy a hacer contigo?
Las puertas se abren en la planta baja, me coge de la mano y tira de mí.
—¿Qué tendrán los ascensores? — murmura para sí mismo cruzando el vestíbulo a grandes zancadas.
Lucho por mantener su paso, porque todo mi raciocinio se ha quedado desparramado por el suelo y las paredes del ascensor número 3 del hotel B&B ll Melograno.
Chapter 6: Capítulo 6
Summary:
Una cita qué puede terminar medianamente bien.
Notes:
A veces me siento que Carlos es muy ingenuo en ciertas cosas, pero se que es para el bien de la historia.
Chapter Text
Charles abre la puerta del copiloto del Audi 4 x 4 negro y subo. Hermoso auto. No ha mencionado el arrebato pasional del ascensor. ¿Debería decir algo yo? ¿Deberíamos comentarlo o fingir que no ha pasado nada? Apenas parece real, mi primer beso con forcejeo.
A medida que avanzan los minutos, le asigno un carácter mítico, como una leyenda del rey Arturo o de la Atlántida. No ha sucedido, nunca ha existido. Quizá me lo he imaginado. No. Me toco los labios, hinchados por el beso. Sin la menor duda ha sucedido. Soy otro hombre. Deseo a este hombre desesperadamente, y él me ha deseado a mí, el calor dentro de mi aumenta.
Lo miro. Charles está como siempre, correcto y ligeramente distante.
No entiendo nada.
Arranca el motor y abandona su plaza de parking. Enciende el equipo de música. El dulce y mágico sonido de dos mujeres cantando invade el coche. Wow… Mis sentidos están alborotados, así que me afecta el doble. Los escalofríos me recorren la columna vertebral. Charles conduce de forma tranquila y confiada hacia la via abetone inferiore.
— ¿Qué es lo que suena?
— Es el «Dúo de las flores» de Delibes, de la ópera Lakmé. ¿Te gusta?
— Charles, es precioso.
— Sí, ¿verdad?
Sonríe y me lanza una rápida mirada. Y por un momento parece de su edad, joven, despreocupado y guapo hasta perder el sentido. ¿Es esta la clave para acceder a él? ¿La música? Escucho las voces angelicales, sugerentes y seductoras.
— ¿Puedes volver a ponerlo?
— Claro.
Charles pulsa un botón, y la música vuelve a acariciarme. Invade mis sentidos de forma lenta, suave y dulce.
— ¿Te gusta la música clásica? — le pregunto intentando hacer una incursión en sus gustos personales.
— Mis gustos son eclécticos, Carlos. De Thomas Tallis a los Kings of Leon. Depende de mi estado de ánimo. ¿Y los tuyos?
— Los míos también. Aunque no conozco a Thomas Tallis.
Se gira, me mira un instante y vuelve a fijar los ojos en la carretera.
— Algún día te tocaré algo de él. Es un compositor británico del siglo XVI. Música coral eclesiástica de la época de los Tudor. — Me sonríe. — Suena muy esotérico, lo sé, pero es mágica.
Pulsa un botón y empiezan a sonar los Kings of Leon. A estos los conozco. «Sex on Fire.» Muy oportuno. De pronto el sonido de un teléfono móvil interrumpe la música. Charles pulsa un botón del volante.
— Leclerc — contesta bruscamente.
— Señor Leclerc, soy Welch. Tengo la información que pidió.
Una voz áspera e incorpórea que llega por los altavoces.
— Bien. Mándemela por e-mail. ¿Algo más?
— Nada más, señor.
Pulsa el botón, la llamada se corta y vuelve a sonar la música. Ni adiós ni gracias. Me alegro mucho de no haberme planteado la posibilidad de trabajar para él. Me estremezco solo de pensarlo. Es demasiado controlador y frío con sus empleados. El teléfono vuelve a interrumpir la música.
— Leclerc.
— Le han mandado por e-mail el acuerdo de confidencialidad, señor Leclerc.
Es una voz de mujer.
— Bien. Eso es todo, Alexandra.
— Que tenga un buen día, señor.
Charles cuelga pulsando el botón del volante. La música apenas ha empezado a sonar cuando vuelve a sonar el teléfono. ¿En esto consiste su vida, en contestar una y otra vez al teléfono?
— Leclerc —dice bruscamente.
— Hola, Charles. ¿Has echado un polvo?
— Hola, Pierre… Estoy con las manos libres, y no voy solo en el coche.
Charles suspira.
— ¿Quién va contigo?
Charles mueve la cabeza.
— Carlos Sainz.
— ¡Hola, Carlos!
¡Carlos!
— Hola, Pierre.
— Me han hablado mucho de ti — murmura Pierre con voz ronca.
Charles frunce el ceño.
— No te creas una palabra de lo que te cuente Lando — dice Carlos.
Pierre se ríe.
— Estoy llevando a Carlos a su casa — dice Charles recalcando mi nombre completo. — ¿Quieres que te recoja?
— Claro.
— Hasta al rato.
Charles cuelga y vuelve a sonar la música.
— ¿Por qué te empeñas en llamarme por mi nombre completo?
— Porque es tu nombre.
— Prefiero solo Carlos.
— ¿De verdad?
Casi hemos llegado a mi casa. No hemos tardado mucho.
— Carlos… —me dice pensativo.
Lo miro con mala cara, pero no me hace caso.
— Lo que ha pasado en el ascensor… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea premeditado — dice él.
Detiene el coche frente a mi casa. Me doy cuenta de pronto de que no me ha preguntado dónde vivo. Ya lo sabe. Claro que sabe dónde vivo, porque me envió los libros. ¿Cómo no iba a saberlo un acosador que sabe rastrear la localización de un móvil y que tiene un helicóptero?
¿Por qué? ¿No me volverá a besar? Hago un gesto de disgusto al pensarlo. No lo entiendo. La verdad es que debería apellidarse Enigmático, no Leclerc. Sale del coche y lo rodea caminando con elegancia hasta mi puerta, que abre. Siempre es un perfecto caballero, excepto quizá en raros y preciosos momentos en los ascensores. Me ruborizo al recordar el fogoso beso que me dio en el ascensor y se me pasa por la cabeza la idea de que yo no he podido tocarlo. Quería deslizar mis dedos por su pelo alborotado, pero no podía mover las manos. Me siento, en retrospectiva, frustrado.
— A mí me ha gustado lo que ha pasado en el ascensor — murmuro saliendo del coche.
No estoy seguro de sí oigo un jadeo ahogado, pero decido hacer caso omiso y subo los escalones de la entrada.
Lando y Pierre están sentados a la mesa. Los libros de catorce mil dólares no siguen allí, afortunadamente. Tengo planes para ellos. Lando muestra una sonrisa ridícula y poco habitual en él, y su melena despeinada le da un aire muy sexy. Charles me sigue hasta el comedor, y aunque Lando sonríe con cara de habérselo pasado en grande toda la noche, lo mira con desconfianza.
— Hola, Carlos.
Se levanta para abrazarme y al momento se separa un poco y me mira de arriba abajo. Frunce el ceño y se gira hacia Charles.
— Buenos días, Charles — le dice en tono ligeramente hostil.
— Joven Norris — le contesta en su envarado tono formal.
— Charles, se llama Lando — refunfuña Pierre.
— Lando.
Charles asiente con educación y mira a Pierre, que se ríe y se levanta para abrazarme él también.
—Hola, Carlos.
Sonríe y sus ojos azules brillan. Me cae bien al instante. Es obvio que no tiene nada que ver con Charles, pero, claro, son hermanos adoptivos.
— Hola, Pierre.
Le sonrío y me doy cuenta de que estoy mordiéndome el labio.
— Pierre, tenemos que irnos — dice Charles en tono suave.
— Claro.
Se gira hacia Lando, lo abraza y le da un beso interminable.
Vaya… métanse en una habitación. Me miro los pies, incómodo. Levanto los ojos hacia Charles, que está mirándome fijamente. Le sostengo la mirada. ¿Por qué no me besas así? Pierre sigue besando a Lando, lo empuja hacia atrás y lo hace doblarse de forma tan teatral que el pelo casi le toca el suelo.
— Nos vemos luego, nene — le dice sonriente.
Lando se derrite. Nunca lo había visto derritiéndose así. Me vienen a la cabeza las palabras «hermoso» y «complaciente». Lando, complaciente. Pierre debe de ser buenísimo. Charles resopla y me mira con expresión impenetrable, aunque quizá le divierte un poco la situación. Me coge un mechón de pelo que se me ha salido de mi “perfecto” peinado y me lo coloca detrás de la oreja. Se me corta la respiración e inclino la cabeza hacia sus dedos. Sus ojos se suavizan y me pasa el pulgar por el labio inferior. La sangre me quema las venas. Y al instante retira la mano.
— Nos vemos luego, nene — murmura.
No puedo evitar reírme, porque la frase no va con él. Pero, aunque sé que está burlándose, aquellas palabras se quedan clavadas dentro de mí.
— Pasaré a buscarte a las ocho.
Se da media vuelta, abre la puerta de la calle y sale al porche. Pierre lo sigue hasta el coche, pero se vuelve y le lanza otro beso a Lando. Siento una inesperada punzada de celos.
— ¿Celos? — me pregunta Lando con evidente curiosidad mientras los observamos subir al coche y alejarse.
— No — contesto bruscamente, con la esperanza de que eso impida que siga preguntándome.
Entramos en casa.
— Pero es evidente que tú sí — le digo.
No puedo disimular la envidia. Lando siempre se las arregla para cazar hombres. Es irresistible, guapo, sexy, divertido, atrevido… Todo lo contrario que yo. Pero la sonrisa con la que me contesta es contagiosa.
— Y he quedado con él esta noche.
Aplaude y da saltitos como un niño pequeño. No puede reprimir su entusiasmo y su alegría, y yo no puedo evitar alegrarme por él.
Será interesante ver a Lando contento.
— Esta noche Charles me llevará a Maranello.
— ¿A Maranello?
— Sí.
— ¿Y quizá allí…?
— Eso espero.
— Entonces te gusta, ¿no?
— Sí.
— ¿Te gusta lo suficiente para…?
— Sí.
Alza las cejas.
— Wow. Por fin Carlos Sainz se enamora de un hombre, y es Charles Leclerc, el guapo y sexy multimillonario.
— Claro, claro, es solo por el dinero.
Sonrío hasta que al final nos da un ataque de risa a los dos.
— ¿Esa camisa es nueva? — me pregunta.
Le cuento los poco excitantes detalles de mi noche.
— ¿Te ha besado ya? — me pregunta mientras prepara un café. Me ruborizo.
— Una vez.
— ¡Una vez! — exclama.
Asiento bastante avergonzado.
— Es muy reservado.
Lando frunce el ceño.
— Qué raro.
— No creo que la palabra sea «raro», la verdad.
— Tenemos que asegurarnos de que esta noche estés irresistible — me dice muy decidido.
Oh, no… Ya veo que va a ser un tiempo perdido, humillante y doloroso.
— Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.
— Me bastará con ese ratito. Vamos.
Lando me coge de la mano y me lleva a su habitación.
[...]
Aunque en Vowles’s tenemos trabajo, las horas pasan muy lentas. Como estamos en plena temporada de verano, tengo que pasar dos horas reponiendo las estanterías después de haber cerrado la tienda. Es un trabajo mecánico que me deja tiempo para pensar. La verdad es que en todo el día no he podido hacerlo.
Siguiendo los incansables y francamente fastidiosos consejos de Lando. Diciéndome que los hombres esperan un buen comportamiento de su acompañante, alguien con modales, etiqueta y refinado. ¿Qué más esperará Charles? Tengo que convencer a Lando de que quiero hacerlo. Por alguna extraña razón no se fía de él, quizá porque es tan estirado y formal. Afirma que no sabría decir por qué, pero le he prometido que le mandaría un mensaje en cuanto llegara a Maranello. No le he dicho nada del helicóptero para que no le diera un pasmo.
También está el tema de Esteban. Tengo tres mensajes y siete llamadas perdidas suyas en el móvil. También ha llamado a casa dos veces. Lando no ha querido concretarle dónde estaba, así que sabrá que está cubriéndome, porque Lando siempre es muy franco. Pero he decidido dejarle sufrir un poco. Todavía estoy enfadado con él.
Charles comentó algo sobre unos papeles, y no sé si estaba de broma o si voy a tener que firmar algo. Me desespera tener que andar conjeturando todo el tiempo. Y para colmo de desdichas, estoy muy nervioso. Hoy es el gran día. ¿Estoy preparada por fin? El dios griego que llevo dentro me observa golpeando impaciente el suelo con un pie. Hace años que está preparado, y está preparado para cualquier cosa con Charles Leclerc, aunque todavía no entiendo qué ve en mí… el tímido e indeciso Carlos Sainz… No tiene sentido.
Es puntual, por supuesto, y cuando salgo de Vowles’s está esperándome, apoyado en la parte de atrás del coche. Se incorpora para abrirme la puerta y me sonríe cordialmente.
— Buenas tardes, Joven Sainz — me dice.
— Señor Leclerc.
Inclino la cabeza educadamente y entro en el asiento trasero del coche. Zhou está sentado al volante.
— Hola, Zhou — le digo.
— Buenas tardes, señor Sainz — me contesta en tono educado y profesional.
Charles entra por la otra puerta y me aprieta la mano suavemente. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo.
— ¿Cómo ha ido el trabajo? — me pregunta.
— Interminable — le contesto con voz ronca, demasiado baja y llena de deseo.
— Sí, a mí también se me ha hecho muy largo.
— ¿Qué has hecho? — logro preguntarle.
— He ido de excursión con Pierre.
Me golpea los nudillos con el pulgar sin parar. El corazón deja de latirme y mi respiración se acelera. ¿Cómo es posible que me afecte tanto? Solo está tocando una pequeña parte de mi cuerpo, y ya se me han disparado las hormonas.
El helipuerto está cerca, así que, antes de que me dé cuenta, ya hemos llegado. Me pregunto dónde estará el legendario helicóptero. Estamos en una zona de la ciudad llena de edificios, y hasta yo sé que los helicópteros necesitan espacio para despegar y aterrizar. Zhou aparca, sale y me abre la puerta. Al momento Charles está a mi lado y vuelve a cogerme de la mano.
— ¿Preparado? — me pregunta.
Asiento. Quisiera decirle: «Para todo», pero estoy demasiado nervioso para articular palabra.
— Zhou.
Hace un gesto al chófer, entramos en el edificio y nos dirigimos hacia los ascensores. ¡Un ascensor! El recuerdo del beso de la mañana vuelve a obsesionarme. No he pensado en otra cosa en todo el día. En Vowles’s no podía quitármelo de la cabeza. El señor Vowles ha tenido que gritarme dos veces para que volviera a la Tierra. Decir que he estado distraído sería quedarse muy corto.
Charles me mira con una ligera sonrisa en los labios. ¡Ajá!
También él está pensando en lo mismo.
— Son solo tres plantas — me dice con ojos divertidos.
Tiene telepatía, seguro. Es espeluznante.
Intento mantener el rostro impasible cuando entramos en el ascensor. Las puertas se cierran y ahí está la extraña atracción eléctrica, crepitando entre nosotros, apoderándose de mí. Cierro los ojos en un vano intento de pasarla por alto. Me aprieta la mano con fuerza, y cinco segundos después las puertas se abren en la terraza del edificio. Y ahí está, un helicóptero blanco con las palabras FERRARI, INC. En color blanco y el logotipo de la empresa a un lado. Seguro que esto es despilfarrar los recursos de la empresa.
Me lleva a un pequeño despacho en el que un hombre mayor está sentado a una mesa.
— Aquí tiene su plan de vuelo, señor Leclerc. Lo hemos revisado todo. Está listo, esperándole, señor. Puede despegar cuando quiera.
— Gracias, Zhou — le contesta Charles con una cálida sonrisa.
Vaya, alguien que merece que Charles lo trate con educación.
Quizá no trabaja para él. Observo al anciano asombrado.
— Vamos — me dice Charles.
Y nos dirigimos al helicóptero. De cerca es mucho más grande de lo que pensaba. Suponía que sería un modelo pequeño, para dos personas, pero tiene como mínimo siete asientos. Charles abre la puerta y me señala un asiento de los de delante.
— Siéntate. Y no toques nada — me ordena subiendo detrás de mí.
Cierra de un portazo. Me alegro de que toda la zona alrededor esté iluminada, porque de lo contrario apenas vería nada en la cabina. Me acomodo en el asiento que me ha indicado y él se inclina hacia mí para atarme el cinturón de seguridad. Es un arnés de cuatro bandas, todas ellas unidas en una hebilla central. Aprieta tanto las dos bandas superiores que apenas puedo moverme. Está pegado a mí, muy concentrado en lo que hace. Si pudiera inclinarme un poco hacia delante, hundiría la nariz entre su pelo. Huele a limpio, a fresco, a gloria, pero estoy firmemente atado al asiento y no puedo moverme. Levanta la mirada hacia mí y sonríe, como si le divirtiera esa broma que solo él entiende. Le brillan los ojos. Está tentadoramente cerca. Contengo la respiración mientras me aprieta una de las bandas superiores.
— Estás seguro. No puedes escaparte — me susurra. — Respira, Carlos — añade en tono dulce.
Se incorpora, me acaricia la mejilla y me pasa sus largos dedos por debajo de la mandíbula, que sujeta con el pulgar y el índice. Se inclina hacia delante y me da un rápido y casto beso. Me quedo impactado, revolviéndome por dentro ante el excitante e inesperado contacto de sus labios.
— Me gusta este arnés — me susurra.
¿Qué?
Se acomoda a mi lado, se ata a su asiento y empieza un largo protocolo de comprobar indicadores, mover palancas y pulsar botones del alucinante despliegue de esferas, luces y mandos. En varias esferas parpadean lucecitas, y todo el cuadro de mandos está iluminado.
— Ponte los cascos — me dice señalando unos auriculares frente a mí.
Me los pongo y el rotor empieza a girar. Es ensordecedor. Se pone también él los auriculares y sigue moviendo palancas.
— Estoy haciendo todas las comprobaciones previas al vuelo.
Oigo la incorpórea voz de Charles por los auriculares. Me giro y le sonrío.
— ¿Sabes lo que haces? — le pregunto.
Se gira y me sonríe.
— He sido piloto cuatro años, Carlos. Estás a salvo conmigo —me dice sonriéndome de oreja a oreja. — Bueno, mientras estemos volando —añade guiñándome un ojo.
¡Charles me ha guiñado un ojo!
— ¿Listo?
Asiento con los ojos muy abiertos.
— De acuerdo, torre de control. Aeropuerto de Formigine, aquí Charlie Tango Golf-Golf Echo Hotel, listo para despegar. Espero confirmación, cambio.
— Charlie Tango, adelante. Aquí aeropuerto de Formigine, avance por uno-cuatro-mil, dirección cero-uno-cero, cambio.
— Recibido, torre, aquí Charlie Tango. Cambio y corto. En marcha — añade dirigiéndose a mí.
El helicóptero se eleva por los aires lenta y suavemente.
Formigine desaparece ante nosotros mientras nos introducimos en el espacio aéreo, aunque mi estómago se queda anclado en Formigine. ¡Wow! Las luces van reduciéndose hasta convertirse en un ligero parpadeo a nuestros pies. Es como mirar al exterior desde una pecera. Una vez en lo alto, la verdad es que no se ve nada. Está todo muy oscuro. Ni siquiera la luna ilumina un poco nuestro trayecto. ¿Cómo puede ver por dónde vamos?
— Inquietante, ¿verdad? — me dice Charles por los auriculares.
— ¿Cómo sabes que vas en la dirección correcta?
— Aquí — me contesta señalando con su largo dedo un indicador con una brújula electrónica. — Es un Eurocopter EC135. Uno de los más seguros. Está equipado para volar de noche. — Me mira y sonríe. — En mi edificio hay un helipuerto. Allí nos dirigimos.
Pues claro que en su edificio hay un helipuerto. Me siento totalmente fuera de lugar. Las luces del panel de control le iluminan ligeramente la cara. Está muy concentrado y no deja de controlar las diversas esferas situadas frente a él. Observo sus rasgos con todo detalle. Tiene un perfil muy bonito, la nariz recta y la mandíbula cuadrada. Me gustaría deslizar la lengua por su mandíbula. No se ha afeitado, y su barba de dos días hace la perspectiva doblemente tentadora. Mmm… Me gustaría sentir su lengua jugar con la mía, sus manos pasearse en mi cuerpo y que me llenase de besos el cuello.
— Cuando vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos — dice interrumpiendo mi fantasía erótica.
— ¿Cuánto durará el vuelo? — consigo decir, casi sin aliento.
No estaba pensando en sexo, para nada.
— Menos de una hora… Tenemos el viento a favor
.
En Maranello en menos de una hora… No está nada mal. Claro, estamos volando.
Queda menos de una hora para que lo descubra todo. Siento todos los músculos de la barriga contraídos. Tengo un grave problema con las mariposas. Se me reproducen en el estómago.
¿Qué me tendrá preparado?
— ¿Estás bien, Carlos?
— Sí.
Le contesto con la máxima brevedad porque los nervios me oprimen.
Creo que sonríe, pero es difícil asegurarlo en la oscuridad.
Charles acciona otro botón.
— Aeropuerto de Formigine, aquí Charlie Tango, en uno-cuatro mil, cambio.
Intercambia información con el control de tráfico aéreo. Me suena todo muy profesional. Creo que estamos pasando del espacio aéreo de Formigine al del aeropuerto de Maranello.
— Entendido, Maranello, preparado, cambio y corto.
Señala un puntito de luz en la distancia y dice:
— Mira. Aquello es Maranello.
— ¿Siempre impresionas así a los hombres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»? —le pregunto realmente interesado.
— Nunca he subido a un hombre con el que me interese tener algo a mi helicóptero, Carlos. También esto es una novedad — me contesta en tono tranquilo, aunque serio.
Vaya, no me esperaba esta respuesta. ¿También una novedad?
Ah, ¿se referirá a lo de dormir con un hombre?
— ¿Estás impresionado?
— Me siento sorprendido, Charles.
Sonríe.
— ¿Sorprendido?
Por un instante vuelve a tener su edad.
Asiento.
— Lo haces todo… tan bien.
— Gracias, Joven Sainz — me dice educadamente.
Creo que le ha gustado mi comentario, pero no estoy seguro.
Durante un rato atravesamos la oscura noche en silencio. El punto de luz de Maranello es cada vez mayor.
— Torre de Maranello a Charlie Tango. Plan de vuelo al Escala en orden. Adelante, por favor. Preparado. Cambio.
— Aquí Charlie Tango, entendido, Maranello. Preparado, cambio y corto.
— Está claro que te divierte — murmuro.
— ¿El qué?
Me mira. A la tenue luz de los instrumentos parece burlón.
— Volar — le contesto.
— Exige control y concentración… ¿cómo no iba a encantarme? Aunque lo que más me gusta es planear.
— ¿Planear?
— Sí. Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores, helicópteros, automóviles de carreras. Piloto las tres cosas.
— Vaya.
Aficiones caras. Recuerdo que me lo dijo en la entrevista. A mí me gusta leer, y de vez en cuando voy al cine. Nada que ver.
— Charlie Tango, adelante, por favor, cambio.
La voz incorpórea del control de tráfico aéreo interrumpe mis fantasías. Charles contesta en tono seguro de sí mismo.
Maranello está cada vez más cerca. Ahora estamos a las afueras. ¡Wow! Es absolutamente impresionante. Maranello de noche, desde el cielo…
— Es bonito, ¿verdad? — me pregunta Charles en un murmullo.
Asiento entusiasmado. Parece de otro mundo, irreal, y siento como si estuviera en un estudio de cine gigante, quizá de la película favorita de Esteban, Blade Runner. El recuerdo de Esteban intentando besarme me incomoda. Empiezo a sentirme un poco cruel por no haber contestado a sus llamadas. Seguro que puede esperar hasta mañana.
— Llegaremos en unos minutos — murmura Charles.
Y de repente siento que me zumban los oídos, que se me dispara el corazón y que la adrenalina me recorre el cuerpo. Empieza a hablar de nuevo con el control de tráfico aéreo, pero ya no lo escucho. Creo que voy a desmayarme. Mi destino está en sus manos.
Volamos entre edificios, y frente a nosotros veo un rascacielos con un helipuerto en la azotea. En ella está pintada en azul la palabra ESCALA. Está cada vez más cerca, se va haciendo cada vez más grande… como mi ansiedad. Espero que no se dé cuenta. No quiero decepcionarlo. Ojalá hubiera hecho caso a Lando y me hubiera puesto uno de sus vestidos, pero me gustan mis vaqueros negros, y llevo una camisa verde y una chaqueta negra de Lando. Voy bastante elegante. Me agarro al extremo de mi asiento cada vez con más fuerza. Tú puedes, tú puedes, me repito como un mantra mientras nos acercamos al rascacielos.
El helicóptero reduce la velocidad y se queda suspendido en el aire. Charles aterriza en la pista de la azotea del edificio. Tengo un nudo en el estómago. No sabría decir si son nervios por lo que va a suceder, o alivio por haber llegado vivos, o miedo a que la cosa no vaya bien. Apaga el motor, y el movimiento y el ruido del rotor van disminuyendo hasta que lo único que oigo es el sonido de mi respiración entrecortada. Charles se quita los auriculares y se inclina para quitarme los míos.
— Hemos llegado — me dice en voz baja.
Su mirada es intensa, la mitad en la oscuridad y la otra mitad iluminada por las luces blancas de aterrizaje. Una metáfora muy adecuada para Charles: el caballero oscuro y el caballero blanco. Parece tenso. Aprieta la mandíbula y entrecierra los ojos. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se inclina para desabrocharme el mío. Su cara está a centímetros de la mía.
— No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Lo sabes, ¿verdad?
Su tono es muy serio, incluso angustiado, y sus ojos, ardientes.
Me agarra por sorpresa.
— Nunca haría nada que no quisiera hacer, Charles.
Y mientras lo digo, siento que no estoy del todo convencido, porque en estos momentos seguramente haría cualquier cosa por el hombre que está sentado a mi lado. Pero mis palabras funcionan y Charles se calma.
Me mira un instante con cautela y luego, pese a ser tan alto, se mueve con elegancia hasta la puerta del helicóptero y la abre. Salta, me espera y me coge de la mano para ayudarme a bajar a la pista. En la azotea del edificio hace mucho viento y me pone nervioso el hecho de estar en un espacio abierto a unos treinta pisos de altura.
Charles me pasa el brazo por la cintura y tira de mí.
—Vamos — me grita por encima del ruido del viento.
Me arrastra hasta un ascensor, teclea un número en un panel, y la puerta se abre. En el ascensor, completamente revestido de espejos, hace calor. Puedo ver a Charles hasta el infinito mire hacia donde mire, y lo bonito es que también me tiene agarrado hasta el infinito. Teclea otro código, las puertas se cierran y el ascensor empieza a bajar.
Al momento estamos en un vestíbulo totalmente blanco. En medio hay una mesa redonda de madera oscura con un enorme ramo de flores blancas. Las paredes están llenas de cuadros. Abre una puerta doble, y el blanco se prolonga por un amplio pasillo que nos lleva hasta la entrada de una habitación inmensa. Es el salón principal, de techos altísimos. Calificarlo de «enorme» sería quedarse muy corto. La pared del fondo es de cristal y da a un balcón con magníficas vistas a la ciudad.
A la derecha hay un imponente sofá en forma de U en el que podrían sentarse cómodamente diez personas. Frente a él, una chimenea ultramoderna de acero inoxidable… o a saber, quizá sea de platino. El fuego encendido llamea suavemente. A la izquierda, junto a la entrada, está la zona de la cocina. Toda blanca, con la encimera de madera oscura y una barra en la que pueden sentarse seis personas.
Junto a la zona de la cocina, frente a la pared de cristal, hay una mesa de comedor rodeada de dieciséis sillas. Y en el rincón hay un enorme piano negro y resplandeciente. Claro… seguramente también toca el piano. En todas las paredes hay cuadros de todo tipo y tamaño. En realidad, el apartamento parece más una galería que una vivienda.
— ¿Me das la chaqueta? — me pregunta Charles.
Niego con la cabeza. He cogido frío en la pista del helicóptero.
— ¿Quieres tomar una copa? — me pregunta.
Parpadeo. ¿Después de lo que pasó ayer? ¿Está de broma o qué? Por un segundo pienso en pedirle una margarita, pero no me atrevo.
— Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?
— Sí, gracias — murmuro.
Me siento incómodo en este enorme salón. Me acerco a la pared de cristal y me doy cuenta de que la parte inferior del panel se abre al balcón en forma de acordeón. Abajo se ve Maranello, iluminada y animada. Retrocedo hacia la zona de la cocina — tardo unos segundos, porque está muy lejos de la pared de cristal, — donde Charles está abriendo una botella de vino. Se ha quitado la chaqueta.
— ¿Te parece bien un Pouilly Fumé?
— No tengo ni idea de vinos, Charles. Estoy seguro de que será perfecto.
Hablo en voz baja y entrecortada. El corazón me late muy deprisa. Quiero salir corriendo. Esto es lujo de verdad, de una riqueza exagerada, tipo Bill Gates. ¿Qué estoy haciendo aquí? Sabes muy bien lo que estás haciendo aquí, se burla mi subconsciente. Sí, quiero irme a la cama con Charles Leclerc.
— Toma —me dice tendiéndome una copa de vino.
Hasta las copas son lujosas, de cristal grueso y muy modernas.
Doy un sorbo. El vino es ligero, fresco y delicioso.
— Estás muy callado y ni siquiera te has puesto rojo. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálido, Carlos — murmura. — ¿Tienes hambre?
Niego con la cabeza. No de comida.
— Qué casa tan grande.
— ¿Grande?
— Grande.
— Es grande — admite con una mirada divertida.
Doy otro sorbo de vino.
— ¿Sabes tocar? —le pregunto señalando el piano.
— Sí.
— ¿Bien?
— Sí.
— Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?
— Sí… un par o tres de cosas.
Da un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima. Siento que su mirada me sigue cuando me giro y observo el inmenso salón. Pero no debería llamarlo «sala». No es un salón, sino una declaración de principios.
— ¿Quieres sentarte?
Asiento con la cabeza. Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color crema. Mientras me siento, me asalta la idea de que parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec d’Urberville. La idea me hace sonreír.
— ¿Qué te parece tan divertido?
Está sentado a mi lado, mirándome. Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del sofá, con la mano bajo la barbilla.
— ¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville? —le pregunto.
Charles me mira fijamente un momento. Creo que le ha sorprendido mi pregunta.
— Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.
— ¿Solo por eso?
Hasta yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada.
Aprieta los labios.
— Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville —murmura.
Sus ojos brillan, impenetrables y peligrosos.
— Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurro mirándole.
Mi subconsciente me observa asombrado. Charles se queda boquiabierto.
— Carlos, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.
— Por eso estoy aquí.
Frunce el ceño.
— Sí. ¿Me disculpas un momento?
Desaparece por una gran puerta al otro extremo del salón. A los dos minutos vuelve con unos papeles en las manos.
— Esto es un acuerdo de confidencialidad. — Se encoge de hombros y parece ligeramente incómodo. — Mi abogado ha insistido.
Me lo tiende. Estoy totalmente perplejo.
— Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.
— ¿Y si no quiero firmar nada?
— Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.
— ¿Qué implica este acuerdo?
— Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.
Lo observo sin dar crédito. Mierda. Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.
— De acuerdo, lo firmaré.
Me tiende un bolígrafo.
— ¿Ni siquiera vas a leerlo?
— No.
Frunce el ceño.
— Carlos, siempre deberías leer todo lo que firmas — me riñe.
— Charles, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Lando. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.
Me observa fijamente y asiente muy serio.
— Buena puntualización, joven Sainz.
Firmo con gesto grandilocuente las dos copias y le devuelvo una. Doblo la otra, me la meto en el bolso y doy un largo sorbo de vino. Parezco mucho más valiente, de lo que en realidad me siento.
— ¿Quiere decir eso que vas a hacerme el amor esta noche, Charles?
¡Maldita sea! ¿Acabo de decir eso? Abre ligeramente la boca, pero enseguida se recompone.
— No, Carlos, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo cojo… duro muy duro. En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y, en tercer lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo. Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.
Me quedo boquiabierto. ¡Coge duro! Madre mía. Suena de lo más excitante. Pero ¿por qué vamos a ver un cuarto de juegos?
Estoy perplejo.
— ¿Quieres jugar con la PlayStation? —le pregunto.
Se ríe a carcajadas.
—No, Carlos, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.
Se levanta y me tiende la mano. Dejo que me lleve de nuevo al pasillo. A la derecha de la puerta doble por la que entramos hay otra puerta que da a una escalera. Subimos al piso de arriba y giramos a la derecha. Se saca una llave del bolsillo, la gira en la cerradura de otra puerta y respira hondo.
— Puedes marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte a donde quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que decidas me parecerá bien.
— Abre la maldita puerta de una vez, Charles.
Abre la puerta y se aparta a un lado para que entre yo primero. Vuelvo a mirarlo. Quiero saber lo que hay ahí dentro. Respiro hondo y entro. Y siento como si me hubiera transportado al siglo XVI, a la época de la Inquisicion española.
Chapter 7
Summary:
Las reglas son básicas ¿Carlos podría con ellas?
Notes:
Charles es el menos indicado de cuidar a Carlos
Chapter Text
Lo primero que noto es el olor: piel, madera y cera con un ligero aroma a limón. Es muy agradable, y la luz es tenue, sutil. En realidad, no veo de dónde sale, de algún sitio junto a la cornisa, y emite un resplandor ambiental. Las paredes y el techo son de color burdeos oscuro, que da a la espaciosa habitación un efecto uterino, y el suelo es de madera barnizada muy vieja. En la pared, frente a la puerta, hay una gran X de madera, de caoba muy brillante, con esposas en los extremos para sujetarse.
Por encima hay una gran rejilla de hierro suspendida del techo, como mínimo de dos metros cuadrados, de la que cuelgan todo tipo de cuerdas, cadenas y grilletes brillantes. Cerca de la puerta, dos grandes postes relucientes y ornamentados, como balaustres de una barandilla, pero más grandes, cuelgan a lo largo de la pared como barras de cortina. De ellos pende una impresionante colección de palos, látigos, fustas y curiosos instrumentos con plumas.
Junto a la puerta hay un mueble de caoba maciza con cajones muy estrechos, como si estuvieran destinados a guardar muestras en un viejo museo. Por un instante me pregunto qué hay dentro. ¿Quiero saberlo? En la esquina del fondo veo un banco acolchado de piel de color granate, y pegado a la pared, un estante de madera que parece una taquera para palos de billar, pero que al observarlo con más atención descubro que contiene varas de diversos tamaños y grosores.
En la esquina opuesta hay una sólida mesa de casi dos metros de largo — madera brillante con patas talladas, — y debajo, dos taburetes a juego. Pero lo que domina la habitación es una cama. Es más grande que las de matrimonio, con dosel de cuatro postes tallado de estilo rococó. Parece de finales del siglo XIX. Debajo del dosel veo más cadenas y esposas relucientes. No hay ropa de cama… solo un colchón cubierto de piel roja, y varios cojines de satén rojo en un extremo.
A unos metros de los pies de la cama hay un gran sofá Chesterfield granate, plantificado en medio de la sala, frente a la cama. Extraña distribución… eso de poner un sofá frente a la cama. Y sonrío para mis adentros. Me parece raro el sofá, cuando es el mueble más normal en la habitación realmente. Alzo los ojos y observo el techo. Está lleno de mosquetones, a intervalos irregulares. Me pregunto por un segundo para qué sirven. Es extraño, pero toda esa madera, las paredes oscuras, la tenue luz y la piel granate hacen que la habitación parezca dulce y romántica… Sé que es cualquier cosa menos eso. Es lo que Charles entiende por dulzura y romanticismo.
Me giro y está mirándome fijamente, como suponía, con expresión impenetrable. Avanzo por la habitación y me sigue. El artilugio de plumas me ha intrigado. Me decido a tocarlo. Es de ante, como un pequeño gato de nueve colas, pero más grueso y con pequeñas bolas de plástico en los extremos.
— Es un látigo de tiras — dice Charles en voz baja y dulce.
Un látigo de tiras… Vaya. Creo que estoy en estado de shock. Mi subconsciente ha emigrado se ha quedado mudo, o sencillamente se ha caído en redondo y se ha muerto. Estoy paralizado. Puedo observar y asimilar, pero no articular lo que siento ante todo esto, porque estoy en estado de shock. ¿Cuál es la reacción adecuada cuando descubres que tu posible amante es un sádico o un masoquista total? Miedo… sí… esa parece ser la sensación principal. Ahora me doy cuenta. Pero extrañamente no de él. No creo que me hiciera daño. Bueno, no sin mi consentimiento.
Un sinfín de preguntas me nublan la mente. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con qué frecuencia? ¿Quién? Me acerco a la cama y paso las manos por uno de los postes. Es muy grueso, y el tallado es impresionante.
— Di algo — me pide Charles en tono engañosamente dulce.
— ¿Se lo haces a gente o te lo hacen a ti?
Frunce la boca, no sé si divertido o aliviado.
— ¿A gente? — Pestañea un par de veces, como si estuviera pensando qué contestarme. — Se lo hago a hombres que quieren que se lo haga.
No lo entiendo.
— Si tienes voluntarios dispuestos a aceptarlo, ¿qué hago yo aquí?
— Porque quiero hacerlo contigo, lo deseo.
— Oh.
Me quedo boquiabierto. ¿Por qué? Me dirijo a la otra esquina de la sala, paso la mano por el banco acolchado, alto hasta la cintura, y deslizo los dedos por la piel. Le gusta hacer daño a los hombres. La idea me deprime.
— ¿Eres un sádico?
— Soy un Amo.
Sus ojos verdes se vuelven abrasadores, intensos.
— ¿Qué significa eso? — le pregunto en un susurro.
— Significa que quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.
Lo miro frunciendo el ceño, intentando asimilar la idea.
— ¿Por qué iba a hacer algo así?
— Por complacerme — murmura ladeando la cabeza.
Veo que esboza una sonrisa.
¡Complacedle! ¡Quiere que lo complazca! Creo que me quedo boquiabierto. Complacer a Charles Leclerc. Y entonces me doy cuenta de que es lo que quiero hacer.
Quiero que disfrute conmigo. Es una revelación.
— Digamos, en términos muy simples, que quiero que quieras complacerme, quiero que quieras mi atención, que supliques porque te mire — me dice en voz baja, hipnótica.
— ¿Cómo tengo que hacerlo?
Siento la boca seca. Ojalá tuviera más vino. De acuerdo, entiendo lo de complacerle, pero el gabinete de tortura isabelino me ha dejado desconcertado. ¿Quiero saber la respuesta?
— Tengo normas, y quiero que las acates. Son normas que a ti te benefician y a mí me proporcionan placer. Si cumples esas normas para complacerme, te recompensaré. Si no, te castigaré para que aprendas — susurra.
Mientras me habla, miro el estante de las varas.
— ¿Y en qué momento entra en juego todo esto? — le pregunto señalando con la mano alrededor del cuarto.
— Es parte del paquete de incentivos. Tanto de la recompensa como del castigo.
— Entonces disfrutarás ejerciendo tu voluntad sobre mí.
— Se trata de ganarme tu confianza y tu respeto para que me permitas ejercer mi voluntad sobre ti. Obtendré un gran placer, incluso una gran alegría, si te sometes. Cuanto más te sometas, mayor será mi alegría. La ecuación es muy sencilla.
— De acuerdo, ¿y qué saco yo de todo esto?
Se encoge de hombros y parece hacer un gesto de disculpa.
— A mí — se limita a contestarme.
Dios mío… Charles me observa pasándose la mano por el pelo.
— Carlos, no hay manera de saber lo que piensas — murmura nervioso. — Volvamos abajo, así podré concentrarme mejor. Me desconcentro mucho contigo aquí.
Me tiende una mano, pero ahora no sé si cogerla. Land me había dicho que era peligroso, y tenía mucha razón. ¿Cómo lo sabía? Es peligroso para mi salud, porque sé que voy a decir que sí. Y una parte de mí no quiere. Una parte de mí quiere gritar y salir corriendo de este cuarto y de todo lo que representa.
Me siento muy desorientado.
— No voy a hacerte daño, Carlos.
Sé que no me miente. Le cojo de la mano y salgo con él del cuarto.
—Quiero mostrarte algo, por si aceptas.
En lugar de bajar las escaleras, gira a la derecha del cuarto de juegos, como él lo llama, y avanza por un pasillo. Pasamos junto a varias puertas hasta que llegamos a la última. Al otro lado hay un dormitorio con una cama de matrimonio. Todo es blanco… todo: los muebles, las paredes, la ropa de cama. Es aséptica y fría, pero con una vista preciosa de Maranello desde la pared de cristal.
— Esta será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.
— ¿Mi habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? — le pregunto sin poder disimular mi tono horrorizado.
— A vivir no. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del tema y negociarlo. Si aceptas — añade en voz baja y dubitativa.
— ¿Dormiré aquí?
— Sí.
— No contigo.
— No. Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado hasta perder el sentido — me dice en tono de reprimenda.
Aprieto los labios. Hay algo que no me encaja. El amable y cuidadoso Charles, que me rescata cuando estoy borracho y me sujeta amablemente mientras vomito en las azaleas, y el monstruo que tiene un cuarto especial lleno de látigos y cadenas.
— ¿Dónde duermes tú?
— Mi habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.
— Es raro, pero creo que se me ha quitado el hambre — murmuro de mala gana.
— Tienes que comer, Carlos — me regaña.
Me coge de la mano y volvemos al piso de abajo. De vuelta en el salón increíblemente grande, me siento muy inquieto. Estoy al borde de un precipicio y tengo que decidir si quiero saltar o no.
— Soy totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro, Carlos, y por eso quiero de verdad que te lo pienses bien. Seguro que tienes cosas que preguntarme — me dice soltándome la mano y dirigiéndose con paso tranquilo a la cocina.
Tengo cosas que preguntarle. Pero ¿por dónde empiezo?
— Has firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que quieras y te contestaré.
Estoy junto a la barra de la cocina y observo cómo abre el refrigerador y saca un plato de quesos con dos enormes racimos de uvas blancas y rojas. Deja el plato en la encimera y empieza a cortar una baguette.
— Siéntate — me dice señalando un taburete junto a la barra.
Obedezco su orden. Si voy a aceptarlo, tendré que acostumbrarme. Me doy cuenta de que se ha mostrado dominante desde que lo conocí.
— Has hablado de papeleo.
— Sí.
— ¿A qué te refieres?
— Bueno, aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Carlos.
— ¿Y si no quiero?
— Perfecto — me contesta prudentemente.
— Pero ¿no tendremos la más mínima relación? — le pregunto.
— No.
— ¿Por qué?
— Es el único tipo de relación que me interesa.
— ¿Por qué?
Se encoge de hombros.
— Soy así.
— ¿Y cómo llegaste a ser así?
— ¿Por qué cada uno es cómo es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Charlotte, mi ama de llaves, ha dejado queso para la cena.
Saca dos grandes platos blancos de un armario y coloca uno delante de mí.
Y ahora nos ponemos a hablar del queso… Maldita sea…
— ¿Qué normas tengo que cumplir?
— Las tengo por escrito. Las veremos después de cenar.
Comida… ¿Cómo voy a comer ahora?
— De verdad que no tengo hambre — susurro.
— Vas a comer — se limita a responderme.
El dominante Charles. Ahora está todo claro.
— ¿Quieres otra copa de vino?
— Sí, por favor.
Me sirve otra copa y se sienta a mi lado. Doy un rápido sorbo.
— Te sentará bien comer, Carlos.
Cojo un pequeño racimo de uvas. Con esto sí que puedo. Él entorna los ojos.
— ¿Hace mucho que estás metido en esto? — le pregunto.
— Sí.
— ¿Es fácil encontrar a hombres que lo acepten?
Me mira y alza una ceja.
— Te sorprenderías — me contesta fríamente.
— Entonces, ¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.
— Carlos, ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. — Sonríe irónicamente. — Soy como una polilla atraída por la luz. — Su voz se enturbia. — Te deseo con locura, especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.
Respira hondo y traga saliva.
El estómago me da vueltas. Me desea… de una manera rara, es cierto, pero este hombre guapo, extraño y pervertido me desea.
— Creo que le has dado la vuelta a ese cliché — refunfuño.
Yo soy la polilla y él es la luz, y voy a quemarme. Lo sé.
— ¡Come!
— No. Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más, si no te parece mal.
Sus ojos se dulcifican y sus labios esbozan una sonrisa.
— Como quiera, Joven Sainz.
— ¿Cuántos hombres? — pregunto de sopetón, pero siento mucha curiosidad.
— Quince.
Vaya, menos de los que pensaba.
— ¿Durante largos periodos de tiempo?
— Algunos sí.
— ¿Alguna vez has hecho daño a alguno?
— Sí.
¡Maldita sea!
— ¿Grave?
— No.
— ¿Me harás daño a mí?
— ¿Qué quieres decir?
— Si vas a hacerme daño físicamente.
— Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.
Creo que estoy mareándome. Tomo otro sorbo de vino. El alcohol me dará valor.
— ¿Alguna vez te han pegado? — le pregunto.
— Sí.
Vaya, me sorprende. Antes de que haya podido preguntarle por esta última revelación, interrumpe el curso de mis pensamientos.
— Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.
Me cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos, negociando un extraño acuerdo.
Lo sigo hasta su estudio, una amplia habitación con otro ventanal desde el techo hasta el suelo que da al balcón. Se sienta a la mesa, me indica con un gesto que tome asiento en una silla de cuero frente a él y me tiende una hoja de papel.
— Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos.
NORMAS
Obediencia:
El Sumiso obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. El Sumiso aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.
Sueño:
El Sumiso garantizará que duerme como mínimo siete horas diarias cuando no esté con el Amo.
Comida:
Para cuidar su salud y su bienestar, el Sumiso comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4).
El Sumiso no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Ropa:
Durante la vigencia del contrato, el Sumiso solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá a el Sumiso un presupuesto para ropa, que el Sumiso debe utilizar. El Amo acompañará a el Sumiso a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo exige, mientras el contrato esté vigente, el Sumiso se pondrá los adornos que le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo considere oportuno.
Ejercicio:
El Amo proporcionará a el Sumiso un entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y el Sumiso. El entrenador personal informará al Amo de los avances del Sumiso.
Higiene personal y belleza:
El Sumiso estará limpio y depilado en todo momento. El Sumiso irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
Seguridad personal:
El Sumiso no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
Cualidades personales:
El Sumiso solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. El Sumiso se comportará en todo momento con respeto y humildad.
Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores se castigará de inmediato y el Amo determinará su naturaleza del castigo.
Madre mía.
— ¿Límites infranqueables? — le pregunto.
— Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo.
— No estoy seguro de que vaya a aceptar, dinero para ropa. No me parece bien.
Me muevo incómodo. La palabra «puta» me resuena en la cabeza.
— Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto, y quiero que vayas bien vestido. Estoy seguro de que, con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras.
— ¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo?
— No.
— De acuerdo.
Hazte a la idea de que será como un uniforme.
— No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.
— Carlos, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio.
— Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?
— Quiero que sean cuatro.
— Creía que esto era una negociación.
Frunce los labios.
— De acuerdo, Joven Sainz, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día?
— Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí.
Sonríe perversamente y le brillan los ojos, como si se sintiera aliviado.
— Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás seguro de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres bueno negociando.
— No, no creo que sea buena idea.
Observo la hoja con sus normas. ¡Depilarme! ¿Depilarme el qué? ¿Todo? ¡Uf!
— Pasemos a los límites. Estos son los míos — me dice tendiéndome otra hoja de papel.
LÍMITES INFRANQUEABLES
Actos con fuego.
Actos con orina, defecación y excrementos.
Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre.
Actos con instrumental médico urológico.
Actos con niños y animales.
Actos que dejen marcas permanentes en la piel.
Actividad que implique contacto directo con corriente eléctrica (tanto alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo.
Uf. ¡Tiene que escribirlos! Por supuesto… todos estos límites parecen sensatos y necesarios, la verdad… Seguramente cualquier persona en su sano juicio no querría meterse en este tipo de cosas.
Pero se me ha revuelto el estómago.
— ¿Quieres añadir algo? — me pregunta amablemente.
Mierda. No tengo ni idea. Estoy totalmente perplejo. Me mira y arruga la frente.
— ¿Hay algo que no quieras hacer?
— No lo sé.
— ¿Qué es eso de que no lo sabes?
Me remuevo incómodo y me muerdo el labio.
— Nunca he hecho cosas así.
— Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?
Por primera vez en lo que parecen siglos, me ruborizo.
— Puedes decírmelo, Carlos. Si no somos sinceros, esto no funcionará.
Vuelvo a removerme incómodo y me contemplo los dedos nudosos.
— Dímelo — me pide.
— Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé — le digo en voz baja.
Levanto los ojos hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido.
— ¿Nunca? — susurra.
Asiento.
— ¿Eres virgen?
Asiento con la cabeza y vuelvo a ruborizarme. Cierra los ojos y parece estar contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado ¿Acaso es algo malo?
— ¿Por qué carajo no me lo habías dicho? — gruñe.
Chapter 8: Capítulo 8
Summary:
— Quiero que, cada vez que te muevas mañana, recuerdes que he estado dentro de ti. Solo yo. Eres mío.
Gimo.
— Charles, por favor — susurro.
— ¿Qué quieres, Carlos? Dímelo.
Vuelvo a gemir. Se retira y vuelve a penetrarme lentamente, de nuevo trazando círculos con las caderas.
— Dímelo — murmura.
— A ti, por favor.
Notes:
Cambiar cosas hetero a algo gay no es tan fácil como uno piensa y más cuando imaginas esa escena. Espero les guste todo lo que he agregado (la parte del sexo) fue un poco difícil hacerlo cuando tienes que trabajar.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Charles recorre su estudio de un lado a otro pasándose las manos por el cabello. Las dos manos... lo que quiere decir que está doblemente enfadado. Su férreo control habitual parece haberse resquebrajado.
— No entiendo por qué no me lo has dicho — me riñe.
— No ha salido el tema. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual. Además... apenas nos conocemos.
Me contemplo las manos. ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué está tan rabioso? Lo miro.
— Bueno, ahora sabes mucho más de mí — me dice bruscamente. Y aprieta los labios. — Sabía que no tenías mucha experiencia, pero... ¡virgen! — Lo dice como si fuera un insulto. — Mierda, Carlos, acabo de mostrarte... — se queja. —
Que Dios me perdone. ¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?
— Pues claro — le contesto intentando parecer ofendido.
Vale... quizá un par de veces.
— ¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres atractivo.
Vuelve a pasarse la mano por el pelo.
¿Atractivo? Me ruborizo de alegría. Charles Leclerc me considera atractivo. Entrelazo los dedos y los miro fijamente intentando disimular mi estúpida sonrisa. Quizá es miope. Mi adormecida subconsciente asoma la cabeza. ¿Dónde estaba cuando lo necesitaba?
— ¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia? — Junta las cejas. — ¿Por qué has evitado el sexo? Cuéntamelo, por favor.
Me encojo de hombros.
— Nadie me ha... en fin...
Nadie me ha hecho sentir así, solo tú. Y resulta que tú eres una especie de monstruo, ¿Dónde fui a caer?
— ¿Por qué estás tan enfadado conmigo? — le susurro.
— No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado... — Suspira, me mira detenidamente y mueve la cabeza. — ¿Quieres marcharte? — me pregunta en tono dulce.
— No, a menos que tú quieras que me marche — murmuro.
No, por favor... No quiero marcharme.
— Claro que no. Me gusta tenerte aquí — me dice frunciendo el ceño, y echa un vistazo al reloj. — Es tarde. — Y vuelve a levantar los ojos hacia mí. — Estás mordiéndote el labio — me dice con voz ronca y mirándome pensativo.
— Perdona.
— No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo... fuerte.
Me quedo boquiabierto... ¿Cómo puede decirme esas cosas y pretender que no me afecten?
— Ven — murmura.
— ¿Qué?
— Vamos a arreglar la situación ahora mismo.
— ¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?
— Tu situación, Carlos. Voy a hacerte el amor, ahora.
— Oh.
Siento que el suelo se mueve. Soy una situación. Contengo la respiración.
— Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.
— Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo cogías duro.
Trago saliva. De pronto se me ha secado la boca.
Me lanza una sonrisa perversa que me recorre el cuerpo hasta llegar a...
— Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche... con lo básico. No quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también — me dice con mirada intensa.
Me ruborizo... Madre mía... Mis deseos se hacen realidad, ¿Podre cumplir las fantasías que últimamente he tenido?
— Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas — le digo con voz entrecortada e insegura.
— Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Carlos, por favor, quédate conmigo esta noche.
Me tiende la mano con ojos brillantes, ardientes... excitados, y la tomo. Tira de mí hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me toma por sorpresa y de pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos, toma un poco de mi cabello y tira suavemente para obligarme a levantar la cara. Está mirándome.
— Eres un chico muy valiente — me susurra. — Me tienes fascinado.
Sus palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, me besa suavemente y me chupa el labio inferior.
— Quiero morder este labio — murmura sin despegarse de mi boca.
Y tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe.
— Por favor, Carlos, déjame hacerte el amor.
— Sí — susurro mientras siento como mis piernas quieren fallar.
Para eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me toma de la mano y me conduce a través de la casa. Su dormitorio es grande. Desde los ventanales se ven los iluminados rascacielos de Maranello. Las paredes son blancas, y los accesorios, azul claro. La enorme cama es ultramoderna, de madera maciza de color gris, con cuatro postes, pero sin dosel. En la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.
Estoy temblando como una hoja. Ya está. Por fin, después de tanto tiempo, voy a hacerlo, y nada menos que con Charles Leclerc. Respiro entrecortadamente y no puedo apartar los ojos de él. Se quita el reloj y lo deja encima de una cómoda a juego con la cama. Luego se quita la americana y la deja en una silla. Lleva la camisa blanca de lino y unos vaqueros. Es guapo hasta perder el sentido. Su cabello castaño está alborotado y le cuelga la camisa... Sus ojos verdes son audaces y brillantes. Se quita los Converse y se inclina para quitarse también los calcetines. Los pies de Charles Leclerc... Wow... ¿Qué tendrán los pies descalzos? Se gira y me mira con expresión dulce.
— Supongo que necesitamos algo de protección.
Abre el primer cajón y saca una caja de condones. Me mira fijamente.
— Tienes que estar preparado — murmura. — ¿Quieres que cierre las persianas?
— No me importa — susurro. — Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.
— ¿Quién ha dicho que vamos a dormir? — murmura.
— Oh.
Madre mía.
Se acerca a mí despacio. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y le brillan los ojos. El corazón se me dispara y la sangre me bombea por todo el cuerpo. El deseo, un deseo caliente e intenso, me invade el pene que se está despertando un poco. Se detiene frente a mí y me mira a los ojos.
Oh, es tan sexy...
— Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece — me dice en voz baja.
Agarra las solapas y muy suavemente me desliza la chaqueta por los hombros y la deja en la silla.
— ¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Carlos Sainz? — me susurra.
Se me corta la respiración. No puedo apartar mis ojos de los suyos. Alza una mano y me pasa suavemente los dedos por la mejilla hasta el mentón.
— ¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? — añade acariciándome la barbilla.
Una pulsada de excitación recorre mi cuerpo. Mi pene duele al tenerme aprisionado en mi ropa interior, cierro los ojos para relajarme un poco, pero los suyos, que me miran ardientes, me hipnotizan. Se inclina y me besa. Sus labios exigentes, firmes y lentos se acoplan a los míos.
Empieza a desabrocharme la camisa besándome ligeramente la mandíbula, la barbilla y las comisuras de la boca. Me la quita muy despacio y la deja caer al suelo. Se aparta un poco y me observa.
— Carlos... — me dice. — Tienes una piel preciosa, morena y perfecta. Quiero besártela centímetro a centímetro, marcarla como mía y que nadie más la pueda tocar.
Me ruborizo. Madre mía... ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré lo que me pida. Me agarra del cabello, lo deshace y jadea cuando mi cabello se alborota.
— Me gustan los morenos — murmura.
Mete las dos manos entre mi cabello y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, su lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra la mía.
Vuelvo a gemir sin apartar los labios de su boca. Apenas puedo resistir las desenfrenadas sensaciones — ¿o son hormonas? — que me devastan el cuerpo. Lo deseo con locura. Lo tomo por los brazos y siento sus bíceps. Es sorprendentemente fuerte... musculoso. Con gesto indeciso, subo las manos hasta su cara y su pelo alborotado, que es muy suave. Tiro suavemente de él, y Charles gime. Me conduce despacio hacia la cama, hasta que la siento detrás de las rodillas. Creo que va a empujarme, pero no lo hace. Me suelta y de pronto se arrodilla. Me sujeta las caderas con las dos manos y desliza la lengua por mi ombligo, avanza hasta la cadera mordisqueándome y después me recorre la barriga en dirección a la otra cadera.
— Ah — gimo.
No esperaba verlo de rodillas frente a mí y sentir su lengua recorriendo mi cuerpo. Es excitante. Apoyo mis manos en su pelo y tiro suavemente intentando calmar mi acelerada respiración. Levanta la cara y sus ardientes ojos verdes me miran a través de las pestañas, increíblemente largas. Sube las manos, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja lentamente la cremallera. Sin apartar sus ojos de los míos, introduce muy despacio las manos en mi pantalón, las pega a mi cuerpo, las desliza hasta el trasero y avanza hasta los muslos arrastrando con ellas los vaqueros. No puedo dejar de mirarlo. Se detiene y, sin apartar los ojos de mí ni un segundo, se lame los labios. Se inclina hacia delante y pasa la nariz por el vértice en el que se unen mis muslos. Lo siento junto a mi sexo.
— Hueles muy bien — murmura.
Cierra los ojos, con expresión de puro placer, y siento como una sacudida. Extiende un brazo, tira del edredón, me empuja suavemente y caigo sobre la cama. Todavía de rodillas, me coge un pie, me desabrocha la Converse y me la quita, junto con el calcetín. Me apoyo en los codos y me incorporo para ver lo que hace. Jadeo, muerto de deseo. Me agarra el pie por el talón y me recorre el empeine con la uña del pulgar. Es casi doloroso, pero siento que el recorrido se proyecta sobre mis bolas. Gimo. Sin apartar los ojos de mí, vuelve a recorrerme el empeine, esta vez con la lengua, y después con los dientes. Mierda. ¿Cómo puedo sentirlo entre las piernas? Caigo sobre la cama gimiendo. Oigo su risa ahogada.
— Carlos, no te imaginas lo que podría hacer contigo — me susurra.
Me quita la otra zapatilla y el calcetín, y después se levanta y me quita los vaqueros. Estoy tumbado en su cama, en boxes, y él me mira detenidamente, siento como me desviste con esa mirada llena de deseo.
— Eres muy hermoso, Carlos Sainz. Me muero por estar dentro de ti.
¡Vaya manera de hablar! Es todo un seductor. Me corta la respiración.
— Muéstrame cómo te das placer.
¿Qué? Frunzo el ceño.
— No seas tímido, Carlos. Muéstramelo — me susurra.
Muevo la cabeza.
— No entiendo lo que quieres decir — le contesto con voz ronca, tan empapado de deseo que apenas la reconozco.
— ¿Cómo te corres solo? Quiero verlo.
Muevo la cabeza.
— No me corro solo — murmuro.
Alza las cejas, atónito por un momento, sus ojos se vuelven impenetrables y niega con la cabeza como si no pudiera creérselo.
— Bueno, veremos qué podemos hacer — me dice en voz baja, desafiante, en un tono de amenaza exquisitamente sensual.
Se desabrocha los botones de los vaqueros y se los quita despacio sin apartar los ojos de los míos. Se inclina sobre mí, me agarra de los tobillos, me separa rápidamente las piernas y avanza por la cama entre ellas. Se queda suspendido encima de mí. Me retuerzo de deseo.
— No te muevas — murmura.
Se inclina, me besa la parte interior de un muslo y va subiendo, sin dejar de besarme, hasta mis boxes negros.
Ay... No puedo quedarme quieto. ¿Cómo no voy a moverme? Me retuerzo debajo de él.
— Vamos a tener que trabajar para que aprendas a quedarte quieto, nene. Sigue besándome el vientre y me introduce la lengua en el ombligo. Sus labios ascienden hacia el torso. Me arde la piel. Estoy sofocado. Por un momento siento mucho calor, luego frío, y araño la sábana sobre la que estoy tumbado. Charles se tumba a mi lado y me recorre con la mano desde la cadera hasta el pecho, pasando por la cintura. Me observa con expresión impenetrable y me rodea suavemente los pechos con las manos.
— Encajan perfectamente en mi mano, Carlos — murmura.
Pasea sus dedos por sus pezones, las yemas de sus dedos hacen que mi piel se eriza. Desplaza el dedo a mi otro pezón y repite el proceso. Los pechos se me hinchan y los pezones se me endurecen bajo su insistente mirada.
— Muy bonitos — suspira admirado.
Y los pezones se me endurecen todavía más. Me chupa suavemente un pezón, desliza una mano al otro pecho, y con el dedo pulgar rodea muy despacio el otro pezón y tira de él. Gimo y siento que una dulce sensación me desciende hasta mi pene que se pone cada vez más duro. Estoy muy húmedo. Oh, por favor, suplico para mis adentros agarrando con fuerza la sábana. Cierra los labios alrededor de mi otro pezón, y cuando lo lame, casi siento una convulsión.
— Vamos a ver si conseguimos que te corras así con solo hacer esto — me susurra.
Y sigue con su lenta y sensual incursión. Mis pezones sienten sus hábiles dedos y sus labios, que encienden mis terminaciones nerviosas hasta el punto de que todo mi cuerpo gime en una dulce agonía, pero él no se detiene.
— Oh... por favor — le suplico.
Tiro la cabeza hacia atrás, con la boca abierta, y gimo. Siento las piernas entumecidas. Maldita sea, ¿qué está pasándome?
— Déjate ir, nene — murmura.
Me aprieta un pezón con los dientes, con el dedo pulgar y el dedo índice tira fuerte del otro, y me dejo caer en sus manos. Mi cuerpo se agita y estalla en mil pedazos. Me besa profundamente, metiéndome la lengua en la boca para absorber mis gritos, como si eso fuese suficiente a todo lo que me está provocando en mi cuerpo. ¡Dios mío! Ha sido fantástico, nada comparado a las pajas que me he hecho. Ahora ya sé a qué viene tanto asombro ante mi reacción. Me mira con una sonrisa satisfecha, aunque estoy segura de que no es más que gratitud y admiración por mí.
— Eres muy receptivo — me dice. — Tendrás que aprender a controlarlo, y será muy divertido enseñarte.
Vuelve a besarme.
Mi respiración es todavía irregular mientras me recupero del orgasmo. Desliza una mano hasta mi cintura, mis caderas, y la posa en mi pene... Ay. Introduce su mano por el bóxer y lentamente empieza a trazar círculos alrededor de mi sexo. Cierra los ojos por un instante y contiene la respiración.
— Estás muy húmedo. No sabes cuánto te deseo.
Con su mano aprieta todo mi miembro, de una forma un poco brusca, provocando que un gemido saliera de mi boca ante aquella sorpresa, Charles me volvió a besar para callar mis gemidos mientras apretaba aún más mi pene. Lentamente suelta un poco el agarre y empieza a hacer movimientos de arriba a abajo, masturbándome un poco en el proceso.
De repente se sienta, me quita el bóxer y los tira al suelo. Se quita también él los calzoncillos y libera su erección. ¡Madre mía! Alarga el brazo hasta la mesita de noche, coge un paquetito plateado y se mueve entre mis piernas para que las abra. Se arrodilla y desliza un condón por su largo miembro. Oh, no... ¿Cómo va a entrar?
— No te preocupes — me susurra mirándome a los ojos. — Te prepararé.
Se inclina apoyando las manos a ambos lados de mi cabeza, de modo que queda suspendido por encima de mí. Me mira a los ojos con la mandíbula apretada y los ojos ardientes. Ahora noto que todavía lleva la camisa.
— ¿De verdad quieres hacerlo? — me pregunta en voz baja.
— Por favor — le suplico.
— Levanta las rodillas — me ordena en tono suave.
Obedezco de inmediato.
— Ahora voy a follarlo, Joven Sainz — murmura colocando dos dedos frente a mi cavidad anal. — Duro — susurra.
Y los introduce con mucho cuidado.
— ¡Aaay! — grito.
Me duele un poco, es mi primera vez con un hombre, obviamente dolería. Sus dedos se quedan quietos de mí, esperando que me acostumbre a ellos, después de unos segundos empezó a moverlos con mucho cuidado, provocando que más jadeos y gemidos salieran de mi boca. Era una sensación extraña para mí, nunca habían metido algo por allá atrás y se sentía tan bien el cómo se movía Charles. Se queda inmóvil y me observa con ojos en los que brilla el triunfo.
Tiene la boca ligeramente abierta y le cuesta respirar. Gime.
— Estás muy cerrado por aquí. ¿Estás bien?
Asiento con los ojos en blanco y agarrándome a sus brazos. Me siento lleno por dentro. Sigue inmóvil para que me aclimate a la invasiva y abrumadora sensación de tenerlo dentro de mí, el solo imaginármelo me prende aún más.
— Voy a moverlos un poco más rápidos, nene — me susurra un momento después en tono firme.
Oh.
Retrocede con exquisita lentitud. Cierra los ojos, gime y vuelve a penetrarme con sus dedos. Grito por segunda vez, y se detiene.
— ¿Más? — me susurra con voz salvaje.
— Sí — le contesto.
Vuelve a penetrarme y a detenerse. ¡Dios! Sus dedos golpean un lugar donde me está volviendo loco. Gimo. Mi cuerpo lo acepta... Oh, quiero que siga.
— ¿Otra vez? — me pregunta.
— Sí — le contesto en tono de súplica.
Y se mueve, pero esta vez no se detiene. Los movimientos de sus dedos eran rápidos, precisos, sentía que en cualquier comento me podría correr con solo tener ese par de dedos dentro de mí. Pero no fue así, Charles los saco cuando sentía que en cualquier momento liberaría mi semen, solté un quejido de molestia al sentirme vacío, quería más, volver a estar lleno.
— Estas listo nene, es momento de hacerte el amor tan duro.
Con esas palabras Charles tomo el bote de lubricante y el condón, colocándose este último primero y poniendo un poco sobre su pene, esparciéndolo con sus dedos en toda la longitud. Alineo su punta con mi cavidad anal, haciendo que suspirara por los pequeños roses que me daba.
— Mira como estas Carlos, tan necesitado de mí, no sabes cuanto me pone eso.
Entra en mi despacio, abriéndose camino en mi cavidad anal, sacándome un gran y ruidoso gemido por lo grande que es su pene. Tomo mis muslos y se sostuvo con ellos. Espero unos minutos cuando empezó con sus penetraciones, lentas y suaves, sentía como era abierto aún más mi cavidad anal, ¡Madre Mía! Era un poco incomodo, el sentir como algo entraba y salía de mi ano. Suelta mis muslos y se apoya en los codos, de modo que siento su peso sobre mí, aprisionándome. Al principio se mueve despacio, entra y sale de mi cuerpo.
Conforme voy acostumbrándome a la extraña sensación, empiezo a mover las caderas hacia las suyas. Acelera. Gimo y me embiste con fuerza, cada vez más deprisa, sin piedad, a un ritmo implacable, y yo mantengo el ritmo de sus embestidas. Envuelve con una de sus manos mi pene, masturbándome al son de sus embestidas, un gemido y mis uñas enterradas hicieron que Charles soltara un gruñido de sorpresa. Me agarra la cabeza con las manos, me besa bruscamente y vuelve a tirar de mi labio inferior con los dientes.
Se retira un poco y siento que algo crece en lo más profundo de mí, como antes. Me tenso mientras se hunde en mi interior, varias veces. Me tiembla el cuerpo, me arqueo. Estoy bañado en sudor. No sabía que sería así... No sabía que la sensación podía ser tan agradable. Mis pensamientos se dispersan... No hay más que sensaciones... Solo él... Solo yo... Ay, por favor... Mi cuerpo se pone rígido ante el próximo orgasmo.
— Córrete para mí, Carlos — susurra sin aliento.
Y me dejo ir en cuanto lo dice, llego al clímax y estallo en mil pedazos bajo su cuerpo, toda mi esencia sale disparada entre nuestros abdómenes. Y mientras se corre también él dentro del condón, grita mi nombre, da una última embestida se queda inmóvil, como si se vaciara dentro de mí.
Todavía jadeo, intento ralentizar la respiración y los latidos del corazón, y mis pensamientos se sumen en el caos. Wow... ha sido algo increíble. Abro los ojos. Charles ha apoyado su frente en la mía. Tiene los ojos cerrados y su respiración es irregular. Parpadea, abre los ojos y me lanza una mirada turbia, aunque dulce. Sigue dentro de mí. Se inclina, me besa suavemente en la frente y, muy despacio, empieza a salir de mí.
— Oh.
Es una sensación extraña, que me hace estremecer, ya no estaba lleno.
— ¿Te he hecho daño? — me pregunta Charles mientras se tumba a mi lado apoyándose en un codo.
Me pasa un mechón de pelo por detrás de la oreja. Y no puedo evitar esbozar una amplia sonrisa.
— ¿Estás de verdad preguntándome si me has hecho daño?
— No me vengas con ironías — me dice con una sonrisa burlona. — En serio, ¿estás bien?
Sus ojos son intensos, perspicaces, incluso exigentes.
Me tiendo a su lado sintiendo los miembros desmadejados, con los huesos como de goma, pero estoy relajado, muy relajado. Le sonrío. No puedo dejar de sonreír. Ahora entiendo a qué viene tanto alboroto. Dos orgasmos... todo tu ser completamente descontrolado, como cuando una lavadora centrifuga. Wow. No tenía ni idea de lo que mi cuerpo era capaz, de que podía tensarse tanto y liberarse de forma tan violenta, tan gratificante. El placer ha sido indescriptible.
— Estás mordiéndote el labio, y no me has contestado.
Frunce el ceño. Le sonrío con gesto travieso. Está imponente con su pelo alborotado, sus ardientes ojos verdes entrecerrados y su expresión seria e impenetrable.
— Me gustaría volver a hacerlo — susurro.
Por un momento creo ver una fugaz expresión de alivio en su cara. Luego cambia rápidamente de expresión y me mira con ojos velados.
— ¿Ahora mismo, joven Sainz? — musita en tono frío. Se inclina sobre mí y me besa suavemente en la comisura de la boca. — ¿No eres un poquito exigente? Date la vuelta.
Parpadeo varias veces, pero al final me doy la vuelta. Desliza la mano desde la espalda hasta el trasero, la yema de sus dedos rosa mi sensible piel debido a los recientes orgasmos, un jadeo sale de mí.
— Tienes una piel realmente preciosa Carlos — murmura.
Mete una pierna entre las mías y se queda medio tumbado sobre mi espalda. Siento la presión de los botones de su camisa mientras me retira el pelo de la cara y me besa en el hombro.
— ¿Por qué no te has quitado la camisa? — le pregunto.
Se queda inmóvil. Acto seguido se quita la camisa y vuelve a tumbarse encima de mí. Siento su cálida piel sobre la mía. Mmm... Es una maravilla. Tiene el pecho cubierto de una ligera capa de pelo, que me hace cosquillas en la espalda.
— Así que quieres que vuelva a follarte... — me susurra al oído.
Y empieza a besarme muy suavemente alrededor de la oreja y en el cuello. Me levanta las rodillas y se me corta la respiración... ¿Qué está haciendo ahora? Se mete entre mis piernas, se pega a mi espalda y me pasa la mano por el muslo hasta el trasero. Me acaricia despacio las nalgas y después desliza los dedos entre mis piernas.
— Voy a follarte desde atrás, Carlos — murmura.
Con la otra mano me agarra del pelo a la altura de la nuca y tira ligeramente para colocarme. No puedo mover la cabeza. Estoy inmovilizado debajo de él, indefenso.
— Eres mío — susurra. — Solo mío. No lo olvides.
Su voz es embriagadora, y sus palabras, seductoras. Noto cómo crece su erección contra mi muslo.
Desliza los dedos y me acaricia suavemente mis bolas, trazando círculos muy despacio. Siento su respiración en la cara mientras me pellizca lentamente la mandíbula.
— Hueles de maravilla.
Me acaricia detrás de la oreja con la nariz. Frota sus manos contra mi cuerpo varias veces. En un instinto reflejo, empiezo a trazar círculos con las caderas, al compás de su mano, y un placer enloquecedor me recorre las venas como si fuera adrenalina.
— No te muevas — me ordena en voz baja, aunque imperiosa.
Y lentamente me introduce el pulgar y lo gira acariciando las paredes de mi ano. El efecto es alucinante. Toda mi energía se concentra en esa pequeña parte de mi cuerpo. Gimo.
— ¿Te gusta? — me pregunta en voz baja pasándome los dientes por la oreja.
Y empieza a mover el pulgar lentamente, dentro, fuera, dentro, fuera... con los dedos todavía trazando círculos. Cierro los ojos e intento controlar mi respiración, intento absorber las desordenadas y caóticas sensaciones que sus dedos desatan en mí mientras el fuego me recorre el cuerpo. Vuelvo a gemir.
— Estás muy húmedo y eres muy rápido. Muy receptivo. Oh, Carlos, me gusta, me gusta mucho — susurra.
Quiero mover las piernas, pero no puedo. Me tiene aprisionado y mantiene un ritmo constante, lento y tortuoso. Es absolutamente maravilloso. Gimo de nuevo y de pronto se mueve.
— Abre la boca — me pide.
Y me introduce en la boca el pulgar. Pestañeo frenéticamente.
— Mira cómo sabes — me susurra al oído. — Chúpame, nene.
Me presiona la lengua con el pulgar, cierro la boca alrededor de su dedo y chupo salvajemente. Siento el sabor salado de su pulgar y la acidez ligeramente metálica de la sangre. Madre mía. Esto no está bien, pero es terriblemente erótico.
— Quiero follarte la boca, Carlos, y pronto lo haré — me dice con voz ronca, salvaje, y respiración entrecortada.
¡Folladme la boca! Gimo y le muerdo. Pega un grito ahogado y me tira del pelo con más fuerza, me hace daño, así que le suelto el dedo.
— Mi niño travieso — susurra.
Alarga la mano hacia la mesita de noche y coge un paquetito plateado.
— Quieta, no te muevas — me ordena soltándome el pelo.
Rasga el paquetito plateado mientras yo jadeo y siento el calor recorriendo mis venas. La espera es excitante. Se inclina, su peso vuelve a caer sobre mí y me agarra del pelo para inmovilizarme la cabeza. No puedo moverme. Me ha atrapado seductoramente y está listo para volver a penetrarme.
— Esta vez vamos a ir muy despacio, Carlos — me dice.
Y me penetra despacio, muy despacio, hasta el fondo. Su miembro se extiende y me invade por dentro implacablemente. Gimo con fuerza. Esta vez lo siento más profundo, exquisito. Vuelvo a gemir, y a un ritmo muy lento traza círculos con las caderas y retrocede, se detiene un momento y vuelve a penetrarme. Repite el movimiento sin parar. Me vuelve loco. Sus provocadoras embestidas, deliberadamente lentas, y la intermitente sensación de plenitud son irresistibles.
— Se está tan bien dentro de ti Carlos — gime.
Y mis entrañas empiezan a temblar. Retrocede y espera.
— No, nene, todavía no — murmura.
Cuando dejo de temblar, comienza de nuevo el maravilloso proceso.
— Por favor — le suplico.
Creo que no voy a aguantar mucho más. Mi cuerpo tenso se desespera por liberarse.
— Te quiero dolorido, nene — murmura.
Y sigue con su dulce y pausado suplicio, adelante y atrás.
— Quiero que, cada vez que te muevas mañana, recuerdes que he estado dentro de ti. Solo yo. Eres mío.
Gimo.
— Charles, por favor — susurro.
— ¿Qué quieres, Carlos? Dímelo.
Vuelvo a gemir. Se retira y vuelve a penetrarme lentamente, de nuevo trazando círculos con las caderas.
— Dímelo — murmura.
— A ti, por favor.
Aumenta el ritmo progresivamente y su respiración se vuelve irregular. Empiezo a temblar por dentro, y Charles acelera la acometida.
— Eres... tan... dulce — murmura al ritmo de sus embestidas. — Te... deseo... tanto... Gimo.
— Eres... mío... Córrete para mí, nene — ruge.
Sus palabras son mi perdición, me lanzan por el precipicio. Siento que mi cuerpo se convulsiona y me corro gritando una balbuceante versión de su nombre contra el colchón, mi esencia, como tercera vez en esta noche, es derramada en las sábanas de la cama. Charles embiste hasta el fondo dos veces más y se queda paralizado, se deja ir y se derrama dentro de mí. Se desploma sobre mi cuerpo, con la cara hundida en mi pelo.
— Joder, Carlos — jadea.
Se retira inmediatamente y cae rodando en su lado de la cama. Subo las rodillas hasta el pecho, totalmente agotado, y al momento me sumerjo en un profundo sueño.
Cuando me despierto, todavía no ha amanecido. No tengo ni idea de cuánto tiempo he dormido. Estiro las piernas debajo del edredón y me siento dolorido, exquisitamente dolorido. No veo a Charles por ningún sitio. Me siento en la cama y contemplo la ciudad frente a mí. Hay menos luces encendidas en los rascacielos y el amanecer se insinúa ya hacia el este. Oigo música, notas cadenciosas de piano. Un dulce y triste lamento. Bach, creo, pero no estoy seguro. Echo el edredón a un lado y me dirijo sin hacer ruido al pasillo que lleva al gran salón. Charles está sentado al piano, totalmente absorto en la melodía que está tocando. Su expresión es triste y desamparada, como la música. Toca maravillosamente bien. Me apoyo en la pared y lo escucho embelesado. Es un músico extraordinario. Está desnudo, con el cuerpo bañado en la cálida luz de una lámpara solitaria junto al piano. Como el resto del salón está oscuro, parece aislado en su pequeño foco de luz, intocable... solo en una burbuja.
Avanzo en silencio hacia él, atraído por la sublime y melancólica música. Estoy fascinado. Observo sus largos y hábiles dedos recorriendo y presionando suavemente las teclas, y pienso que esos mismos dedos han recorrido y acariciado con destreza mi cuerpo. Me ruborizo al pensarlo, sofoco un grito y aprieto los muslos. Charles levanta sus insondables ojos verdes con expresión indescifrable.
— Perdona — susurro. — No quería molestarte.
Frunce ligeramente el ceño.
— Está claro que soy yo el que tendría que pedirte perdón — murmura.
Deja de tocar y apoya las manos en las piernas.
De pronto me doy cuenta de que lleva puestos unos pantalones de pijama. Se pasa los dedos por el pelo y se levanta. Los pantalones le caen de esa manera tan sexy... Madre mía. Se me seca la boca cuando rodea tranquilamente el piano y se acerca a mí. Es ancho de hombros y estrecho de caderas, y al andar se le tensan los abdominales. Es impresionante...
— Deberías estar en la cama — me riñe.
— Un tema muy hermoso. ¿Bach?
— La transcripción es de Bach, pero originariamente es un concierto para oboe de Alessandro Marcello.
— Precioso, aunque muy triste, una melodía muy melancólica.
Esboza una media sonrisa.
— A la cama — me ordena. — Por la mañana estarás agotado.
— Me he despertado y no estabas.
— Me cuesta dormir. No estoy acostumbrado a dormir con nadie — murmura.
No logro discernir cuál es su estado de ánimo. Parece algo decaído, pero es difícil asegurarlo en la oscuridad. Quizá se deba al tono del tema que estaba tocando. Me rodea con un brazo y me lleva cariñosamente a la habitación.
— ¿Cuándo empezaste a tocar? Tocas muy bien.
— A los seis años.
Charles a los seis años... Imagino a un precioso niño de pelo castaño y ojos verdes, y se me cae la baba... Un niño de cabello alborotado al que le gusta la música increíblemente triste.
— ¿Cómo te sientes? — me pregunta ya de vuelta en la habitación.
Enciende una lamparita.
— Estoy bien.
Los dos miramos la cama al mismo tiempo. Me ruborizo, incómodo, y me echo el edredón por encima, la mirada que me ha echado Charles antes me vuelve a excitar, pero ya no lo podemos hacer.
— Bueno, la señora Jones tendrá algo en lo que pensar — refunfuña Charles frente a mí.
Me coloca la mano debajo de la barbilla, me levanta la cara y me mira fijamente. Me observa con ojos intensos. Me doy cuenta de que es la primera vez que le veo el pecho desnudo. Alargo la mano de forma instintiva. Quiero pasarle los dedos por el oscuro pelo del pecho, pero de inmediato da un paso atrás.
— Métete en la cama — me dice bruscamente. Y luego suaviza un poco el tono— Me acostaré contigo.
Retiro la mano y frunzo levemente el ceño. Creo que no le he tocado el torso ni una sola vez. Abre un cajón, saca una camiseta y se la pone rápidamente.
— A la cama — vuelve a ordenarme.
Salto a la cama y él tumba a mi lado, me rodea con los brazos por detrás, de manera que no le veo la cara. Me besa el pelo con suavidad e inhala profundamente.
— Duérmete, dulce Carlos — murmura.
Cierro los ojos, pero no puedo evitar sentir cierta melancolía, no sé si por la música o por su conducta. Charles Leclerc tiene un lado triste.
Notes:
Cuídense mucho, tomen mucha agua y no se olviden que son actualizaciones lentas.
Chapter 9: Capítulo 9
Summary:
Algo de sexo por la mañana
Notes:
Mi lap murió oficialmente, pero la intenión de seguir editando esta historia sigue :)
Espero les guste
Chapter Text
La luz que inunda la habitación me arranca del profundo sueño. Me desperezo y abro los ojos. Es una bonita mañana de mayo, con Maranello a mis pies. Wow, qué vista. Charles Leclerc está profundamente dormido a mi lado. Wow, qué vista. Me sorprende que esté todavía en la cama. Como está de cara a mí, tengo la oportunidad de examinarlo bien por primera vez. Su hermoso rostro parece más joven, relajado. Sus labios, gruesos y perfilados, están ligeramente abiertos, y el pelo, limpio y brillante, alborotado. ¿Cómo puede ser alguien tan guapo y aun así ser legal? Recuerdo su cuarto del piso de arriba… Quizá no sea tan legal.
Tengo mucho en que pensar. Siento la tentación de alargar la mano y tocarlo, pero está precioso dormido, como un niño pequeño. No tengo que preocuparme de lo que digo, de lo que dice él, de sus planes, especialmente de sus planes para mí. Podría pasarme el día contemplándolo, pero tengo mis necesidades… fisiológicas.
Salgo despacio de la cama, veo su camisa blanca en el suelo y me la pongo. Me dirijo a una puerta pensando que puede ser el cuarto de baño, pero lo que encuentro es un vestidor tan grande como mi habitación. Filas y filas de trajes caros, de camisas, zapatos y corbatas. ¿Para qué necesita tanta ropa? Chasqueo la lengua. La verdad es que el ropero de Lando seguramente no tiene nada que envidiar a este. ¡Lando! Oh, no. No me acordé de él en toda la noche. Se suponía que tenía que mandarle un mensaje. Mierda. Va a enfadarse conmigo. Por un segundo me pregunto cómo le irá con Pierre.
Vuelvo al dormitorio, en el que Charles sigue dormido. Abro la otra puerta. Es el cuarto de baño, más grande que mi habitación. ¿Para qué necesita tanto espacio un hombre solo? Dos lavabos, observo con ironía. Si nunca duerme con nadie, uno de los dos no se habrá utilizado. Me miro en el enorme espejo. ¿Parezco diferente? Me siento diferente. Para ser sincero, estoy un poco dolorido, y los músculos… es como si no hubiera hecho ejercicio en la vida. En la vida has hecho ejercicio, me dice mi subconsciente, que se ha despertado y me mira frunciendo los labios y dando golpecitos en el suelo con el pie. Acabas de acostarte con él. Has entregado tu virginidad a un hombre que no te ama, que tiene planes muy raros para ti, que quiere convertirte en una especie de pervertido esclavo sexual.
¿ESTÁS LOCO?, me grita.
Sigo mirándome en el espejo y me estremezco. Tengo que asimilar todo esto. Sinceramente, me he encaprichado de un hombre guapísimo, que está forrado y que tiene un cuarto rojo del dolor esperándome. Me estremezco. Estoy desconcertado y confundido Tengo el pelo hecho un desastre, como siempre. El cabello revuelto no me queda nada bien. Intento poner orden en ese caos con los dedos, pero no lo consigo y me rindo… Quizá tenga alguna liga en el bolso.
Me muero de hambre. Vuelvo a la habitación. El bello durmiente sigue dormido, así que lo dejo y voy a la cocina.
Oh, no… Lando. Dejé el bolso en el estudio de Charles. Voy a buscarlo y saco el móvil. Tres mensajes.
*Todo OK Carlos*
*Donde estas Carlos*
*Maldita sea Carlos*
Llamo a Lando, pero no me contesta y le dejo un mensaje en el contestador diciéndole que estoy vivo y que Lord Perceval no ha acabado conmigo, bueno, al menos no en el sentido que podría preocuparle… o quizá sí. Estoy muy confundido. Tengo que intentar aclararme y analizar mis sentimientos hacia Charles Leclerc. Es imposible.
Muevo la cabeza dándome por vencido.
Necesito estar solo, lejos de aquí, para pensar.
Encuentro en el bolso una liga para el pelo y rápidamente me recojo la mitad de mi cabello. ¡Sí! Quizá entre menos masculino me vea, más a salvo estaré de Lord Perceval. Saco el iPod del bolso y me pongo los auriculares. No hay nada como la música para cocinar. Me meto el iPod en el bolsillo de la camisa de Charles, subo el volumen y empiezo a bailar.
Dios, qué hambre tengo.
La cocina me intimida un poco. Es elegante y moderna, con armarios sin tiradores. Tardo unos segundos en llegar a la conclusión de que tengo que presionar en las puertas para que se abran. Quizá debería prepararle el desayuno a Charles. El otro día comió una tortilla… Bueno, ayer, en el B&B II Melograno. Hay que ver la de cosas que han pasado desde ayer. Abro el refrigerador, veo que hay muchos huevos y decido que quiero panqueques y tocino. Empiezo a hacer la masa bailando por la cocina. Está bien tener algo que hacer, porque eso te concede algo de tiempo para pensar, pero sin profundizar demasiado.
La música que resuena en mis oídos también me ayuda a alejar los pensamientos profundos. Vine a pasar la noche en la cama de Charles Leclerc y lo he conseguido, aunque no permita a nadie dormir en su cama. Sonrío. Misión cumplida. Genial. Sonrío. Genial, genial, y empiezo a divagar recordando la noche. Sus palabras, su cuerpo, su manera de hacer el amor… Cierro los ojos, mi cuerpo vibra al recordarlo y los músculos de mi vientre se contraen. Mi subconsciente me pone mala cara. Su manera de follar, no de hacer el amor, me grita como una arpía. No le hago caso, pero en el fondo sé que tiene razón. Muevo la cabeza para concentrarme en lo que estoy haciendo.
La cocina es de lo más sofisticado. Confío en que sabré cómo funciona. Necesito un sitio para dejar los panqueques y que no se enfríen. Empiezo con el tocino. Amy Studt me canta al oído una canción sobre gente inadaptada, una canción que siempre ha significado mucho para mí, porque soy un inadaptado. Nunca he encajado en ningún sitio, y ahora… tengo que considerar una proposición indecente del mismísimo rey de los inadaptados. ¿Por qué es Charles así? ¿Por naturaleza o por educación? Nunca he conocido a nadie igual.
Meto el tocino en la plancha y, mientras se hace, bato los huevos. Me vuelvo y veo a Charles sentado en un taburete, con los codos encima de la barra y la cara apoyada en las manos. Lleva la camiseta con la que ha dormido. El pelo revuelto le queda realmente bien, como la barba de dos días. Parece divertido y sorprendido a la vez. Me quedo paralizado y me pongo rojo. Luego me calmo y me quito los auriculares. Me tiemblan las rodillas solo de verlo.
— Buenos días, Joven Sainz. Está muy activo esta mañana. — Me dice en tono frío.
— He… He dormido bien — le digo tartamudeando.
Intenta disimular su sonrisa.
— No imagino por qué. — Se calla un instante y frunce el ceño. — También yo cuando volví a la cama.
— ¿Tienes hambre?
— Si, Mucha — me contesta con una mirada intensa.
Creo que no se refiere a la comida.
— ¿Panqueques, tocino y huevos?
— Suena muy bien.
— No sé dónde están los manteles individuales.
Me encojo de hombros e intento desesperadamente no parecer nervioso.
— Yo me ocupo. Tú cocina. ¿Quieres que ponga música para que puedas seguir bailando?
Me miro los dedos, perfectamente consciente de que me estoy ruborizando.
— No te cortes por mí. Es muy entretenido — me dice en tono burlón.
Arrugo los labios. Entretenido, ¿verdad? Mi subconsciente se parte de risa. Me giro y sigo batiendo los huevos, seguramente con más fuerza de la necesaria. Al momento está a mi lado y me tira de mi pequeña coleta.
— Me encantan — susurra. — Pero no van a servirte de nada.
Mmm, Lord Perceval…
— ¿Cómo quieres los huevos? — le pregunto bruscamente.
— Muy batidos — me contesta con una mueca irónica.
Sigo con lo que estaba haciendo, intentando ocultar mi sonrisa. Es difícil no volverse loco por él, especialmente cuando está tan juguetón, lo cual no es nada frecuente. Abre un cajón, saca dos manteles individuales negros y los coloca en la barra. Echo el huevo batido en una sartén, saco el tocino de la plancha le doy la vuelta y vuelvo a meterlo.
Cuando me vuelvo, hay jugó de naranja en la barra, y Charles está preparando café.
— ¿Quieres un té?
— Sí, por favor. Si tienes.
Cojo un par de platos y los dejo encima de la barra para mantenerlos calientes. Charles abre un armario y saca una caja de té Twinings English Breakfast. Frunzo los labios.
— El final estaba cantado, ¿no?
— ¿Tú crees? Joven Sainz — murmura. — No tengo tan claro que hayamos llegado al final.
¿Qué quiere decir? ¿Habla de nuestra negociación? Bueno… quiero decir… de nuestra relación… o lo que sea. Sigue igual de críptico que siempre. Sirvo el desayuno en los platos calientes, que dejo encima de los manteles individuales. Abro el refrigerador y saco la miel de maple.
Miro a Charles, que está esperando a que me siente.
— Joven Sainz — me dice señalando un taburete.
— Señor Leclerc.
Asiento dándole las gracias. Al sentarme hago una ligera mueca de dolor.
— ¿Estás muy adolorido? — me pregunta mientras toma también asiento él.
Me ruborizo. ¿Por qué me hace preguntas tan personales?
— Bueno, a decir verdad, no tengo con qué compararlo — le contesto. — ¿Querías ofrecerme tu compasión? — le pregunto en tono demasiado dulce.
Creo que intenta reprimir una sonrisa, pero no estoy seguro.
— No me preguntaba si debemos seguir con tu entrenamiento básico.
— Oh.
Lo miro estupefacto, contengo la respiración y me estremezco.
Oh… me encantaría. reprimo un gemido.
— Come, Carlos.
Se me ha vuelto a quitar el hambre… Más… más sexo… Sí, por favor, mi cuerpo se siente caliente, aún recuerdo los toques que me dio anoche, como sus manos pasaban por mi piel, esos recuerdos hacen que me caliente aún más.
— Por cierto, esto está buenísimo — me dice sonriendo. Provocando que salga de mis pensamientos.
Tomó un trocito de panqueques, pero apenas puedo tragar. ¡Entrenamiento básico! «Quiero follarte la boca». ¿Forma eso parte del entrenamiento básico?
— Deja de morderte el labio. Me desconcentras, y resulta que me he dado cuenta de que no llevas nada debajo de mi camisa, y eso me desconcentra todavía más.
Sumerjo la bolsa de té en la tetera que me ha traído Charles. La cabeza me da vueltas.
— ¿En qué tipo de entrenamiento básico estás pensando? — le pregunto.
Hablo en un volumen un poco alto, lo cual traiciona mi deseo de parecer natural, como si no me importara demasiado, y lo más tranquilo posible, pese a que las hormonas están causando estragos por todo mi cuerpo.
— Bueno, como estás adolorido, he pensado que podríamos dedicarnos a las técnicas orales.
Me atraganto con el té y lo miro boquiabierto y con los ojos como platos. Me da un golpecito en la espalda baja y me acerca el jugo de naranja. No tengo ni idea de en qué está pensando.
— Si quieres quedarte, claro — añade.
Lo miro intentando recuperar la serenidad. Su expresión es impenetrable. Es muy frustrante.
— Me gustaría quedarme durante el día, si no hay problema.
Mañana tengo que trabajar.
— ¿A qué hora tienes que estar en el trabajo?
— A las nueve.
— Te llevaré al trabajo mañana a las nueve.
Frunzo el ceño. ¿Quiere que me quede otra noche?
— Tengo que volver a casa esta noche. Necesito cambiarme de ropa.
— Podemos comprarte algo.
No tengo dinero para comprar ropa. Levanta la mano, me agarra de la barbilla y tira para que mis dientes suelten el labio inferior. No era consciente de que me lo estaba mordiendo.
— ¿Qué pasa? — me pregunta.
— Tengo que volver a casa esta noche.
Me mira muy serio.
— De acuerdo, esta noche — acepta. — Ahora acábate el desayuno.
La cabeza y el estómago me dan vueltas. Se me ha quitado el hambre. Contemplo la mitad de mi desayuno, que sigue en el plato.
No me apetece comer ahora.
— Come, Carlos. Anoche no cenaste.
— No tengo hambre, de verdad — susurro.
Me mira muy serio.
— Me gustaría mucho que te terminaras el desayuno.
— ¿Qué problema tienes con la comida? — le suelto de pronto.
Arruga la frente.
— Ya te dije que no soporto tirar la comida. Come — me dice bruscamente, con expresión sombría, dolida.
Maldita sea. ¿De qué va todo esto? Cojo el tenedor y como despacio, intentando masticar. Si va a ser siempre tan raro con la comida, tendré que recordar no llenarme tanto el plato. Su semblante se dulcifica a medida que voy comiéndome el desayuno. Lo observo retirar su plato. Espera a que termine y retira el mío también.
— Tú has cocinado, así que yo recojo la mesa.
— Muy democrático.
— Sí — me dice frunciendo el ceño. — No es mi estilo habitual. En cuanto acabe tomaremos un baño.
— Ah, está bien.
Vaya… Preferiría una ducha. El sonido de mi teléfono me saca de la ensoñación. Es Lando.
— Hola.
Me alejo de él y me dirijo hacia las puertas de cristal del balcón.
— Carlos, ¿por qué no me mandaste un mensaje anoche?
Está enfadado.
— Perdona. Me superaron los acontecimientos.
— ¿Estás bien?
— Sí, perfectamente.
— ¿Por fin?
Intenta sonsacarme información. Oigo su tono expectante y muevo la cabeza.
— Lando, no quiero comentarlo por teléfono.
Charles alza los ojos hacia mí.
— Sí… Estoy seguro.
¿Cómo puede estar seguro? Está tirándose un farol, pero no puedo hablar del tema. He firmado un maldito acuerdo.
— Lando, por favor.
— ¿Qué tal ha ido? ¿Estás bien?
— Te he dicho que estoy perfectamente.
— ¿Ha sido tierno?
— ¡Lando, por favor!
No puedo reprimir mi enfado.
— Carlos, no me lo ocultes. Llevo casi cuatro años esperando este momento.
— Nos vemos esta noche.
Y cuelgo.
Va a ser difícil manejar este tema. Es muy obstinado y quiere que se lo cuente todo con detalles, pero no puedo contárselo porque he firmado un… ¿cómo se llama? Un acuerdo de confidencialidad. Va a darle un ataque, y con razón. Tengo que pensar en algo. Vuelvo la cabeza y observo a Charles moviéndose con soltura por la cocina.
— ¿El acuerdo de confidencialidad lo abarca todo? — le pregunto indeciso.
— ¿Por qué?
Se vuelva y me mira mientras guarda la caja del té. Me ruborizo.
— Bueno, tengo algunas dudas, ya sabes… sobre sexo — le digo mirándome los dedos. — Y me gustaría comentarlas con Lando.
— Puedes comentarlas conmigo.
— Charles, con todo el respeto…
Me quedo sin voz. No puedo comentarlas contigo. Me darías tu visión del sexo, que es parcial, distorsionada y pervertida. Quiero una opinión imparcial.
— Son solo cuestiones técnicas. No diré nada del cuarto rojo del dolor.
Levanta las cejas.
— ¿Cuarto rojo del dolor? Se trata sobre todo de placer, Carlos. Créeme. Y, además — añade en tono más duro. — tu compañero de piso está revolcándose con mi hermano. Preferiría que no hablaras con él, la verdad.
— ¿Sabe algo tu familia de tus… preferencias?
— No. No son asunto suyo. — Se acerca a mí. — ¿Qué quieres saber? — me pregunta.
Me desliza los dedos suavemente por la mejilla hasta el mentón, que levanta para mirarme directamente a los ojos. Me estremezco por dentro. No puedo mentir a este hombre.
— De momento nada en concreto — susurro.
— Bueno, podemos empezar preguntándote qué tal lo has pasado esta noche.
La curiosidad le arde en los ojos. Está impaciente por saberlo.
Wow.
— Bien — murmuro.
Esboza una ligera sonrisa.
— Yo también — me dice en voz baja. — Nunca había echado un polvo vainilla, y no ha estado nada mal. Aunque quizá es porque ha sido contigo.
Desliza el pulgar por mi labio inferior.
Respiro hondo. ¿Un polvo vainilla?
— Ven, vamos a bañarnos.
Se inclina y me besa. El corazón me da un brinco y el deseo me recorre el cuerpo y se concentra… en mi parte más profunda.
La bañera es blanca, profunda y ovalada, muy de diseño. Charles se inclina y abre el grifo de la pared embaldosada. Vierte en el agua un aceite de baño que parece carísimo. A medida que se llena la bañera va formándose espuma, y un dulce y seductor aroma a jazmín invade el baño. Charles me mira con ojos impenetrables, se quita la camiseta y la tira al suelo.
— Joven Sainz — me dice tendiéndome la mano.
Estoy al lado de la puerta, con los ojos muy abiertos y receloso, con las manos alrededor del cuerpo. Me acerco admirando furtivamente su cuerpo. Le tomó de la mano y me sujeta mientras me meto en la bañera, todavía con su camisa puesta. Hago lo que me dice. Voy a tener que acostumbrarme si acabo aceptando su escandalosa oferta… Solo si… El agua caliente es tentadora.
— Gírate y mírame — me ordena en voz baja.
Hago lo que me pide. Me observa con atención.
— Sé que ese labio está delicioso, doy fe de ello, pero ¿puedes dejar de mordértelo? — me dice apretando los dientes. — Cuando te lo muerdes, tengo ganas de follarte, y estás adolorido, ¿no?
Dejo de morderme el labio porque me quedo boquiabierta, impactado.
— Eso es — me dice. — ¿Lo has entendido?
Me mira. Asiento frenéticamente. No tenía ni idea de que yo pudiera afectarle tanto.
— Bien.
Se acerca, saca el iPod del bolsillo de la camisa y lo deja junto al lavabo.
— Agua e iPod… no es una combinación muy inteligente — murmura.
Se inclina, agarra la camisa blanca por debajo, me la quita y la tira al suelo.
Se retira para contemplarme. Dios mío, estoy completamente desnudo. Me pongo rojo y bajo la mirada hacia las manos, que están a la altura del estómago. Deseo desesperadamente desaparecer dentro del agua caliente y la espuma, pero sé que no va a querer que lo haga.
— Oye — me llama.
Lo miro. Tiene la cara inclinada hacia un lado.
— Carlos, eres muy guapo, todo tú. No bajes la cabeza como si estuvieras avergonzado. No tienes por qué avergonzarte, y te aseguro que es todo un placer poder contemplarte.
Me sujeta la barbilla y me levanta la cabeza para que lo mire. Sus ojos son dulces y cálidos, incluso ardientes. Está muy cerca de mí. Podría alargar el brazo y tocarlo.
— Ya puedes sentarte — me dice interrumpiendo mis erráticos pensamientos.
Me agacho y me meto en la agradable agua caliente. Oh… me enrojecer, y no me lo esperaba, pero huele de maravilla. El escozor inicial no tarda en disminuir. Me tumbo boca arriba, cierro los ojos un instante y me relajo en la tranquilizadora calidez. Cuando los abro, está mirándome fijamente.
— ¿Por qué no te bañas conmigo? — me atrevo a preguntarle, aunque con voz ronca.
— Sí, muévete hacia delante — me ordena.
Se quita los pantalones de pijama y se mete en la bañera detrás de mí. El agua sube de nivel cuando se sienta y tira de mí para que me apoye en su pecho. Coloca sus largas piernas encima de las mías, con las rodillas flexionadas y los tobillos a la misma altura que los míos, y me abre las piernas con los pies. Me quedo boquiabierto. Mete la nariz entre mi pelo e inhala profundamente.
— Qué bien hueles, Carlos.
Un temblor me recorre todo el cuerpo. Estoy desnudo en una bañera con Charles Leclerc. Y él también está desnudo. Si alguien me lo hubiera dicho ayer, cuando me desperté en la suite del hotel, no le habría creído.
Toma una botella de gel del estante junto a la bañera y se echa un chorrito en la mano. Se frota las manos para hacer una ligera capa de espuma, me las coloca alrededor del cuello y empieza a extenderme el jabón por la nuca y los hombros, masajeándolos con fuerza con sus largos y fuertes dedos. Gimo. Me encanta sentir sus manos.
— ¿Te gusta?
Casi puedo oír su sonrisa.
— Mmm.
Desciende hasta mis brazos, luego por debajo hasta las axilas, frotándome suavemente. Me alegro mucho de que Lando insistiera en que me depilara. Desliza las manos por mi pecho, y respiro hondo cuando sus dedos los rodean y empiezan a masajearlos suavemente, sin agarrarlos. Arqueo el cuerpo instintivamente y aprieto el pecho contra sus manos. Tengo los pezones sensibles, muy sensibles, sin duda por el poco delicado trato que recibieron anoche. No se entretiene demasiado en ellos.
Desliza las manos hasta mi vientre. Se me acelera la respiración y el corazón me late a toda prisa. Siento su erección contra mi trasero. Me excita que lo que le haga sentirse así sea mi cuerpo. Claro… no tu cabeza, se burla mi subconsciente. Aparto el inoportuno pensamiento.
Se detiene y coge una toallita mientras yo jadeo pegada a él, muerto de deseo. Apoyo las manos en sus muslos, firmes y musculosos. Echa más gel en la toallita, se inclina y me frota entre las piernas. Contengo la respiración. Sus dedos me estimulan hábilmente desde dentro de la tela, una maravilla, y mis caderas empiezan a moverse a su ritmo, presionando contra su mano. A medida que las sensaciones se apoderan de mí, inclino la cabeza hacia atrás con los ojos casi en blanco y la boca entreabierta. Gimo. Dentro de mí aumenta la presión, lenta e inexorablemente… Madre mía.
— Siéntelo, nene — me susurra Charles al oído, y me roza suavemente el lóbulo con los dientes. — Siéntelo para mí.
Sus piernas inmovilizan las mías contra las paredes de la bañera, las aprisionan, lo que le da libre acceso a la parte más íntima de mí.
— Oh… por favor — susurro.
El cuerpo se me queda rígido e intento estirar las piernas. Soy un esclavo sexual de este hombre, que no me deja mover.
— Creo que ya estás lo suficientemente limpia — murmura.
Y se detiene.
¿Qué? ¡No! ¡No! ¡No! Mi respiración es irregular.
— ¿Por qué te paras? — le pregunto jadeando.
— Porque tengo otros planes para ti, Carlos.
¿Qué…? Vaya… pero… estaba… No es justo.
— Date la vuelta. Yo también tengo que lavarme — murmura.
¡Oh! Me doy la vuelta y me quedo pasmada al ver que se agarra con fuerza el miembro erecto. Abro la boca.
— Quiero que, para empezar, conozcas bien la parte más valiosa de mi cuerpo, mi favorita. Le tengo mucho cariño.
Es enorme, cada vez más. El miembro erecto queda por encima del agua, que le llega a las caderas. Levanto los ojos un segundo y observo su sonrisa perversa. Le divierte mi expresión atónita. Me doy cuenta de que estoy mirando fijamente su miembro. Trago saliva. ¡Todo eso ha estado dentro de mí! Parece imposible. Quiere que lo toque. Mmm… de acuerdo, adelante.
Le sonrío, toma el gel y me echo un chorrito en la mano. Hago lo mismo que él: me froto el jabón en las manos hasta que se forma espuma. No aparto los ojos de los suyos. Entreabro los labios para que me resulte más fácil respirar… y deliberadamente me muerdo el labio inferior y luego paso la lengua por encima, por la zona que acabo de morderme. Me mira con ojos serios, impenetrables, que se abren mientras deslizo la lengua por el labio. Me inclino y le rodeo el miembro con una mano, imitando la manera en que se lo agarra él mismo. Cierra un momento los ojos. Wow… es mucho más duro de lo que pensaba. Aprieto y él coloca su mano sobre la mía.
— Así — susurra.
Y mueve la mano arriba y abajo sujetándome con fuerza los dedos, que a su vez aprietan con fuerza su miembro. Cierra de nuevo los ojos y contiene la respiración. Cuando vuelve a abrirlos, su mirada es de un verde abrasador.
— Muy bien, nene.
Me suelta la mano, deja que siga yo sola y cierra los ojos mientras la muevo arriba y abajo. Flexiona ligeramente las caderas hacia mi mano, y de forma refleja lo aprieto con más fuerza. Desde lo más profundo de la garganta se le escapa un ronco gemido. Fóllame la boca… Mmm. Lo recuerdo metiéndome el pulgar en la boca y pidiéndome que se lo chupara con fuerza. Abre la boca a medida que su respiración se acelera. Tiene los ojos cerrados. Me inclino, coloco los labios alrededor de su miembro y chupo de forma vacilante, deslizando la lengua por la punta.
— Wow… Carlos.
Abre mucho los ojos y sigo chupando.
Mmm… Es duro y blando a la vez, como acero recubierto de terciopelo, y sorprendentemente sabroso, salado y suave.
— Dios — gime.
Y vuelve a cerrar los ojos.
Introduzco la boca hasta el fondo y vuelve a gemir, un gemido que sale de su garganta. ¡Ja! El Dios que llevo dentro está encantada. Puedo hacerlo. Puedo follármelo con la boca. Vuelvo a girar la lengua alrededor de la punta, y él se arquea y levanta las caderas. Ha abierto los ojos, que despiden fuego. Vuelve a arquearse apretando los dientes. Me apoyo en sus muslos y clavo la boca hasta el fondo. Siento en las manos que sus piernas se tensan. Me toma de mi pequeña coleta y empieza a moverse, mi pene también necesita atención.
Con mi mano libre envuelvo mi pene y comienzo a hacer movimientos de arriba hacia abajo, empezando a masturbarme y ahogar mis gemidos en el pene de Charles, necesito concentrarme en lo que estoy haciendo, no pudo quedar mal ante él.
— Oh… nene… es fantástico — murmura.
Chupo más fuerte y paso la lengua por la punta de su impresionante erección. Se la presiono con la boca cubriéndome los dientes con los labios. Él espira con la boca entreabierta y gime, saco un poco mis dientes y muerdo ligeramente su pene, otro suspiro sale de su boca, pasa su mano por mi cabello, quitándome la liga en el proceso.
— Dios, ¿hasta dónde puedes llegar? — susurra.
Mmm…
Empujo con fuerza y siento su miembro en el fondo de la garganta, y luego en los labios otra vez. Paso la lengua por la punta. Es como una paleta con sabor a… Charles Leclerc. Chupo cada vez más deprisa, empujando cada vez más hondo y girando la lengua alrededor, al igual que mi movimiento con la mano, podía sentir que en cualquier momento me vendría. Mmm… No tenía ni idea de que proporcionar placer podía ser tan excitante, verlo retorcerse sutilmente de deseo carnal. El Dios que llevo dentro baila merengue con algunos pasos de salsa, orgulloso del trabajo que estoy haciendo.
— Carlos, voy a correrme en tu boca — me advierte jadeando. — Si no quieres, para.
Vuelve a empujar las caderas, con los ojos muy abiertos, cautelosos y llenos de lascivo deseo… Y me desea a mí. Desea mi boca… Madre mía. Me agarra del pelo con fuerza. Yo puedo. Empujo todavía con más fuerza y de pronto, en un momento de insólita seguridad en mí misma, descubro los dientes.
Llega al límite. Grita, se queda inmóvil y siento un líquido caliente y salado deslizándose por mi garganta, detengo esa sensación para poder disfrutar de mi orgasmo. Me lo trago rápidamente. Uf… No sé si he hecho bien. Pero me basta con mirarlo para que no me importe… He conseguido que perdiera el control en la bañera. Me incorporo y lo observo con una sonrisa triunfal que me eleva las comisuras de la boca. Respira entrecortadamente. Abre los ojos y me mira, puede admirar el desastre que soy en estos momentos.
— ¿No tienes arcadas? — me pregunta atónito. — Dios, Carlos… ha estado… muy bien, de verdad, muy bien. Aunque no lo esperaba. — Frunce el ceño. — ¿Sabes? No dejas de sorprenderme.
Sonrío y me muerdo el labio conscientemente. Me mira interrogante.
— ¿Lo habías hecho antes?
— No.
No puedo ocultar un ligero matiz de orgullo en mi negativa.
— Bien — me dice complacido y, según creo, aliviado. — Otra novedad, Joven Sainz. — Me evalúa con la mirada. — Bueno, tienes un sobresaliente en técnicas orales. Ven, vamos a la cama. Te debo un orgasmo.
¡Otro orgasmo!
Sale rápidamente de la bañera y me ofrece la primera imagen íntegra del Adonis de divinas proporciones que es Charles Leclerc. El Dios que llevo dentro ha dejado de bailar y lo observa también, boquiabierto y babeando. Su erección se ha reducido, pero sigue siendo importante… Wow, ¿Todo eso estuvo dentro de mí?
Se enrolla una toalla pequeña en la cintura para cubrirse mínimamente y saca otra más grande y suave, de color blanco, para mí. Salgo de la bañera y le cojo la mano que me tiende. Me envuelve en la toalla, me abraza y me besa con fuerza, algo rudo. Deseo estirar los brazos y abrazarlo… tocarlo… pero los tengo atrapados dentro de la toalla. No tardo en perderme en su beso. Me sujeta la cabeza con las manos, me vuelve a dar un beso rudo y me da la sensación de que está expresándome su gratitud… ¿quizá por mi primera mamada?
Se aparta un poco, con las manos a ambos lados de mi cara, y me mira a los ojos. Parece perdido.
— Dime que sí — susurra fervientemente.
Frunzo el ceño, porque no lo entiendo.
— ¿A qué?
— A nuestro acuerdo. A ser mío. Por favor, Carlos — susurra suplicante, recalcando el «por favor» y mi nombre.
Vuelve a besarme con pasión, y luego se aparta y me mira parpadeando. Me toma de la mano y me conduce de vuelta al dormitorio. Me tambaleo un poco, así que lo sigo mansamente, aturdido. Lo desea de verdad.
Ya en el dormitorio, me observa junto a la cama.
— ¿Confías en mí? — me pregunta de pronto.
Asiento con los ojos muy abiertos, y de pronto me doy cuenta de que efectivamente, confío en él. ¿Qué va a hacerme ahora? Una descarga eléctrica me recorre el cuerpo.
— Buen chico — me dice pasándome el pulgar por el labio inferior.
Se acerca al armario y vuelve con una corbata roja de seda.
— Junta las manos por delante — me ordena quitándome la toalla y tirándola al suelo.
Hago lo que me pide. Me rodea las muñecas con la corbata y hace un nudo apretado. Los ojos le brillan de excitación. Tira de la corbata para asegurarse de que el nudo no se mueve. Tiene que haber sido boyscout para saber hacer estos nudos. ¿Y ahora qué? Se me ha disparado el pulso y el corazón me late a un ritmo frenético. Desliza los dedos por mi cabello todo revuelto por la reciente acción.
— Pareces muy joven con el cabello así — murmura acercándose a mí.
Retrocedo instintivamente hasta que siento la cama detrás de las rodillas. Se quita la toalla, pero no puedo apartar los ojos de su cara. Su expresión es ardiente, llena de deseo.
— Oh, Carlos, ¿qué voy a hacer contigo? — me susurra.
Me tiende sobre la cama, se tumba a mi lado y me levanta las manos por encima de la cabeza.
— Deja las manos así. No las muevas. ¿Entendido?
Sus ojos abrasan los míos y su intensidad me deja sin aliento. No es un hombre al que quisiera hacer enfadar.
— Contéstame — me pide en voz baja.
— No moveré las manos — le contesto sin aliento.
— Buen chico — murmura.
Y deliberadamente se pasa la lengua por los labios muy despacio. Me fascina su lengua recorriendo lentamente su labio superior. Me mira a los ojos, me observa, me examina. Se inclina y me da un casto y rápido beso en los labios.
— Voy a besarle todo el cuerpo, Joven Sainz — me dice en voz baja.
Me agarra de la barbilla y me la levanta, lo que le da acceso a mi cuello. Sus labios se deslizan por él, descienden por mi cuello besándome, chupándome y mordisqueándome. Todo mi cuerpo vibra expectante. El baño me ha dejado la piel hipersensible. La sangre caliente desciende lentamente hasta mi vientre, entre las piernas, hasta mi pene que ha vuelto a despertar. Gimo por las sensaciones que me provoca Charles.
Quiero tocarlo. Muevo las manos, pero, como estoy atado, le toco el pelo con bastante torpeza. Deja de besarme, levanta los ojos y mueve la cabeza de un lado a otro chasqueando la lengua. Me sujeta las manos y vuelve a colocármelas por encima de la cabeza.
— Si mueves las manos, tendremos que volver a empezar — me regaña suavemente.
Oh, le gusta hacerme rabiar.
— Quiero tocarte — le digo jadeando sin poder controlarme.
— Lo sé — murmura. — Pero deja las manos quietas.
Oh… es muy frustrante. Sus manos descienden por mi cuerpo hasta mi pecho mientras sus labios se deslizan por mi cuello. Me lo acaricia con la punta de la nariz, y luego, con la boca, da inicio a una lenta travesía hacia el sur y sigue el rastro de sus manos por el esternón hasta mis pechos. Me besa y me mordisquea uno, luego el otro, y me chupa suavemente los pezones. Maldita sea. Mis caderas empiezan a balancearse y a moverse por su cuenta, siguiendo el ritmo de su boca, y yo intento desesperadamente recordar que tengo que mantener las manos por encima de la cabeza.
— No te muevas — me advierte.
Siento su cálida respiración sobre mi piel. Llega a mi ombligo, introduce la lengua y me roza mi vientre con los dientes. Mi cuerpo se arquea por ese pequeño roce.
— Mmm. Qué dulce es usted, Joven Sainz.
Desliza la nariz desde mi ombligo hasta mi vello púbico mordiéndome suavemente y provocándome con la lengua. De pronto se arrodilla a mis pies, me agarra de los tobillos y me separa las piernas.
Madre mía. Me toma del pie izquierdo, me dobla la rodilla y se lleva el pie a la boca. Sin dejar de observar mis reacciones, besa todos mis dedos y luego me muerde suavemente las yemas. Cuando llega al meñique, lo muerde con más fuerza. Siento una convulsión y gimo suavemente. Desliza la lengua por el pie… y ya no puedo seguir mirándolo. Es demasiado erótico. Voy a explotar. Aprieto los ojos e intento absorber y soportar todas las sensaciones que me provoca. Me besa el tobillo y sigue su recorrido por la pantorrilla hasta la rodilla, donde se detiene. Entonces empieza con el pie derecho, y repite todo el seductor y asombroso proceso.
Me muerde el meñique, y el mordisco se proyecta en lo más profundo de mi vientre.
— Por favor — gimo.
— Lo mejor para usted, Joven Sainz — me dice.
Esta vez no se detiene en la rodilla. Sigue por la parte interior del muslo y a la vez me separa más las piernas. Sé lo que va a hacer, y parte de mí quiere apartarlo, porque me muero de vergüenza. Va a besarme el pene. Lo sé. Pero otra parte de mí disfruta esperándolo. Se gira hacia la otra rodilla y sube hasta el muslo besándome, chupándome, lamiéndome, y de pronto está entre mis piernas, deslizando la nariz por mis bolas, arriba y abajo, muy suavemente, con mucha delicadeza. Me retuerzo… Madre mía.
Se detiene y espera a que me calme. Levanto la cabeza y lo miro con la boca abierta. Mi acelerado corazón intenta tranquilizarse.
— ¿Sabe lo embriagador que es su olor, Joven Sainz? — murmura.
Sin apartar sus ojos de los míos, introduce la nariz en mi vello púbico e inhala. Me ruborizo, siento que voy a desmayarme y cierro los ojos al instante. No puedo verlo haciendo algo así.
Me recorre muy despacio el sexo. Oh, joder…
— Me gusta — me dice tirando suavemente de mi vello púbico. — Quizá lo conservaremos.
— Oh… por favor — le suplico.
— Mmm… Me gusta que me supliques, Carlos.
Gimo.
— No suelo pagar con la misma moneda, Joven Sainz — susurra deslizándose por mi pene. — pero hoy me ha complacido, así que tiene que recibir su recompensa.
Oigo en su voz la sonrisa perversa, y mientras mi cuerpo palpita con sus palabras, empieza a con la lengua muy despacio, sujetándome los muslos con las manos. Está dándome una mamada, una tan sexy que mi cuerpo tiembla ante el pensamiento de Charles haciéndome eso.
— ¡Ahhh! — gimo.
Mi cuerpo se arquea y se convulsiona al contacto de su lengua.
Sigue torturándome con la lengua una y otra vez. Pierdo la conciencia de mí mismo. Todas las partículas de mi ser se concentran en el pequeño punto neurálgico por encima de los muslos. Las piernas se me quedan rígidas. Oigo su gemido mientras me introduce un dedo por mi ano.
— Nene, me encanta que estés tan mojado para mí.
Mueve el dedo trazando un amplio círculo, expandiéndome, empujándome, y su lengua sigue el compás del dedo alrededor de mi pene. Gimo. Es demasiado… Mi cuerpo me suplica que lo alivie, y no puedo seguir negándome. Me dejo ir. El orgasmo se apodera de mí y pierdo todo pensamiento coherente, me retuerzo por dentro una y otra vez. ¡Madre mía! Grito, y el mundo se desmorona y desaparece de mi vista mientras la fuerza de mi clímax lo anula y lo vacía todo, un poco de mi semen salpica en sus labios, pero este se los relame.
Mis jadeos apenas me permiten oír cómo rasga el paquetito plateado. Me penetra lentamente y empieza a moverse. Oh… Dios mío. La sensación es dolorosa y dulce, fuerte y suave a la vez.
— ¿Cómo estás? — me pregunta en voz baja.
— Bien. Muy bien — le contesto.
Y empieza a moverse muy deprisa, hasta el fondo, me embiste una y otra vez, implacable, empuja y vuelve a empujar hasta que vuelvo a estar al borde del abismo. Gimoteo. La forma en la que me toma es ruda, nada suabe a comparación de anoche. Me masturba para que llegue más rápido al orgasmo, sus manos se movían al compas de sus penetraciones, las cuales golpeaban en un punto dulce.
— Córrete para mí, nene.
Me habla al oído con voz áspera, dura y salvaje, y exploto mientras bombea rápidamente dentro de mí todo aumento de velocidad.
— Un polvo de agradecimiento — susurra.
Empuja fuerte una vez más y gime al llegar al clímax apretándose contra mí. Luego se queda inmóvil, con el cuerpo rígido, se había corrido en el condón dentro de mí, mientras que todo mi semen esta esparcido por su mano, mi vientre y su abdomen, nuestras respiraciones eran agitadas, tratábamos de regularlas.
Se desploma encima de mí. Siento su peso aplastándome contra el colchón. Paso mis manos atadas alrededor de su cuello y lo abrazo como puedo. En este momento sé que haría cualquier cosa por este hombre. Soy suyo. La maravilla que está enseñándome es mucho más de lo que jamás habría podido imaginar. Y quiere ir más allá, mucho más allá, a un lugar que mi inocencia ni siquiera puede imaginar. Oh… ¿qué debo hacer?
Se apoya en los codos, y sus intensos ojos verdes me miran fijamente.
— ¿Ves lo buenos que somos juntos? — murmura. — Si te entregas a mí, será mucho mejor. Confía en mí, Carlos. Puedo transportarte a lugares que ni siquiera sabes que existen.
Sus palabras se hacen eco de mis pensamientos. Pega su nariz a la mía. Todavía no me he recuperado de mi insólita reacción física y lo miro con la mente en blanco, buscando algún pensamiento coherente.
De pronto oímos voces en el salón, al otro lado del dormitorio. Tardo un momento en procesar lo que estoy oyendo.
— Si todavía está en la cama, tiene que estar enfermo. Nunca está en la cama a estas horas. Charles nunca se levanta tarde.
— Señor Leclerc, por favor.
— Zhou, no puedes impedirme ver a mi hijo.
— Señor Leclerc, no está solo.
— ¿Qué quieres decir que no está solo?
— Está con alguien.
— Oh…
Hasta yo me doy cuenta de que le cuesta creérselo.
Charles parpadea y me mira con los ojos como platos, fingiendo estar aterrorizado.
— ¡Mierda! Mi Padre.
Chapter 10: Capítulo 10
Summary:
¿Quién será el hombre que abuso de Charles?
Notes:
Quien lo diría si pude editar más de un capitulo, yo estoy bien ¿y ustedes?
Chapter Text
De repente sale de mi cuerpo y me estremezco. Se sienta en la cama y tira el condón usado en una papelera.
- Vamos, tenemos que vestirnos... si quieres conocer a mi padre.
Sonríe, se levanta de la cama y se pone los vaqueros... sin calzoncillos. Intento incorporarme, pero sigo atado.
- Charles... no puedo moverme.
Su sonrisa se acentúa. Se inclina y me desata la corbata, que me ha dejado la marca de la tela en las muñecas. Es... sexy. Me observa divertido, con ojos danzarines. Me besa rápidamente en la frente y me sonríe.
- Otra novedad - admite.
No tengo ni idea de lo que quiere decir.
- No tengo ropa limpia.
De pronto el pánico se apodera de mí, y teniendo en cuenta la experiencia que acabo de vivir, el pánico me parece insoportable. ¡Su padre! Maldita sea. No tengo ropa limpia y prácticamente nos ha tomado in fraganti.
- Quizá debería quedarme aquí.
- No, claro que no - me contesta en tono amenazador. - Puedes ponerte algo mío.
Se ha puesto una camiseta y se pasa la mano por el pelo revuelto. Aunque estoy muy nervioso, me quedo embobado. Su belleza es arrebatadora y eso me encanta de cierta manera.
- Carlos, estarías precioso hasta con un saco de papas. No te preocupes, por favor. Me gustaría que conocieras a mi padre. Vístete. Voy a calmarlo un poco. - Aprieta los labios. - Te espero en el salón dentro de cinco minutos. Si no, vendré a buscarte y te arrastraré lleves lo que lleves puesto. Mis camisetas están en ese cajón. Las camisas, en el armario. Sírvete tú mismo.
Me mira un instante inquisitivo y sale de la habitación.
Maldita sea, el padre de Charles. Es mucho más de lo que esperaba. Quizá conocerlo me permita colocar algunas piezas del puzle. Podría ayudarme a entender por qué Charles es como es... De pronto quiero conocerlo. Recojo mi blusa del suelo y me alegra descubrir que ha sobrevivido a la noche sin apenas arrugas. Pero si hay algo que odio es no llevar los bóxeres limpios. Me dirijo a la cómoda de Charles y busco entre sus calzoncillos. Me pongo unos Calvin Klein ajustados, los vaqueros y las Converse.
Tomo la chaqueta, corro al cuarto de baño y observo mis ojos demasiado brillantes, mi cara colorada... y mi pelo. Dios mío... Mi cabello está despeinado tampoco me quedan bien. Busco un cepillo, pero solo encuentro un peine. Menos da una piedra. Me peino el cabello rápidamente, mirando desesperado la ropa que llevo. Quizá debería aceptar la oferta de Charles.
Mi subconsciente frunce los labios y articula la palabra «ja». No le hago caso. Me pongo la chaqueta y me alegro de que los puños cubran las marcas de la corbata. Nervioso, me miro por última vez en el espejo. Es lo que hay. Me dirijo al salón.
- Aquí está - dice Charles levantándose del sofá.
Me mira con expresión cálida y agradecida. El hombre rubio que está a su lado se gira y me dedica una amplia sonrisa. Se levanta también. Va impecable, con una camisa a botones color azul claro arremangada hasta los codos, un pantalón azul oscuro y zapatos negros, arreglado y elegante. Está muy guapo, y me mortifico un poco pensando que yo voy hecho un desastre.
- Papá, te presento a Carlos Sainz. Carlos, este es Christian Horner-Wolf.
El doctor Horner-Wolf me tiende la mano. H... ¿de Horner? Su inicial.
- Encantado de conocerte - murmura.
Si no me equivoco, en su voz hay un matiz de sorpresa, quizá de inmenso alivio, y sus ojos amielados emiten un cálido destello. Le estrecho la mano y no puedo evitar sonreír, devolverle su calidez.
- Doctor Horner-Wolf - digo en voz baja.
- Llámame Chris. - Sonríe, y Charles frunce el ceño. - Suelen llamarme doctor Horner, y el señor Wolf es mi suegro. - Me guiña un ojo. - Bueno, ¿y cómo se conocieron? - pregunta mirando interrogante a Charles, incapaz de ocultar su curiosidad.
- Carlos me hizo una entrevista para la revista de la facultad, porque esta semana voy a entregar los títulos.
Mierda, mierda. Lo había olvidado.
- Así que te gradúas esta semana... - me dice Chris.
- Sí.
Empieza a sonar mi móvil. Apuesto a que es Lando
- Disculpadme.
El teléfono está en la cocina. Me acerco y lo cojo de la barra sin mirar quién me llama.
- Lando.
- ¡Dios mío! ¡Carlos!
Maldita sea, es Esteban. Parece desesperado.
- ¿Dónde estás? Te he llamado veinte veces. Tengo que verte. Quiero pedirte perdón por lo del viernes. ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
- Mira, Esteban, ahora no es un buen momento.
Miro muy nervioso a Charles, que me observa atentamente, con rostro impasible, mientras murmura algo a su madre. Le doy la espalda tratando de evitar su mirada.
- ¿Dónde estás? Lando me ha dado largas y nobme ha querido decir donde estas - se queja.
- En Maranello.
- ¿Qué haces en Maranello? ¿Estás con él?
- Esteban, te llamo más tarde. No puedo hablar ahora.
Y cuelgo.
Vuelvo con toda tranquilidad con Charles y su padre. Chris está en pleno parloteo.
- ... y Pierre me llamó para decirme que estabas por aquí... Hace dos semanas que no te veo, cariño.
- ¿Pierre lo sabía? - pregunta Charles mirándome con expresión indescifrable.
- Pensé que podríamos comer juntos, pero ya veo que tienes otros planes, así que no quiero interrumpiros.
Toma su largo abrigo de color crema, se lo pone y le acerca la mejilla. Charles la besa rápidamente. Él no le toca.
- Tengo que llevar a Carlos a Formigine.
- Claro, cariño. Carlos, un placer conocerte. Espero que volvamos a vernos.
Me tiende la mano con ojos brillantes, y se la estrecho.
Zhou aparece procedente... ¿de dónde carajo ha salido?
- Señor Grey...
- Gracias, Zhou.
Lo sigue por el salón y cruza detrás de él la doble puerta que da al vestíbulo. ¿Zhou ha estado aquí todo el tiempo? ¿Cuánto lleva aquí? ¿Dónde carajos ha estado?
Charles me mira.
- Así que te ha llamado el fotógrafo... Mierda.
- Sí.
- ¿Qué quería?
- Solo pedirme perdón, ya sabes... por lo del viernes.
Charles arruga la frente.
- Ya veo - se limita a decirme.
Zhou vuelve a aparecer.
- Señor Leclerc, hay un problema con el envío a Darfur.
Charles asiente bruscamente haciéndole callar.
- ¿El Charlie Tango ha vuelto a Boeing Field?
- Sí, señor. - Me mira e inclina la cabeza. - Joven Sainz.
Le sonrío torpemente, se gira y se marcha.
- ¿Zhou vive aquí?
- Sí - me contesta cortante.
¿Qué le pasa ahora?
Charles va a la cocina, toma su BlackBerry y echa un vistazo a los e-mails, supongo. Está muy serio. Hace una llamada.
- Ros, ¿cuál es el problema? - pregunta bruscamente.
Escucha sin dejar de mirarme con ojos interrogantes. Yo estoy en medio del enorme salón preguntándome qué hacer, totalmente cohibido y fuera de lugar.
- No voy a poner en peligro a la tripulación. No, cancélalo... Lo lanzaremos desde el aire... Bien.
Cuelga. La calidez de sus ojos ha desaparecido. Parece hostil. Me lanza una rápida mirada, se dirige a su estudio y vuelve al momento.
- Este es el contrato. Léelo y lo comentamos el fin de semana que viene. Te sugiero que investigues un poco para que sepas de lo que estamos hablando. - Se calla un momento. - Bueno, si aceptas, y espero de verdad que aceptes - añade en tono más suave, nervioso.
- ¿Qué investigue?
- Te sorprendería saber lo que puedes encontrar en internet - murmura.
¡Internet! No tengo computadora, solo el portátil de Lando, y, por supuesto, no puedo utilizar el de Vowles para este tipo de «investigación».
- ¿Qué pasa? - me pregunta ladeando la cabeza.
- No tengo computadora. Suelo utilizar los de la facultad. Veré si puedo utilizar la laptop de Lando.
Me tiende un sobre de papel manila.
- Seguro que puedo... bueno... prestarte uno. Recoge tus cosas. Volveremos a Formigine en coche y comeremos algo por el camino. Voy a vestirme.
- Tengo que hacer una llamada - murmuro.
Solo quiero oír la voz de Lando. Charles pone mala cara.
- ¿Al fotógrafo?
Se le tensa la mandíbula y le arden los ojos. Parpadeo. Mierda está posesivo.
- No me gusta compartir, Joven Sainz. Recuérdelo - me advierte con estremecedora tranquilidad.
Me lanza una larga y fría mirada y se dirige al dormitorio.
Maldita sea. Solo quería llamar a Lando. Quiero llamarle delante de él, pero su repentina actitud distante me ha dejado paralizado. ¿Qué ha pasado con el hombre generoso, relajado y sonriente que me hacía el amor hace apenas media hora?
- ¿Listo? - me pregunta Charles junto a la puerta doble del vestíbulo.
Asiento, inseguro. Ha recuperado su tono distante, educado y convencional. Ha vuelto a ponerse la máscara. Lleva una bolsa de piel al hombro. ¿Para qué la necesita? Quizá va a quedarse en Formigine. Entonces recuerdo la entrega de títulos. Sí, claro... Estará en Formigine el jueves. Lleva una cazadora negra de cuero. Vestido así, sin duda no parece un multimillonario. Parece un chico descarriado, quizá una rebelde estrella de rock o un modelo de pasarela. Suspiro por dentro deseando tener una décima parte de su elegancia. Es tan tranquilo y controlado... Frunzo el ceño al recordar su arrebato por la llamada de Esteban... Bueno, al menos parece que lo es.
Zhou está esperando al fondo.
- Mañana, pues - le dice a Zhou.
- Sí, señor - le contesta Zhou asintiendo. - ¿Qué coche va a llevarse?
Me lanza una rápida mirada.
- El R8.
- Buen viaje, señor Leclerc. Joven Sainz.
Zhou me mira con simpatía, aunque quizá en lo más profundo de sus ojos se esconda una pizca de lástima.
Sin duda cree que he sucumbido a los turbios hábitos sexuales del señor Leclerc. Bueno, a sus excepcionales hábitos sexuales... ¿o quizá el sexo sea así para todo el mundo? Frunzo el ceño al pensarlo. No tengo nada con lo que compararlo y por lo visto no puedo preguntárselo a Lando. Así que tendré que hablar del tema con Charles. Sería perfectamente natural poder hablar de ello con alguien... pero no puedo hablar con Charles si de repente se muestra extrovertido y al minuto siguiente distante.
Zhou nos sujeta la puerta para que salgamos. Charles llama al ascensor.
- ¿Qué pasa, Carlos? - me pregunta.
¿Cómo sabe que estoy dándole vueltas a algo? Alza una mano y me levanta la barbilla.
- Deja de morderte el labio o te cogeré en el ascensor, y me dará igual si entra alguien o no.
Me ruborizo, pero sus labios esbozan una ligera sonrisa. Al final parece que está recuperando el sentido del humor. Pero su propuesta suena un poco tentadora.
- Charles, tengo un problema.
- ¿Ah, sí? - me pregunta observándome con atención.
Llega el ascensor. Entramos y Charles pulsa el botón del parquin.
- Bueno...
Me ruborizo. ¿Cómo explicárselo?
- Necesito hablar con Lando. Tengo muchas preguntas sobre sexo, y tú estás demasiado implicado. Si quieres que haga todas esas cosas, ¿cómo voy a saber...? - me interrumpo e intento encontrar las palabras adecuadas. - Es que no tengo puntos de referencia.
Pone los ojos en blanco.
- Si no hay más remedio, habla con él - me contesta enfadado. - Pero asegúrate de que no comente nada con Pierre.
Su insinuación me hace dar un respingo. Lando no es así.
- Lando no haría algo así, como yo no te diría a ti nada de lo que él me cuente de Pierre... si me contara algo - añado rápidamente.
- Bueno, la diferencia es que a mí no me interesa su vida sexual - murmura Charles en tono seco. - Pierre es un idiota entrometido. Pero háblale solo de lo que hemos hecho hasta ahora - me advierte. - Seguramente me cortaría los huevos si supiera lo que quiero hacer contigo - añade en voz tan baja que no estoy segura de sí pretendía que lo oyera.
- De acuerdo - acepto sonriéndole aliviado.
No quiero ni pensar en que Lando vaya a cortarle los huevos a Charles.
Frunce los labios y mueve la cabeza.
- Cuanto antes te sometas a mí mejor, y así acabamos con todo esto - murmura.
- ¿Acabamos con qué?
- Con tus desafíos.
Me pasa una mano por la mejilla y me besa rápidamente en los labios. Las puertas del ascensor se abren. Me toma de la mano y tira de mí hacia el parquin.
¿Mis desafíos? ¿De qué habla?
Cerca del ascensor veo el Audi 4 x 4 negro, pero cuando pulsa el mando para que se abran las puertas, se encienden las luces de un deportivo negro reluciente. Es uno de esos coches que debería tener tumbada en el capó a una rubia de largas piernas vestida solo con una banda de miss.
- Bonito coche - murmuro en tono frío.
Me mira y sonríe.
- Lo sé - me contesta.
Y por un segundo vuelve el dulce, joven y despreocupado Charles. Me inspira ternura. Está entusiasmado. Los chicos y sus juguetes. Pongo los ojos en blanco, pero no puedo ocultar mi sonrisa. Me abre la puerta y entro. Wow... es muy bajo. Rodea el coche con paso seguro y, cuando llega al otro lado, dobla su largo cuerpo con elegancia. ¿Cómo lo consigue?
- ¿Qué coche es?
- Un Audi R8 Spyder. Como hace un día precioso, podemos bajar la capota. Ahí hay una gorra. Bueno, debería haber dos.
Gira la llave de contacto, y el motor ruge a nuestras espaldas. Deja la bolsa entre los dos asientos, pulsa un botón y la capota retrocede lentamente. Pulsa otro, y la voz de Bruce Springsteen nos envuelve.
- Te gustará Bruce.
Me sonríe, saca el coche de la plaza de parquin y sube la empinada rampa, donde nos detenemos a esperar que se levante la puerta. Y salimos a la soleada mañana de mayo de Maranello. Abro la guantera y saco las gorras. Son del equipo de Real Maranello. ¿Le gusta el béisbol? Le tiendo una gorra y se la pone. Paso el pelo por la parte de atrás de la mía y me bajo la visera.
La gente nos mira al pasar. Por un momento pienso que lo miran a él... Luego, una paranoica parte de mí cree que me miran a mí porque saben lo que he estado haciendo en las últimas doce horas, pero al final me doy cuenta de que lo que miran es el coche. Charles parece ajeno a todo, perdido en sus pensamientos.
Hay poco tráfico, así que no tardamos en llegar a la Bia Giardini en dirección sur, con el viento soplando por encima de nuestras cabezas. Bruce canta que arde de deseo. Muy oportuno. Me ruborizo escuchando la letra. Charles me mira. Como lleva puestas las Ray-Ban, no veo su expresión. Frunce los labios, apoya una mano en mi rodilla y me la aprieta suavemente. Se me corta la respiración.
- ¿Tienes hambre? - me pregunta.
No de comida.
- No especialmente.
Sus labios vuelven a tensarse en una línea firme.
- Tienes que comer, Carlos - me reprende. - Conozco un sitio fantástico cerca. Pararemos allí.
Me aprieta la rodilla de nuevo, su mano vuelve a sujetar el volante y pisa el acelerador. Me veo impulsado contra el respaldo del asiento. Madre mía, cómo corre este coche.
El restaurante es pequeño e íntimo, un chalet de madera en medio de un bosque. La decoración es rústica: sillas diferentes, mesas con manteles a cuadros y flores silvestres en pequeños jarrones.
SAPORE TRATTORIA, alardea un cartel por encima de la puerta.
- Hacía tiempo que no venía. No se puede elegir... Preparan lo que han cazado o recogido.
Alza las cejas fingiendo horrorizarse y no puedo evitar reírme. La camarera nos pregunta qué vamos a beber. Se ruboriza al ver a Charles y se esconde debajo de su largo flequillo rubio para evitar mirarlo a los ojos. ¡Le gusta! ¡No solo me pasa a mí!
- Dos vasos de Pinot Grigio - dice Charles en tono autoritario.
Pongo mala cara.
- ¿Qué pasa? - me pregunta bruscamente.
- Yo quería una Coca-Cola light - susurro.
Arruga la frente y mueve la cabeza.
- El Pinot Grigio de aquí es un vino decente. Irá bien con la comida, nos traigan lo que nos traigan - me dice en tono paciente.
- ¿Nos traigan lo que nos traigan?
- Sí.
Esboza su deslumbrante sonrisa ladeando la cabeza y se me hace un nudo en el estómago. No puedo evitar devolvérsela.
- A mi padre le has gustado - me dice de pronto.
- ¿En serio?
Sus palabras hacen que me ruborice de alegría.
- Claro. Siempre ha pensado que no era gay.
Abro la boca al acordarme de aquella pregunta... en la entrevista. Oh, no.
- ¿Por qué pensaba que no eras gay? - le pregunto en voz baja.
- Porque nunca me ha visto con un chico.
- Vaya... ¿con ninguno de los quince?
Sonríe.
- Tienes buena memoria. No, con ninguno de los quince.
- Oh.
- Mira, Carlos, para mí también ha sido un fin de semana de novedades - me dice en voz baja.
- ¿Sí?
- Nunca había dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi cama, nunca había llevado a un chico en el Charlie Tango y nunca le había presentado un hombre a mi padre.
¿Qué estás haciendo conmigo?
La intensidad de sus ojos ardientes me corta la respiración.
Llega la camarera con nuestros vasos de vino, e inmediatamente doy un pequeño sorbo. ¿Está siendo franco o se trata de un simple comentario fortuito?
- Me lo he pasado muy bien este fin de semana, de verdad - digo en voz baja.
Vuelve a arrugar la frente.
- Deja de morderte el labio - gruñe. - Yo también - añade.
- ¿Qué es un polvo vainilla? - le pregunto, aunque solo sea para no pensar en su intensa, ardiente y sexy mirada.
Se ríe.
- Sexo convencional, Carlos, sin juguetes ni accesorios. - Se encoge de hombros. - Ya sabes... bueno, la verdad es que no lo sabes, pero eso es lo que significa.
- Oh.
Creía que lo que habíamos hecho eran polvos de exquisita tarta de chocolate fundido con una guinda encima. Pero ya veo que no es así.
La camarera nos trae sopa, que ambos miramos con cierto recelo.
- Sopa de ortigas - nos informa la camarera.
Se da media vuelta y regresa enfadada a la cocina. No creo que le guste que Charles no le haga ni caso. Pruebo la sopa, que está riquísima. Charles y yo nos miramos a la vez, aliviados. Suelto una risita, y él ladea la cabeza.
- Qué sonido tan bonito - murmura.
- ¿Por qué nunca has echado polvos vainilla? ¿Siempre has hecho... bueno... lo que hagas? - le pregunto intrigado.
Asiente lentamente.
- Más o menos - me contesta con cautela.
Por un momento frunce el ceño y parece librar una especie de batalla interna. Luego levanta los ojos, como si hubiera tomado una decisión.
- Un amigo de mi padre me sedujo cuando yo tenía quince años.
- Oh.
¡Dios mío, tan joven!
- Sus gustos eran muy especiales. Fui su sumiso durante seis años.
Se encoge de hombros.
- Oh.
Su confesión me deja helado, aturdido.
- Así que sé lo que implica, Carlos - me dice con una mirada significativa.
Lo observo fijamente, incapaz de articular palabra... Hasta mi subconsciente está en silencio.
-No tuve una introducción al sexo corriente.
Me pica la curiosidad.
- ¿Y nunca saliste con nadie en la facultad?
- No - me contesta negando con la cabeza para enfatizar su respuesta.
La camarera entra para retirar nuestros platos y nos interrumpe un momento.
- ¿Por qué? - le pregunto cuando ya se ha ido.
Sonríe burlón.
- ¿De verdad quieres saberlo?
- Sí.
- Porque no quise. Solo lo deseaba a él. Además, me habría matado a palos.
Sonríe con cariño al recordarlo.
Oh, demasiada información de golpe... pero quiero más.
- Si era un amigo de tu padre, ¿cuántos años tenía?
Sonríe.
- Los suficientes para saber lo que se hacía.
- ¿Sigues viéndolo?
- Sí.
- ¿Todavía... bueno...?
Me ruborizo.
- No - me dice negando con la cabeza y con una sonrisa indulgente. - Es un buen amigo.
- ¿Tu padre lo sabe?
Me mira como diciéndome que no sea idiota.
- Claro que no.
La camarera vuelve con sendos platos de venado, pero se me ha quitado el hambre. Toda una revelación. Charles, sumiso... Madre mía. Doy un largo trago de Pinot Grigio... Charles tenía razón, por supuesto: está exquisito. Dios, tengo que pensar en todo lo que me ha contado. Necesito tiempo para procesarlo, cuando esté sola, porque ahora me distrae su presencia. Es tan irresistible, tan macho alfa, y de repente lanza este bombazo. Él sabe lo que es ser sumiso.
- Pero no estarías con él todo el tiempo... - le digo confundido.
- Bueno, estaba solo con él, aunque no lo veía todo el tiempo. Era... difícil. Después de todo, todavía estaba en el instituto, y más tarde en la facultad. Come, Carlos.
- No tengo hambre, Charles, de verdad.
Lo que me ha contado me ha dejado aturdido.
Su expresión se endurece.
- Come - me dice en tono tranquilo, demasiado tranquilo.
Lo miro. Este hombre... abusaron sexualmente de él cuando era adolescente... Su tono es amenazador.
- Espera un momento - susurro.
Pestañea un par de veces.
- De acuerdo - murmura.
Y sigue comiendo.
Así será la cosa si firmo. Tendré que cumplir sus órdenes. Frunzo el ceño. ¿Es eso lo que quiero? Tomo el tenedor y el cuchillo, y empiezo a cortar el venado. Está delicioso.
- ¿Así será nuestra... bueno... nuestra relación? ¿Estarás dándome órdenes todo el rato? - le pregunto en un susurro, sin apenas atreverme a mirarlo.
- Sí - murmura.
- Ya veo.
- Es más, querrás que lo haga - añade en voz baja.
Lo dudo, sinceramente. Tomo otro trozo de venado y me lo acerco a los labios.
- Es mucho decir - murmuro.
Y me lo meto en la boca.
- Lo es.
Cierra los ojos un segundo. Cuando los abre, está muy serio.
- Carlos, tienes que seguir tu instinto. Investiga un poco, lee el contrato... No tengo problema en comentar cualquier detalle. Estaré en Formigine hasta el viernes, por si quieres que hablemos antes del fin de semana. - Sus palabras me llegan en un torrente apresurado. - Llámame... Podríamos cenar... ¿digamos el miércoles? De verdad quiero que esto funcione. Nunca he querido nada tanto como a ti.
Sus ojos reflejan su ardiente sinceridad y su deseo. Es básicamente lo que no entiendo. ¿Por qué yo? ¿Por qué no uno de los quince? Oh, no... ¿En eso voy a convertirme? ¿En un número?
¿El dieciséis, nada menos?
- ¿Qué pasó con los otros quince? - le pregunto de pronto.
Alza las cejas sorprendido y mueve la cabeza con expresión resignada.
- Cosas distintas, pero al fin y al cabo se reduce a... - Se detiene, creo que intentando encontrar las palabras. - Incompatibilidad.
Se encoge de hombros.
- ¿Y crees que yo podría ser compatible contigo?
- Sí.
- Entonces ya no ves a ninguno de ellos.
- No, Carlos. Soy monógamo.
Vaya... toda una noticia.
- Ya veo.
- Investiga un poco, Carlos.
Dejo el cuchillo y el tenedor. No puedo seguir comiendo.
- ¿Ya has terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?
Asiento. Me pone mala cara, pero decide callarse. Dejo escapar un pequeño suspiro de alivio. Con tanta información se me ha revuelto el estómago y estoy un poco mareado por el vino. Lo observo devorando todo lo que tiene en el plato. Come como una lima. Debe de hacer mucho ejercicio para mantener la figura. De pronto recuerdo cómo le cae el pijama..., y la imagen me desconcentra. Me remuevo incómodo. Me mira y me ruborizo.
- Daría cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo - murmura.
Me ruborizo todavía más.
Me lanza una sonrisa perversa.
- Ya me imagino... - me provoca.
- Me alegro de que no puedas leerme el pensamiento.
- El pensamiento no, Carlos, pero tu cuerpo... lo conozco bastante bien desde ayer - me dice en tono sugerente.
¿Cómo puede cambiar de humor tan rápido? Es tan volátil... Cuesta mucho seguirle el ritmo. Llama a la camarera y le pide la cuenta. Cuando ha pagado, se levanta y me tiende la mano.
- Vamos.
Me toma de la mano y volvemos al coche. Lo inesperado de él es este contacto de su piel, normal, íntimo. No puedo reconciliar este gesto corriente y tierno con lo que quiere hacer en aquel cuarto... el cuarto rojo del dolor.
Hacemos el viaje en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Cuando aparca frente a la puerta de casa, son las cinco de la tarde. Las luces están encendidas, así que Lando está dentro, sin duda empaquetando, a menos que Pierre todavía no se haya marchado. Charles apaga el motor, y entonces caigo en la cuenta de que tengo que separarme de él.
- ¿Quieres entrar? - le pregunto.
No quiero que se marche. Quiero seguir más tiempo con él.
- No. Tengo trabajo - me dice mirándome con expresión insondable.
Me miro las manos y entrelazo los dedos. De pronto me pongo en plan sensiblero. Se va a marchar. Me coge de la mano, se la lleva lentamente a la boca y me la besa con ternura, un gesto dulce y pasado de moda. Me da un vuelco el corazón.
- Gracias por este fin de semana, Carlos. Ha sido... estupendo. ¿Nos vemos el miércoles? Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.
- Nos vemos el miércoles - susurro evitando contestar el día.
Vuelve a besarme la mano y me la deja en el regazo. Sale del coche, se acerca a mi puerta y me la abre. ¿Por qué de pronto me siento huérfano? Se me hace un nudo en la garganta. No quiero que me vea así. Sonrío forzadamente, salgo del coche y me dirijo a la puerta sabiendo que tengo que enfrentarme a Lando, que temo enfrentarme a Lando. A medio camino me giro y lo miro. Alegra esa cara, Sainz, me riño a mí mismo.
- Ah... por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.
Le sonrío y tiro de la goma de los calzoncillos para que los vea. Charles abre la boca, sorprendido. Una reacción genial. Mi humor cambia de inmediato y entro en casa pavoneándome. Una parte de mí quiere levantar el puño y dar un salto. ¡SÍ! El Dios que llevo dentro está encantado.
Lando está en el comedor metiendo sus libros en cajas.
- ¿Ya estás aquí? ¿Dónde está Charles? ¿Cómo estás? - me pregunta en tono febril, nervioso.
Viene hacia mí, me agarra de los hombros y examina minuciosamente mi cara antes incluso de que la haya saludado. Mierda... Tengo que lidiar con la insistencia y la tenacidad de Lando, y llevo en el bolso un documento legal firmado que dice que no puedo hablar. No es una saludable combinación.
- Bueno, ¿cómo te ha ido? No he dejado de pensar en ti todo el rato... después de que Pierre se marchara, claro - me dice sonriendo con picardía.
No puedo evitar sonreír por su preocupación y su acuciante curiosidad, pero de pronto me da vergüenza y me ruborizo. Lo que ha sucedido ha sido muy íntimo. Ver y saber lo que Charles esconde. Pero tengo que darle algunos detalles, porque si no, no va a dejarme en paz.
- Ha ido bien, Lando. Muy bien, creo - le digo en tono tranquilo, intentando ocultar mi sonrisa.
- ¿Estás seguro?
- No tengo nada con lo que compararlo, ¿verdad? - le digo encogiéndome de hombros a modo de disculpa.
- ¿Te has corrido?
Maldita sea, qué directo es. Me pongo rojo de vergüenza.
- Sí - murmuro nervioso.
Lando me empuja hasta el sofá y nos sentamos. Me toma de las manos y hace que mi vista se enfoque en él, Dios me va querer sacar informacion.
- Muy bien. - Me mira como si no se lo creyera. - Ha sido tu primera vez. Wow... Charles debe de saber lo que se hace.
Oh, Lando, si tú supieras...
- Mi primera vez fue terrorífica - sigue diciendo, poniendo cara triste de máscara de comedia.
- ¿Sí?
Me interesa. Nunca me lo había contado.
- Sí. Daniel Ricciardo En el instituto. Un atleta estúpido. - Encoge los hombros. - Fue muy brusco, y yo no estaba preparado, ni siquiera me preparo. Estábamos los dos borrachos. Ya sabes... el típico desastre adolescente después de la fiesta de fin de curso. Uf, tardé meses en decidirme a volver a intentar
- Lando, eso suena espantoso.
Parece melancólica.
- Sí, tardé casi un año en tener mi primer orgasmo con penetración, y llegas tú... y a la primera.
Asiento con timidez. El Dios que llevo dentro está sentado en la postura del loto y parece sereno, aunque tiene una astuta sonrisa autocomplaciente en la cara.
- Me alegro de que hayas perdido la virginidad con un hombre que sabe lo que se hace. - Me guiña un ojo. - ¿Y cuándo vuelves a verlo?
- El miércoles. Iremos a cenar.
- Así que todavía te gusta... - Sí, pero no sé qué va a pasar.
- ¿Por qué?
- Es complicado, Lando. Ya sabes... Su mundo es totalmente diferente del mío.
Buena excusa. Y creíble. Mucho mejor que «tiene un cuarto rojo del dolor y quiere convertirme en su esclavo sexual».
- Vamos, por favor, no permitas que el dinero sea un problema, Carlos. Pierre me ha dicho que es muy raro que Charles salga con un chico.
- ¿Eso te ha dicho? - le pregunto en tono demasiado agudo.
¡Se te ve el plumero, Sainz! Mi subconsciente me mira moviendo su largo dedo y luego se transforma en la balanza de la justicia para recordarme que Charles podría demandarme si hablo demasiado. Ja... ¿Qué va a hacer? ¿Quedarse con todo mi dinero? Tengo que acordarme de buscar en Google «penas por incumplir un acuerdo de confidencialidad» cuando haga mi «investigación». Es como si me hubieran puesto deberes. Quizá hasta me saco un título. Me ruborizo recordando mi sobresaliente por el experimento en la bañera de esta mañana.
- Carlos, ¿qué pasa?
- Estaba recordando algo que me ha dicho Charles.
- Pareces distinto- me dice Lando con cariño.
- Me siento distinto. Adolorido - le confieso.
- ¿Adolorido?
- Un poco.
Me ruborizo.
- Yo también. Hombres... - dice con una mueca de disgusto. - Son como animales.
Nos reímos los dos.
- ¿Tú también estás adolorido? - le pregunto sorprendido.
- Sí... de tanto darle.
Y me echo a reír.
- Cuéntame cosas de Pierre - le pido cuando paro por fin.
Siento que me relajo por primera vez desde que estaba haciendo cola en el lavabo del bar... antes de la llamada de teléfono con la que empezó todo esto... cuando admiraba al señor Leclerc desde la distancia. Días felices y sin complicaciones.
Lando se ruboriza. Oh, Dios mío...Lando Norris se convierte en Carlos Sainz. Me lanza una mirada ingenua. Nunca la había visto reaccionar así por un hombre. Abro tanto la boca que la mandíbula me llega al suelo. ¿Dónde está Lando? ¿Qué han hecho con él?
- Carlos - me dice entusiasmado. - es tan... tan... Lo tiene todo. Y cuando... oh... es fantástico.
Está tan alterado que apenas puede hilvanar una frase.
- Creo que lo que intentas decirme es que te gusta.
Asiente y se ríe como un loco.
- He quedado con él el sábado. Nos ayudará con la mudanza.
Junta las manos, se levanta del sofá y se dirige a la ventana haciendo piruetas. La mudanza. Mierda, lo había olvidado, y eso que hay cajas por todas partes.
- Muy amable por su parte - le digo.
Así lo conoceré. Quizá pueda darme más pistas sobre su extraño e inquietante hermano.
- Bueno, ¿qué hicisteis anoche? - le pregunto.
Ladea la cabeza hacia mí y alza las cejas en un gesto que viene a decir: «¿Tú qué crees, idiota?».
- Más o menos lo mismo que ustedes, pero nosotros cenamos antes - me dice riéndose. - ¿De verdad estás bien? Pareces un poco agobiado.
- Estoy agobiado. Charles es muy intenso.
- Sí, ya me hice una idea. Pero ¿se ha portado bien contigo?
- Sí - lo tranquilizo. - Me muero de hambre. ¿Quieres que prepare algo?
Asiente y mete un par de libros en una caja.
- ¿Qué quieres hacer con los libros de catorce mil dólares? - me pregunta.
- Se los voy a devolver.
- ¿De verdad?
- Es un regalo exagerado. No puedo aceptarlo, y menos ahora.
Sonrío, y Lando asiente con la cabeza.
- Lo entiendo. Han llegado un par de cartas para ti, y Esteban no ha dejado de llamar. Parecía desesperado.
- Lo llamaré - murmuro evasivo.
Si le cuento a Lando lo de Esteban, se lo merienda. Tomo las cartas de la mesa y las abro.
- Vaya, ¡tengo entrevistas! Dentro de dos semanas, en Maranello, para hacer las prácticas.
- ¿Con qué editorial?
- Con las dos.
- Te dije que tu expediente académico te abriría puertas, Carlos.
Lando ya tiene su puesto para hacer las prácticas en The Maranello Times, por supuesto. Su padre conoce a alguien que conoce a alguien.
- ¿Qué le parece a Pierre que te vayas de vacaciones? - le pregunto.
Lando se dirige hacia la cocina, y por primera vez desde que he llegado parece desconsolado.
- Lo entiende. Una parte de mí no quiere marcharse, pero es tentador tumbarse al sol un par de semanas. Además, mi madre no deja de insistir, porque cree que serán nuestras últimas vacaciones en familia antes de que Patricio y yo empecemos a trabajar en serio.
Nunca he salido del Italia, cosa irónica porque nací en España. Lando se va dos semanas a Barbados con sus padres y su hermano, Patricio. Pasaré dos semanas solo, sin Lando, en la nueva casa. Será raro. Patricio ha estado viajando por el mundo desde el año pasado, después de graduarse. Por un momento me pregunto si lo veré antes de que se vayan de vacaciones. Es un tipo majísimo. El teléfono me saca de mi ensoñación.
- Será Esteban.
Suspiro. Sé que tengo que hablar con él. Levanto el teléfono.
- Hola.
- ¡Carlos, has vuelto! - exclama Esteban aliviado.
- Obviamente - le contesto con cierto sarcasmo.
Pongo los ojos en blanco.
- ¿Puedo verte? Siento mucho lo del viernes. Estaba borracho... y tú... bueno. Carlos, perdóname, por favor.
- Claro que te perdono, Esteban. Pero que no se repita. Sabes cuáles son mis sentimientos por ti.
Suspira profundamente, con tristeza.
- Lo sé, Carlos. Pero pensé que, si te besaba, quizá tus sentimientos cambiarían.
- Esteban, te quiero mucho, eres muy importante para mí. Eres como el hermano que nunca he tenido. Y eso no cambiará. Lo sabes.
Siento hacerle daño, pero es la verdad.
- Entonces, ¿sales con él? - me pregunta con desdén.
- Esteban, no salgo con nadie.
- Pero has pasado la noche con él.
- ¡No es asunto tuyo!
- ¿Es por el dinero?
- ¡Esteban! ¿Cómo te atreves? - le grito, atónito por su atrevimiento.
- Carlos - dice con voz quejumbrosa, en tono de disculpa.
Ahora mismo no estoy para aguantar sus mezquinos celos. Sé que está dolido, pero ya tengo bastante con lidiar con Charles Leclerc.
- Quizá podríamos tomar un café mañana. Te llamaré - le digo en tono conciliador.
Es mi amigo y le tengo mucho cariño, pero en estos momentos no estoy para aguantar estas cosas.
- Vale, mañana. ¿Me llamas tú?
Su voz esperanzada me conmueve.
- Sí... Buenas noches, Esteban.
Cuelgo sin esperar su respuesta.
- ¿De qué va todo esto? - me pregunta Lando con las manos en las caderas.
Decido que lo mejor es decirle la verdad. Parece más obstinado que nunca y eso me asusta.
- El viernes intentó besarme.
- ¿Esteban? ¿Y Charles Leclerc? Carlos, tus feromonas deben de estar haciendo horas extras. ¿En qué estaba pensando ese imbécil?
Mueve la cabeza enfadado y sigue empaquetando sus cosas.
Tres cuartos de hora después hacemos una pausa para degustar la especialidad de la casa, mi lasaña. Lando abre una botella de vino y nos sentamos a comer entre las cajas, bebiendo vino tinto barato y viendo programas de televisión basura. La normalidad. Es bien recibida y tranquilizadora después de las últimas cuarenta y ocho horas de... locura. Es mi primera comida en dos días sin preocupaciones, sin que me insistan y en paz. ¿Qué problema tiene Charles con la comida? Lando recoge los platos mientras yo acabo de empaquetar lo que queda en el salón. Solo hemos dejado el sofá, la tele y la mesa. ¿Qué más podríamos necesitar? Solo falta por empaquetar el contenido de nuestras habitaciones y la cocina, y tenemos toda la semana por delante.
Vuelve a sonar el teléfono. Es Pierre. Lando me guiña un ojo y se mete en su habitación dando saltitos como una quinceañera. Sé que debería estar escribiendo su discurso por haber sido el mejor alumno de la promoción, pero parece que Pierre es más importante. ¿Qué pasa con los Leclerc? ¿Qué los hace tan absorbentes, tan devoradores e irresistibles? Doy otro trago de vino.
Hago zapping en busca de algún programa, pero en el fondo sé que estoy demorándome a propósito. El contrato echa humo dentro de mi bolso. ¿Tendré las fuerzas y lo que hay que tener para leerlo esta noche?
Apoyo la cabeza en las manos. Tanto Esteban como Charles quieren algo de mí. Con Esteban es fácil, pero Charles... Manejar y entender a Charles es otra cosa. Una parte de mí quiere salir corriendo y esconderse. ¿Qué voy a hacer? Pienso en sus ardientes ojos verdes, en su intensa y provocativa mirada, y me pongo tenso. Sofoco un grito. Ni siquiera está aquí y ya estoy a cien. No puede ser solo sexo, ¿verdad? Pienso en sus bromas amables de esta mañana, en el desayuno, en su alegría al verme encantado con el viaje en helicóptero, en cómo tocaba el piano, esa música tan triste, dulce y conmovedora...
Es un hombre muy complicado. Y ahora he empezado a entender por qué. Un chico privado de adolescencia, del que abusa sexualmente un malvado señor Webber... No es extraño que parezca mayor de lo que es. Me entristece pensar en lo que debe de haber pasado. ¿Soy demasiado ingenuo para saber exactamente de qué se trata?, pero la investigación arrojará algo de luz. Aunque ¿de verdad quiero saber? ¿Quiero explorar ese mundo del que no sé nada? Es un paso muy importante.
Si no lo hubiera conocido, seguiría tan feliz, ajeno a todo esto. Mi mente se traslada a la noche de ayer y a esta mañana... a la increíble y sensual sexualidad que he experimentado. ¿Quiero despedirme de él? ¡No!, exclama mi subconsciente... El Dios que llevo dentro, sumido en un silencio zen, asiente para mostrar que está de acuerdo con él.
Lando vuelve al comedor sonriendo de oreja a oreja. Quizá esté enamorado. Lo miro boquiabierto. Nunca se ha comportado así.
- Carlos, me voy a la cama. Estoy muy cansado.
- Yo también, Lando.
Me abraza.
- Me alegro de que hayas vuelto sano y salvo. Hay algo raro en Charles - añade en voz baja, en tono de disculpa.
Sonrío para tranquilizarlo, aunque pienso: ¿Cómo demonios lo saben? Por eso será un buenísimo periodista, por su infalible intuición.
Tomo el bolso y me voy a mi habitación con paso desganado. Los esfuerzos sexuales de las últimas horas y el total y absoluto dilema al que me enfrento me han dejado agotado. Me siento en la cama, saco con cautela del bolso el sobre de papel manila y le doy vueltas entre las manos. ¿Estoy seguro de que quiero saber hasta dónde llega la depravación de Charles? Resulta tan intimidante... Respiro hondo y rasgo el sobre con el corazón en un puño.
Chapter 11: Capítulo 11
Summary:
¿Carlos estará de acuerdo con él contrato?
Le sorprendió a todo lo que los otros chicos estuvieron dispuesto a hacer.
Notes:
Posiblemente suba el siguiente capitulo entre hoy y mañana
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
En el sobre hay varios papeles. Los saco, con el corazón latiéndome muy deprisa, me siento en la cama y empiezo a leer.
CONTRATO
A día___________ de 2016 («fecha de inicio»)
ENTRE
EL SR. CHARLES LECLER, con domicilio en el Vita 301, Maranello, 98889.
(«el Amo»)
Y EL SR. CARLOS SAINZ con domicilio en florencia 1114, apartamento 7, alta montagna, Formigine, 98888 Italia
(«el Sumiso»)
LAS PARTES ACUERDAN LO SIGUIENTE
1.Los puntos siguientes son los términos de un contrato vinculante entre el Amo y el Sumiso.
TÉRMINOS FUNDAMENTALES
2.El propósito fundamental de este contrato es permitir que el Sumiso explore su sensualidad y sus límites de forma segura, con el debido respeto y miramiento por sus necesidades, sus límites y su bienestar.
3.El Amo y el Sumiso acuerdan y admiten que todo lo que suceda bajo los términos de este contrato será consensuado y confidencial, y estará sujeto a los límites acordados y a los procedimientos de seguridad que se contemplan en este contrato. Pueden añadirse límites y procedimientos de seguridad adicionales.
4.El Amo y el Sumiso garantizan que no padecen infecciones sexuales ni enfermedades graves, incluyendo VIH, herpes y hepatitis, entre otras. Si durante la vigencia del contrato (como se define abajo) o de cualquier ampliación del mismo una de las partes es diagnosticada o tiene conocimiento de padecer alguna de estas enfermedades, se compromete a informar a la otra inmediatamente y en todo caso antes de que se produzca cualquier tipo de contacto entre las partes.
5.Es preciso cumplir las garantías y los acuerdos anteriormente mencionados (y todo límite y procedimiento de seguridad adicional acordado en la cláusula 3). Toda infracción invalidará este contrato con carácter inmediato, y ambas partes aceptan asumir totalmente ante la otra las consecuencias de la infracción.
6.Todos los puntos de este contrato deben leerse e interpretarse la luz del propósito y los términos fundamentales establecidos en las cláusulas 2- 5.
FUNCIONES
7.El Amo será responsable del bienestar y del entrenamiento, la orientación y la disciplina sexual del Sumiso. Decidirá el tipo de entrenamiento, la orientación y la disciplina, y el momento y el lugar de administrarlos, atendiendo a los términos acordados, los límites y los procedimientos de seguridad establecidos en este contrato o añadidos en la cláusula 3.
8.Si en algún momento el Amo no mantiene los términos acordados, los límites y los procedimientos de seguridad establecidos en este contrato o añadidos en la cláusula 3, el Sumiso tiene derecho a finalizar este contrato inmediatamente y a abandonar su servicio al Amo sin previo aviso.
9.Atendiendo a esta condición y a las cláusulas 2- 5, el Sumiso tiene que obedecer en todo al Amo. Atendiendo a los términos acordados, los límites y los procedimientos de seguridad establecidos en este contrato o añadidos en la cláusula 3, debe ofrecer al Amo, sin preguntar ni dudar, todo el placer que este le exija, y debe aceptar, sin preguntar ni dudar, el entrenamiento, la orientación y la disciplina en todas sus formas.
INICIO Y VIGENCIA
10.El Amo y el Sumiso firman este contrato en la fecha de inicio, conscientes de su naturaleza y comprometiéndose a acatar sus condiciones sin excepción.
11.Este contrato será efectivo durante un periodo de tres meses desdé la fecha de inicio («vigencia del contrato»). Al expirar la vigencia, las partes comentarán si este contrato y lo dispuesto por ellos en el mismo son satisfactorios y si se han satisfecho las necesidades de cada parte. Ambas partes pueden proponer ampliar el contrato y ajustar los términos o los acuerdos que en él se establecen. Si no se llega a un acuerdo para ampliarlo, este contrato concluirá y ambas partes serán libres para seguir su vida por separado.
DISPONIBILIDAD
12.El Sumiso estará disponible para el Amo desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde, todas las semanas durante la vigencia del contrato, a horas a especificar por el Amo («horas asignadas»). Pueden acordarse mutuamente más horas asignadas adicionales.
13.El Amo se reserva el derecho a rechazar el servicio del Sumiso en cualquier momento y por las razones que sean. El Sumiso puede solicitar su liberación en cualquier momento, liberación que quedará a criterio del Amo y estará exclusivamente sujeta a los derechos del Sumiso contemplados en las cláusulas 2- 5 y 8.
UBICACIÓN
14.El Sumiso estará disponible a las horas asignadas y a las horas adicionales en los lugares que determine el Amo. El Amo correrá con todos los costes de viaje en los que incurra el Sumiso con este fin.
PRESTACIÓN DE SERVICIOS
15.Las dos partes han discutido y acordado las siguientes prestaciones de servicios, y ambas deberán cumplirlas durante la vigencia del contrato. Ambas partes aceptan que pueden surgir cuestiones no contempladas en los términos de este contrato ni en la prestación de servicios, y que determinadas cuestiones podrán renegociarse. En estas circunstancias, podrán proponerse cláusulas adicionales a modo de enmienda. Ambas partes deberán acordar, redactar y firmar toda cláusula adicional o enmienda, que estará sujeta a los términos fundamentales establecidos en las cláusulas 2- 5.
AMO
a.El Amo debe priorizar en todo momento la salud y la seguridad del Sumiso. El Amo en ningún momento exigirá, solicitará, permitirá ni pedirá al Sumiso que participe en las actividades detalladas en el Apéndice 2 o en toda actividad que cualquiera de las dos partes considere insegura. El Amo no llevará a cabo, ni permitirá que se lleve a cabo, ninguna actividad que pueda herir gravemente al Sumiso o poner en peligro su vida. Los restantes subapartados de esta cláusula 15 deben leerse atendiendo a esta condición y a los acuerdos fundamentales de las cláusulas 2- 5.
b.El Amo acepta el control, el dominio y la disciplina del Sumiso durante la vigencia del contrato. El Amo puede utilizar el cuerpo del Sumiso en cualquier momento durante las horas asignadas, o en horas adicionales acordadas, de la manera que considere oportuno, en el sexo o en cualquier otro ámbito.
c.El Amo ofrecerá al Sumiso el entrenamiento y la orientación necesarios para servir adecuadamente al Amo.
d.El Amo mantendrá un entorno estable y seguro en el que el Sumiso pueda llevar a cabo sus obligaciones para servir al Amo.
e.El Amo puede disciplinar al Sumiso cuanto sea necesario para asegurarse de que el Sumiso entiende totalmente su papel de sumisión al Amo y para desalentar conductas inaceptables. El Amo puede azotar, zurrar, dar latigazos y castigar físicamente al Sumiso si lo considera oportuno por motivos de disciplina, por placer o por cualquier otra razón, que no está obligado a exponer.
f.En el entrenamiento y en la administración de disciplina, el Amo garantizará que no queden marcas en el cuerpo del Sumiso ni heridas que exijan atención médica.
g.En el entrenamiento y en la administración de disciplina, el Amo garantizará que la disciplina y los instrumentos utilizados para administrarla sean seguros, no los utilizará de manera que provoquen daños serios y en ningún caso podrá traspasar los límites establecidos y detallados en este contrato.
h.En caso de enfermedad o herida, el Amo cuidará al Sumiso, vigilará su salud y su seguridad, y solicitará atención médica cuando lo considere necesario.
i.El Amo cuidará de su propia salud y buscará atención médica cuando sea necesario para evitar riesgos.
j.El Amo no prestará su Sumiso a otro Amo.
k.El Amo podrá sujetar, esposar o atar al Sumiso en todo momento durante las horas asignadas o en cualquier hora adicional por cualquier razón y por largos periodos de tiempo, prestando la debida atención a la salud y la seguridad del Sumiso.
l.El Amo garantizará que todo el equipamiento utilizado para el entrenamiento y la disciplina se mantiene limpio, higiénico y seguro en todo momento.
SUMISO
m.El Sumiso acepta al Amo como su dueño y entiende que ahora es de su propiedad y que está a su disposición cuando al Amo le plazca durante la vigencia del contrato en general, pero especialmente en las horas asignadas y en las horas adicionales acordadas.
n.El Sumiso obedecerá las normas establecidas en el Apéndice 1 de este contrato.
o.El Sumiso servirá al Amo en todo aquello que el Amo considere oportuno y debe hacer todo lo posible por complacer al Amo en todo momento.
p.El Sumiso tomará las medidas necesarias para cuidar su salud, solicitará o buscará atención médica cuando la necesite, y en todo momento mantendrá informado al Amo de cualquier problema de salud que pueda surgir.
q.El Sumiso aceptará sin cuestionar todas y cada una delas acciones disciplinarias que el Amo considere necesarias, y en todo momento recordará su papel y su función ante el Amo.
r.El Sumiso no se tocará ni se proporcionará placer sexual sin el permiso del Amo.
s.El Sumiso se someterá a toda actividad sexual que exija el Amo, sin dudar y sin discutir.
t.El Sumiso aceptará azotes, zurras, bastonazos, latigazos cualquier otra disciplina que el Amo decida administrar, sin dudar, preguntar ni quejarse.
u.El Sumiso no mirará directamente a los ojos al Amo excepto cuando se le ordene. El Sumiso debe agachar los ojos, guardar silencio y mostrarse respetuoso en presencia del Amo.
15.23. El Sumiso se comportará siempre con respeto hacia el Amo y solo se dirigirá a él como señor, señor Leclerc o cualquier otro apelativo que le ordene el Amo.
15.24. El Sumiso no tocará al Amo sin su expreso consentimiento.
ACTIVIDADES
16.El Sumiso no participará en actividades o actos sexuales que cualquiera de las dos partes considere inseguras ni en las actividades detalladas en el Apéndice 2.
17.El Amo y el Sumiso han comentado las actividades establecidas en el Apéndice 3 y hacen constar por escrito en el Apéndice 3 su acuerdo al respecto.
PALABRAS DE SEGURIDAD
18.El Amo y el Sumiso admiten que el Amo puede solicitar a el Sumiso acciones que no puedan llevarse a cabo sin incurrir en daños físicos, mentales, emocionales, espirituales o de otro tipo en el momento en que se le solicitan. En este tipo de circunstancias, el Sumiso puede utilizar una palabra de seguridad. Se incluirán dos palabras de seguridad en función de la intensidad de las demandas.
19.Se utilizará la palabra de seguridad «Amarillo» para indicar el Amo que el Sumiso está llegando al límite de resistencia.
20.Se utilizará la palabra de seguridad «Rojo» para indicar el Amo que el Sumiso ya no puede tolerar más exigencias. Cuando se diga esta palabra, la acción del Amo cesará totalmente con efecto inmediato.
CONCLUSIÓN
21.Los abajo firmantes hemos leído y entendido totalmente lo que estipula este contrato. Aceptamos libremente los términos de este contrato y con nuestra firma damos nuestra conformidad.
El Amo: Charles Leclerc
Fecha
El Sumiso: Carlos Sainz
Fecha
APÉNDICE 1
NORMAS
Obediencia:
El Sumiso obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. El Sumiso aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.
Sueño:
El Sumiso garantizará que duerme como mínimo ocho horas diarias cuando no esté con el Amo.
Comida:
Para cuidar su salud y su bienestar, el Sumiso comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). El Sumiso no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Ropa:
Durante la vigencia del contrato, el Sumiso solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá a el Sumiso un presupuesto para ropa, que el Sumiso debe utilizar. El Amo acompañará a el Sumiso a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo exige, mientras el contrato esté vigente, el Sumiso se pondrá los adornos que le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo considere oportuno.
Ejercicio:
El Amo proporcionará a el Sumiso un entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y el Sumiso. El entrenador personal informará al Amo de los avances del Sumiso.
Higiene personal y belleza:
El Sumiso estará limpio y ddepilado en todo momento. El Sumiso irá a una barbería elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno. El Amo correrá con todos los gastos.
Seguridad personal:
El Sumiso no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
Cualidades personales:
El Sumiso solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. El Sumiso se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
APÉNDICE 2
Límites infranqueables
- Actos con fuego.
- Actos con orina, defecación y excrementos.
- Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre.
- Actos con instrumental médico ginecológico.
- Actos con niños y animales.
- Actos que dejen marcas permanentes en la piel.
- Actos relativos al control de la respiración.
- Actividad que implique contacto directo con corriente eléctrica (tanto alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo.
APÉNDICE 3
Límites tolerables a discutir y acordar por ambas partes:
¿Acepta el Sumiso lo siguiente?
•Masturbación
•Penetración anal
•Cunnilingus
•Fisting anal
•Felación
•Ingestión de semen
¿Acepta el Sumiso lo siguiente?
•Vibradores
•Consoladores
•Tapones anales
•Otros juguetes anales
¿Acepta el Sumiso lo siguiente?
•Bondage con cuerda
•Bondage con cinta adhesiva
•Bondage con muñequeras
•Otros tipos de bondage de cuero
•Bondage con esposas y grilletes
¿Acepta el Sumiso los siguientes tipos de bondage?
•Manos al frente
•Muñecas con tobillos
•Tobillos
•A objetos, muebles, etc.
•Codos
•Barras rígidas
•Manos a la espalda
•Suspensión
•Rodillas
¿Acepta el Sumiso que se le venden los ojos?
¿Acepta el Sumiso que se la amordace?
¿Cuánto dolor está dispuesta a experimentar El Sumiso?
1 equivale a que le gusta mucho y 5, a que le disgusta mucho: 1 - 2 - 3 - 4 - 5
¿Acepta elSumiso las siguientes formas de dolor/castigo/disciplina?
•Azotes
•Azotes con pala
•Latigazos
•Azotes con vara
•Mordiscos
•Pinzas para pezones
•Pinzas genitales
•Hielo
•Cera caliente
•Otros tipos/métodos de dolor
Dios mío. Ni siquiera tengo fuerzas para echar un vistazo a la lista de los alimentos. Trago saliva y tengo la boca seca. Vuelvo a leerlo. Me da vueltas la cabeza. ¿Cómo voy a aceptar todo esto? Y al parecer es en mi beneficio, para que explore mi sensualidad y mis límites de forma segura... ¡Por favor! Es de risa. Servirlo y obedecerlo en todo. ¡En todo! Muevo la cabeza sin terminar de creérmelo. En realidad, ¿los votos del matrimonio no utilizan palabras como... obediencia? Me desconcierta. ¿Todavía dicen eso las parejas? Solo tres meses... ¿Por eso ha habido tantos? ¿No se los queda mucho tiempo? ¿O ellos tuvieron bastante con tres meses? ¿Todos los fines de semana? Es demasiado. No podré ver a Land ni a los amigos que pueda hacer en mi nuevo trabajo, suponiendo que encuentre trabajo. Quizá debería reservarme un fin de semana al mes para mí. ¡Es mi dueño! ¡Tendré que hacer lo que le plazca! Dios mío.
Me estremezco al pensar en que me azote o me pegue. Probablemente los azotes no sean tan graves, aunque sí humillantes. ¿Y atarme? Bueno, ya me ha atado las manos. Fue... bueno, fue excitante, muy excitante, así que quizá tampoco sea tan grave. No me prestará a otro Amo... Maldita sea, por supuesto que no. Sería totalmente inaceptable. ¿Por qué me tomo siquiera la molestia de pensar en todo esto? No puedo mirarlo a los ojos. ¡Qué raro! Es la única manera de tener alguna posibilidad de saber lo que está pensando. Pero ¿a quién intento engañar? Nunca sé lo que está pensando, pero me gusta mirarle a los ojos. Son bonitos, cautivadores, inteligentes, profundos y oscuros, con secretos de dominación. Pienso en su mirada ardiente, aprieto los muslos y me estremezco.
Y no puedo tocarlo. Bueno, esto no me sorprende. Y esas estúpidas normas... No, no, no puedo. Me cubro la cara con las manos. No es manera de mantener una relación. Necesito dormir un poco. Estoy agotado. Las travesuras físicas que he hecho en las últimas veinticuatro horas han sido francamente agotadoras. Y mentalmente... Oh, es demasiado. Como diría Esteban, una auténtica jodienda mental. Quizá por la mañana no me parezca una broma de mal gusto.
Me levanto y me cambio rápidamente. Quizá debería pedirle prestado a Land su pijama rosa de franela. Necesito el contacto de algo mimoso y tranquilizador. Voy al baño a lavarme los dientes en camiseta y pantalones cortos de pijama. Me miro en el espejo del baño. No puedes estar planteándotelo en serio... Mi subconsciente parece cuerda y racional, no mordaz, como suele ser. El dios que llevo dentro no deja de dar saltitos y palmas como un niño de cinco años. Por favor, di que sí... si no, acabaremos solos con un montón de gatos y tus novelas como única compañía.
El único hombre que me ha atraído, y llega con un maldito contrato, un látigo y un "sinfín de puntos y cláusulas. Bueno, al menos he conseguido lo que quería este fin de semana. El dios que llevo dentro deja de saltar y sonríe con serenidad. ¡Oh, sí...!, articula con los labios asintiendo con aire de suficiencia. Me ruborizo al recordar sus manos y su boca sobre mí, su cuerpo dentro del mío. Cierro los ojos y siento en lo más hondo la exquisita tensión de mis músculos. Quiero hacerlo una y otra vez. Quizá si solo me quedo con el sexo... ¿lo aceptaría? Me temo que no. ¿Soy Sumiso? Quizá lo parezco. Quizá le di esa impresión en la entrevista. Soy tímido sí... pero ¿Sumiso? Dejo que Land me avasalle... ¿Es lo mismo? Y esos límites tolerables... Alucino, aunque me tranquiliza saber que tenemos que discutirlos.
Vuelvo a mi habitación. Es demasiado en lo que pensar. Necesito aclararme, planteármelo por la mañana, cuando esté fresca. Guardo los transgresores documentos en el bolso. Mañana... mañana será otro día. Me meto en la cama, apago la luz y me tumbo mirando al techo. Ojalá no lo hubiera conocido nunca. El Dios que llevo dentro cabecea. Los dos sabemos que es mentira. Nunca me había sentido tan vivo.
Cierro los ojos y me sumerjo en un sueño profundo en el que de vez en cuando veo camas de cuatro postes, grilletes e intensos ojos verdes.
A la mañana siguiente Land me despierta.
- Carlos, llevo llamándote un buen rato. ¿Te has desmayado?
Mis ojos se niegan a abrirse. No solo se ha levantado, sino que ha salido a correr. Echo un vistazo al despertador. Las ocho de la mañana. Vaya, he dormido más de nueve horas.
- ¿Qué pasa? - balbuceo medio dormido.
- Ha llegado un tipo con un paquete para ti. Tienes que firmar.
- ¿Qué?
- Vamos. Es grande. Parece interesante.
Da unos saltitos entusiasmado y vuelve al comedor. Salgo de la cama y cojo la bata, que está colgada en la puerta. En el comedor hay un chico elegante con coleta y una caja grande en las manos.
- Hola - murmuro.
- Te prepararé un té - me dice Land metiéndose en la cocina.
- ¿El Joven Sainz?
E inmediatamente sé quién me manda el paquete.
- Sí - le contesto con recelo.
- Traigo un paquete para usted, pero tengo que instalarlo y enseñarle a utilizarlo.
- ¿En serio? ¿A estas horas?
- Yo cumplo órdenes, señor.
Me dedica una sonrisa encantadora pero expeditiva, como diciendo que no le venga con chorradas. ¿Acaba de llamarme «señor»? ¿He envejecido diez años en una noche? De ser así, es culpa del contrato. Frunzo los labios disgustado.
- De acuerdo, ¿qué es?
- Un MacBook Pro.
- Cómo no - digo poniendo los ojos en blanco.
- Todavía no está en las tiendas, Joven. Es lo último de Apple.
¿Por qué no me sorprende? Suspiro ruidosamente.
- Colóquelo ahí, en la mesa del comedor.
Voy a la cocina a reunirme con Land.
- ¿Qué es? - me pregunta con los ojos brillantes.
Se ha hecho una coleta. También él ha dormido bien.
- Un portátil de Charles.
- ¿Por qué te manda un portátil? Sabes que puedes utilizar el mío.
No para lo que él tiene en mente.
- Bueno, es solo un préstamo. Quería que lo probara.
Mi excusa parece poco convincente, pero Land asiente. Vaya... He mentido a Lando Norris. Una novedad. Me pasa mi taza de té. El portátil es brillante, plateado y bastante bonito, con una pantalla grandísima. A Charles Leclerc le gustan las cosas a gran escala... Pienso en donde vive, en su casa.
- Lleva el último OS y todo un paquete de programas, más un disco duro de 1,5 terabytes, así que tendrá mucho espacio, 32 gigas de RAM... ¿Para qué va a utilizarlo?
- Bueno... para mandar e- mails.
- ¡E- mails! - exclama pasmado, alzando las cejas con una ligera mirada demente.
- Y quizá navegar por internet... - añado encogiéndome de hombros, como disculpándome.
Suspira.
- Bueno, tiene rúter inalámbrico N, y lo he instalado con las especificaciones de su cuenta. Este cacharro está preparado para funcionar prácticamente en todo el mundo - me explica mirándolo con cierto deseo.
- ¿Mi cuenta?
- Su nueva dirección de e- mail.
¿Tengo dirección de e- mail?
Pulsa un icono de la pantalla y sigue hablándome, pero yo ni caso. No entiendo una palabra de lo que dice y, para ser sincero, no me interesa. Dime solo cómo encenderlo y apagarlo... Lo demás ya lo descubriré. Al fin y al cabo, llevo cuatro años utilizando el de Land.
Land silba impresionado en cuanto lo ve.
- Es tecnología de última generación - me dice alzando las cejas. - A la mayoría de los hombres les regalan flores o alguna joya - me provoca intentando no sonreír.
Le pongo mala cara, pero no puedo aguantar serio. A los dos nos da un ataque de risa, y el tipo del ordenador nos mira perplejo, con la boca abierta. Termina y me pide que firme el albarán de entrega. Mientras Land lo acompaña a la puerta, me siento con mi taza de té, abro el programa de correo y descubro que está esperándome un e- mail de Charles. El corazón me da un brinco. Tengo un correo electrónico de Charles Leclerc. Lo abro, nervioso.
De: Charles Leclerc
Fecha: 22 de mayo de 2011 23:15
Para: Carlos Sainz
Asunto: Su nuevo ordenador
Querido Joven Sainz:
Confío en que haya dormido bien. Espero que haga buen uso de este portátil, como comentamos.
Estoy impaciente por cenar con usted el miércoles.
Hasta entonces, estaré encantado de contestar a cualquier pregunta vía e- mail, si lo desea.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Pulso «Responder».
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 08:20
Para: Charles Leclerc
Asunto: Tu nuevo ordenador (en préstamo)
He dormido muy bien, gracias... por alguna extraña razón... Señor.
Creí entender que el ordenador era en préstamo, es decir, no es mío.
Carlos
Su respuesta llega casi al momento.
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 08:22
Para: Carlos Sainz
Asunto: Su nuevo ordenador (en préstamo)
El ordenador es en préstamo. Indefinidamente, Joven Sainz. Observo en su tono que ha leído la documentación que le di. ¿Tiene alguna pregunta?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
No puedo evitar sonreír.
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 08:25
Para: Charles Leclerc
Asunto: Mentes inquisitivas
Tengo muchas preguntas, pero no me parece adecuado hacértelas vía e- mail, y algunos tenemos que trabajar para ganarnos la vida.
No quiero ni necesito un ordenador indefinidamente. Hasta luego. Que tengas un buen día... Señor.
Carlos
Su respuesta vuelve a ser instantánea y hace que sonría.
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 08:26
Para: Carlos Sainz
Asunto: Tu nuevo ordenador (de nuevo en préstamo)
Hasta luego, nene.
P.D.: Yo también trabajo para ganarme la vida.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Cierro el ordenador sonriendo como un idiota. ¿Cómo puedo resistirme al juguetón Charles? Voy a llegar tarde al trabajo. Bueno, es mi última semana... Seguramente Los señores Vowles's harán un poco la vista gorda. Corro a la ducha sin poder quitarme la sonrisa de oreja a oreja. ¡Me ha escrito e- mails! Me siento como un niño aturdido. Y todas las angustias por el contrato desaparecen. Mientras me lavo el pelo, intento pensar en lo que podría preguntarle por e- mail, aunque seguramente estas cosas es mejor hablarlas. Supongamos que alguien hackea su cuenta... Me ruborizo solo de pensarlo. Me visto rápidamente, me despido a gritos de Land y salgo para trabajar mi última semana en Vowles's.
Esteban me llama a las once.
- Hola, ¿vamos a tomar un café?
Su tono es el del Esteban de siempre, mi amigo Esteban, no un... ¿cómo lo llamó Charles? Un pretendiente. Uf.
- Claro. Estoy en el trabajo. ¿Puedes pasarte por aquí, digamos, a las doce?
- Vale, nos vemos a las doce.
Cuelga y yo vuelvo a reponer las brochas y a pensar en Charles Leclerc y su contrato.
Esteban es puntual. Entra en la tienda dando saltitos vacilantes como un cachorro de ojos oscuros.
- Carlos.
En cuanto esboza su deslumbrante sonrisa francesa, se me pasa el enfado.
- Hola, Esteban. - Lo abrazo. - Me muero de hambre. Voy a decirle a la señora Vowles's que salgo a comer.
De camino a la cafetería, cojo a Esteban del brazo. Me alegra mucho que actúe con... normalidad, como un amigo al que conozco y al que entiendo.
- Carlos - murmura- , ¿de verdad me has perdonado?
- Esteban, sabes que nunca podré estar mucho tiempo enfadado contigo.
Sonríe.
Estoy impaciente por llegar a casa para ver si tengo un e- mail de Charles, y quizá pueda empezar mi investigación. Land ha salido, así que enciendo el nuevo ordenador y abro el programa de correo.
Por supuesto, en la bandeja de entrada tengo un e- mail de Charles. Casi salto de la silla de alegría.
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:24
Para: Carlos Sainz
Asunto: Trabajar para ganarse la vida
Querido Joven Sainz:
Espero que haya tenido un buen día en el trabajo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Pulso «Responder».
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:48
Para: Charles Leclerc
Asunto: Trabajar para ganarse la vida
Señor... He tenido un día excelente en el trabajo. Gracias.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:50
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¡A trabajar!
Joven Sainz:
Me alegro mucho de que haya tenido un día excelente. Mientras escribe e- mails no está investigando.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:53
Para: Charles Leclerc
Asunto: Pesado
Señor Leclerc: deja de mandarme e- mails y podré empezar a hacer los deberes. Me gustaría sacar otro sobresaliente.
Carlos
Me abrazo a mí mismo.
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:55
Para: Carlos Sainz
Asunto: Impaciente
Joven Sainz:
Deje de escribirme e- mails... y haga los deberes.
Me gustaría ponerle otro sobresaliente. El primero fue muy merecido. ;)
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Charles Leclerc acaba de enviarme un guiño... Madre mía. Abro el Google.
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 17:59
Para: Charles Leclerc
Asunto: Investigación en internet
Señor Leclerc:
¿Qué me sugieres que ponga en el buscador?
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 18:02
Para: Carlos Sainz
Asunto: Investigación en internet
Joven Sainz:
Empiece siempre con la Wikipedia.
No quiero más e- mails a menos que tenga preguntas. ¿Entendido?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 18:04
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¡Autoritario!
Sí... señor.
Eres muy autoritario.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 23 de mayo de 2011 18:06
Para: Carlos Sainz
Asunto: Controlando
Carlos, no te imaginas cuánto.
Bueno, quizá ahora te haces una ligera idea.
Haz los deberes.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Tecleo «sumiso» en la Wikipedia.
Media hora después estoy un poco mareado y francamente impactado. ¿De verdad quiero meterme todo eso en la cabeza? ¿Es esto lo que hace en el cuarto rojo del dolor? Contemplo la pantalla, y una parte de mí, una húmeda parte de mí, de la que no he sido consciente hasta hace muy poco, se ha puesto a cien. Madre mía, algunas cosas son EXCITANTES. Pero ¿son para mí? Dios mío... ¿podría hacerlo? Necesito espacio. Tengo que pensar.
Notes:
A veces me pregunto ¿Debería seguir este fanfic? Me desánimo yo solo y me hace dudar el hecho que haga esta adaptación.
Chapter 12: Capítulo 12
Summary:
— ¿Te parece esto agradable? — me dice acariciándose.
— Era una broma — gimoteo.
«Por favor, fóllame, Charles». Alza las cejas deslizando la mano arriba y abajo por su impresionante miembro.
— ¿Una broma? — me pregunta en voz amenazadoramente baja.
— Sí. Por favor, Charles — le ruego.
Notes:
Estoy tomando en cuenta sus comentarios, tal vez no sea mucho lo que se note de mi esfuerzo, pero espero que les guste, tengo un par de días editando este capítulo para ustedes.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Por primera vez en mi vida salgo a correr voluntariamente. Busco mis asquerosas zapatillas, que nunca uso, unos pantalones de chándal y una camiseta. Me hago una pequeña cola de caballo, me ruborizo con los recuerdos que vuelven a mi mente y enciendo el iPod. No puedo sentarme frente a esa maravilla de la tecnología y seguir viendo o leyendo más material inquietante. Necesito quemar parte de esta excesiva y enervante energía. La verdad es que me apetece correr hasta el hotel B&B || Melograno y pedirle al obsesionado del control que me eche un buen polvo. Pero está a ocho kilómetros, y dudo que pueda llegar a correr dos, no digamos ya ocho, y por supuesto podría rechazarme, lo que sería muy humillante.
Cuando abro la puerta, Land está saliendo de su coche. Casi se le caen las bolsas al verme. Carlos Sainz con zapatillas de deporte. La saludo con la mano y no me paro para que no me pregunte. De verdad necesito estar un rato solo. Con Snow Patrol sonando en mis oídos, me introduzco en el anochecer ópalo y aguamarina.
Cruzo el parque. ¿Qué voy a hacer? Lo deseo, pero ¿en esos términos? La verdad es que no lo sé. Quizá debería negociar lo que quiero. Revisar ese ridículo contrato línea a línea y decir lo que me parece aceptable y lo que no. He descubierto en internet que legalmente no tiene ningún valor. Seguro que él lo sabe. Supongo que solo sirve para sentar las bases de la relación. Detalla lo que puedo esperar de él y lo que él espera de mí: mi sumisión total. ¿Estoy preparado para ofrecérselo? ¿Y estoy capacitado?
Una pregunta me reconcome: ¿por qué es él así? ¿Porque lo sedujeron cuando era muy joven? No lo sé. Sigue siendo todo un misterio. Me paro junto a un gran abeto, apoyo las manos en las rodillas y respiro hondo, me lleno de aire los pulmones. Me siento bien, es catártico. Siento que mi determinación se fortalece. Sí. Tengo que decirle lo que me parece bien y lo que no. Tengo que mandarle por e-mail lo que pienso y ya lo discutiremos el miércoles. Respiro hondo, como para limpiarme por dentro, y doy la vuelta hacia casa.
Land ha ido a comprar ropa, cómo no, para sus vacaciones en Barbados. Estará fantástico con todos esos modelitos que se ha comprado, pero aun así se los prueba todos y me obliga a sentarme y a comentarle qué me parecen. No hay muchas maneras de decir: «Estás fantástico, Land». Aunque está delgado, tiene unas curvas para perder el sentido. No lo hace a propósito, lo sé, pero al final arrastro mi penoso culo cubierto de sudor hasta la habitación con la excusa de ir a empaquetar más cajas. ¿Podría sentirme menos a la altura? Me llevo conmigo la alucinante tecnología inalámbrica, enciendo el portátil y escribo a Charles.
De: Carlos Sainz
Fecha: 23 de mayo de 2011 20:33
Para: Charles Leclerc
Asunto: Universitaria escandalizada
Bien, ya he visto bastante.
Ha sido agradable conocerte.
Carlos
Pulso «Enviar» riéndome de mi travesura. ¿Le va a parecer a él tan divertido? Oh, mierda… seguramente no. Charles Leclerc no es famoso por su sentido del humor. Aunque sé que lo tiene, porque lo he vivido. Quizá me he pasado. Espero su respuesta. Espero y espero. Miro el despertador. Han pasado diez minutos.
Para olvidarme de la angustia que se abre camino en mi estómago, me pongo a hacer lo que le he dicho a Land que haría: empaquetar las cosas de mi habitación. Empiezo metiendo mis libros en una caja. Hacia las nueve sigo sin noticias. Quizá ha salido. Malhumorado, hago un puchero, me pongo los auriculares del iPod, escucho a los Snow Patrol y me siento a mi mesa a releer el contrato y a anotar mis observaciones y comentarios.
No sé por qué levanto la mirada, quizá capto de reojo un ligero movimiento, no lo sé, pero cuando la levanto, Charles está en la puerta de mi habitación mirándome fijamente. Lleva sus pantalones grises de franela y una camisa blanca de lino, y agita suavemente las llaves del coche. Me quito los auriculares y me quedo helado. ¡Joder!
— Buenas noches, Carlos — me dice en tono frío y expresión cautelosa e impenetrable.
La capacidad de hablar me abandona. Maldito Land, lo ha dejado entrar sin avisarme. Por un segundo soy consciente de que yo estoy hecho un asco, todo sudado y sin duchar, y él está guapísimo, con los pantalones un poco caídos, y para colmo, en mi habitación.
— He pensado que tu e-mail merecía una respuesta en persona — me explica en tono seco.
Abro la boca y vuelvo a cerrarla, dos veces. Esto sí que es una broma. Por nada del mundo se me había ocurrido que pudiera dejarlo todo para pasarse por aquí.
— ¿Puedo sentarme? — me pregunta, ahora con ojos divertidos.
Gracias, Dios mío… Quizá la broma le ha parecido graciosa.
Asiento. Mi capacidad de hablar sigue sin hacer acto de presencia. Charles Leclerc está sentado en mi cama…
— Me preguntaba cómo sería tu habitación — me dice.
Miro a mi alrededor pensando por dónde escapar. No, sigue sin haber nada más que la puerta y la ventana. Mi habitación es funcional, pero acogedora: pocos muebles blancos de mimbre y una cama doble blanca, de hierro, con una colcha de patchwork que hizo mi madre cuando estaba en su etapa de labores hogareñas. Es azul cielo y crema.
— Es muy sereno y tranquilo — murmura.
No en este momento… no contigo aquí.
Al final mi bulbo raquídeo recupera la determinación. Respiro.
— ¿Cómo…?
Me sonríe.
— Todavía estoy en el B&B || Melograno.
Eso ya lo sabía.
— ¿Quieres tomar algo?
Tengo que decir que la educación siempre se impone.
— No, gracias, Carlos.
Esboza una deslumbrante media sonrisa con la cabeza ligeramente ladeada. Bueno, seguramente sea yo quien necesita una copa.
— Así que ha sido agradable conocerme…
Maldita sea, ¿se ha ofendido? Me miro los dedos. A ver cómo salgo de esta. Si le digo que solo era una broma, no creo que le guste mucho.
— Pensaba que me contestarías por e-mail — le digo en voz muy baja, patética, tenerlo en mi habitación, vestido así, me hacía sentir un poco intimidado.
— ¿Estás mordiéndote el labio a propósito? — me pregunta muy serio.
Pestañeo, abro la boca y suelto el labio. Lo último que quiero es que tome otras ideas más equivocadas que las que ya tiene de mí.
— No era consciente de que me lo estaba mordiendo — murmuro.
El corazón me late muy deprisa. Siento la tensión, esa exquisita electricidad estática que invade el espacio. Está sentado muy cerca de mí, con sus ojos verdes impenetrables, los codos apoyados en las rodillas y las piernas separadas. Se inclina, me deshace la cola muy despacio y me separa el pelo con los dedos. Se me corta la respiración y no puedo moverme. Observo hipnotizado su mano moviéndose entre mi cabello, agitándolo un poco.
— Veo que has decidido hacer un poco de ejercicio — me dice en voz baja y melodiosa, colocándome el pelo detrás de la oreja. — ¿Por qué, Carlos?
Me rodea la oreja con los dedos y muy suavemente, rítmicamente, tira del lóbulo.
Es muy excitante.
— Necesitaba tiempo para pensar — susurro.
Me siento como un ciervo ante los faros de un coche, como una polilla junto a una llama, como un pájaro frente a una serpiente… y él sabe exactamente lo que está haciendo.
— ¿Pensar en qué, Carlos?
— En ti.
— ¿Y has decidido que ha sido agradable conocerme? ¿Te refieres a conocerme en sentido bíblico?
Mierda. Me ruborizo.
— No pensaba que fueras un experto en la Biblia.
— Iba a catequesis los domingos, Carlos. Aprendí mucho.
— No recuerdo haber leído nada sobre pinzas para pezones en la Biblia. Quizá te dieron la catequesis con una traducción moderna.
Sus labios se arquean dibujando una ligera sonrisa y dirijo la mirada a su boca, Dios verlo de esa forma me está excitando de cierta manera.
— Bueno, he pensado que debía venir a recordarte lo agradable que ha sido conocerme.
Dios mío. Lo miro boquiabierto, y sus dedos se desplazan de mi oreja a mi barbilla.
— ¿Qué le parece, Joven Sainz?
Sus ojos brillantes destilan una expresión de desafío. Tiene los labios entreabiertos. Está esperando, alerta para atacar. El deseo — agudo, líquido y provocativo — arde en lo más profundo de mi vientre. Me adelanto y me lanzo hacia él. De repente se mueve, no tengo ni idea de cómo, y en un abrir y cerrar de ojos estoy en la cama, inmovilizado debajo de él, con las manos extendidas y sujetas por encima de la cabeza, con su mano libre agarrándome la cara y su boca buscando la mía.
Me mete la lengua, me reclama y me posee, y yo me deleito en su fuerza. Lo siento por todo mi cuerpo. Me desea, y eso provoca extrañas y exquisitas sensaciones dentro de mí. No a Land, ni a uno de los quince, ni a al malvado señor Webber. A mí. Este hermoso hombre me desea a mí. El Dios que llevo dentro brilla tanto que podría iluminar todo Formigine. Deja de besarme. Abro los ojos y lo veo mirándome fijamente.
— ¿Confías en mí? — me pregunta.
Asiento con los ojos muy abiertos, con el corazón rebotándome en las costillas y la sangre tronando por todo mi cuerpo. Estira el brazo y del bolsillo del pantalón saca su corbata de seda gris… la corbata gris que deja pequeñas marcas del tejido en mi piel. Se sienta rápidamente a horcajadas sobre mí y me ata las muñecas, pero esta vez anuda el otro extremo de la corbata a un barrote del cabezal blanco de hierro. Tira del nudo para comprobar que es seguro. No voy a ir a ninguna parte. Estoy atado a mi cama, y muy excitado, el bulto en mis pantalones está creciendo y una corriente de sudor frío recorre mi espalda.
Se levanta y se queda de pie junto a la cama, mirándome con ojos turbios de deseo. Su mirada es de triunfo y a la vez de alivio, todo el ambiente era sensual, él es sensual, excitante a su modo.
— Mejor así — murmura.
Esboza una maliciosa sonrisa de superioridad. Se inclina y empieza a desatarme una zapatilla.
Oh, no… no… los pies no. Acabo de correr.
— No — protesto y doy patadas para que me suelte.
Se detiene.
— Si forcejeas, te ataré también los pies, Carlos. Si haces el menor ruido, te amordazaré. No abras la boca. Seguramente ahora mismo Lando está ahí fuera escuchando.
¡Amordazarme! ¡Land! Me callo.
Me quita las zapatillas y los calcetines, y me baja muy despacio el pantalón de chándal. Oh… ¿qué boxer llevo? Me levanta, retira la colcha y el edredón de debajo de mí y me coloca boca arriba sobre las sábanas.
— Veamos. — Se pasa la lengua lentamente por el labio inferior. — Estás mordiéndote el labio, Carlos. Sabes el efecto que tiene sobre mí.
Me presiona la boca con su largo dedo índice a modo de advertencia. Dios mío. Apenas puedo contenerme, estoy indefenso, tumbado, viendo cómo se mueve tranquilamente por mi habitación. Es un afrodisiaco embriagador. Se quita sin prisas los zapatos y los calcetines, se desabrocha los pantalones y se quita la camisa, vaya vista la que me está dando Charles.
— Creo que has visto demasiado.
Se ríe maliciosamente. Vuelve a sentarse encima de mí, a horcajadas, y me levanta la camiseta. Creo que va a quitármela, pero la enrolla a la altura del cuello y luego la sube de manera que me deja al descubierto la boca y la nariz, pero me cubre los ojos. Y como está tan bien enrollada, no veo nada.
— Mmm — susurra satisfecho. — Esto va cada vez mejor. Voy a tomar una copa.
Se inclina, me besa suavemente en los labios y dejo de sentir su peso. Oigo el leve chirrido de la puerta de la habitación. Tomar una copa. ¿Dónde? ¿Aquí? ¿En Formigine? Aguzo el oído. Distingo ruidos sordos y sé que está hablando con Land… Oh, no… Está prácticamente desnudo. ¿Qué va a decir Land? Oigo un golpe seco. ¿Qué es eso? Regresa, la puerta vuelve a chirriar, oigo sus pasos por la habitación y el sonido de hielo tintineando en un vaso. ¿Qué está bebiendo? Cierra la puerta y oigo cómo se acerca quitándose los pantalones, que caen al suelo. Sé que está desnudo, eso hace que mi cuerpo tiemble un poco al tener la imagen caliente de él desnudo sobre mí.
Y vuelve a sentarse a horcajadas sobre mí.
— ¿Tienes sed, Carlos? — me pregunta en tono burlón.
— Sí — le digo, porque de repente se me ha quedado la boca seca.
Oigo el tintineo del hielo en el vaso. Se inclina y, al besarme, me derrama en la boca un líquido delicioso y vigorizante. Es vino blanco. No lo esperaba y es muy excitante, aunque está helado, y los labios de Charles también están fríos.
— ¿Más? — me pregunta en un susurro.
Asiento. Sabe todavía mejor porque viene de su boca. Se inclina y bebo otro trago de sus labios… Madre mía.
— No nos pasemos. Sabemos que tu tolerancia al alcohol es limitada, Carlos.
No puedo evitar reírme, y él se inclina y suelta otra deliciosa bocanada. Se mueve, se coloca a mi lado y siento su erección en la cadera. Oh, lo quiero dentro de mí.
— ¿Te parece esto agradable? — me pregunta, y noto cierto tono amenazante en su voz.
Me pongo tenso. Vuelve a mover el vaso, me besa y, junto con el vino, me suelta un trocito de hielo en la boca. Muy despacio empieza a descender con los labios desde mi cuello, pasando por mis pechos, hasta mi torso y mi vientre. Me mete un trozo de hielo en el ombligo, donde se forma un pequeño charco de vino muy frío que provoca un incendio que se propaga hasta lo más profundo de mi vientre. Wow. Mi pene despierta de nuevo, aunque jamás se bajó de lo erecto que me estaba poniendo.
— Ahora tienes que quedarte quieto — susurra. — Si te mueves, llenarás la cama de vino, Carlos.
Mis caderas se flexionan automáticamente.
— Oh, no. Si derrama el vino, lo castigaré, Joven Sainz.
Gimo, intento controlarme y lucho desesperadamente contra la necesidad de mover las caderas. Oh, no… por favor. Me baja con un dedo por mi pecho llegando a mis pezones que están al aire, expuestos y vulnerables. Se inclina, besa y tira de mis pezones con los labios fríos, helados. Lucho contra mi cuerpo, que intenta responder arqueándose, las sensaciones del frío y calor están luchando en mi cuerpo, tratar de concentrarme en una sola cosa me matará.
— ¿Te gusta esto? — me pregunta tirándome de un pezón.
Vuelvo a oír el tintineo del hielo, y luego lo siento alrededor de mi pezón derecho, mientras tira a la vez del izquierdo con los labios. Gimo y lucho por no moverme. Una desesperante y dulce tortura, una tortura que estoy dispuesto a soportar, solo con tenerlo entre mis piernas.
— Si derramas el vino, no dejaré que te corras.
— Oh… por favor… Charles… señor… por favor.
Está volviéndome loco. Puedo oírlo sonreír.
El hielo de mi pezón está derritiéndose. Estoy muy caliente… caliente, helado y muerta de deseo. Lo quiero dentro de mí. Ahora. Me desliza muy despacio los dedos helados por el vientre. Como tengo la piel hipersensible, mis caderas se flexionan y el líquido del ombligo, ahora menos frío, me gotea por la barriga. Charles se mueve rápidamente y lo lame, me besa, me muerde suavemente, me chupa.
— Querido Carlos, te has movido. ¿Qué voy a hacer contigo?
Jadeo en voz alta. En lo único que puedo concentrarme es en su voz y su tacto. Nada más es real. Nada más importa. Mi radar no registra nada más. Desliza los dedos por dentro de mi boxer y me alivia oír que se le escapa un profundo suspiro. Juega un poco con mi entrada, podía sentir algo frio rozar por esa zona. Maldita sea, quiere usar un cubo de hielo como lubricante.
Charles rozaba el cubo de hielo por esa zona tan caliente, quería provocarme en que me moviera, pero le demostraría que no lo haría. Una sensación helada hizo que reaccionara de sus pensamientos, no debía distraerse, más si no quería derramar algo de ese líquido que se encontraba en su ombligo. Un dedo fue introducido por su cavidad anal, sacándole un suspiro ya que justo delante del dedo estaba el pequeño cubito de hielo, el cual se derretía con su calor.
— Oh, nene — murmura.
Introduciéndome un segundo dedo hace que mi cuerpo reaccione ante él, ante su toque, sus roces, las leves mordidas que deja en mi cuerpo, todo eso hace que mi piel se erice.
Sofoco un grito.
— Estás listo para mí tan pronto… — me dice.
Mueve sus tentadores dedos despacio, dentro y fuera, y yo empujo hacia él alzando las caderas, buscando más contacto entre nosotros, con el solo hecho de tener sus dedos dentro de mí me enloquece.
— Eres un glotón — me regaña suavemente.
Traza círculos dentro de mi cavidad anal, para luego lo presiona ese lugar que hace que mi cuerpo se mueva en contra de mí voluntad. Jadeo y mi cuerpo da sacudidas bajo sus expertos movimientos. Estira un brazo y me retira la camiseta de los ojos para que pueda verlo. La tenue luz de la lámpara me hace parpadear. Deseo tocarlo, pasar una de mis manos por su marcado abdomen.
— Quiero tocarte — le digo en voz baja.
— Lo sé — murmura.
Se inclina y me besa sin dejar de mover los dedos rítmicamente dentro de mi cuerpo, trazando círculos en mi interior. Con la otra mano me recoge el pelo hacia arriba y me sujeta la cabeza para que no la mueva. Replica con la lengua el movimiento de sus dedos. Empiezo a sentir las piernas rígidas de tanto empujar hacia su mano. La aparta, y yo vuelvo al borde del abismo. Lo repite una y otra vez. Es tan frustrante… Oh, por favor, Charles grito por dentro.
— Este es tu castigo, tan cerca y de pronto tan lejos. ¿Te parece esto agradable? — me susurra al oído.
Agotado, gimoteo y tiro de mis brazos atados. Estoy indefenso, perdido en una tortura erótica, su tortura erótica.
— Por favor — le suplico.
Al final se apiada de mí.
— ¿Cómo quieres que te folle, Carlos?
Oh… mi cuerpo empieza a temblar y vuelve a quedarse inmóvil.
— Por favor.
— ¿Qué quieres, Carlos?
— A ti… ahora — grito.
— Dime cómo quieres que te folle. Hay una variedad infinita de maneras — me susurra al oído.
Alarga la mano hacia el paquetito plateado de la mesita de noche. Se arrodilla entre mis piernas y, muy despacio, me quita la ropa interior sin dejar de mirarme con ojos brillantes. Deja mi pene expuesto ante él, estoy a su merced, estoy como él quiere. Se pone el condón.
Lo miro fascinado, anonadado, Todo ese cuerpo de Dios adonis es solo mío por esta noche.
— ¿Te parece esto agradable? — me dice acariciándose.
— Era una broma — gimoteo.
«Por favor, fóllame, Charles». Alza las cejas deslizando la mano arriba y abajo por su impresionante miembro.
— ¿Una broma? — me pregunta en voz amenazadoramente baja.
— Sí. Por favor, Charles — le ruego.
— ¿Y ahora te ríes?
— No — gimoteo.
La tensión sexual está a punto de hacerme estallar. Me mira un momento, evaluando mi deseo, y de pronto me agarra y me da la vuelta. Me pilla por sorpresa, y como tengo las manos atadas, tengo que apoyarme en los codos. Me empuja las rodillas para alzarme el trasero y me da un fuerte azote. Antes de que pueda reaccionar, me penetra sin previo aviso, solo agradecía que me haya preparado antes. Grito al sentir esa gran intromisión, dándome un azote en el proceso y por su repentina embestida, me corro inmediatamente al sentir como me abre tan agresivamente mí interior, me desmorono debajo de él, que sigue embistiéndome exquisitamente. No se detiene, es como si no le importara que haya tenido un orgasmo.
Estoy destrozado. No puedo más… y él empuja una y otra vez… y siento que vuelve a inundarme otra vez… no puede ser… no… — Vamos, Carlos, otra vez — ruge entre dientes. Y por increíble que parezca, mi cuerpo responde, se convulsiona y vuelvo a alcanzar el clímax gritando su nombre, sin necesidad de que toque mi pene. Me rompo de nuevo en mil pedazos y Charles se para, se deja ir por fin y se libera en silencio. Cae encima de mí jadeando, está cansado por el esfuerzo que ha hecho.
— ¿Te ha gustado? — me pregunta con los dientes apretados.
Padre mío.
Estoy tumbado en la cama, devastado, jadeando y con los ojos cerrados cuando se aparta de mí muy despacio. Se levanta y empieza a vestirse. Cuando ha acabado, vuelve a la cama, me desata y me quita la camiseta. Flexiono los dedos y me froto las muñecas, sonriendo al ver que se me ha marcado el dibujo del tejido. Me ajusto el cabello mientras él tira de la colcha y del edredón para taparme. Lo miro aturdido y él solo me devuelve la sonrisa.
— Ha sido realmente agradable — susurro sonriendo tímidamente.
— Ya estamos otra vez con la palabrita.
— ¿No te gusta que lo diga?
— No, no tiene nada que ver conmigo.
— Vaya… No sé… parece tener un efecto beneficioso sobre ti.
— ¿Soy un efecto beneficioso? ¿Eso es lo que soy ahora? ¿Podría herir más mi amor propio, Joven Sainz?
— No creo que tengas ningún problema de amor propio.
Pero soy consciente de que lo digo sin convicción. Algo se me pasa rápidamente por la cabeza, una idea fugaz, pero se me escapa antes de que pueda atraparla.
— ¿Tú crees? — me pregunta en tono amable.
Está tumbado a mi lado, vestido, con la cabeza apoyada en el codo, y yo solo estoy desnudo.
— ¿Por qué no te gusta que te toquen?
— Porque no. — Se inclina sobre mí y me besa suavemente en la frente. — Así que ese e-mail era lo que tú llamas una broma.
Sonrío a modo de disculpa y me encojo de hombros, no le quiero tomar mucha importancia a aquello.
— Ya veo. Entonces todavía estás planteándote mi proposición…
— Tu proposición indecente… Sí, me la estoy planteando. Pero tengo cosas que comentar.
Me sonríe aliviado.
— Me decepcionarías si no tuvieras cosas que comentar.
— Iba a mandártelas por correo, pero me has interrumpido.
— Coitus interruptus.
— ¿Lo ves?, sabía que tenías algo de sentido del humor escondido por ahí — le digo sonriendo.
— No es tan divertido, Carlos. He pensado que estabas diciéndome que no, que ni siquiera querías comentarlo.
Se queda en silencio, un silencio un poco incómodo para ambos.
— Todavía no lo sé. No he decidido nada. ¿Vas a ponerme un collar?
Alza las cejas.
— Has estado investigando. No lo sé, Carlos. Nunca le he puesto un collar a nadie.
Oh… ¿Debería sorprenderme? Sé tan poco sobre las sesiones… No sé.
— ¿A ti te han puesto un collar? — le pregunto en un susurro.
— Sí.
— ¿El señor Webber?
— ¡El señor Webber!
Se ríe a carcajadas, y parece joven y despreocupado, con la cabeza echada hacia atrás. Su risa es contagiosa, provocando que ría un poco, en forma de nerviosismo por lo que dije.
Le sonrío.
— Le diré cómo lo llamas. Le encantará.
— ¿Sigues en contacto con él? — le pregunto sin poder disimular mi temor.
— Sí — me contesta muy serio.
Oh… De pronto una parte de mí se vuelve loca de celos. El sentimiento es tan fuerte que me perturba. Carlos por Dios cálmate, no debes de sentir celos sobre alguien con él que solo te has acostado un par de veces, parezco una colegiala al sentir celos.
— Ya veo — le digo en tono tenso. — Así que tienes a alguien con quien comentar tu alternativo estilo de vida, pero yo no puedo.
Frunce el ceño.
— Creo que nunca lo he pensado desde ese punto de vista. El señor Webber formaba parte de este estilo de vida. Te dije que ahora es un buen amigo. Si quieres, puedo presentarte a uno de mis ex sumisos. Podrías hablar con él.
¿Qué? ¿Lo dice a propósito para que me enfade?
— ¿Esto es lo que tú llamas una broma?
— No, Carlos — me contesta perplejo.
— No… me las arreglaré yo solo, muchas gracias — le contesto bruscamente, tirando de la colcha hasta mi barbilla.
Me observa perdido, sorprendido.
— Carlos, no… — No sabe qué decir. Una novedad, creo. — No quería ofenderte de ese modo.
— No estoy ofendido. Estoy consternado.
— ¿Consternado?
— No quiero hablar con ninguno ex novio tuya… o esclavo… o sumiso… como los llames.
— Carlos Sainz, ¿estás celoso?
Me pongo colorado de la vergüenza, diablos que acabo de decir.
— ¿Vas a quedarte?
— Mañana a primera hora tengo una reunión en el B&B || Melograno. Además, ya te dije que no duermo con mis novios, o esclavos, o sumisos, ni con nadie. El viernes y el sábado fueron una excepción. No volverá a pasar.
Oigo la firme determinación detrás de su dulce voz ronca.
Frunzo los labios
— Bueno, estoy cansado.
— ¿Estás echándome?
Alza las cejas perplejo y algo afligido.
— Sí.
— Bueno, otra novedad. — Me mira interrogante. — ¿No quieres que comentemos nada? Sobre el contrato.
— No — le contesto de mal humor.
— Ay, cuánto me gustaría darte una buena tunda. Te sentirías mucho mejor, y yo también.
— No puedes decir esas cosas… Todavía no he firmado nada.
— Pero soñar es humano, Carlos. — Se inclina y me agarra de la barbilla. — ¿Hasta el miércoles? — murmura.
Me besa rápidamente en los labios.
— Hasta el miércoles — le contesto. — Espera, salgo contigo. Dame un minuto.
Me siento, cojo la camiseta y lo empujo para que se levante de la cama. Lo hace de mala gana.
— Pásame los pantalones de chándal, por favor.
Los recoge del suelo y me los tiende.
— Sí, señor.
Intenta ocultar su sonrisa, pero no lo consigue.
Lo miro con mala cara mientras me pongo los pantalones. Tengo el pelo hecho un desastre y sé que después de que se marche voy a tener que enfrentarme al santo inquisidor Lando Norris. Me dirijo a la puerta y la abro para ver si está Land. No está en el comedor. Creo que lo oigo hablando por teléfono en su habitación. Charles me sigue. Durante el breve recorrido entre mi habitación y la puerta de la calle mis pensamientos y mis sentimientos fluyen y se transforman. Ya no estoy enfadado con él. De pronto me siento insoportablemente tímido. No quiero que se marche. Por primera vez me gustaría que fuera normal, me gustaría mantener una relación normal que no exigiera un acuerdo de diez páginas, azotes y mosquetones en el techo de su cuarto de juegos.
Le abro la puerta y me miro las manos. Es la primera vez que me traigo un chico a mi casa, y creo que ha estado genial. Pero ahora me siento como un recipiente, como un vaso vacío que se llena a su antojo. Mi subconsciente mueve la cabeza. Querías correr al B&B || Melograno en busca de sexo… y te lo han traído a casa. Cruza los brazos y golpea el suelo con el pie, como preguntándose de qué me quejo. Charles se detiene junto a la puerta, me agarra de la barbilla y me obliga a mirarlo. Arruga la frente.
— ¿Estás bien? — me pregunta acariciándome la barbilla con el pulgar.
— Sí — le contesto, aunque la verdad es que no estoy tan seguro.
Siento un cambio de paradigma. Sé que, si acepto, me hará daño. Él no puede, no le interesa o no quiere ofrecerme nada más… pero yo quiero más. Mucho más. El ataque de celos que he sentido hace un momento me dice que mis sentimientos por él son más profundos de lo que me he reconocido a mí mismo.
— Nos vemos el miércoles — me dice.
Se inclina y me besa con ternura. Pero mientras está besándome, algo cambia. Sus labios me presionan imperiosamente. Sube una mano desde la barbilla hasta un lado de la cara, y con la otra me sujeta la otra mejilla. Su respiración se acelera. Se inclina hacia mí y me besa más profundamente. Le cojo de los brazos. Quiero deslizar las manos por su pelo, pero me resisto porque sé que no le gustaría. Pega su frente a la mía con los ojos cerrados.
— Carlos — susurra con voz quebrada. — ¿qué estás haciendo conmigo?
— Lo mismo podría decirte yo — le susurro a mi vez.
Respira hondo, me besa en la frente y se marcha. Avanza con paso decidido hacia el coche pasándose la mano por el pelo. Mientras abre la puerta, levanta la mirada y me lanza una sonrisa arrebatadora. Totalmente deslumbrado, le devuelvo una leve sonrisa y vuelvo a pensar en Ícaro acercándose demasiado al sol. Cierro la puerta de la calle mientras se mete en su coche deportivo. Siento una irresistible necesidad de llorar. Una triste y solitaria melancolía me oprime el corazón. Vuelvo a mi habitación, cierro la puerta y me apoyo en ella intentando racionalizar mis sentimientos, pero no puedo. Me dejo caer al suelo, me cubro la cara con las manos y empiezan a saltárseme las lágrimas. Land llama a la puerta suavemente.
— ¿Carlos? — susurra.
Abro la puerta. Me mira y me abraza, siento que de alguna forma Land trata de entender todo lo que paso en estas horas, su forma de abrazarme hace que me sienta seguro.
— ¿Qué pasa? ¿Qué te ha hecho ese repulsivo cabrón bastardo?
— Nada que no quisiera que me hiciera, Land.
Me lleva hasta la cama y nos sentamos. — Tienes el pelo de haber echado un polvo espantoso.
Aunque estoy desconsolado, me río.
— Ha sido un buen polvo, para nada espantoso.
Land sonríe.
— Mejor. ¿Por qué lloras? Tú nunca lloras.
Coge el cepillo de la mesita de noche, se sienta a mi lado y empieza a desenredarme los nudos muy despacio.
— ¿No me dijiste que habías quedado con él el miércoles?
— Sí, en eso habíamos quedado.
— ¿Y por qué se ha pasado hoy por aquí?
— Porque le he mandado un e-mail.
— ¿Pidiéndole que se pasara?
— No, diciéndole que no quería volver a verlo.
— ¿Y se presenta aquí? Carlos, es genial.
— La verdad es que era una broma.
— Vaya, ahora sí que no entiendo nada.
Me armo de paciencia y le explico de qué iba mi e-mail sin entrar en detalles.
— Pensaste que te respondería por correo.
— Sí.
— Pero lo que ha hecho ha sido presentarse aquí.
— Sí.
— Te habrá dicho que está loco por ti.
Frunzo el ceño. ¿Charles loco por mí? Difícilmente. Solo está buscando un nuevo juguete, un nuevo y adecuado juguete con el que acostarse y al que hacerle cosas indescriptibles. Se me encoge el corazón y me duele. Esa es la verdad.
— Ha venido a follarme, eso es todo.
— ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto? — murmura horrorizado.
He dejado impresionado a Land. No pensaba que eso fuera posible. Me encojo de hombros a modo de disculpa.
— Utiliza el sexo como un arma.
— ¿Te echa un polvo para someterte?
Mueve la cabeza contrariada. Pestañeo y siento que estoy poniéndome colorado. Oh… has dado en el clavo, Lando Norris, vas a ganar el Pulitzer.
— Carlos, no lo entiendo. ¿Y le dejas que te haga el amor?
— No, Land, no hacemos el amor… follamos… como dice Charles. No le interesa el amor.
— Sabía que había algo raro en él. Tiene problemas con el compromiso.
Asiento, como si estuviera de acuerdo, pero por dentro suspiro. Ay, Land… Ojalá pudiera contártelo todo sobre este tipo extraño, triste y perverso, y ojalá tú pudieras decirme que lo olvidara, que dejara de ser un idiota.
— Me temo que la situación es bastante abrumadora — murmuro.
Me quedo muy, muy corto. Como no quiero seguir hablando de Charles, le pregunto por Pierre. Con solo mencionar su nombre, la actitud de Lando cambia radicalmente. Se le ilumina la cara y me sonríe.
— El sábado vendrá temprano para ayudarnos a cargar.
Estrecha el cepillo con fuerza contra su pecho — vaya, le ha tomado fuerte —, y siento una vaga y familiar punzada de envidia. Land ha encontrado a un hombre normal y parece muy feliz. Me giro hacia él y la abrazo.
— Ah, casi me olvido. Tu padre ha llamado cuando estabas… bueno, ocupado. Parece que Guenther ha tenido un pequeño accidente, así que tu padre y él no podrán venir a la entrega de títulos. Pero tu padre estará aquí el jueves. Quiere que lo llames.
— Vaya… Mi padre no me ha llamado para decírmelo. ¿Está bien Guenther?
— Sí. Llámalo mañana. Ahora es tarde.
— Gracias, Land. Ya estoy bien. Mañana llamaré también a Zak.
Creo que me voy a acostar. Sonríe, pero arruga los ojos preocupados. Cuando ya se ha marchado, me siento, vuelvo a leer el contrato y voy tomando notas. Una vez que he terminado, enciendo el ordenador, dispuesto a responderle.
En mi bandeja de entrada hay un e-mail de Charles.
De: Charles Leclerc Fecha: 23 de mayo de 2011 23:16
Para: Carlos Sainz
Asunto: Esta noche
Jove Sainz:
Espero impaciente sus notas sobre el contrato. Entretanto, que duermas bien, nena.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 00:02
Para: Charles Leclerc
Asunto: Objeciones
Querido señor Leclerc:
Aquí está mi lista de objeciones. Espero que el miércoles las discutamos con calma en nuestra cena.
Los números remiten a las cláusulas:
2: No tengo nada claro que sea exclusivamente en MI beneficio, es decir, para que explore mi sensualidad y mis límites. Estoy seguro de que para eso no necesitaría un contrato de diez páginas. Seguramente es para TU beneficio.
4: Como sabes, solo he practicado sexo contigo. No tomo drogas y nunca me han hecho una transfusión. Seguramente estoy más que sano. ¿Qué pasa contigo?
8: Puedo dejarlo en cualquier momento si creo que no te ciñes a los límites acordados. De acuerdo, eso me parece muy bien.
9: ¿Obedecerte en todo? ¿Aceptar tu disciplina sin dudar?
Tenemos que hablarlo.
11: Periodo de prueba de un mes, no de tres.
12: No puedo comprometerme todos los fines de semana. Tengo vida propia, y seguiré teniéndola. ¿Quizá tres de cada cuatro?
15.2: Utilizar mi cuerpo de la manera que consideres oportuna, en el sexo o en cualquier otro ámbito… Por favor, define «en cualquier otro ámbito».
15.5: Toda la cláusula sobre la disciplina en general. No estoy seguro de que quiera ser azotado, golpeado o castigado físicamente. Estoy seguro de que esto infringe las cláusulas 2-5. Y además eso de «por cualquier otra razón» es sencillamente mezquino… y me dijiste que no eras un sádico.
15.10: Como si prestarme a alguien pudiera ser una opción. Pero me alegro de que lo dejes tan claro.
15.14: Sobre las normas comento más adelante.
15.19: ¿Qué problema hay en que me toque sin tu permiso? En cualquier caso, sabes que no lo hago.
15.21: Disciplina: véase arriba cláusula 15.5.
15.22: ¿No puedo mirarte a los ojos? ¿Por qué?
15.24: ¿Por qué no puedo tocarte? Normas:
Dormir: aceptaré seis horas.
Comida: no voy a comer lo que ponga en una lista. O la lista de los alimentos se elimina, o rompo el contrato.
Ropa: de acuerdo, siempre y cuando solo tenga que llevar tu ropa cuando esté contigo.
Ejercicio: habíamos quedado en tres horas, pero sigue poniendo cuatro.
Límites tolerables:
¿Tenemos que pasar por todo esto? No quiero fisting de ningún tipo. ¿Qué es la suspensión? Pinzas genitales… debes de estar de broma.
¿Podrías decirme cuáles son tus planes para el miércoles? Yo trabajo hasta las cinco de la tarde.
Buenas noches.
Carlos
De: Charles Leclerc Fecha: 24 de mayo de 2011 00:07
Para: Carlos Sainz.
Asunto: Objeciones.
Joven Sainz:
Es una lista muy larga. ¿Por qué está todavía despierto?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 00:10
Para: Charles Leclerc
Asunto: Quemándome las cejas
Señor:
Si no recuerdo mal, estaba con esta lista cuando un obseso del control me interrumpió y me llevó a la cama.
Buenas noches Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 00:12
Para: Carlos Sainz
Asunto: Deja de quemarte las cejas
CARLOS, VETE A LA CAMA.
Charles Leclerc, obseso del control y presidente de Ferrari, Inc.
Vaya… en mayúsculas, como si me gritara. Apago el ordenador. ¿Cómo puede intimidarme estando a ocho kilómetros? Todavía triste, me meto en la cama e inmediatamente caigo en un sueño profundo, aunque intranquilo por lo que me prepara el destino.
Notes:
Muchas gracias por leerme, tratare de contestar mensajes en estos días. ^^
Chapter 13: Capítulo 13
Summary:
Hablemos sobre el contrato...
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Al día siguiente, al volver a casa del trabajo, llamo a mi padre. Como en Vowles's el día ha sido relativamente tranquilo, he tenido mucho tiempo para pensar. Estoy inquieto, nervioso, porque mañana tengo que enfrentarme con el obseso del control, y en el fondo estoy preocupado porque quizá he sido demasiado negativo en mi respuesta al contrato. Quizá él decida cancelarlo.
Mi padre está muy triste, siente mucho no poder venir a la entrega de títulos. Guenther se ha torcido un ligamento y cojea. La verdad es que es muy torpe, como yo. Se recuperará sin problemas, pero tiene que hacer reposo, y mi padre tiene que atenderlo todo el tiempo.
— Carlos, cariño, lo siento muchísimo — se lamenta mi padre al teléfono.
— No pasa nada, papá. Zak estará aquí.
— Carlos, pareces distraído... ¿Estás bien, mi niño?
— Sí, papá.
Ay, si tú supieras... He conocido a un tipo escandalosamente rico que quiere mantener conmigo una especie de extraña y perversa relación sexual en la que yo no tengo ni voz ni voto.
— ¿Has conocido a algún chico?
— No, papá.
Ahora mismo no me apetece hablar del tema.
— Bueno, cariño, el jueves pensaré en ti. Te quiero. Lo sabes, ¿verdad?
Cierro los ojos. Sus cariñosas palabras me reconfortan.
— Yo también te quiero, papá. Saluda a Guenther de mi parte.
Espero que se recupere pronto.
— Seguro, cariño. Adiós.
— Adiós.
Mientras hablaba con él, he entrado en mi habitación. Enciendo el cacharro infernal y abro el programa de correo. Tengo un e-mail de Charles, de última hora de anoche o primera hora de esta mañana, según cómo se mire. Al momento se me acelera el corazón y oigo la sangre bombeándome en los oídos. Maldita sea... quizá me dice que no... seguro... quizá ha cancelado la cena. La idea me resulta dolorosa. La descarto rápidamente y abro el mensaje.
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 01:27
Para: Carlos Sainz
Asunto: Sus objeciones
Querido Joven Sainz:
Tras revisar con más detalle sus objeciones, me permito recordarle la definición de sumiso.
sumiso: adjetivo inclinado o dispuesto a someterse; que obedece humildemente: sirvientes sumisos. que indica sumisión: una respuesta sumisa.
Origen: 1580 — 1590; someterse, sumisión
Sinónimos: 1. obediente, complaciente, humilde. 2. pasivo, resignado, paciente, dócil, contenido. Antónimos: 1. rebelde, desobediente.
Por favor, téngalo en mente cuando nos reunamos el miércoles.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Lo primero que siento es alivio. Al menos está dispuesto a comentar mis objeciones y todavía quiere que nos veamos mañana. Lo pienso un poco y le contesto.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:29
Para: Charles Leclerc
Asunto: Mis objeciones... ¿Qué pasa con las suyas?
Señor:
Le ruego que observe la fecha de origen: 1580— 1590. Quisiera recordarle al señor, con todo respeto, que estamos en 2011.
Desde entonces hemos avanzado un largo camino.
Me permito ofrecerle una definición para que la tenga en cuenta en nuestra reunión:
compromiso: sustantivo
1. llegar a un entendimiento mediante concesiones mutuas; alcanzar un acuerdo ajustando exigencias o principios en conflicto u oposición mediante la recíproca modificación de las demandas. 2. el resultado de dicho acuerdo. 3. poner en peligro, exponer a un peligro, una sospecha, etc.: poner en un compromiso la integridad de alguien.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:32
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¿Qué pasa con mis objeciones?
Bien visto, como siempre, Joven Sainz. Pasaré a buscarlo por su casa a las siete en punto.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:40
Para: Charles Leclerc
Asunto: 2011 — Los hombres sabemos conducir
Señor:
Tengo coche y sé conducir.
Preferiría que quedáramos en otro sitio.
¿Dónde nos encontramos?
¿En tu hotel a las siete?
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:43
Para: Carlos Sainz
Asunto: Jovencitas testarudas
Querido Joven Sainz:
Me remito a mi e— mail del 24 de mayo de 2011, enviado a la 01:27, y a la definición que contiene.
¿Cree que será capaz de hacer lo que se le diga?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:49
Para: Charles Leclerc
Asunto: Hombres intratables
Señor Leclerc:
Preferiría conducir.
Por favor.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:52
Para: Carlos Sainz
Asunto: Hombres exasperantes
Muy bien.
En mi hotel a las siete.
Nos vemos en el Marble Bar.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Hasta por e— mail se pone de mal humor. ¿No entiende que puedo necesitar salir corriendo? No es que mi Escarabajo sea muy rápido... pero aun así necesito una vía de escape.
De: Carlos Sainz
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:55
Para: Charles Leclerc
Asunto: Hombres no tan intratables
Gracias.
Carlos x
De: Charles Leclerc
Fecha: 24 de mayo de 2011 18:59
Para: Carlos Sainz
Asunto: Hombres exasperantes
De nada.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Llamo a Zak, que está a punto de ver un partido del Milán, un equipo de fútbol de Italia, así que afortunadamente nuestra conversación es breve. Vendrá el jueves para la entrega de títulos. Después quiere llevarme a comer a algún sitio. Siento una gran ternura hablando con Zak y se me hace un nudo en la garganta. Siempre ha estado a mi lado pese a los devaneos amorosos de mi padre. Tenemos un vínculo especial, que es muy importante para mí. Aunque es mi padrastro, siempre me ha tratado como a un hijo, y tengo muchas ganas de verlo. Hace mucho que no lo veo. Lo que ahora mismo necesito es su fuerza tranquila. La echo en falta. Quizá pueda canalizar a mi Zak interior para mi cita de mañana.
Land y yo nos dedicamos a empaquetar y compartimos una botella de vino barato, como tantas veces. Cuando por fin casi he terminado de empaquetar mi habitación y me voy a la cama, estoy más calmado. La actividad física de meter todo en cajas ha sido una buena distracción, y estoy cansado. Quiero descansar. Me acurruco en la cama y enseguida el cansancio me invade mi pesado cuerpo y no me doy cuenta cuando me quedo dormido.
Otmar ha vuelto antes de trasladarse a Barcelona a hacer prácticas en una entidad financiera. Se pasa el día siguiéndome por la tienda y pidiéndome que quedemos. Es un pesado.
— Otmar, te lo he dicho ya cien veces: esta noche he quedado.
— No, no has quedado. Lo dices para darme largas. Siempre me das largas.
Sí... parece que lo has entendido.
— Otmar, siempre he pensado que no era buena idea salir con el hermano del jefe.
— Dejas de trabajar aquí el viernes. Y mañana no trabajas.
— Y desde el sábado estaré en Maranello, y tú te irás pronto a Barcelona. Ni a propósito podríamos estar más lejos. Además, es verdad que tengo una cita esta noche.
— ¿Con Esteban?
— No.
— ¿Con quién?
— Otmar... — Suspiro desesperado. No va a darse por vencido. — Con Charles Leclerc.
No puedo evitar el tono de fastidio. Pero funciona. Otmar se queda boquiabierto y mudo. Vaya, hasta su nombre deja a la gente sin palabras.
— ¿Has quedado con Charles Leclerc? — me pregunta cuando se ha recuperado de la impresión.
Su tono de incredulidad es evidente.
— Sí.
— Ya veo.
Otmar se queda alicaído, incluso aturdido, y a una pequeña parte de mí le molesta que le haya sorprendido tanto. Al dios que llevo dentro también. Dedica a Otmar un gesto muy feo y vulgar con los dedos.
Al final me deja tranquilo, y a las cinco en punto salgo corriendo de la tienda. Land me ha prestado algo de ropa y dos pares de zapatos para esta noche y para el acto de mañana. Ojalá me entusiasmara más la ropa y pudiera hacer un esfuerzo extra, pero la verdad es que la ropa no es lo mío. ¿Qué es lo tuyo, Carlos? La pregunta a media voz de Charles me persigue. Intento acallar mis nervios y elijo el traje color vino para esta noche. Es discreto y parece adecuado para una cita de negocios. Después de todo, voy a negociar un contrato.
Me ducho, me lavo el pelo y luego me paso una buena media hora secándomelo para que se vea algo arreglado. Ajusto mi corbata, miro por última vez mi apariencia, me pregunto si algunos de mis héroes literarios sabrían como vestirse para una ocasión así. Quizá sabría algo más del tema si lo hicieran. Me pongo los zapatos negros que van a juego con mi traje, y hacia las seis y media estoy listo.
— ¿Cómo estoy? — le pregunto a Land.
Se ríe.
— Vas a arrasar, Carlos. — Asiente satisfecho. — Estás de escándalo.
— ¡De escándalo! Pretendo ir discreta y parecer un hombre de negocios.
— También, pero sobre todo estás de escándalo. Ese traje le va muy bien a tu tono de piel. Y se te marca todo — me dice con una sonrisita.
— ¡Land! — lo riño.
— Las cosas como son, Carlos. La impresión general es... muy buena. Con ese traje, lo tendrás comiendo en tu mano.
Aprieto los labios. Ay, no entiendes nada de lo que está pasando con Charles, Land.
— Deséame suerte.
— ¿Necesitas suerte para quedar con él? — me pregunta frunciendo el ceño, confundido.
— Sí, Land.
— Bueno, pues entonces suerte.
Me abraza y salgo de casa.
Tengo que quitarme los zapatos para conducir. Isabel, mi Escarabajo azul marino, no fue diseñado para que lo condujeran hombres con zapatos finos. Aparco frente al Heathman: B&B ll Melogramo a las siete menos dos minutos exactamente y le doy las llaves al aparcacoches. Mira con mala cara mi Escarabajo, pero no le hago caso. Respiro hondo, me preparo mentalmente para la batalla y me dirijo al hotel.
Charles está inclinado sobre la barra, bebiendo un vaso de vino blanco. Va vestido con su habitual camisa blanca de lino, vaqueros negros, corbata negra y americana negra. Lleva el pelo tan alborotado como siempre. Suspiro. Me quedo unos segundos parada en la entrada del bar, observándolo, admirando la vista. Él lanza una mirada, creo que nerviosa, hacia la puerta y al verme se queda inmóvil. Pestañea un par de veces y después esboza lentamente una sonrisa indolente y sexy que me deja sin palabras y me derrite por dentro. Avanzo hacia él haciendo un enorme esfuerzo para no morderme el labio, consciente de que yo, Carlos Sainz de Patosilandia, llevo un par de zapatos caros. Se levanta y viene hacia mí.
— Estás impresionante — murmura inclinándose para besarme rápidamente en la mejilla. — Un traje, Joven Sainz. Me parece muy bien.
Me coge de la mano, me lleva a un reservado y hace un gesto al camarero.
— ¿Qué quieres tomar?
Esbozo una ligera sonrisa mientras me siento en el reservado. Bueno, al menos me pregunta.
— Tomaré lo mismo que tú, gracias.
¿Lo ves? Sé hacer mi papel y comportarme. Divertido, pide otro vaso de Sancerre y se sienta frente a mí.
— Tienen una bodega excelente — me dice.
Apoya los codos en la mesa y junta los dedos de ambas manos a la altura de la boca. En sus ojos brilla una incomprensible emoción. Y ahí está... esa habitual descarga eléctrica que conecta con lo más profundo de mí. Me remuevo incómodo ante su mirada escrutadora, con el corazón latiéndome a toda prisa. Tengo que mantener la calma.
— ¿Estás nervioso? — me pregunta amablemente.
— Sí.
Se inclina hacia delante.
— Yo también — susurra con complicidad.
Clavo mis ojos en los suyos. ¿Él? ¿Nervioso? Nunca. Pestañeo y me dedica su preciosa sonrisa de medio lado. Llega el camarero con mi vino, un platito con frutos secos y otro con aceitunas.
— ¿Cómo lo hacemos? — le pregunto. — ¿Revisamos mis puntos uno a uno?
— Siempre tan impaciente, Joven Sainz.
— Bueno, puedo preguntarte por el tiempo.
Sonríe y coge una aceituna con sus largos dedos. Se la mete en la boca, y mis ojos se demoran en ella, en esa boca que ha estado sobre la mía... en todo mi cuerpo. Me ruborizo por los recuerdos de las veces en que Charles me cogía.
— Creo que el tiempo hoy no ha tenido nada de especial — me dice riéndose.
— ¿Está riéndose de mí, señor Leclerc?
— Sí, Joven Sainz.
— Sabes que ese contrato no tiene ningún valor legal.
— Soy perfectamente consciente, Joven Sainz.
— ¿Pensabas decírmelo en algún momento?
Frunce el ceño.
— ¿Crees que estoy coaccionándote para que hagas algo que no quieres hacer, y que además pretendo tener algún derecho legal sobre ti?
— Bueno... sí.
— No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad?
— No has contestado a mi pregunta.
— Carlos, no importa si es legal o no. Es un acuerdo al que me gustaría llegar contigo... lo que me gustaría conseguir de ti y lo que tú puedes esperar de mí. Si no te gusta, no lo firmes. Si lo firmas y después decides que no te gusta, hay suficientes cláusulas que te permitirán dejarlo. Aun cuando fuera legalmente vinculante, ¿crees que te llevaría a juicio si decides marcharte?
Doy un largo trago de vino. Mi subconsciente me da un golpecito en el hombro. Tienes que estar atento. No bebas demasiado o no sabrás lo que haces.
— Las relaciones de este tipo se basan en la sinceridad y en la confianza — sigue diciéndome. — Si no confías en mí... Tienes que confiar en mí para que sepa en qué medida te estoy afectando, hasta dónde puedo llegar contigo, hasta dónde puedo llevarte... Si no puedes ser sincero conmigo, entonces es imposible.
Vaya, directamente al grano. Hasta dónde puede llevarme. Dios mío.
— ¿Qué quiere decir?
— Es muy sencillo, Carlos. ¿Confías en mí o no? — me pregunta con ojos ardientes.
— ¿Has mantenido este tipo de conversación con... bueno, con los quince?
— No.
— ¿Por qué no?
— Porque ya eran sumisos. Sabían lo que querían de la relación conmigo, y en general lo que yo esperaba. Con ellos fue una simple cuestión de afinar los límites tolerables, ese tipo de detalles.
— ¿Vas a buscarlos a alguna tienda? ¿Sumisos 'R' Us?
Se ríe.
— No exactamente.
— Pues ¿cómo?
— ¿De eso quieres que hablemos? ¿O pasamos al meollo de la cuestión? A las objeciones, como tú dices.
Trago saliva. ¿Confío en él? ¿A eso se reduce todo, a la confianza? Sin duda debería ser cosa de dos. Recuerdo su mosqueo cuando llamé a Esteban.
— ¿Tienes hambre? — me pregunta, y me distrae de mis pensamientos.
Oh, no... la comida.
— No.
— ¿Has comido hoy?
Lo miro. Sinceramente... Maldita sea, no va a gustarle mi respuesta.
— No — le contesto en voz baja.
Me mira con expresión muy seria.
— Tienes que comer, Carlos. Podemos cenar aquí o en mi suite. ¿Qué prefieres?
— Creo que mejor nos quedamos en terreno neutral.
Sonríe con aire burlón.
— ¿Crees que eso me detendría? — me pregunta en voz baja, como una sensual advertencia.
Abro los ojos como platos y vuelvo a tragar saliva, diablos, este hombre me está tentando y excitando a la vez.
— Eso espero.
— Vamos, he reservado un comedor privado.
Me sonríe enigmáticamente y sale del reservado tendiéndome una mano.
— Tráete el vino — murmura.
Le tomo de la mano, salgo y me paro a su lado. Me suelta la mano, me toma del brazo, cruzamos el bar y subimos una gran escalera hasta un entresuelo. Un chico con uniforme del hotel se acerca a nosotros.
— Señor Leclerc, por aquí, por favor.
— No te muerdas el labio — susurra.
Frunzo el ceño. Maldita sea. Ni siquiera me he dado cuenta de que estaba haciéndolo.
— Ya he pedido la comida. Espero que no te importe.
La verdad es que me parece un alivio. No estoy seguro de que pueda tomar más decisiones está noche.
— No, está bien — le contesto.
— Me gusta saber que puedes ser dócil. Bueno, ¿dónde estábamos?
— En el meollo de la cuestión.
Doy otro largo trago de vino. Está buenísimo. A Charles Leclerc se le dan bien los vinos. Recuerdo el último trago que me ofreció, en mi cama. El inoportuno pensamiento hace que me ruborice de nuevo, malditos recuerdos.
— Sí, tus objeciones.
Se mete la mano en el bolsillo interior de la americana y saca una hoja de papel. Mi e-mail.
— Cláusula 2. De acuerdo. Es en beneficio de los dos. Volveré a redactarlo.
Pestañeo. Dios mío... vamos a ir punto por punto. No me siento tan valiente estando con él. Parece tomárselo muy en serio. Me armo de valor con otro trago de vino. Charles sigue.
— Mi salud sexual. Bueno, todas mis compañeras anteriores se hicieron análisis de sangre, y yo me hago pruebas cada seis meses de todos estos riesgos que comentas. Mis últimas pruebas han salido perfectas. Nunca he tomado drogas. De hecho, estoy totalmente en contra de las drogas, y mi empresa lleva una política antidrogas muy estricta. Insisto en que se hagan pruebas aleatorias y por sorpresa a mis empleados para detectar cualquier posible consumo de drogas.
Wow... La obsesión controladora llega a la locura. Lo miro perplejo.
— Nunca me han hecho una transfusión. ¿Contesta eso a tu pregunta?
Asiento, impasible.
— El siguiente punto ya lo he comentado antes. Puedes dejarlo en cualquier momento, Carlos. No voy a detenerte. Pero si te vas... se acabó. Que lo sepas.
— De acuerdo — le contesto en voz baja.
Si me voy, se acabó. La idea me resulta inesperadamente dolorosa.
El camarero llega con el primer plato. ¿Cómo voy a comer? Madre mía... ha pedido ostras sobre hielo.
— Espero que te gusten las ostras — me dice Charles en tono amable.
— Nunca las he probado.
Nunca.
— ¿En serio? Bueno. — toma una. — Lo único que tienes que hacer es metértelas en la boca y tragártelas. Creo que lo conseguirás.
Me mira y sé a qué está aludiendo. Me pongo roja como un tomate. Me sonríe, exprime jugo de limón en su ostra y se la mete en la boca.
— Mmm, riquísima. Sabe a mar — me dice sonriendo. — Vamos — me anima.
— ¿No tengo que masticarla?
— No, Carlos.
Sus ojos brillan divertidos. Parece muy joven.
Me muerdo el labio, y su expresión cambia instantáneamente. Me mira muy serio. Estiro el brazo y cojo mi primera ostra. Vale... esto no va a salir bien. Le echo jugo de limón y me la meto en la boca. Se desliza por mi garganta, toda ella mar, sal, la fuerte acidez del limón y su textura carnosa... Oooh. Me chupo los labios. Charles me mira fijamente, con ojos impenetrables.
— ¿Y bien?
— Me comeré otra — me limito a contestarle.
— Buen chico — me dice orgulloso.
— ¿Has pedido ostras a propósito? ¿No dicen que son afrodisiacas?
— No, son el primer plato del menú. No necesito afrodisiacos contigo. Creo que lo sabes, y creo que a ti te pasa lo mismo conmigo — me dice tranquilamente. — ¿Dónde estábamos?
Echa un vistazo a mi e-mail mientras cojo otra ostra.
A él le pasa lo mismo. Lo altero... Wow.
— Obedecerme en todo. Sí, quiero que lo hagas. Necesito que lo hagas. Considéralo un papel, Carlos.
— Pero me preocupa que me hagas daño.
— Que te haga daño ¿cómo?
— Daño físico.
Y emocional.
— ¿De verdad crees que te haría daño? ¿Qué traspasaría un límite que no pudieras aguantar?
— Me dijiste que habías hecho daño a alguien.
— Sí, pero fue hace mucho tiempo.
— ¿Qué pasó?
— La colgué del techo del cuarto de juegos. Es uno de los puntos que preguntabas, la suspensión. Para eso son los mosquetones. Con cuerdas. Y apreté demasiado una cuerda.
Levanto una mano suplicándole que se calle.
— No necesito saber más. Entonces no vas a colgarme...
— No, si de verdad no quieres. Puedes pasarlo a la lista de los límites infranqueables.
— De acuerdo.
— Bueno, ¿crees que podrás obedecerme?
Me lanza una mirada intensa. Pasan los segundos.
— Podría intentarlo — susurro.
— Bien — me dice sonriendo. — Ahora la vigencia. Un mes no es nada, especialmente si quieres un fin de semana libre cada mes. No creo que pueda aguantar lejos de ti tanto tiempo. Apenas lo consigo ahora.
Se calla. ¿No puede aguantar lejos de mí? ¿Qué?
— ¿Qué te parece un día de un fin de semana al mes para ti? Pero te quedas conmigo una noche entre semana.
— De acuerdo.
— Y, por favor, intentémoslo tres meses. Si no te gusta, puedes marcharte en cualquier momento.
— ¿Tres meses?
Me siento presionado. Doy otro largo trago de vino y me concedo el gusto de otra ostra. Podría aprender a que me gustaran.
— El tema de la posesión es meramente terminológico y remite al principio de obediencia. Es para situarte en el estado de ánimo adecuado, para que entiendas de dónde vengo. Y quiero que sepas que, en cuanto cruces la puerta de mi casa como mi sumiso, haré contigo lo que me dé la gana. Tienes que aceptarlo de buena gana. Por eso tienes que confiar en mí. Te follaré cuando quiera, como quiera y donde quiera. Voy a disciplinarte, porque vas a meter la pata. Te adiestraré para que me complazcas.
» Pero sé que todo esto es nuevo para ti. De entrada, iremos con calma, y yo te ayudaré. Avanzaremos desde diferentes perspectivas. Quiero que confíes en mí, pero sé que tengo que ganarme tu confianza, y lo haré. El «en cualquier otro ámbito» ... de nuevo es para ayudarte a meterte en situación. Significa que todo está permitido.
Se muestra apasionado, cautivador. Está claro que es su obsesión, su manera de ser... No puedo apartar los ojos de él. Lo quiere de verdad. Se calla y me mira.
— ¿Sigues aquí? — me pregunta en un susurro, con voz intensa, cálida y seductora.
Da un trago de vino sin apartar su penetrante mirada de mis ojos. El camarero se acerca a la puerta, y Charles asiente ligeramente para indicarle que puede retirar los platos.
— ¿Quieres más vino?
— Tengo que conducir.
— ¿Agua, pues?
Asiento.
— ¿Normal o con gas?
— Con gas, por favor.
El camarero se marcha.
— Estás muy callado — me susurra Charles.
— Tú estás muy hablador.
Sonríe.
— Disciplina. La línea que separa el placer del dolor es muy fina, Carlos. Son las dos caras de una misma moneda. La una no existe sin la otra. Puedo enseñarte lo placentero que puede ser el dolor. Ahora no me crees, pero a eso me refiero cuando hablo de confianza. Habrá dolor, pero nada que no puedas soportar. Volvemos al tema de la confianza. ¿Confías en mí, Carlos?
¡Carlos!
— Sí, confío en ti — le contesto espontáneamente, sin pensarlo.
Y es cierto. Confío en él.
— De acuerdo — me dice aliviado. — Lo demás son simples detalles.
— Detalles importantes.
— Vale, comentémoslos.
Me da vueltas la cabeza con tantas palabras. Tendría que haberme traído la grabadora de Land para poder volver a oír después lo que me dice. Demasiada información, demasiadas cosas que procesar. El camarero vuelve a aparecer con el segundo plato: bacalao, espárragos y puré de patatas con salsa holandesa. En mi vida había tenido menos hambre.
— Espero que te guste el pescado — me dice Charles en tono amable.
Tomo mi comida y bebo un largo trago de agua con gas. Me gustaría mucho que fuera vino.
— Hablemos de las normas. ¿Rompes el contrato por la comida?
— Sí.
— ¿Puedo cambiarlo y decir que comerás como mínimo tres veces al día?
— No.
No voy a ceder en este tema. Nadie va a decirme lo que tengo que comer. Cómo follo, de acuerdo, pero lo que como... no, ni hablar.
— Necesito saber que no pasas hambre.
Frunzo el ceño. ¿Por qué?
— Tienes que confiar en mí — le digo.
Me mira un instante y se relaja.
— Touché, Joven Sainz — me dice en tono tranquilo.
— Acepto lo de la comida y lo de dormir.
— ¿Por qué no puedo mirarte?
— Es cosa de la relación de sumisión. Te acostumbrarás.
¿Seguro?
— ¿Por qué no puedo tocarte?
— Porque no.
Aprieta los labios con obstinación.
— ¿Es por el señor Webber?
Me mira con curiosidad.
— ¿Por qué lo piensas? — E inmediatamente lo entiende. — ¿Crees que me traumatizó?
Asiento.
— No, Carlos, no es por él. Además, el señor Webber no me aceptaría estas chorradas.
Ah... pero yo sí tengo que aceptarlas. Pongo mala cara.
— Entonces no tiene nada que ver con él...
— No. Y tampoco quiero que te toques.
¿Qué? Ah, sí, la cláusula de que no puedo masturbarme.
— Por curiosidad... ¿por qué?
— Porque quiero para mí todo tu placer — me dice en tono ronco, aunque decidido.
No sé qué contestar. Por un lado, ahí está con su «Quiero morderte ese labio»; por el otro, es muy egoísta. Frunzo el ceño y pincho un trozo de bacalao intentando evaluar mentalmente qué me ha concedido. La comida y dormir. Va a tomárselo con calma, y aún no hemos hablado de los límites tolerables. Pero no estoy seguro de que pueda afrontar ese tema con la comida en la mesa.
— Te he dado muchas cosas en las que pensar, ¿verdad?
— Sí.
— ¿Quieres que pasemos ya a los límites tolerables?
— Espera a que acabemos de comer.
Sonríe.
— ¿Te da asco?
— Algo así.
— No has comido mucho.
— Lo suficiente.
— Tres ostras, cuatro trocitos de bacalao y un espárrago. Ni puré de patatas, ni frutos secos, ni aceitunas. Y no has comido en todo el día. Me has dicho que podía confiar en ti.
Vaya, ha hecho el inventario completo.
— Charles, por favor, no suelo mantener conversaciones de este tipo todos los días.
— Necesito que estés sana y en forma, Carlos.
— Lo sé.
Trago saliva. Quitarme el traje de Land. Siento un tirón en lo más profundo de mi vientre. Algunos músculos con los que ahora estoy más familiarizada se contraen con sus palabras. Pero no puedo aceptarlo. Vuelve a utilizar contra mí su arma más potente. Es fabuloso practicando el sexo... Hasta yo me he dado cuenta de ello.
— No creo que sea una buena idea — murmuro. — Todavía no hemos comido el postre.
— ¿Quieres postre? — me pregunta resoplando.
— Sí.
— El postre podrías ser tú — murmura sugerentemente.
— No estoy segura de que sea lo bastante dulce.
— Carlos, eres exquisitamente dulce. Lo sé.
— Charles, utilizas el sexo como arma. No me parece justo — susurro contemplándome las manos.
Luego lo miro a los ojos. Alza las cejas, sorprendido, y veo que está sopesando mis palabras. Se presiona la barbilla, pensativo.
— Tienes razón. Lo hago. Cada uno utiliza en la vida lo que sabe, Carlos. Eso no quita que te desee muchísimo. Aquí. Ahora.
¿Cómo es posible que me seduzca solo con la voz? Estoy ya jadeando, con la sangre circulándome a toda prisa por las venas, y los nervios estremeciéndose.
— Me gustaría probar una cosa — me dice.
Frunzo el ceño. Acaba de darme un montón de ideas que tengo que procesar, y ahora esto.
— Si fueras mi sumiso, no tendrías que pensarlo. Sería fácil — me dice con voz dulce y seductora. — Todas estas decisiones... todo el agotador proceso racional quedaría atrás. Cosas como «¿Es lo correcto?», «¿Puede suceder aquí?», «¿Puede suceder ahora?». No tendrías que preocuparte de esos detalles. Lo haría yo, como tu amo. Y ahora mismo sé que me deseas, Carlos.
Arrugo el ceño todavía más. ¿Cómo está tan seguro?
— Estoy tan seguro porque... Maldita sea, contesta a las preguntas que no le hago. ¿Es también adivino? — tu cuerpo te delata. Estás apretando los muslos, te has puesto roja y tu respiración ha cambiado.
Vale, es demasiado.
— ¿Cómo sabes lo de mis muslos? — le pregunto en voz baja, en tono incrédulo.
Pero si están debajo de la mesa, por favor.
— He notado que el mantel se movía, y lo he deducido basándome en años de experiencia. No me equivoco, ¿verdad?
Me ruborizo y me miro las manos. Su juego de seducción me lo pone muy difícil. Él es el único que conoce y entiende las normas. Yo soy demasiado ingenuo e inexperto. Mi único punto de referencia es Land, pero él no aguanta las idioteses de los hombres. Las demás referencias que tengo son del mundo de la ficción: Elizabeth Bennet estaría
indignada, Jane Eyre, aterrorizada, y Tess sucumbiría, como yo.
— No me he terminado el bacalao.
— ¿Prefieres el bacalao frío a mí?
Levanto la cabeza de golpe y lo miro. Un deseo imperioso brilla en sus ojos ardientes como plata fundida.
— Pensaba que te gustaba que me acabara toda la comida del plato.
— Ahora mismo, Joven Sainz, me importa una mierda su comida.
— Charles, no juegas limpio, de verdad.
— Lo sé. Nunca he jugado limpio.
El dios que llevo dentro frunce el ceño e intenta convencerme. Tú puedes. Juega a su juego. ¿Puedo? De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? Mi inexperiencia es mi cruz. Pincho un espárrago, lo miro y me muerdo el labio. Luego, muy despacio, me meto la punta del espárrago en la boca y la chupo.
Charles abre los ojos de manera imperceptible, pero yo lo noto.
— Carlos, ¿qué haces?
Muerdo la punta.
— Estoy comiéndome un espárrago.
Charles se remueve en su silla.
— Creo que está jugando conmigo, Joven Sainz.
Finjo inocencia.
— Solo estoy terminándome la comida, señor Leclerc.
En ese preciso momento el camarero llama a la puerta y entra sin esperar respuesta. Mira un segundo a Charles, que le pone mala cara, pero asiente enseguida, así que el camarero recoge los platos. La llegada del camarero ha roto el hechizo, y me aferro a ese instante de lucidez. Tengo que marcharme. Si me quedo, nuestro encuentro solo podrá terminar de una manera, y necesito poner ciertas barreras después de una conversación tan intensa. Mi cabeza se rebela tanto como mi cuerpo se muere de deseo. Necesito algo de distancia para pensar en todo lo que me ha dicho. Todavía no he tomado una decisión, y su atractivo y su destreza sexual no me lo ponen nada fácil.
— ¿Quieres postre? — me pregunta Charles, tan caballeroso como siempre, pero con ojos todavía ardientes.
— No, gracias. Creo que tengo que marcharme — le digo mirándome las manos.
— ¿Marcharte? — me pregunta sin poder ocultar su sorpresa. El camarero se retira a toda prisa.
— Sí.
Es la decisión correcta. Si me quedo en este comedor con él, me follará. Me levanto con determinación.
— Mañana tenemos los dos la ceremonia de la entrega de títulos.
Charles se levanta automáticamente, poniendo de manifiesto años de arraigada urbanidad.
— No quiero que te vayas.
— Por favor... Tengo que irme.
— ¿Por qué?
— Porque me has planteado muchas cosas en las que pensar... y necesito cierta distancia.
— Podría conseguir que te quedaras — me amenaza.
— Sí, no te sería difícil, pero no quiero que lo hagas.
Se pasa la mano por el pelo mirándome detenidamente.
— Mira, cuando viniste a entrevistarme y te caíste en mi despacho, todo eran «Sí, señor», «No, señor». Pensé que eras un sumiso nato. Pero, la verdad, Carlos, no estoy seguro de que tengas madera de sumiso — me dice en tono tenso acercándose a mí.
— Quizá tengas razón — le contesto.
— Quiero tener la oportunidad de descubrir si la tienes — murmura mirándome. Levanta un brazo, me acaricia la cara y me pasa el pulgar por el labio inferior. — No sé hacerlo de otra manera, Carlos. Soy así.
— Lo sé.
Se inclina para besarme, pero se detiene antes de que sus labios rocen los míos. Busca mis ojos con la mirada, como pidiéndome permiso. Alzo los labios hacia él y me besa, y como no sé si volveré a besarlo más, me dejo ir. Mis manos se mueven por sí solas, se deslizan por su pelo, lo atraen hacia mí. Mi boca se abre y mi lengua acaricia la suya. Me agarra por la nuca para besarme más profundamente, respondiendo a mi ardor. Me desliza la otra mano por la espalda, y al llegar al final de la columna, la detiene y me aprieta contra su cuerpo.
— ¿No puedo convencerte de que te quedes? — me pregunta sin dejar de besarme.
— No.
— Pasa la noche conmigo.
— ¿Sin tocarte? No.
— Eres imposible — se queja. Se echa hacia atrás y me mira fijamente. — ¿Por qué tengo la impresión de que estás despidiéndote de mí?
— Porque voy a marcharme.
— No es eso lo que quiero decir, y lo sabes.
— Charles, tengo que pensar en todo esto. No sé si puedo mantener el tipo de relación que quieres.
Cierra los ojos y presiona su frente contra la mía, lo cual nos da a ambos la oportunidad de relajar la respiración. Un momento después me besa en la frente, respira hondo, con la nariz hundida en mi pelo, me suelta y da un paso atrás.
— Como quiera, Joven Sainz — me dice con rostro impasible. — Lo acompaño hasta el vestíbulo.
Me tiende la mano. Me inclino, cojo el bolso y le doy la mano. Maldita sea, esto podría ser todo. Lo sigo dócilmente por la gran escalera hasta el vestíbulo. Siento picores en el cuero cabelludo, la sangre me bombea muy deprisa. Podría ser el último adiós si decido no aceptar. El corazón se me contrae dolorosamente en el pecho. Qué giro tan radical... Qué gran diferencia puede suponer para un chico un momento de lucidez.
— ¿Tienes el ticket del aparcacoches?
Saco del bolso el ticket y se lo doy. Charles se lo entrega al portero. Lo miro mientras esperamos.
— Gracias por la cena — murmuro.
— Ha sido un placer como siempre, Joven Sainz — me contesta educadamente, aunque parece sumido en sus pensamientos, abstraído por completo.
Lo observo detenidamente y memorizo su hermoso perfil. Me obsesiona la desagradable idea de que podría no volver a verlo. Es demasiado doloroso para planteármelo. De pronto se gira y me mira con expresión intensa.
— Esta semana te mudas a Maranello. Si tomas la decisión correcta, ¿podré verte el domingo? — me pregunta en tono inseguro.
— Ya veremos. Quizá — le contesto.
Por un momento parece aliviado, pero enseguida frunce el ceño.
— Ahora hace fresco. ¿No has traído chaqueta?
— No.
Mueve la cabeza, enfadado y se quita la americana.
— Toma. No quiero que cojas frío.
Parpadeo mientras la sostiene para que me la ponga. Y al pasar los brazos por las mangas, recuerdo el momento en su despacho en que me puso la chaqueta sobre los hombros — el día en que lo conocí —, y la impresión que me causó. Nada ha cambiado. En realidad, ahora es más intenso. Su americana está caliente, me viene muy grande y huele a él... delicioso.
Llega mi coche. Charles se queda boquiabierto.
— ¿Ese es tu coche?
Está horrorizado. Me coge de la mano y sale conmigo a la calle. El aparcacoches sale, me tiende las llaves, y Charles le da una propina.
— ¿Está en condiciones de circular? — me pregunta fulminándome con la mirada.
— Sí.
— ¿Llegará hasta Formigine?
— Claro que sí.
— ¿Es seguro?
— Sí — le contesto irritado. — Vale, es viejo, pero es mío y funciona. Me lo compró mi padrastro.
— Carlos, creo que podremos arreglarlo.
— ¿Qué quieres decir? — De pronto lo entiendo. — Ni se te ocurra comprarme un coche.
Me mira con el ceño fruncido y la mandíbula tensa.
— Ya veremos — me contesta.
Hace una mueca mientras me abre la puerta del conductor y me ayuda a entrar. Me quito los zapatos y bajo la ventanilla. Me mira con expresión impenetrable y ojos turbios.
— Conduce con prudencia — me dice en voz baja.
— Adiós, Charles — le digo con voz ronca, como si estuviera a punto de llorar.
No, no voy a llorar. Le sonrío ligeramente.
Mientras me alejo, siento una presión en el pecho, empiezan a aflorar las lágrimas y trato de ahogar el llanto. Las lágrimas no tardan en rodar por mis mejillas, aunque la verdad es que no entiendo por qué lloro. Me he mantenido firme. Él me lo ha explicado todo, y ha sido claro. Me desea, pero necesito más. Necesito que me desee como yo lo deseo y lo necesito, y en el fondo sé que no es posible. Estoy abrumado.
Ni siquiera sé cómo catalogarlo. Si acepto... ¿será mi novio? ¿Podré presentárselo a mis amigos? ¿Saldré con él de copas, al cine o a jugar a los bolos? Creo que no, la verdad. No me dejará tocarlo ni dormir con él. Sé que no he hecho estas cosas en el pasado, pero quiero hacerlas en el futuro. Y no es este el futuro que él tiene previsto.
¿Qué pasa si digo que sí, y dentro de tres meses él dice que no, que se ha cansado de intentar convertirme en algo que no soy? ¿Cómo voy a sentirme? Me habré implicado emocionalmente durante tres meses y habré hecho cosas que no estoy seguro de que quiera hacer. Y si después me dice que no, que se ha acabado el acuerdo, ¿cómo voy a sobrellevar el rechazo? Quizá lo mejor sea retirarse ahora, que mantengo mi autoestima más o menos intacta.
Pero la idea de no volver a verlo me resulta insoportable. ¿Cómo se me ha metido en la piel en tan poco tiempo? No puede ser solo el sexo, ¿verdad? Me paso la mano por los ojos para secarme las lágrimas. No quiero analizar lo que siento por él. Me asusta lo que podría descubrir. ¿Qué voy a hacer?
Aparco frente a nuestra casa. No veo luces encendidas, así que Land debe de haber salido. Es un alivio. No quiero que vuelva a verme llorando. Mientras me desnudo, enciendo el cacharro infernal y encuentro un mensaje de Charles en la bandeja de entrada.
De: Charles Leclerc
Fecha: 25 de mayo de 2011 22:01
Para: Carlos Sainz
Asunto: Esta noche
No entiendo por qué has salido corriendo esta noche. Espero sinceramente haber contestado a todas tus preguntas de forma satisfactoria. Sé que tienes que plantearte muchas cosas y espero fervientemente que consideres en serio mi propuesta. Quiero de verdad que esto funcione. Nos lo tomaremos con calma.
Confía en mí.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Este e-mail me hace llorar más. No soy una fusión empresarial. No soy una adquisición. Leyendo este correo, cualquiera diría que sí. No le contesto. No sé qué decirle, la verdad. Me pongo el pijama y me meto en la cama envuelta en su americana. Tumbado, en la oscuridad, pienso en todas las veces que me ha advertido que me mantuviera alejada de él.
«Carlos, deberías mantenerte alejado de mí. No soy un buen hombre para ti.»
«Yo no tengo novios.»
«No soy un hombre de flores y corazones.»
«Yo no hago el amor.»
«No sé hacerlo de otra manera.»
Es lo último a lo que me aferro mientras lloro en silencio, con la cara hundida en la almohada. Tampoco yo sé hacerlo de otra manera. Quizá juntos podamos encontrar otro camino.
Notes:
No se saquen las muelas del juicio en verano.
Chapter 14: Capítulo 14
Summary:
Graduación, felicidades a los graduados
Notes:
Vaya, 2 actualizaciones seguidas. Milagro, solo queda esperar si se nos cumple una tercera actualización :)
Chapter Text
Charles está frente a mí con un látigo de cuero trenzado. Solo lleva puestos unos Levi's viejos, gastados y rotos. Golpea despacio el látigo contra la palma de su mano sin dejar de mirarme. Esboza una sonrisa triunfante. No puedo moverme. Estoy desnudo y atado con grilletes, abre mis piernas de forma excesiva en una enorme cama de cuatro postes. Se acerca a mí y me desliza la punta del látigo desde la frente hasta la nariz, de manera que percibo el olor del cuero, y luego sigue hasta mis labios entreabiertos, que jadean. Me mete la punta en la boca y siento el sabor intenso del cuero.
— Chupa — me ordena en voz baja.
Obedezco y cierro los labios alrededor de la punta.
— Basta — me dice bruscamente.
Vuelvo a jadear mientras me saca el látigo de la boca y me la desliza desde la barbilla hasta el final del cuello. Le da vueltas despacio y sigue arrastrando la punta del látigo por mi cuerpo, por el esternón, entre mi pecho y por el torso, hasta el ombligo. Jadeo, me retuerzo y tiro de los grilletes, que me destrozan las muñecas y los tobillos. Me rodea el ombligo con la punta de cuero y sigue deslizándola por mi vello púbico hasta la base de mi pene. Sacude el látigo y me golpea con fuerza en la base, y me corro gloriosamente gritando que me desate.
De pronto me despierto jadeando, bañado en sudor y sintiendo los espasmos posteriores al orgasmo. Dios mío. Estoy totalmente desorientado. ¿Qué demonios ha pasado? Estoy en mi cama solo. ¿Cómo? ¿Por qué? Me incorporo de un salto, conmocionado... Wow. Es de día. Miro el despertador: las ocho. Me cubro la cara con las manos. No sabía que yo pudiera tener sueños sexuales. ¿Ha sido por algo que comí? Quizá las ostras y la investigación, que han acabado manifestándose en mi primer sueño erótico. Es desconcertante. No tenía ni idea de que pudiera correrme en sueños.
Land se acerca a mí corriendo cuando entro tambaleándome en la cocina.
— Carlos, ¿estás bien? Te veo raro. ¿Llevas puesta la americana de Charles?
— Estoy bien.
Maldita sea. Debería haberme mirado en el espejo. Evito sus ojos verdes, que me atraviesan. Todavía no me he recuperado del sueño tan excitante y extraño que he tenido.
— Sí, es la americana de Charles.
Frunce el ceño.
— ¿Has dormido?
— No muy bien.
Tomo la tetera. Necesito un té con urgencia.
— ¿Qué tal la cena?
Ya empieza...
— Comimos ostras. Y luego bacalao, así que diría que hubo bastante pescado.
— Uf... Odio las ostras, pero no estoy preguntándote por la comida. ¿Qué tal con Charles? ¿De qué hablasteis?
— Se mostró muy atento.
Me callo. ¿Qué puedo decirle? No tiene VIH, le interesa la interpretación, quiere que obedezca todas sus órdenes, hizo daño a un hombre al que colgó del techo de su cuarto de juegos y quería follarme en el comedor privado. ¿Sería un buen resumen? Intento desesperadamente recordar algo de mi cita con Charles que pueda comentar con Land.
— No le gusta Wanda.
— ¿A quién le gusta, Carlos? No es nada nuevo. ¿Por qué estás tan evasivo? Suéltalo, hermano.
— Land, hablamos de un montón de cosas. Ya sabes... de lo quisquilloso que es con la comida. Por cierto, le gustó mucho tu traje.
La tetera ya está hirviendo, así que me preparo una taza.
— ¿Te apetece un té? ¿Quieres leerme tu discurso de hoy?
— Sí, por favor. Anoche estuve preparándolo en el Becca's.
Voy a buscarlo. Y sí, me apetece mucho un té.
Land sale corriendo de la cocina.
Uf, he conseguido darle esquinazo a Lando Norris. Abro un panecillo y lo meto en la tostadora. Me ruborizo pensando en mi intenso sueño. ¿Qué demonios ha pasado? Anoche me costó dormirme. Estuve dando vueltas a diversas opciones. Estoy muy confundido. La idea que tiene Charles de una relación se parece mucho a una oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso. No imaginaba así mi primera historia de amor... pero, claro, a Charles no le interesan las historias de amor. Si le dijera que quiero algo más, seguramente me diría que no... y me arriesgaría a perder lo que me ha ofrecido. Es lo que más me preocupa, porque no quiero perderlo. Pero no estoy seguro de tener estómago para ser su sumiso... En el fondo, lo que me tira para atrás son las varas y los látigos. Como soy débil físicamente, haría lo que fuera por evitar el dolor. Pienso en mi sueño... ¿Sería así? El dios que llevo dentro da saltos con pompones de animadora gritándome que sí.
Land vuelve a la cocina con su portátil. Me concentro en mi panecillo. Empieza a leer su discurso, y yo la escucho pacientemente.
Estoy vestido y listo cuando llega Zak. Abro la puerta de la calle y lo veo en el porche con un traje que no le queda nada bien. Siento una cálida oleada de gratitud y de amor hacia este hombre sencillo y me lanzo a sus brazos, una muestra de cariño poco habitual en mí. Se queda desconcertado, perplejo.
— Hola, Carlitos, yo también me alegro de verte — murmura abrazándome.
Me aparta un poco, y con las manos en mis hombros me mira de arriba abajo con el ceño fruncido.
— ¿Estás bien, hijo?
— Claro, papá. ¿No puedo alegrarme de ver a mi padre?
Sonríe arrugando las comisuras de sus ojos oscuros y me sigue hasta el comedor.
— Estás muy guapo — me dice.
— La ropa es de Land — le digo bajando la mirada hacia el traje color azul eléctrico.
Frunce el ceño.
— ¿Dónde está Land?
— Ha ido al campus. Va a pronunciar un discurso, así que tiene que estar allí antes.
— ¿Vamos tirando?
— Papá, tenemos media hora. ¿Quieres un té? Cuéntame cómo está todo el mundo en Montesano. ¿Cómo te ha ido el viaje?
Zak deja el coche en el aparcamiento del campus y seguimos a la multitud con birretes negros y rojos hasta el gimnasio.
— Suerte, Carlitos. Pareces muy nervioso. ¿Tienes que hacer algo?
Dios mío... ¿Por qué le ha dado hoy a Zak por ser observador?
— No, papá. Es un gran día.
Y voy a ver a Charles Leclerc.
— Sí, mi niño se ha graduado. Estoy orgulloso de ti, Carlitos.
— Gracias, papá.
Cuánto quiero a este hombre...
El gimnasio está lleno de gente. Zak va a sentarse a las gradas con los demás padres y asistentes, y yo me dirijo a mi asiento. Llevo mi toga negra y mi birrete, y siento que me protegen, que me permiten ser anónimo. Todavía no hay nadie en el estrado, pero parece que no consigo calmarme. Me late el corazón a toda prisa y me cuesta respirar. Está por aquí, en algún sitio. Me pregunto si Land está hablando con él, quizá interrogándolo. Me dirijo hacia mi asiento entre compañeros cuyos apellidos también empiezan por S. Estoy en la segunda fila, lo que me ofrece cierto anonimato. Miro hacia atrás y veo a Zak en las gradas, arriba del todo. Lo saludo con un gesto. Me contesta agitando tímidamente la mano. Me siento y espero.
El auditorio no tarda en llenarse y el rumor de voces nerviosas aumenta progresivamente. La primera fila de asientos ya está ocupada. Yo estoy sentado entre dos chicos de otro departamento a los que no conozco. Es evidente que son muy amigos, y hablan muy nerviosos conmigo en medio.
A las once en punto aparece el rector desde detrás del estrado, seguido por los tres vicerrectores y los profesores, todos ataviados en negro y rojo. Nos levantamos y aplaudimos a nuestro personal docente. Algunos profesores asienten y saludan con la mano, y otros parecen aburridos. El profesor Collins, mi tutor y mi profesor preferido, tiene pinta de acabar de levantarse, como siempre. Al fondo del escenario están Land y Charles. Charles lleva un traje gris a medida, y a las luces del auditorio brillan en su pelo mechones rubios. Parece muy serio y autosuficiente. Al sentarse, se desabrocha la americana y veo su corbata. Oh, Dios... ¡esa corbata! Me froto las muñecas en un gesto reflejo. No puedo apartar los ojos de él. Sin duda se ha puesto esa corbata a propósito. Aprieto los labios. El público se sienta y cesan los aplausos.
— ¡Mira a aquel tipo! — cuchichea entusiasmada uno de las chicas sentadas a mi lado.
— ¡Está buenísimo! — le contesta la otra.
Me pongo tenso. Estoy seguro de que no hablan del profesor Collins.
— Tiene que ser Charles Leclerc.
— ¿Está libre?
Se me ponen los pelos de punta.
— Creo que no — murmuro.
— Oh — exclaman las chicas mirándome sorprendidas.
— Creo que es gay — mascullo.
— Qué lástima — se lamenta una de las chicas.
Mientras el rector se levanta y da comienzo al acto con su discurso, veo que Charles recorre disimuladamente la sala con la mirada. Me hundo en mi asiento y encojo los hombros para que no me vea. Fracaso estrepitosamente, porque un segundo después sus ojos encuentran los míos. Me mira con rostro impasible, totalmente inescrutable. Me remuevo incómoda en mi asiento, hipnotizado por su mirada, y me ruborizo ligeramente. De pronto recuerdo mi sueño de esta mañana y se me contraen los músculos del vientre. Respiro hondo. Sus labios esbozan una leve y efímera sonrisa. Cierra un instante los ojos y al abrirlos recupera su expresión indiferente. Lanza una rápida mirada al rector y luego fija la vista al frente, en el emblema de la universidad colgado en la entrada. No vuelve a dirigir sus ojos hacia mí. El rector continúa con su monótono discurso, y Charles sigue sin mirarme. Mira fijamente hacia delante.
¿Por qué no me mira? ¿Habrá cambiado de idea? Me inunda una oleada de inquietud. Quizá el hecho de que me marchara anoche fue el final también para él. Se ha aburrido de esperar a que me decida. Oh, no, quizá lo he fastidiado todo. Recuerdo su e-mail de anoche. Quizá esté enfadado porque no le he contestado.
De pronto el Joven Lando Norris avanza por el estrado y la sala irrumpe en aplausos. El rector se sienta y coloca sus papeles en el atril. Se toma su tiempo y no se siente intimidado por el millar de personas que están mirándolo. Cuando está listo, sonríe, levanta la mirada hacia la multitud fascinada y empieza su discurso con elocuencia. Está tranquilo y se muestra divertido. Las chicas sentadas a mi lado se ríen a carcajadas con su primera broma. Oh, Lando Norris, tú sí que sabes pronunciar un discurso. En esos momentos estoy tan orgulloso de él que mis dispersos pensamientos sobre Charles quedan a un lado. Aunque ya he oído su discurso, lo escuchó atentamente. Domina la sala y se mete al público en el bolsillo.
Su tema es «¿Qué esperar después de la facultad?». Sí, ¿qué esperar? Charles mira a Land alzando las cejas, creo que sorprendido. Podría haber ido a entrevistarlo Land, y ahora podría estar haciéndole proposiciones indecentes a él. El guapo Land y el guapo Charles juntos. Y yo podría estar como las dos chicas sentadas a mi lado, admirándolo desde la distancia. Pero sé que Land no le habría dado ni la hora. ¿Cómo lo llamó el otro día? Repulsivo. La idea de que Land y Charles se enfrenten me incomodo. Tengo que decir que no sé por quién de los dos apostaría.
Land termina su discurso con una floritura, y espontáneamente todo el mundo se levanta, la aplaude y lo vitorea. Su primera ovación con el público en pie. Le sonrío y le aclamo, y él me devuelve una sonrisa. Buen trabajo, Land. Se sienta, el público también, y el rector se levanta y presenta a Charles... Oh, Dios, Charles va a dar un discurso. El rector hace un breve resumen de los logros de Charles: presidente de su extraordinariamente próspera empresa, un hombre que ha llegado donde está por sus propios méritos...
— ... y también un importante benefactor de nuestra universidad. Por favor, demos la bienvenida al señor Charles Leclerc.
El rector estrecha la mano a Charles, y la gente empieza a aplaudir. Se me hace un nudo en la garganta. Se acerca al atril y recorre la sala con la mirada. Parece tan seguro de sí mismo frente a nosotros como Land hace un momento. Las dos chicas sentadas a mi lado se inclinan hacia delante embelesadas. De hecho, creo que la mayoría de las mujeres del público, y algunos hombres, se inclinan un poco en sus asientos. Charles empieza a hablar en tono suave, mesurado y cautivador.
Se me desencaja la mandíbula. ¿Qué? Charles ha pasado hambre. Maldita sea. Bueno, eso explica muchas cosas. Y recuerdo la entrevista. De verdad quiere alimentar al mundo. Me devano los sesos desesperadamente intentando recordar el artículo de Land. Fue adoptado a los cuatro años, creo. No me imagino que Christian lo matara de hambre, así que debió de ser antes, cuando era muy pequeño. Trago saliva y se me encoge el corazón pensando en un niñito de ojos grises hambriento. Oh, no. ¿Qué vida tuvo antes de que los Leclerc lo adoptaran y lo rescataran?
Me invade una indignación salvaje. El filantrópico Charles pobre, jodido y pervertido. Aunque estoy seguro de que él no se vería así a sí mismo y rechazaría todo sentimiento de lástima o piedad. De repente estalla un aplauso general y todo el mundo se levanta. Yo hago lo mismo, aunque no he escuchado la mitad de su discurso. Se dedica a esa gran labor, a dirigir una empresa enorme y al mismo tiempo a perseguirme. Resulta abrumador. Recuerdo los breves retazos de las conversaciones que le he oído sobre Darfur... Ahora encaja todo. Comida.
Sonríe brevemente ante el cálido aplauso — incluso Land está aplaudiendo— y vuelve a su asiento. No mira en dirección a mí, y yo estoy descentrado intentando asimilar toda esta nueva información sobre él.
Un vicerrector se levanta y empieza el largo y tedioso proceso de entrega de títulos. Hay que repartir más de cuatrocientos, así que pasa más de una hora hasta que oigo mi nombre. Avanzo hacia el estrado entre las dos chicas, que se ríen tontamente. Charles me lanza una mirada cálida, aunque comedida.
— Felicidades, Joven Sainz — me dice estrechándome la mano. Siento la descarga de su carne en la mía. — ¿Tienes problemas con el ordenador?
Frunzo el ceño mientras me entrega el título.
— No.
— Entonces, ¿no haces caso de mis e-mails?
— Solo vi el de las fusiones y adquisiciones.
Me mira con curiosidad.
— Luego — me dice.
Y tengo que avanzar, porque estoy obstruyendo la cola. Vuelvo a mi asiento. ¿E-mails? Debe de haber mandado otro. ¿Qué decía?
La ceremonia concluye una hora después. Es interminable. Al final, el rector conduce a los miembros del cuerpo docente fuera del estrado, precedidos por Charles y Land, y todo el mundo vuelve a aplaudir calurosamente. Charles no me mira, aunque me gustaría que lo hiciera. El dios que llevo dentro no está nada contento.
Mientras espero de pie para poder salir de nuestra fila de asientos, Land me llama. Se acerca hacia mí desde detrás del estrado.
— Charles quiere hablar contigo — me grita.
Las dos chicas, que ahora están de pie a mi lado, se giran y me miran.
— Me ha mandado a que te lo diga — sigue diciendo.
Oh...
— Tu discurso ha sido genial, Land.
— Sí, ¿verdad? — Sonríe. — ¿Vienes? Puede ser muy insistente.
Pone los ojos en blanco y me río.
— Ni te lo imaginas. Pero no puedo dejar a Zak solo mucho rato.
Levanto la mirada hacia Zak y le indico abriendo la palma que me espere cinco minutos. Asiente, me hace un gesto con la mano y sigo a Land hasta el pasillo de detrás del estrado. Charles está hablando con el rector y con dos profesores. Levanta los ojos al verme.
— Discúlpenme, señores — le oigo murmurar.
Viene hacia mí y sonríe brevemente a Land.
— Gracias — le dice.
Y antes de que Land pueda responder, me coge del brazo y me lleva hacia lo que parece un vestuario de hombres. Comprueba que está vacío y cierra la puerta con pestillo.
Maldita sea, ¿qué se propone? Parpadeo cuando se gira hacia mí.
— ¿Por qué no me has mandado un e-mail? ¿O un mensaje al móvil?
Me mira furioso. Yo estoy desconcertado.
— Hoy no he mirado ni el ordenador ni el teléfono.
Mierda, ¿ha estado llamándome? Pruebo con la técnica de distracción que tan bien me funciona con Land.
— Tu discurso ha estado muy bien.
— Gracias.
— Ahora entiendo tus problemas con la comida.
Se pasa una mano por el pelo, muy nervioso.
— Carlos, no quiero hablar de eso ahora. — Cierra los ojos y parece afligido. — Estaba preocupado por ti.
— ¿Preocupado? ¿Por qué?
— Porque volviste a casa en esa trampa mortal a la que tú llamas coche.
— ¿Qué? No es ninguna trampa mortal. Está perfectamente. Esteban suele hacerle la revisión.
— ¿Esteban, el fotógrafo?
Charles arruga la frente y se le hiela la expresión. Mierda.
— Sí, el Escarabajo era de su madre.
— Sí, y seguramente también de su abuela y de su bisabuela. No es un coche seguro.
— Lo tengo desde hace más de tres años. Siento que te hayas preocupado. ¿Por qué no me has llamado?
Está exagerando demasiado.
Respira hondo.
— Carlos, necesito una respuesta. La espera está volviéndome loco.
— Charles... Mira, he dejado a mi padrastro solo.
— Mañana. Quiero una respuesta mañana.
— De acuerdo, mañana. Ya te diré algo.
Retrocede y me mira más calmado, con los hombros relajados.
— ¿Te quedas a tomar algo? — me pregunta.
— No sé lo que quiere hacer Zak.
— ¿Tu padrastro? Me gustaría conocerlo.
Oh, no... ¿por qué?
— Creo que no es buena idea.
Charles abre el pestillo de la puerta muy serio.
— ¿Te avergüenzas de mí?
— ¡No! — Ahora me toca a mí desesperarme. — ¿Y cómo te presento a mi padre? ¿«Este es el hombre que me ha desvirgado y que quiere mantener conmigo una relación sadomasoquista»? No llevas puestas las zapatillas de deporte.
Charles me mira y sus labios esbozan una sonrisa. Y aunque estoy enfadado con él, involuntariamente mi cara se la devuelve.
— Para que lo sepas, corro muy deprisa. Dile que soy un amigo, Carlos.
Abre la puerta y sale. La cabeza me da vueltas. El rector, los tres vicerrectores, cuatro profesores y Land se me quedan mirando cuando paso a toda prisa por delante de ellos. Mierda. Dejo a Charles con los profesores y voy a buscar a Zak.
«Dile que soy un amigo.»
Amigo con derecho a roce, me dice mi subconsciente con mala cara. Lo sé, lo sé. Me quito de encima el desagradable pensamiento. ¿Cómo voy a presentárselo a Zak? La sala sigue todavía medio llena, y Zak no se ha movido de su sitio. Me ve, me hace un gesto con la mano y empieza a bajar.
— Carlitos, felicidades — me dice pasándome el brazo por los hombros.
— ¿Te apetece venir a tomar algo al entoldado?
— Claro. Hoy es tu día. Vamos.
— No tenemos que ir si no quieres.
Por favor, di que no...
— Carlitos, he estado dos horas y media sentado, escuchando todo tipo de parloteos. Necesito una copa.
Le cojo del brazo y avanzamos entre la multitud a través de la cálida tarde. Pasamos junto a la cola del fotógrafo oficial.
— Ah, lo olvidaba... — Zak se saca una cámara digital del bolsillo. — Una foto para el álbum, Carlitos.
Pongo los ojos en blanco mientras me saca una foto.
— ¿Puedo quitarme ya la toga y el birrete? Me siento medio tonto.
Eres medio tonto... Mi subconsciente está de lo más sarcástico. Así que vas a presentar a Zak al hombre con el que follas... Estará muy orgulloso. Mi subconsciente me observa por encima de sus gafas de media luna. A veces la odio.
El entoldado es inmenso y está lleno de gente: alumnos, padres, profesores y amigos, todos charlando alegremente. Zak me pasa una copa de champán, o de vino espumoso barato, me temo. No está frío y es dulzón. Pienso en Charles... No va a gustarle.
— ¡Carlos!
Al girarme, Patricio Norris me coge de improviso entre sus brazos. Me levanta y me da vueltas en el aire sin que se me derrame el vino. Toda una hazaña.
— ¡Felicidades! — exclama sonriéndome, con sus ojos verdes brillantes.
Qué sorpresa. Su pelo castaño está alborotado y sexy. Es tan guapo como Land. El parecido es asombroso.
— ¡Wow, Patricio! Qué alegría verte. Papá, este es Patricio, el hermano de Land. Patricio, te presento a mi padre, Zak Sainz.
Se dan la mano. Mi padre evalúa fríamente al señor Norris.
— ¿Cuándo has llegado de Europa? — le pregunto.
— Hace una semana, pero quería darle una sorpresa a mi hermanito — me dice en tono de complicidad.
— Qué detalle — le digo sonriendo.
— Era la que iba a pronunciar el discurso de graduación. No podía perdérmelo.
Parece inmensamente orgulloso de su hermano.
— Su discurso ha sido genial.
— Es verdad — confirma Zak.
Patricio me tiene agarrado por la cintura cuando levanto la mirada y me encuentro con los gélidos ojos verdes de Charles Leclerc. Land está a su lado.
— Hola, Zak. — Land besa en las mejillas a mi padre, que se ruboriza. — ¿Conoces al novio de Carlos? Charles Leclerc.
Maldita sea... ¡Land! ¡Mierda! Me arden las mejillas.
— Señor Sainz, encantado de conocerlo — dice Charles tranquilamente, con calidez, sin que le haya alterado la presentación de Land.
Tiende la mano a Zak, que se la estrecha sin dar la menor muestra de sorprenderse por lo que acaba de enterarse.
Muchas gracias, Lando Norris, pienso echando chispas.
Creo que mi subconsciente se ha desmayado.
— Señor Leclerc — murmura Zak.
Su expresión es indescifrable. Solo abre un poco sus grandes ojos castaños, que se giran hacia mí como preguntándome cuándo pensaba darle la noticia, me muerdo el labio.
— Y este es mi hermano, Patricio Norris — dice Land a Charles.
Este dirige su gélida mirada a Patricio, que sigue agarrándome por la cintura.
— Señor Norris.
Se saludan. Charles me tiende la mano.
— Carlos, cariño — murmura.
Casi me muero al oírlo.
Me aparto de Patricio, al que Charles dedica una sonrisa glacial, y me coloco a su lado. Land me sonríe. El muy zorra sabe perfectamente lo que está haciendo.
— Patricio, mamá y papá quieren hablar con nosotros — dice Land llevándose a su hermano.
— ¿Desde cuándo se conocen, chicos? — pregunta Zak mirando impasible primero a Charles y luego a mí.
He perdido la capacidad de hablar. Quiero que me trague la tierra. Charles me roza la espalda y luego deja la mano apoyada en mi hombro.
— Unas dos semanas — dice en tono tranquilo. — Nos conocimos cuando Carlos vino a entrevistarme para la revista de la facultad.
— No sabía que trabajabas para la revista de la facultad, Carlos.
El tono de Zak es de ligero reproche. Es evidente que está molesto. Mierda.
— Land estaba enfermo — murmuro.
No logro decir nada más.
— Su discurso ha estado muy bien, señor Leclerc.
— Gracias. Tengo entendido que es usted un entusiasta de la pesca.
Zak alza las cejas y esboza una sonrisa poco habitual, auténtica. Y de pronto se ponen a hablar de pesca. De hecho, enseguida siento que sobro. Se ha metido a mi padre en el bolsillo... Como hizo contigo, me reprocha mi subconsciente. Su poder no tiene límites. Me disculpo y voy a buscar a Land.
Land está hablando con sus padres, que están encantados de verme, como siempre, y me saludan cariñosamente.
— Land, ¿cómo has podido soltar eso delante de Zak? — le pregunto entre dientes en la primera ocasión en que nadie puede oírnos.
— Porque sabía que tú no lo harías, y quiero echar una mano con los problemas de compromiso de Charles — me contesta sonriendo dulcemente. Frunzo el ceño. ¡Soy yo la que no va a comprometerse con él, estúpido! — Y se ha quedado tan tranquilo, Carlos. No te preocupes.
Míralo... Charles no aparta la mirada de ti.
Me giro y veo que Zak y Charles están mirándome.
— No te ha quitado los ojos de encima.
— Será mejor que vaya a rescatar a Zak, o a Charles. No sé a cuál de los dos. Esto no va a quedar así, Lando Norris.
— Carlos, te he hecho un favor — me dice cuando ya me he dado la vuelta.
— Hola — les saludo a los dos con una sonrisa.
Parece que todo va bien. Charles está sonriendo por alguna broma entre ellos, y mi padre parece increíblemente relajado, teniendo en cuenta que se trata de socializar. ¿De qué han hablado, aparte de pesca?
— Carlos, ¿dónde está el cuarto de baño? — me pregunta Zak.
— Al fondo a la izquierda.
— Vuelvo enseguida. Diviértanse, chicos.
Zak se aleja. Miro nervioso a Charles. Nos quedamos un momentos quietos mientras un fotógrafo nos hace una foto.
— Gracias, señor Leclerc.
El fotógrafo se escabulle a toda prisa. El flash me ha dejado parpadeando.
— Así que también has cautivado a mi padre... — ¿También?
Le arden los ojos y alza una ceja interrogante. Me ruborizo.
Levanta una mano y desliza los dedos por mi mejilla.
— Ojalá supiera lo que estás pensando, Carlos — susurra en tono turbador.
Me coloca la mano en la barbilla y me levanta la cara. Nos miramos fijamente a los ojos.
Se me dispara el corazón. ¿Cómo puede tener este efecto sobre mí, incluso en este entoldado lleno de gente?
— Ahora mismo estoy pensando: Bonita corbata — le digo.
Se ríe.
— Últimamente es mi favorita.
Me arden las mejillas.
— Estás muy guapo, Carlos. Este traje con ese color te sienta muy bien.
.
De pronto es como si estuviéramos solos. Solos él y yo. Se me altera todo el cuerpo, me hormiguean todas las terminaciones nerviosas, y la electricidad que se crea entre nosotros me empuja hacia él.
— Sabes que irá bien, ¿verdad, nene? — me susurra.
Cierro los ojos y me derrito por dentro.
— Pero quiero más — le contesto en voz baja.
— ¿Más?
Me mira desconcertado y sus ojos se vuelven impenetrables. Asiento y trago saliva. Ahora ya lo sabe.
— Más — repite en voz baja, como si estuviera sopesando la palabra, una palabra corta y sencilla, pero demasiado cargada de promesas. Me pasa el pulgar por el labio inferior. — Quieres flores y corazones.
Vuelvo a asentir. Pestañea y observo en sus ojos su lucha interna.
— Carlos — me dice en tono dulce. — no sé mucho de ese tema.
— Yo tampoco.
Sonríe ligeramente.
— Tú no sabes mucho de nada — murmura.
— Tú sabes todo lo malo.
— ¿Lo malo? Para mí no lo es — me contesta moviendo la cabeza, y parece sincero. — Pruébalo — me susurra.
Me desafía. Ladea la cabeza y esboza su deslumbrante sonrisa de medio lado. Respiro hondo. Soy Eva en el Edén, y él es la serpiente. No puedo resistirme.
— De acuerdo — susurro.
— ¿Qué?
Me observa muy atento. Trago saliva.
— De acuerdo. Lo intentaré.
— ¿Estás de acuerdo?
Es evidente que no termina de creérselo.
— Dentro de los límites tolerables, sí. Lo intentaré.
Hablo en voz muy baja. Charles cierra los ojos y me abraza.
— Carlos, eres imprevisible. Me dejas sin aliento.
Da un paso atrás y de pronto Zak ya está de vuelta. El ruido en el interior del entoldado aumenta progresivamente y me invade los oídos. No estamos solos. Dios mío, acabo de aceptar ser su sumiso. Charles sonríe a Zak con la alegría danzando en sus ojos.
— Carlitos, ¿vamos a comer algo?
— Vamos.
Guiño un ojo a Zak intentando recuperar la serenidad. ¿Qué has hecho?, me grita mi subconsciente. El dios que llevo dentro da volteretas dignas de una gimnasta olímpica rusa.
— Charles, ¿quieres venir con nosotros? — le pregunta Zak.
¡Charles! Lo miro suplicándole que no venga. Necesito espacio para pensar... ¿Qué demonios he hecho?
— Gracias, señor Sainz, pero tengo planes. Encantado de conocerlo.
— Lo mismo digo — le contesta Zak. — Cuídame a mi niño.
— Esa es mi intención.
Se estrechan la mano. Estoy mareado. Zak no tiene ni idea de cómo va a cuidarme Charles. Este me coge de la mano, se la lleva a los labios y me besa los nudillos con ternura sin apartar sus abrasadores ojos de los míos.
— Nos vemos luego, Joven Sainz — me dice en un tono lleno de promesas.
Se me encoge el estómago al pensarlo. ¿Podré esperar?
Zak me coge del brazo y nos dirigimos a la salida del entoldado.
— Parece un chico muy formal. Y adinerado. No lo has hecho tan mal, Carlitos. Aunque no entiendo por qué he tenido que enterarme por Lando... — me reprende.
Me encojo de hombros a modo de disculpa.
— Bueno — dice. — cualquier hombre al que le guste pescar a mí me parece bien.
Vaya, a Zak le parece bien. Si él supiera...
Al anochecer Zak me lleva a casa.
— Llama a tu padre — me dice.
— Lo haré. Gracias por venir, papá.
— No me lo habría perdido por nada del mundo, Carlitos. Estoy muy orgulloso de ti.
Oh, no. No voy a emocionarme ahora... Se me hace un nudo en la garganta y lo abrazo muy fuerte. Me rodea con sus brazos, perplejo, y entonces no puedo evitarlo. Se me saltan las lágrimas.
— Hey, Carlitos, cariño — me dice Zak. — Ha sido un gran día, ¿verdad? ¿Quieres que entre y te prepare un té?
Aunque tengo los ojos llenos de lágrimas, me río. Para Zak, el té siempre es la solución. Recuerdo a mi padre quejándose de él, diciendo que cuando se trataba de consolar a alguien con un té, el té siempre se le daba muy bien, pero el consuelo no tanto.
— No, papá, estoy bien. Me he alegrado mucho de verte. En cuanto me instale en Seattle, iré a verte.
— Suerte con las entrevistas. Ya me contarás cómo te van.
— Claro, papá.
— Te quiero, Carlitos.
— Yo también te quiero, papá.
Me sonríe con ojos cálidos y brillantes, y se mete en el coche. Le digo adiós con la mano mientras se adentra en la oscuridad, y luego entro lánguidamente en casa.
Lo primero que hago es mirar el móvil. No tiene batería, así que tengo que ir a buscar el cargador y enchufarlo antes de ver los mensajes. Cuatro llamadas perdidas, dos mensajes en el contestador y dos mensajes de texto. Tres llamadas perdidas de Charles... sin mensajes en el contestador. Una llamada perdida de Esteban, y su voz deseándome lo mejor en la ceremonia de graduación.
Abro los mensajes de texto.
*Has llegado bien? *
*Llámame*
Los dos son de Charles. ¿Por qué no me llamó a casa? Voy a mi habitación y enciendo el cacharro infernal.
De: Charles Leclerc
Fecha: 25 de mayo de 2011 23:58
Para: Carlos Sainz
Asunto: Esta noche
Espero que hayas llegado bien a casa en ese coche tuyo. Dime si estás bien.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Dios... ¿Por qué le preocupa tanto mi Escarabajo? Me ha servido lealmente durante tres años, y Esteban siempre me ha ayudado a ponerlo a punto. El siguiente e-mail de Charles es de hoy.
De: Charles Leclerc
Fecha: 26 de mayo de 2011 17:22
Para: Carlos Sainz
Asunto: Límites tolerables
¿Qué puedo decir que no haya dicho ya?
Encantado de comentarlo contigo cuando quieras.
Hoy estabas muy guapo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Quiero verlo, así que pulso «Responder».
De: Carlos Sainz
Fecha: 26 de mayo de 2011 19:23
Para: Charles Leclerc
Asunto: Límites tolerables
Si quieres, puedo ir a verte esta noche y lo comentamos.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 26 de mayo de 2011 19:27
Para: Carlos Sainz
Asunto: Límites tolerables
Voy yo a tu casa. Cuando te dije que no me gustaba que llevaras ese coche, lo decía en serio.
Nos vemos enseguida.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Maldita sea... Viene hacia aquí. Tengo que prepararle una cosa. Las primeras ediciones de los libros de Thomas Hardy siguen en las estanterías del comedor. No puedo aceptarlas. Envuelvo los libros en papel de embalar y escribo una cita de Tess:
Acepto las condiciones, Ángel, porque tú sabes mejor cuál tiene que ser mi castigo. Lo único que te pido es... que no sea más duro de lo que pueda soportar.
Chapter Text
— Hola.
Me siento terriblemente tímido cuando abro la puerta. Charles está en el porche, con sus vaqueros y su cazadora de cuero, se ve malditamente sexy.
— Hola — dice, y su radiante sonrisa le ilumina el rostro.
Me detengo un instante para admirar su belleza. Madre mía, está buenísimo vestido de cuero, le queda tan perfecto.
— Pasa.
— Si me lo permites — contesta, divertido. Cuando entra, le veo una botella de champán en la mano. — He pensado que podríamos celebrar tu graduación. No hay nada como un buen Bollinger.
— Interesante elección de palabras — comento con sequedad.
Él sonríe.
— Me encanta la chispa que tienes, Carlos.
— No tenemos más que tazas. Ya hemos empaquetado todos los vasos y copas.
— ¿Tazas? Por mí, bien.
Me dirijo a la cocina. Nervioso, sintiendo las mariposas en el estómago; es como tener una pantera o un puma en mi salón, listo para el acecho.
— ¿Quieres platito también?
— Con la taza me vale, Carlos — me responde Charles distraídamente desde el salón.
Cuando vuelvo, está examinando el paquete marrón de libros.
Dejo las tazas en la mesa.
— Eso es para ti — murmuro algo ansioso.
Mierda... Seguro que esto termina en pelea.
— Mmm, me lo figuro. Una cita muy oportuna. — Pasea ausente el largo índice por el texto. — Pensé que era d'Urberville, no Ángel. Has elegido la corrupción. — Me dedica una breve sonrisa lobuna. — Solo tú podías encontrar algo de resonancias tan acertadas.
— También es una súplica — le susurro.
¿Por qué estoy tan nervioso? Tengo la boca seca.
— ¿Una súplica? ¿Para qué no me pase contigo?
Asiento con la cabeza.
— Compré esto para ti — dice él en voz baja y con mirada impasible. — No me pasaré contigo si lo aceptas.
Trago saliva compulsivamente.
— Charles, no puedo aceptarlo, es demasiado.
— Ves, a esto me refería, me desafías. Quiero que te lo quedes, y se acabó la discusión. Es muy sencillo. No tienes que pensar en nada de esto. Como sumiso mío, tendrías que agradecérmelo. Limítate a aceptar lo que te compre, porque me complace que lo hagas.
— Aún no soy tu sumiso cuando lo compraste — susurro.
— No... pero has accedido, Carlos.
Su mirada se vuelve recelosa.
Suspiro. No me voy a salir con la mía, así que pasamos al plan B.
— Entonces, ¿es mío y puedo hacer lo que quiera con ello? — Me mira con desconfianza, pero cede.
— Sí.
— En ese caso, me gustaría donarlo a una ONG, a una que trabajé en Milán y a la que parece que le tienes cariño. Que lo subasten.
— Si eso es lo que quieres hacer... — Aprieta los labios. Parece decepcionado.
Me sonrojo.
— Me lo pensaré — murmuro.
No quiero decepcionarlo, y entonces recuerdo sus palabras.
«Quiero que quieras complacerme.»
— No pienses, Carlos. En esto, no.
Lo dice sereno y serio.
¿Cómo no voy a pensar? Te puedes hacer pasar por un coche, ser otra de sus posesiones, ataca de nuevo mi subconsciente con su desagradable mordacidad. La ignoro. Ay, ¿podríamos rebobinar? El ambiente es ahora muy tenso. No sé qué hacer. Me miró fijamente los dedos. ¿Cómo salvo la situación?
Deja la botella de champán en la mesa y se sitúa delante de mí. Me coge la cara por la barbilla y me levanta la cabeza. Me mira con expresión grave.
— Te voy a comprar muchas cosas, Carlos. Acostúmbrate. Me lo puedo permitir. Soy un hombre muy rico. — Se inclina y me planta un beso rápido y casto en los labios. — Por favor.
Me suelta.
Vaya, me susurra mi subconsciente.
— Eso hace que me sienta ruin — musito.
— No debería. Le estás dando demasiadas vueltas, Carlos. No te juzgues por lo que puedan pensar los demás. No malgastes energía. Esto es porque nuestro contrato te produce cierto reparo; es algo de lo más normal. No sabes en qué te estás metiendo.
Frunzo el ceño, tratando de procesar sus palabras.
— Va, déjalo ya — me ordena con delicadeza, cogiéndome otra vez la barbilla y tirando de ella suave para que deje de morderme el labio inferior. — No hay nada ruin en ti, Carlos. No quiero que pienses eso. No he hecho más que comprarte unos libros antiguos que pensé que te gustarían, nada más. Bebamos un poco de champán. — Su mirada se vuelve cálida y tierna, y yo le sonrío tímidamente. — Eso está mejor — murmura.
Agarra el champán, le quita el aluminio y la malla, retuerce la botella más que el corcho y la abre con un pequeño estallido y una floritura experta con la que no se derrama ni una gota. Llena las tazas a la mitad.
— Es rosado — comento sorprendido.
— Bollinger Grande Année Rosé 1999, una añada excelente — dice con entusiasmo.
— En taza.
Sonríe.
— En taza. Felicidades por tu graduación, Carlos.
Brindamos y él da un sorbo, pero yo no puedo dejar pensar que, en realidad, celebramos mi capitulación.
— Gracias — susurro, y doy un sorbo. Desde luego está delicioso. — ¿Repasamos los límites tolerables?
Sonríe, y yo me ruborizo.
— Siempre tan entusiasta.
Charles me coge de la mano y me lleva al sofá, donde se sienta y tira de mí para que tome asiento a su lado.
— Tu padrastro es un hombre muy taciturno.
Ah... así que pasamos de los límites tolerables. Pero quiero quitármelo ya de encima; la angustia me está matando.
— Lo tienes comiendo de tu mano — digo con un mohín.
Charles ríe suavemente.
— Solo porque sé pescar.
— ¿Cómo has sabido que le gusta pescar?
— Me lo dijiste tú. Cuando fuimos a tomar un café.
— Ah, ¿sí? — Doy otro sorbo. ¡Guau!, se acuerda de los detalles. Mmm... este champán es buenísimo. — ¿Probaste el vino de la recepción?
Charles hace una mueca.
— Sí. Estaba asqueroso.
— Pensé en ti cuando lo probé. ¿Cómo es que sabes tanto de vinos?
— No sé tanto, Carlos, solo sé lo que me gusta. — Sus ojos grises brillan, casi plateados, y vuelvo a ruborizarme. — ¿Más? — pregunta refiriéndose al champán.
— Por favor.
Charles se levanta con elegancia y agarra la botella. Me llena la taza. ¿Me querrá emborrachar? Lo miro receloso.
— Esto está muy vacío. ¿Te mudas ya?
— Más o menos.
— ¿Trabajas mañana?
— Sí, es mi último día en Vowles's.
— Te ayudaría con la mudanza, pero le he prometido a mi hermano que iría a buscarlo al aeropuerto.
Vaya, eso es nuevo.
— Max llega de México el sábado a primera hora. Mañana me vuelvo a Maranello, pero tengo entendido que Pierre les va a echar una mano.
— Sí, Lando está muy entusiasmado al respecto.
Charles frunce el ceño.
— Sí, Lando y Pierre, ¿quién lo iba a decir? — masculla, y no sé por qué no parece que le haga mucha gracia.
— ¿Y qué vas a hacer con lo del trabajo de Maranello?
¿Cuándo vamos a hablar de los límites? ¿A qué juega?
— Tengo un par de entrevistas para puestos de becario.
— ¿Y cuándo pensabas decírmelo? — pregunta arqueando una ceja.
— Eh... te lo estoy diciendo ahora.
Entorna los ojos.
— ¿Dónde?
No sé bien por qué, quizá para evitar que haga uso de su influencia, no quiero decírselo.
— En un par de editoriales.
— ¿Es eso lo que quieres hacer, trabajar en el mundo editorial? — Asiento con cautela.
— ¿Y bien?
Me mira pacientemente a la espera de más información.
— Y bien ¿qué?
— No seas retorcido, Carlos, ¿en qué editoriales? — me reprende.
— Unas pequeñas — murmuro.
— ¿Por qué no quieres que lo sepa?
— Tráfico de influencias.
Frunce el ceño.
— Pues sí que eres retorcido.
Y se echa a reír.
— ¿Retorcido? ¿Yo? Dios mío, qué cara
tienes. Bebe, y hablemos de esos límites.
Saca otra copia de mi e-mail y de la lista. ¿Anda por ahí con esas listas en los bolsillos? Creo que lleva una en la americana que tengo yo. Mierda, más vale que no se me olvide. Apuro la taza. Me echa un vistazo rápido.
— ¿Más?
— Por favor.
Me dedica una de esas sonrisas de suficiencia suyas, sostiene en alto la botella de champán, y se detiene.
— ¿Has comido algo?
Ay, no... ya estamos otra vez.
— Sí. Me he dado un banquete con Zak.
Lo miro poniendo los ojos en blanco. El champán me está desinhibiendo.
Se inclina hacia delante, me agarra la barbilla y me mira fijamente a los ojos.
— La próxima vez que me pongas los ojos en blanco te voy a dar unos azotes.
¿Qué?
— Ah — susurro, y detecto la excitación en sus ojos.
— Ah — replica, imitándome. — Así se empieza, Carlos.
El corazón me martillea en el pecho y el nudo del estómago se me sube a la garganta. ¿Por qué me excita tanto eso? ¿Qué has hecho conmigo Charles Leclerc?
Me llena la taza, y me lo bebo casi todo. Con una mirada de perro regañado, lo observo.
— Me sigues ahora, ¿no?
Asiento con la cabeza.
— Respóndeme.
— Sí... te sigo.
— Bien. — Me dedica una sonrisa cómplice. — De los actos sexuales... lo hemos hecho casi todo.
Me acerco a él en el sofá y echo un vistazo a la lista.
APÉNDICE 3
Límites tolerables
A discutir y acordar por ambas partes:
¿Acepta el Sumiso lo siguiente?
Masturbación
Cunnilingus
Felación
Penetración anal
Ingestión de semen
Fisting anal
— De puño nada, dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? — pregunta con ternura.
Trago saliva.
— La penetración anal tampoco es que me entusiasme.
— Por lo del puño paso, pero no querría renunciar a tu culo, Carlos. Bueno, ya veremos. Además, tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. — Me sonríe maliciosamente. — Tu culo necesitará algo de entrenamiento.
— ¿Entrenamiento? ¿más? — susurro.
— Oh, sí. Habrá que prepararlo aún más. Puede resultar muy placentera, créeme.
Me sonríe.
Lo miro espantado. ¿Cree que me va a gustar? ¿Cómo sabe que resulta placentero?
— ¿Tú lo has hecho? — le susurro.
— Sí.
Madre mía. Ahogo un jadeo.
— ¿Con un hombre?
— ´Por su puesto Carlos, lo he hecho con hombres.
— ¿Con el señor Webber?
— Sí.
Madre mía... ¿cómo? Frunzo el ceño. Sigue repasando la lista.
— Y la ingestión de semen... Bueno, eso se te da de miedo.
Me sonrojo, y el dios que llevo dentro se infla de orgullo.
— Entonces... — Me mira sonriente. — Tragar semen, ¿ok?
Asiento con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos, y vuelvo a tomar de mi taza.
— ¿Más? — me pregunta.
— Más. — Y de pronto, mientras me rellena la taza, recuerdo la conversación que hemos mantenido antes. ¿Se refiere a eso o solo al champán? ¿Forma parte del juego todo esto del champán?
— ¿Juguetes sexuales? — pregunta.
Me encojo de hombros, mirando la lista.
¿Acepta el sumiso lo siguiente?
Vibradores
Consoladores
Tapones anales
Otros juguetes anales
— ¿Tapones anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase?
Arrugo la nariz, asqueado.
— Sí. — Sonríe. — Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.
— Ah... ¿y el «otros»?
— Cuentas, huevos... ese tipo de cosas.
— ¿Huevos? — inquiero alarmado.
— No son huevos de verdad — ríe a carcajadas, meneando la cabeza.
Lo miro con los labios fruncidos.
— Me alegra ver que te hago tanta gracia.
No logro ocultar que me siento dolido.
Deja de reírse.
— Mis disculpas. Lo siento, Joven Sainz — dice tratando de parecer arrepentido, pero sus ojos aún chispean. — ¿Algún problema con los juguetes?
— No — espeto.
— Carlos — dice, zalamero— lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperto... Lo siento.
Me mira con ojos grandes, verdes, sinceros.
Me relajo un poco y bebo otro sorbo de champán.
— Vale... bondage — dice volviendo a la lista.
La examino, y el dios que llevo dentro da saltitos como un niño a la espera de un helado.
¿Acepta el Sumiso lo siguiente?
Bondage con cuerda
Bondage con cinta adhesiva
Bondage con muñequeras de cuero
Otros tipos de bondage
Bondage con esposas y grilletes
Charles me mira arqueando las cejas.
— ¿Y bien?
— De acuerdo — susurro y vuelvo a mirar rápidamente la lista.
¿Acepta el Sumiso los siguientes tipos de bondage?
Manos al frente
Muñecas con tobillos
Tobillos
A objetos, muebles, etc.
Codos
Barras rígidas
Manos a la espalda
Suspensión
Rodillas
¿Acepta el sumiso que se le venden los ojos? ¿Acepta el sumiso que se le amordace?
— Ya hemos hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos pequeños. ¿Algo más?
— No te rías de mí, pero ¿qué es una barra rígida?
— Prometo no reírme. Ya me he disculpado dos veces. — Me mira furioso. — No me obligues a hacerlo de nuevo — me advierte. Y tengo la sensación de encogerme visiblemente... madre mía, qué tirano. — Una barra rígida es una barra con esposas para los tobillos y/o las muñecas. Es divertido.
— Vale... De acuerdo con lo de amordazarme... Me preocupa no poder respirar.
— A mí también me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte.
— Además, ¿cómo voy a usar las palabras de seguridad estando amordazado?
Hace una pausa.
— Para empezar, confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazado, lo haremos por señas — dice sin más.
Lo miro espantado. Pero, si estoy atado, ¿cómo lo voy a hacer?
Se me empieza a nublar la mente... Mmm, el alcohol me está empezando a afectar.
— Lo de la mordaza me pone nervioso.
— Vale. Tomo nota.
Lo miró fijamente y entonces empiezo a comprender.
— ¿Te gusta atar a tus sumisos para que no puedan tocarte?
Me mira abriendo mucho los ojos.
— Esa es una de las razones — dice en voz baja.
— ¿Por eso me has atado las manos?
— Sí.
— No te gusta hablar de eso — murmuro.
— No, no me gusta. ¿Te apetece más champán? Te está animando, y necesito saber lo que piensas del dolor.
Maldita sea... esta es la parte difícil. Me rellena la taza, y doy un sorbo.
— A ver, ¿cuál es tu actitud general respecto a sentir dolor? — Charles me mira expectante. — Te estás mordiendo el labio — me dice en tono amenazante.
Paro de inmediato, pero no sé qué decir. Me ruborizo y me miro las manos.
— ¿Recibías castigos físicos de niño?
— No.
— Entonces, ¿no tienes ningún ámbito de referencia?
— No.
— No es tan malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo — susurra.
— ¿Tienes que hacerlo?
— Sí.
— ¿Por qué?
— Es parte del juego, Carlos. Es lo que hay. Te veo nervioso.
Repasemos los métodos.
Me enseña la lista. Mi subconsciente sale corriendo, gritando, y se esconde detrás del sofá.
Azotes
Azotes con pala
Latigazos
Azotes con vara
Mordiscos
Pinzas para pezones
Pinzas genitales
Hielo
Cera caliente
Otros tipos/métodos de dolor
— Vale, has dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los varazos.
Palidezco ante su observación.
— Ya iremos llegando a eso.
— O mejor no llegamos — susurro.
— Esto forma parte del trato, nene, pero ya iremos llegando a todo eso. Carlos, no te voy a obligar a nada horrible.
— Todo esto del castigo es lo que más me preocupa — digo con un hilo de voz.
— Bueno, me alegro de que me lo hayas dicho. Quitamos los golpes de la lista de momento. Y a medida que te vayas sintiendo más cómodo con todo lo demás, incrementaremos la intensidad. Lo haremos despacio.
Trago saliva, y él se inclina y me besa en la boca.
— Ya está, no ha sido para tanto, ¿no?
Me encojo de hombros, con el corazón en la boca otra vez.
— A ver, quiero comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.
— ¿A la cama? — pregunto parpadeando muy deprisa, y la sangre me bombea por todo el cuerpo, calentándome sitios que no sabía que existían hasta hace muy poco.
— Vamos, Carlos, después de repasar todo esto, quiero cogerte hasta la semana que viene, desde ahora mismo. Debe de haber tenido algún efecto en ti también.
Me estremezco. El dios que llevo dentro jadea ante las palabras de Charles, con ese tono de voz ronco con el que me habla.
— ¿Ves? Además, quiero probar una cosa.
— ¿Me va a doler?
— No... deja de ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta ahora?
Me ruborizo.
— No.
— Pues entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más.
Se interrumpe, de pronto indeciso.
Dios Mío... ¿adónde va a llegar esto?
Me agarra la mano.
— Podríamos probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumiso. No sé si funcionará. No sé si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.
Dios Mío... me quedo boquiabierto, mi subconsciente está en estado de shock. ¡Charles Leclerc acepta más! ¡Está dispuesto a intentarlo! Mi subconsciente se asoma por detrás del sofá, con una expresión aún conmocionada en su rostro de arpía.
— Con una condición.
Estudia con recelo mi expresión de perplejidad.
— ¿Qué? — digo en voz baja.
Lo que sea. Te doy lo que sea.
— Que aceptes encantado el regalo de graduación que te hago.
— Ah.
Y muy en el fondo sé lo que es. Brota el temor en mi vientre.
Me mira fijamente, evaluando mi reacción.
— Ven — murmura, y se levanta y tira de mí.
Se quita la chaqueta, me carga en los hombros y se dirige a la puerta.
Aparcado fuera hay un descapotable rojo de dos puertas, un Ferrari.
— Para ti. Feliz graduación — susurra, estrechándome en sus brazos y besándome la cabeza.
Me ha comprado un estúpido coche, completamente nuevo, a juzgar por su aspecto. Vaya... si ya me costó aceptar los libros. Lo miro alucinado, intentando desesperadamente decidir cómo me siento. Por un lado, me horrorizo; por otro, lo agradezco, me encanta que realmente lo haya hecho, pero la emoción predominante es el enfado. Sí, estoy enfadado, sobre todo después de todo lo que le dije de los libros... pero, claro, ya lo ha comprado. Agarrándome de la mano, me lleva por el camino de entrada hasta esa nueva adquisición.
— Carlos, ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me lo perdonaría si te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo...
Él me mira, pero, de momento, yo no soy capaz de mirarlo. Contemplo en silencio el coche, tan asombrosamente nuevo y de un rojo tan luminoso.
— Se lo comenté a tu padrastro. Le pareció una idea genial — me susurra.
Me vuelvo y lo miro furioso, boquiabierto de espanto.
— ¿Le mencionaste esto a Zak? ¿Cómo has podido?
Me cuesta que me salgan las palabras. ¿Cómo te atreves? Pobre Zak. Siento náuseas, muerto de vergüenza por mi padre, ahora qué pensará él de mí.
— Es un regalo, Carlos. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?
— Sabes muy bien que es demasiado.
— Para mí, no; para mí tranquilidad, no.
Lo miro enojado, sin saber qué decir. ¡Es que no lo entiende! Él ha tenido dinero toda la vida. Vale, no toda la vida — de niño, no — y entonces mi perspectiva cambia. La idea me serena y veo el coche con otros ojos, sintiéndome culpable por mi arrebato de resentimiento. Su intención es buena, desacertada, pero con buen fondo.
— Te agradezco que me lo prestes, como el portátil.
Suspira hondo.
— Vale. Te lo presto. Indefinidamente.
Me mira con recelo.
— No, indefinidamente, no. De momento. Gracias.
Frunce el ceño. Me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla.
— Gracias por el coche, señor — digo con toda la ternura del que soy capaz.
Me agarra de pronto y me estrecha contra su cuerpo, con una mano en la espalda reteniéndome y la otra agarrándome el pelo.
— Eres un hombre difícil, Carlos Sainz.
Me besa apasionadamente, obligándome a abrir la boca con la lengua, sin contemplaciones.
Me excito al instante y le devuelvo el beso con idéntica pasión. Lo deseo inmensamente, a pesar del coche, de los libros, de los límites tolerables... de los golpes... lo deseo.
— Me está costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo, para demostrarte que eres mío y que, si quiero comprarte un puto coche, te compro un puto coche — gruñe. — Venga, vamos dentro y desnúdate.
Me planta un beso rápido y brusco.
Vaya, sí que está enfadado. Me toma de la mano y me lleva de nuevo dentro y derecho al dormitorio... sin ningún tipo de preámbulo. Mi subconsciente está otra vez detrás del sofá, con la cabeza escondida entre las manos. Charles enciende la luz de la mesilla y se detiene, mirándome fijamente.
— Por favor, no te enfades conmigo — le susurro.
Me mira impasible; sus ojos verdes son como fríos pedazos de cristal ahumado.
— Siento lo del coche y lo de los libros... — Me interrumpo. Guarda silencio, pensativo. — Me das miedo cuando te enfadas — digo en voz baja, mirándolo.
Cierra los ojos y mueve la cabeza. Cuando los abre, su expresión se ha suavizado. Respira hondo y traga saliva.
— Date la vuelta — susurra. — Quiero quitarte el traje.
Otro cambio brusco de humor; me cuesta seguirlo. Obediente, me vuelvo y el corazón se me alborota; el deseo reemplaza de inmediato a la inquietud, me recorre la sangre y se instala, oscuro e intenso, en mi vientre. Me pone el dedo índice en la nuca y lo arrastra dolorosamente por mi columna vertebral. Su uña me araña la piel.
— Me gusta este traje — murmura. — Me gusta ver tu piel inmaculada.
Acerca el dedo al borde de mi traje, a mitad de la espalda, lo engancha y tira de él para arrimarme a su cuerpo. Me quita la camisa, dejando mi pecho y hombros al aire. Inclinándose, me huele el pelo.
— Qué bien hueles, Carlos. Muy agradable.
Me roza la oreja con la nariz, desciende por mi cuello y va regándome el hombro de besos tiernos, suavísimos.
Se altera mi respiración, se vuelve menos honda, precipitada, llena de expectación. Tengo sus dedos en la cremallera de mi pantalón. La baja, terriblemente despacio, mientras sus labios se deslizan, lamiendo, besando, succionando hasta el otro hombro. Esto se le da seductoramente bien. Mi cuerpo vibra y empiezo a estremecerme lánguidamente bajo sus caricias.
— Vas... a.. tener... que... a.. prender... a estarte... quieto— me susurra, besándome la nuca entre cada palabra.
Tira del cierre del cuello y la camisa cae, junto a mis pantalones, se arremolina a mis pies.
— Vello en pecho, Joven Sainz. Me gusta.
Alarga las manos y los pezones se levantan bajo su tacto, rozando las yemas de sus dedos con ellos, sus toques se sentían tan calientes, quemaban mí piel.
— Levanta los brazos y toma mi cabeza — me susurra al cuello.
Obedezco de inmediato y mi pecho se elevan y se acomodan en sus manos; los pezones se me endurecen aún más. Hundo los dedos en su cabeza y, con mucha delicadeza, le tiro del suave y sexy pelo. Ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi cuello.
— Mmm... — me ronronea detrás de la oreja mientras empieza a pellizcarme los pezones con sus dedos largos, imitando los movimientos de mis manos en su pelo.
Percibo la sensación con nitidez en la entrepierna, y gimo.
— ¿Quieres que te haga correrte así? — me susurra.
Arqueo la espalda para acomodar mi pecho a sus manos expertas.
— Le gusta esto, ¿verdad, Joven Sainz?
— Mmm...
— Dilo.
Continúa la tortura lenta y sensual, pellizcando suavemente.
— Sí.
— Sí, ¿qué?
— Sí... señor.
— Buen chico.
Me pellizca con fuerza, y mi cuerpo se retuerce convulso contra el suyo.
Jadeo por el exquisito y agudo dolor placentero. Lo noto pegado a mí. Gimo y le tiro del pelo con fuerza.
— No creo que estés listo para correrte aún — me susurra dejando de mover las manos, me muerde flojito el lóbulo de la oreja y tira. — Además, me has disgustado.
Oh, no... ¿qué querrá decir con eso?, me pregunto envuelta en la bruma del intenso deseo mientras gruño de placer.
— Así que igual no dejo que te corras.
Vuelve a centrar sus dedos en mis pezones, tirando, retorciéndolos, masajeándolos. Aprieto el trasero contra su cuerpo y lo muevo de un lado a otro.
Noto su sonrisa en el cuello mientras sus manos se desplazan a mis caderas. Me mete los dedos por los bóxeres, por detrás, tira de ellos, clava los pulgares en el tejido, los desgarra y las lanza frente a mí para que las vea... Dios mío. Baja las manos a mi sexo y, desde atrás, no sin antes poner saliva en sus dedos, introduciendo uno de sus dedos por mi cavidad anal.
— Oh, sí. Mi dulce niño ya está listo — me dice dándome la vuelta para que lo mire. Su respiración se ha acelerado. Se mete el dedo en la boca. — Qué bien sabe, Joven Sainz.
Suspira. Dios Mio, el dedo le debe de saber salado... a mí.
— Desnúdame — me ordena en voz baja, mirándome fijamente, con los ojos entreabiertos.
Lo único que llevo puesto son los zapatos... bueno, los zapatos finos de Lando. Estoy desconcertado. Nunca he desnudado a un hombre.
— Puedes hacerlo — me incita suavemente.
Pestañeo deprisa. ¿Por dónde empiezo? Alargo las manos a su camiseta y me las toma, sonriéndome seductor.
— Ah, no. — Menea la cabeza, sonriente. — La camiseta, no; para lo que tengo planeado, vas a tener que acariciarme.
Los ojos le brillan de excitación.
Vaya, esto es nuevo: puedo acariciarlo con la ropa puesta. Me coge una mano y la planta en su erección.
— Este es el efecto que me produce, Joven Sainz.
Jadeo y le envuelvo el paquete con los dedos. Él sonríe.
— Quiero metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.
Madre mía, yo mando. Me deja boquiabierto.
— ¿Qué me vas a hacer? — me tienta.
Uf, la de cosas que se me ocurren... El dios que llevo dentro ruge y, no sé bien cómo, fruto de la frustración, el deseo y la pura valentía Sainz, lo tiro a la cama. Ríe al caer y yo lo miro desde arriba, sintiéndome victorioso. El dios que llevo dentro está a punto de estallar. Le quito los zapatos, deprisa, torpemente, y los calcetines. Me mira; los ojos le brillan de diversión y de deseo. Lo veo... glorioso... mío. Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima de él para desabrocharle los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la cinturilla, notando, ¡sí!, su vello púbico. Cierra los ojos y mueve las caderas.
— Vas a tener que aprender a estarte quieto — lo reprendo, y le tiro del vello.
Se le entrecorta la respiración, y me sonríe.
— Sí, Joven Sainz — murmura con los ojos encendidos. — Condón, en el bolsillo — susurra.
Le hurgo en el bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando. Tiene la boca abierta. Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que encuentro y los dejo en la cama, a la altura de sus caderas. ¡Dos! Mis dedos ansiosos buscan el botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo un poco. Estoy más que excitado.
Le bajo la cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle los pantalones... Mmm. Me deslizo hasta abajo y tiro. Apenas se mueven. Frunzo el ceño. ¿Cómo puede ser tan difícil?
— No puedo estarme quieto si te vas a morder el labio — me advierte, y luego levanta la pelvis de la cama para que pueda bajarle los pantalones y los bóxers a la vez, gWow... liberarlo. Tira la ropa al suelo de una patada.
Cielo santo, todo eso para jugar yo solito. De pronto, es como si fuera Navidad.
— ¿Qué vas a hacer ahora? — me dice, todo rastro de diversión
ya desaparecido.
Alargo la mano y lo acaricio, observando su expresión mientras lo hago. Su boca forma una O, e inspira hondo. Su piel es tan tersa y suave... y recia... mmm, qué deliciosa combinación. Me inclino hacia delante, el pelo me cae por la cara; y me lo meto en la boca. Chupo, con fuerza. Cierra los ojos, sus caderas se agitan debajo de mí.
— Dios, Carlos, tranquilo — gruñe.
Me siento poderoso; qué sensación tan estimulante, la de provocarlo y probarlo con la boca y la lengua. Se tensa mientras chupo arriba y abajo, empujándolo hasta el fondo de la garganta, con los labios apretados... una y otra vez.
— Para, Carlos, para. No quiero correrme.
Me incorporo, mirándolo extrañado y jadeando como él, pero confundido. ¿No mandaba yo? El dios que llevo dentro se siente como si le hubieran quitado el helado de las manos.
— Tu inocencia y tu entusiasmo me desarman — jadea. — Tú, encima... eso es lo que tenemos que hacer.
Ah...
— Toma, pónmelo.
Me pasa un condón.
Maldita sea. ¿Cómo? Rasgo el paquete y me encuentro con la goma pegajosa entre las manos.
— Pellizca la punta y ve estirándolo. No conviene que quede aire en el extremo de ese mamón — resopla.
Así que, muy despacio, concentradísimo, hago lo que me dice.
— Dios mío, me estás matando, Carlos — gruñe.
Admiro mi obra y a él. Ciertamente es un espécimen masculino fabuloso. Mirarlo me excita muchísimo.
— Venga. Quiero hundirme en ti — susurra.
Me lo quedo mirando, atemorizado, y él se incorpora de pronto, de modo que estamos nariz con nariz, saca un bote pequeño de lubricante y se lo unta en su mano derecha.
— Así — me dice y, pasando una mano por mis caderas, me levanta un poco; con la otra, se coloca debajo de mí y, muy despacio, me prepara antes de entrar.
Gruño cuando me dilata, llenándome, y la boca se me desencaja ante esa sensación abrumadora, agonizante, sublime y dulce. Ah... por favor, mueve sus dedos con algo de maestría, simulando embestidas, mientras que con su otra mano me empieza a masturbar un poco mí pene, tratando de que olvide la intromisión de sus dos dedos dentro de mí.
Sus movimientos aumentan conforme va aumentando los dedos que va introduciendo en mí, igual sus movimientos de mano en mi pene. En algún punto deja masturbarme y me da una gran palmada en mi glúteo izquierdo. Supongo que cuando él me sintió listo saco sus dedos y alineo su pene en mi entrada, metiendo la punta de forma algo brusca logrando sacarme un jadeo, para después meterlo de una sola embestida, sacándome un gemido casi grito.
— Eso es, nene, siénteme, entero — gime y cierra los ojos un instante.
Y lo tengo dentro, ensartado hasta el fondo, y él me tiene inmóvil, segundos... minutos... no tengo ni idea, mirándome fijamente a los ojos, trato de acostumbrarme el ligero dolor que siento por lo brusco que entro. No importo que me haya preparado, pero eso me hizo excitarme más.
— Así entro más adentro — mascullo.
Dobla y mece las caderas con ritmo, y yo gimo... Dios mío... la sensación se propaga por todo mi vientre, mi pene... a todas partes. ¡Joder!
— Otra vez — susurro.
Sonríe despacio y me complace.
Gimiendo, alzo la cabeza, y muy despacio él se deja caer sobre la cama.
— Muévete tú, Carlos, sube y baja, lo que quieras. Tómame las manos — me dice con voz ronca, grave y sensual.
Me agarro con fuerza, como si la vida dependiera de ello. Muy despacio, subo y vuelvo a bajar. Le arden los ojos de salvaje expectación. Su respiración es entrecortada, como la mía, y levanta la pelvis cuando yo bajo, haciéndome subir de nuevo, mientras mi pene es envuelto nuevamente por su mano para volverme a masturbar. Agarramos el ritmo... arriba, abajo, arriba, abajo... una y otra vez... y me gusta... mucho. Entre mis jadeos, la penetración honda y desbordante, la ardiente sensación que me recorre entero y que crece rápidamente, lo miro, nuestras miradas se encuentran... y veo asombro en sus ojos, asombro ante mí.
Me lo estoy cogiendo. Mando yo. Es mío, y yo suyo. La idea me empuja, me exalta, me eleva y me corro... entre gritos incoherentes. Me agarra por las caderas con una mano y, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, con la mandíbula apretada, se corre en silencio. Me derrumbo sobre su pecho, sobrecogido, en algún lugar entre la fantasía y la realidad, un lugar sin límites tolerables ni infranqueables.
Chapter Text
Poco a poco el mundo exterior invade mis sentidos y Dios Mío, pequeña invasión. Agitando con las extremidades con flojera y algo débiles, completamente exhausta. Estoy tumbada encima de él, con la cabeza en su pecho, y huele de maravilla: a ropa limpia y fresca y a algún gel corporal caro, y al mejor y más seductor aroma del planeta… a Charles. No quiero moverme, quiero respirar ese elixir eternamente. Lo acaricio con la nariz y pienso que ojalá no tuviera el obstáculo de su camiseta. Mientras el resto de mi cuerpo recobra la cordura, extiendo la mano sobre su pecho. Es la primera vez que se lo toco. Tiene un pecho firme, fuerte. De pronto levanta la mano y me agarra la mía, pero suaviza el efecto llevándosela a la boca y besándome con ternura los nudillos. Luego se revuelve y se me pone encima, de forma que ahora me mira desde arriba.
— No — murmura, y me besa suavemente.
— ¿Por qué no te gusta que te toquen? — susurro, contemplando desde abajo sus ojos verdes.
— Porque estoy muy jodido, Carlos. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras más.
Ah… Su sinceridad me desarma por completo. Lo miro extrañado.
— Tuve una introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo hagas y ya está.
Frota su nariz con la mía, luego sale de mí y se incorpora.
— Creo que ya hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?
Parece plenamente satisfecho de sí mismo y suena muy pragmático a la vez, como si acabara de poner una marca en una lista de objetivos. Aún estoy aturdido con el comentario sobre la «introducción a la vida muy dura». Resulta tan frustrante… Me muero por saber más, pero no me lo va a contar. Ladeo la cabeza, como él, y hago un esfuerzo inmenso por sonreírle.
— Si piensas que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en cuenta mi nota media. — Le sonrío tímidamente. — Pero gracias por dejar que me hiciera ilusiones.
— Joven Sainz, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la fecha y los seis me pertenecen — presume, de nuevo juguetón y orgulloso.
Me sonrojo y me asombro a la vez, mientras él me mira desde arriba. Frunce el ceño.
— ¿Tienes algo que contarme? — me dice de pronto muy serio.
Lo miro enojado. Mierda.
— He soñado algo esta mañana.
— Ah, ¿sí?
Me mira furioso.
Mierda, mierda. ¿A que ya la he cagado?
— Me he corrido en sueños.
— ¿En sueños?
— Y me he despertado.
— Apuesto a que sí. ¿Qué soñabas?
Mierda.
— Contigo.
— ¿Y qué hacía yo?
Me vuelvo a tapar los ojos con el brazo y, como si fuera un niño pequeño, acaricio por un instante la fantasía de que, si yo no lo veo, él a mí tampoco.
— Carlos, ¿qué hacía yo? No te lo voy a volver a preguntar.
— Tenías un látigo.
Me aparta el brazo.
— ¿En serio?
— Sí.
Estoy muy colorado.
— Vaya, aún me queda esperanza contigo — murmura. — Tengo varios látigos.
— ¿Marrón, de cuero trenzado?
Ríe.
— No, pero seguro que puedo hacerme con una.
Se inclina hacia delante, me da un beso breve, se pone de pie y coge sus boxers. Oh, no… se va. Miro rápidamente la hora: son solo las diez menos veinte. Salgo también apresurado de la cama y tomo mis pantalones de chándal y mi camiseta de tirantes, y luego me siento en la cama, con las piernas cruzadas, observándolo. No quiero que se vaya. ¿Qué puedo hacer?
Qué mandón es. Lo miro trastornado. Se sienta en la cama para ponerse los calcetines y los zapatos.
— ¿Tienes médico?
Niego con la cabeza. Otro cambio de humor de ciento ochenta grados.
Frunce el ceño.
— Puedo pedirle al mío que pase a verte por tu piso. El domingo por la mañana, antes de que vengas a verme tú. O le puedo pedir que te visite en mi casa, ¿qué prefieres?
Sin agobios, ¿no? Otra cosa que me va a pagar… claro que esto es por él.
— En tu casa.
Así me aseguro de que lo veré el domingo.
— Esta bien. Ya te diré a qué hora.
— ¿Te vas?
No te vayas… Quédate conmigo, por favor.
— Sí.
¿Por qué?
— ¿Cómo vas a volver? — le susurro.
— Zhou viene a recogerme.
— Te puedo llevar yo. Tengo un coche nuevo precioso.
Me mira con expresión tierna.
— Eso ya me gusta más, pero me parece que has bebido demasiado.
— ¿Me has emborrachado a propósito?
— Sí.
— ¿Por qué?
— Porque les das demasiadas vueltas a las cosas y te veo tan retante como a tu padrastro. Con una gota de alcohol ya estás hablando por los codos, y yo necesito que seas sincero conmigo. De lo contrario, te cierras como una ostra y no tengo ni idea de lo que piensas. In vino veritas, Carlos.
— ¿Y crees que tú eres siempre sincero conmigo?
— Me esfuerzo por serlo. — Me mira con enojo. — Esto solo saldrá bien si somos sinceros el uno con el otro.
— Quiero que te quedes y uses esto.
Sostengo en alto el segundo condón.
Me sonríe divertido y le brillan los ojos.
— Carlos, esta noche me he pasado mucho de la raya. Tengo que irme. Te veo el domingo. Tendré listo el contrato revisado y entonces podremos empezar a jugar de verdad.
— ¿A jugar?
Dios mío. Se me sube el corazón a la boca.
— Me gustaría tener una sesión contigo, pero no lo haré hasta que hayas firmado, para asegurarme de que estés listo.
— Ah. ¿O sea que podría alargar esto si no firmo?
Me mira pensativo, luego se dibuja una sonrisa en sus labios.
— Supongo que sí, pero igual reviento de la tensión.
— ¿Reventar? ¿Cómo?
El dios que llevo dentro ha despertado y escucha atento.
Asiente despacio y sonríe, provocador.
— La cosa podría ponerse muy fea.
Su sonrisa es contagiosa.
— ¿Cómo… fea?
— Ah, ya sabes, explosiones, persecuciones en coche, secuestro, cárcel…
— ¿Me vas a secuestrar?
— Desde luego — afirma sonriendo.
— ¿A retenerme en contra de mi voluntad?
Madre mía, cómo me pone esto.
— Por supuesto. — Asiente con la cabeza. — Y luego viene el IPA 24/7.
— Me he perdido — digo con el corazón retumbando en el pecho.
¿Lo dirá en serio?
— Intercambio de Poder Absoluto, las veinticuatro horas.
Le brillan los ojos y percibo su excitación incluso desde donde estoy.
Madre mía.
— Así que no tienes elección — me dice con aire burlón.
— Claro — digo sin poder evitar el sarcasmo mientras alzo la vista a las alturas.
— Ay, Carlos Sainz, ¿me acabas de poner los ojos en blanco?
Mierda.
— ¡No! — chillo.
— Me parece que sí. ¿Qué te he dicho que haría si volvías a poner los ojos en blanco?
Joder. Se sienta al borde de la cama.
— Ven aquí — me dice en voz baja.
Palidezco. Uf, va en serio. Me siento y lo miro, completamente inmóvil.
— Aún no he firmado — susurro.
— Te he dicho lo que haría. Soy un hombre de palabra. Te voy a dar unos azotes, y luego te voy a follar muy rápido y muy duro. Me parece que al final vamos a necesitar ese condón.
Me habla tan bajito, en un tono tan amenazador, que me excita muchísimo. Las entrañas casi se me retuercen de deseo puro, vivo y pujante. Me mira, esperando, con los ojos encendidos. Descruzo las piernas tímidamente. ¿Salgo corriendo? Se acabó: nuestra relación pende de un hilo, aquí, ahora. ¿Le dejo que lo haga o me niego y se terminó? Porque sé que, si me niego, se acabó. ¡Hazlo!, me suplica el dios que llevo dentro. Mi subconsciente está tan paralizado como yo.
— Estoy esperando — dice. — No soy un hombre paciente.
Oh, Dios, por todos los santos… Jadeo, asustado, excitado. La sangre me bombea frenéticamente por todo el cuerpo, siento las piernas como flanes. Despacio, me voy acercando a él hasta situarme a su lado.
— Buen chico — masculla. — Ahora ponte de pie.
Mierda. ¿Por qué no acaba ya con esto? No sé si voy a sostenerme en pie. Titubeando, me levanto. Me tiende la mano y yo le doy el condón. De pronto me agarra y me tumba sobre su regazo. Con un solo movimiento suave, ladea el cuerpo de forma que mi tronco descansa sobre la cama, a su lado. Me pasa la pierna derecha por encima de las mías y planta el brazo izquierdo sobre mi cintura, sujetándome para que no me mueva. Joder.
— Sube las manos y colócalas a ambos lados de la cabeza — me ordena.
Obedezco inmediatamente.
— ¿Por qué hago esto, Carlos? — pregunta.
— Porque he puesto los ojos en blanco.
Casi no puedo hablar.
— ¿Te parece que eso es de buena educación?
— No.
— ¿Vas a volver a hacerlo?
— No.
— Te daré unos azotes cada vez que lo hagas, ¿me has entendido?
Muy despacio, me baja los pantalones de chándal. ¡Dios!, qué degradante. Degradante, espeluznante y excitante. Se está pasando un montón con esto. Tengo el corazón en la boca. Me cuesta respirar. Mierda… ¿me va a doler?
Me pone la mano en el trasero desnudo, me manosea con suavidad, acariciándome en círculos con la mano abierta. De pronto su mano ya no está ahí… y entonces me da, fuerte. ¡Auch! Abro los ojos de golpe en respuesta al dolor e intento levantarme, pero él me pone la mano entre los omoplatos para impedirlo. Vuelve a acariciarme donde me ha pegado; le ha cambiado la respiración: ahora es más fuerte y agitado. Me pega otra vez, y otra, rápido, seguido. Dios mío, duelo. No rechisto, con la cara contraída de dolor. Retorciéndome, trato de esquivar los golpes, espoleada por el subidón de adrenalina que me recorre el cuerpo entero.
— Estate quieto — protesta. — o tendré que azotarte más rato.
Primero me frota, luego viene el golpe. Empieza a seguir un ritmo: caricia, manoseo, azote. Tengo que concentrarme para sobrellevar el dolor. Procuro no pensar en nada y digerir la desagradable sensación. No me da dos veces seguidas en el mismo sitio: está extendiendo el dolor.
— ¡Aaaggg! — grito al quinto azote, y caigo en la cuenta de que he ido contando mentalmente los golpes.
— Solo estoy calentando.
Me vuelve a dar y me acaricia con suavidad. La combinación de dolorosos azotes y suaves caricias me nubla la mente por completo. Me pega otra vez; cada vez me cuesta más aguantar. Me duele la cara de tanto contraerla. Me acaricia y me suelta otro golpe.
Vuelvo a gritar.
— No te oye nadie, nene, solo yo.
— Ya está — dice con voz ronca. — Bien hecho, Carlos.
Ahora te voy a follar.
Me acaricia con suavidad el trasero, que me arde mientras me masajea en círculos y hacia abajo. De pronto me mete dos dedos en mi cavidad anal, sin siquiera ponerle algo de lubricante, los metió secos, cogiéndome completamente por sorpresa. Ahogo un grito; la nueva agresión se abre paso a través de mi entumecido cerebro.
— Siente esto. Mira cómo le gusta esto a tu cuerpo, Carlos.
Te tengo empapado.
Hay asombro en su voz. Mueve los dedos, metiendo y sacando deprisa. Gruño y me quejo. No, seguro que no… Entonces los dedos desaparecen, y yo me quedo con las ganas.
— La próxima vez te haré contar. A ver, ¿dónde está ese condón?
Alarga la mano para cogerlo y luego me levanta despacio para ponerme boca abajo sobre la cama. Lo oigo bajarse la cremallera y rasgar el envoltorio del preservativo. Me baja los pantalones de chándal de un tirón y me levanta las rodillas, acariciándome despacio el trasero dolorido.
— Te la voy a meter. Te puedes correr — masculla.
¿Qué? Como si tuviera otra elección…
Y me penetra, hasta el fondo, y yo gimo ruidosamente. Se mueve, entra y sale a un ritmo rápido e intenso, empujando contra mi trasero dolorido. La sensación es más que deliciosa, cruda, envilecedora, devastadora. Se escucha como nuestras pieles chocan, como sus bolas rebotan en mi adolorido trasero. Tengo los sentidos asolados, desconectados, me concentro únicamente en lo que me está haciendo, en lo que siento, en ese tirón ya familiar en lo más hondo de mi vientre, que se agudiza, se acelera. NO… y mi cuerpo traicionero estalla en un orgasmo intenso y desgarrador. Solté todo mi semen en mi vientre, salía de forma goteante dejando un charco.
— ¡Ay, Carlos! — grita cuando se corre él también, agarrándome fuerte mientras se vacía en mi interior.
Se desploma a mi lado, jadeando intensamente, y me sube encima de él y hunde la cara en mi pelo, estrechándome en sus brazos.
— Oh, nene — dice. — Bienvenido a mi mundo.
Nos quedamos ahí tumbados, jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se normalice. Me acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendido sobre su pecho. Pero esta vez no tengo fuerzas para levantar la mano y palparlo. Uf, he sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que pensaba. El dios que llevo dentro está postrado, o al menos calladito. Charles me acaricia de nuevo el pelo con la nariz, inhalando hondo.
— Bien hecho, nene — susurra con una alegría muda en la voz.
Sus palabras me envuelven como una toalla suave y mullida del hotel Heathman: B&B ll Melograno, y me encanta verlo contento.
Me toma de la manga de la camiseta.
— ¿Esto es lo que te pones para dormir? — me pregunta en tono amable.
— Sí — respondo medio adormilado.
— Deberías llevar seda y satén, mi hermoso niño. Te llevaré de compras.
— Me gusta lo que llevo — mascullo, procurando sin éxito sonar indignado.
Me da otro beso en la cabeza.
— Ya veremos — dice.
Seguimos así unos minutos más, horas, a saber; creo que me quedo inmóvil.
— Tengo que irme — dice inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente. — ¿Estás bien? — añade en voz baja.
Medito la respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo al rojo vivo. Sin embargo, asombrosamente, aunque agotado, me siento radiante. El pensamiento me resulta aleccionador, inesperado. No lo entiendo.
— Estoy bien — susurro.
No quiero decir más.
Se levanta.
— ¿Dónde está el baño?
— Por el pasillo, a la izquierda.
Recoge el otro condón y sale del dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme los pantalones de chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me confunde mucho mi reacción. Recuerdo que me dijo — aunque no recuerdo cuándo — que me sentiría mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De verdad que no lo entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir que haya disfrutado de la experiencia — de hecho, aún haría lo que fuera por evitar que se repitiera—, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de recordarlo todo con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza con las manos. No lo entiendo.
Charles vuelve a entrar en la habitación. No puedo mirarlo a los ojos. Bajo la vista a mis manos.
— He encontrado este aceite para niños. Déjame que te eche un poco en el trasero.
¿Qué?
— No, ya se me pasará.
— Carlos — me advierte, y estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo enseguida.
Me coloco mirando hacia la cama. Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los pantalones. Sube y baja, como las bragas de una puta, observa con amargura mi subconsciente. Le digo mentalmente adónde se puede ir. Charles se echa un poco de aceite en la mano y me embadurna el trasero con delicada ternura: de desmaquillador a bálsamo para un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría un líquido tan versátil?
— Me gusta tocarte — murmura.
Y debo coincidir con él: a mí también que lo haga.
— Ya está — dice cuando termina, y vuelve a subirme los pantalones.
Miro de reojo el reloj. Son las diez y media.
— Me marcho ya.
— Te acompaño.
Sigo sin poder mirarlo.
Agarrándome de la mano, me lleva hasta la puerta. Por suerte, Land aún no está en casa. Aún debe de andar cenando con sus padres y con Patricio. Me alegra de verdad que no estuviera por aquí y pudiera oír mi castigo.
— ¿No tienes que llamar a Zhou? — pregunto, evitando el contacto visual.
— Zhou lleva aquí desde las nueve. Mírame — me pide.
Me esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero, cuando lo hago, veo que él me contempla admirado.
— No has llorado — murmura, y luego de pronto me agarra y me besa apasionadamente. — Hasta el domingo — susurra en mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.
Lo veo irse el camino de entrada y subirse al elegante Ferrari negro. No mira atrás. Cierro la puerta y me quedo indefenso en el salón de un piso en el que solo pasaré dos noches más. Un sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por primera vez, me siento solo e incómodo aquí, a disgusto conmigo mismo. ¿Tanto me he distanciado de la persona que soy? Sé que, bajo mi exterior entumecido, no muy lejos de la superficie, acecha un mar de lágrimas. ¿Qué estoy haciendo? La paradoja es que ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar. Tengo que estar de pie. Sé que es tarde, pero decido llamar a mi padre.
— ¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal la graduación? — me pregunta entusiasmado al otro lado de la línea.
Su voz me resulta calmante.
— Siento llamarte tan tarde — le susurro.
Hace una pausa.
— ¿Carlos? ¿Qué pasa? — dice, de pronto muy serio.
— Nada, papá, me apetecía oír tu voz.
Guarda silencio un instante.
— Carlos, ¿qué ocurre? Cuéntamelo, por favor.
Su voz suena suave y tranquilizadora, y sé que le preocupa. Sin previo aviso, se me empiezan a caer las lágrimas. He llorado tanto en los últimos días…
— Por favor, Carlos — me dice, y su angustia refleja la mía.
— Ay, papá, es por un hombre.
— ¿Qué te ha hecho?
Su alarma es palpable.
— No es eso.
Aunque en realidad, sí lo es. Oh, mierda. No quiero preocuparlo. Solo quiero que alguien sea fuerte por mí en estos momentos.
— Carlos, por favor, me estás preocupando.
Inspiro hondo.
— Es que me he enamorado de un chico que es muy distinto de mí y no sé si deberíamos estar juntos.
— Ay, cielo, ojalá pudiera estar contigo. Siento mucho haberme perdido tu graduación. Te has enamorado de alguien, por fin. Cielo, los hombres tienen lo suyo. Son de otra especie. ¿Cuánto hace que lo conoces?
Desde luego Charles es de otra especie… de otro planeta.
— Casi tres semanas o así.
— Carlos, cariño, eso no es nada. ¿Cómo se puede conocer a nadie en ese tiempo? Tómatelo con calma y mantenlo a raya hasta que decidas si es digno de ti.
Wow. La repentina perspicacia de mi padre me desconcierta, pero, en este caso, llega tarde. ¿Qué si es digno de mí? Interesante concepto. Siempre me pregunto si yo soy digno de él.
— Cielo, te noto triste. Ven a casa, haznos una visita. Te echo de menos, cariño. A Guenther también le encantaría verte. Así te distancias un poco y quizá puedas ver las cosas con un poco de perspectiva. Necesitas un descanso. Has estado muy ajetreado.
Madre mía, qué tentación. Huir a dónde está mi padre. Disfrutar de un poco de sol, salir de copas. El buen humor de mi padre, sus brazos amorosos…
— Tengo dos entrevistas de trabajo en Maranello el lunes.
— Qué buena noticia.
Se abre la puerta y aparece Land, sonriéndome. Su expresión se vuelve sombría cuando ve que he estado llorando.
— Papá, tengo que colgar. Me pensaré lo de ir a verlos. Gracias.
— Cielo, por favor, no dejes que un hombre te afecte la vida.
Eres demasiado joven. Sal a divertirte.
— Sí, papá. Te quiero.
— Te quiero muchísimo, Carlos. Cuídate, cielo.
Cuelgo y me enfrento a Land, que me mira furioso.
— ¿Te ha vuelto a disgustar ese idiota indecentemente rico?
— No… es que… eh… sí.
— Mándalo a la mierda, Carlos. Desde que lo conociste, estás muy trastornado. Nunca te había visto así.
El mundo de Lando Norris es muy claro: blanco o negro. No tiene los tonos de gris vagos, misteriosos e intangibles que colorean el mío. «Bienvenida a mi mundo.»
— Siéntate, vamos a hablar. Nos tomamos un vino. Ah, ya has bebido champán. — Examina la botella. — Del bueno, además.
Sonrío sin ganas, mirando aprensiva el sofá. Me acerco a él con cautela. Uf, sentarme.
— ¿Te encuentras bien?
— Me he caído de culo.
No se le ocurre poner en duda mi explicación, porque soy una de las personas más descoordinadas de Italia. Jamás pensé que un día me vendría bien. Me siento, con mucho cuidado, y me sorprende agradablemente ver que estoy bien. Procuro prestar atención a Land, pero la cabeza se me va al Heathman: «Si fueras mío, después del numerito que montaste ayer no podrías sentarte en una semana». Me lo dijo entonces, pero en aquel momento yo no pensaba más que en ser suyo. Todas las señales de advertencia estaban ahí, y yo estaba demasiado despistado y demasiado enamorado para reparar en ellas.
Land vuelve al salón con una botella de vino tinto y las tazas lavadas.
— Venga.
Me ofrece una taza de vino. No sabrá tan bueno como el Bolly.
— Carlos, si es el típico idiota que pasa de comprometerse, mándalo a la mierda. Aunque la verdad es que no entiendo por qué tendría que suceder. En el entoldado no te quitaba los ojos de encima, te vigilaba como un halcón. Yo diría que estaba completamente embobado, pero igual tiene una forma curiosa de demostrarlo.
¿Embobado? ¿Charles? ¿Una forma curiosa de demostrarlo?
Ya te digo.
— Es complicado, Land. ¿Qué tal tu noche? — pregunto.
No puedo hablar de esto con Land sin revelarle demasiado, pero basta con una pregunta sobre su día para que se olvide del tema. Resulta tranquilizador sentarse a escuchar su parloteo habitual. La gran noticia es que Patricio igual se viene a vivir con nosotros cuando vuelvan de vacaciones. Será divertido: con Patricio es un no parar de reír. Frunzo el ceño. No creo que a Charles le parezca bien. Me da igual. Tendrá que aguantarse. Me tomo un par de tazas de vino y decido irme a la cama. Ha sido un día muy largo. Land me da un abrazo y agarra el teléfono para llamar a Pierre.
Después de lavarme los dientes, echo un vistazo al cacharro infernal. Hay un correo de Charles.
De: Charles Leclerc
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:14
Para: Carlos Sainz
Asunto: Usted
Querido Joven Sainz:
Es sencillamente exquisito. El hombre más hermoso, inteligente, ingenioso y valiente que he conocido jamás. Tómese un ibuprofeno (no es un mero consejo). Y no vuelva a agarrar el escarabajo. Me enteraré.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
¡Que no vuelva a agarrar mi coche! Tecleo mi respuesta.
De: Carlos Sainz
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:20
Para: Charles Leclerc
Asunto: Halagos
Querido señor Leclerc:
Con halagos no llegarás a ninguna parte, pero, como ya has estado en todas, da igual. Tendré que coger el Escarabajo para llevarlo a un concesionario y venderlo, de modo que no voy hacer ni caso de la bobada que me propones. Prefiero el tinto al ibuprofeno.
Carlos
P.D.: Para mí, los varazos están dentro de los límites INFRANQUEABLES.
Le doy a «Enviar».
De: Charles Leclerc
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:26
Para: Carlos Sainz
Asunto: Los hombres frustrados no saben aceptar cumplidos Querido Joven Sainz:
No son halagos. Debería acostarse.
Acepto su incorporación a los límites infranqueables.
No beba demasiado.
Zhou se encargará de su coche y lo revenderá a buen precio.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:40
Asunto: ¿Será Zhou el hombre adecuado para esa tarea?
Querido señor:
Me asombra que te importe tan poco que tu mano derecha conduzca mi coche, pero sí que lo haga un hombre al que follas de vez en cuando. ¿Cómo sé yo que Zhou me va a conseguir el mejor precio por el coche? Siempre me he dicho, seguramente antes de conocerte, que estaba conduciendo una auténtica ganga.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:44
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¡Cuidado!
Querido Joven Sainz:
Doy por sentado que es lo más tonto al hablar así, y que el día ha sido muy largo. Aunque me siento tentado de volver allí y asegurarme de que no se siente en una semana, en vez de una noche.
Zhou es ex militar y capaz de conducir lo que sea, desde una moto a un tanque Sherman. Su coche no supone peligro alguno para él.
Por favor, no diga que es «un hombre al que me follo de vez en cuando», porque, la verdad, me ENFURECE, y le aseguro que no le gustaría verme enfadado.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 26 de mayo de 2011 23:57
Para: Charles Leclerc
Asunto: Cuidado, tú
Querido señor Leclerc:
No estoy seguro de que yo te guste, sobre todo ahora.
Joven Sainz
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 00:03
Para: Carlos Sainz
Asunto: Cuidado, tú
¿Por qué no me gustas?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 00:09
Para: Charles Leclerc
Asunto: Cuidado, tú
Porque nunca te quedas en casa.
¡Hala!, eso le dará algo en lo que pensar. Cierro el cacharro con una indiferencia que no siento y me meto en la cama. Apago la lamparita y me quedo mirando al techo. Ha sido un día muy largo, un vaivén emocional constante. Me ha gustado pasar un rato con Zak. Lo he visto bien y, curiosamente, le ha gustado Charles. ¡Dios!, y el chisme de Land… Oír a Charles decir que había pasado hambre. ¿De qué dobles va todo eso? Dios, y el coche. Ni siquiera le he comentado a Land lo del coche nuevo. ¿En qué estaría pensando Charles?
Y encima esta noche me ha pegado de verdad. En mi vida me habían pegado. ¿Dónde me he metido? Muy despacio, las lágrimas, retenidas por la llegada de Land, empiezan a rodarme por los lados de la cara hasta las orejas. Me he enamorado de alguien tan emocionalmente cerrado que no conseguiré más que sufrir — en el fondo, lo sé —, alguien que, según él mismo admite, está completamente jodido. ¿Por qué está tan jodido? Debe de ser horrible estar tan tocado como él; la idea de que de niño fuera víctima de crueldades insoportables me hace llorar aún más. Quizá si fuera más normal no le interesarías, contribuye con sarcasmo mi subconsciente a mis reflexiones. Y en lo más profundo de mi corazón sé que es cierto. Me doy la vuelta, se abren las compuertas… y, por primera vez en años, lloro desconsoladamente con la cara hundida en la almohada.
Los gritos de Land me distraen momentáneamente de mis oscuros pensamientos.
«¿Qué carajo crees que haces aquí?»
«¡Okey, pues no puedes!»
«¿Qué mierda que le has hecho ahora?»
«Desde que te conoció, se pasa el día llorando.»
«¡No puedes venir aquí!»
Charles irrumpe en mi dormitorio y, sin ceremonias, enciende la luz del techo, obligándome a apretar los ojos.
— Dios mío, Carlos — susurra.
La apaga otra vez y, en un segundo, lo tengo a mi lado.
— ¿Qué haces aquí? — pregunto espantado entre sollozos.
Mierda, no puedo parar de llorar.
Enciende la lamparita y me hace guiñar los ojos de nuevo. Viene Land y se queda en el umbral de la puerta.
— ¿Quieres que eche a este cabrón de aquí? — me dice irradiando una hostilidad termonuclear.
Charles lo mira arqueando una ceja, sin duda asombrado por la brutal antipatía que expresa. Niego con la cabeza y él me pone los ojos en blanco. Huy, yo no haría eso delante del señor L.
— Pégame un grito si me necesitas — me dice más sereno. — Leclerc, estás en mi lista negra y te tengo vigilado — le susurra furioso.
Él lo mira extrañado, y ella da media vuelta y entorna la puerta, pero no la cierra.
Charles me mira con expresión grave, el rostro demacrado. Lleva la americana de raya diplomática y del bolsillo interior saca un pañuelo y me lo da. Creo que aún tengo el otro por alguna parte.
— ¿Qué pasa? — me pregunta en voz baja.
— ¿A qué has venido? — le digo yo, ignorando su pregunta.
Mis lágrimas han cesado milagrosamente, pero las convulsiones siguen sacudiendo mi cuerpo.
— Parte de mi papel es ocuparme de tus necesidades. Me has dicho que querías que me quedara, así que he venido. Y te encuentro así. — Me mira extrañado, verdaderamente perplejo. — Seguro que es culpa mía, pero no tengo ni idea de por qué. ¿Es porque te he pegado?
Me incorporo, con una mueca de dolor por mi trasero escocido.
Me siento y lo miro.
— ¿Te has tomado un ibuprofeno?
Niego con la cabeza. Entorna los ojos, se pone de pie y sale de la habitación. Lo oigo hablar con Land, pero no lo que dicen. Al poco, vuelve con pastillas y una taza de agua.
— Tómate esto — me ordena con delicadeza mientras se sienta en la cama a mi lado.
Hago lo que me dice.
— Cuéntame — susurra. — Me habías dicho que estabas bien. De haber sabido que estabas así, jamás te habría dejado.
Me miro las manos. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Quiero más. Quiero que se quede porque él quiera quedarse, no porque esté hecho una magdalena. Y no quiero que me pegue, ¿acaso es mucho pedir?
— Doy por sentado que, cuando me has dicho que estabas bien, no lo estabas.
Me ruborizo.
— Pensaba que estaba bien.
— Carlos, no puedes decirme lo que crees que quiero oír. Eso no es muy sincero — me reprende. — ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me has dicho?
Lo miro tímidamente y lo veo enojado, con una mirada sombría en los ojos. Se pasa ambas manos por el pelo.
— ¿Cómo te has sentido cuando te estaba pegando y después?
— No me ha gustado. Preferiría que no volvieras a hacerlo.
— No tenía que gustarte.
— ¿Por qué te gusta a ti?
Lo miro.
Mi pregunta lo sorprende.
— ¿De verdad quieres saberlo?
— Ah, créeme, me muero de ganas.
Y no puedo evitar el sarcasmo.
Vuelve a fruncir los ojos.
— Cuidado — me advierte.
Palidezco.
— ¿Me vas a pegar otra vez?
— No, esta noche no.
Uf… Mi subconsciente y yo suspiramos de alivio.
— ¿Y bien? — insisto.
— Me gusta el control que me proporciona, Carlos. Quiero que te comportes de una forma concreta y, si no lo haces, te castigaré, y así aprenderás a comportarte como quiero. Disfruto castigándote. He querido darte unos azotes desde que me preguntaste si era gay.
Me sonrojo al recordarlo. Uf, hasta yo quise darme de cara por esa pregunta. Así que él culpable de esto es Lando Norris: si hubiera ido él a la entrevista y le hubiera hecho la pregunta, sería él la que estaría aquí sentado con el culo dolorido. No me gusta la idea. ¿No es un lío todo esto?
— Así que no te gusta como soy.
Se me queda mirando, perplejo de nuevo.
— Me pareces encantador tal como eres.
— Entonces, ¿por qué intentas cambiarme?
— No quiero cambiarte. Me gustaría que fueras respetuoso y que siguieras las normas que te he impuesto y no me desafiaras. Es muy sencillo — dice.
— Pero ¿quieres castigarme?
— Sí, quiero.
— Eso es lo que no entiendo.
Suspira y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
— Así soy yo, Carlos. Necesito controlarte. Quiero que te comportes de una forma concreta, y si no lo haces… Me encanta ver cómo se sonroja y se calienta tu hermosa piel morena bajo mis manos. Me excita.
Madre mía. Ya voy entendiendo algo…
— Entonces, ¿no es el dolor que me provocas?
Traga saliva.
— Un poco, el ver si lo aguantas, pero no es la razón principal. Es el hecho de que seas mío y pueda hacer contigo lo que quiera: control absoluto de otra persona. Y eso me pone. Muchísimo, Carlos. Mira, no me estoy explicando muy bien. Nunca he tenido que hacerlo. No he meditado mucho todo esto. Siempre he estado con gente de mi estilo. — Se encoge de hombros, como disculpándose. — Y aún no has respondido a mi pregunta: ¿cómo te has sentido después?
— Confundido.
— Te ha excitado, Carlos.
Cierra los ojos un instante y, cuando vuelve a abrirlos y me mira, le arden. Su expresión despierta mi lado oscuro, enterrado en lo más hondo de mi vientre: mi libido, despierta domado por él, pero aún insaciable.
— No me mires así — susurra.
Frunzo el ceño. Dios mío, ¿qué he hecho ahora?
— No llevo condones, Carlos, y sabes que estás disgustado. En contra de lo que piensa tu compañero de piso, no soy ningún degenerado. Entonces, ¿te has sentido confundido?
Me estremezco bajo su intensa mirada.
— No te cuesta nada sincerarte conmigo por escrito. Por e-mail, siempre me dices exactamente lo que sientes. ¿Por qué no puedes hacer eso cara a cara? ¿Tanto te intimido?
Intento quitar una mancha imaginaria de la colcha azul y crema de mi padre.
— Me cautivas, Charles. Me abrumas. Me siento como una cucaracha volando cerca del sol — le susurro.
Ahoga un jadeo.
— Pues me parece que eso lo has entendido al revés — dice.
— ¿El qué?
— Ay, Carlos, eres tú el que me ha hechizado. ¿Es que no es obvio?
No, para mí no. Hechizado. El dios que llevo dentro está boquiabierto. Ni siquiera él se lo cree.
— Todavía no has respondido a mi pregunta. Mándame un correo, por favor. Pero ahora mismo. Me gustaría dormir un poco.
— ¿Me puedo quedar?
— ¿Quieres quedarte?
No puedo ocultar la ilusión que me hace.
— Querías que viniera.
— No has respondido a mi pregunta.
— Te mandaré un correo — masculla malhumorado.
Poniéndose en pie, se vacía los bolsillos: BlackBerry, llaves, cartera y dinero. Por Dios, los hombres llevan un montón de mierda en los bolsillos. Se quita el reloj, los zapatos, los calcetines, y deja la americana encima de mi silla. Rodea la cama hasta el otro lado y se mete dentro.
— Túmbate — me ordena.
Me deslizo despacio bajo las sábanas con una mueca de dolor, mirándolo fijamente. Dios Mio, se queda. Me siento paralizado de gozoso asombro. Se incorpora sobre un codo, me mira.
— Si vas a llorar, llora delante de mí. Necesito saberlo.
— ¿Quieres que llore?
— No en particular. Solo quiero saber cómo te sientes. No quiero que te me escapes entre los dedos. Apaga la luz. Es tarde y los dos tenemos que trabajar mañana.
Ya lo tengo aquí, tan dominante como siempre, pero no me quejo: está en mi cama. No acabo de entender por qué. Igual debería llorar más a menudo delante de él. Apago la luz de la mesita.
— Quédate en tu lado y date la vuelta — susurra en la oscuridad.
Pongo los ojos en blanco a sabiendo de que no puede verme, pero hago lo que me dice. Con sumo cuidado, se acerca, me rodea con los brazos y me estrecha contra su pecho.
— Duerme, nene — susurra, y noto su nariz en mi pelo, inspirando hondo.
Dios mío. Charles Leclerc se queda a dormir. Al abrigo de sus brazos, me sumo en un sueño tranquilo.
Chapter 17: Capítulo 17
Summary:
— Hola — respondo ruborizándome.
— Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. — Me toma de la mano y me lleva al sofá. — Quiero enseñarte algo — dice mientras nos sentamos.
Me pasa el Maranello Times. En la página ocho, hay una fotografía de los dos en la ceremonia de graduación. Madre mía. Salgo en el periódico. Leo el pie de foto.
Charles Leclerc y su amigo en la ceremonia de graduación de la Universidad de Formigine.
Me echo a reír.
— Así que ahora soy tu «amigo».
— Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.
Notes:
Ya solo quedan 9 capítulos, vamos por la recta final :)
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
La llama de la vela quema demasiado. Parpadea y me muevo con el aire abrasador, un aire que no alivia el calor. Las suaves alas de gasa se baten de un lado a otro en la oscuridad, rociando de escamas polvorientas el círculo de luz. Me esfuerzo por resistir, pero me atrae. Luego todo es muy luminoso y vuelo demasiado cerca del sol, deslumbrado por la luz, abrasándome y derritiéndome de calor, agotado de intentar mantenerme en el aire. Estoy ardiendo. El calor es asfixiante, sofocante.
Me despierto. Abro los ojos y me encuentro abrazado por Charles Leclerc. Me envuelve como el patriota victorioso lo hace en su bandera. Está profundamente dormido, con la cabeza en mi pecho, el brazo por encima de mí, estrechándome contra su cuerpo, con una pierna echada por encima de las mías. Me asfixia con el calor de su cuerpo, y me pesa. Me tomo un momento para digerir que aún está en mi cama y dormido como un tronco, y que ya hay luz fuera, luz de día. Ha pasado la noche entera conmigo.
Tengo el brazo derecho extendido, sin duda en busca de algún sitio fresco y, mientras proceso el hecho de que aún está conmigo, se me ocurre que puedo tocarlo. Está dormido. Tímidamente, levanto la mano y paseo las yemas de los dedos por su espalda. Oigo un gruñido gutural de angustia, y se revuelve. Me acaricia el pecho con la nariz e inspira hondo mientras se despierta. Sus ojos verdes, soñolientos y parpadeantes, se topan con los míos por debajo de su maraña de pelo alborotado.
— Buenos días — masculla, y frunce el ceño. — Dios, hasta mientras duermo me siento atraído por ti.
Se mueve despacio, despegando sus extremidades de mí mientras se orienta. Noto su erección contra mi cadera. Percibe mi cara de asombro y me dedica una sonrisa lenta y sensual.
— Mmm, esto promete, pero creo que deberíamos esperar al domingo.
Se inclina hacia delante y me acaricia la oreja con la nariz.
Me ruborizo, aunque ya estoy rojo como un tomate por su calor corporal y por sentir su pene.
— Estás ardiendo — susurro.
— Tú tampoco te quedas corto — me susurra él, y se aprieta contra mi cuerpo, sugerente.
Me sonrojo aún más. No me refería a eso. Se incorpora sobre un codo y me mira, divertido. Se inclina y, para mi sorpresa, me planta un suave beso en los labios.
— ¿Has dormido bien? — me pregunta.
Asiento con la cabeza, mirándolo, y me doy cuenta de que he dormido muy bien salvo por la última media hora, en la que tenía demasiado calor.
— Yo también. — Frunce el ceño. — Sí, muy bien. — Arquea la ceja, a la vez sorprendido y confuso. — ¿Qué hora es?
Miro el despertador.
— Son las siete y media.
— Las siete y media… ¡mierda! — Salta de la cama y se pone los vaqueros.
Ahora me toca a mí sonreír divertido mientras me incorporo. Charles Leclerc llega tarde y está nervioso. Esto es algo que no he visto antes. De pronto caigo en la cuenta de que el trasero ya no me duele.
— Eres muy mala influencia para mí. Tengo una reunión. Tengo que irme. Debo estar en Formigine a las ocho. ¿Te estás riendo de mí?
— Sí.
Sonríe.
— Llego tarde. Yo nunca llego tarde. También esto es una novedad, joven Sainz.
Se pone la americana, se agacha y me coge la cabeza con ambas manos
— El domingo — dice, y la palabra está llena de una promesa silenciosa.
Las entrañas se me expanden y luego se contraen de deliciosa expectación. La sensación es exquisita. Dios Mio, si mi cabeza pudiera estar a la altura de mi cuerpo. Se inclina y me da un beso rápido. Toma sus cosas de la mesita y los zapatos, que no se pone.
— Zhou vendrá a encargarse de tu escarabajo. Lo dije en serio. No lo agarres. Te veo en mi casa el domingo. Te diré la hora por correo.
Y, como un torbellino, desaparece. Charles Leclerc ha pasado la noche conmigo, y me siento descansado. Y no ha habido sexo, solo hemos hecho la cucharita. Me dijo que nunca había dormido con nadie, pero ya ha dormido tres veces conmigo. Sonrío y salgo despacio de la cama. Estoy más animado de lo que he estado en las últimas veinticuatro horas o así. Me dirijo a la cocina; necesito una taza de té.
Después de desayunar, me ducho y me visto rápidamente para mi último día en Volwes’s. Es el fin de una era: adiós a los señores Volwes’s, a la universidad, a la ciudad, a mi piso, a mi escarabajo. Echo un vistazo al cacharro: son las 07:52. Tengo tiempo.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:05
Para: Charles Leclerc
Asunto: Asalto y agresión: efectos secundarios
Querido señor Leclerc:
Lo que realmente me preocupó fue cómo me sentí después. Y eso es más difícil de explicar con palabras. Me hizo feliz que tú lo fueras. Me alivió que no fuera tan doloroso como había pensado que sería. Y mientras estuve tumbado entre tus brazos, me sentí… plena. Pero esa sensación me incomoda mucho, incluso hace que me sienta culpable. No me encaja y, en consecuencia, me confunde. ¿Responde eso a tu pregunta?
Espero que el mundo de las fusiones y adquisiciones esté siendo tan estimulante como siempre, y que no hayas llegado demasiado tarde.
Gracias por quedarte conmigo.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:24
Para: Carlos Sainz
Asunto: Libere su mente
Interesante, aunque el asunto del mensaje sea algo exagerado, joven Sainz.
Respondiendo a su pregunta: yo diría «azotes», y eso es lo que fueron.
¿Así que se sintió humillado, rebajado, denigrado y agredido? ¡Es tan Tess Durbeyfield…! Si no recuerdo mal, fue usted el que optó por la corrupción. ¿De verdad se siente así o cree que debería sentirse así? Son dos cosas muy distintas. Si es así como se siente, ¿cree que podría intentar abrazar esas sensaciones y digerirlas, por mí? Eso es lo que haría un sumiso. Agradezco su inexperiencia. Lo valoro, y estoy empezando a entender lo que significa. En pocas palabras: significa que es mío en todos los sentidos. 1
Sí, estaba excitado, lo que a su vez me excitó a mí; no hay nada malo en eso.
«Feliz» es un adjetivo que apenas alcanza a expresar lo que sentí. «Extasiado» se aproxima más.
Los azotes de castigo duelen bastante más que los sensuales, así que nunca le dolerá más de eso, salvo, claro, que cometa alguna infracción importante, en cuyo caso me serviré de algún instrumento para castigarlo. Luego me dolía mucho la mano. Pero me gusta.
También yo me sentí pleno, más de lo que jamás podrías imaginar.
No malgaste sus energías con sentimientos de culpa y pecado. Somos mayores de edad y lo que hagamos a puerta cerrada es cosa nuestra. Debe liberar su mente y escuchar a su cuerpo.
El mundo de las fusiones y adquisiciones no es ni mucho menos tan estimulante como usted, joven Sainz.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Oh, Dios… «mío en todos los sentidos». Se me entrecorta la respiración.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:26
Para: Charles Leclerc
Asunto: Mayores de edad
¿No estás en una reunión?
Me alegro mucho de que te doliera la mano.
Y, si escuchara a mi cuerpo, ahora mismo estaría en Alaska.
Carlos
P.D.: Me pensaré lo de abrazar esas sensaciones.
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:35
Para: Carlos Sainz
Asunto: No ha llamado a la poli
Joven Sainz:
Ya que lo pregunta, estoy en una reunión, hablando del mercado de futuros.
Por si no lo recuerda, se acercó a mí sabiendo muy bien lo que iba a hacer.
En ningún momento me pidió que parara; no utilizó ninguna palabra de seguridad.
Es adulto; toma sus propias decisiones.
Sinceramente, espero con ilusión la próxima vez que se me caliente la mano.
Es evidente que no está escuchando a la parte correcta de su cuerpo.
En Alaska hace mucho frío y no es un buen escondite. Lo encontraría.
Puedo rastrear su móvil, ¿recuerda?
Váyase a trabajar.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Miro enojado la pantalla. Tiene razón, claro. Yo decido. Mmm. ¿Dirá en serio lo de ir a buscarme? ¿Debería optar por escaparme una temporada? Contemplo un instante la posibilidad de aceptar el ofrecimiento de mi padre. Le doy a «Responder».
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:36
Para: Charles Leclerc
Asunto: Acosador
¿Has buscado ayuda profesional para esa tendencia al acoso?
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:38
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¿Acosador, yo?
Le pago al eminente doctor Helmut una pequeña fortuna para que se ocupe de mi tendencia al acoso y de las otras. Vete a trabajar.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:40
Para: Charles Leclerc
Asunto: Charlatanes caros
Si me lo permites, te sugiero que busques una segunda opinión. No estoy seguro de que el doctor Helmut sea muy eficiente.
Joven Sainz
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:43
Para: Carlos
Asunto: Segundas opiniones
Te lo permita o no, no es asunto tuyo, pero el doctor Helmut es la segunda opinión.
Vas a tener que acelerar en tu coche nuevo y ponerte en peligro innecesariamente. Creo que eso va contra las normas. VETE A TRABAJAR.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:47
Para: Charles Leclerc
Asunto: MAYÚSCULAS CHILLONAS
Como soy el blanco de tu tendencia al acoso, creo que sí es asunto mío. No he firmado aún, así que las normas me las sudan. Y no entro hasta las nueve y media.
Joven Sainz
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:49
Para: Carlos Sainz
Asunto: Lingüística descriptiva
¿«Sudan»? Dudo mucho que eso venga en el diccionario.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:52
Para: Charles Leclerc
Asunto: Lingüística descriptiva
Sale después de «acosador» y de «controlador obsesivo».
Y la lingüística descriptiva está dentro de mis límites infranqueables.
¿Me dejas en paz de una vez? Me gustaría irme a trabajar en mi coche nuevo.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 08:56
Para: Carlos Sainz
Asunto: Hombres difíciles pero divertidos
Me pica la palma de la mano.
Conduzca con cuidado, joven Sainz.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Es un lujo conducir el Ferrari. Tiene dirección asistida. Isabela, mi Escarabajo, no tiene nada de eso, así que se acabó el único ejercicio físico que hacía al día, que era el de conducir. Ah, pero, según las normas de Charles, tendré que lidiar con un entrenador personal. Frunzo el ceño. Odio hacer ejercicio.
Mientras conduzco, trato de analizar los correos que hemos intercambiado. A veces es un hijo de puta condescendiente. Luego pienso en Christian y me siento culpable. Claro que él no lo parió. Uf, eso es todo un mundo de dolor desconocido para mí. Sí, soy adulto, gracias por recordármelo, Charles Leclerc, y yo decido. El problema es que yo solo quiero a Charles, no todo su… bagaje, y ahora mismo tiene la bodega completa de un 747. ¿Qué me relaje y lo acepte, como un sumiso? Dije que lo intentaría, pero es muchísimo pedir.
Me meto en el aparcamiento de Volwes’s. Mientras entro, caigo en que me cuesta creer que hoy sea mi último día. Por suerte, hay jaleo en la tienda y el tiempo pasa rápido. A la hora de comer, el señor Volwes me llama desde el almacén. Está al lado de un mensajero en moto.
— ¿Joven Sainz? — pregunta el mensajero.
Miro intrigada al señor Volwes, que se encoge de hombros, tan perplejo como yo. Se me cae el alma a los pies. ¿Qué me habrá mandado Charles ahora? Firmo el albarán del paquetito y lo abro enseguida. Es un BlackBerry. Se me desploma el ánimo por completo. Lo enciendo.
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 11:15.
Para: Carlos Sainz
Asunto: BlackBerry PRESTADO
Quiero poder localizarte a todas horas y, como esta es la forma de comunicación con la que más te sinceras, he pensado que necesitabas una BlackBerry.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 27 de mayo de 2011 13:22
Para: Charles Leclerc
Asunto: Consumismo desenfrenado
Me parece que te hace falta llamar al doctor Helmut ahora mismo.
Tu tendencia al acoso se está descontrolando.
Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando llegue a casa.
Gracias por este otro cacharrito.
No me equivocaba cuando te dije que eres un consumista compulsivo.
¿Por qué haces esto?
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 13:24
Para: Carlos Sainz
Asunto: Muy sagaz para ser tan joven
Una muy buena puntualización, como de costumbre, joven Sainz.
El doctor Helmut está de vacaciones.
Y hago esto porque puedo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Me meto el cacharrito en el bolsillo, y ya lo odio. Escribir a Charles me resulta adictivo, pero se supone que estoy trabajando. Me vibra una vez en el trasero — qué propio, me digo con ironía. — pero me armo de valor y lo ignoro.
A las cuatro, los señores Volwes reúnen a los demás empleados de la tienda y, con un discurso emotivo y embarazoso, me entregan un cheque por importe de trescientos dólares. En ese momento, se amontonan en mi interior los acontecimientos de las tres últimas semanas: exámenes, graduación, multimillonarios jodidos e intensos, desfloramiento, límites tolerables e infranqueables, cuartos de juego sin consolas, paseos en helicóptero, y el hecho de que mañana me mudo. Asombrosamente, logro mantener la compostura. Mi subconsciente está pasmada. Abrazo con fuerza a los Volwes. Han sido unos jefes amables y generosos, y los echaré de menos.
Land está saliendo del coche cuando llego a casa.
— ¿Qué es eso? — pregunta acusador, señalando el Ferrari.
No puedo resistirme.
— Un coche — espeto. Entrecierra los ojos y, por un momento, me pregunto si también él me va a tumbar en sus rodillas. — Mi regalo de graduación — digo con fingido desenfado.
Sí, me regalan coches caros todos los días. Se queda boquiabierto.
— Ese estúpido generoso y arrogante, ¿no?
Asiento con la cabeza.
— He intentado rechazarlo, pero, francamente, es inútil esforzarse.
Land frunce los labios.
— No me extraña que estés abrumado. He visto que al final se quedó.
— Sí.
Sonrío melancólico.
— ¿Terminamos de empaquetar?
Asiento y la sigo dentro. Miro el correo de Charles.
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 13:40
Para: Carlos Sainz
Asunto: Domingo
¿Quedamos el domingo a la una?
El doctor te esperará en el Escala a la una y media.
Yo me voy a Maranello ahora.
Confío en que la mudanza vaya bien, y estoy deseando que llegue el domingo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Dios Mio, como si hablara del tiempo. Decido contestarle cuando hayamos terminado de empaquetar. Tan pronto resulta divertidísimo como se pone en plan formal e insoportable. Cuesta seguirlo. La verdad, es como si le hubiera enviado un correo a un empleado. Para fastidiar, pongo los ojos en blanco y me voy a empaquetar con Land.
Land y yo estamos en la cocina cuando alguien llama a la puerta. Veo a Zhou en el porche, impoluto con su traje. Detecto vestigios de su pasado militar en el corte de pelo al cero, su físico cuidado y su mirada fría.
— Joven Sainz — dice. — he venido a por su coche.
— Ah, sí, claro. Pasa, iré a por las llaves.
Seguramente esto va mucho más allá de la llamada del deber. Vuelvo a preguntarme en qué consistirá exactamente el trabajo de Zhou. Le doy las llaves y nos acercamos en medio de un silencio incómodo — para mí — al Escarabajo azul claro. Abro la puerta y saco la linterna de la guantera. Ya está. No llevo ninguna otra cosa personal dentro de Isabela. Adiós, Isabela. Gracias. Acaricio su techo mientras cierro la puerta del copiloto.
— ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para el señor Leclerc? — le pregunto.
— Cuatro años, joven Sainz.
De pronto siento una necesidad irrefrenable de bombardearlo a preguntas. Lo que debe saber este hombre de Charles, todos sus secretos. Claro que probablemente habrá firmado un acuerdo de confidencialidad. Lo miro nervioso. Tiene la misma expresión silenciosa de Zak, y me empieza a caer bien.
— Es un buen hombre, joven Sainz — dice, y sonríe.
Luego se despide con un gesto, sube a mi coche y se aleja en él. El piso, el Escarabajo, los Volwes… todo ha cambiado ya. Meneo la cabeza mientras vuelvo a entrar en casa. Y el mayor cambio de todos es Charles Leclerc. Zhou piensa que es «un buen hombre». ¿Puedo creerle?
A las ocho, cenamos comida china con Esteban. Hemos terminado. Ya lo hemos empaquetado todo y estamos listas para el traslado. Esteban trae varias botellas de cerveza; Land yo nos sentamos en el sofá, él se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas, entre las dos. Vemos telebasura, bebemos cerveza y, a medida que va avanzando la noche y la cerveza va haciendo efecto, bulliciosos y emotivos, vamos rescatando recuerdos. Han sido cuatro años estupendos.
Mi relación con Esteban ha vuelto a la normalidad, olvidado ya el intento de beso. Bueno, lo he metido debajo de la alfombra en la que está tumbado el Dios que llevo dentro, comiendo uvas y tamborileando con los dedos, esperando con impaciencia el domingo. Llaman a la puerta y el corazón se me sube a la boca. ¿Será…?
Abre Land, Pierre prácticamente lo toma en el aire. Lo envuelve en un abrazo hollywoodiense que enseguida se convierte en un apasionado estrujón europeo. Por favor, márchense a un hotel. Esteban y yo nos miramos. Me espanta su falta de pudor.
— ¿Nos vamos al bar? — le pregunto a Esteban, que asiente enérgicamente.
A los dos nos incomoda demasiado el erotismo desenfrenado que se despliega ante nosotros. Land me mira, sonrojado y con los ojos brillantes.
— Esteban y yo vamos a tomar algo.
Le pongo los ojos en blanco. ¡Ja! Aún puedo poner los ojos en blanco cuando me plazca.
— Vale.
Sonríe.
— Hola, Pierre. Adiós, Pierre.
Me guiña uno de sus enormes ojos azules, y Esteban y yo salimos por la puerta, riendo como dos adolescentes. Mientras bajamos la calle despacio en dirección al bar, tomo del brazo de Esteban. Dios, es una persona tan normal. No había sabido valorarlo hasta ahora.
— Vendrás de todas formas a la inauguración de mi exposición, ¿verdad?
— Desde luego, Esteban. ¿Cuándo es?
— El 9 de junio.
— ¿En qué día cae?
De repente me entra el pánico.
— Es jueves.
— Sí, sin problema… ¿Y tú vendrás a vernos a Maranello?
— Trata de impedírmelo.
Sonríe.
Es tarde cuando vuelvo del bar. No veo a Lando ni Pierre por ninguna parte, pero los oigo. Dios Mio. Espero no ser tan escandaloso. Sé que Charles no lo es. Me ruborizo de pensarlo y huyo a mi habitación. Tras un abrazo breve y por suerte nada embarazoso, Esteban se ha ido. No sé cuándo volveré a verlo, probablemente en la exposición de sus fotografías; aún me asombra que por fin haya conseguido exponer. Lo echaré de menos, y echaré de menos su encanto infantil. No he sido capaz de contarle lo del Escarabajo. Sé que se pondrá frenético cuando se entere, y con un hombre que se me enfade tengo más que suficiente. Ya en mi cuarto, echo un ojo al cacharro infernal y, por supuesto, tengo correo de Charles.
De: Charles Leclerc
Fecha: 27 de mayo de 2011 22:14
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¿Dónde estás?
«Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando llegue a casa.» ¿Aún sigues en el trabajo, o es que has empaquetado el teléfono, la BlackBerry y el MacBook?
Llámame o me veré obligado a llamar a Pierre.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Maldita sea… Esteban… mierda.
Cojo el teléfono. Cinco llamadas perdidas y un mensaje de voz.
Tímidamente, escucho el mensaje. Es Charles.
«Me parece que tienes que aprender a lidiar con mis expectativas. No soy un hombre paciente. Si me dices que te pondrás en contacto conmigo cuando termines de trabajar, ten la decencia de hacerlo. De lo contrario, me preocupo, y no es una emoción con la que esté familiarizado, por lo que no la llevo bien. Llámame.»
Mierda, mierda. ¿Es que nunca me va a dar un respiro? Miro enojado el teléfono. Me asfixia. Con una honda sensación de miedo en la boca del estómago, localizo su número y pulso la tecla de llamada. Mientras espero a que conteste, se me sube el corazón a la boca. Seguramente le encantaría darme una paliza de cincuenta mil demonios. La idea me deprime.
— Hola — dice en voz baja, y su tono me descoloca, porque me lo esperaba furioso, pero el caso es que suena aliviado.
— Hola — susurro.
— Me tenías preocupado.
— Lo sé. Siento no haberte respondido, pero estoy bien.
Hace una pausa breve.
— ¿Lo has pasado bien esta noche? — me pregunta de lo más comedido.
— Sí. Hemos terminado de empaquetar y Lando y yo hemos cenado comida china con Esteban.
Aprieto los ojos con fuerza al mencionar a Esteban. Charles no dice nada.
— ¿Qué tal tú? — le pregunto para llenar el repentino silencio abismal y ensordecedor.
No pienso consentir que haga que me sienta culpable por lo de Esteban.
Por fin, suspira.
— He asistido a una cena con fines benéficos. Aburridísima. Me he ido en cuanto he podido.
Lo noto tan triste y resignado que se me encoge el corazón. Lo recuerdo hace algunas noches, sentado al piano de su enorme salón, acompañado por la insoportable melancolía agridulce de la música que tocaba.
— Ojalá estuvieras aquí — susurro, porque de pronto quiero abrazarlo. Consolarlo. Aunque no me deje. Necesito tenerlo cerca.
— ¿En serio? — susurra mansamente.
Dios Mio. Si no parece él; se me eriza el cuero cabelludo de repentina aprensión.
— Sí — le digo.
Al cabo de una eternidad, suspira.
— ¿Nos veremos el domingo?
— Sí, el domingo — susurro, y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
— Buenas noches.
— Buenas noches, señor.
Mi apelativo lo toma desprevenido, lo sé por su hondo suspiro.
— Buena suerte con la mudanza de mañana, Carlos.
Su voz es suave, y los dos nos quedamos pegados al teléfono como adolescentes, sin querer colgar.
— Cuelga tú — le susurro.
Por fin, noto que sonríe.
— No, cuelga tú.
Ahora sé que está sonriendo.
— No quiero.
— Yo tampoco.
— ¿Estabas enfadado conmigo?
— Sí.
— ¿Todavía lo estás?
— No.
— Entonces, ¿no me vas a castigar?
— No. Yo soy de aquí te tomo, aquí te mato.
— Ya lo he notado.
— Ya puede colgar, joven Sainz.
— ¿En serio quiere que lo haga, señor?
— Vete a la cama, Carlos.
— Sí, señor.
Ninguno de los dos cuelga el teléfono.
— ¿Alguna vez crees que serás capaz de hacer lo que te digan?
Parece divertido y exasperado a la vez.
— Puede. Lo sabremos después del domingo. — Y pulso la tecla de colgar.
Pierre admira su obra. Nos ha reconectado la tele al satélite del piso de Pike Place Market. Lando y yo nos tiramos al sofá, riendo como bobos, impresionados por su habilidad con el taladro eléctrico. La tele de plasma queda rara sobre el fondo de ladrillo visto del almacén reconvertido, pero ya me acostumbraré.
— ¿Ves, nene? Fácil.
Le dedica una sonrisa de dientes blanquísimos a Lando y él casi literalmente se derrite en el sofá.
Les pongo los ojos en blanco a los dos.
— Me encantaría quedarme, nene, pero mi hermano ha vuelto de México y esta noche tengo cena familiar ineludible.
— ¿No puedes pasarte luego? — pregunta Lando tímidamente, con una dulzura impropia de él.
Me levanto y me acerco a la zona de la cocina fingiendo que voy a desempaquetar una de las cajas. Se van a poner pegajosos.
— A ver si me puedo escapar — promete.
— Bajo contigo— dice Lando sonriendo.
— Hasta luego, Carlos — se despide Pierre con una amplia sonrisa.
— Adiós, Pierre. Saluda a Charles de mi parte.
— ¿Solo saludar? — Arquea las cejas como insinuando algo.
— Sí.
Me guiña el ojo y me pongo colorado mientras él sale del piso con Lando. Pierre es un encanto, muy distinto de Charles. Es agradable, abierto, cariñoso, muy cariñoso, demasiado cariñoso, con Lando. No se quitan las manos de encima el uno al otro; lo cierto es que llega a resultar violento… y yo me pongo con leve envidia.
Lando vuelve unos veinte minutos después con pizza; nos sentamos, rodeados de cajas, en nuestro nuevo y diáfano espacio, y nos la comemos directamente de la caja. La verdad es que el padre de Lando se ha portado. El piso no es un palacio, pero sí lo bastante grande: tres dormitorios y un salón inmenso con vistas a Pike Place Market. Son todo suelos de madera maciza y ladrillo rojo, y las superficies de la cocina son de hormigón pulido, muy práctico, muy actual. A los dos nos encanta el hecho de que vamos a estar en pleno centro de la ciudad.
A las ocho suena el teléfono. Lando da un bote y a mí se me sube el corazón a la boca.
— Un paquete, joven Sainz, señor Norris.
La decepción corre de forma libre e inesperada por mis venas.
No es Charles.
— Segundo piso, apartamento dos.
Lando abre al mensajero. El chaval se queda boquiabierto al ver a Lando, con sus vaqueros ajustados, su camiseta y el pelo alborotado con algunos mechones sueltos en su cara. Tiene ese efecto en los hombres. El chico sostiene una botella de champán con un globo en forma de helicóptero atado a ella. Lando lo despide con una sonrisa deslumbrante y me lee la tarjeta.
Señores:
Buena suerte en su nuevo hogar.
Charles Leclerc
Lando mueve la cabeza en señal de desaprobación.
— ¿Es que no puede poner solo «de Charles»? ¿Y qué es este globo tan raro en forma de helicóptero?
— Charlie Tango.
— ¿Qué?
— Charles me llevó a Maranello en su helicóptero.
Me encojo de hombros.
Lando me mira boquiabierto. Debo decir que me encantan estas ocasiones, porque son pocas: Lando Norris, mudo y pasmado. Me doy el gustazo de disfrutar del instante.
— Pues sí, tiene helicóptero y lo pilota él — digo orgulloso.
— Cómo no… Ese idiota indecentemente rico tiene helicóptero. ¿Por qué no me lo habías contado?
Lando me mira acusadoramente, pero sonríe, cabeceando con incredulidad.
— He tenido demasiadas cosas en la cabeza últimamente.
Frunce el ceño.
— ¿Te las apañarás solo mientras estoy fuera?
— Claro — respondo tranquilizador.
Ciudad nueva, en paro… un novio de lo más rarito.
— ¿Le has dado nuestra dirección?
— No, pero el acoso es una de sus especialidades — sospecho sin darle importancia.
Lando frunce aún más el ceño.
— Por qué será que no me sorprende. Me inquieta, Carlos. Por lo menos el champán es bueno, y está frío.
Por supuesto, solo Charles enviaría champán frío, o le pediría a su secretario que lo hiciera… o igual a Zhou. Lo abrimos allí mismo y localizamos nuestras tazas; son lo último que hemos empaquetado.
— Bollinger Grande Année Rosé 1999, una añada excelente.
Sonrío a Lando y brindamos por nuestra nueva vida. Me despierto temprano en la mañana de un domingo gris después de una noche de sueño asombrosamente reparador, y me quedo tumbado mirando fijamente mis cajas. Deberías ir desempaquetando tus cosas, me regaña mi subconsciente, juntando y frunciendo sus labios. No, hoy es el día. El dios que llevo dentro está fuera de sí, dando saltitos primero con un pie y luego con el otro. La expectación, pesada y portentosa, se cierne sobre mi cabeza como una oscura nube de tormenta tropical. Siento las mariposas en el estómago, además del dolor más oscuro, carnal y cautivador que me produce el tratar de imaginar qué me hará. Luego, claro, tengo que firmar ese condenado contrato… ¿o no? Oigo el sonido de correo entrante en el cacharro infernal, que está en el suelo junto a la cama.
De: Charles Leclerc
Fecha: 29 de mayo de 2011 08:04
Para: Carlos Sainz
Asunto: Mi vida en cifras
Si vienes en coche, vas a necesitar este código de acceso para el garaje subterráneo del Escala: 146963.
Aparca en la plaza 5: es una de las mías. El código del ascensor: 1880.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 29 de mayo de 2011 08:08
Para: Charles Leclerc
Asunto: Una añada excelente
Sí, señor. Entendido.
Gracias por el champán y el globo de Charlie Tango, que tengo atado a mi cama.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 29 de mayo de 2011 08:11
Para: Carlos Sainz
Asunto: Envidia
De nada.
No llegues tarde.
Afortunado Charlie Tango.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Pongo los ojos en blanco ante lo dominante que es, pero la última línea me hace sonreír. Me dirijo al baño, preguntándome si Pierre volvería anoche y esforzándome por controlar los nervios.
¡Puedo conducir el Ferrari! Justo a las 12:55 h entro en el garaje del Escala y aparco en la plaza 5. ¿Cuántas plazas tiene? El Ferrari F12 TRS está ahí, el F50 y dos Ferrari 288 GTO más pequeños. Compruebo cómo me veo, si no tengo algún pedazo de comida entre los dientes, con el espejito iluminado de la visera de mi asiento. En el Escarabajo no tenía.
¡Ánimo! El dios que llevo dentro agita los pompones; lo tengo en modo animador. En el reflejo infinito de espejos del ascensor me miro el traje color ciruela… bueno, el traje color ciruela de Lando. La última vez que me lo puse Charles quiso quitármelo enseguida. Me excito al recordarlo. Qué sensación tan deliciosa… y luego recupero el aliento. Llevo la ropa interior que Zhou me compró. Me sonrojo al imaginar a ese hombre de pelo rapado recorrer los pasillos de dondequiera que lo comprara. Se abren las puertas y me encuentro en el vestíbulo del apartamento número uno.
Cuando salgo del ascensor, veo a Zhou delante de la puerta de doble hoja.
— Buenas tardes, joven Sainz — dice.
— Llámame Carlos, por favor.
— Carlos.
Sonríe.
— El señor Leclerc lo espera.
Apuesto a que sí.
Charles está sentado en el sofá del salón, leyendo la prensa del domingo. Alza la vista cuando Zhou me hace pasar. La estancia es exactamente como la recordaba; aunque solo hace una semana que estuve aquí, me parece que haga mucho más. Charles parece tranquilo y sereno; de hecho, está divino. Viste vaqueros y una camisa suelta de lino blanco; no lleva zapatos ni calcetines. Tiene el pelo revuelto y despeinado, y en sus ojos hay un brillo malicioso. Se levanta y se acerca despacio a mí, con una sonrisa satisfecha en esos labios tan bien esculpidos.
Yo sigo inmóvil a la puerta del salón, paralizado por su belleza y la dulce expectación ante lo que se avecina. La corriente que hay entre nosotros está ahí, encendiéndose lentamente en mi vientre, atrayéndome hacia él.
— Mmm… ese traje — murmura complacido mientras me examina de arriba abajo. — Bienvenido de nuevo, joven Sainz — susurra y, tomándome de la barbilla, se inclina y me deposita un beso suave en la boca.
El contacto de sus labios y los míos resuena por todo mi cuerpo.
Se me entrecorta la respiración.
— Hola — respondo ruborizándome.
— Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. — Me toma de la mano y me lleva al sofá. — Quiero enseñarte algo — dice mientras nos sentamos.
Me pasa el Maranello Times. En la página ocho, hay una fotografía de los dos en la ceremonia de graduación. Madre mía. Salgo en el periódico. Leo el pie de foto.
Charles Leclerc y su amigo en la ceremonia de graduación de la Universidad de Formigine.
Me echo a reír.
— Así que ahora soy tu «amigo».
— Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.
Sonríe satisfecho.
Está sentado a mi lado, completamente vuelto hacia mí, con una pierna metida debajo de la otra. Alarga la mano y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja con el índice. Mi cuerpo revive con sus caricias, ansioso y expectante.
— Entonces, Carlos, ahora tienes mucho más claro cuál es mi rollo que la otra vez que estuviste aquí.
— Sí.
¿Adónde pretende llegar?
— Y aun así has vuelto.
Asiento tímidamente con la cabeza y sus ojos se encienden.
Mueve la cabeza, como si le costara digerir la idea.
— ¿Has comido? — me pregunta de repente.
Mierda.
— No.
— ¿Tienes hambre?
Se está esforzando por no parecer enfadado.
— De comida, no — susurro, y se le inflan las aletas de la nariz.
Se inclina hacia delante y me susurra al oído.
— Tan impaciente como siempre, joven Sainz. ¿Te cuento un secreto? Yo también. Pero el doctor Stella no tardará en llegar.
— Se incorpora. — Deberías comer algo — me reprende moderadamente.
Se me enfría la sangre hasta ahora encendida. Madre mía, la visita médica. Lo había olvidado.
— Háblame del doctor Stella — digo para distraernos a los dos.
— Es el mejor especialista en Maranello.
¿Qué más puedo decir?
Se encoge de hombros.
— Pensaba que me iba a atender «tu» doctor. Y no me digas que en realidad eres un hombre, porque no te creo.
Me lanza una mirada de no digas estupideces.
— Creo que es preferible que te vea un especialista, ¿no? — me dice con suavidad.
Asiento. Madre mía, si de verdad es el mejor y la ha citado para que venga a verme en domingo, ¡a la hora de comer!, no quiero ni imaginarme el dinero que le habrá costado. Charles frunce el ceño de pronto, como si hubiera recordado algo desagradable.
— Carlos, a mi padre le gustaría que vinieras a cenar esta noche. Tengo entendido que Pierre se lo va a pedir a Lando también. No sé si te guste. A mí se me hace raro presentarte a mi familia.
¿Raro? ¿Por qué?
— ¿Te avergüenzas de mí? — digo sin poder disimular que estoy dolido.
— Por supuesto que no — contesta poniendo los ojos en blanco.
— ¿Y por qué se te hace raro?
— Porque no lo he hecho nunca.
— ¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?
Me mira extrañado.
— No me he dado cuenta de que lo hacía.
— Tampoco yo, por lo general — espeto.
Charles me mira furioso, estupefacto. Zhou aparece en la puerta.
— Ha llegado el doctor Stella, señor.
— Acompáñalo a la habitación de él joven Sainz.
¡La habitación de él joven Sainz!
— ¿Preparado para tú revisión? — me pregunta mientras se pone de pie y me tiende la mano.
— No irás a venir tú también, ¿no? — pregunto espantado.
Se echa a reír.
— Pagaría un buen dinero por mirar, créeme, Carlos, pero no creo que el doctor le pareciera bien.
Acepto la mano que me tiende, y Charles tira de mí hacia él y me besa apasionadamente. Me aferro a sus brazos, sorprendido. Me sostiene la cabeza con la mano hundida en mi pelo y me atrae hacia él, pegando su frente a la mía.
— Cuánto me alegro de que hayas venido — susurra. — Estoy impaciente por desnudarte.
Notes:
Me gusta leer sus comentarios y sus criticas de que puedo mejorar :)
Chapter 18: capitulo 18
Summary:
— Separa las piernas. — Me mete una pierna entre las mías y, agarrándome de las caderas, empuja mi pierna derecha a un lado. — Eso está mejor. Después de esto, te dejaré dormir.
¿Dormir? Estoy jadeando. No pienso en dormir ahora. Levanta la mano y me acaricia suavemente la espalda.
— Tienes una piel preciosa, Carlos — susurra e, inclinándose, me riega de suaves y ligerísimos besos la columna.
Notes:
puede que esta historia termino más pronto de lo que pensé, pero estoy pensando en subir la versión omegaverse. Ya tengo 4 capítulos hechos, solo quiero estar seguro en si subirlo o no
Chapter Text
El doctor Stella es alto y algo canoso y va impecable, vestido con un traje de chaqueta azul marino. Me recuerda a los hombres que trabajan en la oficina de Charles. Es como un modelo de retrato robot, otro castaño perfecto. Tendrá unos cuarenta y pocos, aunque se ve bien conservado.
— Señor Leclerc.
Estrecha la mano que le tiende Charles.
— Gracias por venir habiéndole avisado con tan poca antelación — dice Charles.
— Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Leclerc. joven Sainz.
Sonríe; su mirada es fría y observadora. Nos damos la mano y enseguida sé que es una de esos hombres que no soportan a la gente estúpida. Al igual que Lando. Me cae bien de inmediato. Le dedica a Charles una mirada significativa y, tras un instante incómodo, él capta la indirecta.
— Estaré abajo — murmura, y sale de lo que va a ser mi dormitorio.
— Bueno, joven Sainz. El señor Leclerc me paga una pequeña fortuna para que la atienda. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
Tras un examen en profundidad y una larga charla, el doctor Stella y yo llegamos a la conclusión que me encontraba sano, solo faltaban los resultados clínicos de sangre. Me encanta su seriedad. Y noto que se muere de curiosidad por saber qué «relación» tengo con el señor Leclerc. Yo no le doy detalles. No sé por qué intuyo que no estaría tan sereno y relajado si hubiera visto el cuarto rojo del dolor. Me ruborizo al pasar por delante de su puerta cerrada y volvemos abajo, a la galería de arte que es el salón de Charles.
Está leyendo, sentado en el sofá. Un aria conmovedora suena en el equipo de música, flotando alrededor de Charles, envolviéndolo con sus notas, llenando la estancia de una melodía dulce y vibrante. Por un momento, parece sereno. Se vuelve cuando entramos, nos mira y me sonríe cariñoso.
— ¿Ya han terminado? — pregunta como si estuviera verdaderamente interesado.
Apunta el mando hacia la elegante caja blanca bajo la chimenea que alberga su iPod y la exquisita melodía se atenúa, pero sigue sonando de fondo. Se pone de pie y se acerca despacio.
— Sí, señor Leclerc. Cuídelo; es un joven hermoso e inteligente.
Charles se queda tan pasmado como yo. Qué comentario tan inapropiado para un doctor. ¿Acaso le está lanzando una advertencia no del todo sutil? Charles se recompone.
— Eso me propongo — masculla él, divertido.
Lo miro y me encojo de hombros, cortado.
— Le enviaré la factura — dice él muy seco mientras le estrecha la mano.
Se vuelve hacia mí.
— Buenos días, y buena suerte, Carlos.
Me sonríe mientras nos damos la mano, y se le forman unas arruguitas en torno a los ojos,
Surge Zhou de la nada para conducirlo por la puerta de doble hoja hasta el ascensor. ¿Cómo lo hace? ¿Dónde se esconde?
— ¿Cómo ha ido? — pregunta Charles.
— Bien, gracias. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.
A Charles se le descuelga la mandíbula y yo, que ya no puedo aguantarme más, le sonrío como un bobo.
— ¡Te la has creído!
Entrecierra los ojos y dejo de reír de inmediato. De hecho, parece bastante enfadado. Oh, mierda. Mi subconsciente se esconde en un rincón y yo, blanco como el papel, me lo imagino tumbándome otra vez en sus rodillas.
— ¡También caíste! — me dice, y sonríe satisfecho. Me agarra por la cintura y me estrecha contra su cuerpo. — Es usted incorregible, joven Sainz — murmura, mirándome a los ojos mientras me hunde los dedos en el pelo y me sostiene con firmeza.
Me besa, con fuerza, y yo me aferro a sus brazos musculosos para no caerme.
— Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después — me dice a los labios.
— ¿Solo me quieres por eso... por mi cuerpo? — susurro.
— Por eso y por tu lengua filosa — contesta.
Me besa apasionadamente, y luego me suelta de pronto, me coge de la mano y me lleva a la cocina. Estoy alucinando. Tan pronto estamos bromeando como... Me abanico la cara encendida. Charles es puro sexo ambulante, y ahora tengo que recobrar el equilibrio y comer algo. El aria aún suena de fondo.
— ¿Qué música es esta?
— Es una pieza de Villa— Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?
— Sí — musito, completamente de acuerdo.
La barra del desayuno está preparada para dos. Charles saca un cuenco de ensalada del refrigerador.
— ¿Te va bien una ensalada César?
Uf, nada pesado, menos mal.
— Sí, perfecto, gracias.
Lo veo moverse con elegancia por la cocina. Parece que se siente muy a gusto con su cuerpo, pero luego no quiere que lo toquen, así que igual, en el fondo, no está tan a gusto. Todos necesitamos del prójimo... salvo, quizá, Charles Leclerc.
— ¿En qué piensas? — dice, sacándome de mi ensimismamiento.
Me ruborizo.
— Observaba cómo te mueves.
Arquea una ceja, divertido.
— ¿Y? — pregunta con sequedad.
Me ruborizo aún más.
— Eres muy elegante.
— Vaya, gracias, joven Sainz — murmura. Se sienta a mi lado con una botella de vino en la mano. — ¿Chablis?
— Por favor.
— Sírvete ensalada — dice en voz baja. — Come.
La ensalada César está deliciosa. Para mi sorpresa, estoy muerto de hambre y, por primera vez desde que hemos comido juntos, termino antes que él. El vino tiene un sabor fresco, limpio y afrutado.
— ¿Impaciente como de costumbre, joven Sainz? — sonríe mirando mi plato vacío.
Lo miro con los ojos entornados.
— Sí — susurro.
Se le entrecorta la respiración. Y, mientras me mira fijamente,
noto que la atmósfera entre los dos va cambiando, evolucionando... se carga. Su mirada pasa de impenetrable a ardiente, y me arrastra consigo. Se levanta, reduciendo la distancia entre los dos, y me baja del taburete a sus brazos.
— ¿Quieres hacerlo? — dice mirándome fijamente.
— No he firmado nada.
— Lo sé... pero últimamente te estás saltando todas las normas.
— ¿Me vas a pegar?
— Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche... bueno, eso habría sido otra historia.
Madre mía. Quiere hacerme daño... ¿y qué hago yo ahora? Me cuesta disimular el horror que me produce.
— Que nadie intente convencerte de otra cosa, Carlos: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.
Me arrima a su cuerpo y su erección me aprieta el vientre. Debería salir corriendo, pero no puedo. Me atrae a un nivel primario e insondable que no alcanzo a comprender.
— ¿Llegaste a alguna conclusión? — susurro.
— No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparado para eso?
— Sí — digo mientras todo mi cuerpo se tensa al instante.
Wow...
— Bien. Vamos.
Me Toma de la mano y, dejando todos los platos sucios en la barra de desayuno, nos dirigimos arriba. Se me empieza a acelerar el corazón. Ya está. Lo voy a hacer de verdad. El dios que llevo dentro da vueltas como un bailarín de fama mundial, encadenando piruetas. Charles abre la puerta de su cuarto de juegos, se aparta para dejarme pasar y una vez más me encuentro en el cuarto rojo del dolor.
Sigue igual: huele a cuero, a pulimento de aroma cítrico y a madera noble, todo muy sensual. Me corre la sangre hirviendo por todo el organismo: adrenalina mezclada con lujuria y deseo. Un cóctel poderoso y embriagador. La actitud de Charles ha cambiado por completo, ha ido variando paulatinamente, y ahora es más dura, más cruel. Me mira y veo sus ojos encendidos, lascivos... hipnóticos.
— Mientras estés aquí dentro, eres completamente mío — dice despacio, midiendo cada palabra. — Harás lo que me apetezca. ¿Entendido?
Su mirada es tan intensa... Asiento, con la boca seca, con el corazón desbocado, como si se me fuera a salir del pecho.
— Quítate los zapatos — me ordena en voz baja.
Trago saliva y, algo torpemente, me los quito. Se agacha, los coge y los deja junto a la puerta.
— Bien. No titubees cuando te pido que hagas algo. Ahora te voy a quitar el traje, algo que hace días que vengo queriendo hacer, si no me falla la memoria. Quiero que estés a gusto con tu cuerpo, Carlos. Tienes un cuerpo que me gusta mirar. Es una bendición contemplarlo. De hecho, podría estar mirándolo todo el día, y quiero que te desinhibas y no te avergüences de tu desnudez. ¿Entendido?
— Sí.
— Sí, ¿qué?
Se inclina hacia mí con mirada feroz.
— Sí, señor.
— ¿Lo dices en serio? — espeta.
— Sí, señor.
— Bien. Levanta los brazos por encima de la cabeza.
Hago lo que me pide y él se agacha y agarra el bajo. Despacio, me quita el saco, poco a poco va quitando cada una de mis prendas, la camisa, los pantalones deja mi pecho al descubierto. Retrocede para examinarme y, con aire ausente, lo dobla sin quitarme el ojo de encima. Lo deja sobre la gran cómoda que hay junto a la puerta. Alarga la mano y me coge por la barbilla, abrasándome con su tacto.
— Te estás mordiendo el labio — dice. — Sabes cómo me pone eso — añade con voz ronca. — Date la vuelta.
Me doy la vuelta al momento, sin titubear. Pasa rozándome la piel de mis hombros con los dedos y con las uñas de los pulgares mientras me mira a los ojos. El contacto me produce escalofríos y despierta todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Está detrás de mí, tan cerca que noto el calor que irradia de él, y me calienta, me calienta entero. Me coge un mechón de la nuca y me ladea la cabeza. Recorre con la nariz mi cuello descubierto, inhalando todo el tiempo, y luego asciende de nuevo a la oreja. Los músculos de mi vientre se contraen, impulsados por el deseo. Maldita sea, apenas me ha tocado y ya lo deseo. Posiblemente me está despertando mi pene.
— Hueles tan divinamente como siempre, Carlos — susurra al tiempo que me besa con suavidad debajo de la oreja.
Gimo.
— Calla — me dice. — No hagas ni un solo ruido.
Me da un tirón de cabello, con lo que me veo obligado a echarme hacia atrás, sus dedos aprietan el agarre, pero no es un dolor que me sea intolerable.
— Aquí dentro me gusta tomar a mis sumisos por el cabello. — susurra.
Mmm... ¿por qué?
Me suelta el pelo.
— Date la vuelta — me ordena.
Hago lo que me manda, con la respiración agitada por una mezcla de miedo y deseo. Una mezcla embriagadora. Algo que hace que mi cuerpo de un ligero temblor, que pasa desapercibido por Charles.
— Cuando te pida que entres aquí, vendrás así. Solo en braguitas. ¿Entendido?
— Sí.
— Sí, ¿qué?
Me mira furioso.
— Sí, señor.
Se dibuja una sonrisa en sus labios.
Extrañado, proceso sus palabras, me doy la vuelta y, con torpeza, me arrodillo como me ha dicho. — Te puedes sentar sobre los talones.
Me siento.
— Las manos y los brazos pegados a los muslos. Bien. Separa las rodillas. Más. Más. Perfecto. Mira al suelo.
Se acerca a mí y, en mi campo de visión, le veo los pies y las espinillas. Los pies descalzos. Si quiere que me acuerde de todo, debería dejarme tomar apuntes. Se agacha y me toma del cabello otra vez, luego me echa la cabeza hacia atrás para que lo mire. No duele por muy poco.
— ¿Podrás recordar esta posición, Carlos?
— Sí, señor.
— Bien. Quédate ahí, no te muevas.
Sale del cuarto. Estoy de rodillas, esperando. ¿Adónde habrá ido? ¿Qué me va a hacer? Pasa el tiempo. No tengo ni idea de cuánto tiempo me deja así... ¿unos minutos, cinco, diez? La respiración se me acelera cada vez más; la impaciencia me devora de dentro afuera.
De pronto vuelve, y súbitamente me noto más tranquilo y más excitado, todo a la vez. ¿Podría estar más excitado? Le veo los pies. Se ha cambiado de vaqueros. Estos son más viejos, están rasgados, gastados, demasiado lavados. Madre mía, cómo me ponen estos vaqueros. Cierra la puerta y cuelga algo en ella.
— Buen chico, Carlos. Estás precioso así. Bien hecho. Ponte de pie.
Me levanto, pero sigo mirando al suelo.
— Me puedes mirar.
Alzo la vista tímidamente y veo que él me está mirando fijamente, evaluándome, pero con una expresión tierna. Se ha quitado la camisa. Dios mío, quiero tocarlo. Lleva desabrochado el botón superior de los vaqueros.
— Ahora voy a encadenarte, Carlos. Dame la mano derecha.
Le doy la mano. Me vuelve la palma hacia arriba y, antes de que pueda darme cuenta, me golpea en el centro con un látigo que ni siquiera le había visto en la mano derecha. Sucede tan deprisa que apenas me sorprendo. Y lo que es más asombroso, no me duele.
Bueno, no mucho, solo me escuece un poco.
— ¿Cómo te ha sentado eso?
Lo miro confundido.
— Respóndeme.
— Bien.
Frunzo el ceño.
— No frunzas el ceño.
Extrañado, pruebo a mostrarme impasible. Funciona.
— ¿Te ha dolido?
— No.
— Esto te va a doler. ¿Entendido?
— Sí — digo vacilante.
¿De verdad me va a doler?
— Va en serio — me dice.
Maldita sea. Apenas puedo respirar. ¿Acaso sabe lo que pienso? Me enseña el látigo. Marrón, de cuero trenzado. Lo miro de pronto y veo deseo en sus ojos brillantes, deseo y una pizca de diversión.
— Nos proponemos complacer, joven Sainz — murmura. — Ven.
Me toma del codo y me coloca debajo de la rejilla. Alarga la mano y baja unos grilletes con muñequeras de cuero negro.
— Esta rejilla está pensada para que los grilletes se muevan a través de ella.
Levanto la vista. Madre mía, es como un plano del metro.
— Vamos a empezar aquí, pero quiero follarte de pie, así que terminaremos en aquella pared.
Señala con el látigo la gran X de madera de la pared.
— Ponte las manos por encima de la cabeza.
Lo complazco inmediatamente, con la sensación de que abandono mi cuerpo y me convierto en un observador ocasional de los acontecimientos que se desarrollan a mi alrededor. Esto es mucho más que fascinante, mucho más que erótico. Es con mucho lo más excitante y espeluznante que he hecho nunca. Me estoy poniendo en manos de un hombre hermoso que, según él mismo me ha confesado, está jodido de cincuenta mil formas. Trato de contener el momentáneo espasmo de miedo. Lando y Pierre saben que estoy aquí.
Mientras me ata las muñequeras, se sitúa muy cerca. Tengo su pecho pegado a la cara. Su proximidad es deliciosa. Huele a gel corporal y a Charles, una mezcla embriagadora, y eso me vuelve a traer al presente. Quiero pasear la nariz y la lengua por ese suave tapizado de vello pectoral. Bastaría con que me inclinara hacia delante...
Retrocede y me mira, con ojos entornados, lascivos, carnales, y yo me siento impotente, con las manos atadas, pero al contemplar su hermoso rostro y percibir lo mucho que me desea, noto que se me humedece la entrepierna. Camina despacio a mi alrededor.
— Está fabuloso atado así joven Sainz. Y con esa lengua afilada quieta de momento. Me gusta.
De pie delante de mí, me mete los dedos por los boxer y, sin ninguna prisa, me las baja por las piernas, quitándomelas angustiosamente despacio, hasta que termina arrodillado delante de mí. Sin quitarme los ojos de encima, estruja mis boxer en su mano, se las lleva a la nariz e inhala hondo. Dios mío, ¿en serio ha hecho eso? Me sonríe perversamente y se las mete en el bolsillo de los vaqueros.
Se levanta despacio, como un guepardo, me apunta al ombligo con el extremo del látigo y va describiendo círculos, provocándome. Al contacto con el cuero, me estremezco y gimo. Vuelve a caminar a mi alrededor, arrastrando el látigo por mi cintura. En la segunda vuelta, de pronto la sacude y me azota por debajo del trasero... en mis bolas. Grito de sorpresa y todas mis terminaciones nerviosas se ponen alerta. Tiro de las ataduras. La conmoción me recorre entera, y es una sensación de lo más dulce, extraña y placentera.
— Calla — me susurra mientras camina a mi alrededor otra vez, con el látigo algo más alta recorriendo mi cintura.
Esta vez, cuando me atiza en el mismo sitio, lo espero. Todo mi cuerpo se sacude por el azote dolorosamente dulce.
Mientras da vueltas a mi alrededor, me atiza de nuevo, esta vez en el pezón, y yo echo la cabeza hacia atrás ante el zumbido de mis terminaciones nerviosas. Me da en el otro: un castigo breve, rápido y dulce. Su ataque me endurece y alarga los pezones, y gimo ruidosamente, tirando de las muñequeras de cuero.
— ¿Te gusta esto? — me dice.
— Sí.
Me vuelve a azotar en el culo. Esta vez me duele.
— Sí, ¿qué?
— Sí, señor — gimoteo.
Se detiene, pero ya no lo veo. Tengo los ojos cerrados, intentando digerir la multitud de sensaciones que recorren mi cuerpo. Muy despacio, me rocía de pequeños picotazos con el látigo por el vientre, hacia abajo. Sé a dónde se dirige y trato de mentalizarme, pero cuando me atiza en mi pene semi erecto, grito con fuerza.
— ¡Por favor! — gruño.
— Calla — me ordena, y me vuelve a dar en el trasero.
No esperaba que esto fuera así... Estoy perdido. Perdida en un mar de sensaciones. De pronto arrastra el látigo por mi pene, entre el vello púbico, hasta el inicio de este.
— Mira como tu pene está goteando, Carlos. Abre los ojos y la boca.
Hago lo que me dice, completamente seducido. Me mete la punta del látigo en la boca, como en mi sueño. Madre mía.
— Mira cómo sabes. Chupa. Chupa fuerte, nene.
Cierro la boca alrededor del látigo y lo miró fijamente. Noto el fuerte sabor del cuero y el sabor salado de mis fluidos. Le centellean los ojos. Está en su elemento.
Me saca el látigo de la boca, se inclina hacia delante, me agarra y me besa con fuerza, invadiéndome la boca con su lengua. Me rodea con los brazos y me estrecha contra su cuerpo. Su pecho aprisiona el mío y yo me muero de ganas por tocar, pero con las manos atadas por encima de la cabeza, no puedo.
— Oh, Carlos, sabes fenomenal — me dice. — ¿Hago que te corras?
— Por favor — le suplico.
La fusta me sacude el trasero. ¡Au!
— Por favor, ¿qué?
— Por favor, señor — gimoteo.
Me sonríe, triunfante.
— ¿Con esto?
Sostiene en alto el látigo para que pueda verla.
— Sí, señor.
— ¿Estás seguro?
Me mira muy serio.
— Sí, por favor, señor.
— Cierra los ojos.
Cierro los ojos al cuarto, a él, a el látigo. De nuevo empieza a soltarme golpes con el látigo en el vientre. Desciende, golpecitos suaves en mi pene y la base hasta llegar a la punta, una, dos, tres veces, una y otra vez, hasta que al final... ya, no aguanto más, y me corro, de forma espectacular, escandalosa, encorvándome debilitada. Las piernas me flaquean y él me rodea con sus brazos. Me disuelvo en ellos, apoyando la cabeza en su pecho, maullando y gimoteando mientras las réplicas del orgasmo me consumen, mi esencia esta regada en el suelo, trato de regular mi respiración. Me levanta, y de pronto nos movemos, mis brazos aún atados por encima de la cabeza, y entonces noto la fría madera de la cruz barnizada contra mi espalda, y él se está desabrochando los botones de los vaqueros. Me apoya un instante en la cruz mientras se pone un condón, luego me coge por los muslos y me levanta otra vez.
— Levanta las piernas, nene, enróscamelas en la cintura.
Me siento muy débil, pero hago lo que me dice mientras él me engancha las piernas a sus caderas y se sitúa debajo de mí. Mete 4 de sus dedos a mi boca.
— Chúpalos. —Ordenó.
Sigo la orden, no estoy en posición de negarme a algo. Mi lengua juega con los dedos de Charles, siento como algo de saliva resbala por mi barbilla, Carles roza su pene por mi trasero, ansioso por entrar. Sacó los dedos y posiciono uno en mi cavidad anal. No espero mucho y lo introdujo, sacándome un gemido.
— No quiero que hagas ruido, Carlos.
No paso mucho para que agregara otros 2 dedos, embistiéndome con ellos, de forma brusca y agresiva, como si tratara de reafirmar su poder en mí. Trataba de no soltar algún gemido o jadeo, mi cuerpo solo temblaba por sus dedos, que, tocaban ese punto que hacía que mis piernas flaquearan. Sacó sus dedos y con una fuerte embestida me penetra, y vuelvo a gritar y él suelta un gemido ahogado en mi oído. Mis brazos descansan en sus hombros mientras entra y sale. Dios, llega mucho más adentro de esta forma.
Noto que vuelvo a acercarme al clímax. Maldita sea, no... otra vez, no... no creo que mi cuerpo soporte otro orgasmo de esa magnitud. Pero no tengo elección... y con una inevitabilidad que empieza a resultarme familiar, me dejo llevar y vuelvo a correrme, y resulta placentero, agonizante, intenso. Esta vez con solo tener su pene dentro de mi sirvió para que me corriera Pierdo por completo la conciencia de mí misma. Charles me sigue y, mientras se corre, grita con los dientes apretados y se abraza a mí con fuerza.
Me la saca rápidamente y me apoya contra la cruz, su cuerpo sosteniendo el mío. Desabrocha las muñequeras, me suelta las manos y los dos nos desplomamos en el suelo. Me atrae a su regazo, meciéndome, y apoyo la cabeza en su pecho. Si tuviera fuerzas lo acariciaría, pero no las tengo. Solo ahora me doy cuenta de que aún lleva los vaqueros puestos.
— Muy bien, nene — murmura. — ¿Te ha dolido?
— No — digo.
Apenas puedo mantener los ojos abiertos. ¿Por qué estoy tan cansado?
— ¿Esperabas que te doliera? — susurra mientras me estrecha en sus brazos, apartándome de la cara unos mechones de pelo sueltos.
— Sí.
— ¿Lo ves, Carlos? Casi todo tu miedo está solo en tu cabeza. — Hace una pausa. — ¿Lo harías otra vez?
Medito un instante, la fatiga nublándome el pensamiento... ¿Otra vez?
— Sí — le digo en voz baja.
Me abraza con fuerza.
— Bien. Yo también — musita, luego se inclina y me besa con ternura en la nuca. — Y aún no he terminado contigo.
Que aún no ha terminado conmigo. Madre mía. Yo no aguanto más. Me encuentro agotado y hago un esfuerzo sobrehumano por no dormirme. Descanso en su pecho con los ojos cerrados, y él me envuelve todo con brazos y piernas, y me siento... seguro, y a gusto. ¿Me dejará dormir, acaso soñar? Tuerzo la boca ante semejante idea y, volviendo la cara hacia el pecho de Charles, inhalo su aroma único y lo acaricio con la nariz, pero él se tensa de inmediato... oh, mierda. Abro los ojos y lo miro. Él me está mirando fijamente.
— No hagas eso — me advierte.
Me sonrojo y vuelvo a mirarle el pecho con anhelo. Quiero pasarle la lengua por el vello, besarlo y, por primera vez, me doy cuenta de que tiene algunas tenues cicatrices pequeñas y redondas, esparcidas por el pecho. ¿Varicela? ¿Sarampión?, pienso distraídamente.
— Arrodíllate junto a la puerta — me ordena mientras se incorpora, apoyando las manos en mis rodillas y liberándome del todo.
Siento frío de pronto; la temperatura de su voz ha descendido varios grados. Me levanto torpemente, me escabullo hacia la puerta y me arrodillo como me ha ordenado. Me noto flojo, exhausto y tremendamente confundido. ¿Quién iba a pensar que encontraría semejante gratificación en este cuarto? ¿Quién iba a pensar que resultaría tan agotador? Siento todo mi cuerpo saciado, deliciosamente pesado. El dios que llevo dentro tiene puesto un cartel de NO MOLESTAR en la puerta de su cuarto.
Charles se mueve por la periferia de mi campo de visión. Se me empiezan a cerrar los ojos.
— Lo aburro, ¿verdad, joven Sainz?
Me despierto de golpe y tengo a Charles delante, de brazos cruzados, mirándome furioso. Mierda, me ha pillado echando una cabezadita; esto no va a terminar bien. Su mirada se suaviza cuando lo miro.
— Levántate — me ordena.
Me pongo en pie con cautela. Me mira y esboza una sonrisa.
— Estás destrozado, ¿verdad?
Asiento tímidamente, ruborizándome.
— Aguante, joven Sainz. — Frunce los ojos. — Yo aún no he tenido bastante de ti. Pon las manos al frente como si estuvieras rezando.
Lo miro extrañado. ¡Rezando! Rezando para que tengas compasión de mí. Hago lo que me pide. toma una brida para cables y me sujeta las muñecas con ella, apretando el plástico.
Madre mía. Lo miro de pronto.
— ¿Te resulta familiar? — pregunta sin poder ocultar la sonrisa.
Dios... las bridas de plástico para cables. ¡Aprovisionándose en Volwes's! Ahogo un gemido y la adrenalina me recorre de nuevo el cuerpo entero; ha conseguido llamar mi atención, ya estoy despierto.
— Tengo unas tijeras aquí. — Las sostiene en alto para que yo las vea. — Te las puedo cortar en un segundo.
Intento separar las muñecas, poniendo a prueba la atadura y, al hacerlo, se me clava el plástico en la piel. Resulta doloroso, pero si me relajo mis muñecas están bien; la atadura no me corta la piel.
— Ven.
Me coge de las manos y me lleva a la cama de cuatro postes. Me doy cuenta ahora de que tiene puestas sábanas de un rojo oscuro y un grillete en cada esquina.
— Quiero más... muchísimo más — me susurra al oído.
Y el corazón se me vuelve a acelerar. Madre mía.
— Pero seré rápido. Estás cansado. Agárrate al poste — dice.
Frunzo el ceño. ¿No va a ser en la cama entonces? Al agarrarme al poste de madera labrado, descubro que puedo separar las manos.
— Más abajo — me ordena. — Bien. No te sueltes. Si lo haces, te azotaré. ¿Entendido?
— Sí, señor.
— Bien.
Se sitúa detrás de mí y me agarra por las caderas, y entonces, rápidamente, me levanta hacia atrás, de modo que me encuentro inclinada hacia delante, agarrada al poste.
— No te sueltes, Carlos — me advierte. — Te voy a follar duro por detrás. Sujétate bien al poste para no perder el equilibrio. ¿Entendido?
— Sí.
Me azota en el culo con la mano abierta. Au... Duele.
— Sí, señor — musito enseguida.
— Separa las piernas. — Me mete una pierna entre las mías y, agarrándome de las caderas, empuja mi pierna derecha a un lado. — Eso está mejor. Después de esto, te dejaré dormir.
¿Dormir? Estoy jadeando. No pienso en dormir ahora. Levanta la mano y me acaricia suavemente la espalda.
— Tienes una piel preciosa, Carlos — susurra e, inclinándose, me riega de suaves y ligerísimos besos la columna.
Al mismo tiempo, pasa las manos por delante, me palpa los pechos, me agarra los pezones entre los dedos y me los pellizca suavemente. Contengo un gemido y noto que mi cuerpo entero reacciona, revive una vez más para él.
Me mordisquea y me chupa la cintura, sin dejar de pellizcarme los pezones, y mis manos aprietan con fuerza el poste exquisitamente tallado. Aparta las manos y lo oigo rasgar una vez más el envoltorio del condón y quitarse los vaqueros de una patada.
— Tienes un culo muy sexy y cautivador, Carlos Sainz. La de cosas que me gustaría hacerle. — Acaricia y moldea cada una de mis nalgas, luego sus manos se deslizan hacia abajo y me mete dos dedos. — Qué húmeda... Nunca me decepciona, joven Sainz — susurra, y percibo fascinación en su voz. — Agárrate fuerte... esto va a ser rápido, nene.
Me sujeta las caderas y se sitúa, y yo me preparo para la embestida, pero entonces alarga la mano y me agarra el cabello hasta llegar a mi nuca, sosteniéndome la cabeza. Muy despacio, me penetra, tirándome a la vez del pelo... Ay, hasta el fondo. La saca muy despacio, y con la otra mano me agarra por la cadera, sujetando fuerte, y luego entra de golpe, empujándome hacia delante.
— ¡Aguanta, Carlos! — me grita con los dientes apretados.
Me agarro más fuerte al poste y me pego a su cuerpo todo lo que puedo mientras continúa su despiadada arremetida, una y otra vez, clavándome los dedos en la cadera. Me duelen los brazos, me tiemblan las piernas, me escuece el cuero cabelludo de los tirones... y noto que nace de nuevo esa sensación en lo más hondo de mi ser. Oh, no... y por primera vez, temo el orgasmo... si me corro... me voy a desplomar. Charles sigue embistiendo contra mí, dentro de mí, con la respiración entrecortada, gimiendo, gruñendo. Mi cuerpo responde... ¿cómo? Noto que se acelera. Pero, de pronto, tras metérmela hasta el fondo, Charles se detiene.
— Vamos, Carlos, dámelo — gruñe y, al oírlo decir mi nombre, pierdo el control y me vuelvo toda cuerpo y torbellino de sensaciones y dulce, muy dulce liberación, y después pierdo total y absolutamente la conciencia.
Cuando recupero el sentido, estoy tumbado encima de él. Él está en el suelo y yo encima de él, con la espalda pegada a su pecho, y miro al techo, en un estado de glorioso poscoital, espléndido, destrozado. Ah, los mosquetones, pienso distraído; me había olvidado de ellos.
— Levanta las manos — me dice en voz baja.
Me pesan los brazos como si fueran de plomo, pero los levanto.
Abre las tijeras y pasa una hoja por debajo del plástico.
— Declaro inaugurado este Carlos — dice, y corta el plástico.
Río como un bobo y me froto las muñecas al fin libres. Noto que sonríe.
— Qué sonido tan hermoso — dice melancólico.
Se incorpora levantándome con él, de forma que una vez más me encuentro sentado en su regazo.
— Eso es culpa mía — dice, y me empuja suavemente para poder masajearme los hombros y los brazos.
Con delicadeza, me ayuda a recuperar un poco la movilidad.
¿El qué?
Me vuelvo a mirarlo, intentando entender a qué se refiere.
— Que no rías más a menudo.
— No soy muy risueño — susurro adormecido.
— Oh, pero cuando ocurre, joven Sainz, es una maravilla y un deleite contemplarlo.
— Muy florido, señor Leclerc — murmuro, procurando mantener los ojos abiertos.
Su mirada se hace más tierna, y sonríe.
— Parece que te han follado bien y te hace falta dormir.
— Eso no es nada florido — protesto en broma.
Sonríe y, con cuidado, me levanta de encima de él y se pone de pie, espléndidamente desnudo. Por un instante, deseo estar más despierto para apreciarlo de verdad. Coge los vaqueros y se los pone a pelo.
— No quiero asustar a Zhou, ni tampoco a la señora Jones — masculla.
Mmm... ya deben de saber que es un cabrón pervertido. La idea me preocupa.
Se agacha para ayudarme a ponerme en pie y me lleva hasta la puerta, de la que cuelga una bata de suave acolchado gris. Me viste pacientemente como si fuera un niño. No tengo fuerzas para levantar los brazos. Cuando estoy tapado y decente, se inclina y me da un suave beso, y en sus labios se dibuja una sonrisa.
— A la cama — dice.
Oh... no...
— Para dormir — añade tranquilizador al ver mi expresión.
De repente, me coge en brazos y, acurrucada contra su pecho, me lleva a la habitación del pasillo donde esta mañana me ha examinado el doctor Stella. La cabeza me cuelga lánguidamente contra su torso. Estoy agotado. No recuerdo haber estado nunca tan cansado. Retira el edredón y me tumba y, lo que es aún más asombroso, se mete en la cama conmigo y me estrecha entre sus brazos.
— Duerme, precioso — me susurra, y me besa el pelo.
Y, antes de que me dé tiempo a hacer algún comentario ingenioso, estoy dormido.
Chapter 19: Capítulo 19
Summary:
— Carlos, ya conoces a mi padre, Christian. Este es mi otro padre, Torger.
— Señor Leclerc, es un placer conocerlo.
Sonrío y le estrecho la mano que me tiende.
— El placer es todo mío, Joven Sainz.
— Por favor, llámeme Carlos.
Sus ojos Cafés avellanas son dulces y afables.
— ¿Ya ha llegado? — oigo gritar desde dentro de la casa.
Miro nervioso a Charles.
— Ese es Max, mi hermano pequeño — dice en tono casi irritado, pero no lo suficiente.
Notes:
Mucha inspiración, poco tiempo. Mucho Tiempo, poca inspiración.
Posiblemente termine este libro, continue con mi otra obra LuStar y suba otra, no sé, aún tengo la versión omegaverse de 50 sombras en borradores.
Chapter Text
Unos labios tiernos me acarician la sien, dejando un reguero de besitos a su paso, y en el fondo quiero volverme y responder, pero sobre todo quiero seguir dormido. Gimo y me refugio debajo de la almohada.
— Carlos, despierta — me dice Charles en voz baja, zalamero.
— No — gimoteo.
— En media hora tenemos que irnos a cenar a casa de mis padres — añade divertido.
Abro los ojos a regañadientes. Fuera ya es de noche. Charles está inclinado sobre mí, mirándome fijamente.
— Vamos, bello durmiente. Levanta. — Se agacha y me besa de nuevo. — Te he traído algo de beber. Estaré abajo. No vuelvas a dormirte o te meterás en un lío — me amenaza, pero en un tono moderado.
Me da otro besito y se va, y me deja intentando abrir del todo los ojos en la fría y oscura habitación.
Estoy despejado, pero de pronto me pongo nervioso. Madre mía, ¡voy a conocer a sus padres! Hace nada me estaba atizando con un látigo y me tenía atado con unas bridas para cables que yo mismo le vendí, por el amor de Dios… y ahora voy a conocer a sus padres. Será la primera vez que Land los vea también; al menos él estará allí… qué alivio. Giro los hombros. Los tengo rígidos. Su insistencia en que tenga un entrenador personal ya no me parece tan disparatada; de hecho, va a ser imprescindible si quiero albergar la menor esperanza de seguir su ritmo.
Salgo despacio de la cama y observo que mi traje cuelga fuera del armario. ¿Dónde tengo los boxer? Miro debajo de la silla. Nada. Entonces me acuerdo de que se los metió en el bolsillo de los vaqueros. El recuerdo me ruboriza: después de que él… me cuesta incluso pensar en ello; de que él fuera tan… bárbaro. Frunzo el ceño. ¿Por qué no me ha devuelto los boxer?
Me meto en el baño, desconcertado por la ausencia de ropa interior. Mientras me seco después de una necesaria y relajante ducha, caigo en la cuenta de que lo ha hecho a propósito. Quiere que pase vergüenza teniendo que pedirle que me devuelva los boxer, y poder decirme que sí o que no. El dios que llevo dentro me sonríe. Dios… yo también puedo jugar a ese juego. Decido en ese mismo instante que no se las voy a pedir, que no voy a darle esa satisfacción; iré a conocer a sus padres sans culottes. ¡Carlos Sainz!, me reprende mi subconsciente, pero no le hago ni caso; casi me abrazo de alegría porque sé que eso la va a desquiciar.
De nuevo en el dormitorio, me pongo el traje y me encaramo en mis zapatos. Me cepillo el pelo rápidamente, luego le echo un vistazo a la bebida que me ha traído. Es de color rosa pálido. ¿Qué será? Jugo de arándanos con gaseosa. Mmm… está deliciosa y sacia mi sed.
Vuelvo corriendo al baño y me miro en el espejo: ojos brillantes, mejillas ligeramente sonrosadas, sonrisa algo pícara por mi plan de los boxer. Me dirijo abajo. Quince minutos. No está nada mal, Carlos.
Charles está de pie delante del ventanal, vestido con esos pantalones de franela gris que me encantan, esos que le caen de una forma tan increíblemente sexy, y, por supuesto, una camisa de lino blanco. ¿No tiene nada de otros colores? Frank Sinatra canta suavemente por los altavoces del sistema sonido surround.
Se vuelve y me sonríe cuando entro. Me mira expectante.
— Hola — digo en voz baja, y mi sonrisa de esfinge se encuentra con la suya.
— Hola — contesta. — ¿Cómo te encuentras?
Le brillan los ojos de regocijo.
— Bien, gracias. ¿Y tú?
— Fenomenal, Joven Sainz.
Es obvio que espera que le diga algo.
— Frank. Jamás te habría tomado por fan de Sinatra.
Me mira arqueando las cejas, pensativo.
— Soy ecléctico, Joven Sainz — musita, y se acerca a mí como una pantera hasta que lo tengo delante, con una mirada tan intensa que me deja sin aliento.
Frank empieza de nuevo a cantar… un tema antiguo, uno de los favoritos de Zak: «Witchcraft». Charles pasea despacio las yemas de los dedos por mi mejilla, y la sensación me recorre el cuerpo entero hasta llegar ahí abajo.
— Baila conmigo — susurra con voz ronca.
Se saca el mando del bolsillo, sube el volumen y me tiende la mano, sus ojos verdes prometedores, apasionados, risueños. Resulta absolutamente cautivador, y me tiene embrujada. Poso mi mano en la suya. Me dedica una sonrisa indolente y me atrae hacia él, pasándome la mano por la cintura.
Le pongo la mano libre en el hombro y le sonrío, contagiada de su ánimo juguetón. Empieza a mecerse, y allá vamos. Wow, sí que baila bien. Recorremos el salón entero, del ventanal a la cocina y vuelta al salón, girando y cambiando de rumbo al ritmo de la música. Me resulta tan fácil seguirlo… Nos deslizamos alrededor de la mesa del comedor hasta el piano, adelante y atrás frente a la pared de cristal, con Maranello centelleando allá fuera, como el fondo oscuro y mágico de nuestro baile. No puedo controlar mi risa alegre. Cuando la canción termina, me sonríe.
— No hay brujo más lindo que tú — murmura, y me da un tierno beso. — Vaya, esto ha devuelto el color a sus mejillas, Joven Sainz. Gracias por el baile. ¿Vamos a conocer a mis padres?
— De nada, y sí, estoy impaciente por conocerlos — contesto sin aliento.
— ¿Tienes todo lo que necesitas?
— Sí, sí — respondo con dulzura.
— ¿Estás seguro?
Asiento con todo el desenfado del que soy capaz bajo su intenso y risueño escrutinio. Se dibuja en su rostro una enorme sonrisa y niega con la cabeza.
— Muy bien. Si así es como quiere jugar, Joven Sainz.
Me toma de la mano, toma su chaqueta, colgada de uno de los taburetes de la barra, y me conduce por el vestíbulo hasta el ascensor. Ah, las múltiples caras de Charles Leclerc… ¿Seré algún día capaz de entender a este hombre tan voluble?
Lo miro de reojo en el ascensor. Algo le hace gracia: un esbozo de sonrisa coquetea en su preciosa boca. Temo que sea a mi costa. ¿Cómo se me ha ocurrido? Voy a ver a sus padres y no llevo ropa interior. Mi subconsciente me pone una inútil cara de «Te lo dije». En la relativa seguridad de su casa, me parecía una idea divertida, provocadora. Ahora casi estoy en la calle… ¡sin boxer! Me mira de reojo, y ahí está, la corriente creciendo entre los dos. Desaparece la expresión risueña de su rostro y su semblante se nubla, sus ojos se oscurecen… oh, Dios.
Las puertas del ascensor se abren en la planta baja. Charles menea apenas la cabeza, como para librarse de sus pensamientos y, caballeroso, me cede el paso. ¿A quién quiere engañar? No es precisamente un caballero. Tiene mis boxer.
Zhou se acerca en el Ferrari grande. Charles me abre la puerta y yo entro con toda la elegancia de la que soy capaz, teniendo presente que voy sin boxer como un cualquiera. Doy gracias por que el traje de Land sea tan ceñido. Tomamos la interestatal 5 a toda velocidad, los dos en silencio, sin duda cohibidos por la presencia de Zhou en el asiento del piloto. El estado de ánimo de Charles es casi tangible y parece cambiar; su buen humor se disipa poco a poco cuando tomamos rumbo al norte. Lo veo pensativo, mirando por la ventanilla, y soy consciente de que se aleja de mí. ¿Qué estará pensando? No se lo puedo preguntar. ¿Qué puedo decir delante de Zhou?
— ¿Dónde has aprendido a bailar? — inquiero tímidamente.
Se vuelve a mirarme, su expresión indescifrable bajo la luz intermitente de las farolas que vamos dejando atrás.
— ¿En serio quieres saberlo? — me responde en voz baja.
Se me cae el alma al suelo. Ya no quiero saberlo, porque me lo puedo imaginar.
— Sí — susurro a regañadientes.
— Al señor Webber le gustaba bailar.
Vaya, mis peores sospechas se confirman. Él le enseñó, y la idea me deprime: yo no puedo enseñarle nada. No tengo ninguna habilidad especial.
— Debía de ser muy buen maestro.
— Lo era.
Siento que me pica el cuero cabelludo. ¿Se llevó lo mejor de él? ¿Antes de que se volviera tan cerrado? ¿O consiguió sacarlo de su aislamiento? Tiene un lado tan divertido y travieso… Sonrío sin querer al recordarme en sus brazos mientras me llevaba dando vueltas por el salón, tan inesperadamente, con mis boxer guardados en algún sitio.
Y luego está el cuarto rojo del dolor. Me froto las muñecas pensativo… es el resultado de que te hayan atado las manos con una fina cinta de plástico. él le enseñó todo eso también, o lo estropeó, dependiendo del punto de vista. O quizá habría llegado a ser como es a pesar del señor W. En ese instante me doy cuenta de que lo odio. Espero no conocerlo nunca, porque, de hacerlo, no soy responsable de mis actos. No recuerdo haber sentido nunca semejante animada diversión por nadie, y menos por alguien a quien no conozco. Mirando sin ver por la ventanilla, alimento mi rabia y mis celos irracionales.
Mi pensamiento vuelve a centrarse en esta tarde. Teniendo en cuenta cuáles creo que son sus preferencias, me parece que ha sido benévolo conmigo. ¿Estaría dispuesto a hacerlo otra vez? No voy a fingir remilgos que no siento. Pues claro que lo haría, si él me lo pidiera… siempre que no me haga daño y sea la única forma de estar con él.
Eso es lo importante. Quiero estar con él. El dios que llevo dentro suspira de alivio. Llego a la conclusión de que rara vez usa la cabeza para pensar, sino más bien otra parte esencial de su anatomía, que últimamente anda bastante expuesta.
— No lo hagas — murmura.
Frunzo el ceño y me vuelvo hacia él.
— ¿Qué no haga el qué?
No lo he tocado.
— No les des tantas vueltas a las cosas, Carlos. — Alarga el brazo, me toma la mano, se la lleva a los labios y me besa los nudillos con suavidad. — Lo he pasado estupendamente esta tarde.
— Gracias.
Y ya ha vuelto a mí otra vez. Lo miro extrañado y sonrío tímidamente. Me confunde. Le pregunto algo que me ha estado intrigando.
— ¿Por qué has usado una brida?
Me sonríe.
— Es rápido, es fácil y es una sensación y una experiencia distinta para ti. Sé que parece bastante brutal, pero me gusta que las sujeciones sean así. — Sonríe levemente. — Lo más eficaz para evitar que te muevas.
Me sonrojo y miro nervioso a Zhou, que se muestra impasible, con los ojos en la carretera. ¿Qué se supone que debo decir a eso?
Charles se encoge de hombros con gesto inocente.
— Forma parte de mi mundo, Carlos.
Me aprieta la mano, me suelta, y vuelve a mirar por la ventana.
Su mundo, claro, al que yo quiero pertenecer, pero ¿con sus condiciones? Pues no lo sé. No ha vuelto a mencionar ese maldito contrato. Mis reflexiones íntimas no me animan mucho. Miro por la ventanilla y el paisaje ha cambiado. Cruzamos uno de los puentes, rodeados de una profunda oscuridad. La noche sombría refleja mi estado de ánimo introspectivo, cercándome, asfixiándome.
Miro un instante a Charles, y veo que me está mirando.
— ¿Un dólar por tus pensamientos? — dice.
Suspiro y frunzo el ceño.
— ¿Tan malos son? — dice.
— Ojalá supiera lo que piensas tú.
Sonríe.
— Lo mismo digo, nene — susurra mientras Zhou nos adentra a toda velocidad en la noche con rumbo a la casa de los padres de Charles.
Son casi las ocho cuando el Ferrari gira por el camino de entrada a una gran mansión de estilo colonial. Impresionante, hasta las rosas que rodean la puerta. De libro ilustrado.
— ¿Estás preparada para esto? — me pregunta Charles mientras Zhou se detiene delante de la imponente puerta principal.
Asiento con la cabeza y él me aprieta la mano otra vez para tranquilizarme.
— También es la primera vez para mí — susurra, y sonríe maliciosamente. — Apuesto a que ahora te gustaría llevar tu ropita interior — dice, provocador.
Me ruborizo. Me había olvidado de que no llevo boxer. Por suerte, Zhou ha salido del coche para abrirme la puerta y no ha podido oír nada de esto. Miro con el ceño fruncido a Charles, que sonríe de oreja a oreja mientras yo me vuelvo y salgo del coche.
El doctor Christian Wolf—Leclerc nos espera en la puerta. Lleva un traje de seda azul obscuro que le da un aire elegante y sofisticado. Detrás de él está el señor Leclerc, supongo, alto, castaño y tan guapo a su manera como Charles.
— Carlos, ya conoces a mi padre, Christian. Este es mi otro padre, Torger.
— Señor Leclerc, es un placer conocerlo.
Sonrío y le estrecho la mano que me tiende.
— El placer es todo mío, Joven Sainz.
— Por favor, llámeme Carlos.
Sus ojos Cafés avellanas son dulces y afables.
— ¿Ya ha llegado? — oigo gritar desde dentro de la casa.
Miro nervioso a Charles.
— Ese es Max, mi hermano pequeño — dice en tono casi irritado, pero no lo suficiente.
Cierto afecto subyace bajo sus palabras; se le suaviza la voz y le chispean los ojos al pronunciar su nombre. Es obvio que Charles lo adoro. Un gran descubrimiento. Y él llega arrasando por el pasillo, con su pelo castaño claro, tirando a rubio, alto y formido. Debe de ser de mi edad.
— ¡Carlos! He oído hablar tanto de ti… Me abraza fuerte.
Madre mía. No puedo evitar sonreír ante su desbordante entusiasmo.
— Carlos, por favor — murmuro mientras me arrastra al enorme vestíbulo.
Todo son suelos de maderas nobles y alfombras antiguas, con una escalera de caracol que lleva al segundo piso.
— Charles nunca ha traído a un chico a casa — dice Max, y sus ojos oscuros brillan de emoción.
Veo que Charles pone los ojos en blanco y arqueo una ceja. Él me mira risueño.
— Max, cálmate — la reprende Christian discretamente. — Hola, cariño — dice mientras besa a Charles en ambas mejillas.
Él le sonríe cariñoso y luego le estrecha la mano a su padre. Nos dirigimos todos al salón. Max no me ha soltado la mano. La estancia es espaciosa, decorada con gusto en tonos crema, marrón y azul claro, cómoda, discreta y con mucho estilo. Land y Pierre están acurrucados en un sofá, con sendas copas de champán en la mano. Land se levanta como un resorte para abrazarme y Max por fin me suelta la mano.
— ¡Hola, Carlos! — Sonríe. — Charles — le saluda, con un gesto cortés de la cabeza.
— Land — le saluda Charles igual de formal.
Frunzo el ceño ante este intercambio. Pierre me abraza con efusión. ¿Qué es esto, «la semana de abrazar a Carlos»? No estoy acostumbrado a semejantes excesos de afecto. Charles se sitúa a mi lado y me pasa el brazo por la cintura. Me pone la mano en la cadera y, extendiendo los dedos, me atrae hacia sí. Todos nos miran. Me incomodo.
— ¿Algo de beber? — El señor Leclerc parece recuperarse. —
— Por favor — decimos Charles y yo al unísono.
Uf… qué raro ha quedado esto. Max aplaude.
— Pero si hasta decís las mismas cosas. Ya voy yo.
Y sale disparado de la habitación.
Me pongo como un tomate y, al ver a Land sentado con Pierre, se me ocurre de pronto que la única razón por la que Charles me ha invitado es porque Land está aquí. Probablemente Pierre le preguntara a Land con ilusión y naturalidad si quería conocer a sus padres. Charles se vio atrapado, consciente de que me enteraría por Land. La idea me enfurece. Se ha visto obligado a invitarme. El pensamiento me resulta triste y deprimente. Mi subconsciente asiente, sabia, con cara de «por fin te has dado cuenta, bobo».
— La cena está casi lista — dice Christian saliendo de la habitación detrás de Max.
Charles me mira y frunce el ceño.
— Siéntate — me ordena, señalándome el sofá mullido, y yo hago
Lo que me pide, cruzando con cuidado las piernas.
Él se sienta a mi lado, pero no me toca.
— Estábamos hablando de las vacaciones, Carlos — me dice amablemente el señor Leclerc. — Pierre ha decidido irse con Land y su familia a Sadegna una semana.
Miro a Land y él sonríe, con los ojos brillantes y muy abiertos. Está encantado. ¡Lando Norris, muestra algo de dignidad!
— ¿Te tomarás tú un tiempo de descanso ahora que has terminado los estudios? — me pregunta el señor Leclerc.
— Estoy pensando en irme unos días a Milán — respondo.
Charles me mira boquiabierto, parpadeando un par de veces, con una expresión indescifrable. Oh, mierda. Esto no se lo había mencionado.
— ¿A Milán? — murmura.
— Mi padre vive allí y hace tiempo que no lo veo.
— ¿Cuándo pensabas irte? — pregunta con voz grave.
— Mañana, a última hora de la tarde.
Max vuelve al salón y nos ofrece sendas copas de champán llenas de Prosecco de color rosa pálido.
— ¡Porque tengan buena salud!
El señor Leclerc alza su copa. Un brindis muy propio del marido de un doctor; me hace sonreír.
— ¿Cuánto tiempo? — pregunta Charles en voz asombrosamente baja.
Maldita sea… se ha enfadado.
— Aún no lo sé. Dependerá de cómo vayan mis entrevistas de mañana.
Charles aprieta la mandíbula y Land pone esa cara suya de metomentodo y me sonríe con desmesurada dulzura.
— Carlos se merece un descanso — le suelta sin rodeos a Charles.
¿Por qué se muestra tan hostil con él? ¿Qué problema tiene?
— ¿Tienes entrevistas? — me pregunta el señor Leclerc.
— Sí, mañana, para un puesto de becaria en dos editoriales.
— Te deseo toda la suerte del mundo.
— La cena está lista — anuncia Christian.
Nos levantamos todos. Land y Pierre salen de la habitación detrás del señor Leclerc y de Max. Yo me dispongo a seguirlos, pero Charles me agarra de la mano y me para en seco.
— ¿Cuándo pensabas decirme que te marchabas? — inquiere con urgencia.
Lo hace en voz baja, pero está disimulando su enfado.
— No me marcho, voy a ver a mi madre y solamente estaba valorando la posibilidad.
— ¿Y qué pasa con nuestro contrato?
— Aún no tenemos ningún contrato.
Frunce los ojos y entonces parece recordar. Me suelta la mano y, tomándome por el codo, me conduce fuera de la habitación.
— Esta conversación no ha terminado — me susurra amenazador mientras entramos en el comedor.
Eh, para. No te enfades tanto y devuélveme los boxer. Lo miro furioso. El comedor me recuerda nuestra cena íntima en el Heathman. Una lámpara de araña de cristal cuelga sobre la mesa de madera noble y en la pared hay un inmenso espejo labrado y muy ornamentado. La mesa está puesta con un mantel de lino blanquísimo y un cuenco con petunias de color rosa claro en el centro. Impresionante. Ocupamos nuestros sitios. El señor Leclerc se sienta a la cabecera, yo a su derecha y Charles a mi lado. El señor Leclerc toma la botella de vino tinto y le ofrece a Land. Max se sienta al lado de Charles, le coge la mano y se la aprieta fuerte. Charles le sonríe cariñoso.
— ¿Dónde conociste a Carlos? — le pregunta Max.
— Me entrevistó para la revista de la Universidad de Formigine.
— Que Land dirige — añado, confiando en poder desviar la conversación de mí.
Max sonríe entusiasmado a Land, que está sentado enfrente, al lado de Pierre, y empiezan a hablar de la revista de la universidad.
— ¿Vino, Carlos? — me pregunta el señor Leclerc.
— Por favor.
Le sonrío. El señor Leclerc se levanta para llenar las demás copas. Miro de reojo a Charles y él se vuelve a mirarme, con la cabeza ladeada.
— ¿Qué? — pregunta.
— No te enfades conmigo, por favor — le susurro.
— No estoy enfadado contigo.
Lo miró fijamente. Suspira.
— Sí, estoy enfadado contigo.
Cierra los ojos un instante.
— ¿Tanto como para que te pique la palma de la mano? — pregunto nervioso.
— ¿De qué están hablando los dos? — interviene Land.
Me sonrojo y Charles le lanza una feroz mirada de «métete en tus asuntos, Norris». Hasta Land parece encogerse bajo su mirada.
— De mi viaje a Milán — digo agradablemente, esperando diluir la hostilidad que hay entre los dos.
Land sonríe, con un brillo perverso en los ojos.
— ¿Qué tal en el bar el viernes con Esteban?
Madre mía, Land. La miro con los ojos como platos. ¿Qué hace? Me devuelve la mirada y me doy cuenta de que está intentando que Charles se ponga celoso. Qué poco lo conoce… Y yo que pensaba que me iba a librar de esta.
— Muy bien — murmuro.
Charles se me arrima.
— Como para que me pique la palma de la mano — me susurra. — Sobre todo ahora — añade sereno y muy serio.
Oh, no. Me estremezco. Reaparece Christian con dos bandejas, seguida de una joven preciosa con coletas rubias y vestida elegantemente de azul claro, que lleva una bandeja de platos. Sus ojos localizan de inmediato a Charles. Se ruboriza y lo mira entornando los ojos de largas pestañas impregnadas de rímel. ¿Qué?
En algún lugar de la casa empieza a sonar el teléfono.
— Disculpadme.
El señor Leclerc se levanta de nuevo y sale.
— Gracias, Susie — le dice Christian amablemente, frunciendo el ceño al ver salir al señor Leclerc. — Deja la bandeja en el aparador, por favor.
Susie asiente y, tras otra mirada furtiva a Charles, se marcha.
Así que los Leclerc tienen servicio, y el servicio mira de reojo a mi futuro amo. ¿Podría ir peor esta velada? Me miro ceñuda las manos, que tengo en el regazo.
Vuelve el señor Leclerc.
— Preguntan por ti, cariño. Del hospital — le dice a Christian.
— Empiecen sin mí, por favor.
Christian sonríe mientras me pasa un plato y se va.
Huele delicioso: chorizo y vieiras con pimientos rojos asados y chalotas, salpicado de perejil. A pesar de que tengo el estómago revuelto por las amenazas de Charles, de las miradas subrepticias de la bella Coletitas y del desastre de mi ropa interior desaparecida, me muero de hambre. Me ruborizo al caer en la cuenta de que ha sido el esfuerzo físico de esta tarde lo que me ha dado tanto apetito. Al poco regresa Christian, con el ceño fruncido. El señor Leclerc ladea la cabeza… como Charles.
— ¿Va todo bien?
— Otro caso de sarampión — suspira Christian.
— Oh, no.
— Sí, un niño. El cuarto caso en lo que va de mes. Si la gente vacunara a sus hijos… — Menea la cabeza con tristeza, luego sonríe. — Cuánto me alegro de que nuestros hijos nunca pasaran por eso. Gracias a Dios, nunca tuvieron nada peor que la varicela. Pobre Pierre — dice mientras se sienta, sonriendo indulgente a su hijo. Pierre frunce el ceño a medio bocado y se remueve incómodo en el asiento. — Charles y Max tuvieron suerte. Ellos la cogieron muy flojita, algún granito nada más.
Max ríe como una boba y Charles pone los ojos en blanco.
— Papá, ¿viste el partido de los Mariners? — pregunta Pierre, visiblemente ansioso por cambiar de tema.
Los aperitivos están deliciosos, así que me concentro en comer mientras Pierre, el señor Leclerc y Charles hablan de Formula 1. Charles parece sereno y relajado cuando habla con su familia. La cabeza me va a mil. Maldita sea Land, ¿a qué juega? ¿Me castigará Charles? Tiemblo solo de pensarlo. Aún no he firmado ese contrato. Quizá no lo firme. Quizá me quede en Milán; allí no podrá venir a por mí.
— ¿Qué tal en vuestra nueva casa, querido? — me pregunta Christian educadamente.
Agradezco la pregunta, que me distrae de mis pensamientos contradictorios, y le hablo de la mudanza. Cuando terminamos los entrantes, aparece Susie y, una vez más, lamento no poder tocar a Charles con libertad para hacerle saber que, aunque lo hayan jodido de cincuenta mil maneras, es mío. Se dispone a recoger los platos, acercándose demasiado a Charles para mi gusto. Por suerte, él parece no prestarle ninguna atención, pero El dios que llevo dentro está que arde, y no en el buen sentido de la palabra.
Land y Max se deshacen en elogios de México.
— ¿Has estado en México, Carlos? — pregunta Max inocentemente, sacándome de mi celoso ensimismamiento.
— No, pero me encantaría ir.
Sé que soy el único de la mesa que jamás ha salido del país.
— Nosotros fuimos de luna de miel a México.
Christian sonríe al señor Leclerc, que le devuelve la sonrisa.
Resulta casi embarazoso. Es obvio que se quieren mucho, y me pregunto un instante cómo será crecer con tus dos padres presentes.
— Me parece que Carlos preferiría Londres — dice Charles con dulzura.
Vaya, se acuerda. Me pone la mano en la rodilla; me sube los dedos por el muslo. El cuerpo entero se me tensa en respuesta. No, aquí no, ahora no. Me ruborizo y me remuevo en el asiento, tratando de zafarme de él. Me agarra el muslo, inmovilizándome. Tomo mi copa de vino, desesperado.
Vuelve miss Leoncito mexicano, toda miradas coquetas y vaivén de caderas, trayendo el plato principal: ternera Wellington, me parece. Por suerte, se limita a servir los platos y se marcha, aunque se entretiene más de la cuenta con el de Charles. Me observa intrigado al verme seguirla con la mirada mientras cierra la puerta del comedor.
— ¿Qué tienen de malo los mexicanos? — le pregunta Pierre a su hermano. — ¿No sucumbieron a tus encantos?
— Huy, qué va. Además, el señor Pérez, mi maestro en gastronomía, era un tirano dominante.
Me da un golpe de tos y casi espurreo el vino.
— Carlos, ¿te encuentras bien? — me pregunta Charles solícito, quitándome la mano del muslo.
Su voz vuelve a sonar risueño. Oh, menos mal. Asiento con la cabeza y él me da una palmadita suave en la espalda, y no retira la mano hasta que está seguro de que me he recuperado.
La ternera está deliciosa, servida con boniatos asados, zanahoria, calabacín y judías verdes. Me sabe aún mejor porque Charles consigue mantener el buen humor el resto de la comida. Sospecho que por lo bien que estoy comiendo. La conversación fluye entre los Leclerc, cálida y afectuosa, bromeando unos con otros. Durante el postre, una mousse de limón, Max nos obsequia con anécdotas de México y, en un momento dado, empieza a hablar en perfecto español. Todos nos quedamos mirándolo y él se queda un tanto perplejo, hasta que Charles le explica, en un español igualmente perfecto, lo que ha hecho, y entonces él rompe a reír como un bobo. Tiene una risa muy contagiosa y enseguida estallamos todos en carcajadas.
Pierre habla largo y tendido de su último proyecto arquitectónico, una nueva comunidad ecológica al norte de la ciudad. Miro a Land y veo que sigue con atención todas y cada una de sus palabras, con los ojos encendidos de deseo o de amor, aún no lo tengo claro. Él le sonríe y es como si se recordaran tácitamente alguna promesa. Luego, nene, le está diciendo él sin hablar, y de pronto estoy excitado, muy excitado. Me acaloro solo de mirarlos.
Suspiro y miro de reojo a mi Cincuenta Sombras. Podría estar mirándolo eternamente. Tiene una barba incipiente y me muero de ganas de rascarla, de sentirla en mi cara, en mi pecho… en mi entrepierna. Me sonroja el rumbo de mis pensamientos. Me mira y levanta la mano para tomarme del mentón.
— No te muerdas el labio — me susurra con voz ronca. — Me dan ganas de hacértelo.
Christian y Max recogen las copas del postre y se dirigen a la cocina mientras el señor Leclerc, Land y Pierre hablan de las ventajas del uso de paneles solares en el estado. Charles, fingiéndose interesado en el tema, vuelve a ponerme la mano en la rodilla y empieza a subir por el muslo. Se me entrecorta la respiración y junto las piernas para evitar que llegue más lejos.
Detecto su sonrisa pícara.
— ¿Quieres que te enseñe la finca? — me pregunta en voz alta.
Sé que debo decir que sí, pero no me fío de él. Sin embargo, antes de que pueda responder, él se pone de pie y me tiende la mano. Poso la mía en ella y noto cómo se me contraen todos los músculos del vientre y un ligero escalofrió recorre mi columna en respuesta a su mirada oscura y voraz.
— Si me disculpa… — le digo al señor Leclerc y salgo del comedor detrás de Charles.
Me lleva por el pasillo hasta la cocina, donde Max y Christian cargan el lavavajillas. A Leoncito mexicano no se la ve por ninguna parte.
— Voy a enseñarle el patio a Carlos — le dice Charles inocentemente a su padre.
Él nos indica la salida con una sonrisa mientras Max vuelve al comedor. Salimos a un patio de losa gris iluminado por focos incrustados en el suelo. Hay arbustos en maceteros de piedra gris y una mesa metálica muy elegante, con sus sillas, en un rincón. Charles pasa por delante de él, sube unos escalones y sale a una amplia extensión de césped que llega hasta la bahía. Madre mía, es precioso. Maranello centellea en el horizonte y la luna fría y brillante de mayo dibuja un resplandeciente sendero plateado en el agua hasta un muelle en el que hay amarrados dos barcos. Junto al embarcadero, hay una casita. Es un lugar tan pintoresco, tan tranquilo… Me detengo, boquiabierto, un instante.
Charles tira de mí y yo trato de no caerme por el fuerte movimiento.
— Para, por favor.
Lo sigo tambaleándome.
Se detiene y me mira; su expresión es indescifrable.
— Los zapatos. Tengo que quitarme los zapatos.
— No te molestes — dice.
Se agacha, me toma y me carga al hombro. Chillo fuerte del susto, y él me da una palmada fuerte en el trasero, haciendo que un jadeo fuerte salga de mi boca.
— Baja la voz — gruñe.
Oh, no… esto no pinta bien, a mi subconsciente le tiemblan las piernas. Está enfadado por algo: podría ser por lo de Esteban, lo de Milán, lo de los, que me haya mordido el labio. Dios, mira que es fácil de enfadar.
— ¿Adónde me llevas? — digo.
— Al embarcadero — espeta.
Me agarro a sus caderas, porque estoy cabeza abajo, y él avanza decidido a grandes zancadas por el césped a la luz de la luna.
— ¿Por qué?
Me falta el aliento, ahí colgada de su hombro.
— Necesito estar a solas contigo.
— ¿Para qué?
— Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.
— ¿Por qué? — gimoteo.
— Ya sabes por qué — me susurra furioso.
— Pensé que eras un hombre impulsivo — suplico sin aliento.
— Carlos, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.
Madre mía.
Chapter 20: Capitulo 20
Summary:
Vale, allá va… respira hondo.
— Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
— Carlos, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
— Pensé que ya lo habíamos hecho — dice al fin.
Notes:
¿Qué es dormir? cuando sientes la inspiración para esto
Chapter Text
Charles cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor — voces de fondo se escuchan de forma suave — y me lleva a el ático de techo abierto con pequeñas decoraciones en estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de sofás.
Charles me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a él. Me tiene hipnotizado. Lo observo como un depredador peligroso, a la espera de que ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos verde arde la rabia, el deseo y una lujuria pura, sin adulterar. ¡Dios Mío! Podría arder por el fuego candente de su mirada.
— No me pegues, por favor — le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
— No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y agarro valor estirando mi mano
Tímidamente acaricio su mejilla siguiendo el borde su barba hasta el mentón. Es una mezcla curiosa en su mirada suave. Cerrando despacio los ojos, apoyo su cara en la palma de mi mano, mientras admiro en silencio su respiración entrecortada. Levanto mi otra mano para acariciar su suave y liso cabello. “Me encanta tu cabello”, expreso de forma suave casi inaudible. Suelta un leve gemido apenas audible, cuando abre sus ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo, para luego acercarme de una forma más pegada a él, agarro con suavidad su cabello, acercando su boca a la mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
— ¿Qué me estás haciendo? — susurra confundido.
— Besarte.
— Me has dicho que no.
— ¿Qué? ¿No a qué?
— En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
— Estábamos cenando con tus padres.
Lo miró fijamente, atónito.
— Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Me mira a los ojos con una pequeña mezcla de asombro y lujuria. Causándome una embriagadora sensación. Trago saliva instintivamente, baja su mano agarrándome fuertemente del trasero. Me atrae hacia el pegándome contra su erección.
¡Dios Mío!
— ¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? — digo atónito.
— Estoy furioso porque no me habías contado lo de Milán. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tipo que intentó seducirte cuando estabas borracho y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enfermo. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio sus manos por mi espalda.
— Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.
Me quita el traje con mucha torpeza y desesperación, quita toda penda que cubre mi piel hasta llegar el pantalón, dejando mi trasero desnudo a su merced. De pronto, desliza su mano desde mi espalda baja hasta llegar a mi trasero, no sin antes haberse untado lubricante que tenía escondido en el pantalón, acariciándolo para después darme una palmada provocando que suelte un gemido. Con la otra mano, me sujeta firmemente por la cintura. Contengo otro gemido. Desliza un par de dedos entre mis glúteos hasta llegar a mi cavidad anal, introduciendo 3 dedos en mi sin delicadeza.
— Esto es mío — me susurra con rotundidad. — Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca ambos dedos mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos encendidos. Su acción provoca un sonido obsceno por el lugar, escuchando chapoteos cada vez que entraban y salían sus dedos.
— Sí, tuyo — digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de mí.
— Las manos sobre la cabeza — me ordena apretando los dientes, mientras se arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer al suelo. Se pone el condón en la imponente erección. Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy excitado. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
— No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes — dice apretando los dientes.
¡Dios Mío!… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me inmoviliza por completo. Estoy atrapado. Lo tengo por todas partes, envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embestidas, en perfecto contrapunto. Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesto a dejarlo marcharse; mi cuerpo busca alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas contra él. De repente se retira, dejándome adolorido y queriendo más. Me mira furioso.
— No te masturbes. Quiero que te sientas frustrado. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez. Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de encontrar algo de alivio. Charles se sube la bragueta, se peina un poco con la mano y se agacha para tomar su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una expresión más tierna.
— Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdido.
— Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bóxers. Lo miro sin sonreír; en el fondo sé que me he llevado una follada de castigo, pero he conseguido una pequeña victoria en el asunto de los bóxers. El dios que llevo dentro asiente, de acuerdo conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que pedírselas. Me visto lo más rápido que puedo antes de que alguien llegue a buscarnos.
— ¡Charles! — grita Max desde el piso de abajo.
Charles se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
— Justo a tiempo. Dios, qué insoportable es cuando quiere.
Lo miro con el ceño fruncido, a toda prisa, intento arreglarme el pelo revuelto, no hay que dejar evidencia de lo que ha pasado aquí.
— Estamos aquí arriba, Max — le grita él. — Bueno, joven Sainz, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes — me dice en voz baja.
— No creo que lo merezca, señor Leclerc, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque.
— ¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido. Frunzo los labios.
— Ha sido un ataque en defensa propia.
— Defensa ¿de qué?
— De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.
Ladea la cabeza y me sonríe mientras Max sube ruidosamente las escaleras.
— Pero ¿ha sido tolerable? — me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
— Apenas — susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
— Ah, aquí están — dice Max sonriéndonos.
— Le estaba enseñando a Carlos todo esto.
Charles me tiende la mano; su mirada es intensa. Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
— Lando y Pierre están a punto de marcharse. ¿han visto a esos dos? No paraban de tocarse. — Max finge asco, mira a Charles y luego a mí. — ¿Qué han estado haciendo aquí?
Vaya, qué directo. Me pongo como un tomate.
— Le estaba enseñando a Carlos mis trofeos de remo — contesta Charles sin pensárselo un segundo, con cara de póquer total. — Vamos a despedirnos de Lando y Pierre.
¿Trofeos de remo? Tira suavemente de mí hasta situarme delante de él y, cuando Max se vuelve para salir, me da un azote en el trasero. Ahogo un grito, sorprendido.
— Lo volveré a hacer, Carlos, y pronto — me amenaza al oído.
Luego me abraza, con mi espalda pegada a su pecho, y me besa el cabello. De vuelta en la casa, Lando y Pierre se están despidiendo de Cristian y el señor Wolf. Lando me da un fuerte abrazo.
— Tengo que hablar contigo de lo antipático que eres con Charles — le susurro furioso al oído, y él me abraza otra vez.
— Le viene bien un poco de hostilidad; así se ve cómo es en realidad. Ten cuidado, Carlos… es demasiado controlador — me susurra. — Te veo luego.
YO SÉ CÓMO ES EN REALIDAD, ¡TÚ NO!, le grito mentalmente. Soy consciente de que lo hace con buena intención, pero a veces se pasa de la raya, y esta vez se ha pasado mucho. Lo miro con el ceño fruncido y él me saca la lengua, haciéndome sonreír sin querer. El Lando travieso es una novedad; será influencia de Pierre. Los despedimos desde la puerta, y Charles se vuelve hacia mí.
— Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.
Max me abraza cariñosamente cuando nos despedimos.
— ¡Pensábamos que nunca encontraría un chico! — comenta con entusiasmo.
Yo me sonrojo y Charles vuelve a poner los ojos en blanco. Frunzo los labios. ¿Por qué él sí puede y yo no? Quiero ponerle los ojos en blanco yo también, pero no me atrevo, y menos después de la amenaza en el ático.
— Cuídate, Carlos, querido— me dice amablemente Christian.
Charles, avergonzado o frustrado por la efusiva atención que recibo del resto de los Wolf, me toma de la mano y me acerca a su lado.
— No me lo espanten ni me lo mimen demasiado — protesta.
— Charles, déjate de bromas — lo reprende Christian con indulgencia y una mirada llena de amor por él.
No sé por qué, pero me parece que no bromea. Observo subrepticiamente su interacción. Es obvio que Christian lo adora, que siente por él el amor incondicional de un padre. Él se inclina y lo besa con cierta rigidez.
— Papá — dice, y percibo un matiz extraño en su voz…
¿veneración, quizá?
— Señor Wolf… adiós y gracias por todo.
Le tiendo la mano, pero ¡también me abraza!
— Por favor, llámame Toto. Confío en que volvamos a verte muy pronto, Carlos.
Terminada la despedida, Charles me lleva hasta el coche, donde nos espera Zhou. ¿Habrá estado esperando ahí todo el tiempo? Zhou me abre la puerta y entro en la parte trasera del Ferrari.
Noto que los hombros se me relajan un poco. Dios, qué día. Estoy agotado, física y emocionalmente. Tras una breve conversación con Zhou, Charles se sube al coche a mi lado. Se vuelve para mirarme.
— Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia — murmura.
¿También? La deprimente idea de por qué me ha invitado me vuelve de forma espontánea e inoportuna a la cabeza. Zhou arranca el coche y se aleja del círculo de luz del camino de entrada para adentrarse en la oscuridad de la carretera. Me giro hacia Charles y lo encuentro mirándome fijamente.
— ¿Qué? — pregunta en voz baja.
— Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres — le susurro con voz temblorosa. — Si Pierre no se lo hubiera propuesto a Lando, tú jamás me lo habrías pedido a mí.
No le veo la cara en la oscuridad, pero ladea la cabeza, sobresaltado.
— Carlos, me encanta que hayas conocido a mis padres. ¿Por qué eres tan inseguro? No deja de asombrarme. Eres un hombre joven, fuerte, independiente, pero tienes muy mala opinión de ti mismo. Si no hubiera querido que los conocieras, no estarías aquí.
¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado allí?
¡Vaya! Quería que fuera, y eso es toda una revelación. No parece incomodarlo responderme, como sucedería si me ocultara la verdad. Parece complacido de verdad de que haya ido. Una sensación de bienestar se propaga lentamente por mis venas.
Mueve la cabeza y me toma la mano. Yo miro nervioso a Zhou.
— No te preocupes por Zhou. Contéstame.
Me encojo de hombros.
— Pues sí. Pensaba eso. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Milán porque Lando estaba hablando de Sardegna. Aún no me he decidido.
— ¿Quieres ir a ver a tu padre?
— Sí.
Me mira con una expresión extraña, como si librara una especie de lucha interior.
— ¿Puedo ir contigo? — pregunta al fin.
¿Qué?
— Eh… no creo que sea buena idea.
— ¿Por qué no?
— Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder reflexionar.
Se me queda mirando.
— ¿Soy demasiado intenso?
Me echo a reír.
— ¡Eso es quedarse corto!
A la luz de las farolas que vamos pasando, veo que tuerce la boca.
— ¿Se está riendo de mí, Joven Sainz?
— No me atrevería, señor Leclerc — le respondo con fingida seriedad.
— Me parece que sí y creo que sí te ríes de mí, a menudo.
— Es que eres muy divertido.
— ¿Divertido?
— Oh, sí.
— ¿Divertido por peculiar o por gracioso?
— Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.
— ¿Qué parte de cada una?
— Te dejo que lo adivines tú.
— No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Carlos — dice socarrón, y luego prosigue en voz baja— ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Milán?
— Sobre lo nuestro — susurro.
Me mira fijamente, impasible.
— Dijiste que lo intentarías — murmura.
— Lo sé.
— ¿Tienes dudas?
— Puede.
Se revuelve en el asiento, como si estuviera incómodo.
— ¿Por qué?
¡Dios Mio! ¿Cómo se ha vuelto tan seria esta conversación de repente? Se me ha echado encima como un examen para el que no estoy preparado. ¿Qué le digo? Porque creo que te quiero y tú solo me ves como un juguete. Porque no puedo tocarte, porque me aterra demostrarte algo de afecto por si te enfadas, me regañas o, peor aún, me pegas… ¿Qué le digo?
Miro un instante por la ventanilla. El coche vuelve a cruzar el puente. Los dos estamos envueltos en una oscuridad que enmascara nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, pero para eso no nos hace falta que sea de noche.
— ¿Por qué, Carlos? — me insiste.
Me encojo de hombros, atrapado. No quiero perderlo. A pesar de sus exigencias, de su necesidad de control, de sus aterradores vicios. Nunca me había sentido tan vivo como ahora. Me emociona estar sentado a su lado. Es tan imprevisible, sexy, listo, divertido… Pero sus cambios de humor… ah, y además quiere hacerme daño. Dice que tendrá en cuenta mis reservas, pero sigue dándome miedo. Cierro los ojos. ¿Qué le digo? En el fondo, querría más, más afecto, más del Charles travieso, más… amor.
Me aprieta la mano.
— Háblame, Carlos. No quiero perderte. Esta última semana Carlos…
Estamos llegando al final del puente y la carretera vuelve a estar bañada en la luz de neón de las farolas, de forma que su rostro se ve intermitentemente en sombras e iluminado. Y la metáfora resulta tan acertada. Este hombre, al que una vez creí un héroe romántico, un caballero de resplandeciente armadura, o el caballero oscuro, como dijo él mismo, no es un héroe, sino un hombre con graves problemas emocionales, y me está arrastrando a su lado oscuro.
¿No podría yo llevarlo hasta la luz?
— Sigo queriendo más — le susurro.
— Lo sé — dice. — Lo intentaré.
Lo miro extrañado y él me suelta la mano y me toma por la barbilla, soltándome el labio que me estaba mordiendo.
— Por ti, Carlos, lo intentaré.
Irradia sinceridad. Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me acerco a él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia y en un nanosegundo él me responde.
— Quédate conmigo esta noche — me dice. — Si te vas, no te veré en toda la semana Carlos. Por favor.
— Sí — accedo. — Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.
Lo decido sin pensar.
Me mira fijamente.
— Firma después de Milán. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nene.
— Lo haré.
Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.
— Deberías ponerte el cinturón de seguridad — susurra reprobadoramente con la boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su regazo.
Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Charles, apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus brazos mientras me abraza con fuerza.
Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.
— Ya estamos en casa — murmura Charles, y la frase resulta tentadora, cargada de potencial.
En casa, con Charles. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar. Zhou nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar nada. Una vez fuera del coche, Charles me examina. Oh, no, ¿qué he hecho ahora?
— ¿Por qué no llevas chaqueta?
Se quita la suya, frunce su ceño, y me la echa por los hombros.
Siento un gran alivio.
— La tengo en mi coche nuevo — contesto adormilado y bostezando.
Me sonríe maliciosamente.
— ¿Cansado, Joven Sainz?
— Sí, señor Leclerc. — Me siento aturdido ante su provocador escrutinio. Aun así, creo que debo darle una explicación. — Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.
— Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más — promete mientras me toma de la mano y me lleva dentro del edificio.
¡Dios Mio!… ¿Otra vez?
En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la mano y me toma por la barbilla, soltándome el labio que me mordía.
— Algún día te follaré en este ascensor, Carlos, pero ahora estás cansado, así que creo que nos conformaremos con la cama.
Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.
— ¿Necesitas una copa o algo?
— No.
— Bien. Vámonos a la cama.
Arqueo las cejas.
— ¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?
Ladea la cabeza.
— Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante — dice.
— ¿Desde cuándo?
— Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?
El dios que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.
— Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.
El dios que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su desilusión.
— ¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.
Me sonríe lascivo.
— Ya lo he observado — replico con sequedad.
Menea la cabeza.
— Venga ya, Joven Sainz, Carlos le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.
— Es usted todo un romántico, señor Leclerc.
— Y usted tiene una lengua muy afilada, Joven Sainz. Voy a tener que someterlo de alguna forma. Ven.
Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.
— Manos arriba — me ordena.
Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el traje como un mago, el saco lo había dejado en la entrada, solo quedaba la camisa y los pantalones, que rápidamente se deshizo de ellos.
— ¡Tachán! — dice travieso.
Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. ¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi traje en la silla solitaria que hay junto a la cómoda.
— ¿Cuál es el siguiente truco? — inquiero provocador.
— Ay, mi querido Joven Sainz. Métete en la cama — gruñe. — que enseguida lo vas a ver.
— ¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? — pregunto coqueto.
Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.
— Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme — dice burlón. — Me parece que el trato ya está hecho.
— Pero soy buen negociador.
— Y yo. — Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se apodera de él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose. — ¿No quieres follar? — pregunta.
— No — digo.
— Ah.
Frunce el ceño.
Vale, allá va… respira hondo.
— Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
— Carlos, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
— Pensé que ya lo habíamos hecho — dice al fin.
— Quiero tocarte.
Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, luego se refrena.
— Por favor — le susurro.
Se recupera.
— Ah, no, Joven Sainz, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.
— ¿No?
— No.
Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?
— Mira, estás cansado, y yo también. Vámonos a la cama y ya está — dice, observándome con detenimiento.
— ¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?
— Sí. Ya lo sabes.
— Dime por qué, por favor.
— Ay, Carlos, por favor. Déjalo ya — masculla exasperado.
— Es importante para mí.
Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. Lo tomo, pensativo.
— Póntela y métete en la cama — me espeta molesto.
Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para cubrir mi desnudez. Me dejo los boxer puestos… he ido sin ellos casi toda la noche.
— Necesito ir al baño — digo con un hilo de voz.
Frunce el ceño, aturdido.
— ¿Ahora me pides permiso?
— Eh… no.
— Carlos, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.
No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el baño. Me miro en el espejo gigante, asombrado de seguir teniendo el mismo aspecto. Después de todo lo que he hecho hoy, ahí este el mismo chico corriente de siempre mirándome pasmada. ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita puntiaguda?, me espeta mi subconsciente. ¿Y qué narices haces? Las caricias son uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr tiene que andar primero. Mi subconsciente está furioso, su ira es como la de Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en El grito de Edvard Munch. Lo ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro con el ceño fruncido mi reflejo. Necesito poder ser cariñoso con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Charles. Mi subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando. Él no está preparado y yo tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece entre los dos. Ambos necesitamos acercarnos más al centro. Solo espero que ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite un poco de distancia. Milán cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a lavarme los dientes, llama a la puerta.
— Pasa — espurreo con la boca llena de pasta.
Charles aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera muerto de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, toma el cepillo y se lo mete en la boca. Le sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
— Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes — me dice en un dulce tono jocoso.
— Gracias, señor — sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
— Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche — masculla malhumorado.
— Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
— Carlos, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llené la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
— Porque quiero conocerte mejor.
— Ya me conoces bastante bien.
— ¿Cómo puedes decir eso?
Me pongo de rodillas, mirándolo. Me pone los ojos en blanco, frustrado.
— Estás poniendo los ojos en blanco. La última vez que yo hice eso terminé tumbado en tus rodillas.
— Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
— Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
— ¿Qué?
— Lo que has oído.
— ¿Me estás haciendo una oferta? — me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza.
— Sí… esa es la forma Negociando.
— Esto no va así, Carlos.
— Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Charles despreocupado. Hacía un rato que no lo veía. Se pone serio otra vez.
— Siempre tan ávido de información. — Me mira pensativo. Al poco, se baja con elegancia de la cama. — No te vayas — dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. ¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara o algún otro instrumento de perversión? ¡Dios Mio!, ¿qué voy a hacer entonces? Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero de curiosidad.
— ¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana Carlos? — pregunta en voz baja.
— A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
— Bien.
Y ante mis ojos, cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el Charles dominante.
— Sal de la cama. Ponte aquí de pie. — Señala a un lado de la cama y yo me bajo y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una promesa. — ¿Confías en mí? — me pregunta en voz baja.
Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata redondas y brillantes, unidas por un grueso hilo negro.
— Son nuevas — dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
— Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. El dios que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
— Luego follaremos y, si aún sigues despierto, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz de hablar.
— Buen chico. Abre la boca.
¿La boca?
— Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
— Necesitan lubricación. Chúpalas — me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de Charles no se apartan de los míos.
Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
— No te muevas, Carlos — me advierte. — Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde.
— Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
— Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañado y su expresión se oscurece.
— No titubees — me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus órdenes inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos mal que me he dejado los boxer puestas, aunque supongo que no me van a durar mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando me aparta con delicadeza los boxer y me pasea un dedo despacio por mi ano. Mi cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. ¡Dios Mio! Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que están ahí. Me recoloca los boxer, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso tierno en mi trasero.
— Ponte derecho — me ordena y, tembloroso, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme mientras recupero el equilibrio.
— ¿Estás bien? — me pregunta muy serio.
— Sí.
— Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
— ¿Qué tal? — pregunta.
— Raro.
— ¿Raro bueno o raro malo?
— Raro bueno — confieso ruborizándome.
— Bien. — Asoma a sus ojos un vestigio de humor. — Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor.
Oh.
— Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Carlos.
¿Agua? ¿Quiere agua ahora? ¿Para qué? Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee; al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración cuando me estiro para tomar un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. ¡Dios Mio! Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseado.
Cuando vuelvo, me observa detenidamente.
— Gracias — dice, y me toma el vaso de agua.
Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de ojos verdes en mí.
— Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.
Me acerco a él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy caliente. Excitado por la situación, sobre todo al tener las bolas dentro de mí.
— Pídemelo — me dice en voz baja.
Frunzo el ceño. ¿Qué le pida el qué?
— Pídemelo — repite, algo más duro.
¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?
— Pídemelo, Carlos. No te lo voy a repetir más.
Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida que me dé unos azotes.
¡Dios Mio! Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.
— Azótame, por favor… señor — susurro.
Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza hacia atrás.
— Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Carlos — murmura sin dejar de frotarme suavemente el trasero.
Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el pene, y la sensación global es… Gimo. Oh, la sensación es exquisita.
— Esta vez es para darnos placer, Carlos, a ti y a mí — susurra.
¿Por qué no me ha quitado los boxer? Entonces su mano desaparece y vuelve a azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante y, por alguna razón, porque soy yo el que ha impuesto las condiciones, no me preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que puedo.
Hace una pausa para bajarme despacio los boxer. Me retuerzo en sus piernas, no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.
— Buen chico, Carlos — gruñe, y se altera su respiración.
Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado a mi lado. Me toma las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las bolas. Gimo con fuerza.
— Oh, nene — me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento y sensual, saboreándome, sintiéndome.
Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro prodigioso y desesperado.
— ¡Carlos!
Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.
— Me ha gustado — susurra, y me besa tiernamente.
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.
— Date la vuelta — me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
— Tienes el culo de un color espléndido — dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
— Déjalo ya, Leclerc — digo bostezando.
— Joven Sainz, es usted único estropeando un momento.
— Teníamos un trato.
— ¿Cómo te sientes?
— Estafado.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.
— El hombre que me trajo al mundo era un puto adicto al crack, Carlos. Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
— ¿Era?
— Murió.
— ¿Hace mucho?
Suspira.
— Murió cuando yo tenía cuatro años. No lo recuerdo. Toto me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
— Buenas noches, Charles.
— Buenas noches, Carlos.
Y me duermo, aturdido y agotado, y sueño con un niño de cuatro años y ojos verdes en un lugar oscuro, terrible y triste.
Chapter 21: Capitulo 21
Summary:
— Bien. No vas a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
— No.
Se dibuja en sus labios una sonrisa reticente.
— Soy un hombre de recursos, joven Sainz.
— Soy perfectamente consciente de eso, señor Leclerc. ¿Me vas a rastrear el móvil? — pregunto inocentemente.
— La verdad es que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que lo haga por mí.
Notes:
Últimos 5 capítulos, probablemente sólo haga el primer libro, porque se viene la versión Omegaverse
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Hay luz por todas partes. Una luz intensa, cálida, penetrante, y me esfuerzo por mantenerla a raya unos cuantos minutos más. Quiero esconderme, solo unos minutos más, pero el resplandor es demasiado fuerte y, al final, sucumbo al despertar. Una gloriosa mañana de Maranello me saluda: el sol entra por el ventanal e inunda la habitación de una luz demasiado intensa. ¿Por qué no bajamos las persianas anoche? Estoy en la enorme cama de Charles Leclerc, pero él no está.
Me quedo tumbado un rato, contemplando por el ventanal desde mi elevada y privilegiada posición el perfil urbano de Maranello. La vida en las nubes produce desde luego una sensación de irrealidad. — Una fantasía aun castillo en el aire, alejado del suelo, a salvo de la cruda realidad — lejos del abandono, del hambre, de padres que se prostituyen por crack. Me estremezco al pensar lo que debió de pasar de niño, y entiendo por qué vive aquí, aislado, rodeado de belleza, de valiosas obras de arte, tan alejado de sus comienzos… toda una declaración de intenciones. Frunzo el ceño, porque eso sigue sin explicar por qué no puedo tocarlo.
Curiosamente, yo me siento igual aquí arriba, en su torre de marfil. Lejos de la realidad. Estoy en este piso de fantasía, teniendo un sexo de fantasía con mi novio de fantasía, cuando la cruda realidad es que él quiere un contrato especial, aunque diga que intentará darme más. ¿Qué significa eso? Eso es lo que tengo que aclarar entre nosotros, para ver si aún estamos en extremos opuestos del balancín o nos vamos acercando.
Salgo de la cama sintiéndome entumecido del cuerpo y, a falta de una expresión mejor, bien aplastada. Sí, debe de ser de tanto sexo. Mi subconsciente frunce los labios en señal de desaprobación. Yo le pongo los ojos en blanco, alegrándome de que cierto obseso del control de mano muy suelta no esté en la habitación, y decido preguntarle por el entrenador personal. Eso, si firmo. El dios que llevo dentro me mira desesperado. Pues claro que vas a firmar. Los ignoro a los dos y, tras una visita rápida al baño, salgo en busca de Charles.
No está en la galería de arte, pero una mujer elegante de mediana edad está limpiando en la zona de la cocina. Al verla, me paro en seco. Es rubia, lleva el pelo corto y tiene los ojos azules; viste una impecable blusa blanca y lisa y una falda de tubo azul marino. Esboza una amplia sonrisa al verme.
— Buenos días, joven Sainz. ¿Le apetece desayunar? — me pregunta en un tono agradable pero profesional, y yo alucino.
¿Qué hace esta atractiva rubia en la cocina de Charles? No llevo puesta más que la camiseta que me dejó. Me siento cohibido por mi desnudez.
— Me temo que juega usted con ventaja — digo en voz baja, incapaz de ocultar la angustia que me produce.
— Ah, lo siento muchísimo… Soy la señora Jones, el ama de llaves del señor Leclerc.
Ah.
— ¿Qué tal? — consigo decir.
— ¿Le apetece desayunar, señor?
¡Señor!
— Me gustaría tomar un poco de té, gracias. ¿Sabe dónde está el señor Leclerc?
— En su estudio.
— Gracias.
Salgo disparado hacia el estudio, muerto de vergüenza. ¿Por qué Charles solo contrata a rubias atractivas? Y una idea desagradable me viene a la cabeza: ¿serán todos ex sumisos? Me niego a acariciar una idea tan espantosa. Asomo la cabeza tímidamente por la puerta. Está al teléfono, de cara al ventanal, vestido con pantalones negros y camisa blanca. Aún tiene el pelo mojado de la ducha y eso me distrae por completo de mis pensamientos negativos.
— Salvo que mejore el balance de pérdidas y ganancias de la compañía, no me interesa, Lewis. No vamos a cargar con un peso muerto. No me pongas más excusas tontas. Que me llame Kimi, es todo o nada. Sí, dile a Nico que el prototipo pinta bien, aunque la interfaz no me convence. No, le falta algo. Quiero verlo esta tarde para discutirlo. A él y a su equipo; podemos hacer una tormenta de ideas. Vale. Pásame con Oscar otra vez. — Espera, mirando por el ventanal, amo y señor del universo contemplando a la pobre gente bajo su castillo en el cielo. — Oscar…
Al levantar la vista, me ve en la puerta. Una sensual sonrisa se extiende lentamente por su hermoso rostro, y me quedo sin habla al tiempo que se me derriten las entrañas. Es sin lugar a dudas el hombre más hermoso del planeta, demasiado hermoso para los seres vulgares de allá abajo, demasiado hermoso para mí. No, el dios que llevo dentro me mira con el ceño fruncido, demasiado hermoso para mí, no. En cierto modo, es mío… de momento. La idea me produce un escalofrío y disipa mi irracional inseguridad.
Sigue hablando, sin dejar de mirarme.
— Cancela toda mi agenda de esta mañana, pero que me llame Bill. Estaré allí a las dos. Tengo que hablar con Marco esta tarde, eso me llevará al menos media hora. Ponme a Nico y a su equipo después de Kimi, o quizá mañana, y búscame un hueco para quedar con Alex todos los días de esta semana. Dile que espere. Ah. No, no quiero publicidad para Darfur. Dile a Paul que se encargue él de eso. No. ¿Qué evento? ¿El sábado que viene?
Espera.
— ¿Cuándo vuelves de Milán? — me pregunta.
— El viernes.
Retoma la conversación telefónica.
— Necesitaré una entrada más, porque voy acompañado. Sí, Oscar, eso es lo que he dicho, acompañado, el joven Carlos Sainz vendrá conmigo. Eso es todo. — Cuelga. — Buenos días, joven Sainz.
— Señor Leclerc— sonrío tímidamente.
Rodea el escritorio con su habitual elegancia y se sitúa delante de mí. Me acaricia suavemente la mejilla con el dorso de los dedos.
— No quería despertarte, se te veía tan sereno. ¿Has dormido bien?
— He descansado, gracias. Solo he venido a saludar antes de darme una ducha.
Lo miro, me embebo de él. Se inclina y me besa con suavidad, y no puedo controlarme. Me cuelgo de su cuello y mis dedos se enredan en su pelo aún húmedo. Con el cuerpo pegado al suyo, le devuelvo el beso. Lo deseo. Mi ataque lo toma por sorpresa, pero, tras un instante, responde con un grave gruñido gutural. Desliza las manos por mi pelo y desciende por la espalda para agarrarme el trasero desnudo, explorándome la boca con la lengua. Se aparta, con los ojos entrecerrados.
— Vaya, parece que el descanso te ha sentado bien — murmura. — Te sugiero que vayas a ducharte, ¿o te echo un polvo ahora mismo encima de mi escritorio?
— Prefiero lo del escritorio — le susurro temerario mientras el deseo invade mi organismo como la adrenalina, despertándolo todo a su paso.
Me mira perplejo un milisegundo.
— Esto le gusta de verdad, ¿no, joven Sainz? Te estás volviendo insaciable — masculla.
— Lo que me gusta eres tú — le digo.
Sus ojos se agrandan y se oscurecen mientras me masajea el trasero desnudo.
— Desde luego, solo yo — gruñe, y de pronto, con un movimiento rápido, aparta todos los planos y documentos del escritorio, que se esparcen por el suelo, y luego me coge en brazos y me tumba en el lado corto de la mesa, de forma que la cabeza casi me cuelga por el borde — Tú lo has querido, nene — masculla, sacándose un preservativo junto con un pequeño bote de lubricante del bolsillo del pantalón al tiempo que se baja la cremallera.
Vaya con el boyscout. Unta el lubricante en sus dedos, para después deslizarlos por mis glúteos, el frío liquido hace que suelte un jadeo por el contacto, deja un beso en mi cuello mientras empieza a jugar con mi ano. Estoy ansioso, quiero sentirlo dentro se mí, que entre y salga a su placer, mi cuerpo ya no me pertenece a mí, es completamente suyo, sabe cómo dominarlo, como tratarlo, juega obscenamente con mi ano, dejando entrar un dedo de forma algo brusca, gemí por la repentina entrada de su digito. Me embiste con sus dedos, se escucha como el chapoteo se intensifica como su ritmo, sigue repartiéndome besos en mi cuello para distraerme. Para de repente y rompe el envoltorio del condón, mientras no despega su vista de la mía. Desliza el condón por su miembro erecto, mi boca se hace agua ¿Qué es lo que me has hecho Charles Leclerc?
Y me mira de forma que mi cuerpo se calienta aún más.
— Espero que estés listo — dice con una sonrisa lasciva.
Y en un instante está dentro de mí y, sujetándome con fuerza las muñecas a los costados, me penetra hasta el fondo.
Gimo… oh, sí.
— Dios, Carlos. Sí que estás listo— susurra con veneración.
Enroscándole las piernas en la cintura, lo abrazo de la única forma que puedo mientras él, de pie, me mira, con un brillo intenso en esos ojos verdes, apasionado y posesivo. Empieza a moverse, a moverse de verdad. Esto no es hacer el amor, esto es follar, y me encanta. Gimo. Es tan crudo, tan carnal, me excita tanto. Gozo de su penetración, su pasión sacia la mía. Se mueve con facilidad, gozándome, disfrutando de mí, con la boca algo abierta a medida que se le acelera la respiración. Gira las caderas de un lado a otro y me produce una sensación deliciosa.
Cierro los ojos, notando que se aproxima el clímax, esa deliciosa avalancha lenta y creciente, que me eleva más y más hasta el castillo en el aire. Oh, sí… su empuje aumenta un poco. Gimo fuerte. Soy toda sensación, toda él; disfruto de cada embate, de cada vez que me llega hasta el fondo. Coge ritmo, empuja más rápido, más fuerte, y todo mi cuerpo se mueve a su compás, y noto que se me agarrotan las piernas, y mis entrañas se estremecen y se aceleran, el cosquilleo en mi vientre aumenta como sus embestidas.
— Vamos, nene, dámelo todo — me incita entre dientes, y el deseo ardiente de su voz, la tensión, me abocan al precipicio.
Lanzo una súplica silenciosa y apasionada cuando toco el sol y me quemo, y me desplomo a su alrededor, caigo, de vuelta a una cima intensa y luminosa en la Tierra, mi esencia esta entre nuestros cuerpos. Embiste y para en seco al llegar al clímax y, tirándome de las muñecas, se desploma con elegancia, calladamente, sobre mí. Esta Wow… esto no me lo esperaba. Poco a poco, vuelvo a materializarme en la Tierra.
— ¿Qué diablos me estás haciendo? — dice besuqueándome el cuello. — Me tienes completamente hechizado, Carlos. Ejerces alguna magia poderosa.
Me suelta las muñecas y le paso los dedos por el pelo, descendiendo de las alturas. Aprieto las piernas alrededor de su cintura.
— Soy yo el hechizado — susurro.
Me mira, me contempla, con expresión desconcertada, alarmada incluso. Poniéndome las manos a ambos lados de la cara, me sujeta la cabeza.
— Tú… eres… mío — dice, marcando bien cada palabra. — ¿Entendido?
Lo dice tan serio, tan exaltado… con tal fanatismo. La fuerza de su súplica me resulta tan inesperada, tan apabullante. Me pregunto por qué se siente así.
— Sí, tuyo — le susurro, completamente desconcertado por su fervor.
— ¿Seguro que tienes que irte a Milán?
Asiento despacio. Y, en ese breve instante, veo alterarse su expresión y noto cómo cambia su actitud. Se retira bruscamente y yo hago una mueca de dolor.
— ¿Te duele? — pregunta inclinándose sobre mí.
— Un poco — confieso.
— Me gusta que te duela. — Sus ojos abrasan. — Te recordará que he estado ahí, solo yo.
Me toma por la barbilla y me besa con violencia, luego se endereza y me tiende la mano para ayudarme a levantarme. Miro el envoltorio del condón que tengo al lado.
— Siempre preparado — murmuro.
Me mira confundido mientras se sube la bragueta. Sostengo en alto el envoltorio vacío.
— Un hombre siempre puede tener esperanzas, Carlos, incluso sueña, y a veces los sueños se hacen realidad.
Suena tan raro, con esa mirada encendida. No lo entiendo. Mi dicha poscoital se esfuma rápidamente. ¿Qué problema tiene?
— Así que hacerlo en tu escritorio… ¿era un sueño? — le pregunto con sequedad, probando a bromear para aliviar la tensión que hay entre nosotros.
Me dedica una sonrisa enigmática que no le llega a los ojos y sé inmediatamente que no es la primera vez que lo ha hecho en su escritorio. La idea me desagrada. Me retuerzo incómodo al tiempo que mi dicha poscoital se esfuma del todo.
— Más vale que vaya a darme una ducha.
Me levanto y me dispongo a marcharme.
Frunce el ceño y se pasa una mano por el pelo.
— Tengo un par de llamadas más que hacer. Desayunaré contigo cuando salgas de la ducha. Creo que la señora Jones te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.
¿Qué? ¿Cuándo lo ha hecho? Por Dios, ¿nos habrá oído? Me ruborizo.
— Gracias — murmuro.
— No se merecen — dice automáticamente, pero noto cierto tonillo en su voz.
No te estoy dando las gracias por follarme. Aunque ha sido muy…
— ¿Qué? — me suelta, y entonces me doy cuenta de que estoy frunciendo el ceño.
— ¿Qué pasa? — le pregunto en voz baja.
— ¿A qué te refieres?
— Pues a que estás siendo aún más raro de lo habitual.
— ¿Te parezco raro?
Trata de reprimir una sonrisa.
— A veces.
Me estudia un instante, pensativo.
— Como de costumbre, me sorprende, joven Sainz.
— ¿En qué le sorprendo?
— Digamos que esto ha sido un regalito inesperado.
— La idea es complacernos, señor Leclerc.
Ladeo la cabeza como hace él a menudo, devolviéndole sus palabras.
Vaya, me está echando.
— Sí… eh… luego te veo.
Salgo de su despacho completamente anonadado.
Charles parecía confundido. ¿Por qué? Debo decir que, como experiencia física, ha sido muy satisfactoria. En cambio, emocionalmente… bueno, me desconcierta su reacción, y eso es tan enriquecedor emocionalmente como nutritivo el algodón de azúcar.
La señora Jones sigue en la cocina.
— ¿Le apetece el té ahora, joven Sainz?
— Me voy a duchar primero, gracias — murmuro, y me apresuro
A salir de allí con el rostro aún encendido.
En la ducha, trato de averiguar qué le pasa a Charles. Es la persona más complicada que conozco y no alcanzo a comprender sus estados de ánimo cambiantes. Parecía estar bien cuando he entrado en su estudio. Lo hemos hecho… y luego ya no estaba bien. No, no lo entiendo. Recurro a mi subconsciente. Me lo encuentro silbando con las manos a la espalda, mirando a cualquier parte menos a mí. No tiene ni idea, y el dios que llevo dentro sigue disfrutando de los restos de la dicha poscoital. No… ninguna de nosotras tiene ni idea.
Me seco el pelo con la toalla, me lo cepillo con el único peine que tiene Charles. El traje ciruela de Lando está colgado, lavado y planchado, en el armario, junto con mi boxer también limpios. La señora Jones es una maravilla. Me calzo los zapatos de Lando, me arreglo un poco el traje, que ahora he decidido usarlo sin el saco y las mangas arremangadas hasta los codos, respiro hondo y vuelvo a salir del enorme dormitorio.
Charles sigue sin aparecer, y la señora Jones está revisando lo que hay en la despensa.
— ¿Quiere ya el té, joven Sainz? — pregunta.
— Por favor.
Le sonrío. Me siento algo más a gusto ahora que voy vestido.
— ¿Le apetece comer algo?
— No, gracias.
— Pues claro que vas a comer algo — espeta Charles, resplandeciente. — Le gustan las tortitas con huevos y beicon, señora Jones.
— Sí, señor Leclerc. ¿Qué va a tomar usted, señor?
— Tortilla, por favor, y algo de fruta. — No me quita los ojos de encima, su expresión es indescifrable. — Siéntate — me ordena, señalando uno de los taburetes de la barra.
Obedezco, y él se sienta a mi lado mientras la señora Jones prepara el desayuno. Uf, me pone nervioso que alguien más oiga lo que hablamos.
— ¿Ya has comprado el billete de avión?
— No, lo compraré cuando llegue a casa, por internet.
Se apoya en mi hombro y se frota la barbilla en él.
— ¿Tienes dinero?
Oh, no.
— Sí — digo poniendo un tono de resignada paciencia, como si hablara con un niño pequeño.
Me arquea una ceja reprobatoria. Mierda.
— Sí tengo, gracias — rectifico enseguida.
— Tengo un jet. No se va a usar hasta dentro de tres días; está a tu disposición.
Lo miro boquiabierto. Pues claro que tiene un jet, y yo tengo que resistir la inclinación natural de mi cuerpo a poner los ojos en blanco. Me entran ganas de reír. Pero no lo hago, porque no sé de qué humor está.
— Ya hemos abusado bastante de la flota aérea de tu empresa.
No me gustaría volver a hacerlo.
— La empresa es mía, el jet también.
Parece ofendido. ¡Ah, los chicos y sus juguetitos!
— Gracias por el ofrecimiento, pero prefiero tomar un vuelo regular.
Me da la impresión de que quiere seguir discutiéndolo, pero al final no lo hace.
— Como quieras. — Suspira. — ¿Tienes que prepararte mucho para las entrevistas?
— No.
— Bien. No vas a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
— No.
Se dibuja en sus labios una sonrisa reticente.
— Soy un hombre de recursos, joven Sainz.
— Soy perfectamente consciente de eso, señor Leclerc. ¿Me vas a rastrear el móvil? — pregunto inocentemente.
— La verdad es que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que lo haga por mí.
Sonríe con picardía. Lo dirá en broma, ¿no?
— Si puedes poner a alguien a hacer eso, es que te sobra personal, desde luego.
— Le mandaré un correo a la jefa de recursos humanos y le pediré que revise el recuento de personal.
Tuerce la boca para ocultar la sonrisa. Ay, menos mal que ha recobrado el sentido del humor.
La señora Jones nos sirve el desayuno y comemos en silencio durante unos minutos. Tras recoger los cacharros, la mujer se retira discretamente de la zona del salón. Lo miro.
— ¿Qué pasa, Carlos?
— ¿Sabes?, al final no me has dicho por qué no te gusta que te toquen.
Palidece y su reacción me hace sentirme culpable por preguntar.
— Te he contado más de lo que le he contado nunca a nadie — dice en voz baja mientras me mira impasible.
Y tengo claro que nunca le ha hecho confidencias a nadie. ¿No tiene amigos íntimos? Quizá se lo contara al Señor Webber. Quiero preguntárselo, pero no puedo… no puedo meterme así en su vida. Niego con la cabeza al darme cuenta. Está solo, pero de verdad.
— ¿Pensarás en nuestro contrato mientras estás fuera? — pregunta.
— Sí.
— ¿Me vas a echar de menos?
Lo miro, sorprendida por la pregunta.
— Sí — respondo con sinceridad.
¿Cómo puede haber llegado a significar tanto para mí en tan poco tiempo? Se me ha metido bajo la piel, literalmente. Sonríe y se le ilumina la mirada.
— Yo también te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas — me dice.
Se me alegra el corazón al oír sus palabras. Lo está intentando, de verdad. Me acaricia suavemente la mejilla, se inclina y me besa con ternura.
A última hora de la tarde espero sentado y nervioso al señor J. Hyde en el vestíbulo de Maranello Independent Publishing. Es mi segunda entrevista de hoy y la que más me interesa. La primera ha ido bien, pero era para un grupo mayor, con oficinas en todo el país, y yo no sería más que una de las muchas ayudantes editoriales. Imagino que semejante máquina corporativa me masticaría y me escupiría bastante rápido. En SIP es donde quiero estar. Es pequeña y poco convencional, aboga por los autores locales y tiene una interesante y peculiar lista de clientes.
El lugar resulta un tanto austero, pero creo que es una declaración de intenciones más que un indicio de templanza. Estoy sentado en uno de los dos sillones Chesterfield de piel rojo oscuro, muy similares al sofá que tiene Charles en su cuarto de juegos. Acaricio la piel, apreciativo, y me pregunto distraído qué hará Charles en ese sofá. Divago pensando en las posibilidades… no, más vale que no piense en eso ahora. Me sonrojan mis pensamientos descarriados e inoportunos. La recepcionista es una joven afroamericana con grandes pendientes de plata y el pelo largo y liso. Tiene cierto aire bohemio; es de esa clase de mujeres con las que podría llevarme bien. La idea me reconforta. De vez en cuando me mira, apartando la vista del ordenador, y me sonríe tranquilizadora. Yo le devuelvo la sonrisa tímidamente.
Ya tengo el vuelo reservado, mi padre está encantado de que vaya a verlo, he hecho la maleta y Lando ha accedido a acompañarme al aeropuerto. Charles me ha ordenado que me lleve la BlackBerry y el Mac. Pongo los ojos en blanco al recordar su despotismo, pero ahora me doy cuenta de que él es así. Le gusta controlarlo todo, incluido yo. Sin embargo, también puede ser tan impredecible y desconcertantemente agradable… Puede ser tierno, alegre, e incluso dulce. Y, cuando lo es, resulta tan imprevisible e inesperado… Ha insistido en acompañarme hasta el coche, que estaba aparcado en el garaje. Por Dios, que solo me voy unos días; se comporta como si me marchara durante varias semanas. Me tiene siempre desconcertado.
— ¿Carlos Sainz?
Un hombre de cabellos castaños y algo alborotados sale, de pie junto al mostrador de recepción, me saca de mi ensimismamiento. Tiene el mismo aire bohemio y etéreo que la recepcionista. Tendrá unos treinta y muchos, quizá cuarenta y pocos; resulta muy difícil de saber con mujeres de cierta edad.
— Sí — respondo, y me levanto desmañadamente.
Me dedica una sonrisa educada, sus fríos ojos castaños me examinan. Visto uno de los conjuntos de Lando, un pichi negro con una blusa blanca y mis zapatos negros de tacón. Muy de entrevista, creo yo. Llevo el pelo recogido en un moño prieto y, por una vez, los mechones se están comportando. Me tiende la mano.
— Hola, Carlos, me llamo Lance Stroll. Soy el jefe de recursos humanos de SIP.
— ¿Cómo está?
Le estrecho la mano. Lo veo muy informal para ser jefe de recursos humanos.
— Sígueme, por favor.
Pasamos la puerta de doble hoja que hay detrás de la zona de recepción y entramos en una oficina grande y transparentes de decoración luminosa, y de ahí a una pequeña sala de reuniones. Las paredes son de color verde claro y están llenas de fotos de cubiertas de libros. A la cabecera de la mesa de conferencias de madera de arce está sentado un hombre joven, pelirrojo, con la melena recogida en una coleta. En ambas orejas le brillan unos pequeños aros de plata. Viste camisa azul claro, sin corbata, y pantalones de algodón gris oscuro. Cuando me acerco a él, se levanta y me mira con unos ojos azul oscuro insondables.
— Carlos Sainz, soy Jack Hyde, director de adquisiciones de SIP.
Encantado de conocerte.
Nos damos la mano. Su mirada oscura me resulta impenetrable, aunque suficientemente agridulce, creo.
— ¿Vienes de muy lejos? — me pregunta amablemente.
— No, acabo de mudarme por la zona
— Ah, entonces vives muy cerca. Siéntate, por favor.
Me siento, y Lance toma asiento a mi lado.
— Dinos, ¿por qué quieres trabajar como becario en SIP, Carlos? — pregunta.
Pronuncia mi nombre con suavidad y ladea la cabeza, como alguien que yo me sé; resulta inquietante. Esforzándome por ignorar el recelo irracional que me inspira, me lanzo a soltarle mi discurso cuidadosamente preparado, consciente de que un rubor sonrosado se extiende por mis mejillas. Los miro a los dos, recordando la charla de Lando Norris sobre cómo salir airoso de una entrevista: «¡Mantén el contacto visual, Carlos!». Dios, qué mandón puede ser él también, a veces. Jack y Lance me escuchan con atención.
— Tienes una nota media impresionante. ¿De qué actividades extracurriculares has disfrutado en tu universidad?
¿Disfrutar? Lo miro extrañado. Qué extraña elección léxica. Entro en detalles sobre mi puesto de bibliotecario en la biblioteca central del campus y mi experiencia entrevistando a un déspota indecentemente rico para la revista de la universidad. Paso por alto el hecho de que, en realidad, no fui yo quien escribió el artículo. Menciono las dos sociedades literarias a las que pertenecía y concluyo con mi trabajo en Volwes’s y todos los conocimientos inútiles que ahora poseo sobre ferretería y bricolaje. Los dos se ríen, que es lo que esperaba. Poco a poco, me relajo y empiezo a sentirme a gusto.
Jack Hyde me hace preguntas agudas e inteligentes, pero no me intimido; mantengo el tipo y, cuando hablamos de mis preferencias literarias y mis libros favoritos, creo que me defiendo bastante bien. A Jack, en cambio, solo parece gustarle la literatura estadounidense posterior a 1950. Nada más. Ningún clásico, ni siquiera Henry James, ni Upton Sinclair, ni F. Scott Fitzgerald. Lance no dice nada, solo asiente de vez en cuando y toma notas. Jack, pese a su afán por la controversia, es agradable a su manera, y mi recelo inicial se disipa a medida que hablamos.
— ¿Y dónde te ves dentro de cinco años? — pregunta.
Con Charles Leclerc, me viene sin querer la idea a la cabeza. La divagación me hace fruncir el ceño.
— De editora, quizá. Tal vez de agente literario, no estoy seguro. Estoy abierto a todas las posibilidades.
Jack sonríe.
— Muy bien, Carlos. No tengo más preguntas. ¿Y tú? — me plantea directamente.
— ¿Cuándo habría que empezar? — inquiero.
— Lo antes posible — interviene Lance. — ¿Cuándo podrías tú?
— Estoy disponible a partir de la semana que viene.
— Está bien saberlo — dice Jack.
— Si nadie tiene nada más que decir — Lance nos mira a los dos. — creo que damos por terminada la entrevista.
Sonríe amablemente.
— Ha sido un placer conocerte, Carlos — dice Jack en voz baja tomándome la mano.
Me la aprieta con suavidad, así que lo miro con cierta extrañeza cuando me despido.
Camino del coche, me noto intranquila, pero no sé por qué. Creo que la entrevista ha ido bien, pero es difícil saberlo. Las entrevistas me parecen algo tan artificial; todo el mundo comportándose de la mejor forma posible e intentando desesperadamente esconderse tras una fachada profesional. ¿Encajo en el perfil? Habrá que esperar para saberlo.
Me subo a mi Ferrari y me dirijo a casa, pero con tranquilidad. He reservado un vuelo nocturno, pero no sale hasta las 22.25 h, así que tengo tiempo de sobra.
Cuando llego, Lando está desempaquetando cajas en la cocina.
— ¿Qué tal te ha ido? — me pregunta emocionado.
Solo Lando puede estar guapísimo con una camiseta gigante, unos vaqueros gastados y un pañuelo azul marino en la cabeza.
— Bien, gracias, Lando. No sé si este conjunto era lo bastante apropiado para la segunda entrevista.
— ¿Y eso?
— Me habría venido mejor algo bohemio y elegante.
Lando arquea una ceja.
— Tú y tus bohemios elegantes. — Ladea la cabeza, ¡agh! ¿Por qué todo el mundo me recuerda a mis Cincuenta favoritos? — En realidad, Carlos, tú eres una de las pocas personas que puede conseguir ese look.
Sonrío.
— Me ha gustado mucho el segundo sitio. Creo que podría encajar allí. Eso sí, el tipo que me ha entrevistado era un tanto inquietante.
Me interrumpo. Mierda, que estás hablando con Parabólico Norris. ¡Cállate, Carlos!
— ¿Y eso?
El radar de Lando Norris, detector de datos interesantes, entra en acción de inmediato en busca de ese dato que solo resurgirá en algún momento inoportuno y comprometedor, lo cual me recuerda algo.
— Por cierto, ¿podrías dejar de provocar a Charles? Tu comentario sobre Esteban en la cena de anoche no venía a cuento. Es un tipo celoso. Lo que haces no está bien, ¿sabes?
— Mira, si no fuera el hermano de Pierre, le habría dicho cosas peores. Es un controlador obsesivo. No entiendo cómo lo aguantas. Pretendía ponerlo celoso, ayudarlo un poco a decidirse. — Levanta las manos con aire defensivo. — Pero si no quieres que me meta, no lo haré — añade enseguida al verme fruncir el ceño.
— Muy bien. La vida con Charles ya es bastante complicada de por sí, créeme.
Dios, sueno como él.
— Carlos. — Hace una pausa, mirándome fijamente. — Estás bien, ¿no? ¿No irás a casa de tu padre para escapar?
Me ruborizo.
— No, Lando. Fuiste tú la que dijo que necesitaba un descanso.
Se acerca y me toma de las manos, un gesto impropio de Lando.
Oh, no… Me voy a echar a llorar.
— Te veo… no sé… distinto. Espero que estés bien y que, sean cuales sean los problemas que tengas con el señor Millonetis, puedas hablarlo conmigo. Y que sepas que yo no pretendo provocarlo, aunque, la verdad, con él es como pescar en una pecera. Mira, Carlos, si algo va mal, cuéntamelo. No te voy a juzgar.
Procuraré entenderlo.
Contengo las lágrimas.
— Ay, Lando… — La abrazo. — Creo que me he enamorado de él de verdad.
— Carlos, eso lo ve cualquiera. Y él se ha enamorado de ti. Está loco por ti. No te quita los ojos de encima.
Río tímidamente.
— ¿Tú crees?
— ¿No te lo ha dicho?
— No con tantas palabras.
— ¿Se lo has dicho tú?
— No con tantas palabras.
Me encojo de hombros, como disculpándome.
— ¡Carlos! Uno de los dos tiene que dar el primer paso, si no nunca llegarás ninguna parte.
¿Qué, que le diga lo que siento?
— Me da miedo espantarlo.
— ¿Y cómo sabes que él no siente lo mismo?
— ¿Charles, miedo? No me lo imagino asustado de nada.
Pero, mientras lo digo, me lo imagino de niño. Quizá el miedo fuera lo único que conocía entonces. Solo de pensarlo, se me encoge el corazón de pena.
Lando me observa con los labios y los ojos fruncidos, como mi subconsciente… solo le faltan las gafas de media luna.
— les hace falta sentaros a charlar.
— No hemos hablado mucho últimamente.
Me sonrojo. Otras cosas sí. Comunicación no verbal, y no ha estado nada mal. Bueno, ha estado más que bien.
Sonríe.
— ¡Por el sexo! Si eso va bien, tienes media batalla ganada, Carlos. Voy a buscar algo de comida china. ¿Lo tienes ya todo listo para el viaje?
— Casi. Aún nos quedan un par de horas o así.
— No… vuelvo dentro de veinte minutos.
Toma la cazadora y se va; se olvida de cerrar la puerta. Lo cierro y me voy a mi cuarto, rumiando sus palabras. ¿Tiene miedo Charles de lo que siente por mí? ¿Siente algo por mí? Parece muy entusiasmado, dice que soy suyo… pero eso forma parte de su yo dominante y obsesivo que debe tenerlo y poseerlo todo, seguro. Me doy cuenta de que, mientras esté fuera, tendré que repasar todas nuestras conversaciones y ver si puedo detectar algún indicio claro.
«Yo también te voy a echar de menos. Más de lo que imaginas.»
«Me tienes completamente hechizado.»
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 18:49
Para: Charles Leclerc
Asunto: Entrevistas
Querido señor:
Las entrevistas de hoy han ido bien. He pensado que igual te interesaba.
¿Qué tal tu día?
Carlos
Me siento y miro furioso la pantalla. Las respuestas de Charles suelen ser instantáneas. Espero y espero, y por fin oigo el tono de mensaje entrante.
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:03
Para: Carlos Sainz
Asunto: Mi día
Querido joven Sainz:
Todo lo que hace me interesa. Es el hombre más fascinante que conozco.
Me alegro de que sus entrevistas hayan ido bien.
Mi mañana ha superado todas mis expectativas.
Mi tarde, en comparación, ha sido de lo más aburrida.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:05
Para: Charles Leclerc
Asunto: Mañana maravillosa
Querido señor:
También la mañana ha sido extraordinaria para mí, aunque te hayas mostrado raro después del impecable polvo sobre el escritorio. No creas que no me he dado cuenta.
Gracias por el desayuno. O gracias a la señora Jones.
Me gustaría hacerte algunas preguntas sobre ella (sin que vuelvas a ponerte raro conmigo).
Carlos
Titubeo antes de pulsar la tecla de envío y me tranquiliza pensar que mañana a estas horas estaré en otro lado.
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:10
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¿Tú en una editorial?
Carlos:
«Ponerse raro» no es una forma verbal aceptable y no debería usarla alguien que quiere entrar en el mundo editorial.
¿Impecable? ¿Comparado con qué, dime, por favor? ¿Y qué es lo que quieres preguntarme de la señora Jones? Me tienes intrigado.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:17
Para: Charles Leclerc
Asunto: Tú y la señora Jones
Querido señor:
La lengua evoluciona y avanza. Es algo vivo. No está encerrada en una torre de marfil, rodeada de carísimas obras de arte, con vistas a casi todo Maranello y con un helipuerto en la azotea.
Impecable en comparación con las otras veces que hemos… ¿cómo lo llamas tú…?, ah, sí, follado. De hecho, los polvos han sido todos impecables, punto, en mi modesta opinión,… pero, claro, como bien sabes, tengo una experiencia muy limitada.
¿La señora Jones es una ex sumisa tuya?
Carlos
Titubeo una vez más antes de darle a la tecla de envío, pero al final le doy.
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:22
Para: Carlos Sainz
Asunto: Lenguaje. ¡Esa boquita…!
Carlos:
La señora Jones es una empleada muy valiosa. Nunca he mantenido con ella más relación que la profesional. No contrato a nadie con quien haya mantenido relaciones sexuales. Me sorprende que se te haya ocurrido algo así. La única persona con la que haría una excepción a esta norma eres tú, porque eres un joven brillante con notables aptitudes para la negociación. No obstante, como sigas utilizando semejante lenguaje, voy a tener que reconsiderar la posibilidad de incorporarte a mi plantilla. Me alegra que tengas una experiencia limitada. Tu experiencia seguirá estando limitada… solo a mí. Tomaré «impecable» como un cumplido… aunque contigo nunca sé si es eso lo que quieres decir o si el sarcasmo está hablando por ti, como de costumbre.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc., desde su torre de marfil
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:27
Para: Charles Leclerc
Asunto: Ni por todo el té de China
Querido señor Leclerc:
Creo que ya le he manifestado mis reservas respecto a trabajar en su empresa. Mi opinión no ha cambiado, ni va a cambiar, ni cambiará, jamás. Ahora te tengo que dejar porque Lando ya ha vuelto con la cena. Mi sarcasmo y yo te deseamos buenas noches.
Me pondré en contacto contigo cuando esté en Milán.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 19:29
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¿Ni por el té Twinings English Breakfast?
Buenas noches, Carlos.
Espero que tu sarcasmo y tú tengáis un buen vuelo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Lando y yo paramos en la zona de estacionamiento frente a la terminal de salidas del Sea— Tac. Se inclina desde su asiento para abrazarme.
— Pásatelo bien en Sardegna, Lando. Que tengas unas vacaciones maravillosas.
— Te veo a la vuelta. No dejes que Millonetis te amargue la existencia.
— No lo haré.
Nos abrazamos una vez más, y me quedo solo. Me dirijo a facturación y me pongo en la cola, esperando con mi equipaje de cabina. No me he molestado en tomar una maleta, solo una elegante mochila que Zak me regaló por mi último cumpleaños.
— Billete, por favor.
El joven aburrido del otro lado del mostrador me tiende la mano sin mirarme siquiera. Con idéntica desgana le entrego mi billete y la licencia de conducir como documento de identidad. Espero que me toque ventanilla, si es posible.
— Muy bien, joven Sainz. Lo han pasado a primera clase.
— ¿Qué?
— Joven, si es tan amable, pase a la sala VIP y espere allí a que salga su vuelo.
Parece haber despertado y me sonríe como si yo fuera Santa Claus y el conejo de Pascua todo en uno.
— Tiene que haber algún error.
— No, no. — Vuelve a mirar la pantalla del ordenador. — Carlos Sainz: a primera clase — lee, y me dirige una sonrisa afectada.
Agh hh… Entorno los ojos. Me da mi tarjeta de embarque y me dirijo a la sala VIP, rezongando por lo bajo. Maldito Charles Leclerc, metomentodo controlador. ¿Es que no me puede dejar en paz?
Notes:
Gracias por sus comentarios <3
Chapter 22: Capitulo 22
Summary:
Carlos:
Me fastidia que, en cuanto pones distancia entre nosotros, te comuniques de forma abierta y sincera conmigo. ¿Por qué no lo haces cuando estamos juntos?
Sí, soy rico. Acostúmbrate. ¿Por qué no voy a gastar dinero en ti? Le hemos dicho a tu padre que soy tu novio. ¿No es eso lo que hacen los novios? Como amo tuyo, espero que aceptes lo que me gaste en ti sin rechistar. Por cierto, díselo también a tu padre.
Notes:
T -4 Capítulos, que empiece la cuenta regresiva.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Me han hecho la manicura, me han dado un masaje y me he tomado dos copas de champán. La sala VIP tiene muchas ventajas. Con cada sorbo de Moët, me siento un poco más inclinado a perdonar a Charles por su intervención. Abro el MacBook con la confianza de poner a prueba la teoría de que funciona en cualquier parte del planeta.
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 21:53
Para: Charles Leclerc
Asunto: Detalles super extravagantes
Querido señor Leclerc:
Lo que verdaderamente me alarma es cómo has sabido qué vuelo iba a tomar.
Tu tendencia al acoso no conoce límites. Espero que el doctor Helmut haya vuelto de vacaciones. Me han hecho la manicura, me han dado un masaje en la espalda Y me he tomado dos copas de champán, una forma agradabilísima de empezar mis vacaciones. Gracias.
Carlos
No se puede cargar el gráfico
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 21:59
Para: Carlos Sainz
Asunto: No se merecen
Querido Joven Sainz:
El doctor Helmut ha vuelto y tengo cita con él esta semana. ¿Quién le ha dado un masaje en la espalda?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc., con amigos en los sitios adecuados
¡Ajá! Hora de vengarse. Ya han llamado a nuestro vuelo, así que ahora podré contestarle desde el avión. Será más seguro. Estoy a punto de abrazarme de perversa alegría.
Hay muchísimo sitio en primera. Con un cóctel de champán en la mano, me instalo en el suntuoso asiento de cuero junto a la ventanilla mientras la cabina empieza a llenarse poco a poco. Llamo a Zak para decirle dónde estoy; una llamada compasivamente breve, porque es muy tarde para él.
— Te quiero, papá — susurro.
— Y yo a ti, Carlos. Saluda a tu padre. Buenas noches.
— Buenas noches.
Cuelgo.
Zak está en buena forma. Miro mi Mac y, con la misma alegría infantil creciente, lo abro y entro en el programa de correo. No se puede cargar el gráfico
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 22:22
Para: Charles Leclerc
Asunto: Manos fuertes y capaces
Querido señor:
Me ha dado un masaje en la espalda un joven muy agradable. Verdaderamente agradable. No me habría topado con Jean— Paul en la sala de embarque normal, así que te agradezco de nuevo el detalle. No sé si me van a dejar mandar correos cuando hayamos despegado; además, necesito dormir para estar guapo, porque últimamente no he dormido mucho.
Dulces sueños, señor Leclerc... pienso en ti.
Carlos
Uf, cómo se va a enfadar... y estaré en el aire, lejos de su alcance. Le está bien empleado. Si hubiera estado en la sala de embarque normal, Jean— Paul no me habría puesto las manos encima. Era un joven muy agradable, de esos rubios y permanentemente bronceados; en serio, ¿quién puede estar bronceado en Seattle? Qué absurdo. Creo que era gay, pero eso me lo guardo para mí. Me quedo mirando el correo. Land tiene razón. Con él, es como pescar en una pecera. Mi subconsciente me mira con la boca espantosamente torcida: ¿en serio quieres provocarlo? ¡Lo que ha hecho es un detalloso, lo sabes! Le importas y quiere que viajes por todo lo alto. Sí, pero me lo podía haber preguntado, o habérmelo dicho, y no hacerme quedar como una auténtica lela en el mostrador de facturación. Pulso la tecla de envío y espero, sintiéndome una niña muy mala.
— Joven Sainz, tiene que apagar el portátil durante el despegue — me dice amablemente una azafata super maquillada.
Me da un susto de muerte. Mi conciencia culpable me castiga.
— Ah, lo siento.
Mierda. Ahora me va a tocar esperar para saber si me ha contestado. La azafata me da una manta suave y una almohada, mostrándome su dentadura perfecta. Me echo la manta por las rodillas. Es agradable que te mimen de vez en cuando.
La primera clase se ha llenado, salvo el asiento de al lado del mío, que sigue sin ocupar. Ay, no. Se me pasa una idea perturbadora por la cabeza. Igual ese sitio es el de Charles. Mierda, no, no será capaz. ¿O sí? Le dije que no quería que viniera conmigo. Miro impaciente el reloj y entonces la voz mecánica del personal de pista anuncia: «Tripulación: armar rampas y cross check».
¿Qué significa eso? ¿Van a cerrar las puertas? Siento que se me eriza el vello mientras espero sentado con palpitante inquietud. El asiento de al lado del mío es el único desocupado de los dieciséis de la cabina de primera. El avión arranca con una sacudida y yo suspiro de alivio, pero también siento una leve punzada de desilusión: no habrá Charles en cuatro días. Miro de reojo la BlackBerry. No se puede cargar el gráfico
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 22:25
Para: Carlos Sainz
Asunto: Disfruta mientras puedas
Querido Joven Sainz:
Sé lo que se propone y, créame, lo ha conseguido. La próxima vez irá en la bodega de carga, atada y amordazada y metida en un cajón. Le aseguro que encargarme de que viaje en esas condiciones me producirá muchísimo más placer que cambiarle el billete por uno de primera clase.
Espero ansioso su regreso.
Charles Leclerc
Presidente de mano suelta de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 30 de mayo de 2011 22:30
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Bromeas?
¿Ves?, no tengo ni idea de si estás bromeando o no. Si no bromeas, mejor me quedo en Milán. Los cajones están en mi lista de límites infranqueables. Siento haberte enfadado. Dime que me perdonas.
C.
De: Charles Leclerc
Fecha: 30 de mayo de 2011 22:31
Para: Carlos Sainz
Asunto: Bromeo
¿Cómo es que estás mandando correos? ¿Estás poniendo en peligro la vida de todos los pasajeros, incluida la tuya, usando la BlackBerry? Creo que eso contraviene una de las normas.
Charles Leclerc
Presidente de manos sueltas (ambas) de Ferrari, Inc.
¡Ambas! Guardo la BlackBerry, me recuesto en el asiento mientras el avión entra en pista y saco mi ejemplar de Tess... una lectura ligera para el viaje. Una vez en el aire, echo mi asiento para atrás y no tardo en quedarme dormido. La azafata me despierta cuando iniciamos el descenso en Florencia. Son las 5.45 h, hora local, pero solo he dormido unas cuatro horas o así. Estoy aturdido, pero agradezco el jugo de naranja que me ofrece la azafata. Miro nervioso la BlackBerry. No hay más correos de Charles. Bueno, son casi las tres de la mañana en Maranello, y seguramente quiere evitar que me cargue los sistemas de navegación o lo que sea que impide que vuelen los aviones cuando hay móviles encendidos.
La espera en Florencia es de solo una hora. Y de nuevo disfruto del refugio de la sala VIP. Me siento tentado de dormirme acurrucado en uno de esos sofás tan blanditos que se hunden suavemente bajo mi peso, pero no voy a estar aquí tanto rato. Para mantenerme despierto, inicio en el portátil un interminable monólogo interior dirigido a Charles.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 06:52 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Te gusta asustarme?
Sabes cuánto me desagrada que te gastes dinero en mí. Sí, eres muy rico, pero aun así me incomoda; es como si me pagaras por el sexo. No obstante, me gusta viajar en primera — mucho más civilizado que el autocar. — así que gracias. Lo digo en serio, y he disfrutado del masaje de Jean— Paul, que era gay. He omitido ese detalle en mi correo anterior para provocarte, porque estaba molesto contigo, y lo siento.
Pero, como de costumbre, tu reacción es desmedida. No me puedes decir esas cosas (atado y amordazado en un cajón; ¿lo decías en serio o era una broma?), porque me asustan, me asustas. Me tienes completamente cautivado, considerando la posibilidad de llevar contigo un estilo de vida que no sabía ni que existía hasta la semana pasada, y vas y me escribes algo así, y me dan ganas de salir corriendo espantado. No lo haré, desde luego, porque te echaría de menos. Te echaría mucho de menos. Quiero que lo nuestro funcione, pero me aterra la intensidad de lo que siento por ti y el camino tan oscuro por el que me llevas. Lo que me ofreces es erótico y sensual, y siento curiosidad, pero también tengo miedo de que me hagas daño, física y emocionalmente. A los tres meses, podrías pasar de mí y ¿cómo me quedaría yo? Claro que supongo que ese es un riesgo que se corre en cualquier relación. Esta no es precisamente la clase de relación que yo imaginaba que tendría, menos aun siendo la primera. Me supone un acto de fe inmenso.
Tenías razón cuando dijiste que no hay una pizca de sumisión en mí, y ahora coincido contigo. Dicho esto, quiero estar contigo, y si eso es lo que tengo que hacer para conseguirlo, me gustaría intentarlo, aunque me parece que lo haré de pena y terminaré lleno de moratones... y la idea no me atrae en absoluto.
Estoy muy contento de que hayas accedido a intentar darme más. Solo me falta decidir lo que entiendo por «más», y esa es una de las razones por las que quería distanciarme un poco. Me deslumbras de tal modo que me cuesta pensar con claridad cuando estamos juntos.
Nos llaman para embarcar. Tengo que irme. Luego más.
Tu Carlos
Le doy a la tecla de envío y me dirijo medio adormilado a la puerta de embarque para subirme a otro avión. Este solo tiene seis asientos en primera y, en cuanto despegamos, me acurruco bajo mi suave manta y me quedo dormido.
Tras un sueño demasiado corto me despierta la azafata con más jugo de naranja, ya que iniciamos la aproximación al Savannah International. Sorbo despacio, exhausto, y me permito sentir un poco de emoción. Voy a ver a mi padre después de seis meses. Mirando de reojo el BlackBerry, recuerdo que le he enviado un largo y farragoso correo a Charles, pero no hay respuesta. Son las cinco de la madrugada en Milán; con un poco de suerte, aún estará dormido y no interpretando alguna pieza lúgubre al piano.
Lo bueno de las mochilas de cabina es que una puede salir volando del aeropuerto sin tener que esperar una eternidad junto a las cintas de equipaje. Lo bueno de viajar en primera es que te dejan bajar del avión antes que a nadie.
Mi padre me espera con Guenther, y estoy encantado de verlos. No sé si es por el agotamiento, por el largo viaje o por toda la situación con Charles, pero en cuanto estoy en los brazos de mi padre me echo a llorar.
— Ay, Carlos, cielo. Debes de estar muy cansado.
Mira inquieta a Guenther.
— No, Papá, es que... me alegro mucho de verte.
Lo abrazo con fuerza.
Me hace sentir tan bien, tan protegido, como en casa. Lo suelto a regañadientes y Guenther me da un incómodo abrazo con un solo brazo. No parece tenerse bien en pie, y entonces recuerdo que se ha hecho daño en una pierna.
— Bienvenida a casa, Carlos. ¿Por qué lloras? — pregunta.
— Oh, Guenther, también me alegro de verte a ti.
Contemplo su apuesto rostro de mandíbula cuadrada y sus chispeantes ojos cafés que me miran con cariño. Me gusta este marido, Papá. Te lo puedes quedar. Me toma la mochila.
— Por Dios, Carlos, ¿qué llevas aquí?
Será el Mac. Los dos me agarran por la cintura mientras nos dirigimos al aparcamiento.
Siempre olvido el calor insoportable que hace aquí. Al salir de los confines refrigerados de la terminal de llegadas, nos cae encima la manta de calor de Milán. Buf... Es agotador. Tengo que zafarme de los brazos de Papá y de Guenther para quitarme la sudadera con capucha. Menos mal que me he traído pantalones cortos. A veces echo de menos el calor seco de Las Vegas, donde viví con Papá y Guenther cuando tenía diecisiete años, pero a este calor húmedo, incluso a las ocho y media de la mañana, cuesta acostumbrarse. Cuando me encuentro al fin en el asiento de atrás del Tahoe de Guenther, maravillosamente refrigerado, me quedo sin fuerzas, y el pelo se me empieza a encrespar a causa del calor. Desde el monovolumen, les envió un mensaje rápido a Zak, a Land y a Charles:
*He llegado sano y salvo a Milán. C J*
De pronto pienso en Esteban mientras pulso la tecla de envío y, en medio de la neblina de mi fatiga, recuerdo que su exposición es la semana que viene. ¿Debería invitar a Charles, sabiendo que no le cae bien Esteban? ¿Aún querrá verme Charles después del e— mail que le he mandado? Me estremezco de pensarlo, y me lo quito de la cabeza. Ya me ocuparé de eso luego. Ahora voy a disfrutar de la compañía de mi padre.
— Cielo, debes de estar cansado. ¿Quieres dormir un rato cuando lleguemos a casa?
— No, Papá. Me gustaría ir a la playa.
Llevo mi short azul, mientras sorbo una Coca— Cola light tumbado en una hamaca mirando el mar. Y pensar que ayer, sin ir más lejos, contemplaba el paisaje más espectacular que había visto antes. Mi padre holgazanea a mi lado, protegiéndose del sol con un sombrero flexible desmesuradamente grande y unas gafas de sol enormes, tipo Jackie O, sorbiendo su propia Coca-Cola. Estamos en la playa, a tres manzanas de casa. Me tiene tomado de la mano. Mi fatiga ha disminuido y, mientras me empapo de sol, me siento a gusto, seguro y animado. Por primera vez en una eternidad, empiezo a relajarme.
— Bueno, Carlos... háblame de ese hombre que te tiene tan loco.
¡Loco! ¿Cómo lo sabe? ¿Qué le digo? No puedo hablar de Charles con mucho detalle por el acuerdo de confidencialidad, pero, en cualquier caso, ¿le hablaría a mi padre de él? Palidezco de pensarlo.
— ¿Y bien? — insiste, y me aprieta la mano.
— Se llama Charles. Es guapísimo. Es rico... demasiado rico. Es muy complicado y temperamental.
Sí, me siento tremendamente orgulloso de mi definición breve y precisa. Me vuelvo de lado para mirarlo, justo cuando él hace lo mismo. Me mira con sus ojos de un verde Oscuro.
— Centrémonos en lo de complicado y temperamental.
Oh, no...
— Sus cambios de humor me confunden, Papá. Tuvo una infancia difícil y es muy cerrado, es muy difícil entenderle.
— ¿Te gusta?
— Más que eso.
— ¿En serio? — me dice, mirándome boquiabierta.
— Sí, Papá.
— En realidad, cielo, los hombres no son complicados. Son criaturas muy simples y cuadriculadas. Por lo general dicen lo que quieren decir. Y nosotros nos pasamos horas intentando analizar lo que han dicho, cuando lo cierto es que resulta obvio. Yo, en tu lugar, me lo tomaría al pie de la letra. Igual te ayuda.
La miro alucinado. Parece un buen consejo. Tomarme a Charles al pie de la letra. Enseguida me vienen a la cabeza algunas de las cosas que me ha dicho.
«No quiero perderte...»
«Me tienes embrujado...»
«Me tienes completamente hechizado...»
«Yo también te voy a echar de menos, más de lo que te imaginas...»
Miro a mi padre. él se ha casado cuatro veces. A lo mejor sí sabe algo de los hombres, después de todo.
— Casi todos los hombres son volubles, cariño, algunos más que otros. Mira a tu padre, por ejemplo...
Se le ablanda y entristece la mirada siempre que piensa en mi padre. En mi verdadero padre, ese hombre mítico al que no llegué a conocer y al que nos arrebataron de forma tan cruel, siendo marine, en unas maniobras de combate. En parte, creo que Papá ha estado buscando a alguien como él todo este tiempo; puede que ya haya encontrado en Guenther lo que buscaba. Lástima que no lo encontrara en Zak.
— Yo solía pensar que tu padre era voluble, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, pienso que solamente estaba demasiado agobiado con su trabajo e intentando ganarse la vida para mantenernos. — Suspira. — Era tan joven... los dos lo éramos.
Igual ese fue el problema.
Mmm... Charles no es precisamente viejo. Sonrío cariñoso a mi padre. Se pone muy sentimental cuando habla de mi padre, pero estoy seguro de que los cambios de humor del marine no tenían nada que ver con los de Charles.
— Guenther quiere llevarnos a cenar esta noche. A su club de golf.
— ¡No me digas! ¿Guenther ha empezado a jugar al golf? — pregunto en tono burlón e incrédulo.
— Dímelo a mí — gruñe mi padre, poniendo los ojos en blanco.
Tras un almuerzo ligero de vuelta en casa, empiezo a deshacer la mochila. Me voy a obsequiar con una siesta. Papá se ha ido a moldear velas o lo que sea que haga con ellas, y Guenther está en el trabajo, así que tengo un rato para recuperar horas de sueño. Abro el Mac y lo enciendo. Son las dos de la tarde en Milán, las once de la mañana en Maranello. Me pregunto si Charles me habrá contestado. Nervioso, abro el correo.
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 07:30
Para: Carlos Sainz
Asunto: ¡Por fin!
Carlos:
Me fastidia que, en cuanto pones distancia entre nosotros, te comuniques de forma abierta y sincera conmigo. ¿Por qué no lo haces cuando estamos juntos?
Sí, soy rico. Acostúmbrate. ¿Por qué no voy a gastar dinero en ti? Le hemos dicho a tu padre que soy tu novio. ¿No es eso lo que hacen los novios? Como amo tuyo, espero que aceptes lo que me gaste en ti sin rechistar. Por cierto, díselo también a tu padre.
No sé cómo responder a lo que me dices de que te sientes como un puto. Ya sé que no me lo has dicho con esas palabras, pero es lo mismo. Ignoro qué puedo decir o hacer para que dejes de sentirte así. Me gustaría que tuvieras lo mejor en todo. Trabajo muchísimo, y me gusta gastarme el dinero en lo que me apetezca. Podría comprarte la ilusión de tu vida, Carlos, y quiero hacerlo. Llámalo redistribución de la riqueza, si lo prefieres. O simplemente ten presente que jamás pensaría en ti de la forma que dices y me fastidia que te veas así. Para ser un joven tan guapo, ingenioso e inteligente, tienes verdaderos problemas de autoestima y me estoy pensando muy seriamente concertarte una cita con el doctor Helmut.
Siento haberte asustado. La idea de haberte inspirado miedo me resulta horrenda. ¿De verdad crees que te dejaría viajar como una presa? Te he ofrecido mi Jet privado, por el amor de Dios. Sí, era una broma, y muy mala, por lo visto. No obstante, la verdad es que imaginarte atado y amordazado me pone (esto no es broma: es cierto). Puedo prescindir del cajón; los cajones no me atraen. Sé que no te agrada la idea de que te amordace; ya lo hemos hablado: cuando lo haga — si lo hago. — ya lo hablaremos. Lo que parece que no te queda claro es que, en una relación amo/sumiso, es el sumiso el que tiene todo el poder. Tú, en este caso. Te lo voy a repetir: eres tú la que tiene todo el poder. No yo. En la casita del embarcadero te negaste. Yo no puedo tocarte si tú te niegas; por eso debemos tener un contrato, para que decidas qué quieres hacer y qué no. Si probamos algo y no te gusta, podemos revisar el contrato. Depende de ti, no de mí. Y si no quieres que te ate, te amordace y te meta en un cajón, jamás sucederá.
Yo quiero compartir mi estilo de vida contigo. Nunca he deseado nada tanto. Francamente, me admira que un joven tan inocente como tú esté dispuesto a probar. Eso me dice más de ti de lo que te puedas imaginar. No acabas de entender, pese a que te lo he dicho en innumerables ocasiones, que tú también me tienes hechizado. No quiero perderte. Me angustia que hayas cogido un avión y vayas a estar a casi cinco mil kilómetros de mí varios días porque no puedes pensar con claridad cuando me tienes cerca. A mí me pasa lo mismo, Carlos. Pierdo la razón cuando estamos juntos; así de intenso es lo que siento por ti.
Entiendo tu inquietud. He intentado mantenerme alejado de ti; sabía que no tenías experiencia — aunque jamás te habría perseguido de haber sabido lo inocente que eras. — y aun así me desarmas por completo como nadie lo ha hecho antes. Tu correo, por ejemplo: lo he leído y releído un montón de veces, intentando comprender tu punto de vista. Tres meses me parece una cantidad arbitraria de tiempo. ¿Qué te parece seis meses, un año? ¿Cuánto tiempo quieres? ¿Cuánto necesitas para sentirte cómodo? Dime.
Comprendo que esto es un acto de fe inmenso para ti. Debo ganarme tu confianza, pero, por la misma razón, tú debes comunicarte conmigo si no lo hago. Pareces fuerte e independiente, pero luego leo lo que has escrito y veo otro lado tuyo. Debemos orientarnos el uno al otro, Carlos, y solo tú puedes darme pistas. Tienes que ser sincero conmigo y los dos debemos encontrar un modo de que nuestro acuerdo funcione. Te preocupa no ser dócil. Bueno, quizá sea cierto. Dicho esto, debo reconocer que solo adoptas la conducta propia de un sumiso en el cuarto de juegos. Parece que ese es el único sitio en el que me dejas ejercer verdadero control sobre ti y el único en el que haces lo que te digo. «Ejemplar» es el calificativo que se me ocurre. Y yo jamás te llenaría de moratones. Me va más el rosa. Fuera del cuarto de juegos, me gusta que me desafíes. Es una experiencia nueva y refrescante, y no me gustaría que eso cambiara. Así que sí, dime a qué te refieres cuando me pides más. Me esforzaré por ser abierto y procuraré darte el espacio que necesitas y mantenerme alejado de ti mientras estés en Milán. Espero con ilusión tu próximo correo. Entretanto, diviértete. Pero no demasiado.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Dios mío. Ha escrito una redacción como las del colegio, y casi todo lo que dice es bueno. Con el corazón en la boca, releo su epístola y me acurruco en la cama del cuarto de invitados prácticamente abrazado a mi Mac. ¿Qué prorroguemos nuestro contrato a un año? ¡Que soy yo el que tiene el poder! Voy a tener que meditar sobre eso. Que me lo tome al pie de la letra, eso es lo que me ha dicho Papá. No quiere perderme. ¡Ya me lo ha dicho dos veces! También, que quiere que esto funcione. ¡Ay, Charles, y yo! ¡Que va a procurar mantenerse alejado! ¿Significa eso que a lo mejor no lo consigue? De pronto, deseo que así sea. Quiero verlo. No llevamos separados ni veinticuatro horas, y al pensar que voy a estar cuatro días sin él me doy cuenta de lo mucho que lo echo de menos. De lo mucho que lo quiero.
— Carlos, cielo — me dice una voz suave y cálida, llena de amor y de dulces recuerdos de tiempos pasados.
Una mano suave me acaricia la cara. Mi padre me despierta y yo estoy abrazado al portátil, tomado a él como una lapa.
— Carlos, cariño — sigue con su voz suave y cantarina mientras resurjo del sueño, parpadeando a la pálida luz rosada del atardecer.
— Hola, Papá.
Me desperezo y sonrío.
— Nos vamos a cenar en media hora. ¿Aún quieres venir? — pregunta amable.
— Sí, claro, desde luego.
Me esfuerzo en vano por contener un bostezo.
— Vaya, un artilugio impresionante — dice, señalando el portátil.
Mierda.
— Ah, ¿esto? — digo haciéndome un poco el tonto.
¿Sospechará Papá? Parece que se ha vuelto más perspicaz desde que tengo «novio».
— Me lo ha prestado Charles. Pensé que podría pilotar una nave espacial con él, pero solo lo uso para enviar correos y navegar por internet.
En serio, no es nada. Mirándome con recelo, se sienta en la cama y me coloca un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
— ¿Te ha escrito?
Mierda, mierda.
— Sí.
Esta vez no sé hacerme la tonta, y me sonrojo.
— A lo mejor te echa de menos, ¿no?
— Eso espero, Papá.
— ¿Qué te dice?
Mierda, mierda, mierda. Busco desesperadamente algo de ese correo que pueda contarle a mi padre. No creo que le apetezca oír hablar de amos, ni de bondage y mordazas, claro que el acuerdo de confidencialidad tampoco me permite contárselo.
— Me ha dicho que me divierta, pero no demasiado.
— Parece razonable. Te dejo para que te arregles, cielo. — Se inclina y me besa en la frente. — Me alegro mucho de que hayas venido, Carlos. Me encanta tenerte aquí.
Y, después de tan afectuosa declaración, se va. Uf, Charles y razonable... dos conceptos que siempre había creído incompatibles; aunque, después del último correo, igual todo es posible. Meneo la cabeza. Necesito tiempo para digerir sus palabras. Hasta después de la cena... tal vez entonces le pueda responder. Salgo de la cama, me quito rápidamente la camiseta y los pantalones cortos y me dirijo a la ducha.
Me he traído algo de la ropa de Land, nada elegante, pero, si casual para pasear. Lo bueno de la humedad es que las arrugas han desaparecido, así que creo que me lo pondré para ir al club de golf. Mientras me visto, abro el portátil. No hay nada nuevo de Charles y siento una punzada de desilusión. Muy rápido, le escribo un correo.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:08 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Elocuente?
Señor, eres un escritor elocuente. Tengo que ir a cenar al club de golf de Guenther y, para que lo sepas, estoy poniendo los ojos en blanco solo de pensarlo. Pero, de momento, tú y tu mano suelta estáis muy lejos de mí. Me ha encantado tu correo. Te contesto en cuanto pueda. Ya te echo de menos. Disfruta de tu tarde.
Tu Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:10
Para: Carlos Sainz
Asunto: Su trasero
Querido Joven Sainz:
Me tiene distraído el asunto de este correo. Huelga decir que, de momento, está a salvo. Disfrute de la cena. Yo también lo echo de menos, sobre todo su trasero y esa lengua afilada suya.
Mi tarde será aburrida y solo me la alegrará pensar en usted y en sus ojos en blanco. Creo que fue usted quien juiciosamente me hizo ver que también yo tengo esa horrenda costumbre.
Charles Leclerc
Presidente que acostumbra a poner los ojos en blanco, de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:14 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Ojos en blanco
Querido señor Leclerc:
Deja de mandarme correos. Intento arreglarme para la cena. Me distraes mucho, hasta cuando estás en la otra punta del país. Y sí, ¿quién te da unos azotes a ti cuando eres tú el que pone los ojos en blanco?
Tu Carlos
Le doy a la tecla de envío e inmediatamente me viene a la cabeza la imagen de ese brujo malvado del señor Webber. No quiero ni imaginarlo. A Charles golpeado por alguien de la edad de mi padre; qué barbaridad. Una vez más me pregunto cuánto daño le habrá hecho ese hombre. Aprieto los labios de rabia. Necesito un muñeco al que clavarle alfileres; igual así logro descargar parte de la ira que siento por ese desconocido.
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:18
Para: Carlos Sainz
Asunto: Su trasero
Querido Joven Sainz:
Me gusta más mi asunto que el tuyo, en muchos sentidos. Por suerte, soy el dueño de mi propio destino y nadie me castiga. Salvo mi padre, de vez en cuando, y el doctor Helmut, claro. Y tú.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:22 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Castigarte yo?
Querido señor:
¿Cuándo he tenido yo valor de castigarle, señor Leclerc? Me parece que me confunde con otro, lo cual resulta preocupante. En serio, tengo que arreglarme.
Tu Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:25
Para: Carlos Sainz
Asunto: Tu trasero
Querido Joven Sainz:
Lo hace constantemente por escrito. ¿Me deja que le suba la cremallera del pantalón?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Por alguna extraña razón, sus palabras saltan de la pantalla y me hacen jadear. Oh... está juguetón.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:28 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Para mayores de 18 años
Preferiría que me la bajaras.
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:31
Para: Carlos Sainz
Asunto: Cuidado con lo que deseas...
YO TAMBIÉN.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:33 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Jadeando
Muy despacio...
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:35
Para: Carlos Sainz
Asunto: Gruñendo
Ojalá estuviera allí.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:37 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Gimiendo
OJALÁ.
— ¡Carlos!
Mi padre me llama y doy un respingo. Mierda. ¿Por qué me siento tan culpable?
— Ya voy, Papá.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:39 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Gimiendo
Tengo que irme.
Hasta luego, nene.
Salgo corriendo al pasillo, donde me esperan Guenther y mi padre.
Este frunce el ceño.
— Cariño... ¿te encuentras bien? Te veo un poco acalorado.
— Estoy bien, Papá.
— Estás precioso, cariño.
— Ah, esto es algo de Land. ¿Te gusta?
Frunce el ceño aún más.
— ¿Por qué llevas ropa de Land?
Oh... no.
— Pues porque a él este no le gusta y a mí sí — improviso.
Me examina mientras Guenther rezuma impaciencia con su mirada de perrillo faldero hambriento.
— Mañana te llevo de compras — dice.
— Ay, Papá, no hace falta. Tengo mucha ropa.
— ¿Es que no puedo hacer algo por mi hijo? Venga, que Guenther está muerto de hambre.
— Cierto — gimotea Guenther, frotándose el estómago y poniendo carita de pena.
Río como un bobo cuando él pone los ojos en blanco, y luego salimos por la puerta.
Más tarde, mientras estoy en la ducha refrescándome bajo el agua tibia, pienso en lo mucho que ha cambiado mi padre. En la cena ha estado en su elemento: divertido y coqueto, rodeada de montones de amigos del club de golf. Guenther se ha mostrado cariñoso y atento. Parece que se llevan bien. Me alegro mucho por mi padre. Significa que puedo dejar de preocuparme por él y de cuestionar sus decisiones, y olvidar los días oscuros del marido número tres. Guenther le va a durar. Además, ahora me da buenos consejos. ¿Cuándo ha empezado a suceder eso? Desde que conocí a Charles. ¿Y eso por qué?
Cuando termino, me seco rápidamente, ansioso por volver con Charles. Hay un correo esperándome, enviado justo después de que me fuera a cenar, hace un par de horas.
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 16:41
Para: Carlos Sainz
Asunto: Plagio
Me has robado la frase.
Y me has dejado colgado.
Disfruta de la cena.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 22:18 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Mira quién habla
Señor, si no recuerdo mal, la frase era de Pierre. ¿Sigues colgado?
Tu Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:22
Para: Carlos Sainz
Asunto: Pendiente
Joven Sainz:
Ha vuelto. Se ha ido tan de repente... justo cuando la cosa empezaba a ponerse interesante.
Pierre no es muy original. Le habrá robado esa frase a alguien. ¿Qué tal la cena?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 22:26 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Pendiente?
La cena me ha llenado; te gustará saber que he comido hasta hartarme.
¿Se estaba poniendo interesante? ¿En serio?
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:30
Para: Carlos Sainz
Asunto: Pendiente, sin duda
¿Te estás haciendo el tonto? Me parece que acababas de pedirme que te bajara la cremallera del pantalón.
Y yo estaba deseando hacerlo. Me alegra saber que estás comiendo bien.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 22:36 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Bueno, siempre nos queda el fin de semana
Pues claro que como... Solo la incertidumbre que siento cuando estoy contigo me quita el apetito.
Y yo jamás me haría el tonto, señor Leclerc.
Seguramente ya te habrás dado cuenta. ;)
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:40
Para: Carlos Sainz
Asunto: Estoy impaciente
Lo tendré presente, Joven Sainz, y, por supuesto, utilizaré esa información en mi beneficio.
Lamento saber que le quito el apetito. Pensaba que tenía un efecto más concupiscente en usted. Eso me ha pasado a mí también, y bien placentero que ha sido.
Espero impaciente la próxima ocasión.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 22:36 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Flexibilidad léxica
¿Has estado echando mano otra vez al diccionario de sinónimos?
De: Charles Leclerc
Fecha: 31 de mayo de 2011 19:40
Para: Carlos Sainz
Asunto: Me ha pillado
Qué bien me conoce, Joven Sainz.
Voy a cenar con una vieja amistad, así que estaré conduciendo. Hasta luego, nene©.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
¿Qué vieja amistad? No sabía que Charles tuviera viejas amistades, salvo... él. Miro enojado la pantalla. ¿Por qué tiene que seguir viéndolo? Sufro un repentino y agudo ataque de celos. Quiero atizarle a algo, preferiblemente al señor Webber.
Furioso, apago el portátil y me meto en la cama. Debería contestar su largo correo de esta mañana, pero de pronto estoy demasiado enfadado. ¿Por qué no la ve como lo que es: un pederasta? Apago la luz, enfadado, y me quedo mirando a la oscuridad. ¿Cómo se atrevió ese hombre? ¿Cómo osó aprovecharse de un adolescente vulnerable? ¿Seguirá haciéndolo? ¿Por qué lo dejaron? Se me pasan por la cabeza varios escenarios posibles: si fue él quien se hartó de él, entonces ¿por qué continúan siendo amigos?; o bien fue él la que se hartó. ¿Estará casado? ¿Divorciado? Dios. ¿Tendrá hijos? Mi subconsciente asoma su feo rostro, me sonríe lasciva, y yo me quedo pasmado y asqueado solo de pensarlo. ¿Sabrá de él el doctor Helmut?
Me obligo a salir de la cama y vuelvo a encender el cacharro infernal. Tengo una misión que cumplir. Tamborileo los dedos impacientes mientras espero a que aparezca la pantalla azul. Entro en la sección de imágenes de Google y tecleo «Charles Leclerc» en el recuadro de búsqueda. La pantalla se llena de pronto de imágenes de Charles: con corbata negra, trajeado, Dios... las fotos que tomó Esteban en el Hotel con su camisa blanca y sus pantalones de franela. ¿Cómo han llegado esas imágenes a internet? Vaya, está fenomenal.
Voy bajando deprisa: algunas con socios comerciales, y una foto tras otra del hombre más fotogénico que conozco íntimamente. ¿Íntimamente? ¿Conozco a Charles íntimamente? Lo conozco sexualmente, y deduzco que aún me queda mucho por descubrir en ese aspecto. Sé que es voluble, difícil, divertido, frío, cariñoso... el pobre es una masa ambulante de contradicciones. Paso a la siguiente página y recuerdo que Land mencionó que no había podido encontrar ninguna foto suya con acompañante, de ahí que planteara la pregunta de si era gay. Entonces, en la tercera página, veo una foto mía, con él, en mi graduación. Su única foto con un hombre, y soy yo.
¡Dios mío! ¡Estoy en Google! Nos miró. Parezco sorprendido por la cámara, nervioso, descolocado. Eso fue justo antes de que accediera a probar. Charles, en cambio, está guapísimo, sereno, y lleva esa corbata... Lo contemplo, ese rostro hermoso, un rostro hermoso que podría estar mirando ahora mismo al maldito señor Webber. Guardo la foto en mi carpeta de descargas y sigo repasando las dieciocho páginas... nada. No voy a encontrar a al señor Webber en Google. Pero necesito saber si está con él. Le escribo un correo rápido a Charles.
De: Carlos Sainz
Fecha: 31 de mayo de 2011 23:58 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Compañeros de cena apropiados
Espero que esa amistad tuya y tú hayan pasado una velada agradable.
Carlos
P.D.: ¿Era el señor Webber?
Le doy a la tecla de envío y vuelvo a la cama desanimado, decidido a preguntarle a Charles por su relación con ese hombre. Por un lado, estoy desesperado por saber más; por otro, quiero olvidar que me lo ha contado. Y encima me ha venido la regla. Programo rápidamente una alarma en el calendario de la BlackBerry. La dejo en la mesita, me tumbo y, por fin, termino sumiéndome en un sueño inquieto, deseando que estuviéramos en la misma ciudad, no a casi cinco mil kilómetros de distancia.
Después de una mañana de compras y otra tarde de playa, mi padre ha decidido que deberíamos salir de copas esta noche. Así que dejamos a Guenther delante del televisor, y al rato ya estamos en el lujoso bar del hotel más exclusivo del lugar. Yo voy por el segundo Cosmopolitan; mi padre, por el tercero. Continúa desvelándome su percepción del frágil ego masculino. Resulta desconcertante.
— Verás, Carlos, los hombres piensan que todo lo que sale de la boca de otro hombre es un problema que hay que resolver. No se enteran de que lo que nos gusta es darles vueltas a las cosas, hablar un poco y luego olvidar. A ellos les va más la acción.
— Padre, ¿por qué me cuentas todo eso? — pregunto sin poder ocultar mi exasperación.
Lleva así todo el día.
— Cariño, te veo tan perdido. Nunca has traído a un chico a casa. Ni siquiera tuviste novio cuando vivíamos en Las Vegas. Pensé que habría algo con ese chico que conociste en la universidad, Esteban.
— Padre, Esteban no es más que un amigo.
— Ya lo sé, cielo, pero pasa algo, y tengo la impresión de que no me lo estás contando todo.
Me mira, con el rostro fruncido de preocupación maternal.
— Necesitaba distanciarme un poco de Charles para aclararme, nada más. A veces me agobia un poco.
— ¿Te agobia?
— Sí. Pero lo echo de menos.
Frunzo el ceño. No he sabido nada de Charles en todo el día. Ni un correo, nada. Estoy tentado de llamarlo para ver si está bien. Mi mayor temor es que haya tenido un accidente; el segundo mayor temor es que el señor Webber haya vuelto a clavarle sus garras. Sé que no es racional, pero, en lo que a él respecta, parece que he perdido la perspectiva.
— Cariño, tengo que ir al lavabo.
La breve ausencia de mi padre me proporciona otra ocasión para echar un vistazo a la BlackBerry. Llevo todo el día mirando a escondidas el correo. Por fin... ¡Charles me ha contestado!
De: Charles Leclerc
Fecha: 1 de junio de 2011 21:40 EST
Para: Carlos Sainz
Asunto: Compañeros de cena
Sí, he cenado con el señor Webber. No es más que un viejo amigo, Carlos.
Estoy deseando volver a verte. Te echo de menos.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
En efecto, estaba cenando con él. Confirmados mis peores temores, noto que la adrenalina y la rabia se apoderan de mi cuerpo y se me eriza el vello. ¿Será posible? Estoy fuera dos días y ya se larga con ese malvado.
De: Carlos Sainz
Fecha: 1 de junio de 2011 21:42 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: VIEJOS compañeros de cena
Ese no es solo un viejo amigo.
¿Ha encontrado ya otro adolescente al que hincarle el diente?
¿Te has hecho demasiado mayor para él?
¿Por eso terminó vuestra relación?
Pulso la tecla de envío justo cuando vuelve mi padre.
— Carlos, qué pálido estás. ¿Qué ha pasado?
Niego con la cabeza.
— Nada. Vamos a tomarnos otra copa — mascullo malhumorado.
Frunce el ceño, pero alza la vista, llama a uno de los camareros y le señala nuestras copas. Él asiente con la cabeza. Entiende la seña universal de «otra ronda de lo mismo, por favor». Mientras él hace esto, vuelvo a mirar rápidamente la BlackBerry.
De: Charles Leclerc
Fecha: 1 de junio de 2011 21:45 EST
Para: Carlos Sainz
Asunto: Cuidado...
No me apetece hablar de esto por e-mail.
¿Cuántos Cosmopolitan te vas a beber?
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari, Inc.
Dios mío, está aquí.
Notes:
Gracias por sus comentarios 🫶🏼
Chapter 23: Capitulo 23
Summary:
— Quería saber la respuesta, de verdad — alego en mi defensa.
— Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas?
Me ruborizo cuando se planta delante de mí.
— Me quedo — murmuro, mirándolo nervioso.
Chapter Text
Miro nervioso por todo el bar, pero no lo veo.
— Carlos, ¿qué pasa? Parece que has visto un fantasma.
— Es Charles; está aquí.
— ¿Qué? ¿En serio?
Mira también por todo el bar. No le he hablado a mi padre de la tendencia al acoso de Charles. Lo veo. El corazón me da un brinco y empieza a agitarse violentamente en mi pecho cuando se acerca a nosotros. Ha venido… por mí. El dios que llevo dentro se levanta como una loca de su chaise longue. Charles se desliza entre la multitud; los halógenos empotrados reflejan en su pelo destellos de rubio. En sus luminosos ojos verdes veo brillar… ¿rabia? ¿Tensión? Aprieta la boca, la mandíbula tensa. Oh, mierda… no. Ahora mismo estoy tan furioso con él, y encima está aquí. ¿Cómo me voy a enfadar con él delante de mi padre?
Llega a nuestra mesa, mirándome con recelo. Viste, como de costumbre, camisa de lino blanco y vaqueros.
— Hola — chillo, incapaz de ocultar mi asombro por verlo aquí en carne y hueso.
— Hola — responde, e inclinándose me besa en la mejilla, pillándome por sorpresa.
— Charles, esta es mi padre, Binotto.
Mis arraigados modales toman el mando.
Se gira para saludar a mi padre.
— Encantado de conocerla, señor Steiner.
¿Cómo sabe el apellido de mi padre? Le dedica esa sonrisa de infarto, cosecha Charles Leclerc, destinado a la rendición total sin rehenes. Mi padre no tiene escapatoria. La mandíbula se le descuelga hasta la mesa. Por Dios, controla un poco, papá. Él acepta la mano que le tiende y se la estrecha. No le contesta. Vaya, lo de quedarse mudo de asombro es genético; no tenía ni idea.
— Charles — consigue decir por fin, sin aliento.
Él le dedica una sonrisa de complicidad, sus ojos verdes centelleantes. Los miro con el gesto fruncido.
— ¿Qué haces aquí?
La pregunta suena más frágil de lo que pretendía, y su sonrisa desaparece, y su expresión se vuelve cautelosa. Estoy emocionada de verlo, pero completamente descolocada, y la rabia por lo del señor Webber aún me hierve en las venas. No sé si quiero ponerme a gritarle o arrojarme a sus brazos (aunque no creo que le gustara ninguna de las dos opciones), y quiero saber cuánto tiempo lleva vigilándonos. Además, estoy algo nervioso por el e-mail que acabo de enviarle.
— He venido a verte, claro. — Me mira impasible. Huy, ¿qué estará pensando?. — Me alojo en este hotel.
— ¿Te alojas aquí?
Sueno como un universitario de segundo año colocada de anfetas, demasiado estridente hasta para mis oídos.
— Bueno, ayer me dijiste que ojalá estuviera aquí. — Hace una pausa para evaluar mi reacción. — Nos proponemos complacer, joven Sainz — dice en voz baja sin rastro alguno de humor.
Mierda, ¿está furioso? ¿Será por los comentarios sobre el señor Webber? ¿O tal vez porque estoy a punto de tomarme el cuarto Cosmo? Mi padre nos mira nerviosa.
— ¿Por qué no te tomas una copa con nosotras, Charles?
Le hace una seña al camarero, que se planta a nuestro lado en un nanosegundo.
— Tomaré un gin— tonic — dice Charles. — Hendricks si tienen, o Bombay Sapphire. Pepino con el Hendricks, lima con el Bombay.
Madre mía… Solo Charles podría pedir una copa como si fuera un plato elaborado.
— Y otros dos Cosmos, por favor — añado, mirando nerviosa a Charles.
He salido de copas con mi padre; no se puede enfadar por eso.
— Acércate una silla, Charles.
— Gracias, señor Steiner.
Charles coge una silla y se sienta con elegancia a mi lado.
— ¿Así que casualmente te alojas en el hotel donde estamos tomando unas copas? — digo, esforzándome por sonar desenfadada.
— O casualmente estáis tomando unas copas en el hotel donde yo me alojo — me contesta él. — Acabo de cenar, he venido aquí y te he visto. Andaba distraído pensando en tu último correo, levanto la vista y ahí estabas. Menuda coincidencia, ¿verdad?
Ladea la cabeza y detecto un amargo de sonrisa. Gracias a Dios… puede que al final hasta salvemos la noche.
— Mi padre y yo hemos ido de compras esta mañana y a la playa por la tarde. Luego hemos decidido salir de copas esta noche — murmuro, porque tengo la sensación de que le debo una explicación.
— ¿Esa camisa es nueva? — Señala mi camisa de seda verde recién estrenado. — Te sienta bien ese color. Y te ha dado un poco el sol. Estás precioso.
Me ruborizo. El cumplido me deja sin habla.
— Bueno, pensaba hacerte una visita mañana, pero mira por dónde…
Alarga el brazo y me toma la mano, me la aprieta con suavidad, me acaricia los nudillos con el pulgar… y siento de nuevo el tirón. Esa descarga eléctrica que corre bajo mi piel bajo la suave presión de su pulgar se dispara a mi torrente sanguíneo y me recorre el cuerpo entero, calentándolo todo a su paso. Hacía más de dos días que no lo veía. Dios mío… cómo lo deseo. Se me entrecorta la respiración. Lo miro pestañeando, sonrío tímidamente, y veo dibujarse una sonrisa en sus labios.
— Quería darte una sorpresa. Pero, como siempre, me la has dado tú a mí, Carlos, cuando te he visto aquí.
Miro de reojo a mi padre, que tiene los ojos clavados en Charles… ¡sí, clavados! Vale ya, papá. Ni que fuera una criatura exótica nunca vista. A ver, ya sé que hasta ahora no había tenido novio y que a Charles solo lo llamo así por llamarlo de alguna manera, pero ¿tan increíble es que yo haya podido atraer a un hombre? ¿A este hombre? Pues sí, francamente… tú míralo bien, me suelta mi subconsciente. ¡Oh, cállate! ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Miro enojado a mi padre, pero él no parece darse por enterado.
— No quiero robarte tiempo con tu padre. Me tomaré una copa y me retiraré. Tengo trabajo pendiente — declara muy serio.
— Charles, me alegro mucho de conocerte — interviene mi padre, recuperando al fin el habla. — Carlos me ha hablado muy bien de ti.
Él le sonríe.
— ¿En serio?
Charles arquea una ceja, con una expresión risueña en el rostro, y yo vuelvo a ruborizarme. Llega el camarero con nuestras copas.
— Hendricks, señor — declara con una floritura triunfante.
— Gracias — murmura Charles en reconocimiento.
Sorbo nervioso mi nuevo Cosmo.
— ¿Cuánto tiempo vas a estar en Milán, Charles? — pregunta papá.
— Hasta el viernes, señor Steiner.
— ¿Cenarás con nosotros mañana? Y, por favor, llámame Binotto.
— Me encantaría, Binotto.
— Estupendo. Si me disculpáis un momento, tengo que ir al lavabo.
Pero si acabas de ir, papá. La miro desesperado cuando se levanta y se marcha, dejándonos solos.
— Así que te has enfadado conmigo por cenar con un viejo amigo.
Charles vuelve su mirada ardiente y recelosa hacia mí y, llevándose mi mano a los labios, me besa suavemente los nudillos uno por uno. Dios… ¿tiene que hacer esto ahora?
— Sí — mascullo mientras la sangre me recorre ardiente el cuerpo entero.
— Nuestra relación sexual terminó hace tiempo, Carlos — me susurra. — Yo solo te deseo a ti. ¿Aún no te has dado cuenta?
Lo miro extrañado.
— Para mí es un pederasta, Charles.
Contengo el aliento a la espera de su reacción. Charles palidece.
— Eso es muy crítico por tu parte. No fue así — susurra conmocionado, soltándome la mano.
¿Crítico?
— Ah, ¿cómo fue entonces? — pregunto.
Los Cosmos me envalentonan.
Me mira ceñudo, desconcertado. Prosigo:
— Se aprovechó de un chico vulnerable de quince años. Si hubieras sido una chiquilla de quince años y el señor Webber un señor Webber que la hubiera arrastrado al sadomasoquismo, ¿te parecería bien? ¿Si hubiera sido Mio, por ejemplo?
Da un respingo y me mira enojado.
— Carlos, no fue así.
Le lanzo una mirada feroz.
— Vale, yo no lo sentí así — prosigue en voz baja. — Él fue una fuerza positiva. Lo que necesitaba.
— No lo entiendo.
Ahora me toca a mí mostrarme desconcertado.
— Carlos, tu padre no tardará en volver. No me apetece hablar de esto ahora. Más adelante, quizá. Si no quieres que esté aquí, tengo un avión esperándome. Me puedo ir.
Se ha enfadado conmigo… no.
— No, no te vayas. Por favor. Me encanta que hayas venido. Solo quiero que entiendas que me enfurece que, en cuanto me voy, quedes con él para cenar. Piensa en cómo te pones tú cuando me acerco a José. José es un buen amigo. Nunca he tenido una relación sexual con él. Mientras que tú y él…
Me interrumpo, no queriendo concederle más espacio a ese pensamiento.
— ¿Estás celoso?
Me mira atónito, y sus ojos se ablandan un poco, se enternecen.
— Sí, y furioso por lo que te hizo.
— Carlos, él me ayudó. Y eso es todo lo que voy a decir al respecto. En cuanto a tus celos, ponte en mi lugar. No he tenido que justificar mis actos delante de nadie en los últimos siete años. De nadie en absoluto. Hago lo que me place, Carlos. Me gusta mi independencia. No he ido a ver al señor Webber para fastidiarte. He ido porque, de vez en cuando, salimos a cenar. Es amigo y socio.
¿Socia? Dios mío. Esto es nuevo.
Me mira y analiza mi expresión.
— Sí, somos socios. Ya no hay sexo entre nosotros. Desde hace años.
— ¿Por qué terminó su relación?
Frunce la boca y le brillan los ojos.
— Su marido se enteró.
¡Dios mío!
— ¿Te importa que hablemos de esto en otro momento, en un sitio más discreto? — gruñe.
— Dudo que consigas convencerme de que no es una especie de pedófilo.
— Yo no la veo así. Nunca lo he hecho. ¡Y basta ya! — espeta.
— ¿Lo querías?
— ¿Cómo van?
Mi padre reaparece sin que ninguno de los dos nos hayamos percatado. Me planto una falsa sonrisa en los labios mientras Charles y yo nos enderezamos precipitadamente en el asiento, como si estuviéramos haciendo algo malo. Mi padre me mira.
— Bien, papá.
Charles sorbe su copa, observándome detenidamente con expresión cauteloso. ¿Qué estará pensando? ¿Lo quiso? Me parece que, como diga que sí, me voy a enfadar, y mucho.
— Bueno, señores, los dejo disfrutar de su velada.
No, no, no me puede dejar así, con la duda.
— Por favor, que carguen estas copas en mi cuenta, habitación 612. Te llamo por la mañana, Carlos. Hasta mañana, Binotto.
— Oh, me encanta que alguien te llame por tu nombre completo, hijo.
— Un nombre precioso para un chico precioso — murmura
Charles, estrechando la mano que mi padre le tiende, y él sonríe con afectación.
Ay, papá… ¿tú también, traidor? Me levanto y lo miro, implorándole que responda a mi pregunta, y él me da un casto beso en la mejilla.
— Hasta luego, nene — me susurra al oído.
Y se va. Maldito capullo controlador. La rabia retorna con plena fuerza. Me dejo caer en la silla y me vuelvo hacia mi padre.
— Vaya, me has dejado anonadado, Carlos. Menudo partidazo. Eso sí, no sé qué se traen entre manos. Me parece que tienen que hablar. Uf, la tensión subyacente… es insoportable.
Se abanica exageradamente.
— ¡PAPÁ!
— Ve a hablar con él.
— No puedo. He venido aquí a verte a ti.
— Carlos, has venido aquí porque estás hecha un lío con ese chico. Es evidente que estás locos el uno por el otro. Tienes que hablar con él. Ha volado cinco mil kilómetros para verte, por el amor de Dios. Y ya sabes lo horroroso que es volar.
Me ruborizo. No le he dicho que tiene un avión privado.
— ¿Qué? — me suelta.
¿Por qué me avergüenzo? Mi padre arquea ambas cejas.
— Wow — exclama. — Carlos, te pasa algo. Llevo intentando averiguar lo que es desde que llegaste. Pero el único modo de solucionar el problema, sea cual sea, es hablarlo con él. Piensa todo lo que quieras, pero hasta que no hables con él no vas a conseguir nada.
Lo miro enojado.
— Carlos, cielo, siempre le has dado muchas vueltas a todo. Fíate de tu instinto. ¿Qué te dice, cariño?
Me miro los dedos.
— Creo que estoy enamorado de él — murmuro.
— Lo sé, cariño. Y él de ti.
— ¡No!
— Sí, Carlos. Dios… ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?
La miro aturdido y se me llenan los ojos de lágrimas.
— No llores, cielo.
— Yo no creo que me quiera.
— Independientemente de lo rico que sea, uno no lo deja todo, se sube en su avión privado y cruza el país para tomar el té de la tarde. ¡Ve con él! Este sitio es muy bonito, muy romántico.
Además, es territorio neutral. Me revuelvo incómodo bajo su mirada. Quiero y no quiero ir.
— Cariño, no te preocupes por tener que volver conmigo. Quiero que seas feliz, y ahora mismo creo que la clave de tu felicidad está arriba, en la habitación 612. Si quieres venir a casa luego, la llave está debajo de la yuca del porche principal. Si te quedas… bueno, ya eres mayorcito. Pero toma precauciones.
Me pongo roja como un tomate. Por Dios, papá.
— Vamos a terminarnos los Cosmos primero.
— Ese es mi chico.
Y sonríe.
Llamo tímidamente a la puerta de la habitación 612 y espero. Charles abre la puerta. Está hablando por el móvil. Me mira extrañado, completamente sorprendido, sostiene la puerta abierta y me invita a entrar en su habitación.
— ¿Están listas todas las indemnizaciones? ¿Y el coste? — Silba entre dientes. — Uf, nos ha salido caro el error. ¿Y Lucas?
Echo un vistazo a la habitación. Es una suite, como la del Heathman B&B II. La decoración de esta es ultramoderna, muy actual. Todo púrpuras y dorados mate con motivos en bronce en las paredes. Charles se acerca a un mueble de madera noble, tira y abre una puerta tras la que se oculta el minibar. Me hace una señal para que me sirva, luego entra en el dormitorio. Supongo que para que no pueda oír la conversación. Me encojo de hombros. No dejó de hablar cuando entré en su estudio el otro día. Oigo correr el agua; está llenando la bañera. Me sirvo un zumo de naranja. Vuelve al salón.
— Que Oscar me mande las gráficas. Barney me dijo que había resuelto el problema. — Charles ríe. — No, el viernes. Estoy interesado en un terreno de por aquí. Sí, que me llame Bill. No, mañana. Quiero ver lo que podría ofrecernos Milán si nos instalamos aquí.
Charles no me quita los ojos de encima. Me da un vaso y me indica dónde hay una cubitera.
— Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo, aunque aquí hace un calor de mil demonios. Milán tiene sus ventajas, sí, y es más fresco. — Su rostro se oscurece un instante. — ¿Por qué? Que me llame Bill. Mañana. No demasiado temprano.
Cuelga y se me queda mirando con una expresión indescifrable, y se hace el silencio entre nosotros. Muy bien… me toca hablar.
— No has respondido a mi pregunta — murmuro.
— No — dice en voz baja, y me mira con una mezcla de asombro y recelo.
— ¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?
Se cruza de brazos y se apoya en la pared; una leve sonrisa se dibuja en sus labios.
— ¿A qué has venido, Carlos?
— Ya te lo he dicho.
Suspira hondo.
— No, no lo quería.
Me mira enojado, divertido pero perplejo. Acabo de darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Al soltar el aire, me desinflo como un saco viejo. Uf, gracias a Dios… ¿Cómo me habría sentido si me hubiera dicho que quería a ese brujo?
— Tú eres mi dios de ojos cafés, Carlos. ¿Quién lo habría dicho?
— ¿Se burla de mí, señor Leclerc?
— No me atrevería.
Niega con la cabeza, solemne, pero veo un destello de picardía en sus ojos.
— Huy, claro que sí, y de hecho lo haces, a menudo.
Sonríe satisfecho al ver que le devuelvo las palabras que me ha dicho él antes. Su mirada se oscurece.
— Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.
Su tono pasa de suave a sensual. Le suena la BlackBerry, distrayéndonos a los dos, y lo apaga sin mirar siquiera quién es. Se me entrecorta la respiración. Sé cómo va a terminar esto… pero se supone que íbamos a hablar. Se acerca a mí con su mirada sexy de depredador.
— Quiero hacerlo, Carlos. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.
— Quería saber la respuesta, de verdad — alego en mi defensa.
— Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas?
Me ruborizo cuando se planta delante de mí.
— Me quedo — murmuro, mirándolo nervioso.
— Me alegro. — Me mira fijamente. — Con lo enfadado que estabas conmigo… — dice.
— Sí.
— No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia. Me gusta.
Me acaricia la mejilla con las yemas de los dedos. Dios mío, esa proximidad, ese aroma a Charles. Se supone que íbamos a hablar, pero tengo el corazón desbocado y la sangre me corre como loco por todo el cuerpo; el deseo crece, se expande… por todo mi ser. Charles se inclina y me pasea la nariz por el hombro hasta la base de la oreja, hundiendo despacio los dedos en mi pelo. — Deberíamos hablar — susurro.
— Luego.
— Quiero decirte tantas cosas.
— Yo también.
Me planta un suave beso debajo del lóbulo de la oreja mientras aprieta el puño enredado en mi pelo. Me echa la cabeza hacia atrás para tener acceso a mi cuello. Me araña la barbilla con los dientes y me besa el cuello.
— Te deseo — dice.
Gimo, subo las manos y me aferro a sus brazos. Me sonrojo. Dios… Para y me mira.
— Vamos a darnos un baño.
¿Eh?
Me toma de la mano y me lleva al dormitorio. Dominan la estancia la cama inmensa y unas cortinas de lo más recargado. Pero no nos detenemos ahí. Me lleva al baño que tiene dos zonas, todo de color verde mar y crudo. Es enorme. En la segunda zona, una bañera encastrada lo bastante grande para cuatro personas, con escalones de piedra al interior, se está llenando de agua. El vapor se eleva suavemente por encima de la espuma y veo que hay un asiento de piedra por todo su perímetro. En los bordes titilan unas velas. Wow… ha hecho todo esto mientras hablaba por teléfono.
Hace un calor sofocante junto a la bañera y el blusón se me empieza a pegar. Se agacha y cierra el grifo. Me lleva a la primera zona del baño, se coloca detrás de mí y los dos nos miramos en el espejo mural que hay sobre los dos lavabos de vidrio.
— Quítate las sandalias — murmura, y yo lo complazco enseguida y las dejo en el suelo de arenisca. — Levanta los brazos — me dice.
Obedezco y me saca el blusón por la cabeza de forma que me quedo desnudo de cintura para arriba ante él. Sin quitarme los ojos de encima, alarga la mano por delante, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja la cremallera.
— Te lo voy a hacer en el baño, Carlos.
Se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza y le facilito el acceso. Engancha los pulgares en mis vaqueros y me los baja poco a poco, agachándose detrás de mí al tiempo que me los baja, junto con las bragas, hasta el suelo.
— Saca los pies de los vaqueros.
Agarrándome al borde del lavabo, hago lo que me dice. Ahora estoy desnudo, mirándome, y él está arrodillado a mi espalda. Me besa y luego me mordisquea el trasero, haciéndome gemir. Se levanta y vuelve a mirarme fijamente en el espejo. Procuro estarme quieta, ignorando mi natural inclinación a taparme. Me planta las manos en el vientre; son tan grandes que casi me llegan de cadera a cadera.
— Mírate. Eres precioso — murmura. — Siéntete. — Me toma ambas manos con las suyas, las palmas pegadas al dorso de las mías, los dedos trenzados con los míos para mantenerlos estirados. Me las posa en el vientre. — Siente lo suave que es tu piel — me dice en voz baja y grave. Me mueve las manos lentamente, en círculos, luego asciende hasta mi pecho. — Siente lo turgentes que es tu pecho.
Me pone las manos de forma que me toma el pecho. Me acaricia suavemente los pezones con los pulgares, una y otra vez. Gimo con la boca entreabierta y arqueo la espalda de forma que los pechos me llenan las manos. Me pellizca los pezones con sus pulgares y los míos, tirando con delicadeza, para que se alarguen más. Observo fascinado a la criatura lasciva que se retuerce delante de mí. Oh, qué sensación tan deliciosa… Gruño y cierro los ojos, porque no quiero seguir viendo cómo se excita ese hombre libidinoso del espejo con sus propias manos, con las manos de él, acariciándome como lo haría él, sintiendo lo excitante que es. Solo siento sus manos y sus órdenes suaves y serenas.
— Muy bien, nene — murmura.
Me lleva las manos por los costados, desde la cintura hasta las caderas, por el vello púbico. Desliza una pierna entre las mías, separándome los pies, abriéndome, y me pasa mis manos por mi entrepierna, primero una mano y luego la otra, marcando un ritmo. Es tan erótico… Soy una auténtica marioneta y él es el maestro titiritero.
— Mira cómo resplandeces, Carlos — me susurra mientras me riega de besos y mordisquitos el hombro.
Gimo. De pronto me suelta.
— Sigue tú — me ordena, y se aparta para observarme.
Me acaricio. No… Quiero que lo haga él. No es lo mismo. Estoy perdido sin él. Se saca la camisa por la cabeza y se quita rápidamente los vaqueros.
— ¿Prefieres que lo haga yo?
Sus ojos verdes abrasan los míos en el espejo.
— Sí, por favor — digo.
Me vuelve a rodearme con los brazos, me toma las manos otra vez y continúa acariciándome el pene. El vello de su pecho me raspa, su erección presiona contra mí. Hazlo ya, por favor. Desliza sus dedos fríos por mí ano, haciendo que mí cuerpo temblase por el contacto junto a un gemido. Pude sentir como entraba un dedo dentro de mí, un jadeo resonó en el baño. Movía con ferocidad los dedos que con cada embestida aumentaba la velocidad y los dedos. Me mordisquea la nuca tratando de distraerme cuando saca sus dedos y cierro los ojos por el placer que estoy sintiendo, disfrutando de las múltiples sensaciones: el cuello, la entrepierna, sus dedos entrando y saliendo de mí, su cuerpo pegado a mí.
Alinea su pene en mi ano y entra en una sola estocada, esperando un poco antes de embestirme con fuerza, ambos gemíamos, mis piernas temblaban por sus embestidas que daban justo en mí punto, Para de pronto y me da la vuelta, me apresa con una mano ambas muñecas a la espalda y me masturba con la otra. Me acaloro al contacto con su cuerpo; él me besa apasionadamente, devorando mi boca con la suya, inmovilizándome.
Su respiración es entrecortada, como la mía. Me suelta y me da la vuelta.
— Agárrate al lavabo — me ordena y vuelve a echarme hacia atrás las caderas, como hizo en el cuarto de juegos, de forma que estoy doblada.
— Muy bien, nene — dice con voz ronca mientras empuja con vehemencia, ladeando las caderas, y eso basta para catapultarme a lo más alto.
Wow… y me corro escandalosamente, aferrado al lavabo mientras me dejo arrastrar por el orgasmo, y todo se revuelve y se tensa a la vez. Él me sigue, agarrándome con fuerza, pegándose a mi cuerpo cuando llega al clímax, pronunciando mi nombre como si fuera un ensalmo o una invocación.
— ¡Oh, Carlos! — me jadea al oído, su respiración entrecortada en perfecta sinergia con la mía. — Oh, nene, ¿alguna vez me saciaré de ti? — susurra.
Nos dejamos caer despacio al suelo y él me envuelve con sus brazos, apresándome. ¿Será siempre así? Tan incontenible, devorador, desconcertante, seductor. Yo quería hablar, pero hacer el amor con él me agota y me aturde, y también yo me pregunto si algún día llegaré a saciarme de él.
Me acurruco en su regazo, con la cabeza pegada a su pecho, mientras nos serenamos. Con disimulo, inhalo su aroma a Charles, dulce y embriagador. No debo acariciarlo. No debo acariciarlo. Repito mentalmente el mantra, aunque me siento tentado de hacerlo. Quiero alzar la mano y trazar figuras en su pecho con las yemas de los dedos, pero me contengo, porque sé que le fastidiaría que lo hiciera. Guardamos silencio los dos, absortos en nuestros pensamientos. Yo estoy absorto en él, entregada a él.
— Vamos a darnos un baño.
Me libera y me deja en el suelo a fin de ponerse de pie. Mientras se mueve a mi lado, vuelvo a reparar en esas pequeñas cicatrices redondas y blancas de su pecho. No son de varicela, me digo distraído. Christian dijo que a él casi no le había afectado. Por Dios… tienen que ser quemaduras. ¿Quemaduras de qué? Palidezco al caer en la cuenta, presa de la conmoción y la repugnancia que me produce. A lo mejor existe una explicación razonable y yo estoy exagerando. Brota feroz en mi pecho una esperanza: la esperanza de estar equivocado.
— ¿Qué pasa? — me pregunta Charles alarmado.
— Tus cicatrices — le susurro. — No son de varicela.
Lo veo cerrarse como una ostra en milésimas de segundo; su actitud, antes relajada, serena y tranquila, se vuelve defensiva, furiosa incluso. Frunce el ceño, su rostro se oscurece y su boca se convierte en una fina línea prieta.
— No, no lo son — espeta, pero no me da más explicaciones.
Se pone en pie, me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
— No me mires así — me dice con frialdad, como reprendiéndome, y me suelta la mano.
Me sonrojo, arrepentido, y me miro los dedos, y entonces sé, tengo claro, que alguien le apagaba cigarrillos sobre la piel. Siento náuseas.
— ¿Te lo hizo él? — susurro sin apenas darme cuenta.
No dice nada, así que me obligo a mirarlo. Él me clava los ojos, furibundo.
— ¿Él? ¿El señor Webber? No es un salvaje, Carlos. Claro que no fue él. No entiendo por qué te empeñas en demonizarlo.
Ahí lo tengo, desnudo, espléndidamente desnudo, por fin vamos a tener esa conversación. Yo también estoy desnudo, ninguno de los dos tiene donde esconderse, salvo quizá en la bañera. Respiro hondo, paso por delante de él y me meto en el agua. La encuentro deliciosamente templada, relajante y profunda. Me disuelvo en la espuma fragante y lo miro, oculta entre las burbujas.
— Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si él no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.
Suspira y se mete en la bañera, enfrente de mí, con la mandíbula apretada por la tensión, los ojos vidriosos. Cuando sumerge con elegancia su cuerpo en el agua, procura no rozarme siquiera. Dios… ¿tanto lo he enojado?
Me mira impasible, con expresión insondable, sin decir nada. De nuevo se hace el silencio entre nosotros, pero yo no voy a romperlo. Te toca ti, Leclerc… esta vez no voy a ceder. Mi subconsciente está nervioso, se muerde las uñas con desesperación. A ver quién puede más. Charles y yo nos miramos; no pienso claudicar. Al final, tras lo que parece una eternidad, mueve la cabeza y sonríe.
— De no haber sido por el señor Webber, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.
¡Uf…! Lo miro extrañado. ¿En la adicción al crack o en la prostitución? ¿En ambas, quizá?
— Él me quería de una forma que yo encontraba… aceptable — añade encogiéndose de hombros.
¿Qué carajo significa eso?
— ¿Aceptable? — susurro.
— Sí. — Me mira fijamente. — Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.
Oh, no. Se me seca la boca mientras digiero esas palabras. Me mira con una expresión indescifrable. No me va a contar más. Qué frustrante. Mi mente no para de dar vueltas… lo veo tan lleno de desprecio por sí mismo. Y el señor Webber lo quería. Maldita sea… ¿lo seguirá queriendo? Me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago.
— ¿Aún te quiere?
— No lo creo, no de ese modo. — Frunce el ceño como si nunca se le hubiera ocurrido. — Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo, aunque quisiera, que no quiero. Él me salvó de mí mismo. — Está exasperado y se pasa una mano mojada por el pelo. — Nunca he hablado de esto con nadie. — Hace una pausa. — Salvo con el doctor Helmut, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.
— Yo ya confío en ti, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.
— Oh, por el amor de Dios, Carlos. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?
Le arden los ojos y, aunque no alza la voz, sé que está haciendo un esfuerzo por controlar su genio. Me miro las manos, perfectamente visibles debajo del agua ahora que la espuma ha empezado a dispersarse.
— Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.
Uf… quizá sean los Cosmopolitan que me dan algo de valentía, pero de repente no soporto la distancia que nos separa. Me muevo por el agua hasta su lado y me pego a él, de forma que estamos piel con piel. Se tensa y me mira con recelo, como si fuera a morderle. Vaya, qué cambio tan inesperado… El dios que llevo dentro lo examina en silencio, asombrado.
— No te enfades conmigo, anda — le susurro.
— No estoy enfadado contigo, Carlos. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Helmut y con… — Se calla y frunce el ceño.
— Con él. Con el señor Webber. ¿Hablas con él? — inquiero, procurando controlar mi genio yo también.
— Sí, hablo con él.
— ¿De qué?
Se recoloca para poder mirarme, haciendo que el agua se derrame por los bordes hasta el suelo. Me pasa el brazo por los hombros y lo apoya en el borde de la bañera.
— Eres insistente, ¿eh? — murmura algo irritado. — De la vida, del universo… de negocios. El señor Webber y yo hace tiempo que nos conocemos, Carlos. Hablamos de todo.
— ¿De mí? — susurro.
— Sí.
Sus ojos verdes me observan con atención. Me muerdo el labio inferior en un intento de contener el súbito ataque de rabia que se apodera de mí.
— ¿Por qué hablan de mí?
Me esfuerzo por no sonar consternado ni malhumorado, pero no lo consigo. Sé que debería parar. Lo estoy presionando demasiado.
Mi subconsciente está poniendo otra vez la cara de El grito de Münch.
— Nunca he conocido a nadie como tú, Carlos.
— ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?
Menea la cabeza.
— Necesito consejo.
— ¿Y te lo da don Pedófila? — espeto.
El control de mi genio es menos fuerte de lo que pensaba.
— Carlos… basta ya — me suelta muy serio, frunciendo los ojos.
Piso terreno cenagoso; me estoy metiendo en la boca del lobo.
— O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en él. Ninguno. Es un amigo querido y apreciado, y socio mío. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a él le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.
Dios, otra cosa que no entiendo. Él encima estaba casado.
¿Cómo pudieron mantener lo suyo tanto tiempo?
— ¿Y tus padres nunca se enteraron?
— No — gruñe. — Ya te lo he dicho.
Y sé que he llegado al límite. No puedo preguntarle nada más de él porque va a perder los nervios conmigo.
— ¿Has terminado? — espeta.
— De momento.
Respira hondo y se relaja visiblemente delante de mí, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
— Vale, ahora me toca a mí — murmura, y su mirada feroz se vuelve gélida, especulativa. — No has contestado a mi e-mail.
Me ruborizo. Ay, odio cuando el foco se dirige contra mí, y tengo la sensación de que se va a enfadar cada vez que hablemos de algo. Meneo la cabeza. Igual es así como le hacen sentirse mis preguntas; no está acostumbrado a que lo desafíen. La idea resulta reveladora, perturbadora e inquietante.
— Iba a contestar. Pero has venido.
— ¿Habrías preferido que no viniera? — dice, de nuevo impasible.
— No, me encanta que hayas venido — murmuro.
— Bien. — Me dedica una sincera sonrisa de alivio. — A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, joven Sainz. Quiero saber lo que sientes.
Oh, no…
— Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí — digo, poco convincente.
— Ha sido un placer.
Le brillan los ojos cuando se inclina y me besa suavemente. Noto que reacciono enseguida. El agua aún está tibia y en el baño sigue habiendo vapor. Para, se aparta y me mira.
— No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.
¿Más? Ya estamos otra vez con la palabrita. Y quiere respuestas… ¿a qué? Yo no tengo un pasado plagado de secretos, ni una infancia terrible. ¿Qué podría querer saber de mí que no sepa ya?
Suspiro, resignado.
— ¿Qué quieres saber?
— Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.
Lo miro extrañado. Hora de decir verdades. Mi subconsciente y el dios que llevo dentro se mira nervioso. Venga, vamos a decir la verdad.
— No creo que pueda firmar por un periodo mayor de tiempo.
Un fin de semana entero siendo alguien que no soy. Me ruborizo y me miro las manos. Me levanta la barbilla y veo que me sonríe, divertido.
— No, yo tampoco creo que pudieras.
En cierta medida, me siento ofendido y desafiado.
— Sí, pero sin mala intención — dice, sonriendo apenas.
Se inclina y me besa suave, brevemente.
— No eres muy buen sumiso — susurra sosteniéndome la barbilla, con un brillo jocoso en los ojos.
Me lo quedo mirando, asombrada, y empiezo a reír… y él ríe también.
— A lo mejor no tengo un buen maestro.
Suelta un bufido.
— A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo.
Ladea la cabeza y me sonríe ladino.
Trago saliva. Dios, no. Pero, al mismo tiempo, los músculos del vientre se me contraen de forma deliciosa. Esa es su forma de demostrarme que le importo. Quizá, comprendo de pronto, su única forma de demostrar que le importo. Me mira fijamente, estudiando mi reacción.
— ¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?
Lo miro extrañado. ¿Lo pasé mal? Recuerdo que mi reacción me confundió. Me dolió, pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Él no paraba de decirme que estaba todo en mi cabeza. Y la segunda vez… Uf, esa estuvo bien… fue muy excitante.
— No, la verdad es que no — susurro.
— ¿Es más por lo que implica? — inquiere.
— Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.
— Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.
Dios mío. Eso fue cuando él era un niño.
— Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Carlos. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.
— ¿Por qué necesitas controlarme?
— Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.
— Entonces, ¿es una especie de terapia?
— No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.
Eso sí puedo entenderlo. Me será de ayuda.
— Pero el caso es que en un momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe.
Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina. Me mira un instante, luego frunce el ceño.
— Lo entiendo. Pero, hasta la fecha, lo has hecho estupendamente.
— Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atado de pies y manos.
— Me gusta eso de atarte de pies y manos.
Sonríe maliciosamente.
— ¡No lo decía en sentido literal!
Y le salpico agua, exasperado.
Me mira, arqueando una ceja.
— ¿Me has salpicado?
— Sí.
Oh, no… esa mirada.
— Ay, joven Sainz. — Me agarra y me sube a su regazo, derramando agua por todo el suelo. — Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.
Me planta una mano a cada lado de la cabeza y me besa. Apasionadamente. Se apodera de mi boca. Girándome la cabeza, controlándome. Gimo en sus labios. Esto es lo que le gusta. Lo que se le da bien. Me enciendo por dentro y hundo los dedos en su pelo, amarrándolo a mí, y le devuelvo el beso y le digo que yo también lo deseo de la única forma que sé. Gruñe, me toma y me sube a horcajadas, arrodillado sobre él, con su erección debajo de mí y mi pene despertando por sus toques. Se echa hacia atrás y me mira, con los ojos entrecerrados, brillantes y lascivos. Bajo las manos para agarrarme al borde de la bañera, pero él me toma por las muñecas y me las sujeta a la espalda con una sola mano.
— Te la voy a meter — me susurra, y me levanta de forma que quedó suspendido encima de él. — ¿Listo?
— Sí — le susurro y me monta en su miembro, despacio, deliciosamente despacio… entrando hasta el fondo… observándome mientras me toma. No necesito preparación, su pene entra con facilidad en mí.
Gruño, cerrando los ojos, y saboreo la sensación, la absoluta penetración. Él mueve las caderas y yo gimo, inclinándome hacia delante y descansando la frente en la suya.
— Suéltame las manos, por favor — le susurro.
— No me toques — me suplica y, soltándome las manos, me agarra las caderas.
Me aferro al borde de la bañera, subo y luego bajo despacio, abriendo los ojos para verlo. Me observa, con la boca entreabierta, la respiración entrecortada, contenida, la lengua entre los dientes. Resulta tan… excitante. Estamos mojados y resbaladizos, frotándonos el uno contra el otro. Me inclino y lo beso. Él cierra los ojos. Tímidamente, subo las manos a su cabeza y le acaricio el pelo, sin apartar mi boca de la suya. Eso sí está permitido. Le gusta. Y a mí también. Nos movemos al unísono. Tirándole del pelo, le echo la cabeza hacia atrás y lo beso más apasionadamente, montándolo, cada vez más rápido, siguiendo su ritmo. Gimo en su boca. Él empieza a subirme más y más deprisa, agarrándome por las caderas. Me devuelve el beso. Una de sus manos baja hasta mi pene, empezando a masturbarme al son de las embestidas.
Somos todo bocas y lenguas húmedas, pelos revueltos y balanceo de caderas. Todo sensación… devorándolo todo una vez más. Estoy a punto… Empiezo a reconocer esa deliciosa contracción… acelerándose. Y el agua gira a nuestro alrededor, formando nuestro propio remolino, un torbellino de emoción, a medida que nuestros movimientos se vuelven más frenéticos… salpicando agua por todas partes, reflejando lo que sucede en mi interior… pero me da igual.
Amo a este hombre. Amo su pasión, el efecto que tengo en él. Adoro que haya volado hasta aquí para verme. Adoro que se preocupe por mí… que le importe. Es algo tan inesperado, tan satisfactorio. Él es mío y yo soy suyo.
— Eso es, nene — jadea.
Y me corro; el orgasmo me arrasa, un clímax turbulento y apasionado que me devora entero, mi semen se pierde con el agua. De pronto, me estrecha contra su cuerpo, enrosca los brazos a mi cintura y se corre él también. — ¡Carlos, nene! — grita, y la suya es una invocación feroz, que me llega a lo más hondo del alma.
Estamos tumbados, mirándonos, de ojos verdes a cafés, cara a cara, en la inmensa cama, los dos abrazados a nuestras almohadas. Desnudos. Sin tocarnos. Solo mirándonos y admirándonos, tapados con la sábana.
— ¿Quieres dormir? — pregunta Charles con voz tierna y llena de preocupación.
— No. No estoy cansado.
Me siento extrañamente revigorizado. Me ha venido tan bien hablar que no quiero parar.
— ¿Qué quieres hacer? — pregunta.
— Hablar.
Sonríe.
— ¿De qué?
— De cosas.
— ¿De qué cosas?
— De ti.
— De mí ¿qué?
— ¿Cuál es tu película favorita?
Sonríe.
— Actualmente, El piano.
Su sonrisa es contagiosa.
— Por supuesto. Qué tonto soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor Leclerc.
— Y el mayor eres tú, joven Sainz.
— Entonces soy el número diecisiete.
Me mira ceñudo, sin comprender.
— ¿Diecisiete?
— El número de mujeres con las que… has tenido sexo.
Esboza una sonrisa y los ojos le brillan de incredulidad.
— No exactamente.
— Tú me dijiste que habían sido quince.
Mi confusión es obvia.
— Me refería al número de hombres que habían estado en mi cuarto de juegos. Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántos hombres había tenido sexo.
— Ah. — Dios mío. Hay más… ¿Cuántos? Lo miro intrigado . — ¿Vainilla?
— No. Tú eres mi única relación vainilla — dice negando con la cabeza y sin dejar de sonreírme.
¿Por qué lo encuentra tan divertido? ¿Y por qué le sonrío yo también como un idiota?
— No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama ni nada parecido.
— De cuántas hablamos: ¿decenas, cientos… miles?
Voy abriendo los ojos a mediada que la cifra aumenta.
— Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia.
— ¿Todos sumisos?
— Sí.
— Deja de sonreírme — finjo reprenderlo, tratando en vano de mantenerme seria.
— No puedo. Eres divertido.
— ¿Divertido por peculiar o por gracioso?
— Un poco de ambas, creo — contesta, como le contesté yo a él.
— Eso es bastante insolente, viniendo de ti.
Se acerca y me besa la punta de la nariz.
— Esto te va a sorprender, Carlos. ¿Preparado?
Asiento, con los ojos más abiertos que puedo y sin poder quitarme la sonrisa bobalicona de la cara.
— Todos eran sumisos en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas. Hay sitios en Maranello y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a hacer lo que yo hago — dice.
¿Qué?
— Ah.
Lo miro extrañado.
— Pues sí, yo he pagado por sexo, Carlos.
— Eso no es algo de lo que estar orgulloso — murmuro con cierta arrogancia. — Y tienes razón, me has dejado pasmado. Y enfadado por no poder dejarte pasmado yo.
— Te pusiste mis calzoncillos.
— ¿Eso te sorprendió?
— Sí.
El dios que llevo dentro hace un salto con pértiga de cinco metros.
— Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.
— ¿Eso te sorprendió?
— Sí.
Uf, acaba de batir la marca de los cinco metros.
— Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.
— Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.
— Sí, tu cara era un poema. De foto — digo riendo como un bobo.
— Me dejaste que te excitara con un látigo.
— ¿Eso te sorprendió?
— Pues sí.
— Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.
— Huy, eso espero, joven Sainz. ¿Este fin de semana?
— Esta bien — accedo tímidamente.
— ¿Está bien?
— Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.
— Me llamas por mi nombre.
— ¿Eso te sorprende?
— Me sorprende lo mucho que me gusta.
— Charles.
Sonríe.
— Mañana quiero hacer una cosa — dice con los ojos brillantes de emoción.
— ¿El qué?
— Una sorpresa. Para ti — añade en voz baja y suave.
Arqueo una ceja y contengo un bostezo, todo a la vez.
— ¿Lo aburro, joven Sainz? — me pregunta socarrón.
— Nunca.
Se acerca y me besa suavemente los labios.
— Duerme — me ordena, y luego apaga la luz.
Y en ese momento tranquilo en que cierro los ojos, agotado y satisfecho, pienso que estoy en el ojo del huracán. Y, pese a todo lo que me ha dicho, y lo que no me ha dicho, dudo que alguna vez haya sido tan feliz.
Chapter 24: Capitulo 24
Summary:
— Me ha gustado que me presentaras a Mark como tu novio — digo.
— ¿No es eso lo que eres? — dice arqueando una ceja.
— ¿Lo soy? Pensé que tú querías un sumiso.
— Quería, Carlos, y quiero. Pero ya te lo he dicho: yo también quiero más.
Dios mío. Empieza a ceder; me invade la esperanza y me deja sin aliento.
— Me alegra mucho que quieras más — susurro.
Notes:
Ya solo faltan 2 capítulos más y se termina esta bonita obra
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Chapter Text
Charles está en una jaula con barrotes de acero. Lleva sus vaqueros gastados y rajados, el pecho y los pies deliciosamente desnudos, y me mira fijamente. Tiene grabada en su hermoso r ostro esa sonrisa suya de saber algo que los demás no saben, y sus ojos son de un verde intenso. En Velas manos lleva un cuenco de fresas. Se acerca con atlética elegancia al frente de la jaula, mirándome fijamente. Toma una fresa grande y madura y saca la mano por entre los barrotes.
— Come — me dice, sus labios acariciando cada sonido de la palabra.
Intento acercarme a él, pero estoy atado, una fuerza invisible me retiene sujetándome por la muñeca. Suéltame.
— Ven, come — dice, regalándome una de sus deliciosas sonrisas de medio lado.
Tiro y tiro… ¡suéltame! Quiero chillar y gritar, pero no me sale ningún sonido. Estoy mudo. Charles estira un poco más el brazo y la fresa me roza los labios.
— Come, Carlos.
Su boca pronuncia mi nombre alargando de forma sensual cada sílaba. Abro la boca y muerdo, la jaula desaparece y dejo de estar atado. Alargo la mano para acariciarlo, pasear los dedos por el vello de su pecho.
— Carlos.
No… Gimo.
— Vamos, nene.
No… Quiero acariciarte.
— Despierta.
No. Por favor… Abro a regañadientes los ojos una décima de segundo. Estoy en la cama y alguien me besuquea la oreja.
— Despierta, nene — me susurra, y el efecto de su voz dulce se extiende como caramelo caliente por mis venas.
Es Charles. Dios… aún es de noche, y el recuerdo de mi sueño persiste, desconcertante y tentador, en mi cabeza.
— Ay, nooo… — protesto.
Quiero volver a su pecho, a mi sueño. ¿Por qué me despierta? Es de madrugada, o eso parece. Dios mío. ¿No querrá sexo ahora?
— Es hora de levantarse, nene. Voy a encender la lamparita — me dice en voz baja.
— No — protesto de nuevo.
— Quiero perseguir el amanecer contigo — dice besándome la cara, los párpados, la punta de la nariz, la boca, y entonces abro los ojos. La lamparita está encendida. — Buenos días, precioso — murmura.
Protesto, y él sonríe.
— No eres muy madrugador — susurra.
Deslumbrada por la luz, entreabro los ojos y veo a Charles inclinado sobre mí, sonriendo. Divertido. Divertido conmigo.
¡Vestido! De negro.
— Pensé que querías sexo — me quejo.
— Carlos, yo siempre quiero sexo contigo. Reconforta saber que a ti te pasa lo mismo — dice con sequedad.
Lo miro mientras mis ojos se adaptan a la luz y aún lo veo risueño… menos mal.
— Pues claro que sí, solo que no tan tarde.
— No es tarde, es temprano. Vamos, levanta. Vamos a salir. Te tomo la palabra con lo del sexo.
— Estaba teniendo un sueño tan bonito — gimoteo.
— ¿Con qué soñabas? — pregunta paciente.
— Contigo.
Me ruborizo.
— ¿Qué hacía esta vez?
— Intentabas darme de comer fresas.
En sus labios se dibuja un conato de sonrisa.
— El doctor Helmut tendría para rato con eso. Levanta, vístete. No te molestes en ducharte, ya lo haremos luego.
¡Lo haremos!
Me incorporo y la sábana resbala hasta mi cintura, dejando al descubierto mi cuerpo. Él se levanta para dejarme salir de la cama y me mira con deseo.
— ¿Qué hora es?
— Las cinco y media de la mañana.
— Pues parece que sean las tres.
— No tenemos mucho tiempo. Te he dejado dormir todo lo posible. Vamos.
— ¿No puedo ducharme?
Suspira.
— Si te duchas, voy a querer ducharme contigo, y tú y yo sabemos lo que pasará, que se nos irá el día. Vamos.
Está emocionado. Su rostro resplandece de ilusión y nerviosismo, como el de un niño. Me hace sonreír.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Es una sorpresa. Ya te lo he dicho.
No puedo evitar mirarlo con una amplia sonrisa.
— De acuerdo.
Salgo de la cama y busco mi ropa, que, cómo no, está perfectamente doblada en la silla que hay junto a la cama. Además, me ha dejado uno de sus boxers de algodón, de Ralph Lauren, nada menos. Me los pongo, y me sonríe. Mmm, otra prenda íntima de Charles Leclerc, otro trofeo más que añadir a mi colección, junto con el coche, la BlackBerry, el Mac, su americana negra y un juego de valiosos incunables. Cabeceo al pensar en su generosidad, y frunzo el ceño cuando me viene a la mente una escena de tess: la de las fresas. Me recuerda a mi sueño. Al infierno el doctor Helmut, hasta Freud tendría para rato con eso, y luego probablemente moriría intentando desentrañar a mi Cincuenta Sombras.
— Te dejo tranquilo un rato ahora que ya te has levantado.
Charles se va al salón y yo voy al baño. Tengo necesidades que atender y quiero lavarme un poco. Siete minutos después estoy en el salón, aseado, peinado y vestido con mis vaqueros, mi blusa y la ropa interior de Charles Leclerc. Charles me mira desde la mesita de comedor en la que está desayunando. ¡Desayunando! A estas horas.
— Come — dice.
Dios mío… mi sueño. Me lo quedo mirando, recordando sus labios y su lengua al pronunciar mi nombre. Mmm, esa lengua experimentada…
— Carlos — me dice muy serio, sacándome de mi ensoñación.
Realmente es demasiado temprano para mí. ¿Cómo manejo esta situación?
— Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego?
Me mira con recelo y le sonrío con ternura.
— No me agües la fiesta, Carlos — me advierte en voz baja.
— Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago. Hacia las siete y media, ¿Está bien?
— De acuerdo.
Y me lanza una miradita suspicaz.
En serio… Tengo que esforzarme mucho para no ponerle mala cara.
— Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco.
— Por favor, no te cortes, alégrame el día — me dice muy serio.
Miro al techo.
— Bueno, unos azotes me despertarían, supongo.
Frunzo los labios en silenciosa actitud pensativa. Charles se queda boquiabierto.
— Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí.
El ambiente ya está bastante caldeado aquí. Me encojo de hombros con aire indiferente. Charles cierra la boca y se esfuerza en vano por parecer disgustado. Veo asomar la sonrisa al fondo de sus ojos.
— Como de costumbre, es usted muy difícil, Joven Sainz.
Bébete el té. Veo la etiqueta de Twinings y se me alegra el corazón. ¿Ves?, sí que le importas, me dice por lo bajo mi subconsciente. Me siento y lo miro, embebiéndome de su belleza. ¿Alguna vez me saciaré de este hombre?
Cuando salimos de la habitación, Charles me lanza una sudadera.
— La vas a necesitar.
Lo miro perplejo.
— Confía en mí.
Sonríe, se inclina y me da un beso rápido en los labios, luego me coge de la mano y nos vamos. Fuera, al relativo frío de la tenue luz que precede al alba, el aparcacoches le entrega a Charles las llaves de un coche deportivo de capota de lona. Miro arqueando una ceja a Charles, y él me sonríe satisfecho.
— A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? — dice con una sonrisa cómplice que no puedo evitar emular.
Cuando está contento y relajado, es un encanto. Me abre la puerta con una reverencia exagerada y subo. Está de excelente humor.
— ¿Adónde vamos?
— Ya lo verás.
Sonriente, arranca el coche y salimos del lugar. Programa el GPS, luego pulsa un botón en el volante y una pieza clásica orquestal inunda el vehículo.
— ¿Qué es? — pregunto mientras el sonido dulcísimo de un centenar de violines nos envuelve.
— Es de La Traviata, una ópera de Verdi.
Dios mío, es precioso.
— ¿La Traviata? He oído hablar de ella, pero no sé dónde.
¿Qué significa?
Charles me mira de reojo y sonríe.
— Bueno, literalmente, «el descarriado». Está basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.
— Ah, la he leído.
— Lo suponía.
— La desgraciada cortesana. — Me estremezco incómodo en el mullido asiento de cuero. ¿Intenta decirme algo?. — Mmm, es una historia deprimente — murmuro.
— ¿Demasiado deprimente? ¿Quieres poner otra cosa? Está sonando en el iPod.
Charles exhibe otra vez su sonrisa secreta. No veo el iPod por ninguna parte. Toca la pantalla del panel de mandos que hay entre los dos y, tachán, aparece la lista de temas.
— Elige tú.
Esboza una sonrisa y sé de inmediato que es un desafío. El iPod de Charles Leclerc… esto va a ser interesante. Me muevo por la pantalla y encuentro la canción perfecta. Le doy al «Play». Jamás habría imaginado que él pudiera ser fan de Britney. El ritmo electrónico y bailable nos sobresalta, y Charles baja el volumen. Igual es demasiado temprano para esto: Britney en su faceta más sensual.
— Conque «Toxic», ¿eh? — sonríe Charles.
— No sé por qué lo dices — respondo haciéndome el inocente.
Baja un poco más la música y, en mi interior, me abrazo a mí mismo. El dios que llevo dentro se ha subido al podio y espera su medalla de oro. Ha bajado la música. ¡Victoria!
— Yo no he puesto esa canción en mi iPod — dice en tono despreocupado, y pisa tan fuerte el pedal que, cuando el coche acelera por la autovía, me voy hacia atrás en el asiento.
¿Qué? El muy capullo sabe bien lo que hace. ¿Quién la ha puesto? Y encima tengo que seguir oyendo a Britney, que parece que no va a callarse nunca. ¿Quién, quién?
Termina la canción y el iPod, en modo aleatorio, pasa a un tema tristón de Damien Rice. ¿Quién? ¿Quién? Miro por la ventanilla, con el estómago revuelto. ¿Quién?
— Fue Paul — responde a mis pensamientos no manifiestos.
¿Cómo lo hace?
— ¿Paul?
— Un ex, él puso la canción en el iPod.
Damien gorjea de fondo y yo me quedo pasmado. Un ex… ¿ex sumiso? Un ex…
— ¿Uno de los quince?
— Sí.
— ¿Qué le pasó?
— Lo dejamos.
— ¿Por qué?
Oh, Dios. Es demasiado temprano para esta clase de conversación. Pero parece relajado, hasta feliz, y lo que es más, hablador.
— Quería más.
Su voz suena profunda, introspectiva incluso, y deja la frase suspendida entre los dos, terminándola de nuevo con esa poderosa palabrita.
— ¿Y tú no? — le suelto antes de poder activar mi filtro de pensamientos.
Mierda, ¿acaso quiero saberlo?
Niega con la cabeza.
— Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.
Doy un respingo, anonadado. ¿No es eso lo que yo quiero? ¡Él también quiere más! ¡Quiere más! El dios que llevo dentro se ha bajado del podio de un salto mortal y se ha puesto a dar volteretas laterales por todo el estadio. No soy solo yo.
— ¿Qué pasó con los otros catorce? — pregunto.
Venga, está hablando, aprovéchate.
— ¿Quieres una lista? ¿Divorciado, decapitado, muerto?
— No eres Enrique VIII.
— Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro hombres, aparte de Felipe.
— ¿Felipe?
Esboza esa sonrisa suya del que sabe algo que los demás ignoran. ¡Felipe! Vaya. El malvado tiene nombre, y de resonancias exóticas. De pronto imagino a un espléndido vampiro de piel clara, pelo negro como el azabache y labios de un rojo rubí, y sé que es hermoso. No debo obsesionarme. No debo obsesionarme.
— ¿Qué fue de esos cuatro? — pregunto para distraer mi mente.
— Qué inquisitivo, qué ávido de información, Joven Sainz — me reprende en tono burlón.
— ¿Ah, sí? Supongo que eso es algo que te gusta de mí.
Charles parpadea perplejo, luego se relaja visiblemente. Vale. Charles no esperaba esa respuesta supongo. ¿Será por el madrugón? ¿El agua de Milán? ¿El aire de este estado?
— ¿Qué más quiero saber? Carpe dime.
— Bueno, ¿qué pasó entonces con los otros cuatro? — pregunto.
— Uno conoció a otro. Los otros tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.
— ¿Y los demás? — insisto.
Me mira un instante y niega con la cabeza.
— No salió bien.
Vaya, un montón de información que procesar. Miro por el retrovisor del coche y detecto el suave crescendo de rosas y aguamarina en el cielo a nuestra espalda. El amanecer nos sigue.
— ¿Adónde vamos? — pregunto, perplejo. Estamos en la interestatal 95 y nos dirigimos hacia el sur, es lo único que sé.
— Vamos a un campo de aviación.
— No iremos a volver a Maranello, ¿verdad? — digo alarmado.
No me he despedido de mi padre. Y además nos espera para cenar. Se echa a reír.
— No, Carlos, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito.
— ¿Segundo? — lo miro enojado.
— Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito.
Contemplo su magnífico perfil, enojado, devanándome los sesos.
— Disfrutar de ti, Joven Sainz. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.
Ah.
— Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas — murmuro ruborizándome.
— Me complace saberlo — responde con sequedad.
— ¿A un campo de aviación, dices?
Me sonríe.
— Vamos a planear.
El término me suena vagamente. Me lo ha mencionado antes.
— Vamos a perseguir el amanecer, Carlos.
Se vuelve y me sonríe mientras el GPS lo insta a girar a la derecha hacia lo que parece un complejo industrial. Se detiene a la puerta de un gran edificio blanco con un rótulo que reza
BRUNSWICK SOARING ASSOCIATION.
¡Vuelo sin motor! ¿Es lo que vamos a hacer?
Charles apaga el motor.
— ¿Estás preparado para esto? — pregunta.
— ¿Pilotas tú?
— Sí.
— ¡Sí, por favor!
No titubeo. Sonríe, se inclina y me besa.
— Otra primera vez, Joven Sainz — dice mientras sale del coche.
¿Primera vez? ¿Cómo qué primera? La primera vez que pilota un planeador… ¡mierda! No, dice que ya lo ha hecho antes. Me relajo. Rodea el coche y me abre la puerta. El cielo ha adquirido un sutil tono opalescente, reluce y resplandece suavemente tras las esporádicas nubes de aspecto infantil. El amanecer se nos echa encima.
Tomándome de la mano, Charles me lleva por detrás del edificio hasta una gran zona asfaltada donde hay aparcados varios aviones. Junto a ellos hay un hombre de cabeza rapada y mirada huraña, acompañado de Zhou.
¡Zhou! ¿Es que Charles no va a ninguna parte sin él? Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y él me la devuelve, amable.
— Señor Leclerc, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson — dice Zhou.
Charles y Benson se dan la mano e inician una conversación que suena muy técnica acerca de velocidad del viento, direcciones y cosas por el estilo.
— Hola, Zhou — digo tímidamente.
— Joven Sainz. — Me saluda con la cabeza y yo frunzo el ceño. — Carlos — rectifica. — Ha estado de un humor de perros estos últimos días. Me alegro de que estemos aquí — me dice en tono conspirador.
Vaya, esto es nuevo. ¿Por qué? ¡No será por mí! ¡jueves de revelaciones! Debe de haber algo en el agua de Milán que les suelta la lengua a estos hombres.
— Carlos — me llama Charles. — Ven.
Me tiende la mano.
— Hasta luego.
Sonrío a Zhou, quien, tras un rápido gesto de despedida vuelve al aparcamiento.
— Señor Benson, este es mi novio, Carlos Sainz.
— Encantado de conocerlo — murmuro mientras nos damos la mano.
Benson me dedica una espléndida sonrisa.
— Igualmente — dice, y distingo por su acento que es británico.
Le doy la mano a Charles y noto que se me agarran los nervios al estómago. ¡Wow, vamos a hacer vuelo sin motor! Cruzamos con Mark Benson la zona asfaltada hasta la pista. Charles y él siguen hablando. Yo capto lo esencial. Vamos a ir en un Blanik L— 23, que, por lo visto, es mejor que el L— 13, aunque esto es discutible. Benson pilotará una Piper Pawnee. Lleva ya unos cinco años pilotando planeadores. No entiendo nada, pero mirar a Charles y verlo tan animado, tan en su elemento, es todo un placer.
El avión en cuestión es alargado, de líneas puras, y blanco con rayas naranjas. Tiene una pequeña cabina con dos asientos, uno delante del otro. Está sujeto mediante un largo cable blanco a un avión convencional pequeño de una sola hélice. Benson levanta la cubierta cóncava de plexiglás que enmarca la cabina para que podamos subir.
— Primero hay que ponerse los paracaídas.
¡Paracaídas!
— Ya lo hago yo — lo interrumpe Charles, y le toma los arneses a Benson, que le sonríe amable.
— Voy a por el lastre — dice Benson, y se dirige al avión.
— Te gusta atarme a cosas — observo con sequedad.
— Joven Sainz, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.
Hago lo que me dice, apoyándome en su hombro. Charles se pone algo rígido, pero no se mueve. En cuanto he metido las piernas por las correas, me sube el paracaídas y meto los brazos por las de los hombros. Con destreza, me abrocha los arneses y aprieta todas las correas.
— Hala, ya estás — dice con aire tranquilo, pero le brillan los ojos. — ¿Llevas la goma del pelo de ayer?
Asiento.
— ¿Quieres que me recoja el pelo?
— Sí, aunque creo que me lo debería cortar, me empieza a estorbar un poco.
Hago enseguida lo que me pide.
— No creo que lo debas hacer, así te miras hermoso. — Frence el ceño, pero rápidamente deja de hacerlo. — Venga, adentro — me ordena.
Tan mandón como siempre… Me dispongo a sentarme atrás.
— No, delante. El piloto va detrás.
— Pero ¿verás algo?
— Veré lo suficiente. — Sonríe.
Creo que nunca lo había visto tan contento, mandón pero contento. Subo y me instalo en el asiento de cuero. Para mi sorpresa, es muy cómodo. Charles se inclina hacia delante, me echa el arnés por los hombros, busca entre mis piernas el cinturón inferior y lo encaja en el que descansa sobre mi vientre. Aprieta todas las correas de sujeción.
— Mmm, dos veces en la misma mañana; soy un hombre con suerte — susurra, y me besa deprisa. — No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las masas de aire no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nervioso.
— Emocionado.
Le dedico una sonrisa radiante.
¿De dónde ha salido esa sonrisa tan ridícula? En realidad, una parte de mí está aterrado. El dios que llevo dentro se ha escondido bajo la manta detrás del sofá.
— Bien.
Me devuelve la sonrisa, acariciándome la cara, y luego desaparece de mi vista.
Lo oigo y lo siento instalarse a mi espalda. Me ha atado tan fuerte que no puedo ni volverme a mirarlo, claro… ¡Típico! Estamos casi a ras de suelo. Delante de mí hay un panel de indicadores y palancas, y una especie de manubrio grande que dejo bien quietecito.
Aparece Mark Benson, sonriente, comprueba mis correas, se inclina hacia delante y mira algo en el suelo de la cabina. Creo que es el lastre.
— Muy bien, todo en orden. ¿Es la primera vez? — me pregunta.
— Sí.
— Te va a encantar.
— Gracias, señor Benson.
— Llámame Mark. — Se vuelve hacia Charles. — ¿Todo bien? — Sí. Vamos.
Me alegro de no haber comido nada. Estoy nerviosísimo y dudo que a mi estómago le apeteciera mucho mezclar comida, nervios y paseo por los aires. Una vez más, me pongo en las manos expertas de este hermoso hombre. Mark baja la cubierta de la cabina, se dirige tranquilamente al avión de delante y se sube a él.
La hélice de la Piper se pone en marcha y el estómago inquieto se me sube a la garganta. Dios… lo estoy haciendo. Mark entra despacio en pista y, cuando el cable se tensa, arrancamos nosotros también, de un tirón. Ya estamos en marcha. Oigo parlotear por la radio que tengo a mi espalda. Creo que es Mark dirigiéndose a la torre, pero no distingo lo que dice. Según va acelerando la Piper, nosotros también. Avanzamos a trompicones y la avioneta que llevamos delante aún no ha despegado. Dios, ¿es que no vamos a elevarnos nunca? De pronto, el estómago se me va de la boca y se me baja en picado a los pies: estamos en el aire.
— ¡Allá vamos, nene! — me grita Charles desde atrás.
Estamos los dos solos, en nuestra burbuja. Solo oigo el viento que nos azota y el zumbido lejano del motor de la Piper.
Me agarro al borde del asiento con las dos manos, tan fuerte que se me ponen blancos los nudillos. Nos dirigimos al oeste, hacia el interior, lejos del sol naciente, ganando altura, dejando atrás campos, bosques, viviendas y la interestatal 95.
Dios mío. Esto es alucinante; por encima de nosotros no hay más que cielo. La luz es extraordinaria, difusa y cálida, y recuerdo las divagaciones de José sobre «la hora mágica», una hora del día que adoran los fotógrafos. Es esta… justo después del amanecer, y yo estoy en él, con Charles.
De pronto, me acuerdo de la exposición de Esteban. Mmm. Tengo que decírselo a Charles. Me pregunto un instante cómo se lo tomará. Pero no voy a preocuparme de eso ahora; estoy disfrutando del viaje. Según vamos ascendiendo, se me taponan los oídos y el suelo queda cada vez más lejos. Qué paz. Entiendo perfectamente por qué le gusta estar aquí arriba. Lejos de la BlackBerry y de toda la presión de su trabajo.
La radio crepita y Mark nos dice que estamos a mil metros de altitud. Joder, eso es muy alto. Miro a tierra y ya no puedo distinguir nada de allá abajo.
— Suéltanos — dice Charles a la radio, y de pronto la Piper desaparece y con él la sensación de arrastre que nos proporcionaba la avioneta.
Flotamos, flotamos sobre Milán. Dios mío, qué emocionante. El planeador se ladea y gira al descender el ala, y nos dirigimos en espiral hacia el sol. Ícaro. Eso es. Vuelo cerca del sol, pero él está conmigo, y me guía. Me acelero de pensarlo. Describimos una espiral tras otra y las vistas con esta luz del día son espectaculares.
— ¡Agárrate fuerte! — me grita, y volvemos a descender… solo que esta vez no para. De pronto me veo cabeza abajo, mirando al suelo a través de la cubierta de la cabina.
Chillo como una posesa y estiro automáticamente los brazos, apoyando las manos en el plexiglás como para frenar la caída. Lo oigo reírse. ¡Cabrón! Pero su alegría es contagiosa, y también yo me río cuando endereza el planeador.
— ¡Menos mal que no he desayunado! — le grito.
Desciende en picado una vez más hasta ponernos cabeza abajo. Esta vez, como estoy preparado, me quedo colgando del arnés, y eso me hace reír como un bobo. Vuelve a nivelar el planeador.
— ¿A que es precioso? — me grita.
— Sí.
Volamos, planeando majestuosamente por el aire, escuchando el viento y el silencio, a la luz de primera hora de la mañana. ¿Se puede pedir más?
— ¿Ves la palanca de mando que tienes delante? — me grita ahora.
Miro la palanca que vibra entre mis piernas. Oh, no, ¿qué pretenderá que haga?
— Agárrala.
Mierda. Me va a hacer pilotar el planeador. ¡No!
— Vamos, Carlos, agárrala — me dice casi gritando enojado.
La agarro tímidamente y noto las cabezadas y guiñadas de lo que supongo que son los timones y las palas o lo que sea que mantenga esta cosa en el aire.
— Agárrala fuerte… mantenla firme. ¿Ves el dial de en medio, delante de ti? Que la aguja no se mueva del centro.
Tengo el corazón en la boca. Dios mío. Estoy pilotando un planeador… estoy planeando.
— Buen chico.
Charles parece encantado.
— Me extraña que me dejes tomar el control — grito.
— Te extrañaría saber las cosas que te dejaría hacer, Joven Sainz. Ya sigo yo.
Noto que la palanca se mueve de pronto y la suelto mientras descendemos en espiral varios metros; los oídos se me vuelven a taponar. El suelo está cada vez más cerca y parece que nos vamos a estrellar. Dios… es aterrador.
— BMA, habla BG N Papa Tres Alfa, entrando a favor del viento en pista siete izquierdas a hierba, BMA — dice Charles con su tono autoritario de siempre.
La torre le responde por la radio, pero no entiendo lo que dicen. Planeamos de nuevo, describiendo un gran círculo, y vamos aproximándonos a tierra. Veo el campo de aviación, las pistas de aterrizaje, y sobrevolamos de nuevo la interestatal 95.
— Agárrate, nene, que vienen baches.
Después de un círculo más, descendemos y, de repente, tocamos tierra con un breve golpetazo, y nos deslizamos sobre la hierba. Dios mío. Me castañetean los dientes mientras avanzamos dando tumbos a una velocidad alarmante, hasta que por fin nos detenemos. El planeador se bambolea, luego se ladea a la derecha. Tomo una buena bocanada de aire mientras Charles se agacha y levanta la cubierta de la cabina, baja y se estira.
— ¿Qué tal? — me pregunta, y los ojos le brillan de un verde deslumbrante mientras se inclina para desabrocharme.
— Ha sido fantástico. Gracias — susurro.
— ¿Ha sido más? — pregunta, con la voz teñida de esperanza.
— Mucho más — le digo, y sonríe.
— Vamos.
Me tiende la mano y salgo de la cabina.
En cuanto salgo, me agarra y me estrecha contra su cuerpo. Hunde sus manos en mi pelo y tira de él para echarme la cabeza hacia atrás; desliza la otra mano hasta el final de la espalda. Me besa… un beso largo, fuerte y apasionado, invadiéndome la boca con su lengua. Su respiración se acelera, su ardor, su erección… Dios mío, que estamos en medio del campo. Pero me da igual. Le engancho el pelo, amarrándolo a mí. Lo deseo, aquí, ahora, en el suelo. Se aparta y me mira; sus ojos se ven ahora oscuros y luminosos a la luz de primera hora, repletos de sensualidad cruda y arrogante. Wow. Me deja sin aliento.
— Desayuno — susurra, haciéndolo sonar deliciosamente erótico.
¿Cómo puede hacer que unos huevos con beicon suenen a fruta prohibida? Es una destreza extraordinaria. Da media vuelta, me toma de la mano y nos dirigimos al coche.
— ¿Y el planeador?
— Ya se ocuparán de él — dice con aire displicente. — Ahora vamos a comer algo.
Su tono no deja lugar a dudas.
¡Comer! Me habla de comida cuando lo único que me apetece de verdad es él.
— Vamos.
Sonríe.
Nunca lo he visto así, y es una auténtica gozada. Me sorprendo caminando a su lado, de la mano, con una sonrisa bobalicona pintada en la cara. Me recuerda a cuando tenía diez años y pasaba el día en Disneylandia con Zak. Era un día perfecto, y me parece que este también lo va a ser.
De nuevo en el coche, mientras volvemos al hotel por la interestatal 95.
— Me ha gustado que me presentaras a Mark como tu novio — digo.
— ¿No es eso lo que eres? — dice arqueando una ceja.
— ¿Lo soy? Pensé que tú querías un sumiso.
— Quería, Carlos, y quiero. Pero ya te lo he dicho: yo también quiero más.
Dios mío. Empieza a ceder; me invade la esperanza y me deja sin aliento.
— Me alegra mucho que quieras más — susurro.
— Nos proponemos complacer, Joven Sainz.
Sonríe satisfecho mientras nos detenemos en un International House of Pancakes.
— Un IHOP.
Le devuelvo la sonrisa. No me lo puedo creer. ¿Quién iba a decirlo? Charles Leclerc en un IHOP. Son las ocho y media, pero el restaurante está tranquilo. Huele a fritanga dulce y a desinfectante. Uf, no es un aroma tentador.
Charles me lleva hasta un cubículo.
— Jamás te habría imaginado en un sitio como este — le digo mientras nos sentamos.
— Mi padre solía traernos a uno de estos siempre que mi padre se iba a un congreso médico. Era nuestro secreto.
Me sonríe con los ojos brillantes, luego toma una carta, pasándose una mano por el cabello alborotado, y le echa un vistazo. Ah, yo también quiero pasarle las manos por el pelo. Tomo una carta y la examino. Me doy cuenta de que estoy muerto de hambre.
— Yo ya sé lo que quiero — dice con voz grave y ronca.
Alzo la vista y me está mirando de esa forma que me contrae todos los músculos del vientre y me deja sin aliento, sus ojos oscuros y ardientes. Dios mío. Le devuelvo la mirada, con la sangre corriéndome rauda por las venas en respuesta a su llamada.
— Yo quiero lo mismo que tú — susurro.
Inspira hondo.
— ¿Aquí? — me pregunta provocador arqueando una ceja, con una sonrisa perversa y la punta de la lengua asomando entre los dientes.
Dios mío… sexo en el IHOP. Su expresión cambia, se oscurece.
— No te muerdas el labio — me ordena. — Aquí, no; ahora no. — Su mirada se endurece momentáneamente y, por un instante, lo encuentro deliciosamente peligroso. — Si no puedo hacértelo aquí, no me tientes.
— Hola, soy Leandra. ¿Qué les apetece… tomar… esta mañana…? — farfulla al ver a don Guapísimo enfrente de mí.
Se pone como un tomate y, en el fondo, no me cuesta entenderla, porque a mí sigue produciéndome ese efecto. Su presencia me permite escapar brevemente de la mirada sensual de Charles.
— ¿Carlos? — me pregunta, ignorándola, y dudo que nadie pudiera pronunciar mi nombre de forma más carnal que él en este momento.
Trago saliva, rezando para no ponerme del mismo color que la pobre Leandra.
— Ya te he dicho que quiero lo mismo que tú — respondo en voz baja, grave, y él me lanza una mirada voraz.
Uf, el dios que llevo dentro se desmaya. ¿Estoy preparado para este juego? Leandra me mira a mí, luego a él, y después a mí otra vez. Está casi del mismo color que su resplandeciente melena pelirroja.
— ¿Quieren que les deje unos minutos más para decidir?
— No. Sabemos lo que queremos.
En el rostro de Charles se dibuja una sexy sonrisita.
— Vamos a tomar dos panqueques normales con maple y tocino al lado, dos jugos de naranja, un café cargado con leche desnatada y té inglés, si tienen — dice Charles sin quitarme los ojos de encima.
— Gracias, señor. ¿Eso es todo? — susurra Leandra, mirando a todas partes menos a nosotros.
Los dos nos volvemos a mirarla y ella se pone otra vez como un tomate y sale corriendo.
— ¿Sabes?, no es justo.
Miro la mesa de formica y trazo dibujitos en ella con el dedo índice, procurando sonar desenfadado.
— ¿Qué es lo que no es justo?
— El modo en que desarmas a la gente. A las mujeres. A mí.
— ¿Te desarmo?
Resoplo.
— Constantemente.
— No es más que el físico, Carlos — dice en tono displicente.
— No, Charles, es mucho más que eso.
Frunce el ceño.
— Tú me desarmas totalmente, Joven Sainz. Por tu inocencia.
Que supera cualquier barrera.
— ¿Por eso has cambiado de opinión?
— ¿Cambiado de opinión?
— Sí… sobre… lo nuestro.
Se acaricia la barbilla, pensativo con sus largos y hábiles dedos.
— No creo que haya cambiado de opinión en sí. Solo tenemos que redefinir nuestros parámetros, trazar de nuevo los frentes de batalla, por así decirlo. Podemos conseguir que esto funcione, estoy seguro. Yo quiero que seas mi sumiso y tenerte en mi cuarto de juegos. Y castigarte cuando incumplas las normas. Lo demás… bueno, creo que se puede discutir. Esos son mis requisitos, Joven Sainz. ¿Qué te parece?
— Entonces, ¿puedo dormir contigo? ¿En tu cama?
— ¿Eso es lo que quieres?
— Sí.
— Pues acepto. Además, duermo muy bien cuando estás conmigo. No tenía ni idea.
Arruga la frente y su voz se apaga.
— Me aterraba que me dejaras si no accedía a todo — susurro. — No me voy a ir a ninguna parte, Carlos. Además… — Se interrumpe y, después de pensarlo un poco, añade. — Estamos siguiendo tu consejo, tu definición: compromiso. Lo que me dijiste por correo. Y, de momento, a mí me funciona.
— Me encanta que quieras más — murmuro tímidamente.
— Lo sé.
— ¿Cómo lo sabes?
— Confía en mí. Lo sé.
Me sonríe satisfecho. Me oculta algo. ¿Qué? En ese momento llega Leandra con el desayuno, poniendo fin a nuestra conversación. Me ruge el estómago, recordándome que estoy muerto de hambre. Charles observa con enojosa complacencia cómo devoro el plato entero.
— ¿Te puedo invitar? — le pregunto.
— Invitar ¿a qué?
— Pagarte el desayuno.
Resopla.
— Me parece que no — suelta con un bufido.
— Por favor. Quiero hacerlo.
Me mira enojado.
— ¿Quieres castrarme del todo?
— Este es probablemente el único sitio en el que puedo permitirme pagar.
— Carlos, te agradezco la intención. De verdad. Pero no.
Frunzo los labios.
— No te enojes — me amenaza, con un brillo inquietante en los ojos.
Como era de esperar, no me pregunta la dirección de mi padre. Ya la sabe, como buen acosador que es. Cuando se detiene frente a la puerta de la casa, no hago ningún comentario. ¿Para qué?
— ¿Quieres entrar? — le pregunto tímidamente.
Hago caso omiso de la desagradable punzada de desilusión. ¿Por qué quiero pasar hasta el último segundo con este dios del sexo tan controlador? Ah, sí, porque me he enamorado de él y sabe volar.
— Gracias… por el más.
— Un placer, Carlos.
Me besa e inhalo su sensual olor a Charles.
— Te veo luego.
— Intenta impedírmelo — me susurra.
Le digo adiós con la mano mientras su coche se pierde en la luz del sol de Milán. Llevo su sudadera y su ropa interior, y tengo mucho calor.
En la cocina, mi padre está hecha un manojo de nervios. No tiene que agasajar a un multimillonario todos los días, y está bastante estresado.
— ¿Cómo estás, cariño? — pregunta, y me sonrojo, porque debe de saber lo que estuve haciendo anoche.
— Estoy bien. Charles me ha llevado a planear esta mañana.
Confío en que ese nuevo dato la distraiga.
— ¿A planear? ¿En uno de esos avioncitos sin motor?
Asiento con la cabeza.
— Wow.
Se queda sin habla, toda una novedad en mi padre. Me mira pasmado, pero al final se recupera y retoma la línea de interrogatorio inicial.
— ¿Qué tal anoche? ¿Hablaron?
Dios… Me pongo como un tomate.
— Hablamos… anoche y hoy. La cosa va mejorando.
— Me alegro.
Devuelve su atención a los cuatro libros de cocina que tiene abiertos sobre la mesa.
— Mamá, si quieres cocino yo esta noche.
— Ay, cielo, es un detalle por tu parte, pero quiero hacerlo yo.
— Vale.
Hago una mueca, consciente de que la cocina de mi padre es un poco a lo que salga. Igual ha mejorado desde que se mudó a Milán con Guenther. Hubo un tiempo en que no me habría atrevido a someter a nadie al suplicio de uno de sus platos, ni siquiera a… a ver, alguien a quien odie… ah, sí, al señor Webber, a Felipe.
Bueno, quizá a él sí. ¿Conoceré algún día a ese maldito hombre? Decido enviarle un breve e-mail de agradecimiento a Charles.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 10:20 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Planear mejor que apalear
A veces sabes cómo hacer pasar un buen rato a un chico. Gracias.
Carlos x
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 10:24 EST
Para: Carlos Sainz
Asunto: Planear mejor que apalear
Prefiero cualquiera de las dos cosas a tus ronquidos. Yo también lo he pasado bien.
Pero siempre lo paso bien cuando estoy contigo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 10:26 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: RONQUIDOS
YO NO RONCO. Y si lo hiciera, no es muy galante por tu parte comentarlo.
¡Qué poco caballeroso, señor Leclerc! Además, que sepas que estás en el Profundo Sur.
Carlos
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 10:28 EST
Para: Carlos Sainz
Asunto: Somniloquia
Yo nunca he dicho que fuera un caballero, Carlos, y creo que te lo he demostrado en numerosas ocasiones. No me intimidan tus mayúsculas CHILLONAS. Pero reconozco que era una mentirijilla piadosa: no, no roncas, pero sí hablas dormido. Y es fascinante.
¿Qué hay de mi beso?
Charles Leclerc
Sinvergüenza y presidente de Ferrari Inc.
Maldita sea. Sé que hablo en sueños. Land me lo ha comentado montones de veces. ¿Qué caray habré dicho? Oh, no.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 10:32 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Desembucha
Eres un sinvergüenza y un canalla; de caballero, nada, desde luego.
A ver, ¿qué he dicho? ¡No hay besos hasta que me lo cuentes!
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 10:35 EST
Para: Carlos Sainz
Asunto: Bello durmiente parlante
Sería una descortesía por mi parte contártelo; además, ya he recibido mi castigo.
Pero, si te portas bien, a lo mejor te lo cuento esta noche. Tengo que irme a una reunión.
Hasta luego, nene.
Charles Leclerc
Sinvergüenza, canalla y presidente de Ferrari Inc.
¡Genial! Voy a permanecer totalmente incomunicado hasta la noche. Estoy que echo humo. Dios… Supongamos que he dicho en sueños que lo odio, o peor aún, que lo quiero. Uf, espero que no. No estoy preparado para decirle eso, y estoy convencido de que él no está preparado para oírlo, si es que alguna vez quiere oírlo. Miro enojado el ordenador y decido que, cocine lo que cocine mi padre, voy a hacer pan, para descargar mi frustración amasando.
Mi padre se ha decidido por un gazpacho y bistecs a la barbacoa marinados en aceite de oliva, ajo y limón. A Charles le gusta la carne, y es fácil de hacer. Guenther se ha ofrecido voluntario para encargarse de la barbacoa. ¿Qué tendrán los hombres con el fuego?, me pregunto mientras sigo a mi padre por el súper con el carrito de la compra. Mientras echamos un vistazo a la sección de carnes, me suena el móvil. Rebusco en el bolso, pensando que podría ser Charles. No reconozco el número.
— ¿Diga? — respondo sin aliento.
— ¿Carlos Sainz?
— Sí.
— Soy Lance Stroll, de SIP.
— Ah… hola.
— Llamo para ofrecerte el puesto de ayudante del señor Hyde. Nos gustaría que empezaras el lunes.
— Wow. Eso es estupendo. ¡Gracias!
— ¿Conoces las condiciones salariales?
— Sí. Sí… bueno, que acepto la propuesta. Me encantaría trabajar para ustedes.
— Fabuloso. Entonces… ¿nos vemos el lunes a las ocho y media?
— Nos vemos. Adiós. Y gracias.
Sonrío feliz a mi padre.
— ¿Tienes trabajo?
Asiento emocionado y él se pone a chillar y a abrazarme en medio del súper.
— ¡Enhorabuena, cariño! ¡Hay que comprar champán!
Va dando palmas y brincos por los pasillos. ¿Qué tiene, cuarenta y dos años o doce? Miro el móvil y frunzo el ceño: hay una llamada perdida de Charles. Él nunca me telefonea. Lo llamo enseguida.
— Carlos — responde de inmediato.
— Hola — murmuro tímidamente.
— Tengo que volver a Maranello. Ha surgido algo. Voy camino del hotel. Pídele disculpas a tu padre de mi parte, por favor; no puedo ir a cenar.
Parece muy agobiado.
— Nada serio, espero.
— Ha surgido un problema del que debo ocuparme. Te veo mañana. Mandaré a Zhou a recogerte al aeropuerto si no puedo ir yo.
Suena frío. Enfadado, incluso. Pero, por primera vez, no pienso automáticamente que es por mi culpa.
— Vale. Espero que puedas resolver el problema. Que tengas un buen vuelo.
— Tú también, nene — me susurra y, con esas palabras, mi Charles vuelve un instante.
Luego cuelga.
Oh, no. El último «problema» con el que tuvo que lidiar fue el de mi virginidad. Dios, espero que no sea nada de eso. Miro a mi padre. Su júbilo anterior se ha transformado en preocupación.
— Es Charles. Tiene que volver a Maranello. Te pide disculpas.
— ¡Vaya! Qué lástima, cariño. Podemos hacer la barbacoa de todas formas. Además, ahora tenemos algo que celebrar: ¡tu nuevo empleo! Tienes que contármelo todo al respecto.
A última hora de la tarde, papá y yo estamos tumbadas junto a la piscina. Papá se ha relajado tanto después de saber que el señor Millonetis no viene a cenar que está tendido completamente horizontal. Tirado al sol, empeñado en librarme de mi palidez, pienso en anoche y en el desayuno de hoy. Pienso en Charles y no puedo quitarme la sonrisa tonta de los labios. Vuelve una y otra vez a mi cara, espontánea y desconcertante, cuando recuerdo nuestras varias conversaciones y lo que hicimos… lo que me hizo.
Parece que ha habido un cambio sustancial en la actitud de Charles. Él lo niega, pero reconoce que está intentando darme más. ¿Qué puede haber cambiado? ¿Qué ha variado entre aquel largo correo que me envió y cuando nos vimos ayer? ¿Qué ha hecho? Me incorporo de pronto y casi tiro el refresco. Cenó con… él. Con Felipe.
¡Maldita sea!
Se me eriza el vello al caer en la cuenta. ¿Le diría algo él? Ah… si hubiera podido ser una mosca pegada en la pared durante su cena… Habría caído en su sopa o en su copa de vino para que se atragantara.
— ¿Qué pasa, cielo? — me pregunta mi padre, saliendo de golpe de su sopor.
— Cosas mías, papá. ¿Qué hora es?
— Serán las seis y media, cariño.
Mmm… no habrá aterrizado aún. ¿Se lo puedo preguntar? ¿Debería preguntárselo? A lo mejor él no tiene nada que ver.
Espero fervientemente que sea así. ¿Qué habré dicho en sueños? Mierda… algún comentario inoportuno cuando soñaba con él, seguro. Sea lo que sea, o lo que fuera, confío en que ese cambio repentino sea cosa de él y no se deba a él.
Me estoy achicharrando con este maldito calor. Necesito darme otro chapuzón. Mientras me preparo para acostarme, enciendo el ordenador. No he tenido noticias de Charles. Ni siquiera me ha escrito para decirme si ha llegado bien.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 22:32 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: ¿Has llegado bien?
Querido señor:
Por favor, hazme saber si has llegado bien. Empiezo a preocuparme. Pienso en ti.
Tu Carlos x
A los tres minutos, oigo que me entra un correo.
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 19:36
Para: Carlos Sainz
Asunto: Lo siento
Querido Joven Sainz:
He llegado bien; por favor, discúlpeme por no haberle dicho nada.
No quiero causarle preocupaciones; me reconforta saber que le importo. Yo también pienso en usted y, como siempre, estoy deseando volver a verlo mañana.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
Suspiro. Charles ha vuelto a su habitual corrección.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 22:40 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: El problema
Querido señor Leclerc:
Me parece que es más que evidente que me importas mucho. ¿Cómo puedes dudarlo?
Espero que tengas controlado «el problema».
Tu Carlos x
P.D.: ¿Me vas a contar lo que dije en sueños?
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 19:45
Para: Carlos Sainz
Asunto: Me acojo a la Quinta Enmienda
Querido Joven Sainz:
Me encanta saber que le importo tanto. «El problema» aún no se ha resuelto.
En cuanto a su posdata, la respuesta es no.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 22:48 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Alego locura transitoria
Espero que fuera divertido, pero que sepas que no me responsabilizo de lo que pueda salir por mi boca mientras estoy inconsciente. De hecho, probablemente me oyeras mal.
A un hombre de tu avanzada edad sin duda le falla un poco el oído.
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 19:52
Para: Carlos Sainz
Asunto: Me declaro culpable
Querido Joven Sainz:
Perdone, ¿podría hablarme más alto? No lo oigo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 22:54 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Alego de nuevo locura transitoria
Me estás volviendo loco.
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 19:59
Para: Carlos Sainz
Asunto: Eso espero…
Querido Joven Sainz:
Eso es precisamente lo que me proponía hacer el viernes por la noche. Lo estoy deseando. ;)
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 2 de junio de 2011 23:02 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Grrrrrr
Que sepas que estoy furioso contigo.
Buenas noches.
Joven C. Sainz
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 20:05
Para: Carlos Sainz
Asunto: Gata salvaje
¿Me está sacando las uñas, Joven Sainz? Yo también tengo gato para defenderme.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
¿Qué también tiene gato? Nunca he visto un gato en su casa. No, no le voy a contestar. Cómo me exaspera a veces… De cincuenta mil maneras distintas. Me meto en la cama y me quedo tumbado mirando furioso al techo mientras mis ojos se adaptan a la oscuridad. Oigo que me entra otro correo. No voy a mirarlo. No, ni hablar. No, no voy a mirarlo. ¡Agh…! Soy tan bobo que no puedo resistirme al hechizo de las palabras de Charles Leclerc.
De: Charles Leclerc
Fecha: 2 de junio de 2011 20:20
Para: Carlos Sainz
Asunto: Lo que dijiste en sueños
Carlos:
Preferiría oírte decir en persona lo que te oí decir cuando dormías, por eso no quiero contártelo. Vete a la cama. Más vale que mañana estés descansado para lo que te tengo preparado.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
Oh, no… ¿Qué dije? Seguro que es tan malo como pienso.
Notes:
Gracias por sus comentarios
Chapter 25: Capitulo 25
Summary:
— Tengo trabajo.
Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.
— Enhorabuena, joven Sainz. ¿Me vas a decir ahora dónde? — me provoca.
— ¿No lo sabes?
Niega con la cabeza, enojado.
— ¿Por qué iba a saberlo?
— Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual… — Me callo al ver que le cambia la cara.
Notes:
Penúltimo capítulo, en breve subiré el último. Gracias por sus comentarios.
Chapter Text
Mi padre me abraza fuerte.
— Haz caso a tu corazón, cariño, y por favor, procura no darles demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres uy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor.
Sus sentidas palabras susurradas al oído me confortan. Me besa el pelo.
— Ay, papá.
Me cuelgo de su cuello y, de repente, los ojos se me llenan de lágrimas.
— Cariño, ya sabes lo que dicen: hay que besar a muchos sapos para encontrar al príncipe azul.
Le dedico una sonrisa torcida, agridulce.
— Me parece que he besado a un príncipe, papá. Espero que no se convierta en sapo.
Me regala las más tierna, paternal e incondicionalmente amorosa de sus sonrisas, y mientras nos abrazamos de nuevo me maravillo de lo muchísimo que quiero a este hombre.
— Carlos, están llamando a tu vuelo — me dice Guenther nervioso.
— ¿Vendrás a verme, papá?
— Por supuesto, cariño… pronto. Te quiero.
— Yo también.
Cuando me suelta, tiene los ojos enrojecidos de las lágrimas contenidas. Odio tener que dejarla. Abrazo a Guenther, doy media vuelta y me encamino a la puerta de embarque; hoy no tengo tiempo para la sala VIP. Me propongo no mirar atrás, pero lo hago… y veo a Guenther abrazando a papá, que llora desconsolado con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Ya no puedo contener más las mías. Agacho la cabeza y cruzo la puerta de embarque, sin levantar la vista del blanco y resplandeciente suelo, borroso a través de mis ojos empañados.
Una vez a bordo, rodeado del lujo de primera clase, me acurruco en el asiento e intento recomponerme. Siempre me resulta doloroso separarme de mi padre; es atolondrado, desorganizado, pero de pronto perspicaz, y me quiere. Con un amor incondicional, el que todo niño merece de sus padres. El rumbo que toman mis pensamientos me hace fruncir el ceño, saco el BlackBerry y lo miro consternado.
¿Qué sabe Charles del amor? Parece que no recibió el amor incondicional al que tenía derecho durante su infancia. Se me encoge el corazón y, como un céfiro suave, me vienen a la cabeza las palabras de mi padre: «Sí, Carlos. Dios, ¿qué más necesitas? ¿Un rótulo luminoso en su frente?». Cree que Charles me quiere, pero, claro, él es mi padre, ¿cómo no va a pensarlo? Para él, me merezco lo mejor. Frunzo el ceño. Es verdad, y, en un instante de asombrosa lucidez, lo veo. Es muy sencillo: yo quiero su amor.
Necesito que Charles Leclerc me quiera. Por eso recelo tanto de nuestra relación, porque, a un nivel profundo y esencial, reconozco en mi interior un deseo incontrolable y profundamente arraigado de ser amado y protegido. Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar. Ni siquiera se quiere a sí mismo. Recuerdo el desprecio que sentía por sí mismo, y que el amor de él era la única manifestación de afecto que encontraba «aceptable». Castigado — azotado, golpeado, lo que fuera que conllevara su relación, — no se considera digno de amor. ¿Por qué se siente así? ¿Cómo puede sentirse así? Sus palabras resuenan en mi cabeza: «Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto».
Cierro los ojos, imagino su dolor, y no alcanzo a comprenderlo. Me estremezco al pensar que quizá he hablado demasiado. ¿Qué le habré confesado a Charles en sueños? ¿Qué secretos le habré revelado?
Miro fijamente el BlackBerry con la vaga esperanza de que me ofrezca respuestas. Como era de esperar, no se muestra muy comunicativo. Aún no hemos iniciado el despegue, así que decido mandarle un correo a mi Cincuenta Sombras.
De: Carlos Sainz
Fecha: 3 de junio de 2011 12:53 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Rumbo a casa
Querido señor Leclerc:
Ya estoy de nuevo cómodamente instalado en primera, lo cual te agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verte esta noche y quizá torturarte para sonsacarte la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.
Tu Carlos x
De: Charles Leclerc
Fecha: 3 de junio de 2011 09:58
Para: Carlos Sainz
Asunto: Rumbo a casa
Carlos, estoy deseando verte.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
Su respuesta me hace fruncir el ceño. Suena cortante y formal, no está escrita en su habitual estilo conciso pero ingenioso.
De: Carlos Sainz
Fecha: 3 de junio de 2011 13:01 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Rumbo a casa
Queridísimo señor Leclerc:
Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de tu correo resulta preocupante.
Carlos x
De: Charles Leclerc
Fecha: 3 de junio de 2011 10:04
Para: Carlos Sainz
Asunto: Rumbo a casa
Carlos:
El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
Mierda. Muy bien. Dios… ¿Qué le pasa? ¿Será «el problema»? Igual Zhou ha desertado, o Charles ha perdido unos cuantos millones en la Bolsa… a saber.
De: Carlos Sainz
Fecha: 3 de junio de 2011 13:06 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Reacción desmesurada
Querido señor Cascarrabias:
Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puedes guardarte esa mano suelta de momento.
Joven Sainz
De: Charles Leclerc
Fecha: 3 de junio de 2011 10:08
Para: Carlos Sainz
Asunto: Disculpas; mano suelta guardada
Te echo de menos a ti y a tu lengua afilada, joven Sainz. Quiero que llegues a casa sano y salvo.
Charles Leclerc
Presidente de Ferrari Inc.
De: Carlos Sainz
Fecha: 3 de junio de 2011 13:10 EST
Para: Charles Leclerc
Asunto: Disculpas aceptadas
Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera.
Hasta luego.
Carlos x
Apago el BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Charles le pasa algo. Puede que «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. Esta mañana, con la ayuda de mi padre, le he comprado a Charles un pequeño obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al recordar la experiencia del planeador… una auténtica aventura. Aún no sé si le daré la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá Charles haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.
Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Mal-Tac y me encuentro a Zhou esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza JOVEN C. SAINZ. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.
— ¡Hola, Zhou!
— Joven Sainz — me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño en sus intensos ojos marrones.
Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y corbata también gris.
— Ya te conozco, Zhou, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me llamaras Carlos.
— Carlos. ¿Me permite que le lleve el equipaje?
— No, ya lo llevo yo. Gracias.
Aprieta los labios visiblemente.
— Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… — murmuro.
— Gracias. — Me toma la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que me ha regalado mi padre. — Por aquí, joven.
Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho — y eso me inquieto, — es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Zak ha tenido que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Ferrari negro que espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. Mientras subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto un Short corto para mi regreso a Maranello. En Milán me parecía elegante y apropiado; aquí me siento como desnudo. En cuanto Zhou mete mi equipaje en el maletero, salimos para el Escala.
Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. Zhou no aparta la vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto. No soporto más el silencio.
— ¿Qué tal Charles, Zhou?
— El señor Leclerc está preocupado, joven Sainz.
Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.
— ¿Preocupado?
— Sí, joven.
Miro enojado a Zhou y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos se encuentran. No me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el propio controlador obsesivo.
— ¿Se encuentra bien?
— Eso creo, joven.
— ¿Te sientes más cómodo llamándome joven Sainz?
— Sí, joven.
— Ah, bien.
Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. Empiezo a pensar que el reciente desliz de Zhou, cuando me dijo que Charles había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.
— ¿Podrías poner música, por favor?
— Desde luego, joven. ¿Qué le apetece oír?
— Algo relajante.
Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Zhou cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.
— Sí, joven.
Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel inundan el espacio que nos separa. Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.
— Gracias.
Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Maranello, a un ritmo lento pero constante, por la interestatal 5.
Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del Escala.
— Adelante, joven — dice, sujetándome la puerta. — Ahora le subo el equipaje.
Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.
Uf… Tío Zhou, vaya idea.
— Gracias por venir a recogerme.
— Un placer, joven Sainz.
Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la mano. Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan raro que no me reciba Zhou. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a Charles hablando en voz baja por el BlackBerry mientras contempla el perfil de Maranello por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso. ¿Qué pasa? Inquieto o no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?
— Ni rastro… Vale… Sí.
Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente al dios que llevo dentro, una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos verdes.
Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.
— Mantenme informado — espeta y cuelga mientras avanza con paso decidido hacia mí.
Espero paralizado a que cubra la distancia que nos separa, devorándome con la mirada. Dios mío, algo ocurre… la tensión de su mandíbula, la angustia de sus ojos. Se quita la americana, la corbata y, por el camino, las cuelga en el sofá. Luego me envuelve con sus brazos y me estrecha contra su cuerpo, con fuerza, rápido, agarrándome del cabello para levantarme la cabeza, y me besa como si le fuera la vida en ello. ¿Qué diablos pasa? aprieta más su agarre, pero me da igual. Su forma de besarme me resulta primitiva, desesperado. Por lo que sea, en este momento me necesita, y yo jamás me he sentido tan deseado. Resulta oscuro, sensual, alarmante, todo a la vez. Le devuelvo el beso con idéntico fervor, hundiendo los dedos en su pelo, retorciéndoselo. Nuestras lenguas se entrelazan, la pasión y el ardor estallan entre los dos. Sabe divino, ardiente, sexy, y su aroma — todo gel de baño y Charles — me excita muchísimo. Aparta su boca de la mía y se me queda mirando, presa de una emoción inefable.
— ¿Qué pasa? — le digo.
— Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.
No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.
— Sí — susurro y, tomándome de la mano, me saca del salón y me lleva a su dormitorio, al baño.
Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha super espaciosa. Se vuelve despacio y me mira, excitado.
— Me gusta tu short. Es corto — dice con voz grave. — Tienes unas piernas preciosas.
Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar la vista de mí. Su mirada voraz me deja mudo. Wow, que te desee tanto este dios griego… Lo imito y me quito los tenis negros. De pronto, me toma y me empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me deja emparedado entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.
— Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro — dice, y me planta las manos en los muslos y me abre el short bajando la cremallera. — ¿Te has tocado?
— No — contesto ruborizándome.
— Bien.
Desliza su mano dentro de mi ropa interior, mientras que baja mi short. Este hombre sabe dónde tocar y, de pronto, se pone en cuclillas para arrancármelas de un tirón. Tengo solo a camisa puesta, de forma que estoy desnudo de cintura para abajo, jadeando, excitado. Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el punto donde se encuentran mis piernas. Tomándome por la parte superior de ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me acaricia mis bolas y mi ano. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, agarrándome a su pelo.
Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome de su saliva, dando vueltas y vueltas sin parar. Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para. ¿Qué? ¡No! Jadeo con la respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me toma la cara con ambas manos, me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta. Mete dos de sus dedos por mi ano, preparándome para lo que vendrá. Entraban y salían con violencia, pero eso no importaba, estaba llegando a mi punto dulce, de pronto, saco ambos dedos.
— Enrosca las piernas en mi cintura, nene — me ordena, apremiante, tenso.
Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y resuelto, me penetra hasta el fondo. ¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la espiral de un orgasmo intenso y devorador. Mi esencia queda entre mi goteante pene y su abdomen. Él se deja llevar con un hondo gemido y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo escandalosamente mientras se deja ir.
Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y yo lo miro extrañado, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño está lleno de vapor y hace mucho calor. Me sobra la ropa.
— Parece que te alegra verme — murmuro con una sonrisa tímida.
Tuerce la boca, risueño.
— Sí, joven Sainz, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.
Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo.
Luego se quita los pantalones del traje y los boxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero me contengo.
— ¿Qué tal tu viaje? — me pregunta a media voz.
Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha disuelto en nuestra unión sexual.
— Bien, gracias — murmuro, aún sin aliento. — Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. — Le sonrío tímidamente. — Tengo algo que contarte — añado nervioso. — ¿En serio?
Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los brazos y la tira con el resto de la ropa.
— Tengo trabajo.
Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.
— Enhorabuena, joven Sainz. ¿Me vas a decir ahora dónde? — me provoca.
— ¿No lo sabes?
Niega con la cabeza, enojado.
— ¿Por qué iba a saberlo?
— Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual… — Me callo al ver que le cambia la cara.
— Carlos, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.
Parece ofendido.
— Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?
— No. Sé que hay cuatro editoriales en Maranello, así que imagino que es una de ellas.
— SIP.
— Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho. — Se inclina y me besa la frente. — Chico listo. ¿Cuándo empiezas?
— El lunes.
— Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.
Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice. Me agarrar el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.
— Me embriagas, joven Sainz, y me calmas. Una mezcla interesante.
Me besa el pelo. Luego me toma de la mano y me mete en la ducha.
— Au — chillo.
El agua está prácticamente hirviendo. Charles me sonríe mientras el agua le cae por encima.
— No es más que un poco de agua caliente.
Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la calurosa Milán y el del intercambio sexual que acabamos de tener.
— Date la vuelta — me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared. — Quiero lavarte — murmura.
Toma el gel y se echa un chorrito en la mano.
— Tengo algo más que contarte — susurro mientras me enjabona los hombros.
— Ah, ¿sí? — dice.
Respiro hondo y me armo de valor.
— La exposición fotográfica de mi amigo Esteban se inaugura el jueves en Formigine.
Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mi pecho. He dado especial énfasis a la palabra «amigo».
— Sí, ¿y qué pasa? — pregunta muy serio.
— Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?
Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme otra vez.
— ¿A qué hora?
— La inauguración es a las siete y media.
Me besa la oreja.
— Está bien.
En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.
— ¿Estabas nervioso porque tenías que preguntármelo?
— Sí. ¿Cómo lo sabes?
— Carlos, se te acaba de relajar el cuerpo entero — me dice con sequedad.
— Bueno, parece que eres… un pelín celoso.
— Lo soy, sí — dice amenazante. — Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.
Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonto… Otro vuelo… ¡guay!
Sonrío.
— ¿Te puedo lavar yo a ti? — le pregunto.
— Me parece que no — murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.
Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.
— ¿Me dejarás tocarte algún día? — inquiero audazmente.
Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.
— Apoya las manos en la pared, Carlos. Voy a penetrarte otra vez — me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.
Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta alle vongole de la joven Jones.
— ¿Más vino? — pregunta Charles con un destello de sus ojos verdes.
— Un poquito, por favor.
El Sancerre es vigorizante y delicioso. Charles me sirve y luego se sirve él.
— ¿Cómo va el «problema» que te trajo a Maranello? — pregunto tímidamente.
Frunce el ceño.
— Descontrolado — señala con amargura. — Pero tú no te preocupes por eso, Carlos. Tengo planes para ti esta noche.
— Ah, ¿sí?
— Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.
Se levanta y me mira.
— Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.
Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho. ¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentado en el taburete, momentáneamente estupefacto, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré un sugar baby en toda regla.
¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. Lo ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.
Estoy en boxers, arrodillado junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Dios mío, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro los ojos y procuro calmarme, conectar con el sumiso que hay en mi interior. Anda por ahí, en alguna parte, escondido detrás del dios que llevo dentro.
La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nervioso, excitado, húmedo ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún modo sé que no es así. Para Charles está bien. Es lo que él quiere y, después de estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.
Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto los muslos de placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. ¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué artilugio usará hoy?
Se abre la puerta y Charles entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Charles deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y el dios que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. Lo veo muy dispuesto. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, denso y cargado de lascivia. ¿Qué me va a hacer?
Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y al colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.
— Estás precioso — dice.
Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnudo. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me toma la barbilla, obligándome a mirarlo.
— Eres un hombre hermoso, Carlos. Y eres toso mío — murmura. — Levántate — me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.
Temblando, me pongo de pie.
— Mírame — dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.
Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.
— No hemos firmado el contrato, Carlos, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿de acuerdo?
Dios mío… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?
— ¿Cuáles son? — me pregunta de manera autoritaria.
Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.
— ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Carlos? — dice muy despacio.
— Amarillo — musito.
— ¿Y? — insiste, apretando los labios.
— Rojo — digo.
— No lo olvides.
Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos verdes me detiene en seco.
— Cuidado con esa boquita, joven Sainz, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?
Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentido. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.
— ¿Y bien?
— Sí, señor — mascullo atropelladamente.
— Buen chico. — Hace una pausa y me mira. — No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Pues no. ¿Intenso? Wow.
— Vas a necesitar el tacto, Carlos. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.
Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Charles pulsa varios de forma secuencial. No pasa nada, pero él parece satisfecho. Yo estoy desconcertado. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de «Tengo un secreto».
— Te voy a atar a la cama, Carlos, pero primero te voy a vendar los ojos y no vas a poder oírme. — Me enseña el iPod que lleva en la mano. — Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.
Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba. ¿Alguna vez hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.
— Ven.
Me toma de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de cuero brillan sobre el satén rojo. Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitado?
— Ponte aquí de pie.
Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:
— Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbado, atado y completamente a mi merced.
Dios mío.
Se aleja un momento y lo oigo tomar algo cerca de la puerta. Tengo todos los sentidos hiper alerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los látigos y las palas que hay junto a la puerta. Dios mío. ¿Qué me va a hacer? Lo noto a mi espalda. Me toma el pelo.
— Estoy impaciente por tenerte — dice con voz grave, suave.
Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. Tira suavemente de mi cabello de forma que me veo obligado a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder evitarlo.
— Calla — dice respirando contra mi piel.
Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este cuarto.
— Tócalo — susurra, y me suena como el mismísimo diablo.
Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas cuentas en los extremos.
— Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice.
Ay, dice que no me va a doler.
— ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Carlos?
— Eh… «amarillo» y «rojo», señor — susurro.
— Buen chico.
Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.
— No las vas a necesitar — me susurra.
Entonces me agarra los boxer y me las baja del todo. Me las saco torpemente por los pies, apoyándome en el recargado poste.
— Estate quieto — me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; me tenso. — Túmbate. Boca arriba — añade, dándome una palmada fuerte en el trasero que me hace respingar.
Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a Charles. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.
— Las manos por encima de la cabeza — me ordena, y le obedezco.
Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.
Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a Florencia. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente inmóvil y que lo miro con los ojos lo más abierto que puedo.
Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… enojado, intento averiguar para qué es.
— Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod — dice, dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no formulada. — Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.
Me dedica su habitual sonrisa de «Yo sé algo que tú no» y me enseña un pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod sobre la cama por encima de mi cabeza.
— Levanta la cabeza — me ordena, y lo hago inmediatamente.
Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, reflejo de mi nerviosismo. Charles me toma el brazo izquierdo, me lo estira con cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me toma el brazo derecho para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Dios mío, estoy a punto de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?
Se desplaza a los pies de la cama y me toma ambos tobillos.
— Levanta la cabeza otra vez — me ordena.
Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeto, abierto de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis tímpanos.
De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se une de inmediato otra voz y luego más — Dios mío, un coro celestial, — cantando a capela un himnario antiquísimo. ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose despacio por la clavícula, por el pecho, acariciándome, irguiéndome los pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?
— ¡Aaaggghhh! — grito.
Me toma por sorpresa. No me duele exactamente; más bien me produce un fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Y entonces me vuelve a azotar. Más fuerte.
— ¡Aaahhh!
Quiero moverme, retorcerme, escapar, o disfrutar de cada golpe, no lo sé… resulta tan irresistible… No puedo tirar de los brazos, tengo las piernas atrapadas, estoy bien sujeta. Vuelve a atizarme, esta vez en los pechos. Grito. Es una dulce agonía, soportable… placentera; no, no de forma inmediata, pero, con cada nuevo golpe, mi piel canta en perfecto contrapunto con la música que me suena en la cabeza, y me veo arrastrado a una parte oscurísima de mi psique que se rinde a esta sensación tan erótica. Sí… ya lo capto. Me azota en la cadera, luego asciende con golpes rápidos por el vello púbico, sigue por los muslos, por la cara interna, sube de nuevo, por las caderas. Continúa mientras la música alcanza un clímax y entonces, de repente, para de sonar. Y él también se detiene. Luego comienza el canto otra vez, in crescendo, y él me rocía de golpes y yo gruño y me retuerzo. De nuevo para, y no se oye nada, salvo mi respiración entrecortada y mis jadeos descontrolados. Eh… ¿qué pasa? ¿Qué va a hacer ahora? La excitación es casi insoportable. He entrado en una zona muy oscura, muy carnal.
Noto que la cama se mueve y que él se coloca por encima de mí, y el himno vuelve a empezar. Lo tiene en modo repetición. Esta vez son su nariz y sus labios los que me acarician… se pasean por mi cuello y mi clavícula, besándome, chupándome… descienden por mi pecho… ¡Ah! Tira de un pezón y luego del otro, paseándome la lengua alrededor de uno mientras me pellizca despiadadamente el otro con los dedos… Gimo, muy fuerte, creo, aunque no me oigo. Estoy perdido, perdido en él… perdida en esas voces astrales y seráficas… perdido en todas estas sensaciones de las que no puedo escapar… completamente a merced de sus manos expertas.
Desciende hasta el vientre, trazando círculos con la lengua alrededor del ombligo, siguiendo el camino del látigo y del guante. Gimo. Me besa, me chupa, me mordisquea… sigue bajando… y de pronto tengo su lengua ahí, en la conjunción de los muslos. Echo la cabeza hacia atrás y grito, a punto de estallar, al borde del orgasmo… Y entonces para.
¡No! La cama se mueve y Charles se arrodilla entre mis piernas. Se inclina hacia un poste y, de pronto, el grillete del tobillo desaparece. Subo la pierna hasta el centro de la cama, la apoyo contra él. Se inclina hacia el otro lado y me libera la otra pierna. Me frota ambas piernas, estrujándolas, masajeándolas, reavivándolas. Luego me agarra por las caderas y me levanta de forma que ya no tengo la espalda pegada a la cama; estoy arqueado y apoyado solo en los hombros. ¿Qué? Se coloca de rodillas entre mis piernas… y con una rápida y certera embestida me penetra… oh, Dios… y vuelvo a gritar. Se inician las convulsiones de mi orgasmo inminente, y entonces para. Cesan las convulsiones… oh, no… va a seguir torturándome.
— ¡Por favor! — gimoteo.
Me agarra con más fuerza… ¿para advertirme? No sé. Me clava los dedos en el trasero mientras yo jadeo, así que decido estarme quieta. Muy lentamente, empieza a moverse otra vez: sale, entra… angustiosamente despacio. ¡Dios mío… por favor! Grito por dentro y, según aumenta el número de voces de la pieza coral, va incrementando él su ritmo, de forma infinitesimal, controladísimo, completamente al son de la música. Ya no aguanto más.
— Por favor — le suplico, y con un solo movimiento rápido vuelve a dejarme en la cama y se cierne sobre mí, con las manos a los lados de mi pecho, aguantando su propio peso, y empuja.
Cuando la música llega a su clímax, me precipito… en caída libre… al orgasmo más intenso y angustioso que he tenido jamás, y Charles me sigue, embistiendo fuerte tres veces más… hasta que finalmente se queda inmóvil y se derrumba sobre mí, mi esencia esta regada y la de él sale de mi ano, me ha llenado por completo.
Cuando recobro la conciencia y vuelvo de dondequiera que haya estado, Charles sale de mí. La música ha cesado y noto cómo él se estira sobre mi cuerpo para soltarme la muñequera derecha. Gruño al sentir al fin la mano libre. Enseguida me suelta la otra, retira con cuidado el antifaz de mis ojos y me quita los auriculares de los oídos. Parpadeo a la luz tenue del cuarto y alzo la vista hacia su intensa mirada de ojos verdes.
— Hola — murmura.
— Hola — le respondo tímidamente.
En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina y me besa suavemente.
— Lo has hecho muy bien — susurra. — Date la vuelta.
Dios mío… ¿qué me va a hacer ahora? Su mirada se enternece.
— Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
— Ah, vale.
Me vuelvo, adolorido, boca abajo. Estoy exhausto. Charles se sienta a horcajadas sobre mi cintura y empieza a masajearme los hombros. Gimo fuerte; tiene unos dedos fuertes y experimentados.
Se inclina y me besa la cabeza.
— ¿Qué música era esa? — logro balbucear.
— Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.
— Ha sido… impresionante.
— Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.
— ¿No me digas que también ha sido la primera vez?
— En efecto, joven Sainz.
Vuelvo a gemir mientras sus dedos obran su magia en mis hombros.
— Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música — murmuro soñolienta.
— Mmm… tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas — dice con total naturalidad.
— ¿Qué te he dicho en sueños, Char… eh… señor?
Interrumpe un momento el masaje.
— Me has dicho un montón de cosas, Carlos. Me has hablado de jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.
Ah, gracias a Dios.
— ¿Y ya está? — pregunto con evidente alivio.
Charles concluye su espléndido masaje y se tumba a mi lado, hincando el codo en la cama para levantar la cabeza. Me mira enojado.
— ¿Qué pensabas que habías dicho?
Oh, mierda.
— Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Frunce aún más la frente.
— Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me ocultas, joven Sainz?
Parpadeo con aire inocente.
— No te oculto nada.
— Carlos, mientes fatal.
— Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo.
— Pues por ahí vamos mal. — Esboza una sonrisa. — No sé contar chistes.
— ¡Señor Leclerc! ¿Una cosa que no sabes hacer? — digo sonriendo, y él me sonríe también.
— Los cuento fatal.
Adopta un aire tan digno que me echo a reír.
— Yo también los cuento fatal.
— Me encanta oírte reír — murmura, se inclina y me besa. — ¿Me ocultas algo, Carlos? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.
Chapter 26: Capitulo 26
Summary:
— Eres un maldito hijo de puta.
— Carlos — me suplica, conmocionado.
— ¡No hay «Carlos» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Leclerc!
Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio. Agarrado al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furioso, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia
Notes:
Muchas gracias a las personas que me apoyaron en la traducción y adaptación del libro, también a las personas que se tomaron el tiempo de dejar su comentario. Muchas Gracias, aún sigo en duda de mis siguientes proyectos, pero lo que si tengo claro es que la versión Omegaverse está en producción. Fue algo agotador para mí y las personas que me ayudaron en esto, sobre todo en la traducción de las palabras y el tratar de encontrar un balance de un Carlos sumiso, y valiente que tenía sus límites.
También en encontrar un balance de un Charles un poco cariñoso y algo frio, pero a su vez que si tenga sentimientos floreciendo. Puedo decir que fue bonito adaptarlo, darle mi propio toque personas, me divertí de cierta forma, el desvelarme, el ponerme mi música favorita, todo.
Agradezco su paciencia en las actualizaciones y en mi poca experiencia en adaptación. Nos leemos en próximos proyectos :) Gracias por sus comentarios
Chapter Text
Me despierto sobresaltado. Creo que acabo de rodar por las escaleras en sueños y me incorporo como un resorte, momentáneamente desorientado. Es de noche y estoy solo en la cama de Charles. Algo me ha despertado, algún pensamiento angustioso. Echo un vistazo al despertador que tiene en la mesita. Son las cinco de la mañana, pero me siento descansado. ¿Por qué? Ah, será por la diferencia horaria; en Milán serían las ocho. Salgo de la cama, agradecido de que algo me haya despertado. Oigo a lo lejos el piano. Charles está tocando. Eso no me lo pierdo. Me encanta verlo tocar. Desnudo, tomo el albornoz de la silla y salgo despacio al pasillo mientras me lo pongo, escuchando el sonido mágico del lamento melodioso que proviene del salón.
En la estancia a oscuras, Charles toca, sentado en medio de una burbuja de luz que despide destellos rubios de su pelo. Parece que va desnudo, pero yo sé que lleva los pantalones del pijama. Está concentrado, tocando maravillosamente, absorto en la melancolía de la música. Indeciso, lo observo entre las sombras; no quiero interrumpirlo. Me gustaría abrazarlo. Parece perdido, incluso abatido, y tremendamente solo… o quizá sea la música, que rezuma tristeza. Termina la pieza, hace una pausa de medio segundo y empieza a tocarla otra vez. Me acerco a él con cautela, como la polilla a la luz… la idea me hace sonreír. Alza la vista hacia mí y frunce el ceño, antes de centrarse de nuevo en sus manos.
Mierda, ¿se habrá enfadado porque lo molesto?
— Deberías estar durmiendo — me reprende suavemente.
Sé que algo lo preocupa.
— Y tú — replico con menos suavidad.
Vuelve a alzar la vista, esbozando una sonrisa.
— ¿Me está regañando, joven Sainz?
— Sí, señor Leclerc.
— No puedo dormir — me contesta enojado, y detecto de nuevo en su cara un asomo de irritación o de enfado.
¿Conmigo? Seguramente no. Ignoro la expresión de su rostro y, armándome de valor, me siento a su lado en la banqueta del piano y apoyo la cabeza en su hombro desnudo para observar cómo sus dedos ágiles y diestros acarician las teclas. Hace una pausa apenas perceptible y prosigue hasta el final de la pieza.
— ¿Qué era lo que tocabas?
— Chopin. Op. 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa — murmura.
— Siempre me interesa lo que tú haces.
Se vuelve y me da un beso en el pelo.
— Siento haberte despertado.
— No has sido tú. Toca la otra.
— ¿La otra?
— La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
— Ah, la de Marcello.
Empieza a tocar lenta, pausadamente. Noto el movimiento de sus manos en el hombro en el que me apoyo, y cierro los ojos. Las notas tristes y conmovedoras nos envuelven poco a poco y resuenan en las paredes. Es una pieza de asombrosa belleza, más triste aún que la de Chopin; me dejo llevar por la hermosura del lamento. En cierta medida, refleja cómo me siento. El hondo y punzante anhelo que siento de conocer mejor a este hombre extraordinario, de intentar comprender su tristeza. La pieza termina demasiado pronto.
— ¿Por qué solo tocas música triste?
Me incorporo en el asiento y lo veo encogerse de hombros, receloso, en respuesta a mi pregunta.
— ¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? — inquiero.
Asiente con la cabeza, aún más receloso. Al poco, añade:
— Aprendí a tocar para complacer a mi nuevo padre.
— ¿Para encajar en la familia perfecta?
— Sí, algo así — contesta, evasivo. — ¿Por qué estás despierto?
¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
— Para mí son las ocho de la mañana.
Arquea la ceja, sorprendido.
— Me alegro de que te acuerdes — murmura, y veo que lo he impresionado.
— De acuerdo, ¿y qué hacemos con este Jet Lag?
Le guiño el ojo con expresión inocente.
— Se me ocurren unas cuantas cosas.
Sonríe lascivo. Yo lo miro impasible mientras mis entrañas se contraen y se derritan bajo su mirada de complicidad.
— Aunque también podríamos hablar — propongo a media voz.
Frunce el ceño.
— Prefiero lo que tengo en mente.
Me sube a su regazo.
— Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Río y me aferro a sus brazos.
— Cierto. Sobre todo, contigo. —Inhala mi pelo y empieza a regarme de besos desde debajo de la oreja hasta el cuello. — Quizá encima del piano — susurra.
Dios mío. Se me tensa el cuerpo entero de pensarlo. Encima del piano. Wow.
— Quiero que me aclares una cosa — susurro mientras se me empieza a acelerar el pulso, y el dios que llevo dentro cierra los ojos y saborea la caricia de sus labios en los míos.
Interrumpe momentáneamente su sensual asalto.
— Siempre tan ávido de información, joven Sainz. ¿Qué quieres que te aclare? — me dice soltando su aliento sobre la base del cuello, y sigue besándome con suavidad.
— Lo nuestro — le susurro, y cierro los ojos.
— Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro?
Deja de regarme de besos el hombro.
— El contrato.
Levanta la cabeza para mirarme, con un brillo divertido en los ojos, y suspira. Me acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
— Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees? — dice con voz grave y ronca y una expresión tierna en la mirada.
— ¿Obsoleto?
— Obsoleto.
Sonríe. Lo miro atónito, sin entender.
— Pero eras tú el interesado en que lo firmara.
— Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Su gesto se endurece un poco.
— ¿Antes? ¿Antes de qué?
— Antes… — Se interrumpe, y la expresión de recelo vuelve a su rostro. — Antes de que hubiera más.
Se encoge de hombros.
— Ah.
— Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantado.
— ¿Esperas que lo haga?
— Nada de lo que haces es lo que espero, Carlos — dice con sequedad.
— A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?
— Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee.
— ¿Y si incumplo alguna de las normas?
— Entonces te castigaré.
— Pero ¿no necesitarás mi permiso?
— Sí, claro.
— ¿Y si me niego?
Me mira un instante, confundido.
— Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.
Me aparto de él y me pongo de pie. Necesito un poco de distancia. Lo veo fruncir el ceño. Parece perplejo y receloso otra vez.
— Vamos, que lo del castigo se mantiene.
— Sí, pero solo si incumples las normas.
— Tendría que releérmelas — digo, intentando recordar los detalles.
— Voy a por ellas — dice, de pronto muy formal.
Uf. Qué serio se ha puesto esto. Se levanta del piano y se dirige con paso ágil a su despacho. Se me eriza el vello. Dios… necesito un té. Estamos hablando del futuro de nuestra «relación» a las 5:45 de la mañana, cuando además a él le preocupa algo más… ¿es esto sensato? Me dirijo a la cocina, que aún está a oscuras. ¿Dónde está el interruptor? Lo encuentro, enciendo y lleno de agua la tetera. Charles ha vuelto y está sentado en uno de los taburetes, mirándome fijamente.
— Aquí tienes.
Me pasa un folio mecanografiado y observo que ha tachado algunas cosas.
NORMAS
Obediencia:
El Sumiso obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. El Sumiso aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.
Sueño:
El Sumiso garantizará que duerme como mínimo ocho o siete horas diarias cuando no esté con el Amo.
Comida:
Para cuidar su salud y su bienestar, el Sumiso comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4).
El Sumiso no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Ropa:
Mientras esté con el Amo, el Sumiso solo llevará ropa que este haya aprobado. El Amo ofrecerá el Sumiso un presupuesto para ropa, que el Sumiso debe utilizar. El Amo acompañará el Sumiso a comprar ropa cuando sea necesario.
Ejercicio:
El Amo proporcionará el Sumiso un entrenador personal cuatro tres veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y el Sumiso. El entrenador personal informará al Amo de los avances del Sumiso.
Higiene personal y belleza:
El Sumiso estará limpio y depilado en todo momento. El Sumiso irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
Seguridad personal:
El Sumiso no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
Cualidades personales:
El Sumiso solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. El Sumiso se comportará en todo momento con respeto y humildad.
Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
— ¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
— Oh, sí.
Sonríe.
Muevo la cabeza divertido y, sin darme cuenta, pongo los ojos en blanco.
— ¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Carlos? — dice.
Oh, mierda.
— Puede, depende de cómo te lo tomes.
— Como siempre — dice meneando la cabeza, con los ojos encendidos de emoción.
Trago saliva instintivamente y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
— Entonces…
— ¿Sí?
Se humedece el labio inferior.
— Quieres darme unos azotes.
— Sí. Y lo voy a hacer.
— ¿Ah, sí, señor Leclerc? — lo desafío, devolviéndole la sonrisa.
Yo también sé jugar a esto.
— ¿Me lo vas a impedir?
— Vas a tener que atraparme primero.
Me mira un poco asombrado, sonríe y se levanta despacio.
— ¿Ah, sí, joven Sainz?
La barra del desayuno se interpone entre los dos. Nunca antes había agradecido tanto su existencia como en este momento.
— Además, te estás mordiendo el labio — añade, desplazándose despacio hacia su izquierda mientras yo me desplazo hacia la mía.
— No te atreverás — lo provoco. — A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco — intento razonar con él.
Continúa desplazándose hacia su izquierda, igual que yo.
— Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
Le arden los ojos y emana de él una impaciencia descontrolada.
— Soy bastante rápido, que lo sepas.
Trato de fingir indiferencia.
— Y yo.
Me está persiguiendo en su propia cocina.
— ¿Vas a venir sin rechistar? — pregunta.
— ¿Lo hago alguna vez?
— ¿Qué quieres decir, joven Sainz? — Sonríe. — Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
— Eso será si me tomas, Charles. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme atrapar.
— Carlos, te puedes caer y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
— Desde que te conocí, señor Leclerc, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
— Así es.
Hace una pausa y frunce el ceño.
De pronto, se abalanza sobre mí y yo chillo y salgo corriendo hacia la mesa del comedor. Logro escapar e interponer la mesa entre los dos. El corazón me va a mil y la adrenalina me recorre el cuerpo entero. Wow, qué excitante. Vuelvo a ser un niño, aunque eso no esté bien. Lo observo con atención mientras se acerca decidido a mí. Me aparto un poco.
— Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Carlos.
— Lo que sea por complacer, señor Leclerc. ¿De qué te distraigo?
— De la vida. Del universo — señala con un gesto vago.
— Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Se detiene y se cruza de brazos, con expresión divertido.
— Podemos pasarnos así el día entero, nene, pero terminaré atrapándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
— No, ni hablar.
No debo confiarme demasiado, me repito a modo de mantra. Mi subconsciente se ha puesto las Nike y se ha colocado ya en los tacos de salida.
— Cualquiera diría que no quieres que te atrape.
— No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el que te toque.
Su actitud cambia por completo en un nanosegundo. Se acabó el Charles juguetón; me mira fijamente como si acabara de darle un bofetón. Se ha puesto blanco.
— ¿Eso es lo que sientes? — susurra.
Esas cinco palabras y la forma en que las pronuncia me dicen muchísimo. De él y de cómo se siente. De sus temores y sus aversiones. Frunzo el ceño. No, yo no me siento tan mal. Para nada. ¿O sí?
— No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea — murmuro, mirándolo angustiado.
— Ah — dice.
Mierda. Lo veo total y absolutamente perdido, como si hubiera tirado de la alfombra bajo sus pies. Respiro hondo, rodeo la mesa, me planto delante de él y lo miro a los ojos, ahora inquietos.
— ¿Tanto lo odias? — dice, aterrado.
— Bueno… no — lo tranquilizo. Dios… ¿eso es lo que siente cuando lo tocan? — No. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero tampoco lo odio.
— Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía…
— Lo hago por ti, Charles, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Los ojos se le oscurecen, como presos de una terrible tormenta interior. Pasa un rato antes de que responda a media voz:
— Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no seas capaz de soportar.
¡Dios!
— ¿Por qué?
Se pasa la mano por el pelo y se encoge de hombros.
— Porque lo necesito. —Hace una pausa y me mira angustiado; luego cierra los ojos y niega con la cabeza. — No te lo puedo decir — susurra.
— ¿No puedes o no quieres?
— No quiero.
— Entonces sabes por qué.
— Sí.
— Pero no me lo quieres decir.
— Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca más. —Me mira con cautela. — No puedo correr ese riesgo, Carlos.
— Quieres que me quede.
— Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.
Oh, Dios. Me mira y, de pronto, me estrecha en sus brazos y me besa apasionadamente. Me toma completamente por sorpresa, y percibo en ese beso su pánico y su desesperación.
— No me dejes. Me dijiste en sueños que nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti — me susurra a los labios.
Vaya… mis confesiones nocturnas.
— No quiero irme.
Se me encoge el corazón, como si se volviera del revés. Este hombre me necesita. Su temor es obvio y manifiesto, pero está perdido… en algún lugar en su oscuridad. Su mirada es la de un hombre asustado, triste y torturado. Yo puedo aliviarlo, acompañarlo momentáneamente en su oscuridad y llevarlo hacia la luz.
— Enséñamelo — le susurro.
— ¿El qué?
— Enséñame cuánto puede doler.
— ¿Qué?
— Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.
Charles se aparta de mí, completamente confundido.
— ¿Lo intentarías?
— Sí. Te dije que lo haría.
Pero mi motivo es otro. Si hago esto por él, quizá me deje tocarlo.
Me mira extrañado.
— Carlos, me confundes.
— Yo también estoy confundido. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…
Mis propias palabras me traicionan y él me mira espantado. Sabe que me refiero a lo de tocarlo. Por un instante, parece consternado, pero entonces asoma a su rostro una expresión resuelta, frunce los ojos y me mira especulativo, como sopesando las alternativas.
De repente me agarra con fuerza por el brazo, da media vuelta, me saca del salón y me lleva arriba, al cuarto de juegos. Placer y dolor, premio y castigo… sus palabras de hace ya tanto tiempo resuenan en mi cabeza.
— Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. —Se detiene junto a la puerta. — ¿Estás preparado para esto?
Asiento, decidido, y me siento algo mareado y débil al tiempo que palidezco. Abre la puerta y, sin soltarme el brazo, toma lo que parece un cinturón del colgador de al lado de la puerta, antes de llevarme al banco de cuero rojo del fondo de la habitación.
— Inclínate sobre el banco — me susurra.
Está bien. Puedo con esto. Me inclino sobre el cuero suave y mullido. Me ha dejado quedarme con el albornoz puesto. En algún rincón silencioso de mi cerebro, estoy vagamente sorprendido de que no me lo haya hecho quitar. Maldita sea, esto me va a doler, lo sé.
— Estamos aquí porque tú has accedido, Carlos. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas conmigo.
¿Por qué no lo hace ya de una vez? Siempre tiene que montar el numerito cuando me castiga. Pongo los ojos en blanco, consciente de que no me ve.
Levanta el bajo del albornoz y, no sé bien por qué, eso me resulta más íntimo que ir desnudo. Me acaricia el trasero suavemente, pasando la mano caliente por ambas nalgas hasta el principio de los muslos.
— Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más — susurra.
Soy consciente de la paradoja. Yo corría para evitar esto. Si me hubiera abierto los brazos, habría corrido hacia él, no habría huido de él.
— Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.
De pronto ha desaparecido ese temor nervioso y crispado de su voz. Él ha vuelto de dondequiera que estuviese. Lo noto en su tono, en la forma en que me apoya los dedos en la espalda, sujetándome, y la atmósfera de la habitación cambia por completo.
Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Llega con fuerza, en todo el trasero, y la dentellada del cinturón es tan terrible como temía. Grito sin querer y tomo una bocanada enorme de aire.
— ¡Cuenta, Carlos! — me ordena.
— ¡Uno! — le grito, y suena como un improperio.
Me vuelve a pegar y el dolor me resuena pulsátil por toda la marca del cinturón. Santo Dios… esto duele.
— ¡Dos! — chillo.
Me hace bien chillar.
Su respiración es agitada y entrecortada, la mía es casi inexistente; busco desesperadamente en mi psique alguna fuerza interna. El cinturón se me clava de nuevo en la carne.
— ¡Tres!
Se me saltan las lágrimas. Dios, esto es peor de lo que pensaba, mucho peor que los azotes. No se está cortando nada.
— ¡Cuatro! — grito cuando el cinturón se me vuelve a clavar en las nalgas. Las lágrimas ya me corren por la cara. No quiero llorar.
Me enfurece estar llorando. Charles me vuelve a pegar.
— ¡Cinco! — Mi voz es un sollozo ahogado, estrangulado, y en este momento creo que lo odio. Uno más, puedo aguantar uno más.
Siento que el trasero me arde.
— ¡Seis! — susurro cuando vuelvo a sentir ese dolor espantoso, y lo oigo soltar el cinturón a mi espalda, y me estrecha en sus brazos, sin aliento, todo compasión… y yo no quiero saber nada de él. — Suéltame… no…
Intento zafarme de su abrazo, apartarme de él. Me revuelvo.
— ¡No me toques! — le digo con furia contenida.
Me enderezo y lo miró fijamente, y él me observa espantado, aturdido, como si yo fuera a echar a correr. Me limpio rabioso las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos y le lanzo una mirada feroz.
— ¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?
Me restriego la nariz con la manga del albornoz. Me observa desconcertado.
— Eres un maldito hijo de puta.
— Carlos — me suplica, conmocionado.
— ¡No hay «Carlos» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Leclerc!
Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio. Agarrado al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furioso, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia. Solo quiero acurrucarme en algún sitio. Acurrucarme y recuperarme de algún modo. Sanar mi fe destrozado y hecha añicos. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Pues claro que duele.
Tímidamente, me toco el trasero. ¡Aaah! Duele. ¿Adónde voy? A su cuarto, no. A mi cuarto, o el que será mi cuarto… no, es mío… era mío. Por eso quería que tuviera uno. Sabía que iba a querer distanciarme de él.
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué he dejado que me hiciera eso? Quería entrar en el lado oscuro para saber lo malo que podía llegar a ser, pero es demasiado oscuro para mí. Yo no puedo con esto. Pero es lo que él quiere; esto es lo que le excita de verdad.
Esto sí que es despertar a la realidad, y de qué manera… Lo cierto es que él me lo ha advertido una y otra vez. Charles no es normal. Tiene necesidades que yo no puedo satisfacer. Me doy cuenta ahora. No quiero que vuelva a pegarme así nunca más. Pienso en el par de veces en que me ha golpeado y en lo suave que ha sido conmigo en comparación. ¿Le bastará con eso? Lloro aún más fuerte contra la almohada. Lo voy a perder. No querrá estar conmigo si no puedo darle esto. ¿Por qué, por qué, por qué he tenido que enamorarme de Cincuenta Sombras? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo amar a Esteban, o a Paul Clayton, o a alguien como yo?
Ay, lo alterado que estaba cuando me he ido. He sido muy cruel, la saña con que me ha pegado me ha dejado conmocionado… ¿me perdonará? ¿Lo perdonaré yo? Mi cabeza es un auténtico caos confuso; los pensamientos resuenan y retumban en su interior. Mi subconsciente menea la cabeza con tristeza y el dios que llevo dentro ha desaparecido por completo. Qué día tan terrible y aciago para mi alma. Me siento tan solo. Necesito a mi padre. Recuerdo sus palabras de despedida en el aeropuerto: «Haz caso a tu corazón, cariño, y, por favor, procura no darles demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor».
He hecho caso a mi corazón y ahora tengo el culo dolorido y el ánimo destrozado. Tengo que irme. Eso es… tengo que irme. Él no me conviene y yo no le convengo a él. ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione? La idea de no volver a verlo casi me ahoga… mi Cincuenta Sombras.
Oigo abrirse la puerta. Oh, no… ya está aquí. Deja algo en la mesita y el colchón se hunde bajo su peso al meterse en la cama a mi espalda.
— Tranquilo — me dice, y yo quiero apartarme de él, irme a la otra punta de la cama, pero estoy paralizado. No puedo moverme y me quedo quieto, rígido, sin ceder en absoluto. — No me rechaces, Carlos, por favor — me susurra.
Me abraza con ternura y, hundiendo la nariz en mi pelo, me besa el cuello.
— No me odies — me susurra, inmensamente triste.
Se me encoge el corazón otra vez y sucumbo a una nueva oleada de sollozos silenciosos. Él sigue besándome suavemente, con ternura, pero yo me mantengo distante y receloso.
Pasamos una eternidad así tumbados, sin decir nada ni el uno ni el otro. Él se limita a abrazarme y yo, poco a poco, me relajo y dejo de llorar. Amanece y la luz suave del alba se hace más intensa a medida que avanza el día, y nosotros seguimos tumbados, en silencio.
— Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica — dice al cabo de un buen rato.
Me vuelvo muy despacio en sus brazos para poder mirarlo. Tengo la cabeza apoyada en su brazo. Su mirada es dura y cautelosa.
Contemplo su hermoso rostro. No dice nada, pero me mira fijamente, sin pestañear apenas. Ay, es tan arrebatadoramente guapo. En tan poco tiempo, he llegado a quererlo tanto. Alargo el brazo, le acaricio la mejilla y paseo la yema de los dedos por su barba de pocos días. Él cierra los ojos y suspira.
— Lo siento — le susurro.
Él abre los ojos y me mira atónito.
— ¿El qué?
— Lo que he dicho.
— No me has dicho nada que no supiera ya. —Y el alivio suaviza su mirada. — Siento haberte hecho daño.
Me encojo de hombros.
— Te lo he pedido yo. —Y ahora lo sé. Trago saliva. Ahí va… Tengo que soltar mi parte. — No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea — susurro.
Abre mucho los ojos, parpadea y vuelve a su rostro esa expresión de miedo.
— Ya eres todo lo que quiero que seas.
¿Qué?
— No lo entiendo. No soy obediente, y puedes estar seguro de que jamás volveré a dejarte hacerme eso. Y eso es lo que necesitas; me lo has dicho tú.
Cierra otra vez los ojos y veo que una miríada de emociones le cruza el rostro. Cuando los vuelve a abrir, su expresión es triste.
Oh, no…
— Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Se me eriza el vello y todos los folículos pilosos de mi cuerpo entran en estado de alerta; el mundo se derrumba bajo mis pies y deja ante mí un inmenso abismo al que precipitarme. Oh, no…
— No quiero irme — susurro.
Mierda… eso es. Dejarlo seguir.
Se me vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
— Yo tampoco quiero que te vayas — me dice con voz áspera. Alarga la mano y me limpia una lágrima de la mejilla con el pulgar. — Desde que te conozco, me siento más vivo.
Recorre con el pulgar el contorno de mi labio inferior.
— Yo también — digo. — Me he enamorado de ti, Charles.
De nuevo abre mucho los ojos, pero esta vez es de puro e indecible miedo.
— No — susurra como si lo hubiera dejado de un golpe sin aliento.
Oh, no…
— No puedes quererme, Carlos. No… es un error — dice horrorizado.
— ¿Un error? ¿Qué error?
— Mírate. No puedo hacerte feliz.
Parece angustiado.
— Pero tú me haces feliz — contesto frunciendo el ceño.
— En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Oh, Dios… Esto se acaba. A esto se reduce todo: incompatibilidad… y de pronto todas esas pobres sumisos me vienen a la cabeza.
— Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad? — le susurro, estremecido de miedo.
Menea la cabeza con tristeza. Cierro los ojos. No soporto mirarlo.
— Bueno, entonces más vale que me vaya — murmuro, haciendo una mueca de dolor al incorporarme.
— No, no te vayas — me pide aterrado.
— No tiene sentido que me quede.
De pronto me siento cansadísimo, y quiero irme ya. Salgo de la cama y Charles me sigue.
— Voy a vestirme. Quisiera un poco de privacidad — digo con voz apagada y hueca mientras me marcho y lo dejo solo en el dormitorio.
Al bajar, echo un vistazo al salón y pienso que hace solo unas horas descansaba la cabeza en su hombro mientras tocaba el piano. Han pasado muchas cosas desde entonces. He tenido los ojos bien abiertos y he podido vislumbrar la magnitud de su depravación, y ahora sé que no es capaz de amar, no es capaz de dar ni recibir amor. El mayor de mis temores se ha hecho realidad. Y, por extraño que parezca, lo encuentro liberador.
El dolor es tan intenso que me niego a reconocerlo. Me siento entumecido. De algún modo he escapado de mi cuerpo y soy de pronto un observador accidental de la tragedia que se está desencadenando. Me ducho rápido y metódicamente, pensando solo en el instante que viene a continuación. Ahora aprieta el frasco de gel. Vuelve a dejar el frasco de gel en el estante. Frótate la cara, los hombros… y así sucesivamente, todas acciones mecánicas simples que requieren pensamientos mecánicos simples.
Termino de ducharme y, como no me he lavado el pelo, me seco enseguida. Me visto en el baño, y saco los vaqueros y la camiseta de mi maleta pequeña. Los vaqueros me rozan el trasero, pero, la verdad, es un dolor que agradezco, porque me distrae de lo que le está pasando a mi corazón astillado y roto en mil pedazos.
Me agacho para cerrar la maleta y veo la bolsa con el regalo para Charles: una maqueta del planeador Blanik L23, para que la construya él. Me voy a echar a llorar otra vez. Ay, no… eran tiempos más felices, cuando aún cabía la esperanza de tener algo más. Saco el regalo de la maleta, consciente de que tengo que dárselo. Arranco una hoja de mi cuaderno, le escribo una nota rápida y se la dejo encima de la caja:
Esto me recordó un tiempo feliz.
Gracias.
Carlos
Me miro en el espejo. Veo un fantasma pálido y angustiado. Mi subconsciente asiente con la cabeza en señal de aprobación. Hasta ella sabe que no es el momento de ponerse criticona. Me cuesta creer que mi mundo se esté derrumbando a mi alrededor, convertido en un montón de cenizas estériles, y que todas mis esperanzas hayan fracasado cruelmente. No, no, no lo pienses. Ahora no, aún no. Inspiro hondo, tomo la maleta y, después de dejar la maqueta del planeador con mi nota encima de su almohada, me dirijo al salón.
Charles está hablando por teléfono. Viste vaqueros negros y una camiseta. Va descalzo.
— ¿Qué ha dicho qué? — grita, sobresaltándome. — Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono; necesito llamarlo… Welch, esto es una cagada monumental. — Alza la vista y no aparta su mirada oscura y pensativa de mí. — Encuéntrenla — espeta, y cuelga.
Me acerco al sofá y tomo mi mochila, esforzándome por ignorarlo. Saco el Mac, vuelvo a la cocina y lo dejo con cuidado encima de la barra de desayuno, junto con el BlackBerry y las llaves del coche. Cuando me vuelvo me mira fijamente, con expresión atónita y horrorizado.
— Necesito el dinero que le dieron a Zhou por el Escarabajo — digo con voz clara y serena, desprovista de emoción… extraordinaria.
— Carlos, yo no quiero esas cosas, son tuyas — dice en tono de incredulidad. — Llévatelas.
— No, Charles. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
— Carlos, sé razonable — me reprende, incluso ahora.
— No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le dieron a Zhou por mi coche — repito con voz monótona.
Se me queda mirando.
— ¿Intentas hacerme daño de verdad?
— No. —Lo miro enojado. Claro que no... Yo te quiero. — No. Solo intento protegerme — susurro.
Porque tú no me quieres como te quiero yo.
— Carlos, quédate esas cosas, por favor.
— Charles, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.
Entorna los ojos, pero ya no me intimida. Bueno, solo un poco. Lo miro impasible, sin pestañear ni acobardarme.
— ¿Te vale un cheque? — dice mordaz.
— Sí. Creo que podré fiarme.
Charles no sonríe, se limita a dar media vuelta y meterse en su estudio. Echo un último vistazo detenido al piso, a los cuadros de las paredes, todos abstractos, serenos, modernos… fríos incluso. Muy propio, pienso distraído. Mis ojos se dirigen hacia el piano. Mierda… si hubiera cerrado la boca, habríamos hecho el amor encima del piano. No, habríamos follado encima del piano. Bueno, yo habría hecho el amor. La idea se impone con tristeza en mi pensamiento y en lo que queda de mi corazón. Él nunca me ha hecho el amor, ¿no? Para él siempre ha sido follar.
Vuelve y me entrega un sobre.
— Zhou consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.
Señala con la cabeza por encima de mi hombro. Me vuelvo y veo a Zhou en el umbral de la puerta, trajeado e impecable como siempre.
— No hace falta. Puedo irme solo a casa, gracias.
Me vuelvo para mirar a Charles y veo en sus ojos la furia apenas contenida.
— ¿Me vas a desafiar en todo?
— ¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?
Me encojo levemente de hombros, como disculpándome. Él cierra los ojos, frustrado, y se pasa la mano por el pelo.
— Por favor, Carlos, deja que Zhou te lleve a casa.
— Iré a buscar el coche, joven Sainz — anuncia Zhou en tono autoritario.
Charles le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él, ya ha desaparecido. Me vuelvo a mirar a Charles. Estamos a menos de metro y medio de distancia. Avanza e, instintivamente, yo retrocedo. Se detiene y la angustia de su expresión es palpable; los ojos le arden.
— No quiero que te vayas — murmura con voz anhelante.
Da otro paso hacia delante y yo levanto las manos.
— No, por favor. —Me aparto de él. No pienso permitirle que me toque ahora, eso me mataría. — No puedo seguir con esto.
Cojo la maleta y la mochila y me dirijo al vestíbulo. Me sigue, manteniendo una distancia prudencial. Pulsa el botón de llamada del ascensor y se abre la puerta. Entro.
— Adiós, Charles — murmuro.
— Adiós, Carlos — dice a media voz, y su aspecto es el de un hombre completamente destrozado, un hombre inmensamente dolido, algo que refleja cómo me siento por dentro.
Aparto la mirada de él antes de que pueda cambiar de opinión e intente consolarlo. Se cierran las puertas del ascensor, que me lleva hasta las entrañas del sótano y de mi propio infierno personal.
Zhou me sostiene la puerta y entro en la parte de atrás del coche. Evito el contacto visual. El bochorno y la vergüenza se apoderan de mí. Soy un fracaso total. Confiaba en arrastrar a mi Cincuenta Sombras a la luz, pero la tarea ha resultado estar más allá de mis escasas habilidades. Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis emociones. Mientras salimos a mi casa, miro sin ver por la ventanilla, y la enormidad de lo que acabo de hacer se abate poco a poco sobre mí. Mierda… lo he dejado. Al único hombre al que he amado en mi vida. El único hombre con el que me he acostado. Un dolor desgarrador me parte en dos, gimo y revientan las compuertas. Las lágrimas empiezan a rodar inoportuna e involuntariamente por mis mejillas; me las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en el bolso en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Zhou me tiende un pañuelo de tela. No dice nada, ni me mira, y yo lo acepto agradecido.
— Gracias — musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición.
Me recuesto en el lujoso asiento de cuero y lloro. El apartamento está tristemente vacío y resulta poco acogedor. No he vivido en él lo suficiente para sentirme en casa. Voy directo a mi cuarto y allí, colgando flácidamente del extremo de la cama, está el triste y desinflado globo con forma de helicóptero: Charlie Tango, con el mismo aspecto, por dentro y por fuera, que yo. Lo arranco furioso de la barra de la cama, tirando del cordel, y me abrazo a él. Ay… ¿qué he hecho?
Me dejo caer sobre la cama, con zapatos y todo, y lloro desconsoladamente. El dolor es indescriptible… físico y mental… metafísico… lo siento por todo mi ser y me cala hasta la médula. Sufrimiento. Esto es sufrimiento. Y me lo he provocado yo mismo. Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado del dios que llevo dentro, que tuerce la boca con gesto despectivo: el dolor físico de las dentelladas del cinturón no es nada, nada, comparado con esta devastación. Me acurruco, abrazándome con desesperación al globo casi desinflado y al pañuelo de Zhou, y me abandono al sufrimiento.

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