Work Text:
el gato negro
Avisos: muerte animal. No es muy gore o demasiado descriptiva, pero si prefieres pasarla, para de leer a partir de “el frío de la muerte le evita, por un tiempo” y haz ctrl+f/ salta hasta “A los diez años había conocido la pérdida en forma de papeles desgarrados”
“¿Una habilidad?”
“Sí, bastante extraño. Hay algunos detalles, pero parece ser más o menos inofensiva, no parece estar relacionada con el combate. No necesita preocuparse, Señor Poe, no es nada——-“
Desde su nacimiento Edgar crece sabiendo solo las miradas de sus tías, tíos y primos mayores cuando piensan que no hay nadie mirando, las palabras que dicen cuando piensan que no hay nadie escuchando. Es el hijo del diablo, tiene esa pinta, esos ojos, esos ojos. Seguro que ha hecho trampas para ganar esas competiciones, ¿cómo puede el hijo de alguien como David Poe…? Levanta sus manos y aplana su flequillo, mantenido largo solo para esconder sus vacíos, hundidos ojos grises tan diferentes a los del resto de su familia. A veces piensa que por fin lo ha puesto bien cuando se agachan, acarician su cabeza y le dicen que inteligente y brillante es, hasta que los poemas que garabatea en la parte de atrás de los guiones de mamá le dicen luego que estaban hablando de él otra vez, mucho después de que se fuese a dormir, un usuario de habilidad, sí, seguro, es la única manera.
Papá, ¿soy un usuario de habilidad?, pregunta, un día. Papá le mira, pregunta dónde lo escuchó, y Edgar dice, Mis amigos. ¿No te los he presentado?
“¿Nada?—-¿que no es nada? ¿Un usuario de habilidad—-como esos—-esos criminales, ladrones y asesinos? ¿Mi hijo puede ser uno de esos? ¿Qué pasará si pierde el control y mata todo Boston en una sola noche?—¡no me diga que no es nada!”
“¡Señor Poe! Su habilidad es difícilmente—“
“——médico de pacotilla, sabía que no tendría que haber—-“
“——inofensivo si le consigue un tutor privado—- ¡Señor Poe, espere!”
Al llegar a casa, Papá empuja Edgar en su habitación y tira todos los papeles de su pequeña mesa. No, intenta gritar Edgar, no, por favor, son mis amigos, te he hablado de ellos, por favor no hagas eso, pero solo consigue un “P-Papá.” Su voz todavía tiembla, propensa a tartamudear a la mínima provocación. “Pa—“
Papá se gira bruscamente para mirarle. “En ninguna circunstancia volverás a utilizar tu habilidad. Nunca. ¿Entendido?” Su mano agarra varios papeles, doblándose entre sus manos, y Edgar piensa que puede escuchar sus gritos en su cabeza, sus llantos de dolor, la sangre que puede derramarse en el suelo si Papá aprieta más sus puños.
Edgar respira, rápida y temblorosamente. “Pero—Pero—“
“¿Te das cuenta de que tener un usuario de habilidad por hijo arruinaría nuestra reputación?” Papá interrumpe—es entonces cuando apoya una mano en el hombro de Edgar, cálida, sólida y completamente terrorífica. Suaviza su voz, sólo un poco (Edgar quiere pensar que es porque Papá lo quiere, pero el demonio en su interior le susurra mentira, mentira, mentira); “Piensa en Mamá y Papá. Eliza y yo nos quedaríamos fuera de cualquier producción que quisiesen que protagonizásemos. ¿Entiendes?”
Papá le permite quedarse sus amigos—pero debajo de su mirada, Edga los esconde todos en una antigua y oxidada caja de metal de la que Papá tiene la llave. Sus manos tiemblan todo el tiempo, y no paran en toda la noche.
———
Elizabeth y David Poe eran actores. Quizás por eso Edgar se había vuelto tan bueno en descubrir secretos y en encontrar pistas en los más mínimos detalles, porque los actores esconden un montón de cosas que no quieren que encuentre la prensa. A los nueve años de edad, Edgar no sabía con certeza porqué quería saber lo que eran—solo había la ardiente necesidad de encontrarlos, de saber más, de aprender. Un año más tarde, se dió cuenta de que fue porque necesitaba ese conocimiento para aguantar y continuar viviendo.
Mamá esconde sus guiones y se sienta con él cada vez que hace los deberes, para confirmar que escribe los números, ecuaciones y soluciones en el papel, y nada más. Después ella coge las libretas y los libros de texto y solo sale de la habitación cuando vuelve a comprobar que no queda ningún tipo de papel. Pero al encontrar los guiones en cuestión de segundos, esto se vuelve un juego para Edgar, ver que tan rápido puede robarlos sin que Mamá se dé cuenta. La habitación de sus padres es la más fácil; cuando ambos no están en casa, ensayando ya bien entrada la noche, Edgar fuerza la cerradura con un clip que ha conseguido de objetos perdidos del colegio y se lleva páginas a su habitación, poco a poco, mientras su corazón se acelera con cada página que trae de vuelta.
(La cerradura de la caja de metal está demasiado oxidada como para intentar forzarla—al primer clip roto, Edgar examina su estado y determina que no se deben gastar más recursos en una causa perdida. Son lo suficientemente difíciles de encontrar en el suelo durante las clases, después de todo, es cuando nadie le presta atención. Se queda la caja igualmente.)
Las clases son un aburrimiento, pero Edgar aprende, aparte de multiplicar y dividir, que sacar buenas notas en los exámenes casi hace olvidar a sus padres que tiene una habilidad—sus diplomas y premios empiezan a llenar su habitación hasta que necesitan más espacio que su cama. Papá le da palmadas en la espalda y ríe un buen trabajo; Mamá sonríe, le abraza con firmeza y no dice nada sobre nada de escribir. A veces Edgar puede olvidar que él es un marginado, también, un usuario de habilidad destinado a volverse malo—puede olvidar la voz suave como el demonio de Papá, su mano tan pesada y la caja de metal que está recogiendo polvo en su mesita de noche.
Pero no se puede olvidar la soledad cuando él vuelve a su habitación por la noche, cerrando la puerta con un truco que vió a otros chicos mayores hacer con el clip, y pasa las hojas de papel que escondió debajo de su cama. Su caligrafía ha sido alabada por sus profesores en el colegio, pero seguía siendo un garabato desordenado de la escritura de un niño y escribir con la punta de un lápiz es sospechoso si Papá lo está viendo. Edgar puede sentir el poder en la punta de sus dedos, la habilidad queriendo explotar y brillar potentemente con luz azul cada vez que toca un bolígrafo y una hoja de papel—a veces Edgar también lo quiere, llama ese poder, pero cuando una mero destello ilumina la oscuridad de su habitación, él esconde rápidamente las hojas debajo del suelo y se retira a debajo de sus sábanas, temblando y recordando cómo gritaban, como lloraban cuando Papá les agarró.
Nunca más, nunca más, nunca más, promete, una y otra vez—un Señor No-se-quién a quién Mamá visita demasiado para el gusto de Papá, las botellas tiradas en la basura que dan a Papá un olor que intenta esconder, el mareo mañanero de Mamá cuando Papá está demasiado dormido para darse cuenta—y la realidad es tan, tan pesada para soportarla. Nunca más, piensa Edgar, una noche, pero su lápiz está volando y para cuando ha terminado de llenar la hoja él lo quiere, quiere ese brillo azul, pensando, Una vez más. Sólo una más.
Sus amigos nunca le hacen daño. Sus amigos nunca le llaman el hijo del diablo—sus amigos nunca le gritan por su habilidad, ni por cómo será el desencadenante de la caída de las carreras de sus padres. Edgar se envuelve en el brillo hasta bien entrada la mañana, punto en el que sale de sus mundos por los sonidos de Mamá vomitando en el baño.
Cada noche se vuelve una última vez, una última vez—cuando Papá rompe el cerrojo de su habitación (ese había sido su último clip) en mitad de un poema sobre prados y Edgar deja de admirar las flores de campo cuando siente verdadero, físico dolor del pisoteo que hace Papá de los papeles en los que se había metido. “¡Sal de ahí!” Papá grita, voz similar a la peor tormenta del mundo, el tipo del que se esconde entre las sábanas porque hacen pitar sus oídos y temblar su habitación—-“¡Sal de ahí, asqueroso— pequeño—-demonio!”
El miedo mantiene a Edgar dónde está, al principio, pero las flores le dicen que corra, así que lo hace—el brillo empuja a Papá contra la pared del susto, pero la rabia le mueve a romper las hojas otra vez, gritando y vociferando, “¿Cuantas veces, cuantas veces te lo he dicho, necesitas una paliza? ¿Necesitas una para que se te quede en la cabeza?—¡Nunca!¡Uses!¡Tu habilidad!” Papá lanza los papeles a un lado y avanza hacia él, las pisadas tormentosas y su mirada tormentosa—estando tan cerca, Edgar puede oler el tufo de la botella tirada en su aliento.
Algunas noches piensa que todavía lo puede escuchar: el desgarre, los gritos, el arrugado, el sangrado.
“¡No!¡No!”
Pero la mayoría de noches recuerda esto, vívidamente, ningún detalle olvidado: sus músculos moviéndole en la posición más defensiva que conoce, el graznido de un cuervo, los maullidos de una gato, todos rotos en pedazos por las pesadas manos de Papá. Corre, sigue oyendo, Corre. Corre. Corre. Incluso con sus ojos cerrados puede ver las flores—moviéndose, intactas, doblándose levemente por la suave brisa.
Esto es lo más recuerda: llamando al poder, cerrando sus manos temblorosas en puños, el poder saliendo de la punta de sus dedos—el resplandor brillante, el grito de Papá— y luego nada excepto su corazón, inexorablemente ruidoso y latiendo más rápido que el rayo.
Los pasos de Mamá están sonando en el pasillo, con una prisa obvia pero ralentizándose por su respiración y la pesadez que Edgar conoce como otro efecto secundario de lo que le causa sus mareos mañaneros. Edgar se levanta, se pone su abrigo favorito (el que Papá compró para él como premio por quedar primero en la competición de deletreo), y mete a toda prisa hojas de papel y bolis en todos sus seis bolsillos, metiendo también la oxidada caja de metal en el ajustado interior del bolso. Deja el poema de las flores en el suelo, rodeado de los restos despedazados de las otras historias—él piensa que todavía las puede oír, diciéndole, corre, corre, corre.
Papá estará bien, hay anuladores de habilidad, Papá estará bien, Papá estará bien, pero yo no, o después de esto, Edgar piensa, y entonces, les dice a las flores: Gracias, gracias, gracias. Después sale por la ventana de su habitación y supera la caída desde el segundo piso. Si hubiera huido más adelante, cuando hubiese pegado el estirón, la altura no hubiese sido nada; pero con diez años de edad la caída es lo suficiente larga como para hacerle decir adiós a las flores, adiós a Papá, adiós a Mamá, adiós a la pequeña hermana que nunca conocerá—Rosalie, piensa que ese habría sido su nombre, si los murmullos de Mamá que oye a través de las finas paredes están en lo correcto. Rosalie, Edgar piensa—adiós. Y entonces—corre. Es la única cosa que sabe cómo hacer.
Esa es la primera primera noche que pasa frío, dolor y soledad. En el futuro él piensa en una cálida sonrisa para mantenerle tirando, y incluso luego un mapache se enrollará en sus manos para cubrirlas en sedoso pelo— pero ahora solo conoce el primo, el dolor y la soledad.
—————
Cuando la luna está grande y llena, colgada en el cielo por un solo hilo posible de romper en cualquier momento, Edgar colapsa en una acera dura de piedra. No hay nadie a esta hora de la noche excepto las sombras que se ven en las paredes, e incluso aquellas de las que Edgar no está asustado, cuando esas sombras le han dado compañía durante las largas horas pasadas debajo de sus sábanas, apareciendo detrás de los manuscritos. En vez de eso, él le tiene miedo al congelador viento mordiendo su piel, mandando sus papeles menos asegurados lejos de él y a la oscuridad de la ciudad. Con cada uno que se escapa de sus manos, él siente partes de su corazón romperse y caerse en el duro cemento manchado rojo por los cortes en sus ahora callosos pies.
Otra página vuela libre de sus manos desesperadas (Annabel, la historia de Annabel…). Edgar sabe que no puede permitirse tumbarse aquí en esta acera para siempre, pero él solo puede luchar por arrastrarse hacia adelante y hacerse una patéticamente bola en un áspero gastado felpudo. Él no sabe dónde está, solo que debe haber calor más adelante, seguridad contra el viento mordedor, si sólo se pudiese mover más… más…
Se despierta a medias por unos breves segundos, lo suficiente para darse cuenta de que está envuelto en algo caliente—un par de brazos acunándolo como a un bebé, la dueña tarareando algo que lo alivia tanto como para que vuelva a dormir en cuestión de segundos. Una voz tan suave como las flores de su campo le pregunta, “¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cariño?”—pero él solo puede murmurar algo inteligible antes de volver a dormir.
Luego se despierta una vez más, pero mantiene sus ojos cerrados cuando no reconoce la esponjosa almohada de debajo de su cabeza, la gruesa manta calentando su piel helada, el colchón sujetando su cuerpo. Nada se siente como la fina cama de su casa—ah, ese lugar ya no es casa para él, supone—y tarde o temprano la curiosidad le empuja a abrir sus ojos un poco. Incluso el techo parece de ricos, decorado con un leve estampado de ramas y plantas curvadas. (Flores, las flores—)
“¿Estás despierto?”
(Áspero, duro y no parecido a las flores—Edgar debería haberlo sabido.)
—
John y Frances Allan siempre habían querido un hijo, pero Dios no lo quiso así—por lo menos es lo que la nueva madre de Edgar le decía cada vez que se acordaba del tema, algo que ocurre cada vez más conforme se hace más mayor. La noche en la que apareció en la puerta del hotel en el que habían estado en su viaje a Boston había, como Madre dice, sido la manera De Dios de decirles que Edgar estaba destinado a ser adoptado por ellos.
Personalmente, Edgar piensa que es pura coincidencia. Si Dios realmente existe, piensa razonadamente durante el bautismo que Madre había insistido, Él nunca me hubiese maldecido con una habilidad. Él nunca me hubiese dejado queriendo morir cuando todavía estaba en aquel… lugar. Pero él ama a Madre igualmente, y piensa que quizás no había sido una coincidencia que su voz es como la de las flores, el último poema que escribió en Ese Lugar.
Pero, a veces, en las más frías y solitarias noches, parece que Padre es como Papá—John Allan no se molesta en ocultar el desdén en su cara cada vez que mira en la dirección de Edgar. Con el oído refinado de los entrenamientos de sus tías, tíos y primos mayores, Edgar oye a Padre murmurando cómo se parece a un delincuente, que vergonzoso sería si sus compañeros y socios de trabajo en la industria de la comercialización oyesen que su hijo era adoptado y no biológico, como parece un pequeño y malévolo raro, Frances, ¿Porqué incluso—Edgar deja de escuchar a partir de ahí a, porque su voz empieza a confundirse y mezclarse con la de sus familiares.
Cuando las vacaciones de la familia en Boston terminan, Edgar pregunta a dónde irán—Madre pasa una mano por su pelo e intenta mantener su flequillo fueran de sus ojos por más de unos meros segundos, con poco éxito. “Richmond, Virginia,” le dice. “Así alcanzamos las estrellas. Tu nueva casa.”
“¿Las estrellas?” Repite Edgar. Mira arriba hacia el cielo nocturno, cuando están a 763 kilómetros de Boston, y mira las luces apagarse y encenderse en la lejana, lejana distancia. Así alcanzamos las estrellas—abre la ventana de su nueva habitación, siente el fresco viento soplar en su cara, y mira arriba a la expansión de nada interrumpida sólo por la hinchada luna llena y diminutos destellos de—¿Qué? Edgar no los puede describir tan simplemente como luces o estrellas. Algo celestial, de otro mundo, algo que podría intentar alcanzar toda su vida y nunca obtenerlo.
Edgar se acomoda en su nueva cama, debajo de sus nuevas mantas, pero solo hasta que deja la caja de metal en la mesilla de noche y dobla cuidadosamente cada una de las hojas que ha salvado de la furia de David Poe y el viento sin piedad. Siete poemas, seis de los cuales sin sentido y escritos, él recuerda, en mitad de la noche. Pero uno tiene — potencial, piensa, de ser algo más que un garabato de un niño, con todo ese morbo y macabrismo. Gira la hoja sobre sus manos, una y otra vez, leyendo las descuidadas letras escritas hasta que puede recitarlas de memoria. Por instinto intenta utilizar ese poder, ese brillo—
— y se echa para atrás, cuando el brillo que sale no es un brillante azul sino un negro que hiela las venas, como si fuese nacido de las profundidades del infierno mismo. Siente dolor en su mano y Edgar retrocede, suelta el papel— parece arder y chamuscar cuando aterriza en el suelo, con las tablas de madera debajo quemadas, pequeños humos ascienden. Lo más rápido posible, Edgar pilla el papel del suelo y lo mete en un cajón— pero lo saca, cuando ya no quema. Lo mira, luego el suelo— todavía quemado, todavía echando humo.
Edgar deja el papel en el interior de su abrigo, colgado en el perchero, y se va a dormir con la ventana abierta, para dejar escapar el humo. Por la mañana se levanta pronto para mover su humilde mesa de estudio y esconder la quemadura, y coge la hoja otra vez para releer el poema cinco veces más hasta que Madre coge su abrigo para lavarlo. Así alcanzamos las estrellas— y aún así, y aún así, esa hoja, ese poema, tenía un aura tan manchada de oscuridad que no había manera de que pudiese alguna vez llegar a acercarse a la luz de las estrellas.
(Edgar conoce brillos azules, brillos verdes, y después llegará a conocer la rara y pura, luz blanca que ciega. Pero la negrura se mantiene en él como manchas de tinta en la punta de sus dedos— las más profundas noches en las que ninguna luz podría llegar, un brillo que no se puede llamar brillo porque se oscurece, no iluminaba como un brillo debería. Él escribe y escribe y escribe, y aún así las sombras persisten, el silbante chasquido y la tira de fuego abrasador cada vez que intenta alcanzar ese poder.
Eso debería haber sido una señal también.)
—
Edgar no es ajeno al odio. John Allan le detesta, ha sido así desde que Madre le trajo a aquella habitación de hotel, arrullando a un chiquillo con el pelo tan largo y roñoso cubriendo sus ojos. “Si no puedes mirar a tu cliente a los ojos, no puedes confiar en ellos,” Padre le dice, cada vez que el tema de su trabajo sale. “Los ojos son la ventana del alma, ¿sabes? Siempre puedes notar cuando un tipo está mintiendo, siempre que mires sus ojos.” Y cada vez, le echa una mirada medianamente disgustada, como un jardinero viendo mala hierba en el jardín de su amo.
(A veces Edgar piensa en cómo puede ver los ojos de Papá cuando se mira en el espejo. Mamá tiene los ojos violetas más bonitos con pequeños destellos de azul—todo el mundo siempre decía que sus ojos son el tipo con el que las personas se enamoraban. Los de Papá no eran nada especial, un anodino verde, pero cuando las botellas de alcohol se empezaron a amontonar en el garaje, Edgar podía ver sus propios extraños caídos ojos reflejados en la cara cansada de Papá.)
Pero incluso los jardineros estarían asombrados si las malas hierbas de repente se volviesen las más bonitas flores—así que Edgar estudia día y noche, lee sus libros de texto de portada en portada, y cuando termina con esos, se va en busca de nuevos en las bibliotecas y librerías cercanas para los libros avanzados hechos para los estudiantes en cursos superiores. Se apunta a competiciones y torneos, coge prestado el piano del colegio y se enseña a sí mismo Claro de luna en una semana—no tan complicado, cuando oye a los profesores susurrando, es imposible que lo haga, solo míralo, un alumno nuevo tratando con todas sus fuerzas eclipsar al resto de alumnos— y después se quedan en un silencio sepulcral cuando la interpreta sin fallos.
Después de un tiempo, Padre le deja de echar a su pelo Esa Mirada, aunque Madre ciertamente no le deja de llevar a peluquerías que nunca pueden quitar por completo su flequillo por más de un par de días. Cuando Padre está particularmente feliz por la medalla que Edgar trae a casa, invita a todos sus amigos, esos compañeros de negocios que ha encontrado lo suficientemente útiles como mantener cerca, alardear de la inteligencia de su hijo, y despeina el pelo que odia tanto.
Es tan falso que duele, pero— en esos momentos, Edgar puede olvidar que tiene una habilidad de la que no ha dicho a Madre y Padre. En esos momentos, Edgar puede pretender olvidar que esto es exactamente como Papá le había tratado—un niño preciosos hasta que alcanzaba ese poder, ese que demandaba libertad cada vez que sus dedos notaban papel.
(Casi dos semanas después de haber conocido a John y Francés Allan, la foto de Edgar aparece en el Richmond Times-Dispatch, con el llamativo titular ¿HAS VISTO A ESTE CHICO? debajo. Cuando Edgar coge el periódico de la mañana del buzón y ve sus ojos malévolos mirándole fijamente, dobla la página y la guarda en el bolsillo. Estaba así cuando lo recogí, Edgar dice, cuando Padre gruñe.
Después, cuando Padre se ha ido al trabajo y Madre está tomándose su siesta de la tarde, Edgar trae el periódico a su habitación. A la edad de siete años sus sonrisas no habían sido tan forzadas como ahora, su comportamiento no tan sombrío. Se pregunta si Mamá ha sido la que ha elegido esta foto, y porqué— quizás recordando, adivina, un tiempo de antes de que le llevasen al médico, cuando David Poe todavía no olía tan fuertemente a alcohol, cuando Elisabet Poe no estaba todavía embarazada del hijo de otro hombre. El resto del artículo habla de cómo Papá solo había sido capaz de “escapar” de la hoja en la que había sido “atrapado” gracias a la habilidad “dada por el diablo” de su hijo, y Edgar piensa que quizás no hubiese sido tan mala si no se hubiese ido— no es un poema sobre sufrimiento al fin y al cabo. Él no sufrió, Edgar se dice a sí mismo, mirando el periódico al menos tan fino y gris como el. Él no sufrió. Como si ya estuviera muerto.
Corta el artículo y lo guarda en su cajón. No había mención alguna de los nombres de sus padres, solo la madre y el padre del chico, y Edgar piensa que no debería sorprenderse tanto de que todavía estén pensando en su reputación.)
En esta casa, cuando Edgar escribe, Madre canta suavemente cómo tiene una talentosa y creativa mente—en buenos días Padre parece impresionado con las hojas que llena Edgar, y en días malos le ignora, que son días bastante neutros para Edgar en general. Madre le compra un cuaderno, para que puede ser un poco más organizado, no como ese pelo tuyo, cariño, no me dejarías cortarlo—y Edgar llena página tras página, libreta tras libreta, disfrutando cómo su hambre de escritura, deshidratado por los años sin luz debajo de la cama, puede estar saciada ahora.
Pero incluso cuando el poder le susurra, le llama y le grita para que lo suelte, el solo permite el mínimo brillo para ver el color con el que brillan las hoja; dobla los azules y verdes en sus rápidamente llenados cajones, y mantiene los negros consigo mismo todo el tiempo. A los once no está muy seguro de porqué guarda los negros tan cerca de su corazón (a veces literalmente)— solo que algún día necesitará sacar uno sin previo aviso, y no quiere saber que pasará si no lo logra hacer.
La primeras veces que identifica su brillo, él envuelve sus manos en una fría y mojada tela para calmar las quemaduras—cuando se acostumbra a ellas, olvida que deberían doler.
—
“¿Te atreves a meterte con el niño nuevo?”
“¿Cómo iba a ser eso un reto? Lo iba a hacer igualmente.”
Al principio Edgar piensa que escuchar sus conversaciones le da la mano ganadora, y por un momento se la da—él se aparta cuando un chico mayor intenta agarrar el cuaderno en el que estaba escribiendo. Pero cuando se le va el aire de los pulmones por un limpio puñetazo en la barriga, y cómo está ocupado doblándose y retorciéndose en el suelo, el chico le quita el cuaderno y se ríe. “¿Pensabas que había sido un buen movimiento, no?”
“Mejor de lo que estuvieses pensando, hablando tan fuertemente,” Edgar habla entre dientes. A los doce puede mantener su voz de disolverse en un desastre de tartamudeo—
“¡Canalla! ¿Te crees muy listo?” Riiip—
“¡Esper—P-Pa-Para!”
—excepto en momentos como este, en los que el miedo y el dolor son bastante mayores que cualquier control que tuviese sobre su habla. En chico solo parpadea, y ríe mientras arranca una página del cuaderno—Egdar grita y tiene que luchar por mantener su respiración, pero su oxígeno se niega a entrar en sus pulmones, su pecho doliendo como si una parte de su piel hubiese sido arrancada también. “Para, p-para, pa-pa-para” él súplica, ruega, pero solo hay risa, pasos que resuenan como el trueno, el aliento a alcohol, gritos de terror y de furia, dolor dolor dolor mis amigos mis amigos—
“¿Qué está pasando aquí? ¡Señorito Poe! ¿Está bien?”
Bam—Edgar se apura a coger el cuaderno del suelo y mantenerlo pegado a su pecho, nota que su respiración se vuelve más tranquila y el dolor se desvanece cuando el otro chico le suelta. Pero el miedo no se va—se queda con él todo el tiempo mientras el profesor le pregunta si se encuentra bien, le deja irse a casa temprano, habla con sus padres, un leve ataque de pánico, creo, y le ofrece caramelos antes de irse.
Edgar coge el caramelo (demasiado dulce), pero no suelta su cuaderno. No puede dejar su cuaderno. Cuando Padre se aproxima a él, casi no piensa antes de envolverse en una posición defensiva que proteja su cabeza y su cuello de las heridas más potentes, y sólo Madre, pasando su mano por su pelo y tarareando suave como una flor, quien puede sacarlo del estado de completo terror.
Antes que verse tratado mejor, los chicos mayores (e incluso algunas chicas) cogen turnos para meterse con él, tirando de su pelo largo y recurriendo a puñetazos y patadas cuando Edgar olvida cualquier sentido de preservación y les replica con rápidas e inteligentes que nunca entenderán. Madre se preocupa y le comenta cómo todas sus raspaduras y heridas no ayudarán a su todavía enfermiza constitución; Padre gruñe sobre cómo esas raspaduras y heridas le ayudarán a construir personalidad.
Si hay algo que Edgar aprende, es que nunca volverá a traer sus cuadernos al colegio otra vez. Sólo los poemas más negros que mantiene doblados y guardados en los bolsillos de su uniforme— e incluso cuando los insultos le suenan demasiado familiares, incluso cuando su cuerpo entero se derrumba por los golpes, incluso cuando sus manos yernen por alcanzar ese poder, él aprieta los dientes, cierra los ojos y nunca lo hace.
—
Hasta los dieciséis.
—
El camino que Edgar coge para volver a casa después del colegio normalmente está desierto, esa es la única razón por la que lo ha elegido—nadie los suele coger, está polvoriento, y siempre lleno de basura, pero es lo que le hace amarlo aún más. (Es lo más parecido a una segunda casa que tiene, pero no quiere admitirlo, incluso a sí mismo.) Animales callejeros lo rondan, también, y después de un tiempo Edgar puede identificar cuál es cuál a simple vista—empieza a apartar parte de su comida para alimentar a los gatos con ella, e incluso a veces los cuervos dejan sus posiciones en los perpetuos árboles para unirse. Es una maravilla, que ningún animal intenta atacar a otro—Edgar ve a los gatos mordisquear una los cuervos picar en su comida, y se siente en casa.
(Él recuerda amigos de otra parte de su vida—una historia corta de un gato, un poema sobre un cuervo. Él recuerda sus desgarradores llantos y graznidos cuando David Poe los rompía en pedazos—pero intenta no pensar demasiado en ello.)
En un día de sofocante calor él se queda después de clases, olvidando el tiempo en mitad de una lectura de un libro bastante grueso de la biblioteca del colegio. Para cuando ha terminado, son casi las seis de la tarde (el bibliotecario casi lo encierra en el edificio), y Padre levantará una ceja por su tardanza, así que Edgar corre por el camino—podría coger otro, una ruta más corta, pero se encuentra más seguro aquí, debajo de las sombras de las vacías ramas de los árboles y escuchando el ronco graznido de los cuervos.
En una noche de sofocante calor, los cuervos están graznando más escandalosamente que de costumbre, lo suficientemente alto como para hacer pitar los oídos de Edgar—él ralentiza su rápida caminata después de un rato, tanto por cansancio como por confusión, y se congela cuando ve un corro de cinco estudiantes mayores, probablemente del bachillerato de su colegio, dándole patadas a algo pequeño y negro. El leve voz en sí mismo que espera que solo sea una bola escondida por las sombras se queda callada cuando la bola maúlla lastimosamente. Un gatito—el gatito al que había alimentado dos días antes.
Edgar no piensa. Avanza y toca el hombro más cercano, sonríe educadamente y saluda, antes de que cualquiera de ellos pueda decir algo, “Buenas tardes, me gustaría informarles de una oferta que tenemos, hay artículos con un 80 por ciento de descuento—“ Él les da una hoja de papel, arrugada y amarillenta por la edad, y sólo espera a que el sorprendido maleante lea las palabras del texto. Y es entonces cuando Edgar lo alcanza, alcanza ese poder, tira y tira y arrastra su habilidad del demonio de su interior a envolver la hoja, sus manos y el maleante en el más profundo negro.
Él no siente la quemadura. Él solo oye el graznido, el tembloroso gatito, el repentino ba-bum de un corazón. Los otros cuatro chicos le miran—uno, dos, tres segundos, y luego huyen despavoridos por el camino de tierra, empujando para poder adelantar al otro. Le toma menos de un minuto desaparecer de vista (ba-bum); Le toma a Edgar menos de un minuto doblar el punzante y caliente papel en un cuadrado y guardarlo en su abrigo (ba-bum ba-bum). El calor de la hoja se desvanece rápidamente, pero es ahora cuando puede sentir sus manos calentándose (ba-bum ba-bum ba-bum)—las deja en sus bolsillos y se pregunta dónde había puesto la tela fría que le había funcionado tan bien antes de que se acostumbrase a la negrura. Ba-bum ba-bum ba-bum ba-bum ba-bum.
Al principio se pregunta porqué su corazón está latiendo tan rápidamente y altamente—entonces se da cuenta de que no es el suyo propio. Para cuando llega a casa, sudor pegando su ropa a su piel, el latido ha crescendido en un rápido, casi insoportable golpe de badumbadumbadumbadumdabum hasta que deja de soñar como un latido de corazón y más como alguien golpeando su cabeza contra una pared, una y otra y otra vez hasta que—
“¿Porque la tardanza, Ed?”
“Sólo estaba leyendo en la biblioteca, Padre. Perdí la noción del tiempo.”
—hasta que—
“Aaa, vosotros los niños, siempre decís eso. Perdí el sentido del tiempo— lo haces soñar como si estuvieses con una chica. ¿Dónde estabas? Sabes que puedes decírmelo. ¿Cómo se llama?”
—hasta que—
“¿Quizás más tarde, Padre? Debería—irme, tengo que—tarea—“
“¡Así que hay una chica! Venga, Ed—“
—hasta que hasta que hasta que hasta que—
“—Eh, ¿Es eso que traes a casa un gato?”
“¿Q-qué?”
Edgar se gira—en sus talones está el gatito, flaco, huesudo.
El gatito maúlla y toca con su patita sus pies, y por un momento Edgar olvida que el latido ha parado.
Madre, como se esperaba, adula al animal e insiste que Edgar se los quede—Padre no está muy convencido pero no parece que le importe mucho. Mientras juega con un poco de las sobras de pollo de la cena, Edgar se retira a la relativa seguridad de su habitación y saca la aún caliente hoja—su primer poema negro, salvado de David Poe y Ese Lugar. Él deja su mano, todavía doliendo, en la gastada hoja—un sobrecogedor sentimiento de sin vida le saluda, no sólo vacío pero una ausencia absoluta de vida donde antes había un corazón latiendo con locura.
Deja caer la hoja como si le hubiese quemado otra vez, y moja una tela con agua fría y la envuelve en sus manos. Se sienta en su escritorio por la mayor parte de una hora, mirando la hoja que se sienta tan inocentemente en su mesa, hasta que oye un maullido de fuera de su habitación.
El gatito entra dentro cuando Edgar abre la puerta, paseando y olisqueando cualquier cosa antes de acariciar su pierna. “No hagas eso, estás muy sucio,” Edgar murmulla—deja la tela en la mesa y lleva al gato al baño, donde puede lavar toda la suciedad que hay en su pelaje. El gatito no se mueve o sisea con desencanto durante todo el tiempo, manteniéndose perfectamente dócil hasta que murmura, “Vale, ya estás limpio” y salta de la bañera y deja agua por donde pasa.
Edgar mira al gato—han pasado menos de unos minutos y ya se vuelve a frotar en su tobillo otra vez. Durante ese rápido baño ha sentido sus huesos debajo de su pelo, ha sentido los todavía frescos cortes y golpes que ha recibido de los chicos antes. Su madre no debe estar cerca, él piensa, no pudiendo recordar otro gato con un pelaje tan negro como el de este. No podría vivir mucho fuera… demasiado joven para cazar por sí mismo…
El gatito le sigue a su habitación otra vez, y pasea un poco mientras él se sienta en su mesa, manos en la tela y ojos centrados en el papel. I se da cuenta, otra vez de que hay un cuerpo en esa hoja, el poema que ha escrito con sus propias manos—el cuerpo de un chico no mucho más mayor que él, que tenía hobbies y aspiraciones y—y una familia, una familia que pronto empezará a preguntar por él, una familia que quizás llama a la policía por ayuda y la policía quizás pregunta a los otros chicos que corrieron y los chicos dirán Edgar Allan Poe—
Respira muy, muy hondo, exhala, y deja una mano en la hoja otra vez. Sigue sin haber nada. No es como si esperaba que el latido empezara otra vez, que habría sido incluso mucho más terrorífico, pero—pero. Cuando cierra sus ojos, él puede más o menos ver el paisaje de dentro del poema—un cementerio con niebla por la noche, nubes bloqueando la luna tanto que no se puede ver siquiera un resquicio de luz a través de la neblina.
Y un cuerpo, tanto fresco como ceniza, en la fría tierra. La gana de echarse para atrás, de abrir sus ojos y dejar este lugar casi domina a Edgar, pero mantiene su mano fija y se centra en el cuerpo. Alto para ser de diecisiete años, una nariz ganchuda, un grano debajo de su oreja derecha, el último modelo de móvil en su bolsillo (significa que es Nico, significa que sus padres tienen dinero, significa que pueden contratar a un detective, significa significa significa)— Edgar conoce su cara, la ha visto retorcerse en sonrisas desdeñosas en los pasillos y en ruidosas y escandalosas risas en el gimnasio, también.
Concéntrate, concéntrate, concéntrate. Causa de la muerte. Por su madre, Edgar no puede identificar cuál es— no hay heridas exteriores, lo único que puede ver es la mirada de completo horror en el rostro de chico (sigue siendo sólo un chico y es poco más mayor que Edgar, cómo he podido cómo ha podido). Con un momento de lucidez Edgar va mentalmente sobre la segunda estrofa del buen memorizado poema—porque los espíritus de los muertos que existieron antes que tú en la vida, te alcanzarán y te rodearán en la muerte,—y la sombra proyectada sobre tu cara obedecerá a su voluntad; por lo tanto, permanece tranquilo.. Y luego comprende—matado por los muertos.
Él abre sus ojos—el cementerio ( y la niebla, y el frío, y el cuerpo) se desvanecen se su vista para ser reemplazadas por el gatito que ha saltado a su regazo sin que se diese cuenta. Maúlla y pone su pata en su estómago, y se mantiene quieto cuando Edgar le acaricia. “Eres pegajoso”, se da cuenta— su habitual tartamudeo no se hace presente.
Sin ninguna explicación, el gatito maúlla, como respuesta hacia él. Puede casi entender lo que dice, probablemente algo similar a: ¡Sólo porque tu regazo está calentito! Le parece algo lo suficientemente gatuno como para que el gato lo dijese.
Distraídamente, Edgar mira su lado, y frunce el ceño al largo corte del que ya había lavado la sangre—ya tiene costra, pero puede imaginar fácilmente cómo una patada podía haberlo lanzado patinando sobre las punzantes rocas del suelo. “Te han hecho mucho daño ¿Por qué?”
Miau. ¿Cómo iba a saberlo?
“Ah, claro—claro que no lo sabes, no pudiste ni defenderte.” Edgar acaricia el pelaje hacia abajo y sonríe cuando el gato ronronea con gusto. Al principio no sabe porqué los músculos de su cara están protestando hasta que se da cuenta de que la mayoría de sus “sonrisas” antes que estas no eran más que una leve curvatura de las esquinas de sus labios.
Miau. Mira, estás sonriendo, el gatito parece decir—se sienta en su regazo e intenta alcanzar su cara con sus patitas de enfrente. Edgar lo levanta y le deja tocar sus mejillas con sus pequeñas patitas, sus garras tan suaves que casi ni las nota. Es bastante antihigiénico y puede que consiga pelo en su boca, pero su sonrisa sólo crece y por un momento se olvida del cuerpo escondido en sus palabras, la sangre en sus manos—por primera vez parece que por fin ha hecho un amigo fuera de su imaginación, incluso si es sn gato.
“Necesitas un nombre” reflexiona. Sus ojos se vuelven al poema que continúa en la mesa, y el título escrito cerca de la parte de arriba—Espíritus de los muertos. Él piensa en el miedo en la cara del chico, su vida acabada porque había pateado un animal que no podía contraatacar. ¿Y por qué razón? Edgar se pregunta a sí mismo—¿Por qué necesitaban herirle? ¿Sólo por herir algo? ¿Sólo por sentirse poderoso? Él piensa en el miedo que se ha vuelto una parte de él, el hábito de estar al fondo de la habitación para que nadie pueda acercarse por detrás. Pisadas resonantes. Miradas de asco. ¿Por qué necesitaban herirme?
Miau. ¡Préstame atención!
“Lo siento, lo siento.” Edgar deja el gato otra vez abajo, donde empieza a ojear un hilo colgante de su abrigo. “¿Qué te parece Pluto?”
Miau. Deberías arreglar tu abrigo, se está deshilachando en las costuras.
Edgar tira del hilo. “Hm.” Pero el gato no parece objetar al nombre, así que después de dejar Espíritus de los Muertos en un cuaderno en blanco, Edgar se va a dormir con Pluto a su lado en la cama. La noche es cálida, lo es también su pecho—el frío de la muerte le evade, por un rato.
—
Le vuelve a visitar no mucho más tarde; la tarde del día siguiente, él vuelve a casa desde el colegio para encontrar algo colgando de un árbol no muy lejos de su casa. La parte lógica de su cerebro sabe lo que es tan pronto como lo ve—el resto de partículas de su cuerpo se niega a creerlo.
“Mataste a nuestro amigo por un estupido gato,” uno de los chicos y el obvio líder del grupo dice, poniendo su cara cerca de la de Edgar. “¿Qué mierdas te pasa, usuario de habilidad? ¿Matarías a un humano por un pequeño animal?”
“Se lo diremos a la policía,” salta otro. “Puedes divertirte utilizando tu habilidad cuando estés esposado con anuladores. Realmente eres el diablo—“
“¿Qué te hace pensar que no os matará a los cuatro ahora mismo?” Edgar susurra, tan bajo que incluso la más leve brisa podría haberse llevado su voz. Pero el día es caluroso y seco, y a las cuatro caras de los chicos se les quita el color. “Vamos. Decídselo a la policía. Ya veremos qué os haré antes de que lleguen hasta mí.”
Sin más miramientos, salieron por patas. Él desata la cuerda y se sienta en la base del árbol por un rato, sin poder moverse o llorar o lo que sea, sólo puede acunar el frío, frío cuerpo de Pluto en sus brazos. Otra vida acabada por él, pero esta vez una vida tan inocente, tan pura, que no hay justificación para su fin. No hay justicia, de verdad, Edgar piensa. No hay justicia, no hay bien o mal o blanco o negro, sólo la línea entre la vida y la muerte y lo poco que le toma a alguien pasar la patética verja separando las dos.
Entierra a Pluto en su jardín—hay una pala en algún lugar del almacén, pero está demasiado lejos y no quiere moverse más. Edgar cava y cava y tiene tierra en sus uñas, ve la tierra cubrir la tinta de sus dedos, se siente lo suficientemente establecido como para poner en marcha los engranajes de sus emociones otra vez. Cuando deja a Pluto en la tierra, manos acariciando las heridas que todavía estaban sanando, siente un sentimiento de furia—al empujar otra vez la tierra en el agujero, recuerda las pisadas resonantes y los gritos de dolor— cuando se levanta y le dice a Madre que el gatito de ayer había huido, oye el latir de un corazón que no había hecho eco antes en sus oídos, latiendo contra sus costillas como intentando dominar a su propio corazón.
A los diez años había conocido la pérdida con la forma de papeles rotos a pedazos, no al huir de las personas que le habían traído al mundo; a los dieciséis se vuelve íntimamente conocido con ella otra vez, en un animal que casi podía entender, no en la vida humana. Los humanos— son tan cortos, Edgar piensa, tan indiferentes— primero las manos pesadas y la voz del diablo de Papá, luego los otros estudiantes del colegio con las duras palabras y los aún más duros puñetazos, y ahora esto.
Merecen siquiera sus vidas, Edgar piensa. Merecen sus vidas más que un gato que no había hecho nada, Edgar piensa. Merezco siquiera una vida después de habérsela quitado a otro, Edgar piensa.
Se encierra en su cuarto y no duerme en toda la noche—lo que hace es sacar hojas en blanco y escribe con un fervor que nunca antes había tenido. Si antes su palabras estaban imbuidas con la maravilla e imaginación de un niño, y luego la solidaridad y soledad de un fugado, entonces ahora vierte cada llama de ardiente furia y odio en cada letra que su bolígrafo escribe, arañando el papel tan fuertemente que deja marca en el que hay debajo. Pero Edgar no para— no cuando las manecillas del reloj dan las dice, una, dos, cinco—porque no hay pausa para la necesidad de justicia artificial, para la más sangrienta de las venganzas.
(“Tus ojos están más oscuros que de costumbre, Ed” Madre le reprende. “¿Te quedaste despierto anoche hasta tarde?”
“Sólo un poco. Tenía—Tenía tarea.”)
Una semana pasa en silencio—para Edgar, por lo menos, porque el resto del vecindario está en alboroto por el chico desaparecido, sus padres histéricos y la policía preguntando a todos en el colegio. Cuando un amable policía (probablemente un padre, tiene un anillo y es bueno con los niños pequeños, Edgar anota aburrido) le ofrece caramelos y le pregunta si sabe algo, Edgar niega con la cabeza y dice que nunca había hablado con el chico—al parecer los otros chicos tampoco habían dicho nada porque esa es la primera y la última vez que la policía habla con él sobre eso.
Él rechaza el caramelo—ya sabe que es demasiado dulce.
Una semana pasa en silencio. Edgar continúa como siempre, haciendo sus tareas sólo para aprobar y se niega a escuchar a los profesores—nunca enseñan que no sabe o que puede aprender en cinco minutos. Él usa el mismo camino de siempre para llegar a casa, pero empieza a comer cada vez menos y se queda allí para alimentar a los gatos y los cuervos un poco más. Con ellos, el simultáneo calor y frío en sí mismo se difumina con el exterior, incluso si es solo por un poco, y a veces después de alimentarlos los curvos le dejan acariciar sus cabezas antes de echar a volar. Los gatos siempre se acurrucan en sus manos y piernas antes de que se vaya—su corazón siempre se encoge y no se relaja por el resto del camino hasta casa.
Una semana pasa en silencio. Edgar pasa un papel doblado en un pequeño cuadrado en una de las mochilas de los chicos, y cierra sus ojos siempre que puede—los alrededores que aparecen en sus párpados son fogosos y vagos, pero puede identificar dónde es. Una semana pasa en silencio—y entonces, cuando Edgar está medio dormido en la biblioteca, algo le susurra, Solos. Los cuatro de ellos. Solos.
La calle a la que llega está, en efecto, vacía de cualquier persona o cosa—está en la periferia del pueblo, detrás de un antiguo edificio cubierto con plantas y casa de un árbol que se curva hacia adentro y hacia afuera de las ventanas rotas. Con un poco de duda Edgar deja que un pequeño trozo de papel sea llevado por el viento—antes de que desaparezca de su vista completamente le susurra—no hay cámaras, no hay testigos, no hay peligro. Edgar abraza su abrigo y, por consecuente, a sí mismo y se esconde detrás de una pared del edificio—oye a los chicos jugar con la pelota, sin mucho más espíritu que el grito o risa ocasional.
Posado sobre una de las ramas del árbol está un solitario cuervo, mirándole con un ojo brillante. Edgar deja un poco de carne de sus sobras, justo donde el pájaro lo puede ver, y le lanza una mirada antes de volar hacia abajo para picar la comida. Su graznido parece decir, Un poco fría, pero mejor que nada.
Edgar estira su mano—cuando el cuervo no se enfada, le acaricia gentilmente en la cabeza y sujeta una sola hoja. Él gira su cabeza hacia donde están los chicos—allí.
El cuervo le observa, y se toma su tiempo picando y pellizcando la carne—justo cuando Edgar estaba a punto de considerarlo una causa perdida , el cuervo le quita de sus manos el papel con su pico, casi rompiéndolo, y vuela por encima de los chicos. El papel va bajando balanceándose de un lado a otro un poco más lejos de los chicos de lo esperado, y Edgar se mantiene completamente quieto cuando uno de ellos se acerca a cogerlo, el resto siguiéndole mientras se codean los unos a los otros.
Son más inteligentes de lo que Edgar les da crédito por, porque si no hubiese reaccionado tan rápido como lo hizo, el chico que cogía la hoja lo habría soltado y su plan se hubiera ido completamente al traste—como es, él aprieta su puño y tira de su habilidad cosquillearte en las puntas de sus dedos antes de que pueda ocurrir. Un palpitante resplandor de negro, fuego corriendo en sus venas hasta el codo, cuatro gritos de pánico—y luego nada. Edgar sale de las sombras para recoger la primera página de su trabajo antes de que toque el suelo. En la distancia, puede oír el leve graznido de un cuervo.
El se mete en el edificio, se apoya en el tronco del árbol y cierra sus ojos. Cuatro latidos diferentes resuenan en sus oídos como marchas fúnebres, como cuentas atrás hasta el Día del Juicio Final—sostiene las hojas en sus manos, ignorando el punzante dolor que se extiende por la mitad de su brazo derecho, y se centra.
Son las tres de la mañana allí… en París, en una de las calles, en el cuarto piso de una casa, cuatro chicos están reunidos alrededor del cuerpo de un gato muerto. Th-thump thump thump thump. Son conscientes de que lo acaban de matar. Thump thump thump thump. Se oyen pisadas en las escaleras. Thump thump thump thump. Algo se acerca. Thumpthumpthumpthumpthump.
Los cuatro de ellos se separan, intentando orientarse en la desconocida casa, pero de alguna manera da igual hacia donde intenten escapar siempre acaban en un callejón sin salida para que el asesino les mate. Edgar sigue al primero, el más pequeño, el que cree que solamente se había juntado con los otros porque parecía guay—se queda encerrado en el armario de la limpieza y la manera en la que llora cuando el dueño del gato se acerca son casi lastimeros. Thumpthumpthump—el segundo se cae por las escaleras y se rompe la pierna, lo que habría facilitado la matanza del asesino si no fuera por sus estridentes gritos. Thumpthump—el tercero, el mejor amigo del jefe, saca un cuchillo y lo mueve sin acertar, chillando amenazas vacías que Edgar casi no puede entender. Thump. Sus huesos están tan destrozados como altaneros edificios reducidos a escombros y restos. Thump. Sus gargantas han sido cortadas tan profundamente que sus cabezas se caen cuando sus cuerpos son movidos. Thump. Su brazo duele. Thump.
El cuarto, el líder, se tropieza con una alfombra y patina hasta acabar enfrente de la chimenea. No, ¡Para! Salta y corre como un loco hasta la ventana cerrada a cal y canto. —Lárgate, lárgate, estés el demonio ¡el demonio! Se da contra una mesa y hace que se caiga una porcelana de incalculable valor al suelo—Por favor, por favor, lo siento, lo—
Edgar abre sus ojos, pero puede oír todavía las burbujeantes disculpas, puede todavía ver una cara volverse azul por el rabillo del ojo, puede todavía oler el hollín cuando el asesino mete al chico boca abajo en la chimenea—puede todavía sentir el dolor subir y bajar por su brazo. Cuando mira su normalmente pálida piel, ya obviamente enfermiza, se da cuenta de que se ha vuelto gris ceniza, casi como la de un cuerpo. Probablemente debería preocuparse más por ello. Pero no lo hace.
El edificio está inquietantemente silencioso. No más lloros o gritos, amenazas o disculpas. No más latidos.
Cuando llega a casa, brazo seguramente escondido en la manga de su abrigo, se toma un largo baño para rascarse el gris de su piel. No funciona, y no recupera el color la mañana siguiente, pero Edgar no puede ni molestarse en preocuparse—mirándolo fríamente, todo lo que puede pensar es que se parece al cuerpo que todavía se está pudriendo en el cementerio que creó. Los otros chicos murieron por verdaderas y físicas herida, pero el primero, su primer asesinato—se lo habían llevado los espíritus de los muestras para ellos mismo.
Si hago esto suficientes veces, ¿se volverá mi cuerpo entero gris? Edgar se pregunta. Si hago esto suficientes veces, ¿moriré como las personas que he matado?
Abre el mismo cuaderno en el que guarda Los espíritus de los muertos y deja que esta historia más larga se una a sus páginas. Cinco cuerpos en una semana.
En mitad de la noche, cuando no puede dormir, se empuja a sí mismo fuera de la cama y relee la historia otra vez, las hojas arrugadas después de el ferviente agarre en el que las tenía por días (y quizás, por lo que acababa de suceder—pero Edgar no quiere pensar en eso). El hueco de nada donde antes había algo, debería hacerle sentir…¿Qué? ¿Culpable? ¿Orgulloso? Edgar no sabe siquiera que debe sentir ahora, después de matar a cinco personas, cinco chicos, con la habilidad que todo el mundo conoce como el regalo del diablo.
Edgar reproduce en su cabeza las muertes de los chicos una y otra vez, recordando los lloros, los gritos, las amenazas y las disculpas. Los latidos. Todos tuvieron distintas maneras de responder ante la muerte. ¿Cómo respondería ante la muerte? Edgar se pregunta otra vez.
¿Respondería siquiera ante la muerte?
(Después un hombre, sus sonrisas brillantes y dedos manchados de verde por los billetes, le pedirá su habilidad. Edgar recordará las hojas arrugadas en su cuaderno, los latidos y el gris muerto de su brazo y cómo había estado prácticamente con ellos en su muerte, una relación más íntima que cualquier otra pudiese aspirar a ser.
“El gato negro en la calle Morgue” responde. Brevemente se pregunta si esto era lo que Pluto, un gatito tan pequeño que la rama donde se colgaba no se doblaba, hubiese deseado para él.)
