Chapter 1: Cimientos Fracturados
Summary:
La historia de un niño cargado de soledad, buscando desesperadamente un lugar donde pertenecer y dispuesto a aferrarse a cualquier atisbo de amor y familia que pueda encontrar.
Notes:
Advertencias:
[Bullying y acoso escolar]
[Muerte de un ser querido]
[Negligencia y abandono emocional]
[Discriminación y exclusión social]
[Secuestro]
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Chapter Text
El conejo avanza, aunque el camino es gris,
con pasos firmes, sin mirar atrás,
el coraje arde en su pecho, un fuego sin fin,
y la esperanza es su guía, su única paz.
Pero el destino guarda un velo oscuro,
que en su carrera nunca vio venir,
un futuro amargo, cruel y duro,
que dejará huellas que no podrá cubrir.
Aunque lucha con fuerza, sin rendirse,
el peso de lo incierto lo hará caer,
y aunque sigue adelante, sin desvanecerse,
el futuro lo marca, sin poderlo entender.
Izuku sabía que el universo tenía algo en su contra.
Desde que tenía cuatro años, su vida dió un giro completo, y todo por un único hecho: dos deditos extra en sus pies. Esa pequeña articulación extra que marcó su destino, y que lo convirtió en algo mucho más grande que un simple defecto físico:
Un desperdicio de espacio público.
Un incompetente.
Un inservible.
Un ineficaz.
Un perdedor.
Un error.
Un inútil.
Un Deku.
En un mundo donde los fuertes son los que dominan, donde las personas con poderosas peculiaridades son las que ganan, él era un estorbo. Los que no tenían habilidades interesantes, los que no eran especiales, eran los perdedores. Los que quedaban abajo de la pirámide.
Izuku ni siquiera estaba abajo de la pirámide. Estaba mucho más abajo, aplastado por la base. Era un marginado, una anomalía, algo que la sociedad miraba con lástima, como si ya supieran, desde que era un niño, que su futuro sería difícil, casi arruinado.
Un niño pequeño no comprendía por qué los otros niños no querían jugar con él por "ser débil", por qué su mejor amigo, Kacchan, ya no quería ser su amigo y lo dejaba atrás, por qué la gente se detenía en las calles solo para mirarlo, con una mezcla de curiosidad y lastima, antes de seguir su camino. Tampoco entendía por qué los médicos ya no podían atenderlo, por qué no tenían los instrumentos necesarios para chicos como él.
Izuku, en su inocencia, aún no comprendía la magnitud de su situación. Su madre trataba de protegerlo, de mantenerlo alejado de la dura realidad. Y él, ingenuo, se aferraba a esa burbuja de seguridad, sin saber que la realidad lo acechaba, esperando el momento perfecto para derribarla.
Solo pasó unos años hasta que decidió investigar sobre los Quirkless.
Y fue ahí, a la edad de 7 años, cuando la burbuja de inocencia que tanto había cuidado se explotó.
Kacchan dejó de ser su amigo. Ya no podía soportar estar cerca de alguien tan débil, y sus otros amigos lo abandonaron también.
La gente lo miraba en las calles, no porque se interesarán, sino porque su condición de "inútil" lo delataba, evidenciado por sus cómodos zapatos rojos. Eran zapatos hechos por una marca especializada para personas como él, personas sin quirks.
Y los médicos… Los médicos no podían atenderlo. Las leyes, impuestas por un sistema que solo priorizaba a los que poseían habilidades, dejaban a los Quirkless fuera del alcance de la mayoría de las instalaciones médicas. No importaba si alguien estaba herido, enfermo o necesitaba atención urgente. Si no tenías un poder, tu vida no valía tanto.
Izuku lo entendió. La realidad, tan cruda, lo había alcanzado, y no había forma de escapar.
Pero Midoriya tenía algo que cualquier niño de su edad perdía fácilmente, aun con los desagradables comentarios, el bullying de sus compañeros, la vista en alto de los adultos aún seguía manteniendo el coraje, la determinación y la esperanza…
Seguía manteniéndose fuerte y firme, aun si el mundo se volvía en su contra…
A los ocho años, Izuku comenzó a esforzarse más en sus tareas y exámenes. Pasaba horas en su escritorio, repasando los temas escolares una y otra vez. Sus calificaciones, que antes oscilaban entre los 80 puntos, pronto comenzaron a situarse entre 95 y 100.
Midoriya estaba entre los mejores de la clase.
Pero sabía que, si quería llegar lejos, tenía que ir más allá. Así que decidió adelantarse, estudiando temas de los próximos años escolares: matemáticas avanzadas, química, álgebra, física. Todo le parecía fascinante, casi como si cada nueva fórmula o teoría le abriera un mundo de posibilidades.
Inko lo observaba con asombro. Para ella, era extraño que su hijo corriera emocionado desde su cuarto para explicarle cómo resolver un problema químico que ella no entendía. Pero ver la pasión en los ojos de su pequeño llenaba su corazón de alegría.
Sin embargo, como siempre, el universo y la sociedad parecían empeñados en recordarle a Izuku cuál era su "lugar".
El problema con las notas altas era que atraían atención, y no de la buena.
Cuando Kacchan se enteró de que Izuku lo había superado en calificaciones, lo tomó como una afrenta personal, como si el peliverde estuviera subestimándolo. La furia de Katsuki se intensificó, y lo que antes era acoso verbal pronto se volvió físico.
Y así nació el miedo.
El miedo a ir al colegio, a estar siempre alerta.
El miedo a tener que salir corriendo del aula apenas sonara el timbre, con la esperanza de evitar a sus acosadores.
El miedo a entrar a los baños, temiendo ser acorralado.
Una vez, unos chicos de otro curso lo empujaron contra un inodoro, metiéndole la cabeza dentro. Fue solo una vez, pero Izuku nunca olvidaría la humillación y la desesperación que sintió.
Regresaba a casa con moretones y quemaduras que ocultaba de su madre, inventando excusas para justificar su ropa rasgada. Sus maestros, en lugar de ayudarlo, preferían mirar hacia otro lado. O peor, lo culpaban, manchando su expediente con acusaciones de "faltas de conducta".
Para encontrar un poco de paz, Izuku tomó una decisión dolorosa: bajar sus notas, situándolas siempre unos puntos por debajo de las de Kacchan. Esa era su forma de sobrevivir.
Pero fuera de la escuela, su sed de conocimiento permaneció intacta. Seguía estudiando en casa, profundizando aún más en temas avanzados. También se adentró más en el análisis de dones, una obsesión que había comenzado a los cinco años. Ahora, buscaba ventajas que otros héroes podrían aprovechar, aunque él no tuviera un quirk propio.
Además, decidió aprender a cocinar. Le pidió a su madre que le enseñara, queriendo aliviar su carga. Si él podía preparar la cena, Inko no tendría que preocuparse al regresar agotada de su trabajo como enfermera. También comenzó a encargarse de la limpieza de la casa, a lavar y planchar la ropa, incluso a coser los pequeños huecos que aparecían en su uniforme escolar después de un mal día.
Por unos meses, antes de cumplir diez años, Izuku sintió que tenía cierto control sobre su vida.
Pero el universo, como siempre, tenía otros planes.
Todo cambió la noche en que Inko no regresó a casa. Izuku recuerda cómo miraba el reloj, preocupado porque su madre no llegaba para la cena. Las horas pasaban, y la ansiedad se transformaba en un nudo en su pecho. Entonces, alguien llamó a la puerta.
Era la policía, acompañada por trabajadores de servicios sociales.
Unos asaltantes habían intentado asaltar a su madre mientras volvía a casa. Sin embargo, en el momento en que la hallaron, la encontraron en el suelo, apuñalada.
Mamá había muerto.
Si bien intentaron ayudarla, no fueron lo suficientemente rápidos para trasladarla al hospital, por lo que terminó falleciendo en el camino.
Las semanas siguientes fueron un borrón. Pasó un tiempo en una casa de acogida junto a otros niños. Algunos intentaron ser amables, pero cuando se enteraron de que no tenía quirk, comenzaron a molestarlo. Fue Hitoshi, un chico con el don de controlar la mente, quien lo defendió. Izuku siempre lo recordaría por eso.
Su tía Mitsuki intentó tomar su custodia. Aunque la idea de vivir bajo el mismo techo que Kacchan le daba miedo, una parte de él encontraba consuelo en la posibilidad de quedarse cerca de lo familiar. Pero antes de que eso pudiera concretarse, servicios sociales anunciaron que la custodia de Izuku debía pasar a su padre.
Su padre.
Izuku compartía el mismo apellido que aquel hombre, pero nunca lo había conocido. Su madre siempre evitaba hablar de él, y cuando Izuku preguntaba, Inko se mostraba incómoda, evadiendo las respuestas. Era un tema silencioso, un pacto tácito entre ellos: nunca hablarían de él.
Pero ese día, el pacto se rompió. A los nueve años, Izuku conoció a su padre.
Hisashi Midoriya era una versión adulta de él mismo, con el cabello negro en lugar de verde, una expresión seria y profundas ojeras que hablaban de un hombre consumido por el trabajo. No parecía emocionado por la idea de conocer a su hijo, ni mucho menos por la responsabilidad de cuidarlo.
Sin embargo, cuando Mitsuki y Masaru intentaron hablar con él para obtener la custodia, Hisashi se negó rotundamente. Tomó a Izuku y le indicó que se apresurara: perderían el vuelo a Fukuoka si no salían de inmediato.
Izuku se despidió de sus tíos y de Kacchan, su corazón lleno de incertidumbre.
Durante el vuelo, padre e hijo no intercambiaron una sola palabra. Izuku sentía la culpa creciendo en su interior, pensando que su existencia era una carga más para aquel hombre que apenas lo reconocía como su hijo.
El nuevo hogar de Izuku era impresionante. Un enorme departamento en una de las mejores zonas de Fukuoka, algo que no esperaba en absoluto. Cada rincón hablaba de lujo y comodidad: un espacioso comedor, un living elegante, una cocina equipada con todo tipo de utensilios y electrodomésticos modernos, cuatro habitaciones con sus propios baños privados, además de un baño general y un estudio que pertenecía exclusivamente a su padre.
Era demasiado para un niño como Izuku, quien apenas sabía cómo adaptarse a tanto espacio.
Hisashi no mostró demasiado interés en su vida, algo que no molestó a Izuku. Al contrario, se sintió aliviado. Las preguntas fueron básicas: su nombre, su edad, y detalles menores. No le preguntó sobre su quirk, lo que le hizo sospechar que su padre no sabía que él era quirkless, o simplemente no le importaba.
Sin entusiasmo alguno, Hisashi le mostró la casa y le indicó cuál sería su habitación. También le comentó que pasaba la mayor parte del día trabajando, a menudo hasta altas horas de la noche, y que incluso podía ausentarse por días enteros. Aun así, le aseguró que se encargaría de que Izuku tuviera todo lo que necesitara.
—¿Prefieres asistir a una escuela local o estudiar en línea? —le preguntó.
Midoriya, aún temeroso del acoso, optó por la segunda opción. Su padre no pareció sorprenderse. De hecho, parecía preferir esa decisión.
Unos días después, Hisashi cumplió su promesa de equiparlo: le compró una laptop y un teléfono para mantenerse en contacto ante cualquier emergencia. También estableció una sola regla: Nunca entrar a su estudio ni curiosear sobre su trabajo.
Izuku no lo dudó ni un segundo. La última cosa que quería era causar problemas. Había aprendido, después de todo, que la curiosidad podía ser peligrosa.
Durante casi un año, la relación entre padre e hijo fue distante, pero funcional. Apenas se veían. Hisashi regresaba muy tarde y se marchaba temprano. Sin embargo, a través de pequeños gestos, Izuku supo que su padre se preocupaba: la despensa siempre estaba llena, había dinero suficiente para cualquier cosa que pudiera necesitar, y la comodidad del departamento era innegable.
Durante ese tiempo, Izuku aprendió lecciones profundas:
Primero, la verdad sobre su padre. Descubrió que él, era un hombre brillante con un IQ de 197, destacado como médico, psicólogo y científico. Aunque su Quirk "Aliento de Fuego" era poderoso, su padre lo mantenía inactivo, lo que generó en Izuku una mezcla de admiración y decepción.
Segundo, cómo manejar su dolor. Los primeros días tras la muerte de su madre fueron insoportables. Sin embargo, con el tiempo, aprendió a contener sus emociones, enterrándolas profundamente para seguir adelante. Se repetía a sí mismo que su madre hubiera querido que fuera fuerte, y eso lo mantenía en pie.
Tercero, al principio, disfrutó la autonomía que le daba la ausencia de su padre. Podía desayunar dulces, quedarse despierto hasta tarde viendo películas o dibujos animados, y vivir sin regaños. Pero esa libertad pronto reveló su lado oscuro: la soledad. No había nadie que lo cuidara, nadie que lo abrazara al final de un mal día. Izuku tuvo que aprender a ser autosuficiente, desde cocinar sus propias comidas hasta caminar solo a la tienda.
Y cuarto, la escuela en línea es lo mejor del mundo. Su dedicación lo llevó a avanzar tres años en sus estudios en línea, completando casi toda la secundaria en pocos meses y sintiendo, por primera vez en mucho tiempo, orgullo por sí mismo.
Aunque extrañaba profundamente a su madre, estaba decidido a aprovechar esta nueva etapa. Después de todo, era un niño grande ahora, con muchas libertades, y no iba a desaprovecharlas.
Durante este tiempo, Izuku comenzó a conocer a los compañeros de trabajo de su padre, cada uno con personalidades y dones únicos que dejaron una impresión en él.
El primero en presentarse fue Akamine Junpei, un hombre de 39 años extrovertido y alegre, quien se encargó de asegurarse de que todo estuviera en orden para Izuku en su nuevo hogar. Junpei, con su quirk "Chispa Viva", que le permitía generar pequeñas chispas en sus manos, era una figura cálida y fraternal para Izuku, siempre dispuesto a aliviar el ambiente con un comentario ligero.
Luego, conoció a Tsukikage Miya, una mujer de 43 años con un aspecto mutante que la hacía parecer más joven. Con su piel violeta, aletas en lugar de orejas y bronquios en las mejillas, y cuello. Su quirk le otorgaba la capacidad de respirar bajo el agua, y su oído extremadamente sensible la destacaba entre los mutantes. Miya era protectora y maternal con Izuku, dándole el apoyo emocional que tanto necesitaba.
Finalmente, estaba Kuroiro Kuruga, un mutante cuya piel negra como la sombra y ojos rojos le permitían moverse con sigilo gracias a su quirk "Manto Sombrío". Aunque reservado, Kuruga dedicó algo de tiempo a enseñarle a Izuku los fundamentos del combate físico, lecciones que Izuku valoró profundamente.
A medida que se acercaba a los 11 años, Izuku logró un hito impresionante: terminó todos los niveles de la escuela en línea. Cuando su padre se dio cuenta, comenzó a reconocer la extraordinaria inteligencia de su hijo. Decidió darle ejercicios y problemas diseñados para personas mucho mayores, pero Izuku los resolvía con facilidad, superando todas las expectativas. Poco a poco, Hisashi comenzó a prestar más atención a los intereses y talentos de su hijo: sus análisis meticulosos, su amor por el conocimiento y sus sueños de futuro.
Las cenas en casa se convirtieron en un pequeño ritual. Algunos días, Hisashi invitaba a sus compañeros de trabajo, lo que hacía que el apartamento se llenara de conversaciones y risas, aunque fueran breves. Izuku, siempre encargado de preparar la comida, disfrutaba cada momento. Después de tanto tiempo sintiéndose solo, aquellas cenas le devolvían una chispa de felicidad. Aunque la soledad se había vuelto su compañera constante, esas reuniones le recordaban cómo era sentirse en familia. Por primera vez en meses, sentía que ese lugar podía ser un hogar.
Izuku estaba feliz.
Pero, como siempre, cada vez que Izuku creía que podía abrazar la felicidad, el universo le recordaba que no estaba destinado a ella. Justo cuando empezaba a sentir que la soledad retrocedía, que su corazón volvía a latir con un poco de esperanza, todo se desplomó de nuevo.
El 15 de octubre no solo fue un día cualquiera. Fue el día en que su mundo, frágil y reconstruido con tanto esfuerzo, se rompió una vez más. Marcó el inicio de un capítulo que lo cambiaría para siempre, uno teñido de sombras y miedo.
Ese día, Izuku fue secuestrado.
Notes:
Este primer capítulo es mayormente una introducción sobre la vida de Izuku antes de su evento canónico, para entenderlo mejor y comprender más sus pensamientos cuando este encerrado... Acá les dejo unos datos para que comprendan a nuestro pequeño niño:
Primero, en ese mes entero que Midoriya paso en el lugar de acogida, los de servicios sociales estuvieron peleando con la familia de los Bakugo para que no pueda tomar la custodia, ya que la ley determinó que debía ir con su padre, Hisashi.
Segundo, como vieron, este capítulo fue desde la perspectiva de Izuku, no me adentre mucho en sus pensamientos ya que quiero ir explorando la relación que tenía con su familia en los próximos capítulos. Pero, aunque Izuku cree que su padre hace lo mejor que puede, Hisashi es un mal padre, algo negligente, dejando a Izuku solo en su hogar sin una figura paternal hasta por días seguidos. Esta soledad, combinada con la falta de apoyo emocional tras la muerte de su madre, dejó a Izuku hambriento de afecto y conexión.
Es por esto que cuando conoció a los amigos de su padre, algo en su corazón herido encontró alivio.Bueno espero que les haya gustado, este es mi primer fanfic que escribo así que disculpen si hay errores de ortografía. Aunque las etiquetas pueden dar miedo, por ahora en estos capítulos están a salvo. Iré avisando cuando las cosas se pongan feas e iré poniendo advertencias sobre algún tema si es necesario antes de comenzar el capítulo.
Chapter 2: La Jaula de Colores
Summary:
Izuku despierta en una habitación desconocida, atrapado sin recuerdos de cómo llegó allí. Mientras busca desesperadamente una salida, enfrenta el aislamiento, el miedo y pensamientos autocríticos. Pero se dará cuenta que no estará solo...
Notes:
Tenía planeado que este sea el primer capítulo porque acá comienza toda la historia, lo escribí varias veces, pero luego me di cuenta de que necesitaba contar el antes, para que entiendas algunos pensamientos e ideas de Izuku. Así que técnicamente escribir este primero y luego el otro.
Advertencias:
[Secuestro]
[Ansiedad y pánico]
[Autolesión leve]
[Ambiente opresivo y aislamiento]
[Menciones de abuso escolar]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Un conejito de orejas suaves,
en un rincón frío, perdido y sin estrellas.
Sus patitas tiemblan, su aliento se quiebra,
La oscuridad lo envuelve, su esperanza mengua.
Las paredes callan, el eco es su amigo,
un latido tenue su único abrigo.
"¿Dónde está el prado? ¿Dónde está el cielo?"
Piensa el pequeño con dulce desarrollo.
Pero en su pecho, un brillo se asoma,
un sueño cálido, una luz que lo toma.
Aunque esté solo y el mundo lo encierre,
El corazón valiente jamás se pierde.
Cuando Izuku comenzó a recobrar el sentido, una luz intensa llenó la habitación, obligándolo a cerrar los ojos de inmediato mientras la claridad quemaba su visión. Su cabeza latía con punzadas tan fuertes que ni siquiera pudo incorporarse en la cama; su mente permanecía en blanco, y un zumbido agudo inundaba sus oídos. Instintivamente llevó las manos hacia ellos, intentando bloquear el doloroso sonido.
Con frustración, sus manos pasaron de cubrir sus oídos a tirar de su propio cabello verdoso en un intento desesperado por mitigar el dolor de cabeza. Sin embargo, aquel gesto no alivió su malestar. Sólo cuando las punzadas comenzaron a ceder y el zumbido disminuyó, Izuku dejó caer sus manos al costado, respirando profundamente para calmarse.
Al levantar la mirada, lo primero que llamó su atención fue un techo blanco decorado con colores brillantes, representando un cielo celeste lleno de nubes… que parecía estar sonriéndole, literalmente.
¿Desde cuándo está pintado así el techo de mi habitación? ¿Papá lo hizo? Pensó, confundido, mientras la duda empezaba a abrirse paso entre los resquicios de su desconcierto.
Su mente quedo fijada en las bonitas nubes que le sonreían, como si estuvieran felices de que Izuku estuviera en la misma habitación junto a ellas. Estaba pintado de forma similar a las salitas para infantes, dónde mamá trabaja mientras jugaba con los niños internados. Los colores eran vibrantes y pasteles, como si fueran para un bebé.
Un escalofrío le recorre la columna cuando su mente comenzó a cobrar sentido, lentamente se levanta de la cama y mira las paredes de la habitación. Pintadas también de un celeste como el del techo junto a nubes que también le sonreían de una manera amistosa. Solo con la diferencia del gran arcoíris vertical que atraviesa la parte superior de la pared.
Esta no es mi habitación…
Izuku mira las cuatro paredes que lo tienen rodeadas, cada una de ella representada de la misma manera que el techo, siguiendo el arcoíris vertical, encerrándolo dentro de sus colores.
Debo estar soñando… esto no puede ser real.
Izuku llevó sus dedos al brazo y lo pellizcó con fuerza. Un pequeño gemido de dolor se escapó de sus labios, pero la realidad seguía allí, implacable. La sensación de pesadez en su pecho creció como una piedra que no podía sacudirse.
Esto... esto debe ser un hospital. ¿O un refugio?
El miedo comenzaba a enraizarse en su estómago, extendiéndose con cada segundo. Las ganas de llorar eran imposibles de contener. Sus ojos se posaron en las dos puertas de la habitación: una de madera blanca decorada con estrellas doradas, que parecía sacada de un cuento infantil, y otra de acero metálico, oxidada y completamente fuera de lugar, como una advertencia silenciosa.
La vista de esa puerta metálica le provocó un vacío en el estómago, pero eligió ignorarla por el momento. Se dirigió apresuradamente hacia la más “ amistosa ”. Al abrirla, las luces se encendieron de golpe, revelando un pequeño baño. Había un lavabo diminuto, una bañera ajustada y un inodoro, todos diseñados para una habitación funcional pero claustrofóbica.
El pánico lo inundó como una ola arrepentida. Su respiración se volvió errática mientras retrocedía rápidamente, saliendo del baño y dirigiéndose a la puerta oxidada. Sus manos recorrieron la superficie metálica, buscando un picaporte, algo que pudiera abrirla. Nada.
—Hola? ¿Hay alguien ahí? — Su voz temblaba mientras el miedo empezaba a dominar su cuerpo. Las lágrimas comenzaron a formarse en sus ojos, rodando por sus mejillas pecosas mientras sus manos temblaban. La ausencia de respuesta amplificaba su terror, convirtiéndolo en una ola que lo arrasaba por completo.
—¡Por favor! ¡Estoy encerrado aquí adentro! — Desesperado, comenzó a golpear la puerta metálica con los puños, generando un ruido seco y fuerte que reverberaba en la habitación.
“¡CLANG! ¡clang! ¡CLANG!”
Cada golpe resonaba con un eco profundo, el metal vibrando bajo el impacto. El zumbido bajo y prolongado se desvanecía lentamente en el aire, como un brrrrrum que rebotaba en las paredes cerradas de la habitación, haciendo que el espacio se sintiera aún más pequeño.
—¡POR FAVOR, DÉJENME SALIR! — Su voz, quebrada por el llanto, resonaba como un grito desgarrador en el vacío. Siguió golpeando, cada impacto más desesperado que el anterior, pero la puerta permanecía inamovible.
El metal frío contra sus nudillos y la falta de respuesta terminaron de hundirlo en la desesperación. Las lágrimas caían sin control, su cuerpo temblaba, y su garganta ardía por los gritos. Pero nada cambiaba.
Estaba solo.
Izuku se apartó de la puerta y comenzó a observar su entorno en busca de algún objeto que pudiera ayudarlo a abrirla. A su izquierda estaba el colchón donde despertó, colocado directamente en el suelo junto a unas sábanas y tres almohadas. El colchón estaba rodeado por una barra protectora de madera blanca, dándole un aire infantil. Sin embargo, su atención se centró en la mesa ratona de metal que había en el cuarto. Encima de esta se encontró un tarro grande lleno de crayones de colores y varias hojas de papel.
Con rapidez, Midoriya tomó el tarro y volcó los crayones sobre la mesa. Luego, con determinación, comenzó a golpear la puerta con el recipiente. El sonido metálico que producía era agudo, y las vibraciones de los impactos se propagaban por las paredes de la habitación.
Aunque sabía que aquel tarro no sería suficiente para abrir la puerta, confiaba en que el ruido atraería la atención de alguien afuera y lograría que lo rescataran. Sin embargo, la única respuesta que recibió fueron las vibraciones resonando en el cuarto, acompañadas por el silencio absoluto.
Negándose a rendirse, Izuku continuó explorando. Pasó las manos por las paredes en busca de grietas, cámaras ocultas o incluso una puerta secreta. A pesar de su esfuerzo, no encontré nada que pudiera darle una pista sobre cómo salir. La frustración y el miedo comenzaron a acumularse, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos y su respiración se volvió entrecortada, reflejo de su creciente desesperación.
¿P-Por qué estoy aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Esto es un secuestro? Yo no... no soy importante, ¿Por qué a mí? ¡¿Por qué?!
Sus manos comienzan a llegar a su pecho, el cual subía y bajaba rápidamente, los murmullos desesperados del chico en tanto comenzaron a escucharse, ¿Y si son villanos? ¿Y si quieres usarme para algo horrible? Se detiene en seco, su rostro lleno de terror al considerar posibilidades más oscuras.
¿Me van a hacer daño?
El pensamiento cruzó su mente como un relámpago, dejando tras de sí un eco de temor.
¿Y si… y si esto es porque no tengo un don?
El aire parecía más denso, aplastándolo con cada respiración. Su mente comenzó a llenar el silencio con recuerdos que preferiría olvidar.
¿Qué pasa si nadie viene a buscarme porque… porque no soy suficiente?
Los pensamientos lo arrastraron a esos días en la escuela, cuando los maestros o los adultos apartaban la mirada mientras Kacchan y los otros niños lo molestaban. Siempre decían que solo estaban jugando, que eran bromas, o incluso le echaban la culpa a él, al “causador de problemas”.
Las palabras de sus antiguos compañeros de clase resonaron como cuchillas en su cabeza:
“Nadie se preocuparía por un chico sin don”.
“Un inútil como Izuku.”
“Un Deku…”
El dolor en su pecho se profundizó, como si esas palabras hubieran encontrado un hogar permanente allí. Las lágrimas comenzaron a formarse en sus ojos otra vez, pero se detuvieron cuando un pensamiento lo atravesó como un rayo de esperanza.
Papá…
“No… Papá estaría buscándome… ¿verdad?” El susurro de su voz apenas llenó el espacio, un intento débil de aferrarse a algo, alguien, que le recordara que no estaba solo.
Izuku cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera desterrar esos pensamientos. Pero el vacío de la habitación parecía burlarse de su esperanza, envolviéndolo con una certeza que no quería enfrentar: estaba solo, al menos por ahora.
“¿Papá?” Su voz se quiebra mientras cae de rodillas, sosteniéndose la cabeza con las manos.
Esto no puede ser real... Esto tiene que ser un sueño... Tiene que serlo...
El silencio en la habitación responde, y el niño se enrosca en sobre sí mismo, haciéndose bolita en la pared, su cabeza se apoya sobre sus rodillas y el llanto del niño se comienza a escuchar cada vez más fuerte.
Pasando los minutos y el llanto comienza a callarse, los temblores del niño se relajan y cae en un profundo sueño.
No quiero morir… Quiero irme a casa…
Izuku despierta lentamente, tallando sus ojos hinchados, y sacándose las lagañas que lo molestaban. Su mente lo aleja de su pesadilla, en dónde estaba encerrado en un lugar infantil y escalofriante sin ninguna salida. Porque eso fue, una pesadilla, ¿ Cierto ?
Sus palmas presionan contra la suave alfombra en el piso que lo mantenía alejado de la superficie fría. Y la realidad lo golpea recordando donde estaba y lo que ocurrió lo mantuvo congelado en su sitio.
levantándose de un golpe observa su alrededor para encontrarse con una habitación familiar al del sueño, o más bien, recuerdo .
No fue... no fue una pesadilla.
Un peso enfermizo presionaba contra su pecho, Izuku sacudió su cabeza frenéticamente, tragando la bilis en su garganta. El miedo le cierra la garganta y el pánico intenta tomar el control de su cuerpo nuevamente.
No puedo perder la calma, tengo que encontrar una salida o alguna pista.
Papá ya debe haber informado sobre ¿Su desaparición? ¿Secuestro?, Y los héroes deben estar buscándome.
¿Verdad?
Izuku opta por examinar la celda infantilizada en la que se encuentra, tratando de mantener la calma y distraer su mente. En su inspección, descubre varios detalles que podrían ser importantes:
Primero, sus ropas habituales fueron reemplazadas por una camiseta y un pantalón blanco, hechos de un algodón suave y cómodo. No llevaba medias ni zapatos, y sus pertenencias habían desaparecido por completo. Y, además, no recuerda absolutamente nada de como llegar allí, y por más que intente recordarlo, el dolor de cabeza solo empeora.
Segundo, en sus muñecas, tobillos y cuello se podían apreciar más tonos extraños, como si hubiera estado atado en algún momento.
Tercero, la temperatura cálida de la habitación parecía controlada por una peculiaridad, ya que, a pesar de ello, tanto las paredes como el piso estaban heladas al tacto.
Cuarto, aunque no veía cámaras ni dispositivos visibles para vigilancia, la posibilidad de que un don estuviera controlando el ambiente lo mantenía alerta. No podía permitirse bajar la guardia.
Quinto, la puerta metálica no tenía picaporte, pero sí una abertura para una llave. En un intento desesperado por abrirla, Izuku insertó varios crayones, aunque abandonó el esfuerzo tras romper cinco de ellos.
Y Sexto, más allá de hojas, crayones y dos mudas de ropa idénticas a la que llevaba puesta junto a un buzo, no había ningún otro objeto útil a su disposición. Además, tenía MUCHA hambre y no había comida…
Sin encontrar nada que pudiera ayudarlo, Izuku se toma un momento para respirar profundamente. Se esfuerza por mantener la calma y evitar que el pánico se apodere de él.
Sin soluciones…
Sin respuestas…
Sin salidas…
Sin saber que estaba ocurriendo…
No puedo rendirme, ¿cómo me convertiré en un héroe si ni siquiera puedo salir de este lugar?
Pero no sé qué hacer…
Un pensamiento surge en su cabeza.
¿Qué haría Kacchan?
Izuku se sienta en la esquina del colchón, apoyado en las dos paredes, juntando sus piernas a su pecho y sus brazos arriba pensando en una respuesta.
Lo más probable es que su amigo usaría su increíble don, explotando la pared con una facilidad como si fuera lo más común, seguro también haría explotar el techo, esas horribles nubes sonrientes lo harán sentir menospreciado y las hará explotar, gritando todo tipo de insultos
Una risa se escapa de su boca imaginando esa situación, Kacchan gritando a cada persona que se le cruce y haciéndola explotar, mientras grita MUERANSE a todo pulmón. Seguro cuando salga de allí los héroes lo llenarían de elogios por su valentía e inteligencia, a lo mejor, el caso se haría tan famoso que hasta llegaría a oídos de All Might y lo felicitaría personalmente.
¿Qué haría All Might?
Con su increíble fuerza podría permitirle romper paredes, puertas o incluso el suelo del recinto. Detroit Smash podría generar suficiente presión de aire para desestabilizar estructuras cercanas, y saldría a buscar a más víctimas encerradas.
Una sonrisa se ensancha en su rostro mientras piensa como All Might abriría cada puerta y sacara a cada persona encerrada, imagina como uno de esos individuos siendo el, como entraría su héroe gritando su típico lema de “¡Estoy aquí!” y lo ayuda a huir de esta celda.
Las lágrimas se acumulan en sus ojos mientras piensa en como reaccionaria su padre, ¿Se sentirá aliviado de verme? ¿lloraría? ¿estaría feliz de verme de nuevo?
Un suave gruñido burbujeó en su estómago, que se expandió en el silencio, deteniendo sus pensamientos, y recordándole que no comió nada desde que llego aquí.
Izuku cierra los ojos con la esperanza de que, al volver a abrirlos, se encuentre de nuevo en su hogar.
Midoriya despierta lentamente, la oscuridad lo envuelve completamente; sus ojos, abiertos de par en par, no logran distinguir nada. La confusión lo paraliza por un instante mientras intenta procesar por que no puede ver nada, al pestañar varias veces se da cuenta.
Las luces del cuarto están apagadas…
El niño se queda inmóvil sin saber que hacer, pero un sonido inesperado rompe el silencio resonando como un eco seco y contundente.
Es un golpe urgente, como el de una puerta cerrándose rápidamente…
Puerta…
Su cuerpo reacciona antes que su mente. Se incorpora de golpe, extendiendo las manos hacia adelante, chocando con el vacío. La desesperación lo invade mientras un pensamiento urgente lo atraviesa: ¡Alguien estuvo aquí!
Con la voz quebrada por el miedo y la impotencia, grita:
—¡Oye, espera! ¡No te vayas! ¡Por favor, vuelve!
Izuku trata de recordar en que parte de la habitación se encontraba y trata de caminar en la oscuridad hacia la entrada metálica con rapidez.
Habían abierto la puerta
Y la habían vuelto a cerrar nuevamente
Desesperado corre hacia donde creía que estaba la puerta metálica, pero la baranda que protege el colchón lo hace tropezar y lo envía de cara al piso, sacando inconscientemente un gemido de dolor de su boca, que fue amortiguado por la alfombra.
¡Ahg! Un resoplido frustrado sale de su boca, angustiado, se levanta nuevamente y corre hacia la metálica puerta. Pero solo tiene que dar tres pasos para llegar a la entrada y terminar chocando sobre la fría superficie.
—¡Oigan! ¡Déjenme salir! ¡Por favor! — Su voz se rompe mientras golpea la puerta con ambas manos, pero el ruido de cerrojos cerrándose al otro lado de la puerta lo detienen. Cada cerrojo produce un sonido grave y profundo, como si una barrera pesada se asegurara entre él y el mundo exterior. El último cerrojo resuena como un clic definitivo, un sonido que deja claro que la puerta está completamente sellada.
Retrocede un paso, con la respiración acelerada y la mirada fija en la puerta.
—Por favor, ¡prometo no decir nada si me liberan! — Un silencio sepulcral responde. Izuku se queda quieto, su pecho subiendo y bajando rápidamente, mientras intenta escuchar más allá de la puerta. Pero no hay pasos, ni voces, solo el eco de su propia respiración y los latidos de su corazón.
"Solo quiero irme a casa... Por favor... Se los pido," susurra con la voz quebrada, mientras un sollozo profundo se escapa de su pecho. Las lágrimas comienzan a deslizarse por su rostro, incontrolables, como un río desbordado que arrastra consigo toda la desesperación que lleva dentro. Su cuerpo tiembla, encorvado por el peso de la tristeza, mientras los sollozos llenan el silencio opresivo que lo rodea.
En medio del silencio, algo sonó. Provenía del área de la mesa ratona, más específicamente, sobre superficie metálica.
Izuku dejó de llorar. Detuvo incluso su respiración, atrapando el aire en sus pulmones. Un sonido sutil, como un roce, se escuchó desde la mesa. Algo se movía allí arriba, pero la oscuridad no le permitía verlo.
Sus ojos, adaptándose lentamente a la penumbra, empezaron a captar un movimiento tenue. Sus oídos percibieron sonidos raros, pequeños y desconocidos. Su estómago se hundió en un abismo de miedo. No quería moverse, no podía arriesgarse a ser visto por aquella cosa, si es que podía verlo en la oscuridad. ¿Y si era peligroso? ¿Y si lo atacaba? ¿Y si lo mataba?
Entonces, su visión mejoró lo suficiente como para distinguir algo en las sombras. Algo vivo. Algo que lo estaba observando. Dos ojos grandes y brillantes, de color cerceta, lo miraban fijamente desde la oscuridad.
El corazón de Izuku latía desbocado mientras su espalda se pegaba aún más contra la fría puerta de metal detrás de él. Tragó saliva, el sabor ácido del pánico llenándole la boca, intentando contener su creciente temor. Y de repente, la habitación se inundó de luz.
La claridad era tan intensa que sus ojos, acostumbrados a la penumbra, se cerraron automáticamente. Sus manos volaron para cubrirse el rostro, protegiéndolo del brillo abrasador.
Y entonces lo escuchó.
Un llanto .
Comenzó con un jadeo corto, como si tomara impulso, seguido de un grito desgarrador que resonó en el aire, cargado de desesperación. Era un llanto agudo y caótico, con pequeños gemidos entrecortados, pausas irregulares y respiraciones agitadas. El sonido llenaba la habitación con una insistencia que erizaba la piel.
Izuku, aún con los ojos entrecerrados, apartó las manos de su rostro para localizar el origen del ruido. Y allí lo vio.
Sobre la mesa metálica, dentro de un canasto lleno de sábanas (que le recordó al pesebre de un nacimiento), había un pequeño cuerpo.
Su pecho se apretó con fuerza, queriendo negar lo que veía. Pero las pruebas estaban frente a sus ojos.
Era un bebe.
El diminuto ser tenía el pelo color gris, cortito, pegado a su cabeza por las lágrimas que corrían sin cesar por su rostro. La textura fina de su cabello brillaba débilmente bajo la luz, con sus cabellos cortos desordenados que se movían al compás de sus sollozos. Sus pequeñas piernas descansaban sobre las suaves sábanas del canasto, mientras su rostro, enrojecido por el llanto, se retorcía de emoción.
Las lágrimas brotaban de sus ojos cerrados, y sus manitas se apretaban en diminutos puños mientras su cuerpo temblaba, arqueándose ligeramente con cada sollozo. La fragilidad de su apariencia contrastaba con la fuerza arrolladora de su llanto.
Izuku no podía apartar la vista.
Le habían dejado un bebé.
Habían abierto la puerta, habían vuelto a cerrarla, solo para dejarle un bebé.
...
Izuku no era un niño que insultara con frecuencia.
...
Pero en este momento...
...
“Mierda…” susurró, con los ojos clavados en la criatura que lloraba frente a él.
Notes:
Siento que el final del capítulo es la cereza del pastel.
Las fechas que publique capítulos serán aleatorias, cuando termine de escribir lo publicare de inmediato, eso está asegurado.
Ya tengo planeado hasta el final de la historia, los hechos más importantes y significativos de la trama, el tema es como escribirlos.
Chapter 3: Un nombre para la Esperanza
Summary:
Izuku se encuentra frente a un bebé abandonado en una situación de extrema tensión y vulnerabilidad.
Notes:
Aviso actualizado el 25/01/25
¡He aprendido cómo añadir imágenes en AO3! Ahora estoy incorporando algunas ilustraciones que previamente compartí en mi cuenta de Wattpad (que, por cierto, tiene el mismo nombre, por si les interesa visitarla).
Aunque estoy agregando estas imágenes un poco tarde, creo que mejorarán la experiencia al leer la historia. ¡Espero que disfruten este añadido!Advertencias:
[Advertencia emocional]
[Advertencia de contenido]
[Advertencia general]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Despertó el conejo en su oscura prisión,
un pajarito sin alas lloraba su dolor.
Frágil y roto, un susurro pidió:
"Solo tú puedes llevarme al sol".
El conejo dudó, pero alzó su mirar,
en su espalda sintió el deber de volar.
Juntos soñaron, aunque sin alas,
que la libertad espera tras las balas.
Midoriya no podía apartar la mirada de la criatura frente a él, una pequeña figura que lloraba con una intensidad desgarradora, como si el mismo mundo estuviera colapsando sobre sus diminutos hombros. Sus gritos eran tan agudos que perforaban sus oídos, cada sollozo un puñal que lo atravesaba, cada respiración entrecortada un eco de desesperación. Pero él no podía moverse.
Nada respondía.
Sus músculos estaban rígidos, su mente atrapada en un torbellino de incredulidad y miedo. La escena frente a él parecía irreal, como un sueño distorsionado.
¿Por qué un bebé?
Miles de preguntas se agolpaban en su mente como un torrente imparable:
¿Quién lo había dejado aquí?
¿Dónde estaban sus padres?
¿Lo habían secuestrado, igual que a mí?
¿Qué esperan que haga?
¿Por qué un bebé y no alguien más? Un niño de mi edad, un adulto, cualquier otra cosa.
¿Qué clase de crueldad es esta?
¿Qué clase de monstruos podrían abandonarlo aquí?
Un bebé. No un villano, no un monstruo, no un científico que quisiera experimentar con él, ni un asesino esperando en la penumbra. Solo un bebé. Una criatura indefensa que no entendía nada de lo que estaba pasando.
¿Cómo puedes poner en peligro algo tan puro, tan frágil?
Izuku tragó saliva, pero su garganta seguía seca. Por un instante, deseó que esto fuera una alucinación, que en cualquier momento alguien irrumpiera en la habitación y lo sacara de esta pesadilla. Pero los gritos del bebé lo devolvieron bruscamente a la realidad.
Con el corazón latiendo frenéticamente, Izuku dio un paso hacia la canasta. Cada paso era pesado, como si un manto invisible de miedo tratara de detenerlo. El suelo parecía temblar bajo sus pies. ¿Y si esto era una trampa? ¿Y si algo terrible estaba esperando al otro lado de su valentía?
Pero el llanto... El llanto no le daba tregua.
Cuando finalmente se acercó, pudo verlo de cerca. La criatura tenía un cabello corto y plateado que brillaba con la tenue luz de la habitación. Sus cabellos parecían un destello de luna, suaves, delicados, frágiles. Las lágrimas surcaban sus mejillas redondeadas y sonrosadas, esos cachetes tan llenos que daban la impresión de ser de algodón, esponjosos y suaves.
Tan pequeño... pensó, con el corazón encogiéndose en su pecho.
Sus manos temblaban al notar las diminutas manitas de la criatura, los dedos tan pequeños que parecían apenas capaces de sostener el mundo que se derrumbaba a su alrededor.
Y entonces, por un instante, la criatura lo miró. Sus ojos, grandes y brillantes, eran de un verde azulado intenso, como si alguien hubiera atrapado en ellos el reflejo de un océano calmo y un cielo despejado. Izuku recordó algo vago pero poderoso: una tarde con su madre en la playa, el sol reflejándose en el agua, las olas suaves acariciando sus pies, y el sonido de la risa de Inko llenándolo de calidez.
El bebé no tenía esa calidez. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, de un dolor que no debería pertenecerle, y en ese momento, Izuku sintió una conexión que no podía explicar.
Tengo que protegerlo.
No sabía cómo ni por qué, pero su cuerpo se movió por cuenta propia. Extendió las manos hacia la criatura, con una mezcla de miedo y determinación, como si ese simple acto pudiera darle algo de consuelo a un mundo que parecía dispuesto a destrozarlos a ambos.
Las manos de Izuku temblaban tanto que dudaba ser capaz de sostenerlo. Había cargado bebés antes. Recordaba aquellos días en los que acompañaba a su madre cuando ella ayudaba a cuidar a los hijos de los vecinos. Pero esa sensación... era completamente distinta ahora.
Una puerta en su memoria, que creía cerrada, se abrió de golpe. Recordó cómo, de niño, caminaba de la mano de su madre hasta la casa de algún vecino para hacer de niñera, con una mezcla de emoción y nervios. Mamá siempre cargaba al bebé con una naturalidad asombrosa, sus movimientos suaves y seguros, su sonrisa brillante como el sol mismo. Esa sonrisa no solo iluminaba al bebé en sus brazos, sino también a Izuku, que la miraba fascinado.
Pero entonces recordó otro día.
Había insistido en sostener al bebé, emocionado por demostrarle a su madre que podía hacerlo. Apenas lo alzó, sus brazos delgados se tensaron, y un mal movimiento casi hizo que el pequeño cayera de sus manos.
El miedo y culpa lo golpeó como una ola helada.
Había soltado un grito ahogado y, en el siguiente instante, las lágrimas brotaron de sus ojos. "¡perdón! ¡Casi lo mato! ¡Mamá, casi lo mato!" sollozaba, mientras el pánico lo consumía. Sus pequeñas manos temblaban, incapaces de soltarse del niño, pero tampoco de sostenerlo bien.
—Izuku, tranquilo —la voz de Inko era tan suave como una caricia—. No pasó nada, cariño. Estás bien, y el bebé también lo está.
Ella se inclinó hacia él, mientras sus dedos limpiaban las lágrimas que corrían por sus mejillas. Sus ojos verdes, llenos de calma, se encontraron con los suyos.
—Escucha, Izuku. Todos cometemos errores, y eso no te hace malo ni incapaz. Solo necesitas un poco de práctica, ¿de acuerdo? Ahora mírame.
Sin dudarlo, colocó nuevamente al bebé en sus brazos, guiando sus movimientos con paciencia y confianza.
—Confío en ti. Sé que puedes hacerlo.
Izuku, entre sollozos, asintió. El peso del pequeño en sus brazos ya no era un recordatorio de su error, sino una promesa de que podía protegerlo.
Y ahora lo entendía.
Ella confiaba en él porque sabía que jamás haría daño a propósito, porque sabía que su hijo, incluso en su torpeza, haría lo imposible por cuidar a alguien indefenso.
El recuerdo le golpeó como una ola de calor y frío al mismo tiempo. Su madre... Su rostro, su voz, su sonrisa... todo volvió con una fuerza abrumadora, y las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos.
Izuku tragó saliva, sintiendo que su pecho se apretaba mientras sus manos, aún temblorosas, alcanzaban a la criatura en el canasto. La levantó con cuidado, y por un momento, el mundo entero pareció detenerse. El bebé quedó suspendido en el aire, dejando ver sus pequeñas piernas sobresaliendo de la bata blanca que vestía.
Era tan pequeño.
Tan frágil.
Izuku envolvió al bebé en sus brazos, acurrucándolo contra su pecho. Sentía el temblor del pequeño cuerpo, sacudido por sollozos desesperados, y la calidez de su piel que contrastaba con la frialdad del aire en la habitación. Miró su rostro enrojecido por el llanto, sus diminutas mejillas empapadas en lágrimas, los puños cerrados con fuerza, como si intentara luchar contra un enemigo invisible.
Sus ojos... unos ojos verdes azulados, brillantes y llenos de lágrimas, lo miraron por un instante. Le recordaron el mar y el cielo juntos, un reflejo del horizonte que había visto una vez, de la mano de su madre. Ese día en la playa, cuando las olas acariciaban sus pies y el sol se deslizaba por el agua. Su madre había reído, un sonido tan cálido y protector que parecía envolverlo incluso ahora.
Pero este bebé no tenía esa risa.
Este pequeño no tenía nada más que fragilidad y miedo.
Izuku respiró hondo, intentando recordar cómo su madre calmaba a los bebés cuando lloraban así. Ella les susurraba, les hablaba, les cantaba... Pero cuando abrió la boca, no salió nada.
Un suspiro tembloroso escapó de sus labios.
No sabía por qué tenía tanto miedo.
No sabía por qué temblaba tanto.
No sabía por qué las palabras se quedaban atrapadas en su garganta.
No sabía por qué sentía una vulnerabilidad tan intensa que parecía desbordarlo.
Lo único que sabía era que ese bebé, pequeño y frágil, estaba ahora en sus brazos, y que él debía protegerlo. Sin importar lo que pasara, sin importar el miedo que lo consumía, no podía fallar. No esta vez.
Un gemido largo, titubeante y musical fue lo único que logró salir de la garganta de Izuku. No era una melodía planeada, sino un reflejo involuntario de algo profundamente grabado en su memoria.
Un recuerdo difuso emergió: su madre solía cantar una tonada suave mientras lo arrullaba. Era una canción sin palabras, una especie de silbido melodioso que se entrelazaba con los sonidos de la casa, como el viento que acariciaba las ventanas o el crujido de la madera. Esa melodía siempre lo hacía sentir seguro.
Izuku siguió ese ritmo, sus notas entrecortadas al principio, pero pronto constantes, hasta que el bebé dejó de lloriquear.
Sus ojos, grandes y enrojecidos por el llanto, se abrieron lentamente, brillando aún con lágrimas, y se posaron en él.
Por un momento, sus miradas se cruzaron, verdes y azuladas, como si el tiempo se hubiera detenido. El bebé lo observaba, quizá intrigado por las pecas que salpicaban su rostro, tal vez curioso por su nariz, que aún estaba algo enrojecida por el golpe que había recibido al tropezar. Izuku, por su parte, miraba aquel pequeño rostro lleno de fragilidad e inocencia: los ojos grandes y brillantes, la nariz diminuta, la boca que aún temblaba con restos de sollozos, las mejillas regordetas y suaves como nubes.
De repente, recordó a su madre. Aquella sonrisa radiante que parecía hecha del sol mismo, capaz de disipar cualquier sombra de angustia. No importaba si era él o cualquier niño que cuidaba, esa sonrisa siempre lograba transformar lágrimas en risas.
Izuku dejó de cantar, su voz quebrándose en un susurro, pero algo permaneció en el aire:
Calidez y Esperanza
Y entonces, sonrió.
Fue una sonrisa tímida al principio, pero pronto se ensanchó, llena de sinceridad, como si estuviera vertiendo todo su corazón en ese simple gesto. Por un instante, olvidó dónde estaba, olvidó la oscuridad que lo rodeaba, la soledad, el encierro, todo.
Solo existían él y la pequeña criatura en sus brazos.
Sintió las lágrimas deslizarse por sus mejillas, cálidas y abundantes, como un río que no podía contenerse. Pero esta vez no lloraba de tristeza. Las lágrimas eran de alivio, de algo nuevo que no sabía cómo describir. Era como si un pequeño hilo de luz hubiera atravesado la negrura de su interior.
El bebé lo miró fijamente, y, como si entendiera el gesto, sus labios temblaron levemente. Primero fue un pequeño movimiento, luego las comisuras se alzaron en una sonrisa que parecía tan pura que era imposible no quedar atrapado en ella.
La criatura no se detuvo ahí. Poco a poco, de su boca salió un sonido, una risita suave, titubeante, como el chisporroteo de una llama que comienza a encenderse. Esa risa creció, clara y brillante, llenando la habitación con un sonido tan puro que hizo que algo en el pecho de Izuku se rompiera y se reconstruyera al mismo tiempo.
Era la risa más tierna que había escuchado en su vida. No era solo un sonido, era una promesa, un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, podía haber luz.
Izuku rió también. Una risa temblorosa al principio, que pronto se convirtió en algo libre y genuino. Lágrimas seguían cayendo de sus ojos mientras reía junto al bebé, abrazándolo con más fuerza, como si ese pequeño ser fuera su ancla, su salvación en un mar de desesperación.
La habitación, que antes estaba cargada de gritos y sollozos, ahora vibraba con risas. La tristeza había sido expulsada, reemplazada por una armonía que no necesitaba palabras.
Y así, en medio de la oscuridad, Izuku y el bebé compartieron un momento de pura conexión, risas y lágrimas entrelazadas, como si fueran los únicos dos corazones latiendo en ese vasto y silencioso universo.
No sabía cuánto tiempo habían pasado riendo. Podían haber sido segundos, minutos o una eternidad, pero todo parecía difuminarse en ese instante de conexión. La risa cesó, reemplazada por un silencio que no era incómodo, sino cálido, como si el mundo entero se hubiera reducido a ellos dos.
El bebé lo miró con una sonrisa curiosa y vulnerable, y entonces alzó sus pequeñas manos hacia el rostro de Izuku.
Primero fue su nariz. La apretó torpemente, como si quisiera arrancarla y quedársela. Los diminutos dedos presionaban su piel con una fuerza tan débil y descoordinada que a Izuku le pareció que su corazón se detenía. Luego, las manitas exploraron sus mejillas, trazando el contorno con movimientos inseguros. Cada contacto era un recordatorio de lo frágil que era esa criatura, de lo mucho que dependía de él.
"¿Será por las pecas?", pensó, mientras el bebé seguía intentando frotar su rostro. Tal vez pensaba que eran manchas de suciedad y trataba de limpiarlas. Esa idea lo hizo sonreír aún más, una sonrisa llena de ternura, aunque también cargada de un dolor suave pero constante en su pecho.
La pequeña mano se quedó suspendida en el aire, sin rumbo, como si el bebé hubiera perdido interés por su rostro. El impulso de querer sostenerla lo invadió. Con cuidado, ajustó al bebé en un solo brazo, asegurándose de que su pequeño cuerpo quedara firme contra su pecho. Sus movimientos eran lentos, casi reverentes, como si el mínimo error pudiera romper algo irremplazable.
Con su mano libre, levantó el dedo índice y lo acercó a la mano diminuta. Apenas hizo contacto, los dedos del bebé se cerraron alrededor de él, envolviéndolo con una delicadeza que hizo que Izuku sintiera un nudo en la garganta. Era como si el mundo entero se hubiera reducido a ese pequeño gesto.
La sonrisa en su rostro se ensanchó mientras miraba cómo el bebé intentaba, con su diminuta fuerza, tirar de su dedo, resbalando torpemente una y otra vez. En cada intento, el bebé movía su otra mano hacia la boca, llevándosela para morderse los nudillos mientras lo babeaba todo.
Izuku no se detuvo. Siguió jugando, ofreciéndole su dedo para que lo atrapara. Cuando finalmente el bebé logró llevárselo a la boca, Izuku sintió la baba tibia cubrir su piel, y aunque la sensación debería haberle resultado incómoda, no pudo dejar de sonreír. Era... perfecto, de una manera extraña y caótica.
Notó que el bebé tenía dos pequeños dientes frontales en su mandíbula inferior. “Tan diminutos como tú”, pensó, con un calor extraño expandiéndose en su pecho.
De repente, el bebé bostezó. Fue un movimiento lento y contagioso: su boca se abrió ampliamente, dejando entrever esos pequeños dientes, y sus ojos comenzaron a cerrarse con pesadez. Sus rasgos, tan llenos de vida hace un momento, parecían ahora entregarse al cansancio. Las manitas se enroscaron sobre su pequeño pecho, y su respiración se volvió regular, rítmica, mientras caía en el mundo de los sueños.
Izuku lo miró, inmóvil. Aunque el brazo que sostenía al bebé comenzaba a dolerle, aunque sus piernas estaban tensas y su cuello protestaba por estar encorvado tanto tiempo, no se movió. No podía.
Miles de sensaciones lo atravesaban, chocando unas con otras, llenándolo y vaciándolo al mismo tiempo. Era como si todo su ser estuviera al borde de algo que no sabía cómo describir.
El sonido de su propio estómago rugiendo rompió el silencio.
Miró al bebé con el corazón en un puño, temiendo que aquel ruido lo despertara. Pero la criatura permaneció inmersa en su sueño, ajena a todo, con una tranquilidad que Izuku no podía comprender ni imitar.
"Claro", pensó, "no he comido nada". Su mirada recorrió la habitación, buscando algo, cualquier cosa. Cuando vio la mesa donde estaba el canasto, su corazón se encogió.
Había comida: tres botellas de agua, un bento cubierto con una tapa de plástico, dos onigiri en un plato aparte, una gelatina de naranja y una manzana. Junto a todo eso, un biberón con un líquido transparente, un tarro de leche en polvo y una cucharita rosa. Incluso había pañales apilados cuidadosamente sobre una caja de cartón cerrada.
Midoriya sintió cómo una sensación helada le subía por el pecho.
¿Nos tienen todo preparado?
mientras su mente corría más rápido de lo que podía soportar.
¿Nos van a dejar aquí?
¿Encerrados para siempre?
¿Esperan que viva aquí con un bebé?
¿Que nunca volvamos a ver la luz del sol?
El peso de esas preguntas cayó sobre él como una losa, aplastándolo. Su respiración se volvió irregular, y una opresión se instaló en su pecho, dura, implacable. Era como si el aire en la habitación se hubiera vuelto más denso, sofocante.
No quería pensarlo. No quería imaginarlo. Pero la caja de pañales, la comida, todo estaba diseñado para que sobrevivieran. Como si alguien hubiera decidido que su mundo ahora se reduciría a esas cuatro paredes.
Su garganta se cerró, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Miró al bebé dormido en sus brazos, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera calmar esa tormenta dentro de él.
Pero el peso seguía ahí.
Izuku decidió sentarse con cuidado en el suelo, cruzando las piernas. Con movimientos lentos, colocó al bebé sobre sus muslos, asegurándose de que su diminuto cuerpo quedara bien acomodado. Cada respiro del bebé era un recordatorio de lo frágil que era, y el peso de esa vulnerabilidad se sentía como una losa en su pecho.
Primero, dirigió su atención a la comida. Había algo reconfortante en el simple hecho de verla, pero su mente no tardó en llenarse de pensamientos intrusivos.
"¿Y si está drogada? ¿Y si hay algo más? ¿Qué clase de persona deja un bento perfectamente decorado en un lugar como este? ¿Esto es un juego? ¿Una trampa?"
El hambre que rugía en su estómago amenazaba con opacar esos pensamientos. Cuando abrió la caja de bento, el aroma cálido lo golpeó de lleno, haciendo que su cuerpo reaccionara antes que su mente. Saliva acumulándose en su boca, un instinto primario despertando. El hambre, voraz y monstruosa, lo arrasó.
Su mirada cayó en la pequeña salchicha en forma de pulpo, "Tako-chan", con sus ojitos dibujados, como si lo estuviera mirando fijamente. Todo en ese plato parecía gritarle que comiera: el tamagoyaki con sus espirales perfectos, el pollo teriyaki cubierto en salsa de soya, el cerdo al jengibre brillante y jugoso. Incluso las espinacas con sésamo, algo que jamás habría deseado antes, ahora parecían irresistibles.
"Hasta se esfuerzan en hacerlo en formas divertidas los malditos", pensó con amargura.
Con manos temblorosas, tomó los palillos. Un segundo de duda, un vistazo al bebé dormido sobre sus piernas, y finalmente tomó un pequeño trozo de tamagoyaki. Lo llevó a su boca lentamente, dejando que el sabor inundara sus sentidos. No había rastro de nada extraño, solo un sabor reconfortante, casi hogareño.
El siguiente bocado fue más rápido, y el siguiente más aún. Para cuando tomó el onigiri, la racionalidad se había rendido ante la necesidad. Comió como si ese plato fuera lo único que lo mantenía vivo. Pero mientras llenaba su estómago, otra sensación comenzó a instalarse en él: culpa.
"¿Y si esto es todo lo que nos dan? ¿Y si no hay más comida? ¿Y si esta hermosa cena fue mi última?"
Cuando terminó, el plato estaba vacío. Se quedó mirando los restos como si fueran evidencia de un crimen. El bento había estado delicioso, más de lo que debería haber permitido que estuviera. Un festín en medio del infierno.
Aun así, no pudo detenerse. Destapó la gelatina de naranja y la devoró con la misma intensidad, sintiendo cómo el dulce sabor alivianaba un poco la amargura de sus pensamientos. Al llegar a la manzana, sin embargo, algo lo detuvo. La miró como Eva al fruto prohibido, tentado por su perfección. Pero no la comió.
"No, ya está. Tengo que pensar con la cabeza, no con el estómago", decidió, apartándola cuidadosamente.
Dirigió su atención al tarro de fórmula de bebe. Las instrucciones eran claras, casi insultantemente simples. La cucharita medidora descansaba en la parte superior, y el biberón estaba listo junto a él. Todo perfectamente planeado, sin margen para errores.
"Hasta el mínimo detalle...", pensó con un nudo en el pecho.
"¿Qué buscan con esto? ¿Qué quieren de nosotros?"
Un movimiento sobre sus piernas lo arrancó de sus pensamientos. El bebé se movió, acomodándose inconscientemente, su carita rozando la tela de la ropa de Izuku. Era tan pequeño, tan inocente, que por un momento Izuku sintió que su corazón se detenía.
Con sumo cuidado, movió la caja de cartón hacia él, intentando no despertar a la criatura. La abrió en silencio y comenzó a revisar su contenido.
Juguetes.
Había de todo: peluches de colores, autos de madera, un xilófono brillante, un tablero de pestillos, rompecabezas y bloques apilables. Cada objeto parecía gritar infancia, inocencia, como un contraste cruel con el lugar en el que estaban.
Pero entre todo eso, algo llamó su atención. Una cámara.
Era pequeña, con un diseño aparentemente tonto, como si fuera un juguete más. Pero al inspeccionarla mejor, Izuku se dio cuenta de que era una cámara real. Una sonrisa tensa apareció en su rostro.
"Podría usar esto... Esto podría ser útil. Algo con lo que trabajar para escapar, para recolectar pruebas."
Finalmente, tomó el canasto. Revisó las pequeñas ropas, las mantas suaves y los dos peluches en forma de conejo.
Algo en ellos lo hizo detenerse. Las orejas de ambos peluches tenían bordada una palabra.
—¿Till? —Susurró el nombre en voz baja, como si temiera romper algo al pronunciarlo. Bajó la mirada hacia el bebé en sus piernas, ahora completamente tranquilo en su sueño.
"Till..."
La palabra rodó de su lengua con una suavidad que le sorprendió. Una sensación desconocida comenzó a llenarle el pecho.
—Un gusto conocerte, Till —dijo finalmente, mientras sus dedos rozaban con ternura la mejilla del bebé.
Sonrió. Una sonrisa sincera, rota y llena de promesas. Mientras acariciaba la mejilla de Till, algo dentro de él se reafirmó.
Haré lo que sea. Te sacaré de aquí. Nos sacaré de aquí.
Notes:
Este capítulo explora la vulnerabilidad emocional, aislamiento y situaciones de estrés intenso como las que Izuku está sintiendo en esos momentos, y trate de que la narrativa este centrada en la desesperación y la superación de miedos personales.
Además, intente detallar lo mejor posible en la interacción entre los dos niños en el contexto del encierro, lo que podría evocar emociones fuertes relacionadas con la protección y el cuidado.Izuku y Till tienen un largo camino que recorrer.
Quiero advertir que el personaje de mi historia llamado Till es un OC creado por mí. Aunque utilizo la imagen y el nombre de Till de Alien Stage como referencia visual e inspiración, este personaje no está relacionado con la historia ni el desarrollo original de Alien Stage. Todo el trasfondo, personalidad y eventos de este Till son completamente originales y parte de mi propio proyecto.
Nada que ver, pero, sabían que los significados del nombre Till en el alemán antiguo puede derivar de un diminutivo de nombres que contienen el elemento "Diet" o "Til", que a veces se asociaba con términos relacionados con el corazón o los sentimientos profundos. Y en el origen germánico, su significado puede estar relacionado con "pueblo" o "gente" que puede significar "El gobernante".
Y si, investigue mucho sobre el nombre.¡¡Gracias por leer y Feliz navidad!!
Chapter 4: El Ruido del Cuidado
Summary:
Izuku se dará cuenta que el cuidado de un bebé no es tan fácil como él creía.
Notes:
Me di cuenta después de subir este capítulo que tenía algunos errores ortográficos debido a un problema con el traductor de Google automático en mi celular. Algunas palabras con significado en inglés se tradujeron incorrectamente, incluido el nombre de Till, que se cambió a 'Hasta' o 'Hasta que'. Ya corregí los errores que encontré, pero si se me escapó alguno, ¡están avisados! Gracias por su paciencia.
Aviso actualizado el 25/01/25
Al final de este capítulo, he añadido algunas imágenes creadas por mí gracias a la aplicación Rooms. Estas imágenes representan cómo imaginé la habitación donde ocurren todos los acontecimientos de la historia, ayudando a visualizar mejor el escenario.
Espero que estas representaciones enriquezcan su experiencia al leer.
Ya aprendí como poner imágenes en Ao3 ♡ ︎♡ ︎♡ ︎Advertencias:
[Ansiedad y estrés emocional]
[Pesadillas y elementos de suspenso]
[Desesperación parental]
[Ambiente opresivo y aislamiento]
[Miedo a la pérdida y al abandono]
[Sentimientos de desesperanza y vulnerabilidad]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El conejito cuida al pichón herido,
con juegos suaves, el dolor es vencido.
Olvida las sombras, se llena de risas,
pero en su pecho, la soledad pisa.
Sus lejos amigos, queda un vacío,
pero el pajarito su alegría enreda.
Aunque encerrado, su mundo cambió,
en la pequeña ave, un hogar encontró.
Cuando finalmente consiguió que Till se quedara dormido por primera vez en sus brazos, después de largos minutos de cantarle una canción que apenas recordaba de su madre, Izuku lo observó, fascinado y aterrorizado a partes iguales. Era tan pequeño, tan frágil, que le daba miedo incluso respirar demasiado fuerte y despertarlo.
Horas después, Till seguía profundamente dormido. Tan profundamente que Izuku comenzó a sentir un nudo en el pecho. ¿Y si algo estaba mal? ¿Y si no estaba respirando?
El pánico lo impulsó a querer tocarlo, moverlo, asegurarse. Pero algo lo detuvo. Quizás era el miedo de hacer algo mal, de interrumpir ese descanso tan preciado. Así que se limitó a observarlo, inmóvil, mientras su propia mente comenzaba a derrumbarse bajo el peso de la responsabilidad.
Finalmente, el agotamiento lo venció. Con cuidado, Izuku se recostó en el colchón con baranda, comprendiendo al instante su propósito. Colocó a Till entre unas sábanas, asegurándose de que estuviera cómodo, y luego se tumbó a su lado.
Se recostó de lado, mirándolo. La carita tranquila del bebé parecía irradiar una paz que contradecía todo el caos que había sentido ese día. Era tan inocente, tan ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Cada respiración, suave y rítmica, era un recordatorio de que, al menos por ahora, todo estaba bien.
Pero Izuku no podía ignorar las luces tenues de la habitación, esas que nunca se apagaban y parecían observadores silenciosos. Y esas nubes pintadas en el techo… con sus sonrisas inexpresivas que se volvían cada vez más inquietantes cuanto más las miraban.
Aun así, su cuerpo no daba más. Con los ojos pesados y el corazón aun latiendo rápido por todo lo vivido, Izuku cerró los ojos.
Y, mientras el sueño lo envolvía, la pequeña figura de Till permanecía como un faro de esperanza en sus brazos cansados.
La oscuridad era absoluta. Un manto denso e impenetrable que parecía tragarse todo, incluso los latidos del corazón de Izuku. Caminaba sin rumbo, con las manos extendidas, buscando algo, cualquier cosa que pudiera darle sentido a ese vacío. El suelo bajo sus pies no se sentía como nada que pudiera identificar; no era frío, ni cálido, ni siquiera sólido. Era como caminar sobre la misma oscuridad.
Su respiración se hacía más pesada con cada paso. Una mezcla de ansiedad y desesperación lo empujaba hacia adelante, pero no sabía qué buscaba, ni si había algo allí para encontrar. Entonces, lo vio.
Una luz.
Era tenue, tan débil que parecía parpadear, como si luchara por existir. Sin pensarlo, Izuku corrió hacia ella, el sonido de sus propios pasos resonando en el vacío.
A medida que se acercaba, la luz se hacía más clara, revelando una figura.
Era pequeña, tal vez un niño, aunque Izuku no podía estar seguro. No podía verle el rostro, ni siquiera discernir los detalles de su cuerpo.
Era como si la figura estuviera envuelta en sombras imposibles de penetrar. Pero había algo en su voz, un murmullo tan bajo que Izuku no podía entenderlo, que le helaba la sangre.
“¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?” preguntó Izuku, su voz temblando, resonando más fuerte de lo que esperaba en ese vacío insondable.
El niño se giró lentamente hacia él. Izuku trató de enfocarse, de ver algo más allá de la negra, pero lo único que pudo distinguir con claridad fue la ropa del niño. Su pecho se encogió al reconocerla.
Era la misma que él llevaba puesta.
La respiración de Izuku se aceleró. “¿Quién eres?” susurró, pero no obtuvo respuesta. En cambio, el niño se acercó, levantando una mano para agarrarlo del brazo. El contacto estaba helado, como si algo primordialmente incorrecto estuviera ocurriendo.
La boca del niño se movía, palabras que no llegaban a Izuku, que parecían ser tragadas por la oscuridad. Intentaba calmarlo, asegurándole que todo estaría bien, que podían salir juntos de allí, pero el niño lo sujetó con más fuerza. Sus manos se movieron hacia los hombros de Izuku, apretándolos con desesperación.
No ̷̣͆̇̍̊͊p̵͇̼̰̣̼̔̿̍̋ǘ̶̱͕̍̿̕͟͡e̵̟͖͍̯͛́͗d̸͇̅̎́́̑ḝ̴̝̲͈͋̇̄͒ͅs̸͈̼̟̕ ̵̳̟̫̾̿̾̈́̑ḕ̷͔̦͐s̴̡̥͓͗͝t̶̯̳͑ä̴̯̟́͟ŗ̷̻͓̿̽̚̕ ̶̢̞̎̑͒͋͋ä̵̺̲́̐͂q̵͇̺̗̔͟ų̵̰̝̖͉̉̌͆͂í̷̦̥̂̃ͅ
su voz al fin audible, aunque distorsionada, como si proviniera de un lugar lejano.
T̶̨̛͑i̴̮͋̚e̴̹͖͐ṋ̷̽̐e̶̳͈̅̈́s̸̲̅ ̵̮̥̈́͒q̵̢͇̄ụ̵͉̀͗ȅ̴͇̗͝ ̵̘̈́̕h̶̬͐u̵̯͚͊ĭ̸̫r̶͚̪̄͛
De repente, la habitación familiar se materializó a su alrededor, y sin embargo, no había alivio en ello. El niño seguía ahí, sus manos aún en sus hombros, sus palabras ahora un susurro rápido y frenético que se deshacía en el aire como humo:
Ń̶̢̛͓̖̻̜̼̘̝̱͈͙̙̈̈ͧ̊̊̋̔͊ͤ̎̓́̐ͧ͗̀̊̒̽͜_̿ͫö́̃ c̗͉͔͎͆͗͗͗͋ͣ̒͊ͤͣ̎̇ͭ͘̚̕͢͜_̮̘͍͙̌ͩͤ͞ǫ̶̴̧̛̭̳͖̱̺̝̪̙̩̝̝̗̖͑̆͐ͥ͋̂͛̀ͯ̿ͩͦ̋ͭ͋̅ͬͨͦ͘͜͝n̷̨̨̨͇̗̖̪̞̘͔̠̓ͫ̏̈͋͒̊̑ͮ̅̐ͪͭͣͬͧ̈̐͘͘͡͠͡͡f̖̲͔̙̻̓̃ͪ͐̂̈̋ͨ̔͂̃͜͟͞í̠͖̘̣̲̻̙́̎̓̌ͤͬ̀ͭͭ̎͊ͧ͛ͥ̏͞e̸̴̡͕̠͕̲͎ͫ̓ͥͪ͊̽̇͜͠_̧̢̩̫̣ͬͤ͋ͤ͗͑̄ͮͯ͜͢s̴̷̸̴̴̡̡̧̨̱̭̱̩̜̱͙͖̦̲̝̘̮̫͉̲̱̳͎ͮͯͫ̀͒ͯͤ́̀ͯͯͩ̓ͬ̀̂ͯ e̢͕̲̰̹̤͓̮͕̝̜̥͎̫̝̖ͫ̓ͯ̏ͤͬ̍̔̆̋͒̋ͫ͆̀̾́ͫͦ̿͂͐͢͟͠͞͠n ę̨̱̹̦̈́ͬ̓́͋ͧͭ͘̕͜͟_̤̭̥̙̭ͯͬ͐̃͗̓ͬ̂̂̅̌̏ͥ͌̍̚͝ͅl̴̴̵̶̫̬͓͉̼̝̥͔̖ͨ͌̇̿ͫ̉́̋̎̔̓́̅̇ͮ̍̒́́͟͢͞l̹̣̒ͯ̄̇̇̍͢o̐̏͝s̶̵̻͉͍̏̿͛͂̎̎͊̒́͟͞͡ͅ
S̶̬̩̣̦̦̹͎̺̟͖̀̋̊͆̇̾͒͋̓̚̚͠a̴̦̜̮̫͔̜͉͎̳͒̾͂̇̌̕ ̗͕̲̲̗̖̠͕̹͍͈l̵̛̛̪̩͓̤̀̈́̒̂̅͌͛̋̀͆̓͌̆̏̇̏͛̔̄͑͊͝ͅ De ̸̡̨̡͔̺̱̦̺͇̖̞̩̮̹̫̮͈̪̙̘̩̻̘̓̍͗̈́͐̈́́̎̀̄̅̈́̂̌̂͑͌̒́̉͌̂̇́̚͠͡͠͝͝ ̻̜̳̹͙̯ă̵̛̛͖͈̦̒͐̂̃́͐̓̐̈́̏̀͛͒̿̑̌̕̚̕͟͡͝͝͝͝q̴͂͊̾̏̽̒̃̅͛̽̆̒̓̕ ̞͔̮̗̙̤̽̄͌̈̉̎͌̉͒͝͡͡ử̴̢̯̱̘̻̗͑̓̎̈́̀͛̿͒̆̽̅̂̀̿̉͛̍͗̄̕͝͠͡ͅí̴̓ ̨̢̧̡̟̣̩̩̙͍̲̖̙̭̦̫̯̼̤̹̼̤͕͇͉̰̅̊̉̔̓̏̇̑͒̑́͋̿̎̏̒̄́̔̑́̓͆̚͝͠͝͝͝
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H̸̟̓̂͆̍͜ú̴̙̣̗̠̮́͐̀͆͒̾͆̈́̔͝͠ỳ̶̝̭́͐͘͜e̴̛̫͉͐̿́̓̉̈̾̀̓̕
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La última palabra resonó como un eco, deformándose y rompiéndose en fragmentos antes de desaparecer.
y͈͇̠̲ͬͩ͋ͬ̓́ͭ̕͟͡ͅ n̸̻̰̬̯͎̫̲͈͍̳̣͒ͮ͐͌̐ͫͫ̓̊ͥ̀͋ͧ͑̕͡ö̡̟̪̭̼̪͖̬̞ͣͪͥ̍̾̕͢ͅ m̸̶̸̢̫̞̲̟̩͆͗ͥ̎ͧͥ̋̿̀̌͘͟͡͡͞͞į̵̭̱̬͉͔͚̑̿̿ͦ̋ͩͭ͐ͫͦ̕͘͡r̵̡̧̛͙͖̼̦̯̗͙̠͎͖̝̙͇̺͗ͨ̅ͩ͛̓͂̌̒͋̿ͥͮ́ͪͭ͌͐̆́́ͯ͜͟͟͞͝e̲ͪ͌ş̷̶̨̡͉͉̫͎̘̭͈͉̻̻̫͍̫̳̺̳ͮ͌̈́́ͪͤ́ͮ̊͐̋͗ͤ͗͒ͫ̄̑͗ͯ̓͑̕͟͟͜ a̵̵̷̸̵̤̰̼̗̠͕̥̩͓̝̤̟̬̍́̈̌̊ͩ͆͑̑ͫ́̔̀͘͞t̴̸̵̡̡̖̦̪̩͓̱̫̥͉̭͇͆̋̂̇̀ͦͪͮ͢r̬̮̫͍͙͎̟͕̆͊͌̾̄̆͗́̕͜͡_̴̷̛̜̝̳͈͖̱͕̦̬̙̍͊̓ͣ͐ͤ͋͜a̴̸̸̛̹͍̫̥͎̩͍̬̟̱̮͑̇̎̾̉̓̈́͆͑̀͛͝ş̗͙̯̲͚͓̻̫̼̥̦̋͊̈́ͪ̐̂́͗͐ͪ̊̓
Izuku siempre había sido alguien que vivía alerta. Crecer bajo el constante peso del acoso le había enseñado a estar preparado para cualquier cosa:
Un pie en el pasillo listo para hacerlo tropezar.
Un empujón “accidental” que lo mandaría al suelo.
El almuerzo volcado sobre su cabeza mientras todos reían.
Había aprendido a ver los peligros antes de que ocurrieran, a prepararse para el impacto. Pero en esta habitación, encerrado, esos instintos fueron llevados al extremo. Miraba la puerta metálica durante horas, esperando con el corazón en la garganta que se abre, temiendo que detrás de ella estuviera alguien dispuesto a lastimarlo, o peor, a matarlo .
Y ahora, con un bebé bajo su cuidado, esos instintos se habían intensificado aún más.
Por eso, cuando los gritos de Till rompieron el silencio, su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera procesarlo. Se levantó de golpe, con el corazón martilleando en su pecho y el sudor frío empapándole la frente.
El sueño se había desvanecido de golpe, pero su eco aún resonaba en su mente. Las palabras del niño, la oscuridad, esa sensación de estar atrapado. Izuku respiraba rápido, desorientado, sus ojos recorriendo la habitación hasta que finalmente entendió dónde estaba.
Hasta que seguía llorando, sus sollozos llenando cada rincón del lugar. Izuku sacudió la cabeza, obligándose a concentrarse. Aun temblando por la adrenalina, tomó al bebé en brazos.
“Tranquilo, tranquilo… estoy aquí”, murmuró, aunque no sabía si estaba hablando para Till o para sí mismo.
Ahí, al principio, Izuku pensó que tal vez con unos cariños y suaves murmuraciones, como los "nonis" que recordaba escuchando de su madre cuando calmaba a los bebés de los vecinos, bastarían para que Till volviera a dormirse. Con cuidado, lo acunó contra su pecho, balanceándose ligeramente de un lado a otro, tarareando lo primero que vino a su mente, una melodía quebrada por su propia respiración agitada.
Pero los minutos pasaban, y el llanto no cesaba.
Till no dejaba de llorar, su pequeña cara roja de esfuerzo, sus manitos agitándose en el aire como si buscara algo que Izuku no entendía.
La angustia se apoderó de él.
"¿Qué hago? ¿Qué necesitas? ¡Por favor, dime qué necesitas!"
Cuando Izuku comprendió, hace unas horas, que tenía que cuidar a Till, que la vida de esa diminuta criatura dependía de él, pensó, ingenuamente, que quizás no sería tan complicado. Había logrado calmarlo una vez, había sentido cómo su pequeño cuerpecito se relajaba en sus brazos tras el primer llanto desconsolado.
Tal vez, con suerte, sería así de simple.
Pero ahora, esa falsa ilusión se desplomó como un castillo de naipes.
La verdad era simple: Izuku Midoriya no sabía nada de bebés.
Lo único que tiene para enfrentarse a esta situación son fragmentos sueltos de recuerdos: imágenes de su madre cuidando a los hijos de los vecinos, con una ternura y una destreza que en aquel entonces parecían casi mágicas. Los videos graciosos de bebés que salían de vez en cuando como anuncios en YouTube mientras buscaba estrategias heroicas. Algún dato irrelevante que aprendió no sabe ni dónde. Pero eso no es suficiente.
No le preguntaba cosas importantes a su madre cuando tenía ocho años y la veía con esos niños en brazos. No.
No le preguntó: “Mamá, ¿cómo se alimenta a un bebé?”
No le preguntó: "Mamá, ¿Los bebés solo toman leche?"
No le preguntó: “Mamá, ¿Qué hago si está sucio? ¿Cómo lo baño? ¿Cuándo debes dormir? ¿Cómo lo hago dormir? ¿Cómo detengo su llanto desesperado?”
Ahora esas preguntas se estrellaban en su mente una tras otra, una tormenta que no daba tregua.
Izuku sintió como si algo dentro de él se rompiera un poco más. Ese sonido, tan pequeño, pero tan desgarrador, era un golpe directo a su pecho. Y cuando lograba calmarlo, apenas sentí un respiro antes de que algo nuevo lo desconcertara.
Izuku se sentó en el colchón, apretando al bebé con cuidado, pero sin saber qué hacer, su mente corriendo en círculos. Intentó ajustar la manera en que lo sostenía, arrullarlo un poco más fuerte, pero nada cambiaba. Till lloraba, con un llanto agudo y desgarrador que perforaba la cabeza de Izuku y, lo peor, su corazón.
—¡Por favor, Till! —suplicó, sin esperar respuesta.
El sudor perlaba su frente, mezclándose con las lágrimas que ya empezaban a acumularse en sus propios ojos. Izuku, siempre tan racional, siempre buscando soluciones, se sintió aplastado por la realidad de no tener ni idea de lo que estaba haciendo. Su respiración se volvió entrecortada, sus manos temblaban al ajustar a Till en sus brazos.
"Esto no está funcionando. No sé qué quiere. ¡No sé qué hacer!"
Los recuerdos de su madre cuidando bebés volvieron a él, pero eran fragmentos, imágenes que no respondían las preguntas importantes. Las palabras de los videos graciosos de bebés que alguna vez había visto en YouTube eran solo ruido inútil ahora.
"¿Está hambriento? ¿Está incómodo? ¿Tiene frío? ¿Calor? ¿Le duele algo? ¡¿Qué hago?!"
La impotencia era una sombra que crecía en su pecho, un peso que lo hundía más con cada segundo que pasaba sin que el llanto de Till disminuyera. Miró alrededor de la habitación, buscando alguna respuesta, pero las nubes pintadas en el techo parecían burlarse de él con sus sonrisas estáticas.
—No sé qué hacer… —su voz quebrándose mientras apretaba a Till contra sí.
Pero hasta que no pude responderle. No podía decirle qué estaba mal, qué necesitaba, qué podía hacer Izuku para aliviar su llanto desgarrador. Era un misterio , un enigma que parecía imposible de resolver.
Y entonces, en medio de ese caos, algo se rompió dentro de Izuku. Se permitió llorar. Las lágrimas cayeron pesadas por sus mejillas mientras seguía sosteniendo al bebé, meciéndolo casi por inercia, como si su cuerpo estuviera en piloto automático mientras su mente colapsaba bajo el peso de la responsabilidad y la impotencia.
—Perdón… Till, Lo siento tanto… —murmuró entre sollozos.
Sus palabras se perdieron entre el llanto de ambos. Porque Till no se calmaba, porque Izuku no tenía respuestas, porque ambos estaban perdidos en un lugar que no entendían, pidiendo algo que ninguno podía dar.
Y entonces, Izuku acurrucó a Till más profundo en sus brazos, buscando tranquilizarlo. Pero en ese instante, su nariz captó algo… algo terrible. El olor era tan intenso que parecía ganar forma y reírse de él.
Sus ojos se abrieron de golpe mientras el olor se hacía más evidente.
—¡Agh! ¡Till! —exclamó, alejando al bebé de su cara con los brazos extendidos.
La posición en la que terminó sujetándolo, al nivel de sus ojos, le recordó una escena muy famosa: la presentación de Simba en El Rey León. Pero a diferencia del majestuoso momento de la película, Izuku estaba sentado, con los ojos llorosos de cansancio y una mueca de puro asco en el rostro.
— Esto no es Hakuna Matata, Till… —murmuró mientras se ponía de pie con determinación.
Izuku corrió hacia el baño, donde su primer pensamiento fue usar la bañera. Pero apenas vio el tamaño del enorme recipiente comparado con el pequeño Till, rápidamente decidió que el lavabo sería más práctico y menos riesgoso.
Se apresuró al baúl donde había visto los pañales, sacando uno junto con un pequeño paquete de toallitas húmedas. Por supuesto, revisó todo con el cuidado de un espía en una misión secreta. Miró cada etiqueta, cada esquina del paquete, buscando algo que pudiera ser sospechoso. No confiaba en los que los habían traído allí, ni por un segundo.
— Bien, todo parece normal… creo. —suspendió mientras los llantos de Till seguían a todo volumen, rebotando en las paredes como si fuera un sistema de sonido envolvente diseñado para torturarlo.
El sueño y el cansancio tiraban de sus párpados, pero Izuku no se dejó vencer.
— Vamos, Till, podemos hacerlo. Bueno… puedo hacerlo —se corrigió mientras lo colocaba con cuidado en el lavabo.
Lo que siguió fue una experiencia que Izuku nunca olvidaría.
Decir que fue asqueroso era quedarse corto. De hecho, mientras realizaba la limpieza, no pudo evitar preguntarse cómo algo tan pequeño podía generar eso. Su mente incluso divagó por un momento, imaginando a un Till con superpoderes relacionados con el caos.
— Eres una máquina de desastre, ¿lo sabías? —le dijo, con una mezcla de humor y resignación.
Pero, sorprendentemente, en cuanto Till se quedó limpio y fresco, dejó de llorar. No solo eso, sino que ahora miraba el agua corriendo del grifo con fascinación, como si acabara de descubrir el mayor milagro de la vida.
Sus pequeñas manos se alzaron hacia el agua, y cuando las gotas comenzaron a resbalar por sus deditos, Till soltó una risita encantada. Intentó atraparla, abriendo y cerrando las manos, y luego levantó una de ellas para observar cómo el agua goteaba. Sus ojos se iluminaron como si acabara de presenciar magia pura.
—Así que el agua es lo único que te calma, ¿eh? —preguntó Izuku, observando cómo el bebé empezaba a chapotear con entusiasmo.
Pero entonces, una pequeña gota de agua salió disparada directamente hacia su cara.
— ¿Eh? —Izuku parpadeó, atónito.
Cuando Till volvió a chapotear, esta vez lanzando más agua hacia él, Izuku no pudo evitar reírse.
—¡Oye, Till, me estás atacando! —exclamó exageradamente, levantando los brazos para protegerse mientras el bebé soltaba una risa cristalina que llenó toda la habitación.
El pequeño chapoteaba con más fuerza, lanzando agua por todas partes. El peliverde decidió que, si iba a ser atacado, no se iría sin pelear.
—¡Toma esto, monstruo del agua! — dijo, salpicando un poco de agua hacia Till, quien se rió aún más fuerte.
Lo que comenzó como una batalla se convirtió en un juego, uno lleno de risas y charcos. Midoriya, con el cabello empapado y la camiseta húmeda, ya no recordaba el cansancio ni el estrés. Solo importaba esa risa contagiosa que hacía eco en el baño.
Cuando finalmente ambos se calmaron, Till siguió sonriendo, con sus ojos brillando de pura felicidad. Izuku lo levantó con cuidado, envolviéndolo en una toalla que había encontrado debajo del lavabo.
—Bueno, ahora sí estás limpio y fresco, señor desastre. —Sonrió mientras secaba al bebé con ternura.
Se tomó su tiempo para leer las instrucciones del pañal, asegurándose de no cometer errores. Luego, con una precisión casi quirúrgica, logró colocarlo y vestirlo con una pequeña bata que encontró entre las cosas de Till.
Finalmente, Izuku lo sostuvo en brazos, sintiendo una inesperada oleada de orgullo.
— Misión cumplida —susurró con una sonrisa mientras Till bostezaba, descansando su cabecita en su hombro.
Y aunque estaba cansado, mojado y agotado, Izuku no podía evitar sentirse un poco como un héroe. Porque, en ese momento, había logrado superar una prueba que no tenía manual ni All Might que lo guiara: cuidar y hacer reír a un bebé.
Cuando Midoriya finalmente se acurrucó nuevamente en el colchón, el cansancio lo arrastró al sueño casi de inmediato. Había colocado a Till en su regazo, envolviéndolo cuidadosamente con sus brazos y piernas, como si lo protegiera dentro de un pequeño fuerte humano. Su espalda descansaba contra la pared, y poco a poco sus ojos comenzaron a cerrarse, su cuerpo entregándose al agotamiento.
Pero la tranquilidad es poco exigente. Apenas se había hundido en el sueño cuando algo extraño lo despertó. Una presión inesperada en su nariz lo hizo parpadear rápidamente y bajar la mirada.
Un cangrejo diminuto.
Bueno, no era un cangrejo de verdad, sino las pequeñas manitos de Till que intentaban pellizcarle la nariz con entusiasmo infantil.
—Till… ¿qué quieres? —murmuró con voz ronca y cansada, apenas abriendo los ojos.
Lo que encontró frente a él fueron dos enormes ojos color cerceta mirándolo con una curiosidad inquebrantable. Till, aparentemente muy entretenido, alzó su mano regordeta y le agarró una de las mejillas con sorprendente determinación.
— Si lo que quieres es una de mis pecas, olvídalo. No puedes quitarlas… están pegadas para siempre. —Izuku habló en un tono adormilado, tratando de mantener la calma mientras su cerebro medio dormido procesaba la escena.
Cerró los ojos otra vez, confiando en que Till perdería interés pronto. Pero no fue así.
Un pellizco más. Luego otro. Y otro. Y otro.
Izuku soltó un largo suspiro, sintiendo que su paciencia se desmoronaba. Esto era una tortura. Sus párpados se cerraban casi por reflejo, pero siempre, sin falta, la diminuta mano regresaba para arrancarlo del borde del sueño.
—¡Ahhhg! ¡Till, por favor, déjame dormir un poco! —rogó, su voz cargada de desesperación.
Decidió cambiar de estrategia. Con cuidado, levantó al bebé de su regazo y lo colocó en el colchón a un lado, dándole vía libre para explorar su "territorio".
— Para algo pusieron una baranda, ¿no? —se dijo a sí mismo, acomodándose junto a la barrera por seguridad. Cerró los ojos una vez más, rezando para que esta vez pudiera dormir sin interrupciones.
Pero la paz fue, otra vez, efímera.
Ahora no fue un pellizco. Fue una cachetada.
El golpe fue más simbólico que doloroso, pero suficiente para que el peliverde abriera los ojos con una expresión que mezclaba sorpresa, exasperación y resignación. Una expresión tan exagerada que Till soltó una risita burbujeante.
—Ja, ja… sí, muy gracioso —masculló Izuku, apretando los ojos con fuerza, decidido a ignorar las pequeñas manos traviesas.
Pero Till no era alguien que se diera por vencido. Una y otra vez, las diminutas palmadas caían sobre el rostro de Izuku, y cada vez que lo hacían, su expresión de irritación involuntaria arrancaba más carcajadas del bebé.
Finalmente, Izuku decidió que lo mejor era ignorarlo del todo. Pero justo cuando cerraba los ojos con determinación, escuchó un pequeño jadeo.
El temido jadeo.
Abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo la carita de Till se transformaba. Sus labios temblaban, sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas, y su nariz se arrugaba en una mueca que Izuku ya empezaba a reconocer demasiado bien.
— ¡No, Till, no! ¡Por favor, no llores! —rogó con desesperación.
Pero era demasiado tarde.
El llanto de Till irrumpió como un trueno en la habitación, rebotando en las paredes y perforando los tímpanos de Izuku. Era un sonido desgarrador, que parecía quejarse del universo entero.
—¡Lo siento! ¡Perdón, Till, no volveré a ignorarte, lo prometo! —exclamó Izuku, intentando calmar al bebé con su voz suplicante.
Nada funcionaba. Till lloraba con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, como si quisiera dejar claro que ignorarlo había sido un error imperdonable.
Izuku suspiro profundamente, dejando que su cabeza cayera hacia atras. No era un suspiro de pura irritación, aunque sí había un poco de eso. Era más bien el suspiro de alguien que había llegado al límite de su resistencia física y emocional.
—¿Qué hago ahora…? —murmuró, mirando al techo como si esperara una respuesta divina.
Por un momento, todo quedó en silencio. Solo se escuchaba el eco del llanto de Till, la respiración pesada de Izuku y el leve zumbido de las luces que nunca se apagaban. Y aunque su cuerpo pedía a gritos descansar, Izuku se inclinó hacia Till, lo alzó en sus brazos con todo el cuidado que pudo y comenzó a mecerlo.
— Tranquilo, Till… Estoy aquí… —susurró suavemente, su voz temblando por el cansancio.
Y aunque no sabía exactamente qué estaba haciendo, aunque no tenía un plan claro, lo único que podía ofrecer en ese momento era su presencia. Y, tal vez, eso sería suficiente.
Izuku respiró hondo.
El llanto de Till resonaba en la habitación, implacable y desgarrador. Izuku sabía que tenía que hacer algo. Entonces, una idea le cruzó la mente, y fue como si una chispa de esperanza iluminara la agotación que lo cubría como una manta pesada.
—Los juguetes… —murmuró.
La idea fue un alivio momentáneo, pero pronto una punzada de incomodidad lo golpeó. Los juguetes no eran solo cosas para entretener a Till. Eran un recordatorio. Un recordatorio de que alguien había planeado todo esto, de que los habían dejado allí intencionalmente. Incluso sin saber quién era, esa persona parecía haber preparado todo con cuidado. Y ese pensamiento, esa confirmación de que estaban encerrados y aislados de todo lo que conocían, se clavaba en el corazón de Izuku como una aguja helada.
“Papá… los héroes… la policía… seguro me están buscando ahora mismo…”
Esos pensamientos comenzaron a formarse en su mente, como sombras persistentes. Pero Izuku presionó los dientes y los empujó fuera.
“¡Olvídate, olvídate!”
El joven sacudió la cabeza, apartando esas ideas antes de que lo dominaran. No podía permitirse caer en ese pozo oscuro, no ahora. Hasta lo necesario. Respiró hondo, levantando al bebé entre sus brazos y murmurándole palabras tranquilizadoras mientras caminaba hacia la caja de juguetes.
—Ya, ya, Till… No llores más, ¿sí? Vamos a jugar un rato. Seguro que te va a gustar.
Con determinación, se acercó a la caja de juguetes y sacó todo. Literalmente todo. Juguetes grandes, pequeños, coloridos, ruidosos. Los dejaron caer en el suelo formando un caos multicolor y se arrodilló frente a ellos con Till todavía en brazos.
—Mira, Till, ¿qué tal esto?
Izuku alzó un peluche de un oso café y lo agitó suavemente frente al bebé.
—Éste se llama… hmm… Tobi. Sí, Tobi el oso. —Le hizo un ruidito de oso —. Rrrr, ¿qué opinas?
Hasta lo miró con sus grandes ojos cerceta, cargando la cabeza como si estuviera evaluando seriamente al tal Tobi. Luego, alzó una mano hacia otro juguete.
—Mira esto, Till —dijo Izuku, agarrando un peluche amarillo con orejas largas—. Este se llama... um... Señor Orejotas. Creo que le gusta saltar por todos lados.
Izuku hizo que el peluche diera pequeños saltos en el aire antes de ponerlo frente al bebé. Till lo miró fijamente, estirando una mano para tocarlo.
—¿Te gusta? —preguntó Izuku con una sonrisa cansada. Luego dejó el peluche a un lado y tomó otro—. ¿Y este? Este es… eh… Don Patas. Es una rana que… bueno, no sé qué hace exactamente, pero seguro que le gusta cantar “¡croac, croac!”.
Hizo un sonido exagerado de rana, lo que provocó que Till soltara una risita leve.
A medida que iban revisando cada juguete, Izuku no sólo los nombraba, sino que también intentaba explicar su “función”, como si fuera un pequeño maestro en una lección improvisada.
—Mira, esta es una cámara. Así se usa, ¿ves? —Sostuvo el juguete frente a su rostro y tomó una foto con un sonido “clic”. Después se la ofreció a Till—. ¿Quieres probar?
A duras penas, Till presionó el botón con sus manitas regordetas, y ambos se rieron cuando Izuku fingio ser un modelo profesional, posando con exageración. Incluso sacaron fotos juntos, con Izuku sujetando la cámara mientras Till balbuceaba felizmente en su regazo.
Siguieron los autos de madera.
—¡Mira este! Es un auto de policía. —Izuku lo empujó suavemente por el suelo, haciendo un sonido de sirena—. “¡Nee-nuu, nee-nuu! ¡Atrapen al ladrón!
Hasta observar con fascinación, y cuando le entregó otro auto, un pequeño coche rojo, Izuku continuó:
—Este es un auto común. Bueno, no tan común. Puede ir súper rápido, ¡mira! —Hizo una carrera imaginaria entre ambos, provocando un pequeño grito emocionado de Till.
Después vino el tren. Izuku lo empujó suavemente mientras hacía el sonido del “chu-chu”.
—Este tren transporta a un grupo de pasajeros, pero un día, hubo un problema en las vías… ¡y un héroe llegó justo a tiempo para salvarlos a todos! —Usó sus manos para simular el rescate, improvisando una pequeña historia que Till parecía seguir con entusiasmo.
Cada juguete era una oportunidad para que Izuku se conectara con Till y, de paso, despejara su mente.
Tocaron el xilófono brillante, y aunque sus intentos de crear una melodía resultaron en sonidos desordenados y caóticos, había algo tan genuinamente alegre en el descontrol que Izuku no pudo evitar reír. Till, sentado frente al instrumento, golpeaba las teclas con entusiasmo, lanzando balbuceos que parecían acompañar los “plin, plan, plon” que llenaban la habitación.
—¡Eres todo un músico, Till! —exclamó Izuku, aplaudiendo mientras el bebé respondía con una risita contagiosa.
Cuando el xilófono perdió su magia momentánea, Izuku sacó un rompecabezas sencillo y lo extendió frente a ellos.
—Mira, esto se llama rompecabezas. Hay que juntar las piezas para hacer una imagen. —Sostuvo una de las piezas frente a Till, enseñándole cómo encajarla—. ¿Ves? Aquí hay un borde recto, eso significa que va al final.
Hasta que intentó agarrar una pieza, pero en lugar de colocarla en el tablero, decidió meterla en la boca.
—¡No, no, no! —dijo Izuku rápidamente, quitándosela antes de que pudiera babearla del todo—. Esto no es comida, Till. Confía en mí, no sabe a nada bien.
El bebé respondió con un gruñido frustrado, pero Izuku le ofreció otra pieza, más colorida, y volvió a explicarle pacientemente cómo se usaba.
—Vamos, inténtalo. Así. —Guiando sus pequeñas manos, lograron colocar una pieza en su lugar. Hasta que lo miró, confundido al principio, pero al ver la sonrisa emocionada de Izuku, empezó a reír.
—¡Eso es! ¡Lo hiciste! —Izuku levantó las manos como si acabaran de ganar una competencia olímpica, provocando más risas de Till.
Finalmente, llegó el turno del tablero de pestillos. Izuku lo colocó frente a Till y señaló uno de los mecanismos.
—Mira, este hace “clic” cuando lo giras. —Demostró cómo se abría y cerraba el pequeño cerrojo, el sonido seco y satisfactorio resonando en la habitación. Till miró fascinado, sus ojos cerceta siguiendo cada movimiento con atención.
—¿Quieres probar?
Hasta que tocó el pestillo con su manita, pero no consiguió abrirlo. Izuku se rió suavemente y se acercó para ayudarlo.
—Espera, te ayudo. Así… —Juntos giraron el pestillo, y el sonido metálico lo sorprendió tanto que Till dejó escapar un pequeño grito de emoción.
Luego, Izuku señaló otro.
—Este tiene un chirrido. Escucha… —Giró la pequeña rueda, que emitió un ruido agudo que hizo que Till se sobresaltara, solo para luego estallar en risas.
—¿Sabes? Este es perfecto para asustar monstruos imaginarios. Si alguna vez ves uno, ¡solo gira esto y saldrá corriendo! —Izuku hizo una mímica exagerada de un monstruo huyendo, lo que provocó que Till se riera aún más fuerte.
Cada momento, cada pequeño logro, era una chispa que encendía el ánimo de Izuku. Aunque estaba cansado, asustado y lleno de preguntas, los balbuceos y las risas de Till eran un recordatorio de que había algo bueno incluso en medio de la oscuridad. Y en este momento, eso era suficiente.
Por último, jugaron con los bloques apilables, construyendo un castillo enorme solo para derribarlo juntos con risas que resonaron por la habitación.
El tiempo pasó más rápido de lo que Izuku esperaba, y finalmente sólo quedaron dos peluches: uno rojo y otro verde.
Izuku los tomó con cuidado, sus dedos temblando un poco. Estos peluches no eran como los demás. Habían venido con Till en la canasta, un recordatorio silencioso de su extraño y misterioso origen.
—Till… —Izuku se giró hacia él con los peluches en las manos— Estos dos son especiales. Vamos a llamarlos… hmm… Deku y Kacchan.
Hasta que los miró con curiosidad, e Izuku esbozó una pequeña sonrisa mientras recordaba a su amigo de la infancia.
—Deku es como yo —dijo, sosteniendo el peluche verde —. Y Kacchan… bueno, es el más fuerte. A veces se enoja, pero en el fondo siempre cuida de los demás.
Hasta extender sus manitos hacia los peluches, e Izuku se los entregó con cuidado.
—¿Sabes? Kacchan solía decir que no necesitaba a alguien sin una peculiaridad… pero creo que, en el fondo, no le importaba tanto. Mientras estaba con él… —Izuku se quedó callado un momento, luego suspiro —. Bueno, tal vez algún día te lo cuente mejor.
Por ahora, la sonrisa tranquila de Till y sus pequeños balbuceos eran todo lo que Izuku necesitaba para mantenerse en pie. Al menos por un rato más.
Fue entonces cuando se dio cuenta de algo extraño. Frunció el ceño y miró la colección una vez más. Había trenes, peluches, bloques, un xilófono… pero nada de héroes.
—Oye, Till… —murmuró, como si el bebé pudiera responderle— ¿Te diste cuenta? No hay ningún juguete de héroes aquí.
Se quedó en silencio un momento, sintiendo una punzada de incomodidad. “¿Por qué no hay héroes?”, pensó. Cualquier niño en Japón tendría al menos un All Might de acción o un póster de Endeavor. Esto hacía que todo pareciera más extraño, más desconectado de la realidad que conocía. Pero sacudió la cabeza, apartando el pensamiento. No quería asustarse.
En cambio, decidió que esto era una oportunidad. Se giró hacia Till, que ahora mordisqueaba la esquina de un peluche, y sonriendo.
— Bueno, si no tienes juguetes de héroes, ¡tendrás que conformarte con mi explicación! —Se sentó frente al bebé, sus piernas cruzadas, y lo miró con intensidad, como si estuviera a punto de revelar un gran secreto— ¿Sabes qué es un héroe, Till?
El bebé parpadeó, obviamente sin entender nada, pero Izuku continuó como si estuviera dando una conferencia importante.
— Un héroe es alguien que ayuda a las personas, alguien que está dispuesto a arriesgar todo por proteger a los demás. —Levantó las manos dramáticamente, como si estuviera sosteniendo algo invisible — Y Japón tiene los mejores héroes del mundo.
Till soltó un balbuceo, como si estuviera de acuerdo, e Izuku aprovechó el momento para seguir.
— El más increíble de todos es All Might. —Sus ojos brillaron mientras hablaba— Es el Símbolo de la Paz. Siempre sonríe, sin importar lo difícil que sea la situación, y su frase… “¡Yo estoy aquí!” —imitó la voz profunda del héroe, aunque salió algo rasposa— ¡Es la mejor frase de todas!
Se inclinó hacia Till, como si compartiera un secreto.
— ¿Sabías que una vez detuvo un tren a punto de descargar con solo sus manos? ¡Así de fuerte es!
El bebé lo miraba con los ojos bien abiertos, chupándose los dedos, lo que Izuku interpretó como fascinación.
— Pero no es el único. También está Endeavor, aunque es un poco gruñón… —Hizo una mueca, como si imitara el ceño fruncido del héroe de fuego— Pero su control del fuego es asombroso. ¡Puedes derretir un edificio entero si quieres!
Hizo un gesto con las manos, simulando llamas. Till soltó una risita, emocionada con los movimientos.
— ¿Y mis favoritos? Bueno… además de All Might, está Mirko. ¡Ella es increíble! —Izuku presionó los puños, lleno de energía— Es fuerte, valiente, y no necesita ningún plan complicado. Solo salta directo a la acción, ¡como una verdadera luchadora!, esta también Present Mic, Hawks, Midnight, Best Jeanist, Ingenium, Sir Nighteye, y ¡muchísimos más! Pero la verdad, yo amo a todos los héroes, desde los de batalla, de rescate, hasta los clandestinos.
Till dejó caer el peluche que sostenía y agitó las manos, como si animara a Izuku a seguir.
—¿Sabes? Un día, quiero ser como ellos. —La voz de Izuku bajó un poco, más seria, pero no menos apasionada— Quiero ser un héroe que pueda proteger a todos.
El bebé respondió con un balbuceo suave, e Izuku escuchó, sintiendo un calor extraño en el pecho.
— Bueno, Till, hasta que tengamos juguetes de héroes, tendrás que conformarte con mis historias. —Se inclinó y acarició la cabecita del bebé— Y cuando crezcas, te llevará a conocer a los verdaderos. ¿Te parece?
Till soltó una risita, y aunque no entendía del todo, Izuku decidió que eso era un sí.
Izuku suspiro, recostándose en la cama mientras el peso del pequeño Till en sus brazos lo anclaba a la realidad de ese extraño y opresivo lugar. El bebé, después de tantas risas y juegos, ahora descansaba profundamente, su respiración lenta y rítmica. Sus párpados pequeños y redondeados estaban cerrados, y por un momento, el cuarto parecía menos asfixiante, menos silencioso. Pero solo por un momento.
Izuku se llevó la manzana a los labios y le dio un mordisco. El crujido resonó en la habitación, más fuerte de lo que esperaba, como si el eco quisiera recordarle lo solo que estaba. Masticó despacio, mirando alrededor, sus ojos fijándose en cada detalle que pudiera darle respuestas, pistas, algo que lo ayudara.
Primero, ahora no estaba solo. Había un bebé con él. Hasta que no podía tener más de un año, tal vez menos, pero Izuku no era un experto. Los dientes del pequeño eran escasos, tal vez dos o tres apenas visibles cuando reía. “Eso significa que debo aprender a hacer un biberón mañana”, pensó, observando la mesa metálica en el rincón con crayones y hojas.
Segundo, la comida parecía segura, al menos por ahora. Había comido desde que llegó, y aunque se sentía cansado, no era por nada extraño. Pero ¿qué tal si más adelante intentaban algo diferente? ¿Qué pasaría si un día lo drogaran sin que se diera cuenta? Sacudió la cabeza, como queriendo espantar la idea.
Tercero, los secuestradores nunca mostraron su cara. Eso tenía que significar algo. Tal vez no querían que pudiera identificarlos, o quizás no pensaban dejarlo ir.
Cuarto, todo estaba preparado con cuidado. Había ropa para ambos, juguetes, toallas, comida. Incluso los crayones parecían nuevos. “Esto no es improvisado. Nos querían aquí”, reflexionó, mirando la puerta metálica que rompía la armonía infantil del cuarto como una cicatriz.
Le dio otro mordisco a la manzana, sintiendo el sabor dulce y ácido que le parecía tan fuera de lugar en ese momento.
Quinto, había cámaras, tenía que haberlas. Alguien los estaba vigilando, monitoreando cada movimiento. Izuku lo sintió. Era la única forma de explicar cómo sabían qué necesitaban, cómo hasta que no había llorado mucho tiempo antes de que él llegara. Eso lo hacía sentirse pequeño, expuesto, como si estuviera en una pecera gigante que alguien observaba desde lejos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras pensaba en casa. “¿Papá ya estará buscándome? ¿Los héroes me estarán buscando? ”se llevó una mano al pecho, tratando de calmar el nudo que se formaba. Extrañaba todo. Su cama, su escritorio lleno de dibujos de héroes, la voz de su padre avisando que se iba, incluso el ruido del tráfico afuera de su ventana.
¿Y si nunca volvía a casa?
Miró a Till, que seguía durmiendo profundamente, ajeno al peso del mundo que caía sobre los hombros de Izuku. Acarició la cabecita del bebé, su pequeña ancla en medio del caos.
Pero el miedo no se iba. ¿Qué pasaría si alguien abriese esa puerta? ¿Y si los que estaban afuera no venían con buenas intenciones? Podrían hacerles daño, podrían llevárselo a un lugar peor. Cerró los ojos con fuerza, intentando apartar esas imágenes.
Pensó en su mamá. Siempre hacía que todo pareciera tan fácil, incluso cuidar a un bebé. Hoy había hecho lo mejor que pudo con Till, pero sentía que era como tratar de sostener agua con las manos: agotador, inútil. “¿Y si no soy lo suficientemente bueno? ¿Y si le pasó algo a Till porque no sé qué hacer?”
Pensó en papá, quien, aunque no estaba muy presente, siempre dejaba todo para que Izuku tenga todo, le dejaba comer la comida que quería, hacer lo que quisiese, y comprar en internet muchas cosas de héroes. Aunque no dije muchas palabras de aliento, esas acciones son las que el peliverde se daba cuenta que le importaba a su padre. ¿Qué pensaría de él ahora? Atrapado sin salidas, sin saber el culpable, y con un bebe. ¿Ahora tenía un hermano?, cuando los héroes lo salven ¿papá me dejara tenerlo como hermanito? ¿adoptarlo?
“Nono, Till seguro tiene a su familia buscándolo”.
Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, formando un torbellino que amenazaba con consumirlo. Pero, lentamente, el cansancio fue más fuerte. Su mente comenzó a desdibujarse, sus pensamientos se volvieron más lentos, más vagos.
Las últimas imágenes que vio antes de caer en el abismo de los sueños fueron de su mamá sonriendo, del cielo azul despejado, de las estrellas titilando en la noche. Imágenes que sentí que tal vez nunca volvería a ver.
Y con un susurro apenas audible, una lágrima rodó por su mejilla.
—Quiero volver a casa… —murmuró antes de que el sueño lo envolviera por completo.
El despertar fue, como de costumbre, caótico. Till lloraba con tanta fuerza que parecía competir con una sirena de bomberos en plena emergencia. El sonido retumbaba en la habitación, reverberando entre las paredes acolchadas y desgarrando el tenue silencio que había logrado instalarse por unas pocas horas.
Izuku abrió un ojo, luego el otro, parpadeando varias veces mientras intentaba ubicarse en la realidad. Un bostezo largo escapó de sus labios, sus brazos aún adormecidos rodeaban al pequeño.
— ¿Qué pasa? ¿Por qué lloras, bebé? —preguntó, con la voz ronca de sueño, como si Till pudiera darle una respuesta coherente.
El llanto no hacía más que intensificarse. Izuku frotó sus ojos con las manos, intentando despejarse mientras observaba al bebé, que estaba completamente rojo de tanto gritar. Sus pequeñas manitas se movían al aire, apretando y soltando los dedos en busca de algo. Sus ojos, enrojecidos, miraban hacia Izuku con una mezcla de desesperación y súplica. La carita arrugada y las lágrimas que corrían por sus mejillas parecían un claro mensaje: "¡Haz algo ya!"
Izuku suspira, sintiendo como una ola de ansiedad comenzaba a crecer en su pecho.
—¡Till, cálmate! Estoy aquí, ¿sí? Todo está bien... bueno, más o menos. —Su voz era suave, pero no podía evitar el nerviosismo.
¿Qué quiere? Izuku se lo preguntaba una y otra vez, como si el simple acto de pensarlo pudiera darle una pista. ¿Estará incómodo? ¿Necesitará que lo limpie? No, no... ya me habría dado cuenta por el olor. Su mente descartaba opciones rápidamente mientras el llanto continuaba. ¿Tendrá frío? Tampoco la habitación está cálida. Obviamente no tiene sueño. Entonces, ¿qué es? ¿Qué quiere?
Mientras intentaba adivinar, un sonido fuerte resonó en la habitación. Gruuuum.
Izuku se congeló. No había sido Till. Fue su propio estómago, rugiendo como si también protestara por algo.
—¡Ah! —exclamó, con una chispa de realización iluminando su cansada mente
"¡Tiene hambre! ¡Claro! Era obvio. ¡Cómo no lo pensé antes!" Pensó animadamente.
Se levantó rápidamente de la cama, casi tropezando con las mantas mientras intentaba calmar al bebé. Hasta que siguió llorando, pero ahora Izuku tenía al menos una pista clara.
—¡Está bien, está bien, ya entendí! —le dijo, aunque su tono era más para sí mismo que para Till— Vamos a hacer algo de comida, ¿sí?
Mientras llevaba al bebé en brazos, notó cómo el cuarto no le daba ninguna señal de qué hora era. Las luces permanecían encendidas, inmutables, sin una ventana que le ofrecía un indicio de si era de día o de noche. Izuku presionó los labios, frustrado.
¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
¿Horas? ¿Días? No tengo idea. Pero si yo tengo hambre, Till también debe tenerla.
Esto no puede ser tan difícil, ¿verdad? se dijo, tratando de convencerse mientras el llanto del bebé seguía perforándole los oídos.
—Tranquilo, Till, ya vamos. Solo... no me juzgues si no me sale bien, ¿ok? —dijo con una sonrisa nerviosa.
Izuku se levantó con pasos torpes, sus piernas temblorosas y su mente aún nublada por el sueño interrumpido. Se dirija hacia la mesa metálica al otro lado de la habitación, tratando de no pisar los juguetes esparcidos por el suelo. La noche anterior, el cansancio había ganado la batalla, y los dos se quedaron dormidos sin recoger nada. Los bloques, los peluches, y hasta el xilófono brillaban en el suelo como pequeños obstáculos.
Cuando finalmente llegó a la mesa, algo en él se detuvo. Su respiración se congeló, sus movimientos quedaron suspendidos en el aire y su mente quedó en blanco. Todo su cuerpo, incluso el constante murmullo de sus pensamientos se detuvo de golpe.
Frente a él, la mesa metálica ya no era como la recordaba. La canasta que había dejado cuidadosamente a un lado la noche anterior había desaparecido. En su lugar, un nuevo plato de comida cubierto estaba colocado en el centro, junto a tres botellas de agua. Había también una manzana fresca y dos onigiris, perfectamente colocados como si hubieran sido dispuestos con esmero.
Izuku parpadeó, tratando de procesar lo que veía. Esto no estaba aquí antes. Recordó con absoluta claridad cómo había dejado las cosas: el canasto en la esquina izquierda, el plato de comida vacío en el centro junto a las botellas de agua vacías, y los tarros de leche y el biberón. Todo perfectamente ordenado, tal como él lo había colocado.
Ahora todo había cambiado.
Su estómago se retorció, pero no supo si era por el hambre que lo carcomía o por el extraño nudo de ansiedad que comenzaba a formarse en su pecho. El llanto de Till seguía resonando detrás de él, pero Izuku apenas podía escuchar. Su mente giraba en círculos.
¿Cuándo entrarán? ¿Cómo no lo noté? ¿Por qué no escuché nada?
Giró lentamente sobre sus talones y fue hacia el baño, con una sensación de paranoia recorriéndolo. Recordaba que había dejado los pañales sucios en un pequeño tacho en la esquina del baño. Se inclinó para revisarlo y, como había temido, estaba vacío.
De regreso al colchón, buscó la manzana que había dejado junto a la alfombra. Esa manzana era un detalle pequeño, pero importante. Recordaba haberla dejado allí después de comer la mitad la noche anterior. Pero ahora también había desaparecido.
Se lo llevaron todo. Limpian, reponen y vuelven a irse, como si esto fuera un juego para ellos.
Izuku se quedó de pie en el centro de la habitación, con Till todavía llorando en el colchón. Su corazón latía con fuerza, y su pecho se sentía pesado.
¿Nos están observando ahora mismo? Pensó, sus ojos recorriendo las paredes acolchadas en busca de cámaras ocultas. ¿Por qué no me despierto cuando entra? ¿Qué clase de personas pueden moverse tan sigilosamente? Y lo peor… ¿qué quieren de nosotros?
El miedo empezó a mezclarse con la frustración. Cerró los puños, sintiendo cómo sus uñas se clavaban en sus palmas. Era como si estuvieran jugando con ellos, controlando cada aspecto de su vida ahora. Les daban comida, limpiaban la habitación, pero no se mostraban. Esa puerta de hierro permanecía cerrada, inquebrantable, y cada vez que pensaba en la posibilidad de que se abriera, un escalofrío recorría su cuerpo.
¿Qué pasa si, la próxima vez, no traen comida? ¿Qué pasa si, en lugar de eso, viene alguien? ¿Y si no es para ayudarnos?
El llanto de Till lo devolvió al presente. Su mirada se suavizó al verlo, en sus brazos, con lágrimas corriendo por sus mejillas. Era un recordatorio de que tenía que mantenerse fuerte, al menos por él.
—Tranquilo, Till... ya sé que tienes hambre. Voy a prepararte algo —murmuró, con la voz temblorosa, más para consolarse a sí mismo que al bebé.
Pero mientras se dirigía hacia la mesa metálica, sus pensamientos seguían persiguiéndolo como sombras. Tengo que salir de aquí. No sé cuánto tiempo puedo aguantar esto. Y, aunque trató de convencerse de que su padre y los héroes ya lo estarían buscando, una parte de él no podía evitar temer.
¿Y si nunca nos encuentran? ¿Y si nunca vuelvo a ver a papá, a Junpei, Kuruga, Miya? ¿Y si nunca vuelvo a sentir la lluvia, a ver el cielo, o simplemente… a estar con personas?
Una lágrima silenciosa cayó por su mejilla, pero el niño rápidamente la limpió con la manga. No podía dejar que Till lo viera llorar. Tengo que ser fuerte. Aunque el miedo seguía carcomiéndolo, aunque las preguntas seguían sin respuesta, Izuku sabía que no podía darse cuenta del lujo de rendirse.
Izuku se arrodillo en la alfombra, dejando cuidadosamente a Till a su lado. El bebé seguía llorando, sus ojos llenos de lágrimas y sus mejillas sonrojadas por el esfuerzo. Desesperado, Izuku agarró un juguete cercano, un pequeño tren de madera, y se lo ofreció con una sonrisa forzada, en un intento de distraer al bebé.
—Mira, Till, un tren. Hace "chuu chuu". ¿Te gusta?
Till, con el ceño fruncido y los ojos llorosos, lo miró como si acabara de insultarlo. Con un movimiento brusco, agarró el tren y lo lanzó directamente hacia la cara de Izuku. El golpe fue suave, pero el impacto emocional fue más fuerte.
—¡Oye! Eso dolio... bueno, no tanto, pero... ¡no es justo! —exclamó Izuku mientras frotaba su frente, aunque su tono seguía siendo comprensivo. Suspiré y miró al bebé que seguía llorando— Entiendo, tienes hambre, ¿verdad? Pero ayúdame un poco, Till.
Izuku tomó el tarro y lo inspeccionó, leyendo las instrucciones impresas con cuidado. Los pasos parecían sencillos: medir, mezclar, agitar. Pero el miedo en su pecho crecía con cada palabra. ¿Y si hay algo en esto?
La paranoia lo empujó a actuar con extrema precaución. Blanco sobre blanco… podrían haber mezclado cualquier cosa aquí y yo ni lo sabría.
Con manos temblorosas, tomó un poco de leche en polvo entre sus dedos, como si estuviera manipulando un material peligroso. Observó el pequeño montículo antes de acercarlo lentamente a su boca, como si estuviera a punto de probar un veneno.
Apenas el polvo tocó su lengua, su rostro se contrajo en una mueca de absoluto asco. El sabor era extraño, seco y pastoso, pegándose a su boca de una forma desagradable.
—¡Ah, qué asco! —exclamó con la boca aún abierta, buscando desesperadamente algo para quitarse el sabor. Agarró una de las botellas de agua que había en la mesa, pero su paranoia lo detuvo. ¿Y si también tiene algo?
En lugar de tragarla, hizo enjuagues rápidos y corrió al baño para escupirlo todo en el lavabo. Se inclinó sobre el borde, sintiendo que su estómago se revolvía, mientras el eco del llanto de Till lo perseguía desde la habitación.
Esto es un desastre. No puedo darle esto si no sé si es seguro, pero… ¿qué otra opción tengo?
Volvió al colchón donde Till pataleaba con frustración. Sus pequeñas manos se movían frenéticamente, y su llanto parecía más fuerte, casi desesperado. Sus mejillas estaban húmedas de lágrimas, y su boquita temblaba de hambre y placer. Izuku se sintió completamente inútil.
—Lo siento, Till. ¡De verdad lo estoy intentando! —dijo, su voz rompiéndose por la culpa. Se arrodillo junto al bebé, acariciando su cabecita para intentar calmarlo—. Ya casi, solo tengo que asegurarme de que todo esté bien… no quiero que te pase nada malo.
Decidido, regresó a la mesa y comenzó a preparar el biberón. Tomó la medida exacta de leche en polvo y la mezcló con agua de una de las botellas. Sus manos seguían temblando mientras agitaba la mezcla, los sollozos de Till resonando como un recordatorio constante de que debía apurarse.
—Ya voy, Till, ya voy. Solo… dame un segundo, ¿sí? Esto es más difícil de lo que parece… —Intentó sonreír, aunque sabía que el bebé no lo entendería.
Cuando el biberón estuvo listo, Izuku respiró hondo y se quedó mirando el líquido blanco que agitaba ligeramente en su mano. Es ahora o nunca.
Quitó la tapa y se acercó al borde del biberón a sus labios. Cerró los ojos y tomó un pequeño sorbo, dejando que el líquido descansara en su boca antes de tragarlo.
El sabor no era tan horrible como el polvo seco, pero seguía siendo extraño, pastoso y desagradable. Hizo una mueca mientras lo tragaba, sintiendo cómo su estómago se tensaba, más por los nervios que por el líquido en sí.
“¿Así sabe esto? Pobres bebés…” pensó frunciendo el ceño.
Se quedó quieto, esperando algún efecto inmediato, algo que confirmara o negara sus peores miedos. No sabía cuanto tiempo esperar, el recordatorio de que alguien estaba desesperado por comida estaba justo a su lado, llorando.
Pero nada sucedió. Suspiro aliviado y finalmente colocó la tapa en el biberón.
—Ya Till, ya estás seguro. ¡Hora de comer! — dijo, levantándolo en brazos con una mezcla de alivio y agotamiento.
Izuku estaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas, mientras sostenía cuidadosamente a Till en sus brazos. Con su mano temblorosa pero firme, apoyó la cabeza del bebé en un ángulo que él creía correcto, lo suficientemente elevado como para que no se atragantara. No quiero que le pase nada, nada más.
Hasta que, con su rostro todavía húmedo de lágrimas y su boquita abierta de puro llanto, buscaba desesperado el biberón. Sus pequeñas manos se agitaban en el aire, aferrándose al vacío, hasta que finalmente encontraron la botella que Izuku sostenía. Apenas el biberón tocó sus labios, hasta que cerró los ojos con fuerza y comenzó a succionar con voracidad.
Las expresiones de su carita cambiaron de inmediato. Su ceño fruncido se suavizó, las mejillas redondas y aún rosadas por el llanto se relajaron, y sus pequeños ojos entreabiertos miraban el biberón con una concentración absoluta. El sonido del llanto y los gritos cesó, reemplazado por el suave ruido de Till bebiendo, y un silencio apacible llenó la habitación.
Izuku lo miraba embelesado. Es tan pequeño… pensó, observando cómo las diminutas manos de Till se aferraban con fuerza al biberón y, a veces, incluso rozaban las suyas. Sus deditos gorditos parecían incapaces de soltarlo, como si temiera que le quitaran su preciado alimento.
Cuando el biberón se vació por completo, Till dejó de succionar y, para sorpresa de Izuku, empezó a llorar otra vez. Su cuerpo se encorvó hacia adelante, sus puños se cerraron, y un nuevo grito agudo rompió la paz que apenas había durado unos minutos.
— ¿Qué hice mal? — preguntó Izuku en pánico, sosteniendo al bebé con más fuerza— ¡Till, por favor! No sé qué hacer, no llores otra vez, por favor…
Su mente se llenó de dudas y temores. ¿Era la leche? ¿Tenías algo raro? ¿Le hice daño? ¿Y si… y si se duerme y no despierta más? ¡No, no pienses eso, no! Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas mientras intentaba calmar al bebé.
De repente, una imagen cruzó su mente: un recuerdo cálido, nítido y reconfortante. Mamá.
Estaban en casa. Izuku la observaba darle el biberón a un bebé, posiblemente el hijo de una vecina. Cuando el bebé terminó, comenzó a llorar, y él, con la inocencia de un niño, le preguntó a su madre por qué. Ella le explicó con paciencia:
— A veces, cuando un bebé llora después de comer, es porque tiene malestar o gases. Solo necesitas sostenerlo así —lo alzó con cuidado, colocando al bebé contra su pecho, y le dio suaves palmaditas en la espalda— Verás que se siente mejor.
Izuku respiró hondo, aferrándose a ese recuerdo como un salvavidas. Mamá lo sabía. Yo también puedo hacerlo.
Con cuidado, acomodó a Till en posición vertical contra su pecho. La cabecita del bebé descansaba sobre su hombro, mientras él lo sostenía con firmeza. Sus manos temblaban mientras comenzaba a darle pequeñas palmaditas en la espalda, exactamente como recordaba que hacía su madre.
—Vamos, Till. Todo estará bien, lo prometo —susurró, con la voz aún temblorosa, pero con una ternura que lo llenaba de calidez— Solo necesito que me ayudes un poquito, ¿sí?
Pasaron unos segundos que parecieron eternos. Hasta que siguió llorando, su cuerpecito sacudiéndose en pequeños espasmos, hasta que finalmente, un sonido claro y fuerte rompió el silencio:
-¡Hip!
Izuku se quedó paralizado por un momento, hasta que se dio cuenta de lo que había pasado. Hasta que había eructado, y con ello, su llanto comenzó a disminuir. El bebé se relajó en sus brazos, soltando un suave suspiro, y sus ojos, todavía brillantes de lágrimas, se cerraron lentamente mientras su respiración se volvía más tranquila.
Izuku sintió cómo la tensión en su propio cuerpo se desvanecía.
—¿Eso era todo? —dijo con un suspiro entrecortado, dejando escapar una pequeña risa— Vaya, Till… me asustaste muchísimo.
Acarició la cabecita del bebé, su corazón aún latiendo con fuerza, pero esta vez no por miedo, sino por alivio. Till estaba bien. Había hecho algo bien.
— Gracias, mamá… —murmuró Izuku, recordando las lecciones que había visto en ella y que ahora, más que nunca, lo guiaban en este extraño y aterrador lugar.
Izuku estaba sentado en el suelo con Till frente a él, rodeados de bloques de colores que intentaban apilar juntos.
—¡Guau! ¡Qué gran constructor eres, Till! —dijo Izuku con entusiasmo, aplaudiendo mientras el bebé golpeaba los bloques unos contra otros antes de soltar una risita.
Cada vez que Till intentaba llevarse un bloque a la boca, Izuku se lo quitaba suavemente.
—¡No, no! —dijo con una sonrisa forzada, tratando de sonar calmado— Eso no es para comer, Till. Podrías hacerte daño.
Mientras intentaba distraer al bebé de su misión de saborear los bloques, algo en el suelo captó la atención de Izuku. En la esquina de la alfombra, medio escondido entre los juguetes, había un chupete. Izuku lo reconoció, mirándolo como si fuera un objeto extraño o peligroso.
—¿Por qué está aquí…? —murmuró, girándolo en sus manos, inspeccionando cada parte del chupete. Esto debería estar con las cosas del bebé en la mesa. ¿Cómo llegó hasta aquí?
Mientras Izuku estaba distraído con el chupete, Till aprovechó el momento para llevarse otro bloque a la boca. Cuando Izuku lo notó, el corazón se le aceleró.
—¡Till, no! —dijo alzando la voz más de lo que pretendía, mientras le quitaba el bloque de la boca.
Till, asustado, frunció el ceño y comenzó a llorar, dejando salir un llanto fuerte y desconsolado que le rompió el alma a Izuku.
—¡No, no llores! ¡Lo siento! —dijo rápidamente, sosteniéndolo con cuidado mientras acariciaba su cabecita— Es que… es que no quiero que te hagas daño, Till. Si te atragantas, yo… yo no sabría qué hacer. Por favor, entiende que no quiero que nada te pase.
Las palabras salen con un nudo en la garganta.
Poco a poco, el llanto del bebé se calmó, hasta que solo quedaron pequeños sollozos. Izuku lo entretuvo con un juguete diferente, asegurándose de que no pudiera llevárselo a la boca, y cuando finalmente Till comenzó a reír de nuevo, Izuku dejó escapar un suspiro de alivio.
Cuando Till estuvo tranquilo, Izuku decidió que era momento de comer algo él mismo. Dejó el chupete en la mesa ratona, junto con el resto de las cosas, y agarró el plato de comida que le habían dejado junto a los dos onigiris y la manzana. ¿Dónde está la gelatina? Había una noche.
Quitó la tapa de plástico que cubría el plato, y el aroma le confirmó rápidamente lo que era.
—Soba… —susurró, notando cómo el estómago le gruñía.
Tomó los palillos que habían dejado junto al plato y comenzó a inspeccionar la comida como siempre, observando su textura, oliendo cuidadosamente. Todo parecía estar bien. Supongo que… si hubiera algo raro, ya lo habría notado antes. ¿No?
Finalmente, decidió arriesgarse y dio un pequeño bocado. La comida sabía normal, incluso rica, aunque no podía disfrutarla del todo con el peso constante de la duda en su mente.
De repente, una pequeña mano regordeta intentó alcanzar los fideos en el plato, acompañada de sonidos frustrados.
—Ah, no, Till. Esta comida es para mí. Tú no puedes comer esto. —Bajó suavemente la mano del bebé y buscó algo para distraerlo. Rápidamente, encontró un peluche con forma de rana y se lo ofreció— ¡Mira! El señor Rana quiere jugar contigo.
Izuku cambió su tono de voz a uno más grave, improvisando:
—“¡Hola, Till! ¡Estoy muy emocionado de jugar contigo!”
Till se quedó mirando al peluche con curiosidad, y después de unos segundos, lo agarró con sus pequeñas manos, explorando las extremidades suaves del juguete.
Izuku suspira aliviado mientras continuaba comiendo. Observaba a Till jugar con el peluche, su carita concentrada mientras sentía las diferentes texturas.
Es tan pequeño... tan inocente. ¿Qué haría si no estuviera yo aquí? ¿Qué harían conmigo si no estuviera él?
Esos pensamientos lo golpearon con fuerza, pero los apartó rápidamente. Por ahora, lo único que importaba era mantener a Till seguro y tranquilo. Y con eso en mente, Izuku continuó comiendo en silencio, mientras la risa suave de Till llenaba la habitación.
El olor llegó primero. Izuku frunció la nariz, y al girarse hacia Till, confirmó lo inevitable.
—Oh no... ¿Otra vez, Till? —dijo con un tono de resignación, cubriendo la nariz con una mano mientras se acercaba al bebé.
Till, como si entendiera perfectamente lo que estaba pasando, soltó una risita juguetona.
— ¿Te estás burlando de mí? ¡Esto no es gracioso, Till! —dijo Izuku con una mezcla de diversión y cansancio mientras lo levantaba con cuidado.
El bebé le respondió con más risitas, pateando ligeramente en el aire.
—Sí, claro, ríete mientras yo hago todo el trabajo sucio... literalmente —murmuró, mientras preparaba todo lo necesario para cambiarlo.
Aunque el proceso seguía siendo agotador, no fue tan caótico como la primera vez. Izuku ya estaba aprendiendo: colocó todo a su alcance antes de empezar, y con movimientos más seguros, limpió y cambió al bebé en un tiempo récord.
—¿Ves? ¡Cada vez soy mejor en esto! —le dijo a Till, quien parecía demasiado ocupado chupándose los dedos para prestarle atención. Izuku suspiró, con una sonrisa pequeña pero satisfecha— Aunque no sé si eso es algo de lo que debería estar orgulloso...
Una vez limpia y cómoda, Till comenzó a frotarse los ojos con sus manitas, sus párpados cayendo lentamente.
—Tienes sueño, ¿eh? — preguntó Izuku en voz baja, mirando cómo el bebé se movía con menos energía.
Antes de acostarlo, recordó el chupete que había encontrado antes. Podría ayudarle a calmarse más rápido. Pero primero… mejor lo lavo, por si acaso.
Izuku fue al baño, enjuagando y frotando el chupete con meticulosidad. Nunca se sabe. Satisfecho con el resultado, volvió con Till, quien lo miraba somnoliento desde el colchón.
—Aquí tienes, pequeño. —Le puso el chupete suavemente en la boca, y el bebé lo recibió con un pequeño sonido de satisfacción.
Izuku lo acostó con cuidado boca arriba en el colchón y luego se sentó a su lado, apoyando la espalda contra la pared. Mientras observaba cómo Till cerraba lentamente los ojos, sintió una pequeña manita buscar la suya.
— ¿Qué pasa ahora? — preguntó en voz baja, sonriendo suavemente cuando los diminutos dedos del bebé se enroscaron firmemente alrededor de su índice.
Till, con el chupete en la boca, parecía haber rendido al sueño, pero no soltaba su dedo. Izuku se quedó inmóvil, temeroso de romper el momento.
“¿Cómo algo tan pequeño puede hacerme sentir así?” Pensó, mirando la carita tranquila del bebé mientras respiraba pausadamente.
El agotamiento del día comenzaba a pesarle, pero no se quejaba. A pesar de todo, había algo reconfortante en ese momento de calma. Till dormía profundamente, y aunque Izuku no podía moverse mucho, no le importaba.
—Está bien, Till... No te soltaré. —murmuró en un susurro apenas audible.
Izuku dejó que su mirada se perdiera en la pared, sus ojos siguiendo las nubes que se movían a través del pequeño ventanuco en lo alto de la habitación. No podía decir si era de día o de noche, ni cuánto tiempo había pasado desde que llegó a este lugar. Los días parecían una masa interminable, como si el tiempo aquí no existiera, como si el mundo exterior se hubiera desvanecido por completo.
El miedo comenzó a llenarle el pecho, como una sombra que crecía a medida que las preguntas aparecían en su mente.
¿Alguna vez saldré de aquí? ¿Volveré a ver el sol? ¿Las estrellas? ¿El cielo azul? ¿A papá?
La imagen de su padre flotó en su mente, parecía distante, casi inalcanzable. Lo extrañaba, más de lo que creía posible.
¿Estará buscándome? ¿Estará llorando? ¿Estará bien?
Sus pensamientos saltaron, implacables, y llegaron hasta Kacchan .
Incluso a él quiero verlo... Aunque se enoje, aunque grite, aunque no me trate bien... Solo quiero abrazarlo y decirle que extraño ser su amigo. Que quiero volver a intentarlo.
Otros rostros comenzaron a surgir, uno tras otro, como una cascada de emociones que se apoderaban de su mente.
¿Y Hiromi? El niño del lugar de acogida... ¿Habrá sido adoptado ya? ¿Será feliz con su nueva familia? ¿Se llamaba así?
Izuku cerró los ojos, apretando los puños con fuerza, intentando detener el torrente de pensamientos. Pero era imposible.
Fue entonces cuando lo entendió.
Quería vivir.
No solo existir, no solo sobrevivir... Quería vivir de verdad.
Pensó en todas las veces que había tenido miedo, en todas las cosas que no hizo porque pensó que no podría, porque sintió que no era suficiente. En cómo había desperdiciado momentos que ahora parecían tan preciosos, tan esenciales.
Y ahora, encerrado en esta habitación, con paredes parecían encogerse a su alrededor, entendía lo que realmente deseaba. Quería ser libre. Quería correr bajo el cielo abierto, sentir el viento en su cara, reírse sin miedo. Quería hacer amigos, volver a la escuela, aprender cosas nuevas, sentirse parte del mundo que ahora se sentía tan lejano, tan fuera de su alcance.
El miedo se transformó en algo más profundo, más devastador.
¿Y si nunca salgo de aquí? ¿Y si este cuarto es todo lo que me queda?
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, calientes y silenciosas. Se sintió pequeño, insignificante, atrapado en un lugar donde nadie podía escucharlo. Nadie podía salvarlo.
Pero entonces, giró la cabeza y lo vio.
Till.
El bebé estaba dormido, su pequeño pecho subía y bajaba con cada respiración, su manita descansaba cerca de su rostro, tan tranquilo, tan inocente.
Izuku se quedó mirando al niño, y algo dentro de él cambió.
No. No puedo rendirme.
Quizás su libertad había sido arrebatada, pero aún había algo que podía hacer. Había encontrado un Till. Y aunque el mundo exterior parecía inalcanzable, aunque sus propios sueños se sentían como algo imposible, decidió en ese momento que construiría un camino. No solo para él, sino para Till.
Volveré al mundo. No importa cuánto tiempo tome. No importa lo que tenga que hacer. Volveré. Para que Till pueda crecer en libertad. Para que yo pueda volver a ver a papá, a sus amigos, al cielo, a las estrellas...
Izuku se inclinó hacia el bebé y lo observó de cerca, dejando que su pequeño rostro llenara todos sus pensamientos.
—Te prometo que te sacaré de aquí, Till... Y cuando lo haga, viviremos una vida llena de cosas hermosas. No dejaré que te quiten el mundo.
El bebé suspira en sueños, moviéndose ligeramente, como si entendiera las palabras. Izuku tomó la pequeña manita de Till entre las suyas y la sostuvo con fuerza, como si en ese gesto encontrara la fuerza para seguir adelante.
La determinación iluminó el pecho de Izuku, como un fuego que no podría apagarse.
No me rendiré. Por Till. Por mí. Por todo lo que aún quiero recuperar.
Notes:
En este capítulo buscaba abordar los pensamientos más profundos de Izuku, sus miedos sobre nunca volver a ver el exterior o a sus seres queridos, y cómo, a pesar de la adversidad, encuentra fuerza y motivación al cuidar de Till.
Izuku es solo un niño de 11 años, obviamente no sabe nada sobre cómo cuidar de un bebé, lo que crea en él una capa de incertidumbre, ansiedad, miedo a fallar e inutilidad. Pero también un instinto de protección y amor hacia Till. El hecho de que el llore, se irrite, se enoje, entre otras emociones, cuando no sabe qué hacer, es algo que cualquier niño en su situación haría.
Es un campo de batalla contra lo desconocido, algo que Izuku estará obligado a batallar.Decir que este capítulo me costó es quedarse corto, no esperaba que fuera tan largo. Investigue sobre el cuidado de los bebés, y ahora, tengo un tablero en Pinterest sobre esto. Es algo gracioso el hecho que nunca toque a un bebé y quiero crear una historia sobre el cuidado de uno. Pero me voy a informar del tema, para que sea lo más realista posible.
Y si, Izuku olvido el nombre de Hitoshi.Pdt: Si tienen curiosidad por cómo es la habitación en la que están encerrados Izuku y Till, he creado una representación exacta utilizando la aplicación Rooms. ¡Pueden echarle un vistazo para visualizar mejor el espacio!
https://rooms.xyz/flowercamm/roome42
Chapter 5: Desvanecerse y Aferrarse (Parte I)
Summary:
Los días se sienten interminables, y los silencios de la habitación son opresivos. Izuku intentara aferrarse a la humanidad que aún queda en él, para no perderse por completo.
Notes:
Aviso para los lectores:
Para este capítulo utilicé una parte de la canción "Chiquitita" de ABBA (específicamente desde el minuto 3:28 hasta el final). Se indicará en qué momento exacto del texto deben ponerla para tener una mejor experiencia de lectura.
En lugar de usar la versión original en inglés, opté por la versión en español, ya que la historia está escrita en español, así que sentí que la canción en ese idioma se conectaba mejor con la narrativa.
Les dejo el link de la canción por si quieren escucharla mientras leen:
https://youtu.be/Z4oTvuow9cc?si=C3M4VUPuU-YFAI0k
¡Espero que lo disfruten!Advertencias de Contenido:
[Ansiedad] [Insomnio o problemas del sueño] [Inseguridad o miedo constante] [Pensamientos obsesivos o intrusivos] [Crisis de identidad] [Pesadillas] [Ambiente opresivo y aislamiento] [Miedo a la pérdida y al abandono] [Sentimientos de desesperanza y vulnerabilidad]Pdt: Justo cuando iba a publicar el capítulo, AO3 deja de funcionar. Que suerte la mía...
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Pasan los días, pasan las noches,
el pichoncito llora y el conejo responde.
Con sus patas lo abriga, lo alimenta, lo acuna,
mientras la jaula se cierra como la Luna.
Quiso escapar, pero el tiempo voló,
el pichón lo necesita… y él se quedó.
Buscar salida ya no es prioridad,
pues su prisión ahora es cuidar y cuidar.
Midoriya Izuku seguía manteniendo las esperanzas. Cada día, cada segundo que pasaba en esa habitación cerrada se aferraba a la creencia de que los héroes vendrían por él. Su padre vendría. Alguien vendría a rescatarlo. Era una promesa que se repetía una y otra vez en su cabeza como un mantra, como una plegaria silenciosa.
No perdió esa esperanza. Pero con el tiempo, algo cambió.
El paso del tiempo dentro de una habitación sin ventanas ni relojes era una tortura. Al principio, intentó llevar un conteo mental. "Desayunamos hace un rato, ¿así que deben ser las diez de la mañana?". Pero luego, las comidas comenzaron a llegar en horarios irregulares. Y pronto, cualquier noción del tiempo real se desmoronó.
No sabía si era de día o de noche. No sabía si había dormido una hora o un día entero. No sabía si el mundo allá afuera seguía girando o si simplemente había dejado de existir para él.
El concepto del tiempo fue lo primero que se perdió.
Izuku se sentía atrapado en un limbo. La falta de ventanas y relojes lo desorientaba por completo. Solo el llanto de Till parecía marcar algún ritmo, pero incluso eso era impredecible. Till pedía comida cuando quería, lloraba cuando le venía en gana y dormía sin ningún patrón discernible.
Al ser un bebé, Till no tenía noción del tiempo, y eso hacía que Izuku se sintiera aún más perdido. No había rutina, no había horario. Solo el caos de los llantos y risas intermitentes del bebé.
Izuku comenzó a notar cómo su mente se deslizaba hacia la paranoia. Se despertaba confundido, sin saber cuánto tiempo había pasado. Había momentos en que abría los ojos en completo silencio, y esos eran los peores.
Cuando Till no lloraba, cuando no se escuchaban sus quejidos ni sus risitas, el silencio lo aterraba.
"¿Cuánto tiempo he dormido?", pensaba. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? El miedo lo carcomía, un temor irracional pero imposible de ignorar.
Había veces en las que se sentía demasiado descansado, como si hubiera dormido durante horas. Eso debería reconfortarlo, pero no lo hacía. En cambio, su corazón comenzaba a latir más rápido, y una idea espantosa se formaba en su mente.
"¿Y si me drogaron? ¿Y si me hicieron algo mientras dormía?"
El pensamiento era un cuchillo afilado que le cortaba la tranquilidad. Se sentía vulnerable. Expuesto. Pero lo peor era cuando miraba a Till y veía que el bebé seguía dormido.
"¿Y si Till no despierta?"
Ese pensamiento lo paralizaba. La idea de que algo le pudiera pasar al bebé que ahora era su única compañía en el mundo era insoportable.
Las pocas veces que ocurría ese silencio absoluto, Izuku se acercaba a Till con cuidado, intentando no dejar que el pánico se apoderara de él. Lo llamaba suavemente.
—Till… Till, despierta, por favor.
A veces lo tocaba con suavidad en el brazo o le acariciaba la cabecita, temblando de miedo. Cuando Till finalmente abría los ojos y lo miraba con esa expresión de puro desconcierto, Izuku dejaba escapar un suspiro tembloroso de alivio.
—Estás bien… Todo está bien —le decía, más para convencerse a sí mismo que al bebé.
Pero por dentro, Izuku sabía que nada estaba bien. Estaban atrapados, y no tenía idea de cuánto tiempo llevaban ahí ni cuánto tiempo más estarían. No sabía si alguien estaba buscando, si alguien sabía que estaban desaparecidos. No sabía si alguna vez volvería a ver el mundo exterior.
Y con cada día que pasaba, ese miedo crecía.
Se sentía cada vez más inútil, más impotente. ¿Qué podía hacer? Era solo un niño. No tenía fuerza ni un Quirk. No podía derribar la puerta ni luchar contra los villanos que los habían encerrado. Todo lo que podía hacer era cuidar de Till, protegerlo como pudiera.
Pero incluso eso se sentía insuficiente.
Mientras Till dormía, Izuku se apoyaba contra la pared y dejaba que sus pensamientos lo consumieran. Pensaba en todas las cosas que deseaba hacer y que nunca hizo. En todas las oportunidades que dejó pasar por miedo al rechazo, por miedo a no ser aceptado.
Pensó en todas las personas que había conocido a lo largo de su vida, pensó en las acciones que hizo por culpa del miedo y las que podía haber hecho, inventando situaciones en su cabeza de ¿Qué hubiera pasado?
Pensó en los amigos que podía haber conseguido si hubiera tomado otra decisión, en esas personas que lo trataron mal, lo que podía haber hecho para mejorar su situación de acoso o cosas así.
Quería saberlo. Quería vivir la vida que ahora sentía que se le escapaba entre los dedos.
Y eso lo aterrorizaba.
El miedo no era solo por el encierro. Era por lo que había perdido. Por las cosas que había dejado sin hacer. Por los momentos que nunca tendría si nadie venía a rescatarlos.
Pero entonces miraba a Till.
Ese pequeño bebé que dependía de él para todo. Que reía y lloraba sin importarle el tiempo ni las circunstancias. Till no sabía que estaban atrapados. No sabía que estaban en peligro. Todo lo que sabía era que Izuku era el único que estaba ahí para él.
Y en ese pensamiento, Izuku encontró algo a lo que aferrarse.
Mientras lo cuidaba, Izuku comenzó a darse cuenta de que ser responsable de Till no solo implicaba alimentarlo y cambiarle el pañal. Había MUCHAS cosas que tenía que recordar. Cosas que había aprendido a las malas en la mayoría de las ocasiones. Cosas que jamás pensó que tendría que saber a sus once años.
Primero: Evita almohadas y juguetes en la cuna.
Lo supo por una experiencia que todavía le causaba escalofríos.
Una noche, Till se quedó profundamente dormido. Izuku, sintiéndose agotado, decidió improvisar una pequeña almohada con una toalla doblada para que el bebé estuviera más cómodo. Pensó que sería algo inofensivo. Pero en algún momento de la noche, Till se giró y terminó con la cara presionada contra la toalla.
Izuku se despertó sobresaltado al notar que Till no estaba haciendo sus típicos ruiditos mientras dormía. Su corazón se detuvo un segundo. Se levantó de golpe y, con manos temblorosas, quitó la toalla. Till respiró profundamente y soltó un pequeño gemido adormilado.
El alivio fue tan grande que Izuku casi se desplomó ahí mismo. Pero el miedo… el miedo de lo que pudo haber pasado se quedó grabado en su mente.
—Nunca más —se dijo a sí mismo, apretando los puños con fuerza. Miró a Till, que seguía durmiendo tranquilo— Nunca más.
Segundo: Siempre hacerlo eructar después de comer.
Al principio, cuando Till terminaba su biberón, Izuku simplemente lo acostaba. Creía que con eso bastaba. Pero no entendía por qué el bebé comenzaba a llorar a los pocos minutos, retorciéndose como si algo le doliera.
Desesperado, Izuku lo alzó y comenzó a darle suaves palmaditas en la espalda. De pronto, Till soltó un sonoro eructo, seguido de un suspiro aliviado. Till lo miró con sus ojitos grandes, como si le estuviera diciendo: ¿De verdad esperabas que te lo dijera?
Tercero: Cambiarle el pañal con frecuencia.
Los bebés son, en palabras de Izuku, “Cagadores Extremos”. No importaba cuántas veces le cambiara el pañal, Till parecía tener una habilidad especial para ensuciarlo apenas unos minutos después de que lo dejaba limpio.
—¿De dónde sacas tanto? —se quejaba Izuku, mientras luchaba por no hacer una mueca de asco— ¡Es imposible que un cuerpo tan pequeño produzca tanto!
Till simplemente lo miraba con una sonrisa traviesa. Y, como si entendiera perfectamente lo que Izuku decía, soltaba una risita. Izuku suspiraba, agotado.
—Eres un bebé adorable, pero también eres un desastre andante.
Cuarto: Nunca quitarle la vista de encima cuando esté jugando con juguetes pequeños.
Esto lo aprendió de la peor manera.
Till estaba jugando con unos bloques apilables. Izuku, sintiéndose un poco más relajado, desvió la mirada por unos segundos para recoger otros juguetes. Pero cuando volvió a mirar, vio que Till había metido un pequeño bloque en su boca y comenzaba a toser.
El pánico lo golpeó como un rayo.
—¡No, no, no! —gritó Izuku mientras corría hacia él.
Con dedos temblorosos, metió la mano en la boca del bebé y sacó el bloque justo a tiempo. Till comenzó a llorar desconsoladamente, asustado por la situación. Izuku lo abrazó con fuerza, sintiendo cómo su propio corazón latía descontrolado.
—Lo siento, lo siento… —susurró, con lágrimas en los ojos— No debería haberte quitado la vista de encima. No voy a dejar que te pase nada malo, lo prometo.
Quinto: No lo muevas demasiado después de que coma.
Izuku también descubrió esto a las malas.
Después de darle el biberón, pensó que sería buena idea mecer a Till para ayudarlo a dormir. Lo levantó y comenzó a caminar por la habitación, tarareando una melodía suave. Pero de repente, Till hizo una mueca extraña.
—¿Estás bien? —preguntó Izuku, preocupado.
Antes de que pudiera reaccionar, Till vomitó todo el contenido de su estómago encima de él.
Izuku se quedó congelado por un momento, con los hombros caídos y una expresión de absoluta derrota.
—¿En serio? —murmuró, con voz apagada— ¿Tenías que hacerlo justo ahora?
Till lo miró con sus grandes ojos inocentes, como si no entendiera por qué Izuku estaba tan frustrado. El niño suspiró y sacudió la cabeza.
—Está bien, está bien… Supongo que es parte del paquete.
Con una mueca de asco, se limpió lo mejor que pudo y cambió la ropa del bebé. Aunque estaba agotado, no podía evitar reírse un poco por lo ridícula que era la situación.
—Definitivamente voy a necesitar un baño después de esto.
Por último: No lo fuerces a comer más de lo que necesita.
Esto lo aprendió cuando, en su desesperación por asegurarse de que Till estuviera bien alimentado, intentó darle más biberón del que el bebé quería. Pero Till, firme en su decisión, cerró la boca y giró la cabeza, negándose a aceptar más.
—Vamos, Till, solo un poco más… —intentó convencerlo Izuku.
Pero Till lo miró con una expresión que decía claramente: No más.
Izuku suspiró y sonrió con resignación.
—Está bien, tú ganas. —Le dio un beso en la frente— Eres más terco de lo que pareces, ¿sabes?
Con cada día que pasaba, Izuku Midoriya seguía aferrándose a una chispa de esperanza. Esperaba que los héroes llegaran, que alguien abriera esa puerta y lo sacara de ese cuarto, que todo esto fuera solo un mal sueño. Esperaba volver a su hogar. Pero con el paso del tiempo, algo más se fue desmoronando dentro de él.
Pero luego, perdió otra cosa.
La capacidad de controlar su entorno.
No sabía cuándo llegaría la próxima comida ni de dónde venía. No podía controlar cuándo Till dormiría, cuándo lloraría o cuándo necesitaría que le cambiaran el pañal. Todo se volvió impredecible, y eso lo aterraba. Izuku sentía que cada día era como caer en un vacío sin fin.
Intentó buscar maneras de recuperar ese control, pero cuanto más lo intentaba, más frustrado se sentía. Till no seguía ningún horario. Si tenía hambre, lloraba. Si quería jugar, lo hacía. Y si se sentía incómodo o cansado, nada de lo que Izuku hiciera parecía calmarlo.
Ese descontrol hizo que la ansiedad comenzara a enredarse en su pecho...
Cada vez que la comida que les dejaban se terminaba, Izuku no podía evitar fijar la vista en la puerta.
Se quedaba observándola, inmóvil, sintiendo una mezcla de miedo y rabia. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Por qué lo mantenían allí? ¿Por qué no podía verlos?
Pero lo que más lo inquietaba era la idea de que podían entrar en cualquier momento. Podían limpiar el cuarto, dejar comida y salir sin que él lo notara. Esa posibilidad lo mantenía en un estado constante de alerta. Algunas noches, aunque Till dormía profundamente, Izuku se obligaba a vigilar la puerta hasta que el agotamiento lo vencía y caía dormido sin darse cuenta.
Esa vigilancia constante lo consumía. Y con cada momento de tensión, crecía dentro de él una oleada de culpa.
Sentía que estaba fallando. Fallándole a Till, de no poder brindarle un entorno seguro y estable.
Cada vez que Till lloraba por hambre, miedo o aburrimiento, Izuku lo sentía como una daga en el pecho.
Una noche, Till comenzó a llorar desconsoladamente, y Izuku simplemente no pudo más. Trató de calmarlo con palabras suaves, trató de abrazarlo, pero nada parecía funcionar. Till siguió llorando, y en un momento, Izuku sintió que algo dentro de él se rompía.
Se sentó en el suelo con Till en brazos, las lágrimas comenzando a brotar de sus ojos.
—Lo siento, Till… lo siento mucho… —susurró entre sollozos, su voz temblorosa mientras abrazaba al bebé con fuerza.
Till parecía percibir la angustia de Izuku. Se retorció un poco en sus brazos, inquieto, como si también necesitara consuelo. Izuku lo miró, con los ojos enrojecidos y la voz aún quebrada.
—No llores… no quiero que llores… —dijo, su voz casi inaudible. Pero las lágrimas seguían cayendo por su rostro.
Por un momento, ambos lloraron juntos. Y aunque Till no entendía qué estaba pasando, su manito pequeña se aferró al cuello de la camiseta de Izuku, como si tratara de consolarlo también.
Tras esa noche, Izuku supo que tenía que hacer algo. Necesitaba encontrar una forma de recuperar algo de control, aunque fuera mínima.
Comenzó a establecer pequeñas rutinas para cuidar de Till. Cuidarlo le daba un propósito.
Lo alimentaba, lo cambiaba, y comenzó a inventar juegos para mantenerlo entretenido. A veces, caminaba en círculos por la habitación con Till en brazos, contando los pasos en voz alta como si fuera una aventura emocionante.
—Uno, dos, tres… ¡Vamos, Till! Estamos explorando el mundo…
Till lo miraba con esos ojos grandes y curiosos, y Izuku no podía evitar sonreír.
Una de las cosas que más ayudaba a calmar a Till era la música. Al principio, Izuku solo tarareaba algunas canciones que recordaba de su infancia. Pero pronto se dio cuenta de que cantar también lo ayudaba a él.
Fue un día particularmente difícil, uno de esos en los que Till estaba inquieto y no se calmaba con nada. Ya había intentado mecerlo en brazos, hablarle suavemente, incluso caminar en círculos por la habitación mientras lo cargaba. Pero Till seguía lloriqueando, y cada quejido del bebé resonaba como un eco interminable en aquel cuarto vacío.
Izuku estaba agotado. El cansancio le pesaba en los hombros y la mente le daba vueltas, buscando desesperadamente algo que funcionara.
Sin pensarlo demasiado, comenzó a tararear una canción que había escuchado en algún momento, probablemente en la radio o en la televisión.
—Chiqui… tita… —susurró al principio, su voz temblorosa y dudosa.
Till dejó de llorar por un momento, sorprendido por ese nuevo sonido. Sus ojitos curiosos se clavaron en Izuku, como si intentara entender qué estaba pasando.
Izuku no había cantado nunca antes en voz alta. Jamás se había atrevido. Siempre había pensado que su voz era demasiado ridícula, demasiado débil. Había tenido miedo de que lo juzgaran, de que alguien se burlara de él.
Pero ahora, en ese cuarto, con Till como único oyente, no había nadie que pudiera juzgarlo.
Tomó aire y continuó, su voz más segura esta vez.
{Aviso de poner "Chiquitita'" de ABBA de fondo.}
—Chiquitita, sabes muy bien… —cantó, su voz suave resonando en el silencio de la habitación— que las penas vienen y van… y desaparecen…
Till dejó de moverse por completo. Sus manitas pequeñas se aferraron al cuello de la camiseta de Izuku mientras lo miraba fijamente, embelesado por la voz de su cuidador.
Al notar que funcionaba, Izuku continuó, cerrando los ojos por un momento para concentrarse en las palabras.
—Otra vez vas a bailar… y serás feliz… como flores que florecen…
Mientras cantaba, algo cálido comenzó a crecer dentro de él. Por un instante, la ansiedad y el miedo se desvanecieron.
Las palabras de la canción resonaron en su mente, y aunque nunca había pensado demasiado en ellas antes, ahora tenían un significado profundo. “Las penas vienen y van… y desaparecen.”
Quería creer en eso.
Necesitaba creerlo.
Izuku bajó la mirada hacia Till, que lo observaba con esos ojitos brillantes y curiosos. Una sonrisa pequeña y torpe se formó en los labios del bebé, y el corazón de Izuku dio un vuelco.
“¿Se está… sonriendo? ¿Por mí?”
Sintió que las lágrimas querían volver a salir, pero esta vez las contuvo. Tenía que seguir cantando. Tenía que mantener esa pequeña chispa de felicidad que había logrado encender.
—Chiquitita, no hay que llorar… —continuó, su voz suavizándose aún más— Las estrellas brillan por ti allá en lo alto…
Mientras cantaba, miró hacia la puerta cerrada del cuarto, como si pudiera ver más allá de esas paredes. Imaginó el cielo nocturno, lleno de estrellas titilantes, y deseó que Till pudiera verlo algún día.
Deseó que ambos pudieran verlo.
—Quiero verte sonreír… para compartir… tu alegría, chiquitita…
Las palabras le dolían. Porque ¿cómo podía hablar de alegría en un lugar así?
Pero cuando miró a Till, algo en su interior se aclaró. Till era su alegría. En medio de todo lo malo, de todo el dolor, él seguía siendo lo único que le daba razones para seguir adelante. El bebé lo miró con sus ojos grandes, y luego, sin previo aviso, soltó un pequeño sonido parecido a una risa. Un balbuceo que hizo que Izuku soltara una carcajada suave, inesperada.
—¿Te gusta la canción, Till? —preguntó Izuku con una sonrisa, aunque sus ojos seguían brillando por las lágrimas.
Till respondió con un balbuceo más, alzando una manita para tocarle el rostro. Sus pequeños dedos rozaron la mejilla de Izuku, y él cerró los ojos por un momento, sintiendo la calidez del contacto. Esa pequeña mano era su ancla. Su recordatorio de que aún estaba vivo. Aún estaba aquí.
—Otra vez quiero compartir... Tu alegría, chiquitita
Esta vez, Izuku lo susurró. No como una canción, sino como una promesa. Una promesa para Till. Una promesa para sí mismo.
—Otra vez quiero compartir... Tu alegría, chiquitita
La canción terminó, pero Izuku no dejó de tararear la melodía en voz baja. La habitación se sintió un poco menos fría.
Till, finalmente, se quedó dormido en sus brazos, con una expresión tranquila en su pequeño rostro. Pero Izuku siguió cantando, incluso cuando ya no era necesario.
Siguió cantando porque su voz era lo único que podía llenar el silencio.
Desde aquel día, cantar se volvió una parte fundamental de la rutina de Izuku.
Cantaba canciones que recordaba, inventaba otras nuevas. A veces cantaba tonadas absurdas, simplemente para hacer reír a Till, quien se divertía con las notas desafinadas o las palabras inventadas.
Pero otras veces, cantaba canciones como aquella, canciones que lo ayudaban a mantenerse firme.
Canciones que lo hacían recordar que, por más oscuras que fueran las noches, las estrellas siempre brillaban allá en lo alto.
Y aunque Till no entendía las palabras, parecía percibir el sentimiento detrás de ellas. Siempre se calmaba con la voz de Izuku, siempre encontraba consuelo en sus canciones.
Y, en cierta forma, Izuku también encontraba consuelo en ellas.
Porque mientras cantara, mientras esas notas llenaran el aire…
El silencio no podía ganarle.
Con el paso de los días, Izuku comenzó a hablar más con Till. Aunque sabía que el bebé no entendía mucho de lo que decía, sentía la necesidad de llenar el silencio.
Había algo mágico en los cuentos. Algo que, aunque Izuku no podía explicar del todo, lo hacía sentir más cerca del mundo exterior.
Comenzó a contarle cuentos a Till una noche en la que el bebé estaba inquieto, negándose a dormir. Lo había mecido en sus brazos durante un largo rato, había cantado en voz baja, pero nada parecía funcionar. Till simplemente seguía mirándolo con esos ojitos grandes y curiosos, como si esperara algo más. Algo diferente.
Izuku suspiró, agotado, y dejó que su mente vagara por sus recuerdos.
—¿Sabes? —dijo en voz baja, más para sí mismo que para Till— Mi mamá solía contarme cuentos antes de dormir…
Till parpadeó, su boquita haciendo pequeños ruidos, como si respondiera.
Izuku sonrió suavemente. ¿Por qué no? Tal vez eso ayudaría a calmarlo. Tal vez, por un momento, podría transportarse a otro lugar.
—Te voy a contar uno… uno que me gustaba mucho de niño.
Se acomodó mejor en el colchón improvisado, con Till acurrucado contra su pecho.
—Había una vez… una niña llamada Cenicienta…
Contó cómo Cenicienta vivía con su madrastra y sus hermanastras, cómo la trataban mal, cómo soñaba con un mundo mejor. Y mientras hablaba, no pudo evitar verse reflejado en la historia.
“¿Acaso yo también estoy atrapado en una especie de prisión?”
La idea lo golpeó con fuerza. Cenicienta había estado encerrada en su propia casa, trabajando y sufriendo en silencio, esperando que algo cambiara. Esperando que alguien viniera a rescatarla.
¿Acaso él no estaba haciendo lo mismo?
Esperando.
Esperando que los héroes llegaran. Que alguien abriera esa puerta y lo liberara a él y a Till.
—Pero… —continuó, su voz bajando un poco— un día todo cambió. Cenicienta fue al baile, y por una noche, fue libre.
Izuku se quedó en silencio por un momento, sintiendo un nudo en la garganta.
“¿Y si esa noche nunca llega para mí?”
Till hizo un pequeño sonido, llevándose una mano a la boca, y eso lo sacó de sus pensamientos. Izuku sonrió con ternura y acarició la cabeza del bebé. No podía permitirse pensar así. No frente a Till.
—Al final, Cenicienta fue feliz. Encontró su libertad. Y yo también la encontraré, ¿sabes? —susurró. “Para los dos.”
Otro día, cuando Till estaba más despierto y parecía aburrido, Izuku decidió contarle otro cuento. Esta vez, uno que recordaba con especial cariño.
—Hoy te contaré la historia de Blancanieves.
Till lo miró con curiosidad, jugueteando con un mechón del cabello de Izuku, mientras él comenzaba a relatar la historia.
—Había una vez una princesa…
Izuku contó sobre la belleza de Blancanieves, la malvada reina y el espejo mágico. Pero mientras hablaba, no pudo evitar pensar en el tema central de la historia: los celos, la envidia, y el miedo a ser reemplazado.
La reina temía que Blancanieves la superara. Que su propio reflejo en el espejo no fuera suficiente. ¿Y no había sentido él lo mismo, alguna vez?
Pensó en Kacchan.
Pensó en cómo, de niños, solía admirarlo. Quería ser como él, quería ser su amigo. Pero con el tiempo, las cosas cambiaron. Kacchan se volvió más fuerte, más seguro… y él, Izuku, se quedó atrás.
“¿Fue por eso que me alejó? ¿Porque no era suficiente?”
El pensamiento lo hizo estremecer.
—Pero… Blancanieves encontró a los enanitos, ¿sabes? —continuó rápidamente, queriendo distraerse de sus propias emociones— Encontró un nuevo hogar. Gente que la cuidó.
Miró a Till, que seguía jugueteando con su cabello.
—Tal vez nosotros también encontremos eso algún día… —susurró, más para sí mismo que para el bebé— Alguien que nos cuide. Que nos quiera.
también comenzó a contarle cuentos de héroes.
—Había una vez un héroe muy valiente… que tenía el corazón más grande del mundo.
A veces, incluso improvisaba canciones y juegos.
Izuku estaba sentado en el colchón con las piernas cruzadas, observando cómo Till jugaba con sus manitas. El bebé hacía movimientos erráticos, intentando atrapar su propio pie o agarrar el peluche desgastado que tenía cerca. Los sonidos que salían de su boca eran una mezcla de balbuceos y risitas, y aunque la situación en la que estaban era desesperante, ver a Till así llenaba a Izuku de una pequeña chispa de alegría.
El bebé lo miró con curiosidad, ladeando la cabeza como si pudiera sentir la tensión que pasaba por la mente de Izuku. Fue entonces que una idea cruzó por su cabeza.
—¿Sabes qué, Till? —dijo Izuku, inclinándose hacia el bebé y sonriendo un poco— Vamos a jugar un juego.
Till lo miró fijamente, sus grandes ojos curiosos parpadeando con expectativa. Aunque no entendiera sus palabras, parecía captar el tono alegre en su voz.
Izuku comenzó a mirar alrededor, buscando algo que pudiera usar. Sus ojos se posaron en el peluche de rana que estaba tirado en la esquina de la habitación. Lo tomó y lo sostuvo frente a Till, agitando el muñeco suavemente.
—Este es el Señor Rana —anunció Izuku con una voz profunda y teatral, tratando de sonar divertido— Y hoy… ¡hoy tiene una misión muy importante!
Till hizo un pequeño sonido de emoción, moviendo sus manitas hacia el peluche.
—Pero… —continuó Izuku, alzando un dedo como si estuviera contando un gran secreto— hay un monstruo en esta habitación. Y ese monstruo se llama… ¡El Gran Comepies!
El bebé soltó una risita aguda, como si entendiera la broma. Izuku sintió cómo su pecho se llenaba de calidez al escuchar ese sonido.
—¡El Gran Comepies quiere atraparnos! —exclamó Izuku, poniéndose de pie y sosteniendo al peluche con una mano mientras con la otra agarraba a Till y lo levantaba suavemente— Pero nosotros somos más rápidos, ¿verdad? ¡Vamos a correr!
Comenzó a moverse por la habitación, dando vueltas en círculos mientras sostenía a Till en sus brazos. Cada paso que daba, cada giro, lo hacía más exagerado y torpe para arrancar más risas del bebé. Izuku también comenzó a reírse, sintiendo cómo el peso de la desesperación se aliviaba, aunque fuera solo por un momento.
—¡Mira, Señor Rana! —dijo Izuku, levantando el peluche frente a Till— ¡Nos salvamos! ¡El Gran Comepies no nos atrapó!
Till balbuceó algo que sonaba como un intento de imitar las palabras de Izuku. Sus manitas se movieron hacia el peluche, y cuando Izuku se lo dio, el bebé lo agarró con fuerza, mordiéndolo un poco antes de soltar una carcajada.
—¡Ah, no! ¡Señor Rana está siendo devorado! ¡Till, tienes que salvarlo!
Izuku se dejó caer en el colchón, fingiendo dramatismo mientras Till se reía más fuerte. El sonido llenaba la habitación, desplazando la sensación de encierro y soledad que solía reinar allí.
Con el paso del tiempo, Izuku dejó de limitarse a contar cuentos clásicos. Comenzó a inventar sus propias historias.
Creó un mundo imaginario donde él y Till eran los protagonistas.
—Somos héroes en una misión secreta —le decía al bebé mientras lo paseaba por la habitación— Los villanos nos tienen atrapados, pero los héroes nos están buscando. Pronto nos encontrarán, ya verás.
Cada palabra era un consuelo tanto para Till como para él mismo.
Hablar, contar historias… lo mantenía cuerdo.
Una noche, mientras Till dormía acurrucado a su lado, Izuku se quedó mirando el techo, perdido en sus pensamientos. Las historias eran lo único que le quedaba.
Cada cuento que narraba, cada mundo que inventaba… eran un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, había esperanza.
Porque, como en todos los cuentos que contaba…
El final feliz siempre llegaba.
Y él estaba decidido a asegurarse de que su historia —la historia de él y Till— también tuviera uno.
El tiempo seguía pasando. Implacable y silencioso.
En esa habitación sin ventanas ni relojes, los días se desdibujaban y las noches se volvían interminables. Izuku no sabía cuánto tiempo llevaba encerrado con Till, pero seguía manteniendo la esperanza de que los héroes vendrían a salvarlos. Esa esperanza era todo lo que tenía. Era el hilo invisible que lo mantenía en pie, que le impedía rendirse por completo.
Pero las noches eran crueles.
En la oscuridad, cuando Till dormía profundamente en sus brazos o en el colchón improvisado, las pesadillas atacaban. Se infiltraban en su mente con una intensidad devastadora, burlándose de su esperanza, sus miedos y sus deseos más profundos.
La primera vez que soñó con los héroes abandonándolo, despertó gritando.
En su sueño, veía la puerta de la habitación abrirse lentamente. La luz del exterior lo cegaba por un momento, pero cuando sus ojos se acostumbraban, veía siluetas familiares. Los héroes. Todos estaban ahí. Eran su salvación.
—¡Estoy aquí! —gritaba, con la voz quebrada por la emoción— ¡Por favor, sáquennos de aquí!
Pero uno a uno, los héroes le daban la espalda. Sin decir una palabra, se marchaban, dejando la puerta abierta, pero demasiado lejos para alcanzarla. Veía a su madre en la distancia. Veía a Kacchan, a Papá… pero nadie lo miraba. Nadie respondía a sus gritos.
—¡No me dejen aquí! —lloraba, intentando correr hacia ellos, pero sus piernas no se movían. Estaba atrapado en el mismo lugar, encadenado por la impotencia.
El último en desaparecer era su padre. Su figura se desvanecía en la luz, sin siquiera mirarlo.
—¡Papá! ¡No te vayas! —su voz se rompía en sollozos— ¡Prometiste volver por mí! ¡Prometiste…!
Cuando despertó, su cuerpo temblaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y su pecho subía y bajaba con fuerza. Till había despertado también, y ahora estaba llorando por su culpa. Se sentía atrapado, incluso despierto. La desesperación seguía oprimiendo su corazón, y por un instante, dudó.
"¿Y si no vienen? ¿Y si realmente estamos solos?"
Ese pensamiento lo aterraba.
—No. No estamos solos. —murmuró, abrazando a Till más fuerte— Tengo que ser fuerte. Por los dos.
Pero las pesadillas no desaparecieron.
En otras ocasiones, las pesadillas eran peores. Soñaba que Till desaparecía de sus brazos.
Una vez soñó que alguien entraba en la habitación. Una figura oscura, sin rostro, que se acercaba lentamente. Izuku no podía moverse. Estaba paralizado por el miedo. La figura se inclinó sobre Till y, antes de que pudiera reaccionar, lo arrebató de sus brazos.
—¡NO! ¡DÉJALO! —gritó, desesperado.
Corrió tras la figura, pero sus pies parecían hundirse en el suelo. Por más que intentara avanzar, no lograba alcanzarla.
—¡TILL! ¡TILL!
El bebé lloraba. Sus llantos resonaban en la distancia, cada vez más lejanos, hasta que finalmente… el silencio lo envolvió.
Cuando despertó, tenía el cuerpo empapado de sudor frío. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que se rompería.
Sin pensar, buscó a Till a su lado. El alivio fue inmediato al verlo allí, dormido pacíficamente. Pero el miedo no desapareció.
Lo levantó con cuidado y lo acunó en sus brazos, sintiendo su calor contra su pecho. No podía soltarlo. No podía permitirse perderlo.
—Estoy aquí… Estoy aquí… —murmuró, con la voz rota— No voy a dejar que te pase nada.
Las lágrimas caían sin control mientras balanceaba al bebé suavemente, como si acunarlo pudiera calmar no solo a Till, sino también a sí mismo.
Pero quizás la peor pesadilla fue aquella en la que soñó que finalmente eran libres.
Soñó con el sol.
Podía sentir el calor en su piel, podía oler el aire fresco, podía ver el cielo azul sobre su cabeza. Era tan real que su corazón se llenó de alegría.
En el sueño, corría por un campo verde, con Till en brazos. Los héroes estaban allí, sonriendo. Su padre lo abrazaba con fuerza, susurrándole que todo estaba bien.
—Lo logramos, Till. Estamos libres.
Till reía, señalando las nubes en el cielo. Izuku se sentía ligero, como si todas las cargas y miedos hubieran desaparecido.
Pero entonces, todo comenzó a desvanecerse.
Primero, el cielo. Luego, el campo. La calidez del sol se desvaneció, reemplazada por el frío de la habitación. Los héroes desaparecieron. Su papá desapareció. Y él volvió a estar solo.
Cuando despertó, el golpe de la realidad fue brutal.
Estaba nuevamente allí. En esa habitación.
—No… no puede ser… —susurró, con la voz temblando.
Lloró hasta quedarse sin fuerzas. La esperanza que había sentido en el sueño se convirtió en una daga en su pecho. Había sido tan real…
Y, sin embargo, no lo era.
Cada vez que Izuku tenía esas pesadillas, hacía lo mismo antes de dormir. Se inclinaba sobre Till, acariciaba su cabecita con ternura y le susurraba: "Las pesadillas no pueden hacernos daño. Cuando despiertes, aquí estaré."
Esas palabras eran un escudo. Una promesa. Pero también eran un recordatorio para sí mismo.
—Aquí estaré. No importa qué pase. No importa cuánto tiempo lleve. No voy a dejar que te pase nada.
Aun con las pesadillas, aun con el miedo y la ansiedad que crecía como una sombra implacable en su mente, aun con la paranoia que día tras día subía más y más, Izuku seguía manteniendo las esperanzas. Esa pequeña chispa que se negaba a extinguirse lo mantenía a flote, aunque a veces sentía que se tambaleaba en un abismo.
La esperanza era su último refugio, pero también una carga. Le exigía que creyera en algo que no podía ver, que siguiera esperando que los héroes vendrían, que su padre vendría, que pronto alguien abriría esa puerta y pondría fin a esta pesadilla. Pero el paso del tiempo sin ninguna señal de rescate hacía que esa fe tambaleante a veces se sintiera como una mentira que se contaba para no quebrarse.
Sin embargo, había algo más que lo mantenía fuerte: los recuerdos. Los buenos recuerdos eran como anclas en medio de la tormenta, algo a lo que aferrarse cuando la realidad dentro de esa habitación comenzaba a difuminarse. Memorizar esos momentos felices, revivirlos en su mente y hablar de ellos con Till lo despejaba y lo hacía sentir más tranquilo, como si el mundo exterior todavía existiera y lo esperara.
Pero también dolía. Dolía mucho.
Hablar de esos recuerdos lo llenaba de nostalgia y tristeza. Y cuando Till se dormía, Izuku se quedaba en silencio, con las rodillas abrazadas contra su pecho, dejando que las lágrimas cayeran mientras intentaba no hacer ruido. Era como si la habitación se encogiera cada vez que recordaba lo que había perdido.
Recordaba a Kacchan.
Recordaba los días que iban al bosque con sus otros amigos. Días llenos de risas y aventuras. Escalar árboles, saltar sobre charcos de barro, desafiarse entre ellos para ver quién podía correr más rápido o atrapar insectos. Había sido antes del desastre, antes de que todo cambiara.
Pensar en Kacchan le traía una mezcla de emociones. Izuku quería volver a verlo, aun si eso significaba enfrentarse a su mal genio y a su actitud explosiva. A pesar de todo, quería abrazarlo. Quisiera o no, Kacchan había sido parte de su infancia, de esos momentos felices que ahora parecían tan lejanos.
Pero cuando los recuerdos lo llevaban a su padre, la tristeza se volvía más profunda, más compleja.
Recordaba a papá.
Al principio, pensar en su padre era difícil. La relación con él había sido complicada. Un hombre distante, frío, siempre enterrado en sus investigaciones, en sus laboratorios, en sus teorías. Durante mucho tiempo, Izuku sintió que era invisible para él. Una carga. Una obligación. “El hijo sin don”, pensaba. El niño que ni siquiera sabía que tenía.
Pero había habido un cambio. Un cambio que Izuku atesoraba, aunque ahora lo doliera tanto recordar.
Izuku se mordía el labio mientras observaba a su padre dormir sobre el sillón del comedor. Había llegado de madrugada, agotado, directo desde el trabajo. Recordaba el sonido de la puerta abriéndose y los pasos arrastrados que resonaron por el departamento silencioso mientras él veía, por enésima vez, las películas de All Might. Apenas había dormido, perdido en esas escenas que le daban un pequeño consuelo, pero cuando su padre llegó, todo se sintió distinto. Más pesado.
Era un hombre alto, de mirada siempre seria y cansada, con ojeras tan profundas que parecían grabadas en su rostro. Trabajaba demasiado, eso lo sabía Izuku. Y aunque muchas veces se sentía distante, sabía que su papá estaba allí... de alguna forma.
Esta vez, su presencia lo hacía sentir nervioso.
Izuku tenía que pedirle algo importante: la firma de las notas y el permiso para avanzar al siguiente curso. Algo simple. Algo que los padres hacen por sus hijos sin pensarlo. Pero para Izuku, cada interacción con su papá era un desafío, un pequeño obstáculo que tenía que superar con cuidado.
Se acercó lentamente a la mesa. Su padre respiraba profundamente, aún dormido, con la cabeza apoyada sobre sus brazos cruzados. Los papeles digitales flotaban en la pantalla que Izuku sostenía con ambas manos. Sabía que debía hacerlo ahora, antes de que su padre volviera al trabajo y desapareciera por días.
“Papá…” dijo en voz baja, casi un susurro. Su voz temblaba un poco, insegura. No quería molestarlo. No quería ser una carga. “Papá, disculpa… podrías firmar esto… porfi…”
El hombre abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz que se filtraba por la ventana. Se enderezó con un suspiro largo y cansado, pasando una mano por su cabello desordenado. Miró a Izuku, luego a la pantalla que le extendía. No dijo nada al principio, pero sus ojos se enfocaron en los números que aparecían junto a la solicitud de avance de curso.
Frunció el ceño, y por un momento, Izuku sintió que su corazón se detenía.
“Izuku…” dijo su padre, con voz grave y algo ronca por el sueño. “Esto no es tu año escolar correspondiente… ¿Estás adelantado?”
Izuku sintió cómo su pecho se comprimía. Asintió lentamente, apretando los labios. “Sí… es que… bueno, terminé las clases antes… y los profesores en linea dijeron que podía avanzar si aprobaba los exámenes…”
Su padre se quedó en silencio, mirando fijamente la pantalla. Sus dedos tamborileaban suavemente sobre la mesa, como si estuviera procesando la información. Izuku esperaba alguna pregunta, algún comentario sobre por qué había decidido adelantarse, o tal vez una crítica.
Pero lo que escuchó fue algo totalmente inesperado.
“¿Cuántos libros tuviste que leer para eso?” preguntó su padre, con un tono curioso, casi cálido.
Izuku parpadeó sorprendido. No sabía cómo responder al principio. “Muchos…” dijo finalmente, con una pequeña sonrisa tímida. “Pero me gustó hacerlo… Aprendí muchas cosas interesantes.”
Su padre dejó escapar una risa suave, breve, pero genuina. Algo que Izuku no había escuchado en mucho tiempo.
“Claro que lo hiciste,” murmuró su padre, mientras tomaba la pantalla y comenzaba a firmar los documentos. “Creo que heredaste eso de mí.”
Las palabras golpearon a Izuku como un rayo. ¿Su padre pensaba que tenían algo en común? ¿Que había heredado algo de él? Se quedó inmóvil, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.
Cuando su padre le devolvió la pantalla, lo miró a los ojos y dijo algo que Izuku jamás olvidaría.
“Sigue así, Izuku. Usa tu cabeza. Es tu mejor don.”
Izuku tomó la pantalla con manos temblorosas, conteniendo las lágrimas que amenazaban con escapar. Asintió rápidamente, sin confiar en su voz. Pero cuando salió de la habitación, se permitió sonreír. Una sonrisa pequeña, tímida, pero llena de esperanza.
Tal vez, solo tal vez, su papá estaba más cerca de lo que siempre creyó.
—Oye, Izuku… ¿qué piensas de cómo el cerebro puede cambiar y aprender cosas nuevas? ¿Crees que eso podría hacerlo más fuerte?
Esa había sido las primeras preguntas, luego del dialogo que tuvieron, que papá le hizo que realmente hizo que Izuku sintiera que lo veía.
Era raro que papá le preguntara algo, y menos sobre un tema tan avanzado. Pero Izuku había leído sobre ello. Había investigado en la biblioteca y en las clases en línea. Y cuando comenzó a responder, algo cambió en la mirada de su padre. Ya no era una mirada indiferente o aburrida. Era una mirada que reflejaba interés. Orgullo, tal vez.
A partir de ese momento, papá comenzó a quedarse más tiempo en casa. Comenzó a preguntarle más cosas, a pedir su opinión sobre teorías científicas. Y aunque la mayor parte del tiempo Izuku sentía que su cerebro trabajaba a toda velocidad para seguirle el ritmo, se sentía feliz. Porque por primera vez, sentía que su padre estaba orgulloso de él.
“Tal vez no soy una carga…” pensaba Izuku en esos momentos.
Recordar esos momentos le llenaba de calidez, pero también le hacía pensar en lo que había perdido. En todo lo que podría no volver a tener.
Izuku recordó la primera vez que conoció a los amigos de su padre. Fue algo inesperado. Su padre casi nunca hablaba de su vida fuera del trabajo, y mucho menos mencionaba a sus colegas. Pero un día, su padre volvió del trabajo junto a alguien.
Ahí conoció a Akamine Junpei, el socio más cercano de su padre. Y lo primero que pensó al verlo fue que Akamine era todo lo opuesto a su padre.
Junpei era una explosión de energía y sonrisas.
Tenía piel morena, un largo cabello que se lo trenzaba color rojo, y una pequeña barba en su mentón, ojos almendrados color rojo y como papá, vestia una camisa y bata típica de científico.
Su forma de entrar en la habitación llenaba el lugar de una calidez que Izuku no estaba acostumbrado a sentir cuando estaba con su padre. A diferencia de la mirada seria y distante de su papá, Junpei tenía unos ojos que parecían sonreír por sí mismos.
Cuando lo vio, no perdió tiempo en presentarse. Se acercó a Izuku con una enorme sonrisa y, sin dudar, le revolvió el cabello de manera juguetona.
—¡Vaya! ¿Y este rayo de sol quién es? —preguntó, con una voz tan animada que hizo que Izuku se sonrojara de inmediato.
"¿Rayo de sol?" Izuku parpadeó, confundido. Nadie lo había llamado así antes. La mayoría lo veían como un niño tímido, callado, algo reservado. Y aunque tenía una sonrisa que muchos describían como luminosa, rara vez alguien hacía comentarios sobre ella. Mucho menos alguien que apenas lo conocía.
—Junpei… —interrumpió su padre, con ese tono seco y serio que usaba cuando algo lo incomodaba.
—¿Qué? ¿Es tu hijo, no? —respondió Junpei, todavía sonriendo mientras se arrodillaba para estar a la altura de Izuku— Vaya, tienes los ojos de tu madre, pero… —lo miró con más atención, inclinando la cabeza— Sí, definitivamente eres su hijo. Pero ¿sabes? —añadió en voz baja, como si le contara un secreto— Eres mucho más cálido que él.
Izuku no supo qué responder. Se sintió torpe, como siempre que estaba en situaciones sociales, pero hubo algo en la forma en que Junpei lo miró… una especie de reconocimiento que lo hizo sentirse visto.
Por primera vez, alguien lo estaba viendo no como "el hijo de un genio científico", ni como "el chico raro sin Don", sino como Izuku, con toda su luz y todas sus inseguridades.
Junpei le tendió la mano como si estuviera saludando a un igual.
—Es un placer conocerte, Izuku. Soy Akamine Junpei, el pobre desgraciado que tiene que aguantar a tu papá todos los días. —Se rió, y su risa fue tan contagiosa que Izuku no pudo evitar sonreír, tímidamente al principio, pero luego con más confianza.
—Oye… no exageres —dijo su padre con un suspiro, aunque había una ligera curva en la comisura de sus labios, casi imperceptible. Pero Izuku la notó.
Una sonrisa.
Pequeña, contenida, pero real. Y en ese momento, algo se quebró dentro de Izuku. Algo que había estado acumulando por años: ese anhelo de que su padre lo mirara con una pizca de orgullo, de que reconociera que estaba allí, a su lado.
Junpei se levantó y le dio una palmadita en el hombro a su amigo.
— Deberías sonreír más, ¿sabes? Tienes un hijo brillante. No sé cómo lo hiciste, pero parece que heredó lo mejor de ambos.
Izuku sintió que el aire se volvía pesado en sus pulmones. Se aferró a esas palabras, porque eran algo que había anhelado escuchar desde que tenía memoria. Pero no venían de su padre. Venían de alguien más.
Cuando se quedaron solos más tarde, Izuku no pudo evitar mirar de reojo a su padre, esperando… algo. Una palabra. Un gesto. Pero lo único que recibió fue un leve asentimiento.
Y aunque fue pequeño, fue suficiente.
Izuku se preguntó si Junpei lo seguiría viendo igual cuando salga de esa habitación...
Esa… ¿tarde? ¿mañana? Izuku ya no lo sabía. El tiempo en esa habitación se sentía borroso, como si todo pasara a la vez y, a la vez, nunca pasara nada. Pero lo que sí recordaba con claridad era el sonido del agua llenando la bañera. Una especie de murmullo constante que, por un instante, le daba una sensación de calma.
Till estaba sentado en el suelo, con los ojos curiosos y brillantes, mirando cómo Izuku probaba la temperatura del agua con la mano.
—Está bien, no está muy caliente —murmuró para sí mismo. Luego miró a Till y sonrió— ¿Quieres probar? Hoy nos toca baño, ¿qué dices?
Era la primera vez que Izuku se bañaría junto al bebé. Hasta ese momento, lo había evitado. Siempre intentaba bañarse rápido mientras Till dormía, aprovechando esos momentos cortos en los que el bebé descansaba profundamente. Pero solo lo había logrado un par de veces. Las duchas eran apresuradas, tensas, siempre mirando por encima del hombro, con los nervios a flor de piel.
Y luego, apareció ese pensamiento.
“¿Y si mientras estoy en la ducha, los secuestradores entran y se llevan a Till?”
Ese pensamiento lo golpeó con fuerza, como si alguien le susurrara al oído sus peores miedos.
¿Y si se lo llevan mientras estoy distraído?
¿Y si no lo escucho llorar a tiempo?
¿Y si abren la puerta y yo estoy ocupado… y cuando salga, Till ya no está?
Esas pesadillas volvían una y otra vez. Pesadillas en las que Till era arrancado de sus brazos, y él no podía hacer nada para detenerlo. Pesadillas donde despertaba y lo buscaba desesperado por toda la habitación, solo para encontrar la cuna vacía.
El miedo se convirtió en una constante, un zumbido incesante en su cabeza. Till es pequeño. Till es vulnerable. Y yo soy el único que lo protege.
Por eso, después de ese día, Izuku tomó una decisión: no volvería a bañarse sin Till. Nunca más. No podía arriesgarse.
Al principio, lo dejaba sentado afuera de la bañera mientras él se lavaba rápido, pero un día se preguntó: ¿Y si se puede bañar conmigo? ¿Y si hacemos esto juntos? Sería más fácil, más seguro… y, tal vez, hasta divertido.
—Vamos a probar algo nuevo hoy, Till. ¿Te parece? —le dijo, levantándolo con cuidado.
Lo apoyó sobre su cadera y, con una sonrisa amplia y luminosa, exclamó.
—¡Al agua pato!
El bebé lo miró sorprendido cuando sintió el agua tibia tocando su piel. Parpadeó un par de veces, como si procesara la sensación nueva… y luego, de repente, comenzó a reír.
Till estalló en risas burbujeantes mientras chapoteaba el agua con sus pequeñas manos. El sonido de su risa llenó todo el baño, un eco brillante que rebotaba en las paredes, rompiendo por completo la monotonía silenciosa de esa habitación. Era una risa pura, alegre, que hacía que el pecho de Izuku se llenara de algo cálido y brillante.
—¡Oh, cómo te atreves! —dijo Izuku, poniendo voz teatral cuando Till le tiró agua al rostro.
Till lo miró con ojos traviesos y volvió a chapotear, salpicando más agua hacia él.
Izuku fingió una expresión de indignación.
—¡Esto es la guerra! —gritó, comenzando una batalla de agua.
El bebé no entendía exactamente qué estaba pasando, pero se contagió de la emoción de Izuku. Reía y chapoteaba con más fuerza, lanzando agua por todas partes. Las gotas volaban por el aire y mojaban el suelo del baño, pero a ninguno de los dos le importaba.
Las risas se mezclaban con el sonido del agua, creando un momento único, uno que se sentía casi irreal dentro de ese encierro constante. Por un instante, Izuku se olvidó de todo: del miedo, de la ansiedad, de las pesadillas.
Por un instante, solo existían él y Till.
Finalmente, cuando la batalla terminó y el agua se calmó, Izuku se inclinó para lavar el cabello de Till.
Lo hizo despacio, con cuidado. Había aprendido que si frotaba demasiado fuerte, Till se ponía inquieto y empezaba a llorar. Y lo último que quería era verlo llorar. Así que pasó sus manos suavemente por los mechones oscuros y húmedos del bebé, masajeando con delicadeza.
Till, por su parte, parecía fascinado con el agua que goteaba de sus manos. Sus pequeños dedos intentaban atrapar las gotas antes de que cayeran.
—Eres un bebé muy curioso, ¿sabes? —le dijo Izuku, sonriendo con ternura.
El bebé lo miró, como si entendiera, y balbuceó algo ininteligible.
—Sí, sí, claro. Estoy seguro de que eso significa que soy el mejor hermano mayor del mundo, ¿verdad?
Till respondió con otro balbuceo, esta vez más animado, y levantó sus brazos hacia Izuku.
Izuku lo tomó con fuerza, abrazándolo contra su pecho.
—Sabes… a veces me da miedo. Me da miedo que algo pase, que nos separen. Pero no voy a dejar que eso ocurra, ¿de acuerdo? —susurró mientras apoyaba su frente contra la de Till— Yo te protegeré, Till. No importa qué pase.
El agua de la bañera aún goteaba en el piso del baño, dejando un rastro húmedo que se evaporaba lentamente con el paso del tiempo. Till estaba en los brazos de Izuku, envuelto en una pequeña toalla que apenas cubría su cuerpecito. Sus párpados pesaban, y sus manitas descansaban suavemente sobre el pecho desnudo de Izuku.
Era raro que Till estuviera cansado después de un baño. Normalmente, después del agua, se despertaba con más energía, pidiendo atención, exigiendo compañía. Izuku solía prepararse mentalmente para esas noches largas y agotadoras donde Till se negaba a dormir. Pero esta vez, algo había cambiado.
Till estaba cansado.
Izuku esbozó una sonrisa débil.
—Gracias, por este milagro —bromeó en un susurro mientras lo apretaba suavemente contra su pecho.
Lo alzó con cuidado, protegiéndolo como siempre hacía, y se dirigió hacia donde había dejado su ropa. Llevaba solo una toalla atada a la cintura, y sentía las gotas de agua resbalando por su piel. Al pasar frente al espejo del baño, algo lo hizo detenerse.
Sus ojos captaron su propio reflejo.
Al principio, pensó que solo era una mirada fugaz. Pero algo en esa imagen lo atrapó. Algo no estaba bien.
No podía precisar cuándo fue la última vez que realmente se vio. Tal vez al principio, cuando intentaba mantener cierta normalidad. Pero después… dejó de hacerlo.
Porque cada vez que lo hacía, sentía que veía a otra persona.
Y ahora, parado ahí, con Till en brazos y el vapor del baño empañando ligeramente el vidrio, volvió a ver a ese desconocido.
Su mirada se quedó fija en el reflejo.
El niño que veía no parecía él.
Las ojeras oscuras se marcaban como sombras profundas debajo de sus ojos verdes. Su piel, que alguna vez tuvo un tono cálido y saludable, ahora estaba pálida. Su cabello, normalmente desordenado pero con vida, ahora caía opaco, sin brillo.
¿Cuándo cambió tanto?
¿Cuándo perdió tanto peso?
¿Cuándo sus ojos perdieron ese brillo de curiosidad y esperanza que alguna vez tuvo?
Sus manos temblaban ligeramente mientras alzaba una y la apoyaba sobre su rostro.
Quería reconocerse. Pero no podía.
—¿Qué… qué me pasó? —murmuró, sin apartar la mirada del espejo.
Sus dedos recorrieron su mejilla, como si necesitara confirmar que ese rostro pálido era realmente el suyo. Pero cuanto más se miraba, más desconocido se sentía. Era como si el encierro lo hubiera despojado de todo lo que alguna vez lo definió.
“Este no soy yo…”
Izuku respiró hondo, intentando calmarse, pero los pensamientos seguían fluyendo, más oscuros, más insistentes.
“¿Cuánto tiempo llevamos aquí?”
“¿Cuánto tiempo pasó desde que vi el sol?”
“¿Por qué siento que me estoy perdiendo?”
“¿Cuándo fue la última vez que sonreí de verdad?”
“¿Por qué ya no me reconozco?”
Sus ojos se volvieron vidriosos, empañados por las lágrimas que empezaban a acumularse. La sensación de pérdida lo abrumaba.
No era solo el tiempo lo que había perdido…
Sin que el niño se diera cuenta, Había perdido su sentido de sí mismo.
Izuku Midoriya se estaba desvaneciendo.
Su respiración se volvió errática.
El pecho le dolía, como si algo lo aplastara desde dentro. El miedo, la soledad, la impotencia… todo eso lo estaba quebrando lentamente.
Sentía que iba a romperse. Que iba a caer en un abismo del que no podría salir.
Hasta que un pequeño sonido lo sacó de ese trance.
Un quejido.
Till se movió en sus brazos, haciendo un suave balbuceo de incomodidad mientras buscaba una posición más cómoda. Sus manitas se aferraron al pecho de Izuku, y su cabecita se apoyó contra él.
El pequeño frunció el ceño ligeramente, como si protestara por el hecho de que Izuku estuviera quieto en lugar de acunarlo.
Izuku parpadeó, bajando la mirada hacia Till.
El bebé estaba allí. En sus brazos. Vivo. Seguro.
Su pecho, que hace un instante parecía apretado por la angustia, ahora se llenaba de otra cosa. Una calidez distinta. Una razón. Un propósito.
Izuku levantó una mano temblorosa y acarició la carita de Till con la yema de los dedos. La piel suave del bebé parecía traerlo de vuelta, anclarlo al presente.
Till hizo un pequeño sonido, medio suspiro, medio quejido, antes de volver a acomodarse contra él, relajándose por completo.
Izuku tragó saliva, sintiendo cómo las lágrimas que antes amenazaban con caer ahora lo quemaban por dentro. Pero esta vez, eran lágrimas diferentes. Lágrimas de comprensión.
Claro. Esto es lo que importa.
Izuku dejó de mirarse en el espejo y se centró en el bebé que sostenía.
—Mi misión… es protegerte. Eso es lo que importa ahora. —Su voz era un susurro, pero sus palabras llevaban una fuerza renovada.
Apretó a Till contra su pecho y cerró los ojos por un momento, permitiéndose sentir ese vínculo, esa conexión que los mantenía unidos.
Till era la razón por la que seguía luchando. Till era la luz en la oscuridad.
Izuku abrió los ojos nuevamente, pero esta vez no miró al espejo. No importaba quién fuera ese reflejo.
Lo que importaba era esto.
—Quizás… quizás ya no soy el mismo Izuku de antes —dijo, más para sí mismo que para Till— Pero sigo siendo alguien que puede cuidarte.
El bebé, aunque no entendía las palabras, pareció relajarse aún más en sus brazos.
Izuku se obligó a respirar hondo, llenando sus pulmones de aire, como si necesitara reafirmar su existencia. Estaba aquí. Estaba presente. Y Till lo necesitaba.
Mientras Till esté conmigo, yo estaré aquí.
Yo lo protegeré. Yo seré su fuerza.
Y aunque aún sentía miedo, aunque aún tenía dudas, ahora tenía algo claro.
Izuku Midoriya no había desaparecido del todo.
Había cambiado, sí. Pero seguía siendo alguien que podía luchar.
Y, por ahora, eso era suficiente.
Algo dentro de Izuku se rompió y, al mismo tiempo, algo nuevo nació.
Había estado sintiéndose cada vez más perdido, más ajeno a sí mismo, como si su reflejo en los espejos y las paredes le devolviera la imagen de un extraño. El miedo constante, el aislamiento, las pesadillas, el peso de la responsabilidad… todo lo estaba consumiendo. Y, lo peor de todo, sentía que se estaba olvidando de quién era.
No podía permitirse eso. No cuando Till lo necesitaba.
Entonces, sin pensarlo demasiado, cuando el bebé quedo dormido en la cuna, Izuku agarró lo más afilado que tenía a la mano: un pequeño pedazo de metal roto de uno de los juguetes que había desmontado semanas atrás. Se dirigió a una de las paredes de la habitación, que estaba pintada de un azul celeste brillante, decorada con nubes sonrientes y un arcoíris que parecía abrazar todo el cuarto.
Esa pared lo hacía sentir atrapado. Celeste como el cielo que ya no podía ver.
Ese azul le recordaba la libertad que ya no tenía.
Se arrodilló frente a la pared, respiró hondo, y comenzó a escribir.
Talló cada palabra con cuidado, despacio.
Cada letra era un ancla.
Cada frase, un recordatorio de quién era.
Y si algún día se olvidaba, si la soledad o el miedo intentaban robarle su identidad, esas palabras estarían ahí, permanentes, grabadas en la pared de su prisión.
Primero escribió lo básico.
Lo más importante.
—Soy Midoriya Izuku. Estoy aquí.
—Soy Midoriya Izuku. Estoy presente.
—Soy Midoriya Izuku. Tengo 11 años.
Talló esas frases con fuerza, apretando tanto el metal que sus dedos comenzaron a doler.
Pero no se detuvo.
—Soy Midoriya Izuku. Hijo de Inko Midoriya.
—Soy Midoriya Izuku. Hijo de Hisashi Midoriya.
Cuando escribió el nombre de su madre, una punzada de dolor atravesó su pecho.
La extrañaba. Mucho.
Recordó sus abrazos, su voz suave llamándolo por su nombre cada mañana, sus manos siempre dispuestas a arreglarle el cabello desordenado antes de salir. Recordó las canciones que le cantaba para dormir, los consejos que le daba cuando tenía miedo.
Sus ojos se nublaron, pero siguió escribiendo. Porque lo necesitaba. Porque si se detenía, sentía que podría derrumbarse.
—Soy Midoriya Izuku. Soy el que cuidará a Till.
—Soy Midoriya Izuku. Hermano de Till.
Esa frase le arrancó una sonrisa, pequeña, pero sincera.
Miró al bebé que dormía en su cuna. Till era tan pequeño, tan frágil. Pero también era fuerte, porque a pesar de todo, seguía sonriendo cada día.
Izuku tenía una misión.
Y lo talló en la pared para no olvidarlo.
—Soy Midoriya Izuku. Mi misión es proteger a Till.
—Soy Midoriya Izuku. No dejaré que Till esté solo.
Pero no se detuvo ahí.
Había más cosas que necesitaba recordar.
—Soy Midoriya Izuku. Me gustan los héroes.
—Soy Midoriya Izuku. Algún día quiero ser alguien fuerte.
—Soy Midoriya Izuku. Me gusta aprender cosas nuevas.
Recordó sus libros, sus cuadernos llenos de apuntes.
—Soy Midoriya Izuku. Me gustan las ciencias.
— Soy Midoriya Izuku. Me gusta analizar quirks
—Soy Midoriya Izuku. Puedo encontrar soluciones.
—Soy Midoriya Izuku. Me gusta pensar en teorías.
Cada frase que escribía lo ayudaba a recordar un pedazo de sí mismo que temía haber perdido.
Lo que le gustaba, lo que lo hacía especial.
Pero también escribió sobre lo que sentía.
—Soy Midoriya Izuku. Tengo miedo.
—Soy Midoriya Izuku. A veces me siento solo.
—Soy Midoriya Izuku. Lloro cuando Till duerme.
No quería mentirse a sí mismo.
Sabía que estaba asustado. Que, muchas noches, lloraba en silencio mientras Till dormía profundamente. Pero eso no lo hacía más débil.
Lo hacía humano.
Cuando terminó de tallar esas palabras, respiró hondo y se detuvo por un momento. Miró lo que había escrito hasta ahora. La pared celeste estaba llena de sus pensamientos, de su identidad.
Pero aún no había terminado.
—Soy Midoriya Izuku. Extraño a Kacchan.
—Soy Midoriya Izuku. Extraño el bosque.
—Soy Midoriya Izuku. Extraño a mamá.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras tallaba esas frases. Pero no se detuvo.
No podía detenerse.
—Soy Midoriya Izuku. Quiero volver a ver el cielo.
—Soy Midoriya Izuku. Quiero volver a casa.
—Soy Midoriya Izuku. Quiero ser libre.
Talló esas palabras con más fuerza, como si quisiera que el universo las escuchara.
Y finalmente, escribió lo más importante.
—Soy Midoriya Izuku. No me rendiré.
Cuando terminó, dejó caer el pedazo de metal al suelo. Sus dedos estaban rojos, adoloridos, y las lágrimas aún caían por su rostro. Pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía respirar.
Se levantó despacio y se acercó a Till, quien seguía durmiendo plácidamente. Se arrodilló junto a la cuna y, con manos temblorosas, acarició la cabecita del bebé.
—No voy a olvidar quién soy. No voy a dejar que nos quiten eso.
El bebé hizo un pequeño quejido en sueños, como si respondiera a las palabras de Izuku.
Ese sonido le llenó el pecho de calidez.
Izuku se sentó junto a la cuna, apoyando la espalda contra la pared recién tallada. Las palabras estaban detrás de él, grabadas para siempre.
Un recordatorio constante de que aún existía. De que aún era él.
Mientras cerraba los ojos por un momento, se permitió un último pensamiento antes de quedarse dormido junto a Till.
Soy Midoriya Izuku. Estoy aquí. Estoy presente.
Y mientras esté aquí
Till estará a salvo.
Notes:
Este capítulo es una exploración profunda de la mente de Izuku durante su encierro, y se centra en dos conceptos fundamentales que coexisten en conflicto dentro de él.
"Desvanecerse" representa cómo Izuku empieza a perder partes esenciales de sí mismo. La soledad, el aislamiento y la falta de interacción humana lo llevan a perder su sentido del tiempo, su identidad y sus sueños. Poco a poco, el encierro lo fragmenta emocionalmente, y comienza a ver cómo su yo anterior, el Izuku que soñaba con ser un héroe, empieza a desaparecer.
Por otro lado, está la palabra "Aferrarse," que simboliza el instinto de supervivencia más básico del ser humano. A pesar de estar al borde del colapso, Izuku encuentra una razón para seguir adelante: Till.Este contraste entre perderse y aferrarse refleja perfectamente el estado mental de Izuku, un niño que está siendo empujado al límite de su resistencia emocional, pero que sigue luchando para no desaparecer por completo.
Quise profundizar en la vulnerabilidad de Izuku, quien, a pesar de su corta edad, carga con una responsabilidad enorme, algo que no debería recaer en un niño. Él no solo teme por su propia seguridad, sino también por la vida de Till, lo que eleva aún más la ansiedad constante en la que está obligado a vivir.
Chapter 6: El Silencio Pesa Más Que el Tiempo (Parte II)
Summary:
Atrapados en la monotonía de su encierro, donde los días se repetían como un bucle interminable, una anomalía en la normalidad aparece.
Notes:
Advertencias de Contenido:
[Dolor físico explícito] [Descripción gráfica de heridas] [Inseguridad o miedo constante] [Pensamientos obsesivos o intrusivos] [Ambiente opresivo y aislamiento] [Miedo a la pérdida y al abandono]
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Chapter Text
El conejo, paciente, cuida al pichón,
sus días se llenan de un nuevo rincón.
Aprende a darle lo poco que tiene,
y el pichón florece, su risa lo entretiene.
Juntos exploran su mundo pequeño,
el conejo lo guía, lo ama sin dueño.
Pero al mirar la prisión que los ata,
sabe que el escape es cuesta tan alta.
Aun así, con el pichón a su lado,
sueña con días de cielo dorado.
Aunque difícil, no pierde la fe,
pues su amor es la fuerza que lo hará creer.
Los días en el encierro parecían fusionarse en una niebla interminable, pero había momentos que se destacaban, aunque fuera por su dificultad. El día que llegó la primera papilla para Till fue uno de ellos. Izuku miraba el pequeño cuenco naranja con un entusiasmo inicial que rápidamente se desmoronó. “Esto será fácil”, pensó al principio, intentando convencerse. Pero esa idea se convirtió en un error casi inmediato.
—Siempre que pienso que algo será sencillo… se vuelve un desastre —murmuró para sí mismo mientras tomaba la cuchara.
Con cuidado, cargó un poco de la papilla de zanahoria y la sostuvo frente al bebé, adornando su cara con la mejor sonrisa que podía ofrecer en esos días grises.
—¡Aquí viene el avioncito, Till! Abre grande…
Till lo miró, confundido al principio, y luego simplemente giró la cara con una determinación sorprendente para alguien tan pequeño. Su expresión parecía gritar: “¿En serio esperas que coma eso? ¿Has visto lo horrible que se ve?”
Izuku suspiró, rascándose la cabeza con frustración. Siempre parecía más fácil en los videos que había visto antes. Intentó de nuevo, haciendo ruidos de avión, pero Till permaneció firme. Cerraba la boca con una fuerza casi heroica, y cada vez que Izuku intentaba acercar la cuchara, el bebé giraba la cabeza o comenzaba a hacer pequeños quejidos, como protestando por esa sustancia extraña que le ofrecían.
—Vamos, Till… no puede ser tan malo. Yo lo probé antes, ¿ves? —dijo Izuku, tomando un poco de la papilla con la lengua y frunciéndole el ceño. No era deliciosa, pero tampoco era tan terrible como para provocar esa reacción. Sin embargo, Till no parecía convencido.
El agotamiento comenzaba a pesarle. Mientras limpiaba un poco de papilla que Till había conseguido derramar con un manotazo, algo dentro de él se rompió. La desesperación estaba siempre al acecho, y momentos como este la traían a la superficie.
“¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?” pensó. Pero antes de que los pensamientos negativos lo invadieran por completo, un recuerdo cruzó su mente.
Era uno de los pocos recuerdos claros que aún conservaba de su madre. Una escena cálida y familiar: ella hablándole con una sonrisa mientras lo cuidaba. “Inko Midoriya… mamá.” Esa palabra resonó en su interior, pero la imagen de su rostro comenzó a desdibujarse mientras intentaba aferrarse a ella.
—Mamá… —susurró, como si al decirlo en voz alta pudiera detener la sensación de olvido que lo asustaba tanto.
En ese recuerdo, Inko le hablaba con paciencia, como siempre lo hacía cuando él era pequeño y tenía alguna duda.
—Izuku, los bebés son curiosos, pero también necesitan sentirse seguros. Si les ofreces algo nuevo, a veces pueden asustarse o no confiar en lo que ven. No te preocupes. Déjalos explorar. No los apures, ¿entendido? La comida es algo desconocido para ellos, pero si les das tiempo… ellos mismos querrán probar.
Izuku podía verla claramente, con esa sonrisa cálida y sus ojos suaves. Pero la voz… la voz comenzaba a desvanecerse. Intentó recordar cómo sonaba, cómo lo hacía sentir, pero lo único que logró fue un eco vacío.
—¿Cómo era su voz? —preguntó en un susurro, apretando los dientes. Su corazón comenzó a latir más rápido, y el nudo en su garganta se hizo más fuerte. La idea de olvidar completamente a su madre le aterrorizaba.
Hace tiempo, Izuku había comenzado a dibujar. Era su manera de luchar contra esa sensación de pérdida. Dibujaba a su madre, a su padre, a héroes, incluso a Kacchan. Pero los rostros empezaban a deformarse. Las líneas no eran tan claras como antes, los detalles se escapaban de su memoria, y cada trazo le recordaba lo lejos que estaban esos días felices.
Izuku parpadeó varias veces, volviendo al momento actual. Miró a Till, quien observaba la papilla con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Inspiró profundamente, dejando que el consejo de su madre lo guiara.
—Está bien, Till. No voy a forzarte —dijo con una sonrisa cansada, pero genuina. Izuku colocó el cuenco frente a Till con una mezcla de incertidumbre y esperanza. Ahora, solo quedaba observar.
Till miró el cuenco con su típica curiosidad infantil. Sus pequeños ojos se enfocaron en la masa anaranjada que contenía la papilla de zanahoria, ladeando la cabeza como si intentara descifrar si aquello era un juego o una trampa. Sus dedos diminutos, gorditos y torpes, se alzaron lentamente hacia el borde del cuenco.
Izuku observaba cada movimiento con una mezcla de nerviosismo y ternura. “Vamos, Till… tú puedes. Solo pruébalo,” pensó mientras apretaba las manos sobre sus rodillas.
Till finalmente sumergió un dedo en la papilla. La textura parecía confundirlo; sus cejas se fruncieron levemente mientras movía el dedo de un lado a otro dentro del cuenco, dejando una estela desordenada en el puré. Luego levantó el dedo cubierto de papilla, lo acercó a su cara y, tras un breve momento de duda, se lo llevó a la boca.
Izuku contuvo el aliento mientras Till saboreaba la papilla. El bebé entrecerró los ojos, moviendo la lengua despacio, como si estuviera analizando cada partícula de sabor. Y entonces… una risa pequeña, suave, escapó de Till.
—¡Eso es, Till! —exclamó Izuku, sintiendo que un peso enorme se levantaba de sus hombros. “Le gusta. ¡Le gusta!”
Pero la victoria duró poco, porque Till no se detuvo ahí. Con un entusiasmo renovado, metió toda la mano dentro del cuenco, apretando la papilla con sus dedos pequeños y sacando un puñado completo.
—¡Hey, espera! —rió Izuku, pero ya era demasiado tarde.
Till llevó el puñado de papilla hacia su boca, aunque la mitad se cayó en el trayecto. Algunos trozos acabaron en su ropa, e incluso un poco en la mesa donde había sentado al bebé por precaución a una situación así. Izuku se llevó una mano al rostro, reprimiendo una carcajada al ver la escena. Till estaba completamente concentrado, usando ambas manos ahora para recoger más papilla.
El bebé chapoteaba sus manos en el cuenco, esparciendo el contenido por todos lados. En su cara comenzaron a aparecer manchas naranjas; un poco en su mejilla, otro tanto en su nariz, y hasta en su cabello. Parecía más una obra de arte viviente que alguien aprendiendo a comer.
Izuku no podía dejar de mirar. “¿Cómo algo tan caótico puede ser tan adorable?” pensó, sintiendo cómo la risa comenzaba a burbujear dentro de él. Till balbuceaba con felicidad, lleno de orgullo por su “descubrimiento”.
—¡Eres un desastre, Till! —dijo Izuku, riendo al fin mientras sacudía la cabeza. Pero incluso mientras reía, sintió un nudo de emociones en su pecho.
Mientras Till seguía jugando con la papilla, Izuku se inclinó hacia él, tomando una servilleta para limpiar suavemente su rostro.
—Oye, pequeño explorador, si sigues así, no quedará nada para que comas. —Till levantó la vista hacia él, con la cara cubierta de papilla y una sonrisa desdentada que derritió por completo a Izuku.
Mientras limpiaba a Till, Izuku no pudo evitar detenerse un momento. Miró al bebé, tan pequeño, tan indefenso, pero al mismo tiempo tan lleno de vida. Esa escena, aunque desordenada y caótica, era un recordatorio de lo que realmente importaba.
“Esto… esto es lo que tengo que proteger. Till no tiene a nadie más. Si no soy yo quien está aquí para él, ¿quién lo hará? Él confía en mí. Me necesita. Incluso si todo lo demás se siente roto, incluso si el mundo allá afuera parece haberse olvidado de nosotros… tengo que ser fuerte para él.”
Tomó un respiro profundo, cerrando los ojos un momento para calmar el torrente de emociones que lo invadía.
Izuku volvió a sonreírle a Till, acariciándole suavemente la cabeza.
—Está bien que seas un desastre. Está bien que aprendas a tu propio ritmo. No importa cuánto tarde o cuánto ensucies… yo siempre estaré aquí para ayudarte.
Till balbuceó algo ininteligible como respuesta, moviendo sus manos manchadas hacia Izuku, quien terminó con un poco de papilla en la cara también.
—¡Hey! —protestó, aunque no pudo evitar reír. Se limpió la mejilla con una mano y, con la otra, abrazó al bebé con cuidado.
Por un momento, la habitación se sintió menos fría, menos solitaria. Y aunque la vida estaba lejos de ser perfecta, Izuku encontró un pequeño destello de esperanza en esa risa inocente y en esas pequeñas manos cubiertas de papilla.
La habitación mantenía su habitual silencio opresivo, interrumpido solo por las canciones que Izuku intentaba recordar y sus constantes charlas en voz alta. No importaba si eran explicaciones de cosas simples, como cómo funcionaba un auto de juguete, o complejas, como intentos de describir las constelaciones que apenas recordaba. Todo era un esfuerzo para estimular a Till, y quizás también para recordarse a sí mismo que aún sabía cosas.
Después de la "aventura con la papilla", Till no había dejado de sorprenderlo. Izuku lo veía cambiar día a día, aunque no sabía exactamente cuánto tiempo había pasado desde que estaban allí. Lo que sí sabía era que Till se estaba volviendo más activo, más curioso, y mucho más exigente.
"Si no le prestó atención todo el tiempo, se enoja. Y si se enoja... empieza a llorar," pensaba Izuku mientras llevaba al bebé en brazos. Esa risa suave y contagiosa de Till podía transformarse en un llanto desgarrador en un abrir y cerrar de ojos.
El verdadero caos comenzó cuando Till descubrió cómo gatear. Izuku lo describiría como “el inicio del infierno”. Aquel bebé que antes permanecía sentado y dependía de que lo movieran ahora tenía un nuevo objetivo: explorar cada rincón de la habitación.
Esa mañana, Izuku había despertado con Till en brazos, como de costumbre. Lo llevó directo a la mesa baja que estaba pegada al suelo, esquivando los juguetes que Till había dejado esparcidos por la alfombra colorida. Sabía que esos juguetes serían su mejor aliado para mantenerlo entretenido por un rato, pero no siempre funcionaban.
Sobre la mesa, como siempre, había comida que había "aparecido" sin que él se diera cuenta. Izuku sentía un escalofrío cada vez que pensaba en cómo alguien podía entrar y salir sin ser notado, pero hacía un esfuerzo por ignorarlo. "Si me detengo a pensar en eso, no podré seguir adelante," se repetía. Los pensamientos oscuros y el miedo constante seguían presentes, pero ahora eran como olas. A veces suaves, a veces brutales, pero siempre pasajeras.
Colocó a Till en la alfombra junto a él y tomó un auto de carreras rojo, uno de los muchos juguetes favoritos del bebé.
—¡Mira, Till! Aquí tienes tu autito. Mientras juegas, yo voy a prepararte la comida, ¿bien? Pero no te escapes, ¿de acuerdo?
Izuku agitó el auto frente a Till, que alzó sus pequeñas manos emocionado. Cuando finalmente lo tuvo en su poder, el bebé comenzó a moverlo de un lado a otro sobre la alfombra, balbuceando palabras incomprensibles mientras chapurreaba su versión de un motor.
Izuku había aprendido algo esencial en esos días: si necesitaba hacer algo mientras cuidaba a Till, tenía que mantenerlo entretenido y, sobre todo, hacerle sentir que no estaba solo. Hablarle, aunque fuera de cualquier cosa, era la clave.
Mientras preparaba la comida, comenzó a hablar.
—Sabes, Till, este auto es rojo. ¿Te gusta? Rojo, como... ¿cómo qué era rojo? ¡Ah, claro! Como las flores… ¡Las rosas! Bueno, las rosas que ya no vemos, ¿verdad? —Izuku se interrumpió un momento, sintiendo un leve peso en el pecho al pensar en cosas que Till nunca había conocido.
Pero pronto cambió el tema. No podía permitirse caer en esos pensamientos frente a Till.
—Y también como las cerezas... aunque, ¿sabes? Las cerezas eran más pequeñas. Seguro te gustaría probarlas algún día.
Till, sentado en la alfombra con su auto rojo en manos pequeñas y regordetas, parecía el modelo de la tranquilidad… por unos segundos. El bebé comenzó a mover el auto arriba y abajo, pero pronto se aburrió. Sus ojos grandes y curiosos empezaron a explorar la habitación, y, como era de esperarse, algo más captó su atención: las patas de la mesa donde Izuku estaba preparando la comida.
Primero, Till inclinó la cabeza hacia un lado, como si estuviera evaluando la distancia. Luego dejó el auto en el suelo y comenzó a gatear hacia su nuevo objetivo con una determinación que Izuku solo había visto antes en películas de acción.
Izuku, de espaldas a todo, hablaba en voz alta mientras verificaba que la comida sea segura.
—Sabes, Till, esta papilla es mucho más rica que la anterior, capaz te guste el kiwi. Tal vez hoy no la tires por todas partes como siempre. Quizá hasta me sorprendas y te la comas sin pelear… Aunque claro, eso sería demasiado optimista.
De pronto, algo llamó su atención: el silencio. El ruido de las ruedas del auto rodando por la alfombra había desaparecido.
—¿Till? —Izuku volteó lentamente, con una mezcla de curiosidad y miedo, y ahí lo vio.
El bebé ya no estaba en la alfombra. Estaba al pie de la mesa, con una mano alzada hacia una de las patas, como si fuera un explorador conquistando una montaña invisible.
—¡No, no, no, no! ¡Till, para ahí mismo! —Izuku dejó lo que estaba haciendo y corrió hacia él, pero Till, como si entendiera que su hermano mayor quería detener su misión, aceleró.
Con movimientos torpes pero decididos, Till avanzó hacia su siguiente meta: un pequeño recipiente de papilla que Izuku había dejado sobre la mesa baja.
"Oh, no... Esto no va a acabar bien" pensó Izuku mientras se apresuraba.
Till, sin embargo, era más rápido de lo que parecía. En un movimiento que desafiaba las leyes de la física, extendió su manito y logró agarrar el recipiente.
—¡Till, no lo hagas! —exclamó Izuku justo en el momento en que el bebé, con una sonrisa de satisfacción, volcó la papilla.
La papilla, de un color verde, cayó en un desastre glorioso. Manchas aterrizaron en la alfombra, las patas de la mesa, y, de alguna manera, en la propia frente de Till, quien ahora se reía como si acabara de ganar la batalla más importante de su corta vida.
Izuku se detuvo en seco, observando el escenario con una mezcla de incredulidad y resignación.
—¿En serio, Till? ¿En serio? —dijo, llevándose una mano a la frente. "Esto es lo que pasa por subestimar a un bebé" pensó.
Till, por su parte, miró a Izuku con una expresión de pura inocencia, como si dijera: "¿Qué? Yo no hice nada malo."
—¿Entiendes que no nos darán otro plato de papilla hasta quien sabe cuánto tiempo? —preguntó Izuku, más para sí mismo que para Till. El bebé, ajeno a las quejas de su hermano, decidió que todavía no había terminado con su misión.
Con ambas manos, Till comenzó a jugar con los restos de la papilla. Sus dedos pequeños se hundieron en el pegote verde, levantándolo y dejándolo caer una y otra vez. De vez en cuando, se llevaba un poco a la boca, solo para hacer una mueca y soltar un balbuceo indignado.
Izuku suspiró, pero no pudo evitar reírse. "¿Cómo puedes ser tan adorable y tan caótico al mismo tiempo?"
El suelo era un campo de batalla. Había papilla en la alfombra, en las piernas de Till, y en las mangas de la camisa de Izuku.
"¿Cómo limpiaré esto si no tengo ni productos para limpiar?"
Izuku recogió al bebé, sosteniéndolo a la altura de sus ojos. Till lo miró con una sonrisa amplia, mostrando los pocos dientes que tenía, y luego extendió una mano cubierta de papilla hacia la cara de Izuku.
—No, Till, ni se te ocurra… —Izuku no alcanzó a terminar la frase antes de que el bebé le untara papilla en la mejilla.
—¡Ah, genial! Ahora yo también formo parte del desastre. —Izuku comenzó a reírse mientras limpiaba la cara del bebé con una toalla humeda.
El bebé se retorció un poco, protestando, pero Izuku no pudo evitar sonreír. "Eres tan travieso, Till... Pero está bien. Esto significa que estás creciendo."
Lo sentó de nuevo en la alfombra, esta vez colocando varios juguetes a su alrededor. Mientras Till volvía a jugar, Izuku continuó con su tarea, hablando en voz alta todo el tiempo.
—A veces eres como un pequeño huracán, ¿sabes? Pero supongo que eso es bueno. Un huracán pequeño no puede destruir tanto, ¿verdad? Aunque a veces siento que sí lo haces... —rió suavemente, mirando de reojo al bebé y el enchastre que dejo en el piso.
Izuku suspiró, mirando al bebé que ahora estaba metido de lleno en su propio mundo, moviendo el auto de un lado a otro.
—Tú sigues explorando, Till. Yo me encargaré del resto.
Izuku observaba el desastre que Till había dejado con la papilla derramada, el suelo todavía pegajoso a pesar de sus intentos por limpiarlo lo mejor posible. Su mirada se desplazó hacia la mesa donde reposaba la comida que “mágicamente” había aparecido aquel día. La incertidumbre sobre cómo funcionaba ese extraño sistema de provisiones lo inquietaba. "¿De dónde viene todo esto? ¿Cómo saben lo que necesitamos? ¿Y qué pasa si un día no traen nada?"
—Supongo que hoy tendrás que conformarte con… —murmuró Izuku, deteniéndose al ver lo que había en la mesa.
Lo primero que llamó su atención fue la taza azul de plástico y una cuchara a juego. Al lado de estas, un pequeño recipiente con lo que parecía ser yogurt natural. "Esto no lo habían traído antes… ¿Es para Till? Pero... ¿y si no lo es? ¿Y si le hace daño?"
Suspiró, dándose cuenta de que no tenía otra opción. "No puedo dejarlo con hambre," pensó, mordiéndose el labio inferior.
Por un instante, apartó la mirada de la comida del bebé y la fijó en la suya: un plato humeante de katsudon. El aroma llenó la habitación y su estómago rugió de inmediato. Junto al katsudon había dos onigiris perfectamente formados, una manzana, una gelatina de frambuesa y las botellas de agua que nunca faltaban.
Aun con el encierro y sin saber quiénes fueron los que los encerraron, Izuku podía afirmar que el cocinero realmente era bueno, aunque se culpaba de esos pensamientos, no podía negar que sus comidas eran buenas, tenían una gran imagen y aunque capaz le hayan metido alguna droga, tenían un gran sabor.
—Katsudon… —susurró, con un nudo formándose en su garganta.
Ese plato siempre lo llenaba de nostalgia. Aunque las circunstancias de su encierro lo hacían desconfiar, no podía negar que el sabor del katsudon era casi idéntico al que preparaba Junpei, La calidez de ese recuerdo lo envolvió por un momento, haciéndolo añorar con fuerza los días en que su familia estaba completa, cuando las cosas eran normales.
Izuku apartó la mirada del katsudon y volvió a centrarse en Till, que jugaba despreocupado en la alfombra con algunos juguetes. El bebé parecía tan ajeno al caos en el que vivían que Izuku no pudo evitar sonreír levemente.
"Si están empezando a traerle comida más sólida, eso significa que Till debe tener… ¿diez meses? ¿Quizá un poco más?" pensó, intentando calcular la edad del bebé. Recordaba vagamente haber leído en algún lugar que los bebés de esa edad ya empiezan a comer cosas diferentes. Sin embargo, algo no cuadraba.
—Si tuviera más de diez meses, debería estar gateando mejor… O capaz debería estar aprendiendo a caminar— murmuró para sí mismo, observando cómo Till daba pequeños tumbos al intentar moverse de un lado a otro. Aunque había comenzado a explorar más, todavía no mostraba la coordinación que Izuku creía típica para su edad.
"¿Y si no está creciendo al ritmo normal? ¿Será por el encierro? ¿Será porque no tengo idea de cómo cuidarlo bien?"
Las dudas lo golpearon como una ola, una tras otra. No podía evitar preguntarse si estaba haciendo todo lo posible por Till. Cada vez que pensaba que lo estaba haciendo bien, algo le recordaba lo poco que sabía sobre ser un cuidador en esta situación.
Sus pensamientos se desviaron hacia el sistema misterioso que regía sus comidas. Las provisiones siempre aparecían después de que él terminaba la comida principal y Till acababa su biberón o papilla. Sin embargo, había días en que las cosas tardaban más en llegar o incluso no llegaban del todo.
"¿Cómo funciona esto? ¿Nos están observando? ¿Es un sistema automatizado? ¿Y qué pasa si algún día no aparece nada?"
Ese último pensamiento lo aterrorizó. La posibilidad de que las entregas se detuvieran lo hizo mirar a Till, que seguía jugando, ajeno a las preocupaciones del bebé. "No puedo permitir que pase hambre," pensó, sintiendo cómo el miedo y la responsabilidad se entrelazaban en su pecho.
Izuku se acercó a la mesa y tomó la taza azul y el yogurt. Prepararía algo para Till con lo que tenía, aunque no estuviera seguro de que fuera lo ideal. Si era necesario, le daría la gelatina que tenía.
—Lo importante es que comas algo, Till. Ya veremos qué hacemos después.
Miró el katsudon una vez más, el vapor subiendo en espirales suaves, y se permitió un pequeño respiro. "Tengo que mantenerme fuerte, no puedo dejarme caer," pensó, tomando una de las botellas de agua y llevándola a sus labios.
A pesar de todo, Izuku sabía que no tenía respuestas. Solo podía enfrentar cada día como venía, con esperanza y miedo en partes iguales, pero siempre con la certeza de que debía seguir adelante por Till.
El desastre en la habitación seguía ahí, un recordatorio tangible de que no siempre podía controlar todo, no importaba cuánto lo intentara. La alfombra estaba manchada de papilla, pegajosa al tacto y con un aroma dulce que empezaba a volverse insoportable. Izuku sabía que no podía limpiarlo, no con los pocos recursos que tenía. Había hecho lo mejor posible con las toallas y el agua, pero la mancha parecía inamovible, casi como si formara parte de la alfombra ahora.
Mientras Till jugaba con un auto de plástico, Izuku miraba el desastre y su mente no dejaba de pensar en algo que lo aterrorizaba: ¿Y si alguien entra para limpiarlo esta noche?
Había llegado a asumir que alguien, en algún momento, entraba a la habitación mientras dormían. No sabía si era una persona o una máquina, pero la basura desaparecía, las comidas aparecían, y todo estaba en su lugar al despertar. Hasta ahora, nunca había presenciado nada directamente, pero el desastre de hoy podría cambiar eso.
"¿Qué harán esta vez? ¿Ignorarán el desastre? ¿O entrarán a limpiarlo?" pensó, mientras su mente lo llevaba a lugares oscuros.
Esa pregunta lo inquietaba, pero también despertaba algo en él: curiosidad. Quería saber. "Si se preocupan por la limpieza, eso significa que nos están vigilando, ¿verdad? Pero ¿cómo lo hacen? ¿Usan cámaras? ¿Micrófonos? ¿Nos drogan para que no despertemos mientras entran?"
Las preguntas no dejaban de acumularse en su mente.
¿Cómo se ven los captores?
¿Son muchas personas o solo una?
¿Qué hacen mientras estamos dormidos?
¿Cómo logran entrar sin que lo note?
¿Por qué limpiarían siquiera? Si somos prisioneros, ¿por qué molestarse en hacernos la vida más cómoda?"
Mientras esas ideas revoloteaban en su cabeza, Till bostezó y frotó sus ojos pequeños. El bebé empezaba a mostrar señales de cansancio. Izuku supo que era momento de prepararse para dormir, aunque su plan no era descansar realmente.
—Vamos, Till, es hora de dormir —susurró suavemente mientras lo levantaba del suelo.
Se dirigió hacia la cuna, esa pequeña prisión dentro de la prisión. Izuku colocó a Till con cuidado en su pecho, dejando que la cabecita del bebé descansara sobre su brazo. Él mismo se acomodó en la esquina de la cuna, dejando que su espalda chocara con las dos paredes. Era una posición incómoda, pero le permitía mantener a Till cerca y simular que estaba dormido mientras vigilaba cualquier movimiento.
El bebé se quedó dormido rápidamente, sus pequeños suspiros llenando el silencio de la habitación. Izuku, en cambio, estaba muy lejos de relajarse. Su mente seguía activa, analizando cada posibilidad.
"Si me quedo quieto y finjo que estoy dormido, ¿los veré entrar? ¿Podré escuchar algo? ¿Me harán algo si descubren que no estoy dormido de verdad? ¿Y si no son personas, sino máquinas? ¿Robots?"
El miedo lo envolvía como una manta pesada, pero su necesidad de respuestas era más fuerte. Quería saber quiénes eran esas personas que los mantenían allí, por qué los trataban de esa manera. No era solo por él, sino también por Till. "Necesito protegerlo, pero para eso tengo que entender contra quién estoy luchando."
Las horas pasaban lentamente, y el silencio de la habitación se sentía ensordecedor. Izuku no podía moverse mucho para no despertar a Till, pero mantenía los ojos entreabiertos, atentos a cualquier señal de movimiento. Su corazón latía con fuerza, cada sonido pequeño lo hacía contener la respiración.
"Si no pasa nada, al menos sabré que nadie limpia esto. Pero si alguien entra... podré confirmar que no estamos solos aquí."
El tiempo parecía detenerse. La ansiedad era como un nudo en su estómago, pero Izuku sabía que no podía ceder. Tenía que mantenerse despierto, alerta. Era una apuesta peligrosa, pero una que sentía que debía hacer.
"No puedo seguir sin respuestas," pensó, mirando al techo oscuro. Mientras acariciaba suavemente la espalda de Till, un solo pensamiento resonó en su mente.
"Hoy podría ser el día en que lo descubra todo... o el día en que pierda más de lo que puedo imaginar."
Izuku parpadeaba lentamente, sus párpados pesados luchando contra el agotamiento. Cada cierto tiempo, se clavaba las uñas en las palmas de las manos, un recordatorio punzante de que debía mantenerse despierto. Su mente estaba alerta, pero su cuerpo no dejaba de traicionarlo. Mordía las mejillas interiores con fuerza, dejando un sabor metálico de sangre en su boca.
Las luces en el techo, siempre encendidas, teñían el cuarto con un resplandor artificial que resultaba abrumador. Cielos celestes y nubes sonrientes decoraban el techo, pero Izuku los miraba con resentimiento. Esas luces no eran un consuelo, sino una vigilancia constante, una herramienta para desorientarlo. Había noches en que la luz era tan fuerte que terminaba cubriéndose los ojos con una camiseta o lo que tuviera a mano, pero Till... Till siempre dormía profundamente, como si el brillo no le afectara.
Pero esta noche, algo fue diferente. En un parpadeo más, cuando abrió los ojos, todo era oscuridad.
“¿Qué...?”
El primer pensamiento fue que aún tenía los ojos cerrados, pero la sensación no coincidía. Sus manos tantearon en la penumbra, buscando la cuna, el borde de la manta, algo que le confirmara que no estaba soñando. El aire era más denso, y un escalofrío recorrió su columna. Entonces, lo comprendió.
La luz se había apagado.
Su respiración se aceleró, y tuvo que cubrirse la boca para no soltar un jadeo. “No te asustes, no te asustes, no te asustes” repetía en su mente, como si las palabras pudieran detener el torrente de emociones que se desbordaban en su interior. Pero el miedo ya estaba ahí, apretando su pecho como un puño invisible.
En la oscuridad total, abrazó a Till con más fuerza. Su mente se llenó de imágenes aterradoras, recuerdos de las pesadillas en las que algo o alguien le arrebataba al bebé de los brazos. “No voy a dejar que te lleven” pensó, con lágrimas empezando a correr por su rostro.
Recordó la primera vez que vio a Till, cuando despertó y las luces estaban apagadas. La misma sensación de desconcierto y vacío le envolvió ahora, como si el mundo hubiera desaparecido y solo quedaran ellos dos, flotando en un abismo insondable. Después de tanto tiempo con las luces encendidas, la oscuridad era abrumadora. Izuku la odiaba. Quería desesperadamente un rayo de luz, un destello, algo que lo sacara de ese vacío.
De repente, un ruido metálico rompió el silencio. Un sonido largo, como un engranaje girando en algún lugar. Izuku se quedó congelado. Luego, escuchó un eco más claro: la puerta metálica que jamás había visto abrirse.
“No, no, no, no, no, esto no está pasando” pensó, el terror creciendo en su interior como una marea negra.
El miedo lo paralizó. Sus brazos rodearon a Till con tanta fuerza que temió lastimarlo, pero no podía soltarlo. Su cuerpo entero temblaba, y las lágrimas empezaron a caer sin control.
“Por favor, no. No entres. No entres. No entres.”
Escuchó pasos. Eran lentos, deliberados, pero increíblemente silenciosos, como si alguien estuviera cuidando de no hacer ruido. Aun así, los oídos de Izuku los captaron. Después, un sonido distinto: algo arrastrándose por el suelo, como un objeto pesado que rozaba la superficie.
Tengo que salir de aquí.
La idea surgió como un rayo. La puerta estaba abierta. Podría escapar. Pero antes de que pudiera procesarlo del todo, su cuerpo ya se movía. Saltó de la cuna, sosteniendo a Till con fuerza, y corrió hacia donde creía que estaba la salida. No podía ver nada, pero sus piernas se movían por instinto, impulsadas por una mezcla de terror y desesperación.
De repente, sintió una mano fría y fuerte agarrándolo del brazo.
—¡No! —gritó, su voz quebrándose.
El pánico lo envolvió por completo. Sin pensar, giró y lanzó una patada con todas sus fuerzas hacia donde suponía que estaba el abdomen de quien lo sujetaba. Su pie chocó contra algo sólido, y escuchó un gemido ahogado. Aprovechó el momento para liberarse y correr.
No llegó lejos. Algo lo golpeó con fuerza desde atrás. Una mano—o quizás una garra—enorme lo sujetó y lo lanzó al aire como si no pesara nada. Izuku apenas tuvo tiempo de envolverse alrededor de Till para protegerlo del impacto.
El golpe contra la pared fue brutal. Un dolor agudo le recorrió la espalda, y por un momento no pudo respirar. Pero no soltó a Till. El bebé lloraba a gritos, y su llanto resonaba en la habitación como un eco desgarrador.
La puerta se cerró de golpe, con un sonido tan fuerte que pareció sacudir toda la habitación. Ya no importaba si hacían ruido. Sabían que estaba despierto.
Izuku temblaba mientras abrazaba a Till con todas sus fuerzas.
—Perdón... perdón... —susurraba entre lágrimas, su voz rota por la desesperación— No quería... no quería que pasara esto... lo siento tanto, Till...
El bebé seguía llorando, y cada sollozo parecía hundir a Izuku más en un abismo de culpa y terror. No sabía qué o quién era esa cosa, pero era mucho peor de lo que había imaginado. Su fuerza, su presencia... lo hacía sentir completamente impotente.
El cuarto seguía envuelto en la oscuridad. No había señales de que la luz fuera a regresar, y el silencio volvió a reinar, roto solo por los susurros temblorosos de Izuku y los llantos de Till.
Eventualmente, el cansancio y el miedo lo vencieron. Izuku, temblando y aferrándose a Till como si fuera su única ancla en un mundo desmoronado, terminó sucumbiendo al sueño. La oscuridad, inmensa e implacable, lo envolvió por completo.
El despertar fue un cúmulo de dolores. Su espalda ardía con cada pequeño movimiento, como si alguien la hubiera golpeado repetidamente con un mazo. Su trasero estaba entumecido tras pasar la noche en el piso frío, y cada uno de sus huesos parecía crujir como si quisieran protestar por la incomodidad de la noche anterior.
Lo peor era la luz. Las grandes lámparas en el techo estaban encendidas de nuevo, y su resplandor le quemaba los ojos, obligándolo a mantenerlos entrecerrados. “¿Por qué tan brillantes?” pensó, sintiendo cómo el escozor le atravesaba los párpados.
A su lado, Till lloraba con fuerza, su llanto perforando sus oídos aún sensibles por el impacto y el miedo de la noche anterior. Era un sonido desesperado, cargado de necesidad y miedo, como si también recordara lo que había pasado.
—Ahg... Está bien, Till... Shh, estoy aquí, por favor no llores... —murmuró con voz áspera, abrazando al bebé con más fuerza, intentando transmitirle el calor y la seguridad que él mismo no sentía.
Till era un caos de movimientos. Sus manitas agitaban el aire sin rumbo, buscando algo a lo que aferrarse, mientras sus piernas pateaban con desesperación. Sus mejillas estaban húmedas por las lágrimas, y su pequeño cuerpo temblaba con cada sollozo. Pero poco a poco, las caricias suaves de Izuku en su cabecita empezaron a surtir efecto.
Los llantos se convirtieron en pequeños quejidos, interrumpidos por respiros entrecortados. Las patadas se hicieron menos violentas, y sus manitas terminaron aferrándose a la camiseta de Izuku, apretándola con la fuerza de quien no quiere soltar lo único que lo hace sentir seguro.
—Eso es, Till... todo está bien... yo estoy aquí... —susurró Izuku, sin dejar de acariciarlo, sintiendo cómo el bebé se relajaba poco a poco en sus brazos.
Finalmente, Till se calmó. Su respiración, aunque todavía algo irregular, se estabilizó, y su cuerpecito dejó de temblar. Izuku dejó escapar un suspiro, aunque el peso de la noche anterior seguía aplastándolo.
Con Till en brazos, se levantó del suelo, ignorando el dolor que se disparó en su espalda y piernas. “Primero lo primero, revisa la habitación,” pensó, esforzándose por mantener la calma.
Al entrar al pequeño baño, lo primero que notó fue su reflejo en el espejo. Tenía la mirada cansada, los párpados hinchados y el cabello desordenado, pero lo que realmente lo dejó sin aliento fue lo que vio al darse la vuelta para examinar su espalda.
Un enorme moretón se extendía desde sus omóplatos hasta la parte baja de su espalda. Los colores oscilaban entre negro, violeta y verde, una prueba dolorosa de la fuerza con la que había sido lanzado la noche anterior. Izuku tragó saliva, sintiendo un nudo en el estómago. “No soy tan fuerte... no soy nada comparado con eso...”
Regresó al cuarto con Till y revisó el resto. El piso estaba limpio. La papilla pegajosa y el olor habían desaparecido, aunque quedaba una fina mancha verde en la alfombra, apenas perceptible.
Cerca de la cuna, había un nuevo tazón de papilla, esta vez de un color rosado o rojizo, que le recordó a las frutillas. “Siempre dejan algo... pero, ¿por qué?” Pensar en ello no le daba respuestas, solo más preguntas.
Finalmente, dejó que su vista se paseara por toda la habitación. A plena luz, el espacio parecía inofensivo, casi infantil, con sus paredes celestes y las nubes sonrientes pintadas en el techo. Pero ahora, después de la noche anterior, Izuku no podía ver nada de eso como algo seguro o reconfortante. Todo era parte de una mentira diseñada para mantenerlos allí.
Izuku se sentó en el suelo, con Till todavía en brazos, y dejó que los pensamientos se acumularan en su mente. Había comprendido antes que la situación era grave. Lo sabía desde el momento en que despertó allí, atrapado sin salida, con un bebé en sus brazos y sin idea de por qué.
Pero ahora entendía algo más. La gravedad no era solo estar encerrado; era la dificultad, la imposibilidad de hacer algo. Estaba atrapado, completamente a merced de quienes lo habían llevado allí. Podía cuidarse, podía cuidar a Till, pero eso no cambiaría nada si ellos decidían intervenir, como lo habían hecho la noche anterior.
—No puedo dejar que esto me venza —murmuró, más para sí mismo que para Till. Pero incluso mientras decía las palabras, no pudo evitar sentir una punzada de desesperación.
Se abrazó más fuerte al bebé, buscando consuelo en su calor.
“La oscuridad es horrible” pensó, cerrando los ojos y recordando la negrura total de la noche anterior. La falta de luz lo había dejado completamente indefenso, expuesto a algo que no podía entender ni enfrentar.
Izuku respiró hondo, intentando calmarse. No podía cambiar lo que había pasado, pero sí podía asegurarse de que Till estuviera a salvo, de que se sintiera protegido. Aunque por dentro, el nudo en su pecho no dejaba de crecer.
El golpe de la realidad fue brutal, como un mazazo que le partió el alma. Todo parecía suceder rápido y lento a la vez, una marea confusa que lo arrastraba sin piedad.
Desde ese día, algo cambió en él. La habitación, con su engañosa calma y su falsa apariencia infantil, le había arrebatado algo más. La capacidad de sentirse seguro.
Izuku siempre supo, desde el primer momento en que despertó allí, que no estaban a salvo. Pero antes, esa certeza era una sombra lejana, algo que podía ignorar, una idea que podía enterrar con pequeños momentos de esperanza. Ahora, esa sombra lo envolvía por completo, apretándolo como una soga al cuello.
La ansiedad se convirtió en su compañera constante. Cada vez que la puerta metálica hacía el más mínimo ruido, su cuerpo se tensaba como un resorte, listo para proteger a Till a cualquier costo. No sabía quiénes eran sus captores ni qué planeaban, y esa ignorancia era lo que más lo aterraba. El simple pensamiento de que podrían volver a entrar y lastimarlos lo mantenía en un estado de hiperalerta constante.
Till, ajeno a los pensamientos que atormentaban a Izuku, se aferraba a él como su única fuente de seguridad. Sus pequeñas manitas se cerraban con fuerza alrededor de su camisa, como si al hacerlo pudiera asegurarse de que Izuku no lo soltaría nunca. Pero, aunque el bebé encontraba consuelo en él, Izuku solo sentía un abismo cada vez más profundo en su interior.
No soy suficiente...
Esa frase se repetía en su mente como un eco incesante, una verdad que no podía ignorar. "Si fuera más fuerte... si tuviera un don... si no fuera un Deku... tal vez podría hacer algo. Tal vez Till tendría una oportunidad."
Sus pensamientos se volvieron más oscuros con cada día que pasaba. Se veía a sí mismo como un fracaso, un niño débil atrapado en una situación para la que no estaba preparado. "¿Qué puedo hacer yo? No soy nadie. Si Till está en peligro, si se lastima será mi culpa, por no poder protegerlo, mi culpa."
Por las noches, mientras Till dormía profundamente en sus brazos, Izuku apenas lograba cerrar los ojos. El miedo lo mantenía despierto, su mente llena de escenarios aterradores donde no lograba salvar al bebé. Lo veía arrebatado de sus brazos, perdido en la oscuridad, y él incapaz de hacer nada para evitarlo.
Había momentos en los que se preguntaba si Till estaría mejor con alguien más. "Cualquiera sería mejor que yo. Hasta alguien como Kacchan... él no dudaría, él tendría la fuerza para protegerlo." Pero esa idea solo le hacía sentir peor. No podía entregarlo a alguien más, porque no había nadie más. Till solo lo tenía a él.
Esa responsabilidad lo aplastaba. Cada llanto de Till, cada pequeño temblor de su cuerpecito, era un recordatorio de que dependía completamente de Izuku. Y, sin embargo, Izuku no podía evitar sentir que no estaba a la altura. "No puedo ser su héroe. Ni siquiera puedo ser un héroe para mí mismo."
Había noches en las que las lágrimas se le escapaban sin que pudiera detenerlas. En silencio, para no despertar a Till, Izuku lloraba, abrazándolo con fuerza como si pudiera protegerlo de todo con solo ese gesto.
"Lo siento, Till. De verdad lo siento. Ojalá fueras alguien más, con alguien más. Ojalá no tuvieras que depender de alguien tan inútil como yo..."
La habitación se sentía más pequeña, más opresiva con cada día que pasaba. Las paredes parecían cerrarse sobre él, mientras el peso de su inutilidad lo aplastaba.
–¡Till! ¡No tan rápido!
El tiempo parecía un borrón de luces y sombras. No sabía cuántos días habían pasado desde aquella noche, desde el golpe que lo dejó con una espalda adolorida y un corazón cargado de temores. Pero mientras Izuku se hundía en el mar oscuro de sus pensamientos, Till parecía decidido a ser el sol que lo sacara a flote. El pequeño, con la energía de quien no conoce límites ni miedos, había decidido que aquel era el momento perfecto para convertirse en un explorador incansable. Primero gateando como si fuera un leopardo persiguiendo a su presa, y luego, tambaleándose en sus diminutas piernitas, conquistando la habitación con una risa contagiosa.
Era imposible no sonreír al verlo. Till se movía con la torpeza adorable de alguien que todavía está descubriendo cómo funciona su cuerpo, pero con una determinación que lo hacía ver invencible. Para él, cada rincón era una aventura, cada objeto, un tesoro por descubrir.
Izuku, por otro lado, no podía relajarse ni un segundo. “No es un juego, Till,” se repetía una y otra vez, aunque el pequeño claramente no estaba de acuerdo. Con cada gateo veloz o tambaleo inseguro, Izuku sentía el corazón en la garganta, siempre listo para correr tras él antes de que se cayera o se golpeara. Era agotador, pero también… necesario. Cada risa de Till, cada quejido de frustración al tropezar con algo, era un recordatorio de que todavía había algo que valía la pena proteger.
Desde que Till se volvió más “Impulsivo,” cuidar la habitación se había convertido en una misión imposible. Izuku había intentado organizar los juguetes para que estuvieran seguros y a la vista, pero Till parecía tener un radar especial para los lugares más peligrosos o inalcanzables. Los peluches, antes esparcidos como un campo de batalla, ahora estaban cuidadosamente colocados en una esquina, como si fueran parte de una pequeña orquesta: el oso grande estaba sentado frente al xilófono, con sus patas gruesas posadas sobre las teclas de colores; un conejo de orejas largas parecía estar mirando atentamente, como si dirigiera la música; el patito amarillo, que siempre acababa en manos de Till, descansaba encima de una pequeña torre de cubos de colores, como si fuera el espectador más feliz del concierto.
Cada tanto, Till gateaba hasta ellos, soltando un gritito alegre mientras los señalaba. “¡Da! ¡Da!” exclamaba, como si les estuviera dando órdenes. Izuku no podía evitar reírse.
“¿Qué, Till? ¿El oso no tocó bien esta vez?” preguntó con una sonrisa, mientras se agachaba a recoger un cubo que Till había tirado por décima vez.
El pequeño se dio la vuelta rápidamente y, con sus manitas regordetas, agarró el xilófono, golpeándolo con una risa tan fuerte que Izuku pensó que el corazón se le iba a salir del pecho.
Era así todos los días. Till, con su energía desbordante y sus pequeñas ocurrencias, lograba desviar a Izuku de sus propios pensamientos oscuros. El miedo de no poder protegerlo, de no ser suficiente, seguía ahí, como una sombra constante en el fondo de su mente. Pero al menos, por un rato, el sonido de la risa de Till y sus torpes pasos lo hacían olvidar.
“Tú y tus aventuras, Till…” murmuró Izuku, sosteniéndolo cuando el pequeño trató de trepar a una caja vacía y casi se cae.
Pero Till solo lo miró, con sus enormes ojos brillando de emoción y su sonrisa llena de dientes diminutos, como si no hubiera nada en el mundo que pudiera detenerlo. Izuku suspiró, cansado pero agradecido, mientras lo abrazaba con fuerza.
“Está bien, pequeño. Sigue corriendo, sigue descubriendo. Yo estaré aquí para atraparte si caes.”
La situación actual era un caos adorable. Till se movía por la habitación como si fuera un pequeño auto de carreras, riendo a carcajadas con una energía inagotable, mientras Izuku intentaba atraparlo sin mucho éxito.
—¡Woah, eres todo un corredor, Till! —exclamó Izuku, aplaudiendo con entusiasmo.
El bebé, complacido, respondió con grititos alegres, imitando el movimiento de las manos de Izuku con sus manitas rechonchas. Su sonrisa iluminaba toda la habitación, tan pura y contagiosa que Izuku no pudo evitar reír también.
Después de la “carrera,” Till se dejó caer al piso, exhausto pero feliz. Sin embargo, no tardó mucho en levantarse y tambalearse, decidido a intentarlo de nuevo. Esta vez, no en cuatro patas, sino en sus pequeñas piernitas.
—¡Till, espera! Déjame ayudarte, ¿sí? —dijo Izuku, levantándose rápidamente del piso, donde estaba sentado como indio.
Till alzó los brazos hacia él, buscando apoyo. Sus pequeñas manos temblorosas se encontraron con las de Izuku, quien las sostuvo con cuidado, como si fueran el tesoro más frágil y precioso del mundo.
–Ven, agárrate fuerte… Así.
Izuku inclinó su cuerpo hacia adelante, sosteniendo las manitas del bebé desde arriba, dándole el equilibrio que necesitaba. Till tambaleó al principio, sus piernas inseguras luchando por mantenerse firmes. Pero entonces, algo en su expresión cambió.
La sonrisa juguetona fue reemplazada por una seriedad casi cómica; sus cejas se fruncieron ligeramente, y sus labios se apretaron con determinación. Era como si Till hubiera decidido que esta sería su gran hazaña.
El pequeño comenzó a moverse con pasos temblorosos. Al principio, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, y su expresión se transformó en algo completamente serio, casi concentrado, como si todo su ser estuviera enfocado en la monumental tarea de caminar.
Daré todo mi esfuerzo por no caerme, parecían decir sus ojos brillantes.
—¡Y uno! —anunció Izuku con emoción cuando Till dio su primer paso, pisando el suelo con su pie derecho.
El corazón de Izuku latió con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no derramó, un nudo se formó en su garganta mientras veía a Till avanzar. Había algo tan pequeño y, a la vez, tan inmenso en ese momento. Cada paso que daba Till era una victoria, un recordatorio de que, a pesar de todo lo que les había pasado, había espacio para estos milagros.
Till avanzó de nuevo, esta vez con su pie izquierdo.
—¡Y dos!
Izuku sintió como si el aire de la habitación se volviera más ligero, como si todo lo malo que los rodeaba desapareciera por un instante.
El tercer paso fue más firme, seguido de un cuarto y un quinto, cada uno anunciado con entusiasmo por Izuku.
Con cada paso, Till se tambaleaba un poco menos, y su concentración seguía firme.
—¡Tres! ¡Cuatro!
Izuku no podía dejar de sonreír, una sonrisa tan amplia que casi le dolía, pero no le importaba. Su corazón estaba lleno de orgullo. Él lo estaba logrando. Till estaba logrando algo increíble.
—¡Cinco!
Para el sexto paso, Till soltó un pequeño gritito, como si estuviera celebrando su propia valentía.
—¡Seis! ¡Eres increíble, Till!
La habitación parecía más luminosa, más cálida. En esos momentos, no importaban las paredes que los encerraban, ni el miedo constante que Izuku cargaba como una segunda piel. Solo existía Till, y esos pequeños pasos que eran más grandes de lo que nadie podría imaginar.
El séptimo y octavo pasos fueron un poco más tambaleantes. Izuku ajustó su agarre, inclinándose un poco más para asegurarse de que Till no perdiera el equilibrio.
–¡Siete! ¡Ocho! Solo dos más, Till. Tú puedes.
El noveno paso fue lento, casi titubeante, pero Till lo logró. Izuku notó cómo el bebé respiraba con esfuerzo, pero su determinación no disminuía.
–¡Nueve! Solo uno más.
Finalmente, Till levantó su pie derecho una vez más y dio el décimo paso. Pero antes de que pudiera celebrar, sus piernas cedieron, y su pequeño cuerpo cayó hacia adelante.
–¡Till!
Izuku reaccionó de inmediato, soltando sus manos para atraparlo antes de que pudiera golpearse. Lo envolvió en un abrazo fuerte, apretándolo contra su pecho. Till soltó un quejido suave, pero no lloró. En lugar de eso, se dejó abrazar, descansando su cabecita contra el hombro de Izuku.
–Lo hiciste, Till. ¡Lo hiciste! –murmuró Izuku, con lágrimas en los ojos.
Acarició la cabecita del bebé, que ahora respiraba tranquilamente, mientras su propio corazón seguía latiendo con fuerza.
–Estoy tan orgulloso de ti, pequeño. Eres el niño más valiente que conozco. ¿Sabes?
Till se acurrucó contra él, soltando un pequeño quejido que pronto se convirtió en risas suaves. Izuku lo sostuvo, apretándolo contra su pecho como si pudiera protegerlo de todo el mal del mundo.
—Siempre voy a estar aquí para atraparte, ¿sí? Siempre. No importa cuántas veces tropieces, yo estaré aquí, Till. Lo hiciste increíble.
Cada vez que el bebé lo miraba con esos ojos brillantes, llenos de inocencia y confianza, Izuku sentía que, por muy inútil que se considerara, no podía darse por vencido. Till lo necesitaba, y aunque no se sintiera suficiente, sabía que era todo lo que tenía.
"No soy fuerte, pero te prometo que no voy a dejar que te pase nada. Hare lo que sea para protegerte..."
Y así, Izuku seguía adelante, cargando con su inutilidad, su miedo y su desesperación, pero nunca soltando a Till.
El otoño coloreaba las calles con hojas crujientes y un viento fresco que revolvía los pensamientos de Izuku mientras regresaba al departamento. En una mano llevaba una bolsa de plástico llena de víveres, verduras frescas y carne de ternera para un curry que prometía ser la cena especial de esa noche.
“¿Le gustará el curry a papá?” se preguntó Izuku mientras sacaba las llaves adornadas con un llavero de All Might. Aunque había cocinado curry antes, esta noche era especial porque, después de mucho tiempo, su padre finalmente estaría en casa. Según había explicado, un problema en el trabajo le daba más tiempo libre.
Cuando entró al edificio, el portero, Haku, lo saludó con su usual sonrisa.
—¡Oh, Midoriya! ¿Cómo estás, niño?
—¡Hola, Haku-san! Estoy bien, gracias. ¿Y usted? —respondió Izuku con educación, siempre sintiendo cierta calidez en la familiaridad del anciano.
Antes de dejarlo pasar, Haku hizo un comentario que detuvo a Izuku en seco:
—Tu padre llegó hace unos 10 o 20 minutos... acompañado de una mujer.
¿Una mujer?
El corazón de Izuku comenzó a latir más rápido mientras subía en el ascensor. ¿Quién sería? Papá nunca traía visitas, ni siquiera él pasaba tanto tiempo en el departamento. Izuku era quien mantenía el lugar en orden, el que se ocupaba de las cenas y del día a día. Lo más cercano a una visita había sido Junpei, el alegre compañero de su padre que de vez en cuando venía a cenar y le hacía compañía a Izuku.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Izuku caminó hacia la entrada del departamento. Apenas abrió la puerta, otra se abrió desde el interior, dejando al niño frente a frente con la misteriosa mujer.
Era una mutante de aspecto impresionante. Su piel tenía un tono violeta que brillaba ligeramente bajo la luz artificial. En lugar de orejas, tenía aletas elegantes que se movían con el aire, y en sus mejillas y cuello se distinguían unos bronquios que parecían funcionales. Por un instante, Izuku se quedó congelado, observándola con fascinación científica, como si estuviera frente a una clase de biología en vivo.
Sin darse cuenta, murmuró en voz alta.
—Debe poder respirar bajo el agua... pero esas aletas, tal vez también le sirven para percibir vibraciones. ¿O será algo más?
La mujer lo miró sorprendida, y él se sonrojó violentamente al darse cuenta de que había hablado sin pensar.
—¡Per-perdón! ¡No quería decirlo en voz alta! —exclamó, llevándose ambas manos a la boca.
Ella sonrió con indulgencia y respondió con una voz calmada.
—Tranquilo, chico. No pasa nada. Pero, para aclarar, sí puedo respirar bajo el agua, aunque lo de las vibraciones... no. Eso no es correcto.
Izuku abrió los ojos como platos y murmuró otro rápido “lo siento” mientras ella reía suavemente.
—Eres un pequeño científico, ¿eh? —comentó, inclinándose un poco para mirarlo más de cerca.
Antes de que pudiera decir algo más, agregó:
—Ah, perdón, me sorprendiste. Cuando Junpei me dijo que Midoriya realmente tenía un hijo, no lo creí. Pero ahora no puedo negarlo.
Izuku soltó una risa nerviosa, intentando aliviar la incomodidad.
—Ah, bueno, técnicamente ni siquiera yo sabía que tenía un papá...
La mujer arqueó una ceja, confundida, mientras Izuku se apresuraba a corregirse.
—¡No quise decir que me abandonó ni nada! Solo... no estuvo mucho en mi vida. ¡Ah, Dios, no sé por qué dije eso!
Ella soltó una carcajada, clara y sincera, mientras Izuku se hundía en la vergüenza.
—Tranquilo, niño. No pasa nada. Mejor entra, esta es tu casa, y yo soy la que no te está dejando pasar.
Una vez dentro, Izuku dejó las compras en la cocina y no pudo evitar preguntar:
—¿Usted es amiga de mi papá...? ¿O su novia?
La mujer, sorprendida, casi dejó caer su taza de cafe antes de reír nuevamente.
—¡¿Novia de Hisashi?! Por favor, niño, ¡claro que no! Soy su compañera de trabajo. Vine por un tema del proyecto en el que estamos colaborando. Además, jamás estaría con alguien como él.
Izuku inclinó la cabeza, curioso.
—¿Cómo “alguien como él”?
Ella se tensó un poco, sacudiendo la cabeza.
—Olvídalo. No quise decir nada.
Izuku bajó la mirada, apenado.
—Lo siento, no quise asumir cosas...
La mujer suspiró, relajándose.
—No pasa nada, chico. Eres bastante observador para tu edad.
Durante la conversación, Izuku descubrió que la mujer, Tsukikage Miya, tenía una personalidad directa pero cálida. Era ingeniosa, con un humor que hacía que incluso los temas más tensos fueran más llevaderos.
—Ahora que te miro bien —comentó Miya, cruzándose de brazos— puedo ver algo de Hisashi en ti. Pero, sinceramente, son completamente distintos. En personalidad, en ideas... en todo.
Izuku sonrió tímidamente, sintiendo un leve calor en el pecho. Pensó que Miya era una gran mujer, alguien amable y sincera. Su presencia llenaba el espacio con una sensación de seguridad y una chispa de confianza que hacía tiempo no sentía.
Izuku despertó lentamente, como si la realidad fuera demasiado pesada para asimilar de golpe. El recuerdo de aquel día, el que acababa de soñar, ardía en su mente como brasas. Soñar con algo feliz, algo de antes de ser encerrado, era un golpe al pecho que no esperaba. Sentía como si el mundo, cruel y silencioso, le estuviera dando un puñetazo directo a su frágil resistencia emocional.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos, calientes y traicioneras. No quería llorar. No ahora. Pero los recuerdos lo estaban consumiendo, arrastrándolo como una marea que no podía detener.
“Los héroes vendrán... ¿verdad?” pensó. Una pequeña chispa de esperanza seguía ahí, diminuta, casi invisible. Pero al mismo tiempo, podía sentir cómo se desvanecía con cada día que pasaba. Él no quería criticar a los héroes; los amaba, los admiraba. Eran su inspiración desde siempre. Pero ¿dónde estaban? ¿Por qué nadie había venido todavía?
Con un movimiento decidido, quitó esos pensamientos de su mente. No servían de nada. Se limpió las lágrimas apresuradamente y se levantó del colchón duro y desgastado. No podía darse el lujo de rendirse. Al mirar a su lado, se encontró con los grandes ojos abiertos de Till, que lo observaban como si estuvieran en medio de un concurso de miradas.
Izuku se quedó en blanco por un momento. Luego sonrió débilmente y murmuró:
—Ay, Till... con esa mirada tan seria me vas a terminar matando de un susto...
El bebé no respondió, obviamente, pero sus ojos cerceta lo seguían fijamente, como si entendiera más de lo que debería. Izuku se preguntó cuánto tiempo habría estado despierto Till, sin llorar ni hacer ruido, esperando pacientemente a que él despertara.
Izuku lo levantó con cuidado, acunándolo en sus brazos. El peso cálido del bebé siempre le daba una extraña sensación de consuelo, como si ese pequeño ser dependiera de él completamente, y eso le daba una razón más para seguir adelante. Caminó hacia el baño, sacudiendo el cabello grasiento que ya empezaba a molestarle. Llevaba días sin bañarse, y su cabello, ya largo y desordenado, era una prueba evidente de ello.
—Bien, Till, hoy es día de baño. Nos vamos a poner frescos, ¿te parece?
El bebé seguía mirándolo con curiosidad mientras movía sus pequeñas manos, intentando agarrarle la nariz. Izuku rió suavemente, el sonido resonando en la pequeña habitación de forma inesperada.
Abrió la ducha y dejó que el agua comenzara a llenar la tina. Mientras tanto, preparó a Till, quitándole el pañal sucio con cuidado y limpiándolo.
—Así que... ¿listo para el agua, pequeñín? Vamos a divertirnos un rato. ¡Yey!
Till lo miró con sus enormes ojos cerceta, y aunque no entendía las palabras, parecía captar la energía alegre de Izuku.
Cuando ambos estuvieron en el agua, el momento fue mágico. Izuku dejó que Till chapoteara, sus pequeñas manos golpeando el agua y provocando pequeñas salpicaduras que llenaron de risas la habitación.
—¡Oye, oye! ¡No me mojes tanto! —exclamó Izuku, fingiendo indignación mientras el bebé seguía golpeando el agua, riendo con una alegría contagiosa.
Izuku lavó cuidadosamente el cabello del bebé, masajeando su cabecita con ternura mientras Till seguía moviendo sus manos, intentando atrapar las gotas de agua. Cuando fue su turno, Izuku se apresuró, sintiéndose renovado con el agua caliente que caía sobre su piel.
—Listo, estamos limpios y guapos, Till. ¿Qué opinas? —dijo, levantando al bebé envuelto en una toalla mientras lo acunaba contra su pecho.
Después del baño, Izuku lo llevó al rincón donde solían comer. Preparó la papilla de frutas, una mezcla que había logrado improvisar con lo que tenían disponible. Para su sorpresa, Till, hambriento, no necesitó de los tradicionales ruiditos de avión.
—Vaya, hoy no tengo que convencerte, ¿eh? —comentó Izuku, sonriendo mientras el bebé abría la boca ansiosamente por cada cucharada.
Till lo miraba mientras comía, sus grandes ojos llenos de confianza y una inocencia pura que le derretía el corazón. Izuku pensó en lo extraño que era encontrar un momento tan normal en medio de tanta oscuridad.
—Eres increíble, Till, ¿sabes? —susurró, acariciando suavemente la mejilla del bebé mientras este seguía comiendo.
Por un instante, la chispa de esperanza en su pecho brilló un poco más fuerte.
Izuku dejó a Till junto al xilófono, acomodándolo con cuidado mientras el bebé, con curiosidad infinita, agarraba las pequeñas baquetas de madera. La superficie del instrumento brillaba con colores vivos, un raro contraste con la opacidad gris del entorno en el que vivían. Till golpeó la primera tecla al azar, produciendo un sonido agudo que resonó en la habitación. Izuku aplaudió con entusiasmo, como si Till hubiera dado un concierto en una sala llena de gente.
—¡Eso fue increíble, Till! ¡Eres un prodigio! —exclamó, acercándose para animarlo aún más— Vamos, prueba esa tecla roja. Seguro que suena como un tambor mágico.
El bebé rió, moviendo las baquetas de forma torpe pero entusiasta. Golpeaba las teclas al azar, creando una sinfonía desordenada pero extrañamente perfecta. Para Izuku, ese sonido era lo más hermoso que había escuchado en semanas.
—¡Wow, Till! ¡Esto es una obra maestra! Eres un genio musical, ¿lo sabías? ¡Mozart estaría celoso de ti! —le dijo con una sonrisa, inclinándose hacia él y dándole palmaditas suaves en la cabeza.
Till sonrió ampliamente, mostrando su pequeña hilera de dientes apenas formados. Sus ojos brillaban con la inocencia pura de alguien que no conocía la oscuridad del mundo en el que estaba. Izuku siguió aplaudiendo cada vez que Till golpeaba una tecla, inventando canciones tontas para acompañar la "música."
—Eres increíble, pequeño. ¡Tienes talento de sobra! —le decía, exagerando su entusiasmo para arrancarle más sonrisas. Till se reía, sus carcajadas llenando la habitación con una calidez que hacía olvidar a Izuku, aunque fuera por un momento, dónde estaban.
De repente, mientras Izuku iba a decir algo más, algo lo detuvo.
—I... I... Izu... Zuku...
El tiempo pareció detenerse. Izuku parpadeó, confundido. Miró a Till, que sostenía una baqueta en su mano mientras movía los labios con dificultad, repitiendo una y otra vez.
—I... Izu... Izuku...
—¿Eh? —balbuceó Izuku, completamente en blanco. ¿Había oído bien? ¿Till estaba... diciendo su nombre?
Las lágrimas empezaron a acumularse en sus ojos antes de que pudiera procesarlo completamente. Su corazón latía con fuerza, como si fuera a salir de su pecho. Till estaba intentando decir su nombre. Su nombre.
—Izu... Zuku... Zuku... Izuku.
La voz del bebé era inestable, como un río que encuentra su cauce por primera vez. Cada intento era un poco más claro que el anterior.
—Sí... sí, sí, sí... ¡ese soy yo! —exclamó Izuku, su voz quebrándose con un sollozo que no pudo contener. Sus lágrimas comenzaron a caer mientras una enorme sonrisa se formaba en su rostro— ¡Izuku! ¡Soy Izuku! ¡Tu hermano!
No podía creerlo. Till había dicho su primera palabra, y no era cualquier palabra. Era su nombre. Ese pequeño ser que él cuidaba, protegía y amaba con todo su corazón había dicho su nombre como su primer intento de comunicación. La emoción lo abrumó.
Izuku lo levantó con cuidado, abrazándolo con fuerza mientras las lágrimas seguían rodando por sus mejillas.
—¡Oh, Till, eres increíble! ¡Dios, eres increíble! —dijo, riendo entre sollozos. Plantó un beso suave en la frente del bebé, sin dejar de sonreír— Y tú... tú eres Till. Lo sabes, ¿verdad? Siempre te lo digo. ¡Eres Till, mi pequeño genio!
Till, como si entendiera completamente el peso de ese momento, levantó sus pequeñas manos y las apoyó en las mejillas de Izuku, intentando atrapar sus lágrimas. La sonrisa del bebé se ensanchó aún más, mostrando toda su alegría y orgullo.
—Izuku... —dijo una vez más, ahora con claridad, mientras sus ojos cerceta brillaban con una calidez indescriptible.
Izuku soltó una risa entrecortada, asintiendo con fuerza mientras sentía que su corazón explotaba de felicidad.
—¡Sí, sí, sí! ¡Ese soy yo! ¡Soy Izuku!
¿Había algo más hermoso que esto? Se preguntó mientras lo abrazaba de nuevo, dejando que Till hundiera su rostro contra su cuello. ¿Cuándo le había dicho su nombre? Apenas lo recordaba, probablemente lo mencionó en alguna de esas noches en las que hablaba con Till para distraerse de la realidad. Pero Till sí lo había recordado. Ese simple hecho lo llenó de una felicidad tan pura que no podía explicarla con palabras.
Till había dicho su primera palabra, y era su nombre. Su nombre. Era como si en ese momento, todo el esfuerzo, todas las lágrimas y el dolor, todo hubiera valido la pena. Porque Till lo veía, lo reconocía. Para Till, él era importante.
—Eres el mejor, Till... —murmuró Izuku, su voz temblando mientras acariciaba la cabecita del bebé— Gracias... gracias por quedarte conmigo.
Y en ese instante, Izuku supo que, mientras Till estuviera con él, nunca estaría realmente solo.
Desde el primer día, Izuku mantuvo una llama encendida en su interior. Era pequeña, pero ardía con la convicción de que alguien vendría. Alguien lo salvaría a él y a Till. Héroes, como los que siempre admiró. Tal vez su padre, desaparecido, pero no olvidado. Tal vez All Might, la encarnación misma de la justicia y el rescate. O incluso alguien desconocido, un alma bondadosa capaz de abrir esas puertas y llevarlos a la libertad.
Pero cada día que pasaba, esa llama se hacía más tenue. Las horas se convertían en semanas, quizás meses, y con cada momento en el que la puerta se abría y no era para liberarlos, la esperanza se encogía. No desaparecía, pero se reducía a algo frágil, casi imperceptible. Una chispa.
Esa chispa, aunque débil, no dejaba de existir. Izuku la protegía con cada fibra de su ser. Como en el mito de Pandora, sabía que la última cosa que quedaba era la esperanza. Y al igual que Pandora, esa esperanza era lo único que mantenía su cordura. Pero a diferencia de ella, Izuku no abriría ninguna caja. No dejaría que la curiosidad lo condujera a la perdición.
Había aprendido, a un precio doloroso, que la curiosidad podía ser una enemiga disfrazada. En ese lugar, donde cada rincón escondía secretos terribles, no había espacio para errores. Por más que su mente infantil quisiera respuestas —¿por qué estaban allí? ¿qué querían de ellos? —sabía que preguntar, explorar, abrir la caja, podía costarle lo único que aún tenía: Till.
“Por algo la curiosidad mató al gato,” pensaba Izuku mientras sostenía a Till cerca de su pecho, sintiendo su respiración pausada al dormir. Pero Izuku no era un gato. Él era un chico con una misión, una sola: proteger a Till y mantener esa chispa de esperanza viva, aunque fuera lo último que le quedara.
Notes:
La situación de Izuku y Till sobre la repetición de los días me recuerda la canción de 'Again & Again' por The Bird and The Bee, que justo la estaba escuchando cuando editaba el capítulo de hoy.
Chapter 7: Error 404: Documento Clasificado Accedido
Chapter Text
Proyecto E42
INFORME DE PROGRESO EXPERIMENTAL: I-Q2N y T-F7L
Fecha: [̷̺͈̻̭̤̰͚͇̭̇͛͆͊͋͗̚̕Ɩ̸̡̣̩̓̾̾̍ϛ̷͇̮̘͕̦̼̣̗̑͜/̵̨̹̯͓͕̅̊̎͊́̚͝͠0̶̠̘̱͉̮͓̮̼͚̍̓͒̕͠Ɛ̷̢͙̦̯͓͈̺́/̸̛̮́̑̄̌̄̄Ɩ̸̡̡̯̘̜̭̥̱̲̅̾̎̅͑̋͜0̸̧͇̜̖̜̦̐̋̑̐̕]̶̫͔͉̫̳̫̟̓͌͂̐̓̈́̀̑̚͜
Sujeto 1: I-Q2N
Designación completa: Sujeto IQ002-QN4 (Quirkless Niño Fase 4)
Características identificativas: Segundo niño sin q̴̠̫̇̓ŭ̶̜̱͡ĭ̸̬̭r̷͕̂k̶̠̔͂ seleccionado para el programa de desarrollo ẽ̸̡̨̡̧̱̤̹̺̹̰͓͇͙̩̯̤̟͎͕̹̜̭̭͛̔͗̊͊͊̈͂͂͆̉͒͑̏͌̈̽̌͘͠ͅm̵̡̛̲̝̥̞̟̼͉̟̘͓͎̲̟̹̯͔͓̬͉̤͇͎̜̊̋͆̂͌̊̆̍̈̅̎͒̐͘͜͝ơ̷̧̛͓̱̦͍̪̮̫̳̂͐͛̒̋̇͒̒̋̇̄̓̽͆͒̋̊̽̓͐͂́͛͐͒̏͘͝č̵̖͇̞̈̃̽̈́͂̅̽̀̄̆̌͌̀̉͒̕͘͘i̴̙̜̬͗̏͛͂͗̉̅̉͒̾̆͊o̵̡̡̘̯̜̳͓̲̲̟͖̱̺͕̯̼̰͌̐͟͜͜͟͝n̸̢̡̧̧͎̗͙̥̭̹̯͔̯̘͕̣͉̥͉̙͙̟͓̍́͝ạ̵͓̟̤̞̼̗͍͛͂̐̈́̆̒̊͂̐̔̾̈̒͐͊̒̆͒̾̈̎̈̇̓͐͗͡͠͝ͅl̴̨̢̨̧͇͙͕̮̙̺͎̰̗̼̠̟̰̾̾͛̏̿̂̽͐̽͆̏̋̒̒̏͛̿̋̓̌̽̈̂̃̑͟͡͝͠͝ͅ-̴̛̙̱̥̬͔̲̯̼̙̗̔̿̓͟c̸̡̘̟̠̺̟̰̗̜̠̯̳̙̩̗̙͙̳̦͓̭̭̘̙̬͋̆͋̒̾̋́̕͜͝͡͡o̷̢̧̹̥̹̥̪̫̠̥͚̣̥̰̘͔͊̆̊͐̈́̅͛̏̂͛́̾́̏͗̉̕͟͜n̴̢̛͕̊̐͗͆̐̀͑͑̂͗̚̕͡ţ̴̨̨̞̩̘̗͖̅͋͌͐͗͛͟r̶̡̬̹͍̥̙̯̮̞͓̟͓̖̗̉̓̕ơ̶̛͍͙̹̙̠̼͋͋͂̅́̀͒̾͛̿̈́͆̄̅͌̋͛̀̓͝͠͝͝͡l̶̞̀͊̓̎̃̕̕ä̶̢̧̛͉̝̰͇̘̜̰̯̳̜͖͇͉̣̖͖̤̖͔̠̖͙̭͙̤͐̈́̾̾͛̂͊̇́͟͟͜d̴̢͓̋͛̓͑̄̾̍̃̂̽̚͠͡o̵̟̪̯̼̲͔̩͉͗͑̃́̋́̌̓̂͌̂͗̎̽̀͝ͅ.̷̡̟̱̰̬̤̺͚̤̼̼͈͇̦͓͈͇̲͗̒͜͜͟
Edad: 11 años (en inicio del experimento).
Estado físico: Salud general estable. Ha mostrado ligeros signos de desnutrición debido a restricciones dietéticas controladas para analizar respuestas de estrés biológico
○ Presen̷̛̝̙̹̰͈̗̻̩̻̘̫̈́̇̀̔͊t̸̛̻̜͔̭̯͉̹̹͌̅̈́̌̀̊̊̈́̃̈́ą̶̛͔̗̹̠̬̉̓̆̿͒̕͝͠ͅ ̴̼̲̝̼̦̞̯͇̙̝̇͊͗̿̊̀̀͂́͝ͅm̵̡̡̜̠̥̃̚ú̸̳͚̿͊́l̶͉̝͇͎͖͕̭̇̌͒̀̄̔̽̈́͊͌͋̆̀ͅt̷̛͙͈͐̎̾̅̑̈̐̅͛͐͘͜͠͡i̴̲͇͒͂̒̑̋̃̎̐̄̏̒́͝p̴͈̪̎̒̃̃̕͝͝l̵̡̡͓͓͓̝̰̞͕̺̘͉̣͂́̀̊̿́̾̇̿͗̈͠͠e̷͙͉͌̽̃̋͗̓̀̈͡͝͠ş̸̛̘̘͍̼̠̺̪̳̲̫̀͑̔͟͝ͅ ̴̢̯̹͐͐͑̃ç̸̛̫̯̯̜̹̬̥̝̝͊͒̔̓͒̂̌̏̔͝ǒ̷̡̟̘̪͕͕̪̯͓̞͉͋̕͟͟ń̵̢̖̥͎͈̱̳͓͔̮̦͊̂̏̇̊͡ͅt̷̻͐̓͒̌̀̀̈́̓͛̋͡ͅu̵̟̘̻̱͚̩̱̫̖͖͗̄̊̆̉͗̊̂̊͂̚s̴̹̮̖̗̖̳̫͙͐͛í̷̡̞̖̦̥͍͙̻͗̂́̊̏̓̈̀̿̒̈ǫ̴̰̩̯̌͒̑̈̃͂͊̇̐̔̓͡n̷͓̩̥̎̐̀͆è̴̢͍͍͕͉̥͇͎̻̫̳͈̠̬̽̆̅͗͂̄̑̈́̕͟͝s̴̨̨̘̠̲͙͈̭͎̱͖̹̜͌̀̔͐̒͑͋̓̓̈́͘̕͝ y hematomas derivados al Evento 13-A durante las actividades experimentales. Pérdida significativa de peso debido a las condiciones restrictivas.
Estado mental: Primeras etapas mostraron resistencia psicológica moderada, con tendencia a estabilizarse mediante estrategias adaptativas centradas en el cuidado del sujeto T-F7L. Sin embargo, se observa un deterioro gradual de la identidad personal, relacionado con el aislamiento prolongado y la pérdida de control ambiental.
○ Hiperalerta Neurológica: El cerebro del sujeto muestra patrones de actividad inusualmente elevados en las regiones asociadas con el miedo, la protección y el apego, acompañado de Sueño irregular
○ Dependencia Emocional: El vínculo con el Sujeto T-F7L se ha intensificado. El sujeto humano muestra conductas protectoras extremas, priorizando el bienestar del Sujeto T-F7L por encima de su propio estado físico y emocional.
○ Niveles elevados de cortisol.
Progresos:
Conexión emocional: El sujeto ha comenzado a establecer un vínculo protector con T-F7L. Se ha registrado un aumento de niveles hormonales de oxitocina y cortisol, lo cual sugiere una relación compleja de apego y estrés.
Conexión intelectual: Han surgido patrones similares en la resolución de problemas, a pesar de las diferencias cognitivas entre ambos sujetos. En pruebas de selección por colores, texturas o movimientos, ambos optan por decisiones congruentes en el 82% de los casos.
Sujeto 2: T-F7L
Designación completa: Sujeto TF7-PXN-05L (Fase 7 Proyecto Xenoneurológico Niño)
Características identificativas: Bebé de ԃ̵̥̈ҽ̶̤̘̈́͡ʂ̷̳̫̌α̸̳̱͐̃ɾ̵̘̜̊ɾ̷͓̃͜σ̷̜͈̒̿ʅ̴̥̈ʅ̵̟͛͋σ̴͙̌͠ ̴͎̽ᾳ̴̴̵̴̶̢̮̣͈̻̻̱͙̰̟̫̼̖͈̜̲̺͓̲̇́͌̍̓̈́́͛͊͆̽̆͊̾͘̕̚̚͟͟͝͠͡͠ͅɾ̴̷̸̴̸̡̡͇̘̼͍̘̭̠̘̜͕̭̼̪͚̪̗̠̺̥͙̻̘̔̌͛̈͐͊̈́͋̅͋̍̃̀͆̀̀̈́̉̔̈́̂̈́̈́͜͟͡ƚ̴̶̸̵̵̶̨̛̛̛̝̳͇͉̞͕̫̭̜͖̻̘͍̠̪̲̙͕̪͖̻̱̯̱̪̺͎͓̯͈̯̲͈̊͒̂̅͛̃̔͐̉̊̾̋͋̾̆̔͌̌̃͆͛̏̈̏̆͜͝͠ͅͅι̸̵̴̵̷̷̧̧̛̛͕̞̰̥̗̞͇̪̺͍̪̘͇͎̜̫̣͕̫̳̱̖͆̉̿̽̒̄́̓̓͒̄̿̂́̔͗͑̊̌͊͑̄̇͛̎̒̑̇͗̈̃͘͘͟͡͝͝͝ϝ̴̷̴̷̵̶̨̡̨̢̨̡̛̖͎̥̯͙͚̺̲͕̠̺̘̝̙̘͍̣̝̙̤̝̯̭̔͋̋̓̒͐͌̊̄̑̊͋͌̽͐͌̋͒͘͘ͅῐ̶̷̸̸̷̴̧̢̛͉̟̣͔̣͕̺͇̲̻̝̹͙̬̠̙̱̰͚͖͍̹̀͗̈̑̒̔̌̀̓̒̎̐̀͛̏̕͝͝ƈ̶̷̶̵̷̶̨̡̧͇̦͔̟͚͈͎̗̪̭͚̙͙̈́̊̐́̅̈́̌̑́́́̽̓͆̋̆̓̏̓͌̿̌̍͊̿͊͘͘͟͠͡ι̶̶̴̴̶̡̢̯̬̫͎̙̖̰̮͉͇̼̰͖̰͓̬̩͔̣͇͔̜̬̰̾̈́̋̅͌̂̌͂̍̇͌͑̈́̓̈́͑̑̚͝͡ͅᾳ̵̷̵̷̶̸̨̛̜̹͎̲̼̗͙̭̖̖̫̫̯͚̜͇̻̾̈́͋̓͊́̊͛͒͌͑̎̃̋̒́͆̉̐̑́̈́͒̅̐̐̄́̽̏͛͗̾̈́̂̚͘͜͜͝͝ʅ̶̶̸̸̸̴̨̧̛̗̠̻͙̜̲̥͚̯̙̭̙͎̗͂͛͒̆͊͊͗͒̆̀̓̒̇͗̎̑͊̈́̈́͗̆̓̑͛̅̆͆̓̈́͘̚̕̕̚͟͜͝͠͝ͅͅ ̴̸̸̴̷̵̡̢̧̡̗͚̳͇̠͔̣̹͓̟̳̰͚̠̦͇̭̼̭͍̰͇̯̟̩̻͔̗̟̮̭͙̑̈́̐̈̽̎̔̑͒̅̽̐͑̊̑̈͂̾̉̈́̂̄̚̚͜͟͟͡͠ԃ̵̪̭͌ι̴͎͒͝ʂ̶̫͔͑̇ҽ̸ñ̴̹̼̿̎α̴̗̒ԃ̶̛̱̲σ̵͔̰͐͘ ̷̮͊́ρ̸͉̣̊ᾱ̴̰̺ɾ̴̯̋̓α̷̧̑ ̵̭͡͝ʅ̶͉̀α̵̺̬̇̓ Fase 7 del programa de experimentación emocional-sensorial.
Edad física: 𝟼̶̷̸͕̮̌̈́͝ meses (a inicio del experimento).
Estado físico: Salud óptima. Desarrollo motriz y neurológico α̷̶̶̧̛̱̙̲͈͓͔̹͍͎̱̲̜̠̈́̽̓̽̎̂̓̃͑̂̏̚͜͜͡ℓ̵̶̷̙̟̜̹̼̥͉͉̠͍̮̫͛͊̃́͊̈́͊̅̈́́̚̕͜͠ι̵̶̷̧̢̼̗̤͖̰͉͉͙͖̉͒̿̀͒͂̚͘͟͠͠η̶̶̸̫̩̯͍̭̲͆̆̇̈́̇̀́͛͊̌̈́͒̓̎͒͋͡є̵̶̵̛̭̜̤͛̈́̑̉́̑ὰ̴̶̸̛̛̲̗̙͖̦̄͑̌̾͋͒̒̈́́̚̕͘͟∂̵̶̵̢̙̟̯͍̬̗̠̣̼̱̩͙̳͎̈́̽̑̍̿̓̈͐̄̒͘̚σ̴̶̸̧͈͙̮̤͓̯͙͓̫̯̠̂̋̈̅́̍͟ ̵̶̵̢͓̰̯̰͉͈͕̮́̄͋̑¢̶̶̵̳͕͇̮͇͖͈̯͔̇́̐̄͒̈̇̕͡σ̵̶̵̨̳͚͖͉͈̦̭̩̰̦́̋͜͟͟η̶̶̷̢̳͉̣̳̤̻̈͊̅̆̒̄̄͌̉̿́̈́̂͜͠͝ ̶̶̴̡̛͔̣͓̻̠͕̮̩̜̩̖͆́͛͐͡͝ͅρ̷̶̷̢̢͙̜̳̟͕̲̘̼̣̝͇͋̄͒͆͌̌̈́́͡͝͡α̵̶̴̧̧̯̜̪̪̪̦͉̪̇̄͋̉̀̂̓͗̿͑͒̂̈́̄͘͜͠͠я̴̶̸̧̝̮̱̳͇̘̳̔́̈́͂͡͝ą̸̶̸̢̡̥͉͕̙͍͍̪̺́̎̊͋̄̒̅̒̔м̴̶̶̧̘͕̲͇̬͍̯̱̦̺͛͛̏̏̕͟ͅє̴̶̷̡̢̛̤̰͍̻̣̰͙̦̫̥̞̫͌̈́̌̎̈́̾͛̀͝т̷̶̸̧̛̛̜͍̠̲̱͇͖̗̝̹̞͚̲͔͛͗̋̏̈́͑̊̀̀͛̍̂͌͒я̷̶̶̧̛̗͙̠̖̮̒̑͂̾̏̈́̅͛͐̈́͝͠ͅσ̸̶̵̺͓̱̥̖̝͇̭̜̩͆͋̐̌͛̃̓̀̒͊̀̊͜͝ѕ̵̶̵̬͇̟͙̙̉̿̓͗̈́͠ ̶̶̷̧̦̤͕͎̼͉̪̲̻̹͖͚͇́̄̈́̂̑̆̈̊̏̉͡∂̷̶̷̢̛̝̲̞̦͚̰̙̯̟̤̩̓͌̾͒͌́̃̾̚̚͟͟͠ί̶̶̶̡̧̯̼̼̟͙̻͇͉͔̟̃̇͋̂̓̅̅͆̀̐͋̅͘͟ѕ̸̶̷̡̛̞̬̗̝͙̗̥̠͈̜͛̆̓̉̄͆̓͗̀͗͟͝͡є̸̶̶̡̡̛̦͎̲̠͙̬͉͎̻̃̅̄̑̃̋̓͋̔̀̈́̉͘͝ñ̸̶̶̢̢͉̜͙̫͉̝̠̀́̂̋́̈́͒̀̍͌̚̕͡α̸̶̴̡̧̨̛̼͓͇͎͖̝̻̞̘͓͒͒́͋̈͊̆́̿̅͗̓̃̓͐̾̔͜∂̶̶̶̢̡͈̙̣̘͖̘͔̎̓̑̊̓͋̑̋σ̴̶̸̡̦͈̙̙̞͉̥̘̘͍̺̗̙̝̳̄͗̍̎̋̀̔̀̚͝ѕ̶̶̶̡̧̢̙̺̩̰̲͌͂̌ ̵̶̸̠͚̞̣̦̠̭͒͆̍͗̃̔̐̃͘̕͟є̷̶̷̡̧̛̠̺̗̠̍̃̄͊͛́͗̿̇͐̏̅͊͘͡͝ᾐ̵̶̶̧̫̗̟̝̙͎͓̦̰͇̝͕͊̒̈́͟͠ ̴̶̵̜̙̲̟͓̜̝̰̹̖͇̆͊̒̾͊͂̀̾͑̍̈́́͌̀̚͘̕͡ͅℓ̵̶̷̛̛̩̳͉̞͎͇̦̱͐̓͆̄́̅̉͐̉̌̕͟͠α̴̶̴̻͙͈̬͎̤͍̖͒͐̏̆̎͗͊̐ ̷̶̵̲̰̱̣̠̟̰͍̲̬̎͒͌̽̏̀̉̒̅̎̓̏̈́́͘͝є̵̶̴̧̬̤̺̞̺͉̗̠͒̎̌͑́͐̚͜͝ͅт̸̶̴̨̢̛̱̺̥̖͈̥̻̩̹̟̋̈́̍̔̆̿̏̅͜α̶̶̶̨̧̨̥̮͚͎͎̜̥͖̈͒̾͊͋̈́̍͘͜ῥ̷̶̸̰̮̯̼̰̟͙̖̙̀̓͊̽̓̈́̒͆͝ᾱ̶̶̶̡̢͙̞͇̰̬̥̭̫͖̬͋͊̐̂͜ ̷̶̵̧̡̮̼̠͕̺̞̻͍͚̈̾̿͟͝∂̸̶̸̢̨̛̺̳̞̤̙̮̠̣̭͇̝̩͗̀͛̇̾̏͑̋͌̇̚͝͝͠є̴̶̷̧͙̜͖̈̈̇̈́̓͋̆͌͋̄̈̕̕ ̶̶̸̡̢̨̲̙̗͎̽̿͘͝¢̵̴̸̶̸̴̶̵̶̸̵̸̶̶̶̶̴̛̗̙̹͇̙̭̙̖̬͈̮̬̤̹͍̖̠̘̮̺̹̪̻͎͙̟̜̙̮͓̭̰̏͒̽̉͛̃͋͐͋͊̉̔̏͒̿͛̐͊́͑̍̅̊̅͗͊̍́̂̀͜я̸̸̸̶̶̶̴̴̵̴̸̶̸̴̷̷̵̸̸̷̸̷̷̸̵̵̨̧̨̧̛̛̛̲̦̩̩͖̭̳̹̰̻̪͉̪̲̲̮̝̳͇̖̤̮̥̭͔͚̭͓̖̻̤͎͔͕̼̞̝̹̯̹̆͒͆̓͗̉̆̎̂̆͊͋͋̎̒͋̀̇̑͑͌͊̋̋̄͐͗̄́̍̀̄͒̂͒̈́͆̀͂̔̂̉̈́̌̀̓̏̂͌͐͊͘̕̚͜͜͜͝ͅͅє̵̶̴̵̵̶̷̶̶̶̴̴̷̶̶̸̶̸̶̷̴̸̸̶̷̧̧̧̡̢̧̢̛̻̹̘͎͎̭̝̗̖̳̝̫̹̭͇͔̝̲̫̘̣͍͇̩͔̖̲̣̠͕̗̝̱͉͕̪̜̣̹̻̖̠̦̝̱̃̑͂͊̑̏͐̒̄̍̀́́̆̅̄̊͒̇͌̈̾͐̄̃͊͆̒͗̃͐̀̉̂́͌͑̔̈͆̿͒͘͜͟͠͝͡͡͡ᾲ̵̸̷̸̸̷̶̶̶̴̷̶̷̸̷̶̷̶̶̵̷̴̸̡̡̨̨̛̛̝̱̩̼͉̞̮͚̺͕̯͙͖̲͇͕̪̙̗̗̦̣̟͓̯̠̼̞̮̣͍̩̳͎͖͔͒̌̒̉̇̀͐́̒̇͋͌͛̐̌̈́̏̆̆̂̄͂̃̄͆̐̀̉̈́͗̌̈́̏͊̏̏̽̄͗̐́̑̓̓͝¢̶̸̶̸̸̶̴̷̶̸̷̶̴̵̶̷̵̵̸̸̷̶̵̸̸̸̷̢̨̡̧̧͓͎̺̺̼̖̙͔̠̪̼̟̙̪̳̭̘͇̲̮̪̞̠͎̺̫̱̪̠̣̱̟̮̻̪̞͕̠̘̼̬̳̥̱̪͔̞̯̠͈͖͛̑̇̈́́͑̈́̏̀̍̾̈́͌̈̇͛̉̀́̔̒̃̾̎͊̅̽͛̾̈́̈́͛̈́͌͌̾̈́̌̀̎̎͗̈͐̇̈͊͊͒̈́̈͐̆͘̚͜͟͝͡͝ͅι̷̸̶̶̷̵̸̶̶̷̷̷̴̶̶̷̸̵̷̷̷̶̴̶̵̷̶̵̶̷̵̡̢̢̡̢̢̛̛̛̦͇̘͉̥̻̭͈̩̞̩̼̯̜̥̻̼̰̳̙̬̻̙͎̫̻̞̞̜̪͖͓̰̪̗̠͙̯̬̤̙̤̰͉̬̘͉̗͎̬͓̱͉̎́̀̓͛̊̀̂̇̂͛͐̈́͌̂͛͑̈́̍̌̎̏̾͌͂͂͊̇̌̅́̐̽͐̓̒̔͋̌́̃͒͌̇̊͋̓̓̎͋̓̆̐̅̈̽̑̿̑̚̚̕̕͟͠͝͡͠͝͡ͅớ̷̶̵̵̸̵̶̸̸̸̴̶̶̷̴̸̶̶̸̸̶̸̶̷̵̸̵̸̷̢̨̧̧̢̗͖̰̻̤͇̬̯̩͉͉͔͇͍̞͉̮̮̯͔̬̪̦̮̙͓͖̳̜͓͖̟̥̮͙̬͚̮̻̻̦̩̗̳̩͙͈̹͍̼͊̾͊̃̈́̂͗͑̇́̇̓̍̾̐̀͗͗͆̏̂́̋̊̈́̉͑̾͋̓͐̒̍͆̐͆̎͂̔̑̀̑̓͑͒̓̋̌͑͒̕̚̕͘͜͠͡͝ͅͅῃ̶̴̴̷̷̸̶̵̷̴̵̴̶̵̶̶̸̨̡̡̨̛̱̳͓̺̰͉̘͎̥͙͖͕̦̻̪̯̮̠̣̻̙̟̣̦̲̫̟̼̣̎́̈́̂̏̐̀͛͆̀̈́̀̈́̂̓̀̈̈́̏͌́̈̓̔̓͠͠͝͝͝͠.̴̶̶̨̣̜̯̩̲͔͚͚̀̀̎̀̊̾̚͝
○ Desarrollo motor avanzado: se ha registrado un incremento en la capacidad de desplazamiento y exploración independiente.
Estado mental: Desarrollo emocional acelerado. A pesar de su 𝓸̸̗̲͙͛̿͌̿̋̚͝͝ɹ̵̡̙̼͕̯͍̞̰̀͘͠͝ͅᴉ̶̢̧̢̛̥̗͎̺̰̭͈̳̙̣̜̠̻̗͙͇̞̟̼̹̄̋̆̉̀̈́̎̉̏͌̉̑̈́̆̈́̊̏̒̈́͊̒̋̋̚͟͜ͅƃ̴̨͔͕̮̻̈̾̂̊̒̂̈́ǝ̷͕͕̣͚̎̈́̇̀͐̿̍̓̇͋̂̃͆́͋̏͒̈́̋̓̎́̂̎̏͗̕̚͘͠𝓾̷̦̰̭̀͛̈́̑̐̕͡͝ ̷̻̫̗͈͖̩̮̅̔̈́̉̀̈́̑̂̃̓́̄̈́̈́̈́͗͊̾͗̚͠͡𝓾̸̢̧̼͕̹͎̟̼̯̜̺̤͍͙̬͖̰̓̔̉̽̕͡͝ͅ𝓸̵̡̢̙̰̦̱̹͓͚͓̳̗͓͓̘͋̒̂̓̿̋̄̃̉̏́̃̃̋̑̅̈́͗̉͡͠ ̸̣͉̲̗͂͆̿̍͆͐̄͐͌̅̌́͂͌̈́̄̔̒̽̚𝓾̴̩͙̘̰͈̗̺̏̓̆̓̃̚̕͟͠͝ɐ̵̛͖̥̯̭͈̰̱̦̠̜͔̌̊͋̿̂̄̾̍̅̑͛̾̈́̾̕͘̕̚͜͜͠ʇ̷̺͙̞̖͚̰̥͕͉̩̚ͅ𝓷̴̯͉̇͌̾̑̐͂̐͆̓̽̃͌̒͛̓̍́̑̈́̅̚͘͠͝ɹ̷̛̛̣̘̗̩̞͚̻͖̩̟͊͛̾̑̅̈́̓͗͂͐͋͘ͅɐ̸͈͔͈̫̭̮͙̟̯̜͇̘̜̣͔͔̪͔̮͎̣̆̅̈́͛̓͛͛̉͛͘̚͜͡ͅ𝓵̵̢̪̞̖̬̙̠͇̝́̊̎̅̓͒̔͟͜͜͝,̸̪̱͈͙̪̮̳̲̠̈́̋̊̌̽͌͛̍̽̿̇͛͊͌͋͂̏̑̐̑̍̇̈̅̽͊͂̕͠͝ ̸̧̻̦̪̼͔͛̒ɯ̴̫͙̬̖̍͆̍̒͒̍̾̆̈̔̎̊͜͝𝓷̷̛̮̼͕͕͖͈̙̩͕̖̈́̉̀͆͗͂͌͊̽̄͌̓̌̕͠͡ǝ̵̹̪͍̣̪̮͆͊̎̓̐̔͛̓͘𝓼̸̨̧̧̡̨̡̬̦̦̭̤̜̟̻̹̖͖̟̰͇̼̻̪̟̩̪͖̒̄̓̾̀̃̕͜ʇ̵̡̧̭͓̬̙̖͔̯̞̬̹̘̭̲̝͚̗̇͒̿̃ɹ̸̨̧̧̛̙̻͈̜̗̠̲̼̦͈̲̯͚͖͑͗̍̽̅͒͊̌͗̍͌̅̏͛̋̿̓̾͐̀̈́̓͘̕͠͝͠͝͝ɐ̷̻͒̐̑̐̇͌͒͛̓̏͐͗̿̓͒̏͆̉̚̚͘͝ ̸̡̥̰͉̤̩̺̬͓̥͙̯̐ͅɹ̴̧̮̗͇̭̬͔̗̻̜̭̯͉͒̓̽̂̒̍̉̅̓̇̔̑̕ͅǝ̷̨̧̛͓͔̹̭̗͍̗̣̮̪̱̞̬̠͕̭̦̬̤̙͕̦̱̝̺͔͔̉͊̒̐̾̈͋̈́̍̋𝓼̶̨̣̩̳̞̻͖̖͓̲͋̿̍̈́͂͒̈̅̇̀̽̂͆͂̓̈́̅͌̎̄͠͝͠𝓭̵̧̧̢̢̨̛̭̜̩̤̞͍̠̬̰̰̙̺̀͆̽͑̊̀̊̈́̍͋̾̿͂̌̀̌͛͌͘͜͡͝͠͝ͅ𝓷̸̧͔̬̳̖̠̬̱̦̮̖̼̊̈́̔͐̀̓́̈́͒̎̑̆̑̊͋̾͗͘̕͜ǝ̷̭̖̙̝͆̍̾̄͑̑̀̌͛̅̈͆̉̓̊̃͛̌̌͐̃̋̚̚͠͠𝓼̷̰̦̗̣̯̮̥̳̜̞͇͉̜̯̼̮̈́̿̀̉̋̊̂̈́̆͂́̑͘̚͘͟͜͝ͅʇ̸̡̨̛̦̘̳̗̪̰̤̪̩͓̝̤̹̻͔̭̹̫̩͚̈́̈́͂̓̽͆͛̀͋̒̄͘̚͝͠ɐ̷̳̣͈͉̳̮̺̲̺͎̹͔̯̩̟̹̪̋̿͊͆̈́̋̈͑̏̃͐͗́͟͜͝𝓼̵̭̳͇̬̑̒̾̃͂̀̆̃̒͐̈́̂̅̌̾͊̔͊̇̕͡͠ emocionales equiparables a un humano de la misma edad.
○ Adaptación emocional: respuestas altamente sintonizadas con las emociones del Sujeto I-Q2N.
Progresos:
Conexión emocional: T-F7L muestra dependencia significativa hacia I-Q2N, considerándolo una figura de apego primario. Ha comenzado a imitar patrones emocionales de, lo cual sugiere un aprendizaje adaptativo.
Capacidad de Regulación: T-F7L exhibe un efecto estabilizador emocional en el sujeto I-Q2N, reduciendo los niveles de estrés en interacciones prolongadas.
Conexión sensorial: Se ha observado una sincronización neuroemocional en condiciones de aislamiento prolongado. T-F7L responde con llanto o risa en alineación directa con los estados emocionales de I-Q2N, incluso en ausencia de estímulos externos.
Conexión experimental: Varias anomalías en la respuesta sensorial se han registrado, lo que sugiere el inicio de una posible convergencia en procesos cognitivos básicos entre ambos sujetos.
Objetivos en curso:
Desarrollo de interconexión cerebral: Analizar la profundidad de la conexión neuroemocional entre los sujetos en situaciones de estrés máximo.
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Potencial de transferencia emocional: Estudiar si las emociones del sujeto I-Q2N pueden influir de forma consciente en el comportamiento del sujeto T-F7L, y viceversa.
Observaciones adicionales:
El deterioro psicológico de I-Q2N es lento pero evidente. Pérdida de identidad y autoeficacia podrían afectar su capacidad protectora hacia T-F7L en futuras etapas del experimento.
La sincronización entre ambos sujetos parece depender directamente de la confianza y apego generado por la convivencia en aislamiento. Esto sugiere que la conexión puede romperse si alguno de los sujetos es eliminado del entorno.
Las respuestas fisiológicas y conductuales de T-F7L plantean la posibilidad de un diseño funcional que permita adaptaciones emocionales aceleradas, lo cual abre nuevas líneas de investigación en bioingeniería emocional.
Incidentes Relevantes:
Evento 13-A: El Sujeto I-Q2N sufrió una caída severa tras intentar evadir una interferencia experimental (detalle clasificado). La recuperación fue asistida por el vínculo emocional con el Sujeto T-F7L, quien actuó como fuente de consuelo inmediato.
Conclusión parcial:
El proyecto ha alcanzado avances significativos en la c̴̷̸̶̶̡͔̘̩̲̮̦̃̃̊̏͊͟͝ǫ̶̸̸̷̴̡͉̰̟̫̤̟̥̯͑́̓̐͗̀͘͜͝͠m̴̸̶̶̶̷̴̢̝̰̗̗̠̼̞͓͖̥̙̤̩̆́̌̑̀̇̈͂͊͋̇́p̷̶̷̵̸̡̰̹̲͇͖̳̃̓͊͒͛͝r̶̷̷̷̸̵̡̛̛͈̠̦̳̮̫̤̺̙̓͐͛̄̈́͂̐ͅe̷̵̵̶̵̸̸̴̛̙͚̟͍͇͉̳̹̺̘̞̗͈̪͎͖̖̓̊̀͊̓́̂̉̈́̏̉̀̅̊̓͐̈́͡͝͠n̷̴̴̵̶̷̵̴̢̨̧̛̮̬̦̙̻̼̮͕̝͇̗̺̱̓͊͌̎́̽́̓̅͗̕͠͝s̷̷̵̶̵̴̴̢̡͖̭͎͔̲͈̬̘̯̹̤̊̀̾̐͑͑̓͐̑̈́͂̊̈̕͡͠ͅi̵̴̵̵̶̷̷̴̸̢̡̛̘̮̱̩̳̙̦̗̣̣̫̦͚̫̻͚͗̎̔͒͗̍̀́̈̉̀͆̔̋͘͡ͅǫ̷̵̸̵̵̷̶̷̧̜̻͚̮̼̩̘͚͔̯͚̰̤̗́͑̈́̄̐̏̈́̈̀̐̀̒̇̏̂̇̑̓̚͘͡͝ͅn̵̶̵̵̷̵̵̸̷̡̢̰̜̰͇̣̮̲̖̼͍̥͕̣̯͓̙͈̖̼̈́̑̂̉̽̂̂͋͐̐͒̆̔̈́̄̈́̀͜͡ ̸̶̷̴̴̴̸̷̨̛̛̛̤̜̺̫̭̳̼̳̣̯͓͎̠͖̝̖͔͑́̅̿̈́̆͑̏́̓̇d̴̴̸̵̶̷̸̻̬̣̥̳̭̟̣̠̙̺̾̓̓͒̀̈́̍̍̿̊̔̒͜͠͠͠͡͠ę̷̴̷̶̸̵̴̶̛̛̠̥̹͓̲̟̥̭͉̮̯̹͌̆̃̉̈̈͋̔̍͗̽̉̈́͒̏͒͘͠ͅͅ ̶̷̷̴̵̶̧̡̛̩̺̰̝͙̥̳͖̣̒̾̾̽̂̈́̋́̌͘͡ͅl̷̷̴̶̷̶̵̨̨̺̻̭̲͚͔̰̱̹̔̊͂͊͌̓̃̎̌̏̎͒͟͟͝a̷̴̴̷̶̶̡̨̡̤̝̠̭͓̮̹̞̣̠̯̯͂͒̏͌̎̈́͛̔̕̕͡͡ ̷̶̸̴̴̶̴̢̛͕̹̤̻͍̣͇̯̪͖͎̲̒̀̄̉͋̊̈́̋͋̿͒̐͟͠͝͡s̷̵̸̸̵̶̵̵̨̛̬̟͍̲̼̟̘̭̟̞͖͈̦̐́̋͌͆̇̔̓͊̑͛̈̌͋̉́͟͝͝i̴̶̷̸̴̷̵̵̢̢̛̼̝͍̫͇͈̭̝̲̞̞͔̜̔͂͒̒̏͑́̈́̊̊̈́͒͌̑̊̚̚͟͡n̶̷̵̴̴̵̷̢̫͙̗͕͚̻̻̰̩̟͂̉̅̾̿̂̃̈́̋͗͋̌̕͜c̶̸̴̴̷̷̵͖͙̲̩̩̤͇͓̥̤̄͊̿͒̓͒̑̌̂̈̇̌̚͜͝͝ͅr̶̴̷̵̷̴̶̵̛̛̰̱̘̳̝̤͚̟̦͉̭͉̖̦͚̦̺̮̬̾̀̓̀̈́̑̾̄̀͆̀̅̈́̂͗͘o̴̶̷̸̷̵̵̫̬̙̦̪̤̳̪̖̖̓̐́̂̎̈̈̅̈́̈́̅̎̕͜͠n̸̷̷̶̵̢̮̙̜̹̳̩͎̥̈̈́̈́̈̀̉͟͝ị̴̶̵̵̵̵̵̢̨̛̺̣̗̩̟̝̠̞̪͌̓͂̓͆̽̽̆̐̈́̔͐̈́̚̚͜͝z̵̷̵̵̴̵̸̞̞͉̫͎̠̘̻̘̤͙̓͌̾̀̍͛̉͆̑̀͑̒͟ͅą̷̸̸̴̶̴̵̸̛̥̗̮̲̖̱̤̯̫͇͉͚̼̗̆̾̓̾̈́͋͆̅̏̅̒̍̐̑́͟c̸̷̸̶̴̵̸̢̛͙̩̭͕̟̳̞͙̝̲̮̞̅̿̌͂̔́̍͊̑̆̓̕̚͡ͅì̷̸̶̷̸̶̸̢͍̘͙͚̟͔̺̲̙̲̰̹̭̅͆̅͂̉̊͒́̑̐͛̆́̕ó̶̵̴̴̴͇̬͔͉̹̹̪̱́́́̈́̑̌̾̏͝n̶̶̵̵̵̶̵̷̴̡͖̣͓̰̪̖̪̖̳͙̺̣̱͓̒͋̽̒͊̈́̾̉͋͒̇̃͊̀͋̀͋̈̃͋͘͠ ̵̶̴̸̶̶̴̷̬̭͓͈̖̫̟̯̦̥̭̝͎̠͇̤̣̟̽͗̀͛͑͊̐̑̔̏͒̐̒̕͟͟͠͝͠ͅȩ̸̴̷̶̴̵̷̶̛̩̩̦̼̭̭̱͕̳̖̙̈́͗̈̓̅͋̅́͐̌̈̊͌͐͟͟͡͠ͅm̶̶̵̸̵̸̶̵̧̛̖̬̩̬͉͓̫̠̺̙̻̗̠̠̉͐͗̍̂́̿̈́̂̎̅̌̕͝͡o̶̴̵̶̸̷̡̬̩͚̯͓̻̫̱̝̞̬͛̽͑̽̉̊̃̑̌͝c̸̴̴̷̴̢̟̼̜̖͕̠̞͒̈̈́́̈́́̀̓͝i̸̸̸̵̵̸̡̡̯͕͖̭̙̪̱̼̥͐̊͛̊́̂͆͋̾̓̚ͅơ̴̸̵̴̵̶̷̵̴̢̘͕̺̖̬̗̬̙̖̭̮̱͈̤̪͖̖̿̋̑̂́̈́̈͗̿̐̃̃̃̚͟͠͠n̵̶̸̶̵̷̷͎̭̺͓͍̦̺͇̙͗̏̀̌̉̿̈́̾̿͊̑̀̓͜͝ą̵̸̷̸̸̶̷̛͚̠̱̙̗̥̣̦̠͍̯̌͌̊̆̒̀̇̉͛̆̏̚͝l̸̷̸̴̸̶̸̢̢̛̗̘͈̯̺̜̻̞̬͉͗̐̽̉̎̎͛͛̇̐̿͘͜͝͡͡ͅ ̷̴̴̴̴̴̶̷̵̧̻̪̠̖̲̖̙̰̣͚̟͖͓̋̈́̈́̀̒͗͗̈́̓̆̃̿͋̿̆̂̃̕͡ͅy̷̶̴̵̵̴̷̷̸̡̢̧̧̢̧͖̙̜̥̣̲̮̺̺̜̜̒̒̀̍̓̔͑̆̂̀̅͛̀̀͛̂̕͜͝ ̴̷̸̷̶̸̴̟̤̝̭̰͇̠͍͙̹̯̄̒͐͒͑̈́̎̋̕̕͜͝͝͡͡͝ç̴̵̸̶̵̵̸̴̢̺͙̦̮̙̜̬̹̻͎̦̠̼̲͇̭͍̓̌̌͛́̏̄̇̉̚͜͝͝͝ͅö̶̴̷̷̷̷̧͕̯͉͍̰̫̝͎̳̦́̂̆̇́̏̎́̕͟͝ġ̷̷̷̴̵̵̝͕̬̤̦̹̬͓̞̮̗̫̔͑̓̐̇͡͝͝͠ñ̴̷̴̶̴̷̴̢͈̺̦̖̩̰̱͍̤͕̖̣̜͖̏́͂͊̏͑̅͟͠ì̷̴̶̸̴̸̷̥̥̖͇̱͙̮̙̞̣̻̥͌͋̆̃̅̌͊̉̿̾͛̑͗̀̆͘͝͠ͅẗ̶̷̸̵̷̵̵̶̡̰̦̠̬͈̞͇͈͚͉̼̬͍̱̰̦͔͎́͑̐̈́̍̓̈́̍̇̆͊͂̆͌̓̃͘͘͜͜͝ͅĭ̶̶̸̶̴̴̧͕̥̲̟̗̣̫͓̘̙̇̐͛̑͆͌̈́͜͜͡͝ͅv̶̴̵̵̷̸̼̹̜̱̰̞̳̜̖̫̘̞̒̿̌̀͑͆̋̑̈͑̾͜a̷̶̴̵̷̴̴̸̷̺̻͙̱̬͉̜̰̺͓̫̞̰͓̹̥̪̰͂̉̃̿͂͑̋́̒̂̓̊͗̊̀̔̚͘͝͝ ̶̸̵̵̶̷̴̵̦͇̩̪̺̦̙̭̰̞͍̳̳̓͒̆͛͂̆̾͊̆̈́̇̈͘̚͟͟͡͝ĕ̴̸̵̴̸̶̴̢̨̫͚̝̠͚̝̤͎̩͖͇̀͌̎̃̐̋͛̊̚̕͝͝n̵̷̴̸̸̖̭̹̖̹̠͖̙̟̿̃̀͗̔̀͊̎͐͜͟ţ̴̶̷̶̸̸̺̺̙̥͉̖̩͙͉͇̻͓̄̌̐̀̌͌͐́̈́͊͠ŗ̸̸̷̸̶̶̶̧̺͇̮̞̝͖͎͓͙̭̈̈́́͐̆̏̏̾̉̆́͝͝ͅȇ̵̶̵̸̶̴̵̶̞̮̙̗̙̭͇͔̖̭͙̺͇̠͙̬͉̆͋̌͆́̓̈́͛͋̌̐́͘̕̕͜͡ ̶̷̴̶̴̸̶̧̹͇̩͈̬̩̤͕̝̎̆̅͆́̾̿́̏̈́̎̿̀͊͛̚s̴̷̸̵̸̷̸̡̰̩̲̞̲͈̜͉̘̦̠̐̈́̾͊͂͂̀̅̊͆̂͟͝ū̸̴̷̵̶̴̴̵̷̢̧̢̺̗̜͚͈̱͈̭͈̜͈̦̯̦̫̫̟̲̎̈̇͑̈̾̽́̿͟͜͝͠͝͠j̶̵̷̴̷̴̸̨̨̨̧̹̤̺͕̞̹̲͕̯̈͌͐̈́̔̇͑̅̈́̈́̈́̀͟͜ȩ̶̶̵̶̴̵̵̶̢̛̫͎̗̣̮̬̝̦̳̺͉̬̔̀̅͂̈́̂̅̐̓̊͐̐̃͟͡ẗ̴̶̵̴̷̸͚̪͖̞̖͓͇̣̱̻̻̪̼͗̂̔̇̇̍̔͂͆͘ó̸̴̷̶̸̸̦̰̼͚̰̪̥̗̠͍̉̾̀̿͗̃̂̅̽͡͠ͅs̷̶̵̴̵̴̷̶̨̧̡͚̟̙͚͙̹̺͇͚͖̟̈́̅̾̄̅̐̀̉͒̌̀̎͝͠ͅͅ ̷̵̴̸̴̶̵̡̢̠̠̰̞̼̖̲̟̠͈͕̿̃̔̓̔̉̾͐̐̃̚͘͜͡͝h̷̶̶̴̵̵͚̗͔͎͈̲͔͖̜̤̳̆̏̈́̉̑͋̈̈̈͝͝͡u̶̸̷̷̴̵͖̱͓͙̗̟̣̤͒̓̃̿̃̎̾̿̅͝m̴̴̸̵̵̵̷̨̨̛͔̠̗̝̟̫̞̣̺̖͖̩̑͆̿̑̏̀̉͐̈́̑̂͊̅̿͝͡͝ą̴̶̵̴̵̶̷̵̛̬͓͈͈̭̖̮͔̗̹̼̜͔̮͍͂̅͗͗̆́͐́͒͆̈́̔̚͝͝n̸̸̷̶̸̷̴̢̘͍̰̳͇̩̫̫͚͈͇͇̒̈̂̉̆͑͊̂̒̿̑̀̈̓͡ͅọ̷̶̶̸̸̴̸̧̖̼͈͓̰̜͉̫̳͔͓̹̭͂͑̔̆̀͆͐̓͗͘͠s̵̸̶̴̷̨̢̤͈̘̱̟͔͍̜͚̊̐̐̀̉̓͟ ̵̷̸̴̴̶̷̸̡̧̛̱̟͉͎̼̥͕̙̬̼͉̩̣̱̮̼̑͋̎̆̌̐͗̋̇͋̂͒͘͟͝y̴̸̵̷̴̶̧̱̙̪̙͙̣͇̤̺̰̘̟͉̒̌̑̅͌́̽̓͒̅͑͘͝ ̸̶̸̵̵̵̸̶̧̢̛͉̠͙̜̦̭̻̠̗̪̻̟̻̖́́̈̏̈́̃͐̂̿͒̽̉̈́̔̚̚͜͠ą̶̷̴̴̵̸̵̡̢̺̥̬̮̥̣̭̟̝̍́̂͂̏̈̓͛̅̒̅̂̀̓͡͠ŗ̴̶̸̴̷̷̷̷̧̛̛̳̟͇̺̤̺͈̜͕̭͇̤͖͌̓͗͂̍́̑́̈́͐̽͋̽̀̈́̚͜͠ͅͅẗ̶̸̴̴̶̵̴̡̧̨̞͇̤̤͎̞̟̘̫̭́̐̑͌̐̽̽͒̔̚͝͝͠ͅͅi̵̴̷̶̴̷̵̡̞̻͈̦̣̗͔̜̅̌̈͗̋͆̉̾̂͆̈͠͠f̸̸̵̷̶̴̧̱̝̞̹͈̹̫͋͒̀̌̅̔̀͒͌͜͜͝͠i̴̵̷̷̷̡̺̤̪͇̭̍͆͗̄͑͒̈́̚͡͠c̸̸̸̶̴̷̸̷̢̛͇̬̗̰̫͇̬͓̬̟͎͕̠͈͊̈́̈̀̅̒̈́́͒̽́̽̉̅́͋͜͝ḯ̴̵̷̸̷̼̥̺̦̫̟̹̱̲̬͖̎̔̏̏͋̑̅͝a̷̸̴̶̷̷̷̷̧̢̛̛̻͕͕͈͖͖̹̤̺̖̋̌͂̓̂̏̍͋̀̅̂̾͝l̵̴̵̶̴̵̵̶̵̨̨̝̫͇̗̩͔̟͚͔̘̖̗͖̬̑̌̈́̿̍̓̌̏̓̉̅̏̅͜͟͡͝͝͝ͅé̴̵̷̵̶̷̷̴̵̢̡̡͎͍̳̣͙̯̤̪̣̣̺̹̮̲̤͐̄̒͆̒͆̈́̓̓̌̾̓̾̇̿̉̓̏̎͊͋̚̕͝s̴̴̶̸̶̵̸̴̡͖̮̝̰̙̘͔͍̗̪̩̒͌̔̇̓̍̐͗̑̀̈͋̑͗̅̔͜͝ͅ.̵̶̸̷̴̴̷̨̧̡̘̼̱͎̫̠͎̝̻̱̽̏̽͌̃̏̎̿̍͠͡ Se recomienda continuar con las fases experimentales, incrementando gradualmente el nivel de estrés y aislamiento para explorar los límites de la conexión establecida entre I-Q2N y T-F7L.
Firma de Aprobación:
𝓹̴̶̵̸̶̴̷̶̵̴̸̸̴̶̵̵̴̶̵̶̷̵̴̵̴̵̸̷̷̵̴̶̵̵̷̷̶̸̶̶̵̷̸̶̷̸̷̷̷̵̸̶̴̸̵̷̸̶̸̶̸̸̸̶̴̶̷̷̸̶̶̸̵̴̵̷̸̶̸̵̶̷̸̸̶̷̷̷̴̴̸̸̴̵̶̵̶̷̶̷̵̴̶̸̸̶̴̶̷̴̵̵̸̷̵̴̷̷̵̴̸̴̷̴̸̷̸̸̷̸̷̸̶̸̶̶̶̸̸̶̵̸̶̴̴̷̶̵̷̴̶̸̵̵̵̷̸̸̴̴̶̸̴̵̷̴̷̷̸̶̴̴̴̷̵̴̴̢̧̢̨̡̡̡̡̨̨̡̨̢̡̡̡̧̢̢̧̧̡̨̢̧̢̧̢̢̧̢̡̢̢̨̨̡̡̡̧̢̢̢̢̢̧̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̬̙̩͕̖͖̹̳̦͓̗̘͉̗̗̗̱̰̻͇͇̞̪͔̻̺̜̤̹̱̮̗͍̞̜̪̥̦̬̖͇̣̪͔͈̗̣͇̜͔̹̯̯̹̩̙̝̝̠͉̮̜̪̱̪͈̰̰̙̹͍̤̯̗̗̻͙̭͔̘̥̲͈̤̦̩̩̗̯͇͕͇̤̙̹͖̦͖͎̲̦̣̠͍̜̰̲̻̗̲͉̳͇͙̬̙̲͔̳̱͕̯͙̖̼̬̖͖̼̘͕͔͓̭̘͕̪̠̟̼͎͔̫̩͇̹̻͈̭̰̱͎͍̻̤̝̼̺̠̞̺̻̟̹̥̝͚͕̟͓̦̗̘͇͈̱̘̠̳̪̭̳̰̗̻͚̲̙͇͙̤̦̗̦̖͇̪͖̭̙̙̰͈̗̲͓̞̮̠̹͎͈͍̼̩̟̤͚͎̝̠̬̘̞̲̠̗̗̘̺͈͖̤̜̦̻͕̲͚̲̥̖͎̼̯̟͔̭̤̤͕̜̬͕͎̮̠̞̺̪̠̲̲̫͕̳̫̖̞̱̱̩͎̗͇̭̳̞̭̺̥̺̰͖̞̝̥̗͙͙̬͔̰̼̙̼͈̭̟̼͕̘͙̮̦̼͚̟̤̗͎̥̹̗͕̘̣̼̝̪͔͎̳̣̺͉̜̜̱͍̝̗͈͕̰̣͓͉̞͖͉̻̲̟͈̲͍̺̼͍̹͎͎̪̹͕̳͈̫͖̝͉͍̭̭̝̜̞̫̻̗̞̼͎̙̟̣͔̠͍̩̱̙̭͉̣̥͙͎̳̘̺̞̰̘̙̠͓͔̤̫̳͖̘̣̼̺̖̭͚̳͓̳͕͖͕̪̦̦͖̣͈͙̘̠̦͙̘̗͎̗̟̪͉̥͇̹͚̠̲̯̗̌̿̂̀͑̆͛͊̏̄́̂̋̌̏̿͂́̀̈̈́͐́́̿̏̇͑̑̎͋̈̾̋̍͑̇̉͋̊̿̿̒́͑͆̈́͋̃̈́̑̀̏̀̅̓̀̋̓̒͐̓̋́̄̏̈́̇̓̀̇̎̑͛̑̄̇̋̃̑͌̍͌̏̇͋̋͑̑̂̂̇̎̈́̓͋̐̆̊͌̅̌͂̄̂̓̽̂̇̃̌̽̓̀͋̔́̈̂̏͑̑͆͆̿͆̋̍̑̆̀͋̑̅̂͆̊͑̈́͂̆̎̊̏͆̌́͒̌̂̌̄̔̇̾̏͂̓̇̈̑̓̈́̑͆̂̓̅̓̏͒͐̎̐̔̌̃̎́̑̐̄̋̾̆̈́̿͌̍́̐́̓̇̀̆̔̓̄͛̂͒̔̿̽̃̅͛͛͐̏̑̐̋̄́͊̒̽̒͆͌̓̑̌̂̾̐̿́͆͆̈́̿̂̀̍̏̏̑͐͌͑͆̇̓̎͛̐̇̋̅̉̓̎̒̐̀̈́́̽̐̇̔́̋̓̇̋̑̅̃̅̌͌̅̂͆̊̈́̿̾̅̒̆̔̿͌̇͛͛͋̐̿́̾̌̎͌̑̊̑͛̾̇̒́̈́͑̄̀̈̄̓̃̀̿͒̇̈̂̓̅̒̇͋̽͗̔́̈́́̆͆͆̋̒́̄͗̀̀̀̈́̃̋̀̒̂̀̅́̈̈́̒͑́̎̈̾̀͛̈́̉́͋̈́̑̓̍̎̀̿̉͗͋̈̓̀͗͑͆̃̅̂̌̈́̀̊́̏͂̌͛͌̈̓̀́́͑̈̉̎̄́͊͂͛̿̐̿́̀̉͆̊͐͐̄̔̃̈͐̕̚͘͘̕̕͘̚͘̕̕͘̕̚̚̕̚̚̚͘̕̚͘̚̕̚͘̕͘̚̕͟͟͟͟͟͜͟͟͜͟͜͜͟͜͜͝͝͡͡͠͠͡͠͠͠͡͠͡͠͝͝͝͝͠͡͠͝͠͠͠͝͝͡͝͡͠͡͠͠͡ͅͅͅͅͅͅɹ̷̴̶̷̴̷̸̷̷̴̴̶̸̴̶̶̸̷̴̵̷̶̸̷̶̴̷̵̶̷̷̷̵̷̶̶̸̵̶̵̶̵̸̷̴̵̵̴̵̶̵̸̸̷̶̵̴̸̶̶̴̷̸̸̵̵̶̵̷̶̷̵̵̸̴̶̵̵̷̸̵̴̶̷̴̵̵̷̷̴̴̵̵̶̵̸̴̸̶̵̷̵̶̸̶̵̵̸̵̵̸̷̵̴̶̶̵̴̴̸̵̷̸̴̶̵̸̵̷̸̵̶̸̷̵̴̷̷̵̸̶̴̴̴̷̷̶̶̸̷̶̶̴̸̴̸̸̵̴̵̶̸̴̸̴̴̷̴̷̴̷̶̵̵̴̵̴̶̷̷̵̴̶̶̵̷̵̴̶̷̵̷̷̴̴̷̵̸̴̸̸̴̴̶̶̡̡̧̨̡̡̡̧̡̡̧̧̧̧̨̧̨̨̢̡̢̨̢̨̢̨̨̡̢̧̢̧̢̨̢̧̧̡̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̦̙̥̱̻̹̲̬̠͖̮̜͚͚̦̩͖̗̬͉̺͍̤̠̫̯̞̩̭̻͖͓͎̻̟̭͓̻̖̪͈̜̹̞͎̩̯̤̼̮̠̹͕̦͙̙̪̲̼̫͈̞̙͈̤͖̘͍͚̹̹͔͎̳̠̟͉̭̯̫̟̗̥̙͍̱̦͙̳͇̦͉̦̖̼̬̜̳͙̮̙̟̫̞̩͎̜̹̯̥̼͉͍͕̩̱͉̣͕̳͈̜̞̜̬̭̦͚̥͓̤̼͓̙͉̥̞̬̰̩͚͈̱̼̘̟̻̘̱̤͉͇̦͉̺̘͖̙̺̺͉̹̱̝͓̫͉̲̟̞͕̪̟̲̫̣̲̠̺̹̭̤͕̮̯̱̮̩̟̞̺̫͈̥̜͍̪̩̮͎̭͕̲̭̗̟͚̱͈͙͈̖̞͔̟̱̭̬̦͕̥̮̮̙̮̙͖̭̹̤̲̻̣͔̼͇̜͙̮̤̲͙̠̠̠͔͓̩͖̗̝̰̥̞̖̗̲͖̱̲̲̭͙̙̘̬̲̙̤̥͕̪̮̝̙͚̪̘̮̲̘̝̲͎̝̩̰̫̜͍͓͉͇͓̩̗̬͓̖̘̗̭͎̩͇̤̬̖̣̺̣̖̯͎̦̗͖̰̝͈͓̹͖̳̭͚̜̝̙̠͖̣̩͔͖̲̭̣̝͎͖̖̬̬̤̰͔̙̲͔͚̬͉̳͇̻͈̫͇̮̪̲̪̘̘̬̻͍̭͍̙̮̜͔̙̘̲͚̙̪̻̲͓͉͕͔̻̗̤̙̞͖͇͔͕͎̯͎̯͎͈̩̬̰̹̜̝͇͕͕͉̫̱͖̱͈̻͉̦̘͓̦͎̲̰̯̬̥̝̲̪̗̦̭̩̬̦̠̪̻͙͓͎̬͕̼͇̪̞̼͇͖͙̟͈̦͉̭̞̫̘͈͖̠͔̼̗̝̹͙͇̰̰͔͚͕̭̭̙̣͚̻̤͖̫͓̯̤̻̙͎̹̳͉̍͑̓̅̓̿͛̌̔̑͗́́͒͋̉̌̏̆͑͊͒͋̔̉̈́͒̓̊͒̈́̔́̈́̂̓͐̂͋̇̇͊̈́̅̄̎̽̿͋̆̔͆̒̅̄̆̆͌̿͋͑͐̑̌͗͛͊͋̃̽̓̎̽̅̍̿̿̏̈̈́̋̂̔̏͛̑̀͗̐͂͒̋̊̓͋̄̓͛̽͑̎͗̋͛̑́̉̆͊̃̏̈̿̆̂̿̅͛͑̐̽̉̈́̾͒̃̏̄̂̌̄͐̉͋͊̂̑͌̔͊̋͑̓̑̐̒͐̾͒̆́̾͒͂͑͊͊̀̂͑̈́̐͒̄̇̑͛̂̓̂̏̑̈́̆̃͛̈̒̽̈͛͂̀͂́̑̈́̏̍́̃̓̌͌̎͂͊̍̐̆͌͌̋͑̄͋̀̊̽͌̽̆͐̅̈́͛̎̀̒̔͌̍͂͆̃̐̀̑̈͂̈́͂̽͊̂̍̎͊͆̊̑̎̿̃̀̋̌̈́͒́̓͛̾̽̐͛͛̇̌̽͑̀̇̃̇̔̆͆̉͋͋̐̅̑̾̓̂͋̔̄̍͋̍̃͆̀̊̔̅́̊͑̅̿̽͋̌̄̐̊̔́̈́͊̈̐̌͆͂́̊͌̈̎̈̽͂͊͛̽̿̄͛̍̏͌̉̉̀̾͒͌̂̈́͋̔̒̔͂̏͌̃́̄̏̊̉̀́͑̔͌̐̐́́̆͋̊͊̑̐̃̓͊͐͑́̎̂̔͒̾̉͋̿͌͒͛̏̔̓͒̈́̓͂̏̆͑͒́̅͊̒̎̃͌͌̅̎̏̉̔̈́̃̍̋̀̓͂̌̌̍̓̃̈́͐̄̈́̂̓̆̌̆͌̍̏̃̀̂͌́̎̊̆͋̑̑̂̀̆̂́͋͂̈̓̄̀̉̐͛̏́̎̽̀̓̇̊̈́͒̇̽̾̊̔̈̀̊̓̓̊͘̕͘̚͘̕̕͘̕͘̕̚̕̚̚̚͘̚̚̕̕̕̕͘̚̚͘̕̚̚̕̕̕͘̕͘̕̚͘͘̚͘͘͘͜͜͟͜͜͟͜͟͜͟͟͟͟͟͟͟͜͜͜͜͜͟͟͜͟͟͜͟͟͜͟͟͝͝͡͡͝͝͝͡͠͠͝͝͝͡͠͠͠͠͡͠͠͠͝͠͠͡͡͠͝͡͠͡͡͠͡͠͡͝͝͠͝͠͝͠͝͝͡͝͠ͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅ.̶̵̸̸̵̸̵̴̶̸̷̵̴̵̴̷̸̶̴̵̶̴̴̵̸̵̸̵̸̸̶̶̶̸̷̴̸̵̷̷̸̵̸̸̵̷̸̶̸̸̶̴̵̶̸̶̷̵̶̸̸̸̷̵̶̶̵̶̴̶̸̷̷̴̶̴̸̶̵̷̴̴̷̴̶̶̴̸̴̸̸̴̶̶̴̵̸̵̴̸̷̸̵̷̵̵̷̵̷̸̸̸̷̴̴̶̸̸̸̶̸̸̷̷̶̴̵̴̵̸̸̷̸̸̴̴̸̴̶̸̷̸̴̸̶̸̶̸̶̷̶̸̴̴̷̶̴̵̴̵̸̶̷̸̴̴̸̵̴̶̷̶̷̵̷̷̴̴̴̸̴̴̴̷̵̶̸̴̴̶̸̶̸̸̷̷̸̷̵̸̵̶̷̵̴̴̢̡̢̡̡̨̡̡̢̨̢̧̡̢̢̧̢̧̧̨̧̨̨̧̨̢̨̡̡̡̡̡̨̨̢̨̡̢̢̡̡̧̢̧̢̨̧̧̨̡̧̢̢̡̡̨̡̧̢̢̡̨̨̧̡̨̢̡̡̢̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛̛͓̗͎͙̫̬͙̞̘̯̤̥̜̬̩͖̖̦̥̤̭̖̲̙̩̼̳̝̣͓̺͉̼̘̣̳̩͙̼̠̗̠̱͍̗̺̬̙̩͈̼̦͖̭̻̯̩̯̰̬̮͕͈̳̗͖̙̯͓̻̩̻̻͖͖̩͈̰̜̮̝̪̩͉͔̱͙̼̭̙̩̬̭̻͔͍͖͇͙̬̜̖͎̝̱̝̘͎͈͍͖̥̟̪̲̟̥̗̪̮͙̮͖̻̞̤̜̩̘͍͉͎̭͖̱̰͓͙̪̟̠̳͈̖̰̝͓̣͓̻̙͈͚̬̤͕͔̥̖̳͙͚̤̺͈̣̥̠̲͙͈̲̟̪̯̙̜̫̖̲̲͎̦̣̜͖͖̘͚͔̥̖̭̱̯̥̹̻̘̪̫͍͓͕̩̻̻̠̝̞̮͙̤̮̖̙͉̗͖̠̗̟̳̗̭̭̘̮͇̬̮͉͕͍̞͈͓̩̯̖͙̼̮͉̺̲͈̣̠̯̖̬̺͍̝̝̰̪͔̠̪͎̝̹͔̺͚̣̖̯̗͖͈͉̭̣̯̥͖̣̪̻̘̲̮̺̠̭̙̰̹̯̪͚͇͖͕̝̬͎̞͈̹̝̼̱̦̯̘̫̦̱̦̖̦̦͓̗̬͓͓͍̣̺͇̺̳͈̦̲͍̟̺̭̗̲̬̗̯͙̯̝̭̞͓̗͎̘̮̙̜͇̜̲͖̜̞̩̟̱̟̙̪̻͉͈̜̝̭̻̻̙̗̟̲̥̝̹̳͍̥̭̮̰͉̖͓̮̮̻͎̫̝̙̞̬̠̰̥̩̞̫̩͈̹̖͓̥̹̰̤̯͇͔̩̥͕̭̯̙̞͚̪͕͈͎̘̲͍͈̝̲̦̪̩͎̝̼̪̺̖̻͇͖͈͚̱̹̬̯̝̹̰͉͎͕͖̩͕̗̭̄̍͌̐̆̆͂͐̔̏̈́͒͊̿̿̂̒̈̌̓͊̿̐̀̀̅̇̉͋̎́́͐̐́̋́̌́̂̂̏̏̈͛̀̀̓͒͑̽̉̏̽̔̃̏̉͊͆̇̔̽̔͂̀͋́̈́́͑͐̋̾̆̉̌͑̈́̈̇̑̅̔́̐̔̾̎͆̓͋͑̈́̃̾͗̐͋̄̎̐̊̆̃͑̾̾̏̔́̀̆̇̉̃̂͆̊̅̈́̃̅̆̿̉͌͐̂̇̃̈̒̀̆́͛̈́͂̄̇͋̉̑̾̈́̃̈́̉͒͂̍̀̒͂̃̔͋̓̉̆͌̆͆͋͊̅̈́̈́͑͒̌͑̆̊̃͛̿̀̔̓̈́̂͋̉̐́̒̈́͛̍̈́̿̒̐͛̃͒͌̾́̉́͛̃̑̅͌̈́͑̾̆͒̐̾̄̒̌̑͊͋̓̓͑̾̉̈̐̄̍͑͒͑̾̈́͐̒̈́͊̓̃̃̍̀̓̌̒̌̈́͌̏̍̾̈̾͆̅͐̉̇͂̈́̽͒̋̈͂́̾͛̽̃́̋̇͆̃̀̎͂́͊̉̅́̏̈́̽͆̃̎̌̿̊́͐͑̉̀͋͆̿̀͑́̓̃͑̐̈́̐̆̓͆̾͌̊̅͑͂͑̔͛̂̍̈́̄̈̉͒̆̽̓̐̆̊͗̈̑͗̑̽̈́̀̑̀̌͑̂̾́̐̎̈́̊̓̉̀͆̎͆̏͒̆̔͗̉͗̽̀̈̍̓̐̊̊̀̉̃̎̀͆̀̂̈͛̈́͊̓͐͑̊̋͛̂͆̈́̽̈́̾̽̈̿̒̇̀̐̎͌̐̅̂͒̓̀͗̌̈́̾͛̀̈́̽̈̒̈́̾̍̓̉̈́͊̂̈̓̀̿̓̈́͆̑̌̐̾͋͊͊̔̂͒͋̎̂̂͌̔̾̍͐̅̇̎̆̀̾̾́̐͋̏̋̋̓͛́̀̄̊̀͂̆̓͗̑͌̓̇̋̏̕͘͘̕̕̚̚̚͘̕̕̚̚̚͘̕͘̚͘̕͘̚̚̚̚̕̚̚͘̚̕̚̚̚͘̚̕̕͜͟͟͜͜͜͜͜͟͟͜͜͜͜͟͜͜͜͟͟͜͟͝͝͡͡͠͝͠͡͠͝͡͝͠͝͠͡͝͝͡͠͝͡͡͝͡͝͝͝͡͡͝͠͝͡͝͠͝͠͝͝͝͝͝͝͡͡͝͠͠͡ͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅͅ 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Líder del Proyecto Experimental E42:
Dr. M. Yuzuki
Líder del Proyecto Neuroconectivo Fase 7
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Presidenta de la Comisión de Seguridad Pública de Héroes
INFORME TÉCNICO: EVALUACIÓN DE PROGRESIÓN EXPERIMENTAL
Proyecto E42 - Evaluación de los Sujetos I-Q2N y T-F7L
Fecha: [̵̷̷̸̴̢̨̧̧̧̧̡̛̛̺̪̻͖͙̼͚͕̝̪͙͖͎͚̬̹̥̮̟̺̪̞̖͔̦͓͉͍͍̦̦̗̞͓̖̫̤̭͎͉̬̄͐͋̓̂̃̊͗͆̌̈́̓͂̓̆͒͋̔̊͒́̄̑̋͗͗̀͂̃̍̅̔̾̔͗̌̾̒̐̊͋̉̓̀̏̒̒̔̾̉͊̅͐͒̑͐̐̆͐͐̏̈́̃̏̎̂́́̉̈̋͑̂͗̊̈̕̚͘͘͘̕͟͝͠͝͠ͅ3̷̵̷̸̸̶̢̢̢̢̧̨̧̡̟̘̘̠͚̱͉̞̝̠̻͓͈͙̯̤̫̦͈̪̭̖̖̤̩͍̘͓̼͉̫͉̠̘͍̠͙̼͕͍̤̩̟̦͖͈̲͎͚͇̰͈̟̝̺̟̩̫̼͓̙̰̍͗̑̿̈́̾̿̏̈́̋̒̎̑̀͒̽͂̽͆͐̒̏̐͆̒̈́̆̊͐͋̿̑̂̔̈̚̚͟͟͟͜͝͝͡͝ͅ1̵̷̴̶̴̵̶̶̧̨̨̧̧̢̡̢̡̧̡̨̧̡̛̺̪͚̹̦̬̗̟̤̝͓͕͔̥̫̙̳̤̼͓̗͔̥͓̠̯̩̞̼̤͙̳̼̯̹̣̥̩͈̙̖̪̦͖̫̲̖̭͎̟̪̳̭̻̼͇͖͇̠̯̱̟̥͖̠̻̹̥̬̯̰̼͓̬̤̹̻̹̦̩͎̩̞͍͙̬̉̐͌͒̈́̾́̈́͑̿͂͑͐͐͑̂̂́͑͋͛͂̎̇͊̿͋̐̏̾́̃̿͐̿̾͊̓̉͐̾̄̌͆̆̌́̊̋̽̃̎̓̇̄̔̌̒̎̊͒̓̽̏͛͊̆̒͑͗̀̈́̽̿̂̆͐͂͐̋͛̾̑̽́̅͆̐̔͊̋́̈̅͆̑̾̾̀͌̀̓́̒̈́̕̚̚͘̚̕̕͟͜͟͜͟͟͟͡͠͝͝͡͝͠ͅͅ/̷̷̸̸̸̴̶̵̶̢̧̨̧̛̛̜͈͍̜͚͔̱̘̰͕͈͇̲̞͚̮̳̗̺͙͔̦͖͉̗̠̝̙̖̞͙̖̞̮̟̖̜̟̠͕̼̫̟̝̜̘̺̫̺̺̪͉̤̮̱̱̦̱͖̼̫̤͔̮̩̻̬̙͈̠̥͈̺̰̠͉̫̖̦̩̟̗͚̝̱̜͇͔̟͚͓̬̤̞̳̺̣̝̼̥̩̭͔̬̰͎̱̝̺̼͓̘̙̖̦̍̏̿́́͑̇̎̓̔̋͆̑͌̔͊̇͂̿̇̀̆̉̋̑͆̓̅͛̀̿̉̈́͐̍͊̏̈́̾͂̈́̈́͗͒̍̋̈͆̐̈͑̏̈̊̌͌͊̌̓̔̎̌̐̔̈̂͂̔̃́̾̎̒͗͌͘̕̕̕̚͘͟͟͝͡͝͝0̵̸̶̷̴̷̷̡̨̢̡̡̨̡̛̛̗̲̭͕̩̣̹̣̼̻̜͍̲̗̲̘̭͖̼̳͎̬̩͎̝̭͇̫̮̫̞͎͔̫̼͎̪̦͈̠̟̖̞͙̞̦͖̖͓͙̠̩͉̩̥̪̈́̽͐̐͑̑̓́͒͐̒̃̊͗̍́̋̾̓͊̽̆́̇͛͑̾̀̈́̏̀̈́̌̉͐̾̌͐̿̑̉̇́̎̅̃̂̂͑͂̇́̏̈͂͗̋͑̓̀́̇̌̈̉͑̐̈̄̊͂͆͌̿͊̈̒̉̕͘͘̚̕̕͘͟͜͟͜͡͝͝͝͠͝͝͝͡͝͝3̵̵̶̴̷̸̴̧̧̛̛̛̛̛͙̜͍͙̲̣̫̱̬͍̪͍͇̥͎̳̮̠̩̘͙͇̣̩̘̖͎̰̪̯͉̫͇̟̱̻͉̖̫̞͖͇̞̙̙̰͙͚̳̩̺̻̩̹̺̥̹̜̩̥̜̥̱͉͖̱̥̜̤̜͖̭̥̜̘̰̯͈̦̠́̓͑̈̒̐̍̌͛͌̌̀̄̔͊̃̔̽̄̊̂̉̇̔͐͊̒͛̔͊͒͒̒̂̍̈́̒̔̑̈́̈́͋̀͊̋͗̋̒̂̌̅̊̌͌̽̌̈́̈̈́̈́́̌̍̀͊̊̎̅̾̎̾̅͑̃̽̕̚͘̚̚͟͟͜͜͜͟͠͝͝͠͝͡͝͝͡͡͝ͅͅ/̷̵̴̵̸̶̶̶̢̧̨̢̢̡̨̨̢̧̢̡̛̬͈̻̹̫̣̫̻͇̞̥̮̰͕̜͔̘̙̗͎̫͙͍̜̤̬̟̝͕̗̼͙̜̺̠̣̙͍̬͉̹͍̲͇̦̲͕͉̯̙̱̭͈̮̞̻̠͈̳̜͕̰̟͍̟͇̯̝͇̲̝͓̦͈̞̠̘̠̜̻̘̰͕̻̯͕̣͕͖͚̰̖̼͖̳̙͐͆̒̎͗́̀̔̓͋̈́͐̊́̿̅̋͑̀̈́̂̾͑̔̌̏͋̀͂͋͗͒͛̽̓̓̀̄̂̔͌̿̂͒̈́̐̈̆͆̅̋̑͑̏̊̽̄̆͛̐̿̾̍̎͒̆͋̈̓̌̋̀͂̅̎̃͑̈́̉̒͘̕̕̚̚͟͝͠͡͝͝͠͡͝͝͝͝ͅͅͅͅͅ2̶̶̴̴̶̨̨̛̛͚͙͉͉̲̲̣̭̜̮̦̩̬̖̼͍͓̰̘̳̘͍̳͇̜̫̼̫͚̥̟͈̦͓̹̩̻̮͚̪̬̞̳̞̬̤̱̘͌̆͐͌͊͌̒̒͆̐͛͛̈́͗̅̓̾̈́̅̈͊͊̊͊̈́͂̊͛̓̅̄̒̆̽̑̓͐̕̕̚̚̕͟͜͝͡͝͝͝͝ͅ1̵̷̴̴̵̴̢̨̨̨̧̧̡̡̡̻͕̝̪̝̯̥̫̠̹̞̖͖͍͎͎̝̥͔̟͚̬̰͚̠̤͍̠̻͎̞͍͚̘̝̻̝̫̬͍͚͇̯̺̠̬͉̗̫̫̲͕͈̩̭̞̖̻̲̻͇̳̖̭̬̼̪͚̘̞̬͑͂́͒͂̓̌̈̇͗͊̅̾̌̀̅̀̀̉͌̎̋́̀̃̊͋̓̾͋̾̊͐̽̋͂̎̀̈́͗̋̇̍͊̌͗̒̾́̋̌̀̈́͒̂͐̇͊̇̂̈͌̄̈̀̄͑́̑͑̿͋̀̀́̋͘̕̚̚͘͘͘͘͘͜͜͟͜͟͟͜͝͡͝͡͡͝ͅͅ2̴̴̶̶̶̨̧̨̢̨̛̛̛͙̪͚͇̺̮̥͈͎̞̯͍̞̜̘͈̹̫͎̰̺̤̳̘̳̰̖̪̟̬͇̤͔̜͇͈̘̼̱͖̙̣͇͉͈̤̠̭̘̝̹̥̺͉̗̭̦̲͂͆́̄̈́̈̋̎̓͗̏͛͋̀̽̔̌̇̿̋̎̔̂͑̎̃̅͑̅̈́̓̆͛̓̋̐͛̉̈́̓͂̆̇̆̿͆̔̀̑̿̈́́̍͐̓́͛̊͌́͋̎̿̒̂̂͐̔̎͒̾̂̾̈͆́̕̚͘͘͘̚͟͜͟͜͟͝͝͡͡͡͠͝͝͝ͅ0̶̶̷̵̴̵̸̡̨̧̡̡̢̨̢̧̧̡̧̨̛̘̘̮̫̭̟̬͎͎̟͚͔͙̜͈̣̟̯̩͕̯̭̭̜̠͇̠̙̮͉͎̹̩͔͉̦̺̖̝̜̮̗̗͈̺͚̪͖̞͎͉̳̩͕͖͍͓̳̟̺̪͖̻̫̙̖̱̭͔̥̬͇̤͓̙̭̼̹̫̳̼͔̮̟͈̗͓̝̗̭̘̰͍̯͚̗͔̺͙̹̙̖͎̳͌̅̈͗̀͆͋̽͑̈́̆͊͑̋̑̒͌͒̒̄͌̇̈́̈̓̈̍̈́̃̈́̒̐́̌̓̔̇̾̑̿͆͂̑̑̇̋̈́͋̇́̏̑́̌̓̿̇̃̾̄̈́̃̆͑̑̉͐̄͊͊̍̕̕̚͘͜͜͜͟͜͟͟͟͜͜͜͠͝͝͝͡͝͝͡͝͡ͅͅͅ]
Responsable: p̷̵̵̸̸̵̷̵̸̷̴̸̴̸̢̢̢̧̨̯͍̦̺̫͖̜̲̫̗͓̱̫͔͕̠̦̱͈͍̖̝͙̣̥̼̗̝̦̱̫̤̜͎̣̘͕̘̥̙̮͉̘̑̿͊̓̽̍͆̈́̊̐̾͒̈̑̍̀̓́͂̅͐̾͛̑̅̿̈́̅̀͒̔͑̽͑͘͘͡͝͝͠ͅɹ̸̶̴̷̷̷̸̵̷̴̷̵̨̡̢̛̛̛̲̼̹̰̮̱͙̞̘̙̙̺̥̻̰͔̞̼̟̝̯̱͚͉̣̯̼̯̣̘͖́̓͋͋͑̒̽̅̎̿͗̉̀̈́̃̈́̋͊̆̈́̎̋͐̍̎́̉͐̀̒̌̚̚͘̚͟͟͝͡͠͝͝ͅ.̸̸̶̸̶̷̶̸̸̷̴̷̵̨̪͖̩̺̲̳̠̠̙̮̪̤̖͓͎̭̳͚̖̦̘̤̮̻̘̙̭̮̪̪͙̭̲̭̝̖͙͇̹̺̼̞̪̮̃͐͂̋̿͊̀̆͊̄͐̔͐̈́͐̀̈́̈́̈́́̇̑̽̇͋̈́͆̍̇̂̾̂͒̊̕͟͜͝͝͝͝͝͡ͅ ̶̵̸̸̵̷̸̷̴̷̷̴̷̶̶̴̵̸̧̡̡̢̨̨̡̛̛̺̩̼͈̼̝͚͈̳̺͇̯̩̗̙̳̤̤̳͎͇̼͍̮̮̣̳̗̬̘̗͉̞̟̱̙̝̞͉͉̳̺̥̫̭͖͎͔̩̃̃̈́̐̄̅́͐̆͂̍͌̅̑̒̃̐̈͛̀͊̂̓̾͐́̀͗̈̌̓̆̉̃͗̎̏͂͌̑͐͗́͊̿͂͋͐̂̂̕̚͟͜͜͟͝͝͠͠͝͝ͅʇ̷̷̶̴̸̷̴̶̶̵̴̵̸̨̨̨̧̡͎̭͖̝̣̜͉̠̪̯̮̫̤̦̜͉͓̭̱̦̬̫̺͔̱͚͇͎̺̪͎͚̝̙̓́̽̅̒̀̓̄͌̽̌̀̊̎̇̅̔̆̅͂͋͛̑̊̍́͑̋̌͂͐̌͑̓̏̿̈́́͘͘̕͝͝͝͝͝͝ͅs̸̸̶̶̷̶̴̻̮͉̭̻̹̥̱̝̹̼̜̙̘͉̹͖͌̾͋̈̀̈́̈́̀͛̎̆̀͛͂̐̓͗̏͑̽̅̚͟͟ǹ̶̶̸̸̸̷̷̵̶̢̢̧̳̥͔̟̪̫̺̼̣̯͈̤̦͈̩̲̬̹̯́͒̃͛̐̈́͂̈̍̐̀̇͊̃͌̃̿̈́̀̐̓̽̾͘͘̚͜͠͠͠͝ͅʞ̴̶̵̵̶̶̶̵̸̸̴̵̢̢̧̡̭̗̜͕̭̫̱͈̬͖͓̪̻̪͉̱̫͙̬̰̼̳̳̻͎̺̩̹͓̑̈́̅̀̇̇̈́́͆̊̇̀̿͛̎͊̾̈́̈́̐́̒̒̓̊̊̕̕͜͜͝͠͝͡͠ͅᴉ̵̵̵̷̵̵̷̶̴̷̷̸̸̸̵̴̸̴̢̡̢̡̡̨̛͚̘̞̜͚̬̝̙̦̞̬͔͈̱̩̦̪̣̲̣͍̲̳̩̫̟͚̲̩̻̹̮̙̝̥̳͇͍͚̺͔͚̯̞̣̝̦̰̲͙̖͇̣̰̬̩̑̏͌̏͆̅̎̈́̋̂̈́̓͆̔̓̇̈́́̏̆̓̿̅̔͒͒͑̊̈́̊̋̒̅̌̇͒̈́͑̾̑̐̅̃̍̃͆͂̈̈́̈̑̉̀̒͑̇̚̕̕̚͟͜͟͡͝ʞ̸̵̴̴̸̸̵̴̵̷̷̧̨̧̨̯̣̲̩̜̻͙̱̻͇̹͍̺̘̻͚͍̥̰̰͇̳̥̫̭̣̱͚̭͕̈́͊̔͆̆͆͂̄̓̑͗̈͂͋̒̈́̅̐̈́͒͗͑̏͂̉̀͆͘͘̚̕͟͜͡͡͝͝ͅɐ̴̴̵̶̷̶̸̵̵̸̶̴̷̶̵̷̸̶̸̵̡̡̨̨̧̨̡̬͇̭͎̪̻̜͈̟̠̩̙͖̪̞̩̯̻͎̣̳͈̦̟̮̰͔̬͔̟͚͔͎̺͕̘͓̬̠͈̭̬̝̲̩̮̹͈̰͕̯̗̊͒̔͑̎̌̂͋͛́̽͋̍̀͌̑͗̐͐̉̈́͗͊͊̄̓͛̐̑̃̐̿̾͒̍̄̇̿̈́́̈́͒̍̓̽̂̔͊̀͊̈́̾͊̂̽͗̃͋̃͌̏̚̚̚̚̚̚͟͜͝͠͝͝͝͝ͅͅͅͅƃ̶̶̷̷̷̷̷̸̸̸̵̴̷̢̡̡̡͓͇͔̘̝̤̹̼͇̲̹͖̣̤͔̰͔̞̦̰̗̝̠̤̱̫̮̳͙̣͔̯͙̮̤̦̆͗̀̈͛́͂̒́̌̈́̓̎͆̄̽̃̃͗̀̃̒́̈́̔̏̆͂͊̃͛̑̂̚͜͟͟͝͝͝͡͡͠͡ͅͅǝ̸̸̶̸̸̡̨̲̮̝̞͍̑̆̊͋̊̆̌̽̊̀̓̕ ̸̸̶̸̶̶̷̸̶̷̴̶̵̸̸̵̴̸̵̧̡̧̨̛̼̼̹̖̝̻̮̩̰̜̰̯̗͖̥̜͕͔̦̹̥͚̙̺̠̙̩͚̬̩̪̥̰̯͉̤͕͈̙̺͍̱̠͎͎̘̝̯̤̳͉̮̻̟̈́̄̀̄̄͗̏͂͆̌̋͊́̿̽̈̔̏́́̃́̎̔̔̌̾͂̓́̿͑̈́̌̊̈́̀̔̃̊͋͋̓́̈̎̓̎̆̈́̕̚͘͜͝͝͝͠͝ͅɯ̵̶̸̵̷̸̵̴̸̴̶̸̶̸̶̨̧̧̠̻̫̝̤̱̘̮̻̲̞̮͙̤͉͙̣͙̖͓̞͙̣̯̺̤͈̼̣̻̥͔̠̯̗̲̥̯̩̳͔͈͙̦̩̳̦̳̣̥̩̅̒̿͑̌̿̽̽̾̍̀̐̈́́͊̊̈̓̆̓̈͛̉͗́̄̊̑̿͒͂̍̏͑̊̇̄̎̑̔̓̈́͊͆̍̑͌̏̽̂̐͘͘̚̚̕͜͟͜͝͠ᴉ̶̸̶̶̴̴̵̸̸̷̶̶̷̵̷̢̡̛̛̮̮̜̪̥̜̰̪̖̝͕̥̭̬̺̰̹̩̯̺̲̞̮͙͔̬͓̠͉̙̲̤̤̭͖̹̜̞̻̣̩̖͊̆̍̈́̏̾͐̈̿̈́̈̓̒̓̎̽̐̆̔͒̏́̒̾̍̀̑͌̋̂́̇̓̀͋̒͑͘͟͜͝͡͝ͅʎ̴̸̷̸̴̷̴̵̸̶̷̶̴̸̵̴̴̷̴̸̴̢̧̨̛̛̝͓̰͍͍̝̝̭͎̫̘̝̜͓̘͓̩̠̝̪͍̳̣̖̭̤̪͈͖͍͖̮̦̩͓̪̻̺̮͓̰̳̰͎̥̰̯͇̥͖̞̳͑̃̀̔͆̒͋̉̇̿́̀̇̀̐̌̀̈̈́͂̔͊̐̄̒̋͛̀̒͌̏̓̀͋̑̔̀̊́̒̏̈́̓̑͒̽̆̂̓̒͊̿̏͌͑̚͟͟͟͡͝͝͝͝͝͡͡͡͝ͅͅɐ̶̵̸̷̷̸̸̴̧̛̮̥͉̲̻̪̣̰̹̱͕͇̥̠̫̦͆́͒̾̌͆͐̑̐́̎͗̂̈́̾̈̔̽͘͟͝͡
Resumen de la Evaluación:
Tras la culminación del periodo asignado a la Etapa 1: F̷̞͉͉̀̔͗ö̴̜͈͙̜́͘r̸̢̪̟̓̀͒͜t̷̼͗̌a̵̛̜͍̐͑͝l̵͎̼̘̰̗̓̏̒͝ẽ̷̔͆͟c̴͉̣͇̉i̶̡̤̺̓͆m̴̠̙̈́̆̋̒í̷̜̈́̒͐e̸̛̻͟n̴̡̪̜͑̀̔ẗ̴̺̿ò̸̡̞̞̏̚ ̵̹̌̑̄͘d̶̲͛͌̍͟e̷̩͌̏͂͟l̶̜̫̇̈͛̚̚ ̵͕̐̑V̵͕͒̉̍̚í̴͚̗͟͠n̷͔̮͖̠͑̔̍͝c̴̜͍̮̤̓́͜ư̵̝̫̟̫̯̂̈́̔̀l̴͕̻̙͍̙͡o̸͖̩̓̀̀̍̕ ̶͉͝E̸̙̊m̸͔̮̹̀̄̈́̚͡o̷̭͓̊̉̍̒̕c̶̘̚i̷̡̡͓͟͝o̸͔͓̖̤̲̍̓̾̐n̵̻͔͒͋͘͠a̷͈͇̘͈̜͝l̵̢͓̪͓̐̚,̴̨̛̤̗͍͕̔͊͝͝ se realizó una evaluación exhaustiva de los resultados obtenidos en los sujetos I-Q2N y T-F7L. Los parámetros establecidos para considerar una transición a la siguiente etapa no han sido cumplidos en su totalidad, lo que sugiere que el vínculo emocional entre ambos sujetos aún requiere desarrollo antes de proceder a la Etapa 2: Conexión M̸̶̴̸̷̶̵̷̸̷̶̸̸̴̵̶̴̷̶̸̸̸̧̧̢̨̛̝̬̗̪̞̳̝̻̲͈̫͙̭̠͍̖͕̠̼̫̘͎̫͎̜̤̲͍̪͖̪̤̻͙͖̗̩̗͙̳͙̼͔̲͍͍̦̠̞͓̟͙͍̭̊̌̽͗̒́̇̃́͌̌̓̊͐̆͗̅͊̾̅̓̈́̈͆̏̎̏̃̂͒̿̍͐̎̔̓̍̔̒̇̈͗̉͗̃͋̓̐̊̃̊̈̃͊͌̅̔͂̓̄̕̕̚͜͟͝͡͠͡͝͡ͅͅͅͅͅę̴̴̸̷̸̷̶̸̴̶̷̴̸̴̸̴̸̸̵̸̸̵̸̷̴̷̢̧̢̣̞̥̖̜̥̟̼̩͖͓͚͔̭̫͉̝̳̦̞̭̰̱̘̤̪̠̤̬̪̜͇̥̤̺͇͔͔̝̞͚͉̙͈̫̞̘̙͖̪̯̱͔̫̤̘͍̱̳̘̘͓͔̲̠̪̙͎̥͔͓̯͖̖̩͔̳͙̔̉͆͋̏̀͋̑̄̿̋̆͊̂́̊̈́̓̓̓͑̎͌̔̃͌́́͋̅̉̆͊̌͑͆̐̆̊̌̿͐̇̆͛͋̀̊̈́͊̈́̎̈̌͗̐̂̎͛͂̾̈́̈́̅͆̈̌̽̈͑͐̒̑̕̕̕̕͘̕̚̚͜͟͟͟͜͟͟͜͡͝͝͠͠͡͠͝ͅͅͅņ̴̶̴̶̵̸̴̸̷̶̵̸̸̶̷̷̸̸̶̵̵̢̛̛̟̘̳̠̲̞͈͔̟̙̮͓̻̜̲̠̘̟̯̫̯͙͍̠̮͎̹̣̰̖͖̱͍͉̞̣̰̜̝̞̲̰̯̮̼̫̭̦̭̗͕̰̫͇̮̝͙̮͈͖͖͔̩͈͇̻͋̐͆́̾͒̋͊̊̃̓̆́̒͆̒̈̓̂̓̎̉̍̔͋̆̂̆͒̎́̿̇̿̑̓̌̆̇̋̋̽̽͋̍̄̇̒̍̚̚͟͝͝͝ͅͅţ̵̸̵̸̴̶̷̴̴̵̵̶̶̴̢̨̣̝̩̩͎̥̞̣̠͉̦̮̝̞͚̣̠͍͕̬̠̝͙̩̪̹͈͔͍̰̗̺̝͓̘̻͔͍͌͐̈͂̀̉͐̅̏̓̎̓̓̓͆͊̓̈́̅͌̄͒́͊͊̈͑͑̍̿̿͒̐͘̚͘̚͘̚̕͘͝͠͝a̷̸̴̵̴̴̸̵̶̵̶̷̴̵̸̡̡̨̢̛̹̣̰̱̞̮̲̘͔̻̙̬̘͍̗͖̰̪͕̠̜̼͖̺͙̰̲̺̙̱͚̖̯̮͇͖͇̦̟̤̹̖̩̫̼̩̻̮̺̺͔̳̬̒̉͑̂͗̅̌̽͊͆̋͌́̅̉̈̔̅̆͗̿̅̐̊͒̓͛̀̅̈͛̇̚̚͝͝͠ͅl̸̶̶̶̴̵̶̵̵̸̶̸̶̷̵̴̷̴̷̸̢̨̡̨̧̛̛̛̛̛̫̬͚̩̘̫͖̪̰̰̩̤̭͍̘̗̤̫̳͕͖̞̪̟̙̭̙̩͎̖͚͙̯̙̺͇͙̼̭̟̬̭̣̹̙̱̘̣̪̬͕͚͚̜̲̩̟͖͐͑̋̉̓̊͒̂͑̒̀̅̎̃̐̾̽͗̓̀́͗̌̑̇̉̀̈́̆͛̽̃͛͋͋̓̾̓͛͂̐̈́́̿̓͐͌̈́́̇̀̋͋͊̍̂͘̚͘̕͜͟͜͟͜͡͝͡͡ Inicial.
Hallazgos Principales:
Interacciones emocionales: Si bien se ha observado un progreso notable en la formación de un vínculo protector y afectivo entre los sujetos, las respuestas emocionales aún presentan inconsistencias, especialmente en situaciones de estrés inducido.
○ I-Q2N demuestra una tendencia a asumir el rol protector, pero su estrés prolongado afecta su capacidad para mantener una interacción emocional estable.
○ T-F7L responde de manera positiva al cuidado recibido, pero su capacidad de establecer conexiones espontáneas aún es limitada por su desarrollo cognitivo en curso.
Estabilidad del vínculo: Los datos sugieren que el vínculo emocional no ha alcanzado el umbral de sincronización deseado, definido por:
○ Reacciones emocionales congruentes en situaciones controladas.
○ Una dependencia emocional equilibrada entre ambos sujetos.
Resiliencia a estímulos adversos: Aunque ambos sujetos han mostrado tolerancia al aislamiento social moderado, aún presentan vulnerabilidades que podrían comprometer el progreso en etapas posteriores.
Recomendación:
Se recomienda extender el periodo de la Etapa 1 hasta que los indicadores emocionales de sincronización alcancen niveles óptimos. En este momento, la transición a la Etapa 2 podría generar un estrés excesivo en ambos sujetos, lo que pondría en riesgo la estabilidad del vínculo en desarrollo.
Decisión Final:
Transición a Etapa 2: NEGADA
Reevaluación Programada: En un periodo de [̶̶̸̸̶̧̛̫̙̩̙̝̮̻̱̀̈́́̑̄̎̀̍͂̑̈͆̃͘͡5̸̶̷̷̵̡̖̯̲̼̟̲̗̮͉͎̖͈͕̖̈̅͑̍̾̄́͊̂̎͑͆͛̿̕͘̚ͅ4̴̴̸̴̶̸̸̴̶̢̧̧̛̛̯̪̲͚̜̻̤̙͇̝̙͓̺̹̠͙̉̏̾̎̂̅͑͒͑͐̀̉̓͛̆͂̿̊͆̿͆̓̕ͅ5̵̸̸̷̴̴̴̨̨͈̳̼͎̱̼̻̦͍͕̹͇̦̝̖͉̰͔̰̖̫̬̘̈͂̀͆͌̈́̍̆͂͑̇̈́͆̄̈̕͝ ̵̷̷̸̵̵̴̸̨̡̨̺̺̲̩̠͔͉͚̘̟̳͍̻͈͓̗̓̏͐̌̈́́̓͐̆͋̌̋̒̀͋͟͜͟͝͡͝͝d̷̸̷̷̸̷̵̨̧̛̻͇̩̰̼̟̪̙͔̦̭͕̘̘͍͂̓̑̈́̌́͆̈̉̎̾̄̄̆̒̉͒̆̎̃̇͠͝í̷̶̷̸̴̶̸̦͙̜̘͍̘͕̭̖̞̻̺̜̯̭̦̐́͒̓̿̋͛͂̓̆̄̌̓̃̅̃́̃͘͜͜͡͠a̷̴̵̵̵̶̸̧̧̨͓̫̦̦̘̮̺̭̥̬͚͕̣͚̜͎͙͓̋̀̑̐͌̊̐̈͂͐̇̿̄̍̆̎̋̕͘̕͜͠͝ŝ̶̶̶̵̶̵̵̹̣̤̮͙̬͉̤̻̼̝̩͍̞̼̱̯̠̎͛̍̀̽̌̒͒͗́̋͒͌̐̀̓̿̌̔͋̕̕͜͠͝͝ͅ/̷̸̸̷̶̶̧̧̡̭̤̳̳̭͕̼̯̠̼̞̤̔͐̏͋̐͌̈́̏͗̃̏̉̆̈̉̈́̓͒7̸̷̶̷̵̷̶̵̨̨̢̨̧̧̧̛̪̯̝̤̲͓͈̯̠̦͚̜͖̱̼̯̫̪̏̂͂̌̓́̓̐̀̊͌̽̆͛̔̚̚͜͟͟8̸̸̵̷̸̷̸̢̧̧̛͉͎̲͍͇̼̹͎͍̪̦̮͍̬͔̦̰̲͕̻̫̽̂͌͋̀̌̊̈́̀̿̋̈̕̕͟͡͡͝ͅ ̸̶̵̷̶̶̸̷̴̢̛͇̙̺̱͈̦͙̙̫̤̫͓̯͕͉̱̳̪̳͎̣̞̥̰̙̣̼̜͕͊̿̋̄͐̍̒̿̐̆̈́͗̅̓̏̈́̃͛̾͛̉͑̐̚͘͘͜͠͝ͅs̵̷̴̴̶̷̸̵̢̧͓̝͉̣̤͕̦͎̪̱̼͚̮̮̙͙͈̰̪̭̟͍͈̒̿͒̌̔̎̊͗͊̓̽͆̐̅̀̃̐̿ė̶̷̸̸̶̸̷̶͚̰͎̞̟̟͚̠̝͖̦̲͚͍̹̼̔̆̍͒̂̌̇̃̏͂͑͒̾́͆̈́̂̀̓̚͜͜͝m̴̷̵̶̸̴̵̵̨̛̙͇̖̹̠̪̤̻̹͈̣̻̣̝̜̤̫̟̹͓͖̏̃̄̅̈́̿̀́̏͑̊͋̋̈́̏̈̊̉̿͂̉͊̀̾́̎͝a̷̸̵̵̷̶̴̵̡̢̢͇͎̻̯͇̩̗̣̘͚̠̹̤̻̖̭̺̭̮̱͑̈́̇̅̊̑͋̌̽̑̈́͆͐̌̽̄̆͊̀̕̚͘͜͟ͅͅn̴̴̸̷̸̷̵̵̨̻̹̞͚͈̱͇͓̮̰̖͈̗͍̱̮͕͋̋̈́́̈́̍͒̊͒̍̄̂̕̕̕͝͝͠͠͝ͅͅą̴̵̷̵̴̶̷̷̡̡̛̪̬͓̝̲̩̹̲͈̮̯̦͔̯̪͙̤̘͈͓͔̖̗́̔͒̈́̾̎̄̑̽̏̓͊̍̉̔̈́̈́̚͠ͅs̵̸̸̸̸̵̢̼̩͙̙̭̮̭̝̗̩̯̪͓̭͔̃͊̐̇̿́̈́́̍̎̊̋̌͒͊͛̎̈̊̕͘͝͝ͅ]̵̵̸̵̶̴̶̷̢̨̛̟͉̗̦̜̭̟̟̲̟͓̥̼̫̣͖̥͈͔̻͚̦̲́͑̑̈́̒̇̓͋͐̎͆̉͋̈͘͘̕̚͝͡ con un monitoreo continuo.
𝓹̶̴̶̶̶̵̶̸̶̸̶̴̶̸̷̷̴̷̶̵̷̸̸̸̶̷̵̴̷̴̡̳͔̬͔̹͈͍͈̤͉̖͖͔̻̼̠̦̗̪͈̗̺̥̯̜̠̖̺̞̘̦͎͔̣͕̞͈̗̣̳̺̫̘̦͙̠͇̯̏̈́͑̋̇͆̀̒̀̄̃͋̂̓̊̂́͆̍̊̊́̄̇̓̌̄͌̆͛̅̋͆̌̿̏͐̉́̓̅̆͛̑̾̒̀̂́͆̀̾͛̿̈̃̈̀͐̕̕͘͜͝͡͠͠ɹ̴̷̷̸̷̶̷̸̵̴̸̸̸̶̵̴̷̵̵̵̵̴̸̵̷̸̶̸̵̴̵̶̶̷̷̸̧̨̨̨̨̡̢̢̨̧̛̜̞̖̪̞͎͉͇̳͉͉̤͚̙̟̤̱̞̥̙͔̠̲̪̲͍̬̖͎̗̝̠̲̪̲̲̯̩̹͖̯̲̗͕̼̦͙͚̙͒̉͒̓̄̔͗̎̏̋͗̄͗̿̐̉̑̑́͒̐̂͂̍͌̄̽̆̒̃̈̂̊̋̽̽̉́̄́̈͒͂́́̎̓̅̌́̇̓͘̕̕̚̚͘̚͟͜͜͝͡͝͡͠͠͠͡͝͠.̵̵̶̴̴̵̸̷̷̴̶̶̷̶̴̸̸̸̷̸̸̷̸̸̸̷̴̷̴̷̴̴̸̵̡̢̡̡̡̡̧̧̢̡̨̡̢̢̛̥̳̳̠͖͈͖̩̜̭̩͖̘͈̻̜̰͙͚̖͚͙̲͖͚͍͉̠̳̘͈̖̯͎̣͈̠̰͚̹̼̖̦̣̞̘̜̭̟͉̮̙̠̥̰͚͕̘̼̖͉͐́̋͛͒̽͑̅̎͗̾̉̇̆̈́̀͑̊͛̉̑̑͋͑̈́̈́̾̽̇̎̓̾̈͒̎̀̓̈̀̾̽̑̎̾́̑̕̚̕͜͜͜͜͜͝͡͠͠͡͝͠ ̴̸̸̴̴̸̸̷̸̴̸̴̵̴̵̶̸̸̶̶̶̴̸̡̡̧̛̲̬͔̲̥̩͉̝̣̭̘̜͈̲͚̲̙̮̮̖͙̠̹͚̖̺̯̩̗̺̯́̃͋̎͂̊͒͊̏̿̿̀͗̒͑͗͛̌͑͑͑͆͌̐͋͛̔̀̈̅̐́̉̑̍̌̌̃̑́͗̈̔̇͋̎̌̕͜͟͠͡͝͠͡ͅɥ̴̴̴̴̸̷̶̸̵̷̷̵̸̴̶̵̶̸̷̶̴̶̷̸̶̸̶̸̴̸̴̴̵̶̷̶̸̷̵̵̴̴̴̸̷̶̸̶̵̴̶̵̵̴̵̶̴̴̴̶̶̢̡̡̡̨̡̢̨̢̨̡̢̡̢̛̛̦̤̤̞̩͕͔͈͖̮̪͍̼̺̲̭̥̹͓͉͖͔͇̹̥̤̫͚̟̜̝̠̯̞͖͚̲̦̮̻̘̥̘͙͓̹̘̜̘͚̣̪̠̱̺͚̟͎̖̥̗̠̗̣̰̥͍̫͓̥̝̬̰͔̺͔̥̰͎̖̬̘͔̭͉̠̪̪̦̠̥̼̳̞̩̖̗̓͂̽͆̾͆͗̎̅̐͆̏͐͒̾̈́̈́̐̈́̄̈́̿́͗͗̒͂̐̆̎̒͌̎͆̓̐̋̅̀̓̿̈́̃͊͂͌̀̏̂̏̌̉̊̌̓̌͊̀͐́̍͑̔̋̓̓͂͂͌̈̀͊͑̊̇̂͛̑̈́̌̉͛̉̋̓̔̒̂͌̄̈́̋͐̏̉̔͋̄̑̕͜͜͜͡͡͡͠͡͡͡͠͠͝͝͡͝͡͝͡͝͡ͅͅ.̵̷̸̶̷̷̵̷̶̴̸̷̸̷̴̴̶̵̵̷̸̵̵̶̴̵̴̸̸̷̵̷̷̸̸̸̸̧̨̢̡̢̨̢̨̧̧͍͎̥̼͙̲̭̲͓̯͉͈̘͔͙̮̥̭̻̣̪̦̟͕̮̫͓̘̬̝̯̝͎̬͇͇̣̜̤̘͔̞̳̹̮͓͇͈͇̞̰͎̯̯̳̹̭̜̩̘̝̹̼͈̐̽̏͒̓̓̄̿̑̄̈̀͋̌́̐͒͒̑̋̏̅͒͛̑̿̒̿͋̾̂̑̑̎̿͋͐̄͊̀̽͗̆̆̍͐̈́͋̌́̌͐́̄̕͜͟͟͜͜͟͡͝͝͝͡ͅͅͅͅ ̸̴̴̴̷̵̸̵̸̸̷̴̶̷̶̷̶̴̴̵̸̸̸̴̶̷̷̸̸̴̷̸̷̴̷̶̶̸̷̸̶̡̢̨̧̨̢̨̛̛̛̮̲̮̤͉̭͍̮̺̝͈̯͇̤̠̙̤̪͕̤̳̘͍̼̺̰̘̟̙͉͍̪͍͈̗̰̜̠̺̬͖̙̣̼̱̰̪̘̤̩͙͈͉̝̖͍̫̔͗̇͐͊̎̎̾͂͂̂̔̎̊̇̑̎́͐̓̓̇͒̒͑̆̃͒͂͌͌͐̊̃͌̌̋͑͆̋̒͛̎̀̽̔̑̐̂͑͆̆̍̋͆́̈́̊͊͑̈́̑̅̓̚̚̚͘͘̕͜͜͜͟͜͝͝͠͡͝ͅͅɯ̵̶̵̸̵̸̷̶̷̶̶̵̴̶̴̴̶̶̸̴̷̷̶̶̴̴̶̴̵̶̡̧̨̧̨̤͉̦̲̪̝̰̝̹̣̗̳̣̘̝̤̳͇̟̖̻̗̹̯͚͖̯͔͓̹̞͉̞̪̣̟̲̖̞͔̱́̓͌͊͑͛̂̌̈́́̑̎̌͋̇̓̐͋̋̀́̆̋̄̈́́͊͆̀̌̽̉̓̔̋̒͒̃̓͆̄̃̿̊͑͐̈́͊̔̀̽̾͊̕͘͟͜͟͟͟͠͝͠͝ͅᴉ̴̵̴̵̷̵̵̸̸̶̷̴̵̴̷̴̶̵̷̵̵̷̷̸̵̴̴̴̶̶̴̶̷̵̴̴̶̷̸̵̶̵̵̴̸̸̢̡̡̛̛͍̹̪̖͙̤̝̙͕̠̟̰͔̙͉̤̘͍̩͖̭̞̗̜̩͚̗̜̠͈̭͚͇̦͖͈̮̣̪͎̜̭̝̜͉͔̟̦̼̹̮̥͈̖̪͎̩̤͓̦̬̞͉̘̹̘̭͉̙̫͇̺̓́̇̈̄́͌̈̀́͐̉̒̾̾̋͂̑̈́͋͑̐͋̿̄̓̓͐͒͒̀̌̽̑́̿̍́̉̊̊͊̓́́̇͗͗̆̂̋̏̅̐̆̀̽̓̉̍̂̀̈̉̉́͌̎̕̚͘͘͘͘͟͜͜͟͝͡͝͠͝͝͠͝ͅͅ𝓹̶̶̷̴̷̵̶̷̴̷̶̶̷̵̸̸̶̵̴̷̸̵̷̶̴̸̵̧̨̢̨̛̜̖̰͇̗̜̙̜͖̗͚̭̺̤̠̼̖̝͔͚̲͍̲͉͉̫̼̰̱͈̺̝̠̖̠̙̫̫̦̮̺͈͇̠̹̾͋̉̍̓̊̓̄͛̾̀̈́̔̊̊̊͂̑̏̏̋͑̈͂͗͆̃̎͒́̓͗̈́̒͛̈̈́̂̇̉̍̈́̏̔̊̚͘͘͘̕͟͟͜͡͝ͅ𝓸̶̴̶̴̴̸̸̷̷̸̵̴̷̸̶̴̶̶̴̶̵̷̶̴̸̷̷̸̸̶̵̵̴̵̸̵̸̴̴̶̷̴̴̸̶̷̶̸̷̵̢̨̡̢̨̢̡̢̛̛̛̺̣̖̪̯̙͔͍͔̖̠̝̟̖̘̠̼̫͉̙͉̖̼̮̫̦̖͈̤̺̙̺̞͓̯̻̥̱̱̰̩̭̫͍͍̺̖̤̭̝̖̤̜̣͈̠̖̘̭͍̲̭͓͈̮̖̥̘͇͙͇̳͕͓̫͇̩̲̼̝̤̺̟̞̅͒̒̎̊͒̈̔͗̋̃͐̐̒̌̅͊̿͊̒͛̃̌͗̿͗̈̊̂̃̑̿͛̐̂̃̈́̋̍̂͂̈̓͌͒͛͐̔͂̾̌͆͆͛̉̅̒̀̉̑̄͌͋̆̀̈̿̂́̇͒̀̀͛̄͛͘͘͘̚̚͜͟͟͜͜͠͝͡͡͡͠͡͠͝͝ͅͅͅɹ̷̸̵̸̵̵̵̷̴̷̧̻̻̣̘̘͕̣̝̺̲̙͈͍̙̮̹͌̑̌̇̇͒̏̿̓̈̊͆̈̋̔̓͜͜͝ᴉ̴̶̷̸̴̷̷̸̸̵̵̵̶̶̴̸̵̷̸̵̷̴̵̶̸̷̸̸̸̶̵̸̴̷̷̶̸̶̷̵̶̴̷̧̢̨̨̧̧̨̡̢̢̢̖͎̭̯̘̥̹̮̼̹̥͔͍̯͔̩͎̜̠̥̖̬̫̬̙̘͎̠̺̬̳̯̜͙͙̭̖͕͚͚̟̗͙͓͍̰̜̥͍̺̱͚̗̯̺̠̘̹͈̲͇̬̥͓̟͉͔̲͚͛͛̎̍̈́̂̒̓̂͐̍̅͒̂̐̍̀͋͌̌͆̎͐̀̉͐̒͛́̈͗̎̿͛̈́̂̽̃̀̄͆͂̈́͂̍̈́̈́̔́̀͑̋̉͒̐̽̔̒̕̕̚̕͟͟͜͟͡͡͠͝͡͡͡͝͝ͅͅͅʎ̵̸̵̴̶̴̷̶̴̸̷̵̵̵̷̷̸̴̶̶̶̴̸̸̷̢̡̡̢̧̧̡̢̨̡̡̢̛̻͔̫̹͕̮̗̱͈̝͚̭̣̦̪̫͖̗̼͎̜̘͙̰͎̬͈̼̭͍̰͎̲̙͍̖̓̅̉̓͗͑̋̓̉͋̏͊̎̀͑̉̾̓̅̏̔̌͒͆̽̀͂͊̅͂̑̌̂̀̋̈́͘͘̚͘͟͡͝͡ͅɐ̶̸̷̵̵̵̶̶̷̴̷̶̶̷̸̸̵̴̶̸̷̵̶̶̵̸̵̴̸̧̛̛̥̜̬͓̣̹̝̠̮̪͇̪͎̪̮̥͎̩̤̱̯̯͇̰̙̯̫̤̳̞͍̟͎̙̮̼͍̋͐̒̈́͗̑̊̍̆̓̈́̈͗̉̅̈́͑̅̋͐̾̃̔̊̎̅̈͆̑̉͆͌̀̂̾̈̿̑̓͊̏̅͒͑̓͂̈́̌̓̋͗̕̚͘͘͘͘̚͟͟͟͟͡͝͝͡͡͝͡ͅͅ
Líder del Proyecto Experimental E42
:
Dr. M. Yuzuki
Líder del Proyecto Neuroconectivo Fase 7
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Presidenta de la Comisión de Seguridad Pública de Héroes
Chapter 8: Recuerdos Imborrables (Parte III)
Summary:
El tiempo avanza, y con él, Izuku y Till cambian. El bebé explora el pequeño mundo que vive. Izuku observa cada pequeño progreso, Till depende completamente de él, y aunque eso le da fuerzas para seguir adelante, también lo aterra.
Notes:
Aviso para los lectores:
Para este capítulo utilicé una parte de la canción "Hijo del Corazón" de la pelicula de Dumbo de 1941. Se indicará en qué momento exacto del texto deben ponerla para tener una mejor experiencia de lectura. Opté por la versión en español, ya que la historia está escrita en español.
Les dejo el link de la canción por si quieren escucharla mientras leen:
https://youtu.be/KzKpjQMdmE4?si=oYcaGy2uxI_UgxefAdvertencias de Contenido:
Este emoji ⚠️ aparecerá antes y después de la escena donde todas estas advertencias son aplicables en caso de que quieras saltártelo. Los flashbacks continúan hasta que aparezca el emoji nuevamente. Por favor omítelo si eres sensible.⚠️ [Pesadillas/Flashbacks perturbadoras] [Terror psicológico] [Violencia gráfica] [Uso forzado de electroshocks] [Uso de drogas o sueros de control] [Procedimientos médicos no consensuados] [Inseguridad o miedo constante] [Sentimientos de desesperanza y vulnerabilidad] [Ataque de pánico] [Pensamientos obsesivos o intrusivos] [Desesperación o sensación de estar atrapado] [Sueños premonitorios perturbadores]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El pichón crece, sus pasos son firmes,
sus ojos brillan con sueños sublimes.
El conejo observa, en silencio aguarda,
el tiempo castiga, pero él no se aparta.
Cuando llora, lo arrulla; si grita, lo calma,
si juega, sonríe, le entrega su alma.
Teje palabras, inventa señales,
un lenguaje secreto en muros fatales.
Le enseña a andar, le enseña a hablar,
pero nunca a ver, nunca a dudar.
Con manos temblorosas cubre su miedo,
y esconde la jaula tras dulces cuentos.
Till era una pequeña tormenta de energía, un remolino de vida que se movía sin parar. A veces, pedía ayuda. Extendía sus manitas hacia Izuku, llamándolo con su vocecita que aún no podía pronunciar bien su nombre.
—¡Izuk!
El niño pequeño se mantenía en pie, tambaleándose un poco, con las manos alzadas, esperando que Izuku lo tomara y lo ayudara a caminar. Había días en los que aceptaba esa ayuda sin dudar, pero otros en los que se aferraba a su independencia. Rechazaba las manos extendidas de Izuku y trataba de avanzar solo, con pasos inseguros pero decididos. En esos momentos, aunque Izuku no lo tocara, siempre se quedaba cerca, atento, listo para sostenerlo si caía.
Pero ese día, mientras Izuku recogía los juguetes esparcidos por el suelo, Till decidió que era el momento.
Izuku no lo vio al principio. No vio cuando el niño lo observó con intensidad, no vio cuando Till apoyó sus manitas en el suelo y se levantó con esfuerzo hasta quedar de pie. No vio cuando balanceó su peso sobre sus pequeños pies, decidido.
Lo que sí vio fue el primer paso.
Izuh…
Izuku giró la cabeza en dirección a Till, esperando encontrarlo sentado como antes. Pero en su lugar, lo vio ahí, de pie, tambaleante, con los brazos extendidos… dando un segundo paso.
Y luego un tercero.
Y un cuarto.
Izuku sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Su corazón latía con fuerza.
Till estaba caminando.
Sus labios se curvaron en una sonrisa radiante y sus ojos comenzaron a humedecerse sin que pudiera evitarlo.
Till estaba caminando.
No se movió, no quiso interrumpir el momento. Solo se arrodilló en su lugar, con los brazos abiertos, esperando.
—¡Vamos, Till! ¡Lo estás haciendo increíble! ¡Solo unos pasos más!
El niño pequeño lo miraba con sus enormes ojos cerceta llenos de emoción, avanzando con pasos cortos pero firmes.
—¡Vamos, mi bebé! ¡Sé que puedes lograrlo!
Octavo paso. Corto pero decidido.
Y entonces, en un impulso de emoción, Till dio dos pasos más, rápidos y torpes, lanzándose directamente a los brazos de Izuku. Izuku lo atrapó en un abrazo fuerte, pegajoso, temblando de pura felicidad.
—¡Bien hecho, Till! ¡Estoy tan orgulloso de ti, mi niño!
No se dio cuenta de sus propias lágrimas hasta que sintió una resbalar por su mejilla y caer en el cabello de Till.
Till se rió, acurrucándose en su pecho con una alegría inocente y pura. Izuku apretó los labios, escondiendo su rostro en los cabellos despeinados del niño, conteniendo un sollozo de felicidad. Ahora entendía, ahora entendía por qué su mamá siempre hablaba con tanta emoción sobre la primera vez que él caminó hacia ella.
⚠️
El camino era interminable. Sus pies pequeños intentaban seguir el ritmo de la figura alta y oscura que avanzaba con pasos largos, demasiado rápidos para él. La mano de Izuku, frágil y temblorosa, estaba atrapada en la del desconocido, sujeta con firmeza, casi con posesión.
El mundo a su alrededor no existía. Solo había oscuridad, densa, sofocante. Intentó buscar con la mirada algo más—una pared, una luz, cualquier cosa—pero solo encontró sombras, sombras que se movían, que lo rodeaban. No estaba solo.
Sintió un escalofrío en la nuca. Algo lo observaba.
Las figuras detrás de él se multiplicaban, acercándose, deslizándose sin sonido. Una sensación viscosa de incomodidad le recorrió la espalda.
—¿Por qué nos siguen? —su voz salió baja, asustada, pero no obtuvo una respuesta clara.
El desconocido delante de él se giró levemente, lo suficiente para que Izuku notara que su rostro no tenía forma. Estaba ahí, pero era borroso, como si su existencia no estuviera terminada. Sin embargo, sintió su mirada sobre él. Luego, la sonrisa. Cariñosa. Tranquila.
Y entonces, habló.
Izuku no pudo entender nada. Las palabras se deformaban en un eco distante, distorsionado, cada sílaba se retorcía en algo incomprensible. Sus oídos comenzaron a zumbar, un sonido agudo, penetrante, que lo obligó a apretar los ojos con fuerza.
Dolía.
La figura volvió a girarse y siguió caminando. Izuku intentó detenerse, intentar moverse hacia otro lado, pero su cuerpo no obedecía. Sus piernas, como si no le pertenecieran, siguieron el camino. Las sombras lo vigilaban, expectantes. El agarre en su mano se intensificó.
Y entonces, la vio.
Una puerta metálica.
El simple hecho de verla le revolvió el estómago. Era un gris opaco, aburrido, con una manija negra. Había un pequeño ventanal cuadrado, pero la oscuridad dentro era absoluta. No podía ver qué había al otro lado. Algo dentro de él despertó, un instinto tan primitivo y aterrador que su corazón comenzó a latir frenéticamente.
Peligro.
No entres.
Peligro.
Sal de ahí.
PELIGRO.
¡NO ENTRES AHÍ!
Pero no podía huir, las sombras se cerraban a su alrededor. La figura soltó su mano y, con esa misma sonrisa inmutable, abrió la puerta, haciéndole un gesto para que entrara primero. Izuku no se movió, no quería moverse. Pero sus piernas sí lo hicieron. Sintió el suelo temblar bajo sus pies cuando cruzó el umbral, cerró los ojos justo cuando la oscuridad lo engulló por completo.
La puerta se cerró detrás de él con un ruido que no pertenecía a este mundo.
Izuku abrió los ojos de golpe, su respiración era errática, entrecortada. Un escalofrío le recorrió la espalda al girar la cabeza hacia la puerta. Pero la puerta… ya no estaba.
Un miedo frío, paralizante, se instaló en su pecho. Sus manos comenzaron a temblar. Su corazón latía con fuerza, subiéndole hasta la garganta.
La habitación a su alrededor era una sala de operaciones antigua, estéril y sin vida. Las paredes estaban cubiertas de azulejos de cerámica lisa, en tonos claros que solo hacían que todo se sintiera más vacío, más frío. No había ventanas. No había salida. El suelo era metálico. En el centro de la habitación se encontraba una mesa de operaciones. Era robusta, con una estructura metálica y un colchón delgado cubierto por una sábana blanca. Pero lo que hizo que su estómago se revolviera fueron las correas de sujeción.
Encima de la mesa colgaba un foco quirúrgico de múltiples lentes reflectantes, diseñado para proyectar una luz fuerte y directa. Izuku sintió que esa luz no solo iluminaba la sala, sino que lo exponía por completo, como si no pudiera esconderse de lo que fuera que estaba allí con él. A los lados, había muebles de acero inoxidable. Un armario cerrado con puertas metálicas. Mesas auxiliares con ruedas. Frascos de vidrio alineados en una de ellas, reflejando la luz de manera inquietante. Herramientas quirúrgicas que no quería mirar demasiado de cerca. Y al fondo, un lavabo profundo con grifos largos.
La sala era estéril, impersonal. Pero lo que la hacía aterradora no era su frialdad, sino la sensación de que estaba atrapado.
Que esa habitación lo estaba esperando a él.
Izuku no podía moverse. No quería estar ahí. Todo dentro de él gritaba que corriera, que escapara. Pero su cuerpo no respondía.
Entonces, sintió una presión en el hombro.
La figura.
El desconocido que lo había guiado hasta allí lo estaba sujetando, intentando llevarlo hacia la mesa.
Izuku se resistió con todas sus fuerzas.
—No quiero estar aquí…
Se tiró hacia atrás, tratando de librarse de esas manos. Pero no podía. Y entonces, en un segundo, su cuerpo reaccionó.
Corrió.
Corrió hacia la puerta, hacia la única salida. Pero la puerta ya no estaba. En su lugar, solo había una pared lisa, sin rendijas, sin manijas, sin escape.
No había salida.
No había forma de escapar.
La desesperación lo golpeó como una ola helada. Su respiración se volvió un jadeo entrecortado, su mente gritaba en pánico.
Y entonces, las manos aparecieron.
No una. No dos. Decenas.
Salieron de la nada, de la oscuridad, de las sombras, lo agarraron con fuerza. Lo tironearon, lo empujaron, lo arrastraron hacia la mesa.
—¡NO! ¡SUÉLTENME!
El grito salió de su garganta con la desesperación de quien sabe que está a punto de ser devorado. Las lágrimas, que había contenido, explotaron en su rostro. Las manos se multiplicaban, lo aferraban con más fuerza. Muñecas. Tobillos. Brazos. Hombros. Lo sujetaban como garras, clavándose en su piel con una fuerza imposible de resistir.
Izuku luchó con todo lo que tenía.
Pateó.
Arañó.
Mordió.
Golpeó con sus brazos, con sus piernas, hasta con la cabeza.
Pero no sirvió de nada cuando lo tiraron sobre la mesa. El colchón delgado crujió bajo su peso. Las manos ahora tenían cuerpos. Cuerpos sin forma. Negros. Distorsionados. Retorcidos. Como sombras que apenas podían sostenerse en la realidad. Izuku forcejeó, pero las correas de sujeción fueron más rápidas. Sus muñecas fueron sujetadas primero. Las sintió cerrarse alrededor de su piel con una fuerza descomunal. Tironeó, intentó sacar las manos, pero solo logró que el dolor se hiciera más intenso. Luego sus tobillos. Las correas se ajustaron con tal fuerza que sintió cómo la piel de sus muñecas y tobillos se resentía, protestando ante la presión.
Ya no podía moverse.
Ya no podía escapar.
El pánico lo consumió por completo. Izuku forcejeó con todo su cuerpo, su desesperación lo hacía moverse con una energía frenética. Se retorció, pateó, intentó dar cabezazos. Una de las figuras se acercó demasiado. Izuku golpeó con su frente, impactando contra la criatura. El dolor le atravesó el cráneo como una explosión, pero antes de que pudiera reaccionar, unas manos frías y huesudas se cerraron en su garganta.
El aire se cortó de golpe.
Su cuerpo se sacudió en un espasmo violento mientras intentaba respirar, pero los dedos afilados apretaban más y más.
Las lágrimas nublaron su visión.
Las sombras a su alrededor se movieron con precisión. Mientras la criatura lo asfixiaba, otras manos le colocaron una correa gruesa alrededor de la frente. Luego, unos cables se conectaron a su piel, presionando justo donde latía su miedo. La máquina al lado de la mesa emitió un zumbido bajo. La presión en su cuello aumentó. Su pecho ardía. Su cuerpo luchaba por aire que no llegaba.
Y justo cuando su visión se oscurecía…
Las manos lo soltaron.
Izuku inhaló con un jadeo desesperado, su garganta quemaba con cada bocanada de aire. Tosió, su cuerpo temblaba sin control. Las lágrimas caían en torrentes por su rostro, sus sollozos eran desgarradores. Las luces intensas del foco quirúrgico le ardían en los ojos, cegándolo con su frialdad impersonal.
No entendía nada.
¿Por qué estaba ahí?
¿Qué querían esas figuras?
¿Iba a morir?
¿Lo iban a matar?
¿Le harían daño?
¿Lo torturarían…?
Un pinchazo agudo perforó su cuello. Izuku gritó. Intentó moverse, sacudir la cabeza, escapar de la aguja clavada en su piel. ¿Le estaban inyectando algo? ¿Qué le estaban haciendo?
El terror escaló a niveles insoportables cuando la figura principal, la que se mantenía en el borde de la cama junto a su cabeza, tomó algo de una caja metálica rectangular.
Había botones. Perillas.
La encendió.
El ruido era un zumbido grave y constante. Le recordó a la vieja heladera de su mamá, aquella que vibraba en las noches cuando nadie hablaba. Pero esto no era una heladera. Esto era algo mucho peor.
La figura tomó dos objetos metálicos. Parecían micrófonos, con cables gruesos conectados a la máquina.
Izuku los vio acercarse.
No.
No.
No.
No. No. No. No. No.
NO. NO. NO. NO. NO. NO. NO.
—¡N-NO NO! ¡NO TE ACERQUES!
Luchó. Tironeó con toda su fuerza, pero las correas lo mantenían atrapado, y las manos aún lo sostenían.
—¡E-ESPERA, P-POR FAVOR! ¡NO, NO, NO!
Pero sus gritos solo fueron absorbidos por el vacío. Las figuras no respondieron. Las manijas metálicas hicieron contacto con los costados de su cabeza. El frío del metal le erizó la piel. Había algo más ahí. ¿Una esponja?
No importaba.
Seguía siendo frío.
—¡E-E-ESPERA! ¡POR FAVOR, NO!
Un zumbido.
Un cosquilleo recorrió su cuero cabelludo.
No.
No, no, no, no, no.
Su respiración se volvió un sollozo entrecortado. Sus ojos temblorosos se alzaron hacia la figura principal. Esa silueta distorsionada. Esos ojos vacíos. Izuku la miró, desesperado. Buscó algo, cualquier indicio de humanidad.
Y lo único que recibió fue una sonrisa.
Entonces, la electricidad lo golpeó. El mundo explotó en un dolor abrasador, sus súplicas se convirtieron en gritos desgarradores.
⚠️
Un grito desgarrador se rompió en su garganta, brutal, desesperado. Izuku despertó de golpe, su cuerpo entero se sacudió mientras se incorporaba en la cama con una violencia que casi lo hizo perder el equilibrio. Su respiración era errática, entrecortada, con bocanadas de aire que parecían no ser suficientes. Sus ojos estaban inundados de lágrimas, desbordándose sin control, cayendo calientes por sus mejillas y mezclándose con el sudor frío que cubría su piel.
Su corazón latía con tal fuerza que dolía.
El terror aún lo tenía atrapado en sus garras.
Temblando, Izuku bajó la mirada hacia sus muñecas, sus manos aferrándose con desesperación a la piel, frotándola frenéticamente como si pudiera borrar la sensación de aquellas correas sujetándolo. Podía sentirlas, podía sentir su piel quemando bajo la presión de unas ataduras inexistentes. Pero no había nada. No había marcas.
Revisó sus tobillos con el mismo frenesí, su respiración se tornó más agitada. No. No estaban ahí. Pero aún las sentía.
El pánico se enroscó en su pecho como una serpiente cuando llevó las manos a su garganta. No... no... ¡tenía que haber algo ahí! Se lanzó fuera de la cama con torpeza y corrió al baño, casi tropezando en el camino. Se lanzó de la cama con un movimiento torpe, corrió al baño y encendió la luz con una urgencia desesperada. Se inclinó sobre el lavabo, con las manos firmemente apoyadas en los bordes de la porcelana fría, y levantó la cabeza para mirarse en el espejo.
Sus ojos verdes estaban enrojecidos, hinchados, su piel pálida y húmeda, su cabello desordenado por el sudor y la desesperación. Sus dedos se deslizaron temblorosos por su cuello, presionando la piel en busca de cualquier señal de aquellas manos que lo habían estrangulado en la pesadilla. Pero no había nada.
Nada.
No había marcas.
No había moretones.
No había correas, no había agujas, no había electricidad recorriendo su cráneo.
No había nada.
Pero su cuerpo no lo sabía.
El temblor de sus manos aumentó mientras su pecho se contraía en un dolor indescriptible. Su mente seguía atrapada en aquella sala sin ventanas, en aquella camilla inmovilizadora, en aquellas sombras deforme que lo miraban como si no fuera más que un experimento.
¿Qué carajo fue eso?
¿Fue solo un sueño? No. No. No, no, no.
No fue un sueño.
Fue una pesadilla. Una pesadilla horrible.
Pero... se sintió tan real.
El miedo se aferró a su pecho como un ancla, hundiéndolo más y más en esa sensación de vulnerabilidad insoportable. Abrió el grifo y comenzó a echarse agua en la cara con brusquedad, intentando borrar la sensación, intentando arrancarse el terror de la piel. El agua fría resbalaba por su rostro, pero no lograba sacudir la opresión en su pecho.
Apoyó sus manos sobre sus ojos y presionó con fuerza. No sabía por qué. No sabía si eso ayudaría en algo, pero en ese momento, era lo único que podía hacer.
Las imágenes de la pesadilla seguían vivas en su cabeza.
Las figuras deformes, la sala espeluznante, las manos sujetándolo, la camilla fría, las correas mordiendo su piel, el peso de los cuerpos inmovilizándolo. Aquella sonrisa sin alma.
El miedo.
El dolor.
La absoluta falta de salida.
La opresión en su pecho se intensificó con ese pensamiento. Porque aunque la pesadilla había terminado, él seguía atrapado.
Seguía en esa habitación.
Seguía encerrado.
Seguía sin salida.
Izuku respiró hondo, intentando calmar su respiración, contando en su mente como había leído una vez en un libro. Uno, dos, tres, cuatro… Su pecho subía y bajaba, sus pulmones quemaban, su corazón latía a toda velocidad. Cinco, seis, siete…
Poco a poco, el miedo fue retrocediendo.
Poco a poco, su mente dejó de ahogarse.
Poco a poco, la desesperación se disipó.
Cuando finalmente bajó las manos de su rostro, la luz de la habitación pareció más brillante, más presente. El mundo comenzaba a sentirse más real otra vez.
Y entonces lo escuchó.
Un llanto desgarrador.
Un llanto que partió su corazón en mil pedazos.
Izuku se quedó helado por un segundo antes de que la realización lo golpeara como un trueno.
—Ay no, ¡Till!
Sin pensarlo, corrió fuera del baño, apenas notando cómo la puerta golpeaba contra la pared al abrirse de golpe. El sonido del llanto era aún más fuerte ahora, llenando cada rincón de la habitación con su angustia. Su pecho se apretó con culpa.
Till estaba en su cuna, su pequeño cuerpo temblaba mientras sollozaba con una desesperación tan cruda y desgarradora que hizo que los ojos de Izuku se llenaran nuevamente de lágrimas.
El bebé estaba sentado en el colchón de la cuna, su cuerpecito tembloroso, con sus piernitas separadas y sus brazos extendidos. Sus manitas pequeñas se movían torpemente, abriéndose y cerrándose en el aire, como si tratara de aferrarse a algo, como si intentara alcanzar algo que no estaba ahí.
No. No algo.
Alguien.
Izuku.
Till lloraba con el rostro empapado en lágrimas, su boquita temblorosa, sus mejillas sonrojadas por el esfuerzo de su llanto. Sus ojitos verdes, hinchados y suplicantes, lo miraban con desesperación, buscando la única persona en la que confiaba.
Izuku sintió que el corazón se le rompía en pedazos.
Se apresuró hacia el colchón y Till lo vio, sus manitas se agitaron con más desesperación, sus deditos pequeños se abrieron y cerraron frenéticamente, rogándole, pidiéndole que lo levantara, que lo abrazara, que lo protegiera.
Izuku se arrodilló de inmediato, sus manos temblorosas sujetaron con cuidado al bebé por debajo de sus axilas, levantándolo con facilidad y acunándolo contra su pecho.
Till se aferró a él al instante.
Sus bracitos se cerraron con fuerza alrededor del cuello de Izuku, su carita húmeda se escondió contra su hombro y su cuerpecito tembló con cada sollozo sofocado. Izuku sintió las pequeñas manos de Till aferrarse a su camisa con fuerza, como si tuviera miedo de que lo soltara.
—Shhh… shhh… ya está, Till… ya está…
Su voz era un murmullo suave y lleno de amor, aunque sus propias lágrimas amenazaban con caer otra vez. Acarició con ternura la espalda del bebé, sintiendo cómo su respiración agitada poco a poco comenzaba a calmarse.
Till sollozó una vez más, aferrándose más a Izuku, y entre pequeños hipidos, una palabra temblorosa escapó de sus labios.
—Zuku…
Izuku cerró los ojos, su pecho se apretó con fuerza. Till no decía muchas palabras todavía, pero su nombre… su nombre lo decía siempre.
Tal vez porque para Till, su nombre era su forma de decir ‘mamá’. Tal vez porque él era todo lo que tenía. E Izuku lo sostuvo más fuerte, como si pudiera prometerle que nunca lo dejaría ir.
¿Cómo no se dio cuenta?
El pensamiento lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
Till había estado llorando, gritando su nombre, y él… él ni siquiera lo escuchó.
Izuku sintió una punzada de culpa clavarse en su pecho, una sensación pesada y dolorosa que lo hizo apretar los dientes con fuerza. Había estado tan atrapado en su propio miedo, tan perdido en su desesperación, que ni siquiera se dio cuenta de que Till lo necesitaba.
¿Se quedó allí, solo, en la oscuridad, esperando que yo viniera?
La idea lo enfermó.
¿Cuánto tiempo estuvo llorando?
¿Cuánto tiempo estuvo esperando por mí?
¿Se despertó por mis gritos? ¿Lo asusté?
¿Lloraba porque se sintió abandonado?
Un nudo se formó en su garganta cuando miró al pequeño, sus sollozos aún sacudiendo su cuerpecito frágil. Sus manitas temblaban, sus labios temblaban, y su rostro estaba completamente rojo y húmedo por las lágrimas. Su respiración era entrecortada, el tipo de llanto que duele, que deja el pecho pesado y la garganta ardiendo.
Izuku sintió que el corazón se le rompía.
Dios… soy un terrible cuidador.
Se suponía que él debía estar ahí para Till. Se suponía que debía protegerlo, consolarlo, asegurarse de que nunca tuviera miedo. Pero lo había dejado llorando. Solo.
Por su culpa.
Él fue quien gritó. Él fue quien se quedó paralizado en el baño. Él fue quien se encerró en su propio miedo y dejó que Till enfrentara el suyo solo.
Un sentimiento de desesperación se apoderó de su pecho mientras lo acunaba con más fuerza contra su cuerpo, como si con eso pudiera borrar el dolor que Till sintió al no encontrarlo. Como si con eso pudiera asegurarse de que nunca más volviera a sentirse así.
—Perdóname, Till… —su voz era apenas un susurro quebrado contra el cabello del pequeño— No volveré a hacerte llorar. No te haré sentir así de nuevo, lo prometo…
Las lágrimas aún corrían por las mejillas del bebé, pero su llanto poco a poco se fue debilitando.
—Shhh… Está bien… Estoy aquí.
Izuku lo meció suavemente, acariciando su espalda con movimientos lentos, sintiendo cómo el cuerpecito de Till, aún tenso por el llanto, comenzaba a relajarse poco a poco.
—No volveré a dejarte solo. No voy a irme a ningún lado. Te lo prometo, Till.
El pequeño se aferró con más fuerza a su camiseta, sus diminutos dedos cerrándose alrededor de la tela como si temiera que Izuku desapareciera si lo soltaba.
—Lo siento, lo siento tanto… No llores más… Estoy aquí, pequeñito, todo está bien.
Till enterró su carita en el pecho de Izuku y dejó escapar un último sollozo, antes de que su respiración se volviera más tranquila.
Izuku exhaló, sintiendo que su propio cuerpo también se relajaba.
Está bien…
No pasó nada.
Solo fue una horrible pesadilla.
No fue real.
Till seguía ahí. Estaba con él.
Izuku bajó la mirada y notó que las pequeñas manos del bebé se habían movido hasta su rostro. Unos deditos cálidos y húmedos presionaron sus mejillas y, antes de que pudiera reaccionar, Till comenzó a pellizcarle la piel con insistencia.
Izuku parpadeó sorprendido antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Sus pecas.
Till siempre intentaba agarrarlas, como si fueran pequeños lunares que podía despegar de su piel. No importaba cuántas veces Izuku le dijera que no podía, Till nunca se rendía.
Una sonrisa se formó en sus labios, ligera, sincera, llena de un alivio que no había sentido en toda la noche.
—Till, no vas a poder sacarlas de mi cara, ¡ya te lo dije! —rió suavemente.
Pero el pequeño no le prestó atención. Su concentración estaba totalmente en aquellas pecas, frunciendo el ceño con determinación infantil mientras seguía pellizcándolas, frustrado de que no se despegaran.
Izuku no pudo evitar reír. Era tan tierno.
Y, de alguna manera, después de todo el miedo, después de toda la angustia, esa simple interacción lo hacía sentir… mejor.
Porque Till estaba aquí.
Porque Till lo necesitaba.
Porque no estaba solo.
Se quedó así unos minutos, permitiendo que el pequeño siguiera con su misión imposible de quitarle las pecas, disfrutando de la calidez de su cuerpecito y la sensación de sus manitas juguetonas en su rostro. Era reconfortante, relajante.
Después de un rato, Till pareció cansarse del juego. Soltó la camiseta de Izuku y comenzó a moverse inquieto en su regazo, emitiendo pequeños ruidos con su boca.
Izuku sonrió con ternura.
—¿Ya no quieres más abrazos?
Till solo balbuceó en respuesta, sus ojitos aún algo hinchados por el llanto, pero brillando con una chispa de energía renovada. Izuku suspiró, sosteniéndolo con más firmeza.
No importa lo que pase. No importa cuántas pesadillas tenga. No importa cuán aterradora sea la noche. Mientras Till esté aquí… él también estará bien.
El tiempo dentro de esas cuatro paredes se movía de forma extraña. A veces era lento, pesado, como si cada segundo durara una eternidad. Otras veces, pasaba rápido, sin dejar que Izuku pudiera asimilarlo. Till fue creciendo poco a poco. Sus manitas antes torpes se volvían más hábiles, sus balbuceos eran cada vez más variados, y su alimentación empezó a cambiar también.
La comida era lo único que realmente marcaba el paso de los días.
Izuku lo notaba en los pequeños detalles, en cómo el biberón fue sustituido por un vaso con boquilla, en cómo las papillas comenzaron a desaparecer gradualmente de las bandejas de comida que les dejaban. Ahora la comida era más sólida, aunque seguía siendo lo suficientemente blanda para que Till pudiera masticarla sin problemas.
Cada nuevo alimento que llegaba se convertía en un pequeño descubrimiento, un mundo entero dentro de su encierro. Y Till lo vivía todo con la intensidad de un niño pequeño.
Y, con esos cambios, Izuku descubrió algo muy importante sobre el pequeño: Till amaba las frutas.
No solo le gustaban… ¡las adoraba!
Siempre que en la bandeja venía alguna fruta como postre, Till se emocionaba, golpeando la mesa con sus manitas regordetas y emitiendo ruiditos ansiosos mientras Izuku preparaba su comida. Hasta el momento, solo habían recibido seis tipos de frutas distintas, lo cual no era mucho, pero para Till era suficiente para considerarlas lo mejor del mundo.
La manzana era, con diferencia, la que más recibían. Aunque también era la más difícil de preparar sin un cuchillo.
Al principio, Izuku trató de partirla con las manos, pero era demasiado dura. Luego intentó morderla y usar la fuerza de sus dientes para hacer pequeños pedazos, pero no era muy eficiente.
Pero Izuku siempre encontraba una solución.
Había un viejo juguete de tren en la habitación, uno que estaba ahí desde que llegaron. Al principio, Till jugaba con él, pero con el tiempo, Izuku se dio cuenta de que algunas de sus piezas podrían ser más útiles para otras cosas.
Los pequeños tornillos de plástico podían servir para construir algo si se unían de la manera correcta. Las paredes del tren, si se lijaban bien, podían convertirse en herramientas rudimentarias. Izuku pasó noches enteras analizando cada parte, imaginando lo que podría crear con ellas.
Si lograba afilar bien una de esas piezas, podría convertirla en un cuchillo improvisado que, aunque no sería capaz de apuñalar a nadie, al menos le permitiría cortar la manzana sin problemas.
Tal vez…
Si trabajo más en esto… podría crear algo más útil.
Si juntaba las piezas de la manera correcta… ¿podría hacer una llave para esa maldita puerta metálica?
Era un pensamiento que le hacía latir el corazón con más fuerza.
Pero por ahora, su prioridad era Till.
Y Till quería su maldita manzana.
—Ya, ya, espera, Till, aún no está lista…
El bebé, impaciente, golpeó la mesa con ambas manitas. Su boca hacía pequeños ruidos ansiosos, sus ojos estaban clavados en la fruta como si fuera el tesoro más valioso del mundo.
Izuku sonrió y sacó su cuchillo improvisado. Era un trozo de plástico lijado hasta el extremo. No podía hacerle daño a nadie, pero servía bastante bien para cortar la manzana en pedazos más pequeños.
O eso pensaba al principio.
Porque un día, tuvo una idea: ¿Y si rallaba la manzana?
Tal vez así Till la comería más fácilmente.
Buscó entre las piezas del tren y encontró una con pequeños huecos por todos lados. Si la usaba con suficiente fuerza, tal vez funcionaría como un rayador.
O eso creyó.
—Esto… debería funcionar… —murmuró, colocando la manzana sobre la mesa y frotándola con fuerza contra la pieza de plástico.
Nada.
Frunció el ceño y aplicó más presión.
Nada.
Apretó los dientes, forzando la fruta contra la pieza con todas sus fuerzas, sintiendo el rechinar de sus dientes por la tensión.
Nada.
Nada, excepto Till mirándolo con total confusión desde su asiento.
Izuku suspiró, dejando caer la manzana en la mesa con una expresión derrotada.
—Esto no funciona.
Till lo observó con esos grandes ojos curiosos, ladeando la cabeza como si intentara entender qué estaba haciendo su hermano mayor. Izuku se pasó una mano por el cabello, frustrado. Había sido una idea tonta. Miró la manzana, miró a Till, que seguía esperando pacientemente su comida. Y entonces, una idea mejor apareció en su mente.
—Espera… si no puedo rallarla… ¡puedo hacer formas!
Till parpadeó.
Izuku tomó su cuchillo improvisado y comenzó a cortar la manzana con más precisión. Primero, hizo un pequeño corazón. Luego, intentó una estrella (que resultó más difícil de lo esperado). Finalmente, talló unas orejitas para darle forma de conejo. Sonrió, satisfecho, y colocó los pedazos frente a Till.
—Mira, Till, ¡es un conejito!
El bebé parpadeó otra vez. Luego, sin un solo segundo de vacilación, agarró el pedazo de manzana y se lo metió directo a la boca.
Izuku lo observó.
—¿Ni siquiera vas a admirarlo un poco?
Till lo miró fijamente mientras masticaba.
—…Ah—
Tomó otro pedazo y se lo metió en la boca sin dudar.
Izuku suspiró.
—¿Sabes cuánto tiempo tardé en hacer eso?
Till solo balbuceó y extendió su manita pidiendo más.
Izuku no pudo evitar reír.
—Está bien, está bien, aquí tienes…
Le entregó otro pedazo con forma de estrella, y Till lo tomó con entusiasmo, mordiéndolo sin ninguna consideración por el esfuerzo artístico de Izuku.
Pero estaba bien, porque la risa suave y tranquila de Till, la manera en que su carita se iluminaba con cada bocado, y el pequeño sonido de su masticación eran suficiente recompensa.
Otra de las frutas que les traían a veces era el plátano.
Izuku nunca había pensado demasiado en los plátanos. Eran dulces, fáciles de comer, y lo mejor de todo: no necesitaban un cuchillo para partirlas. Pero para Till…
Para Till, la banana era algo completamente incomprensible.
La primera vez que Izuku le puso una enfrente, el bebé simplemente se quedó mirándola. Con el ceño fruncido, inclinando la cabeza de un lado a otro, como si estuviera analizando un objeto extraño.
Izuku observó su reacción con curiosidad.
—¿No te gusta, Till?
Till no respondió, obviamente, pero sus pequeñas manitas se alzaron y tomaron la banana con torpeza. Y entonces comenzó a girarla en sus manos de todas las maneras posibles. Primero, la sostuvo con ambas manos y la miró con seriedad, como si fuera un artefacto de otro planeta. Luego, la movió de un lado a otro, la giró como si estuviera manejando un pequeño volante y hasta la sostuvo con una sola mano, apuntándola hacia Izuku como si fuera…
—¿Una pistola?
Izuku parpadeó, sorprendido.
Till hizo un sonido como “pa pa”, imitando lo que probablemente pensaba que era un disparo.
Izuku rió suavemente.
—No, Till, no puedes disparar con un plátano. No es un arma secreta ni nada así.
Till lo miró como si dudara de sus palabras y volvió a hacer “pa pa” con la boca. Izuku negó con la cabeza, aún sonriendo.
—Mira, solo es una fruta. Se come, ¿ves? —Dijo mientras comenzaba a pelarla.
Pero en cuanto la cáscara empezó a despegarse, algo cambió. Till dejó caer la banana de inmediato y abrió los ojos con horror.
Izuku se detuvo, confundido.
—¿Till…?
El bebé se quedó congelado, observando la cáscara abierta con una expresión de absoluto rechazo. Como si lo que tenía frente a él fuera algo salido de una pesadilla.
Izuku arqueó una ceja.
—¿Qué pasa? Es solo la cáscara, no es nada del otro mundo…
Pero antes de que pudiera decir algo más, Till empezó a llorar. Un llanto repentino, fuerte, como si hubiera visto algo aterrador. Izuku se alarmó de inmediato.
—¡Oye, oye! ¡Espera, espera, Till, tranquilo!
Pero Till solo sollozaba más fuerte, intentando alejarse de la cáscara como si fuera algo peligroso. Izuku, todavía sin entender qué estaba pasando, apartó rápidamente la cáscara y la tiró a un rincón, fuera de la vista de Till.
—Ya está, ya está, no está aquí, lo prometo, lo tiré, ¿sí?
Till sollozó un poco más, pero poco a poco se calmó. Izuku dejó escapar un suspiro, pasándose una mano por la cara.
—Dios… ¿qué demonios fue eso?
Miró al pequeño, que ahora estaba frotándose los ojitos con las manos, aún con rastros de lágrimas en su carita.
—¿Acaso la cáscara te asustó? ¿Te parece horrible o algo así?
Till no respondió, pero se abrazó a sí mismo con sus pequeños bracitos y se estremeció un poco. Izuku suspiró otra vez.
—Bien… nueva regla: nunca dejar la cáscara de plátano cerca de Till.
Miró la fruta que aún tenía en la mano, ya pelada, y se preguntó si Till seguiría queriéndola.
Decidió intentarlo.
Tomó un pedazo y se lo ofreció al bebé, con cautela.
—Está bien, ya no hay cáscara. Solo el plátano. ¿Quieres?
Till dudó al principio, pero luego la agarró rápidamente y se la metió en la boca. Y en cuanto la probó… Su expresión cambió por completo. Sus ojitos se iluminaron y su boca se abrió con asombro.
—¿Eta?
—Sí, Till. "Eta". Es plátano.
El bebé aplastó el pedazo con entusiasmo, disfrutando cada bocado como si fuera la mejor cosa del mundo.
—¿Ves? No es tan mala.
Till no escuchó, demasiado ocupado despedazando la fruta con sus manos y devorándola como un manjar divino. Izuku lo observó en silencio, entre divertido y exasperado.
—Así que la cáscara es el enemigo, pero la banana es lo mejor que te pasó en la vida, ¿no?
Till balbuceó algo inentendible y le extendió sus manitas pidiendo más. Izuku sonrió, negando con la cabeza.
—Eres tan raro…
Aun así, tomó otro pedazo y se lo dio.
Desde ese día, Izuku siempre se aseguraba de pelar el plátano lejos de Till y de esconder la cáscara antes de dársela. Porque, aunque nunca entendió exactamente por qué Till odiaba tanto la cáscara, lo único que importaba era que estuviera feliz.
Cuando Izuku vio la naranja por primera vez en la bandeja de comida, su corazón dio un vuelco.
No había refrescos, ni leche chocolatada, ni siquiera jugos en caja. Solo agua. Día tras día, sin sabor, sin algo que al menos le recordara lo que era sentir una explosión dulce en la boca.
Pero ahora, tenía una oportunidad.
Izuku tomó la naranja con ambas manos y, con una firmeza que ni él sabía que tenía, comenzó a exprimirla con todas sus fuerzas sobre el vaso.
—Vamos… vamos… ¡suelta todo el jugo!
Sus manos temblaban, sus dedos se hundían en la cáscara con fuerza, y sus dientes rechinaban por el esfuerzo. El líquido dorado caía lentamente, salpicando un poco en la alfombra.
—Ah… ¡no, no, no! —Intentó inclinar el vaso para no desperdiciar ni una gota— ¡Esto es oro puro, Till, oro puro!
El pequeño Till observaba con los ojos bien abiertos, fascinado.
—¡Juu!
—Sí, sí, ya sé que quieres jugo, ¡pero no es fácil! —Izuku bufó, apretando la fruta con más fuerza.
Till se quedó en silencio, pero su paciencia no duró mucho. Se acercó y comenzó a apretar la naranja con sus manitas también, imitando a Izuku.
—¡Taaa!
—¡Oye, no tan fuerte! ¡Vas a tirar todo!
El jugo cayó en el vaso en un goteo lento pero constante, hasta que al final Izuku lo levantó victorioso.
—¡Lo logramos!
Till aplaudió emocionado y extendió sus manos, esperando su premio. Izuku le dio el vaso y el niño bebió con entusiasmo. Sus mejillas se inflaron mientras sorbía, y luego dejó salir un sonidito de satisfacción.
—¡Aaahhh! —Till sonrió, sacudiendo los pies.
Izuku lo observó, y de repente se dio cuenta de lo mucho que también quería probarlo. Tomó el vaso y dio un pequeño sorbo. El dulzor cítrico explotó en su boca, y su cuerpo entero se estremeció.
Era increíble.
Era sabor.
Era vida.
Por un segundo, recordó la cocina de su casa. A su madre sirviéndole un vaso de jugo fresco en el desayuno. El sonido de la licuadora en la mañana.
Un recuerdo cálido… de un hogar que ya no tenía.
—Está… está muy bueno. —Susurró, casi sin darse cuenta.
Till lo miró y extendió sus manitas.
—¡Mío!
Izuku dejó escapar una risita y le devolvió el vaso.
—Sí, sí, es todo tuyo, Pequeño Till.
Desde ese día, el jugo de naranja se convirtió en un pequeño lujo que compartían juntos.
A veces Izuku lo hacía en rodajas para que Till las comiera con las manos. Otras veces, hacía un agujero en la cáscara y Till sorbía el jugo por sí solo, riendo mientras se le pegaban las manos con el líquido pegajoso.
Era un desastre, dejaba la habitación con un terrible olor a naranja, pero era un desastre feliz.
Las uvas eran pequeñas, redondas y moradas. A simple vista, inofensivas, pero Izuku pronto aprendería que eran su peor enemigo.
Izuku los llama “El Peligro de la Glotonería”
—Está bien, Till, aquí tienes algunas uvas. —Le puso cuatro en la bandeja del niño— No muchas, ¿ok?
Till asintió con entusiasmo.
Y las devoró en menos de tres segundos.
Izuku parpadeó.
—E-espera, ¿¡qué!? ¡¿Dónde están?!
Till golpeó la bandeja con las palmas.
—¡Máh!
—No, Till, no más.
Till frunció el ceño.
—¡Máh!
Izuku suspiró, quiso negarse, pero no pudo resistir la carita de Till. Y termino tomando otra uva del ramo, dejándolo frente a Till.
—Solo una más, ¿vale?
En cuestión de minutos, Till había acabado con todas. Izuku miró el tallo vacío en su mano con horror.
—Oh, no. Oh, no, no, no…
Miró a Till. El pequeño estaba sentado, con la boca llena, masticando con una felicidad absoluta.
—Dios mío… ¿te va a doler la panza? ¿Vas a explotar? ¿Las uvas se pueden indigestar? ¡No sé nada de esto!
Till lo miró con ojos brillantes.
—¡Máh!
Izuku puso las manos en su cabeza, desesperado.
—¡No, Till, ya te las comiste TODAS!
Pasó el resto del día observándolo con miedo, esperando que algo malo pasara.
Pero Till estaba perfecto.
Demasiado perfecto.
Hasta la fecha, Izuku no sabe cómo Till sobrevivió a semejante atracón de uvas.
Cuando la primera vez que trajeron kiwis, Izuku no supo cómo reaccionar.
Eran frutas extrañas. Algunas veces llegaban rancias y amargas, otras, perfectamente dulces y jugosas.
Pero Till no tenía miedo.
Cuando Izuku le dio la mitad de un kiwi, con la cáscara aún pegada, Till lo sostuvo con sus pequeñas manos y lo tocó con curiosidad.
No lo rechazó como el plátano.
Pero tampoco lo devoró de inmediato.
Lo exploró.
—¿Te gusta? —preguntó Izuku, inclinándose para verlo mejor.
Till pasó sus deditos por la cáscara peluda y frunció los labios, como si estuviera evaluando su textura. Izuku dejó escapar una risa.
—Parece que estás conociendo a un nuevo amigo.
Till le dio vueltas entre sus manos, sintiendo cada parte del kiwi, absorto en su propia investigación. Izuku desvió la mirada por un segundo. Y cuando volvió…
El kiwi había desaparecido.
—¿…Till?
El niño lo miró con total inocencia. Izuku bajó la mirada a sus manos. No había nada.
—Espera…
¿Se lo comió?
Till parpadeó.
Izuku lo inspeccionó, pero no había rastros de kiwi en la bandeja, en la alfombra, en sus manos… ni siquiera en su cara. Era como si se hubiera desvanecido en el aire.
—¿Cómo… cómo hiciste eso?
Till solo sonrió y aplaudió.
Izuku sintió un escalofrío.
Desde ese día, nunca dejó de sospechar que Till tenía un misterioso poder devorador.
En el encierro, las frutas no eran solo alimentos.
Eran historias.
Eran recuerdos.
Eran momentos de felicidad dentro de la oscuridad.
E Izuku se aferraba a ellos con toda su alma.
Izuku hablaba.
Hablaba más de lo que nunca antes lo había hecho, hablaba hasta que su voz se volvía un murmullo en la habitación silenciosa. Hablaba porque si dejaba de hacerlo, si permitía que el silencio lo envolviera por completo, su mente se llenaba de pensamientos oscuros, de preguntas sin respuesta, de un miedo tan profundo que lo hacía temblar.
Así que hablaba.
Le contaba a Till sobre el mundo exterior. Sobre cosas que el niño nunca había visto, sobre cosas que tal vez nunca llegaría a ver.
—Hay muchas más frutas de las que probaste, Till. —Dibujaba en el suelo con lo que tenía a la mano, trazando con los crayones en los papeles viejos, en cualquier superficie que le permitiera crear— Está la manzana… La cual ya probaste la roja, que es dulce. Pero también está la amarilla, que es mas ¿suave?, y la verde es más ácida, aunque a mamá le gustaba la verde…
Till, con sus ojos grandes y curiosos, lo observaba con atención, aunque no entendiera del todo.
—Hay… hay fresas, pequeñas y con puntitos negros. Son dulces, pero con un toquecito ácido, ¡te gustarían! Y hay sandía, que es como… como agua dulce, pero más rica. Y mangos, y duraznos, y—
Izuku hablaba hasta que su propia voz sonaba extraña.
A veces se detenía y miraba a Till, preguntándose si de verdad el niño podía entender algo.
Pero su pequeño amigo nunca lo ignoraba. Siempre lo miraba con atención, como si sus palabras fueran importantes, como si estuviera absorbiéndolas poco a poco, aunque no pudiera responder.
A veces Izuku pensaba que tal vez se estaba volviendo loco.
¿Quién se sienta a hablar de frutas en una prisión?
¿Quién dibuja frutas que, capaz, nunca podrá comer?
Pero había algo que no podía sacarse de la cabeza.
La pizza con piña.
Era ridículo. Pero cada vez que hablaba de comida, de sabores, de frutas… esa idea volvía.
—Si te gustaran las piñas, seguro te gustaría la piña en la pizza… —murmuraba, más para sí mismo que para Till— Aunque… ni siquiera sabes qué es una pizza, ¿verdad?
No. Por supuesto que no.
Porque Till estaba aquí.
Encerrado.
Conmigo.
Sin salida…
Izuku quedó en blanco. El sonido de su propia voz se disipó en el aire, y los recuerdos lo golpearon como una ola violenta.
Kacchan.
Papá.
Los héroes.
Mamá.
Mamá.
Cerró los ojos con fuerza. No podía llorar ahora.
No frente a Till.
El niño descansaba en sus brazos, con su chupete en la boca, con esos ojos grandes que no querían cerrarse, aunque el sueño lo venciera.
Estaba más grande.
Eso era notorio.
Izuku lo recordaba tan pequeño, tan frágil, solo durmiendo, comiendo y llorando todo el tiempo. Pero ahora… ahora parecía un poco más fuerte, un poco más despierto, hablaba más y sus caminatas comenzaron a ser más frecuentes.
¿Cuánto tiempo ha pasado?
¿Cuántos meses?
¿Cuántos días?
Las preguntas llenaban su cabeza cada noche. Y cuando Till estaba despierto, Izuku podía ignorarlas. Podía olvidarlo todo, pero cuando Till dormía… La realidad volvía a aplastarlo. Y entonces venían los pensamientos más feos, las preguntas más horribles.
—¿Voy a morir aquí? —susurró, aunque Till ya no podía oírlo.
¿Voy a morir y nadie me encontrará?
¿Qué pasará con Till si yo muero?
¿Qué pasa si él muere?
¿Qué pasa si nunca salimos?
¿Qué pasa si nadie nos está buscando?
Las lágrimas llegaron antes de que pudiera detenerlas. Respiró hondo, intentando controlarse. Pero no podía, porque estaba cansado, porque tenía miedo, porque estaba completamente asustado. Solo quería volver a casa, solo quería ver a su mamá, solo quería… salir de aquí.
Pero el llanto no cambiaría nada. Así que lo reprimió, lo ahogó en su pecho y se obligó a pensar en otra cosa.
Un plan.
Necesito un plan…
Con el tiempo, Izuku había aprendido a usar cada segundo libre para buscar una forma de escapar.
Cada objeto, cada grieta en la pared, cada sonido en la puerta… todo podía ser una pista. Buscaba algo filoso, algo que pudiera afilar, algo que pudiera usar como un arma. Buscaba un punto débil en la cerradura.
Buscaba cualquier cosa.
Porque si no lo hacía… si se rendía ahora, nunca saldrían.
Miró alrededor de la habitación, y la sensación volvió. Esa extraña certeza de que alguien los observaba. El cosquilleo en la nuca. Esa horrible sensación de que no estaban solos.
¿Tendrán cámaras?
¿Tendrán micrófonos?
¿Están escuchando todo lo que digo?
¿Saben que estoy buscando escapar?
¿Saben lo que pienso?
Izuku tragó saliva.
Miró a Till, que dormía en sus brazos.
No podía hablar.
No podía decir nada.
Porque si lo hacían, ellos lo sabrían.
Escribir…
Hablar…
Comunicarse…
La idea surgió tan rápido en su cerebro, una que le hizo abrir los ojos al pensarla.
¡Un código!
Necesito un código.
Un lenguaje que ellos no puedan entender, uno que solo pueda entender Till, uno que solo podamos entender nosotros. Izuku apretó los dientes, tal vez… tal vez esta era la primera pieza del rompecabezas.
Izuku sintió el movimiento en sus brazos.
Till se retorció un poco, incómodo, con el ceño fruncido. No quería dormir, pero tampoco podía mantenerse despierto. Sus ojos parpadearon con pesadez, como si la lucha contra el sueño estuviera consumiéndolo poco a poco.
Entonces, esos ojos pequeños, curiosos y llenos de inocencia se posaron en él. Izuku tardó en darse cuenta de qué era lo que Till estaba mirando. Pero cuando sintió la humedad en su propio rostro, lo entendió.
Las lágrimas.
Till las vio.
Till entendió que su hermano no estaba feliz.
Y esa frustración se convirtió en llanto.
—N-No, Till… shh, tranquilo…
Izuku sintió cómo su corazón dio un vuelco al escuchar el llanto del bebé.
Por su culpa.
Lloraba por su culpa.
—Lo siento, lo siento… estoy bien, ¿sí? Estoy bien…
Se apresuró a hacerle cariñitos en la cabeza, en la espalda, murmurando palabras suaves, palabras dulces. Pero Till no se calmaba.
Su respiración tembló.
Falló otra vez.
Falló en ocultar su miedo, su dolor, su desesperación.
Falló en protegerlo.
Izuku cerró los ojos y suspiró con fuerza, tratando de encontrar otra manera. Había veces en las que Till se dormía cuando le contaba cuentos. Otras, cuando simplemente hablaba hasta que el sonido de su voz se volvía un murmullo distante en la mente del bebé.
Y otras, cantaba…
Así que respiró hondo, hizo un pequeño sonido en la garganta para preparar su voz. Lo primero que salió de sus labios fue un simple zumbido. Una melodía suave, tranquila… dolorosamente familiar. Una que mamá le había cantado cuando él era pequeño.
Cuando ella aún estaba.
La misma canción que lo había arrullado en sus noches más difíciles. La misma canción que ella cantó cuando llegó a casa con moretones en los brazos y lágrimas en los ojos. Era una canción de una película antigua. Una de las que mamá guardaba en su cajón especial, ese donde tenía todas esas historias de antes de los quirks. Historias de princesas, de magia, de sueños… historias que seguían vivas a pesar del tiempo.
Recuerda el día en que mamá puso Dumbo.
Recuerda lo mucho que lloró cuando vio la escena de la madre elefante meciendo a su bebé con su trompa a través de los barrotes de una jaula. Recuerda el amor en su mirada, la tristeza en su voz, la desesperación de no poder protegerlo.
Un bebé pequeño, frágil, arrancado de su madre sin razón.
Un niño atrapado en una jaula que no merecía.
Un niño que no entendía por qué estaba allí.
Como él.
{Aviso de poner "Hijo del Corazón" de Dumbo}
Izuku respiró hondo y cerró los ojos. Sentía el cuerpo pequeño de Till contra el suyo, sintiendo su calor, su respiración aún inestable por el llanto. Su voz era suave, temblorosa, al principio apenas un susurro en la habitación oscura.
❝𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐨𝐫𝐚𝐳ó𝐧… 𝐝𝐞𝐣𝐚 𝐲𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐥𝐨𝐫𝐚𝐫…❞
Izuku sintió cómo algo en su pecho se apretaba con fuerza.
Esa primera línea… “Hijo del corazón.” Él no era el hermano de sangre de Till. No tenía su misma piel suave, sus mismos ojos curiosos, su misma forma de ver el mundo. Pero lo amaba. Lo amaba como si fuera suyo, como si hubiera nacido para protegerlo, como si… mamá lo hubiera puesto en sus brazos y le hubiera dicho: “Cuídalo, Izuku. Es tu hermano.”
Y lo haría.
Daría su vida por él.
❝𝐉𝐮𝐧𝐭𝐨 𝐚 𝐭𝐢 𝐲𝐨 𝐯𝐨𝐲 𝐚 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐫… 𝐲 𝐧𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐦á𝐬 𝐭𝐞 𝐡𝐚𝐧 𝐝𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐫 𝐦𝐚𝐥…❞
Sus labios se curvaron en una sonrisa pequeña y triste mientras sus dedos se enredaban en el cabello suave de Till.
Porque era una promesa. Una promesa que no estaba seguro de poder cumplir. Porque querían hacerle daño, porque querían separarlos, porque ya lo habían hecho antes, porque podrían hacerlo otra vez.
❝𝐓𝐮𝐬 𝐨𝐣𝐢𝐭𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐮𝐳… 𝐞𝐥 𝐥𝐥𝐚𝐧𝐭𝐨 𝐧𝐨 𝐡𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐛𝐥𝐚𝐫…❞
Los ojos de Till. Tan grandes. Tan llenos de vida. Tan puros. Aún sin entender el horror de su mundo. Aún sin comprender que no era normal vivir encerrados.
Izuku tragó saliva, su voz tembló un poco, pero no se detuvo.
❝𝐕𝐞𝐧 𝐚𝐪𝐮í, 𝐦𝐢 𝐝𝐮𝐥𝐜𝐞 𝐚𝐦𝐨𝐫… 𝐧𝐚𝐝𝐢𝐞 𝐧𝐨𝐬 𝐡𝐚 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐩𝐚𝐫𝐚𝐫…❞
Mentira.
Mentira.
Mentira.
Porque ellos podían separarlos. Porque ellos tenían el poder de hacerlo. Porque ellos tenían el control. Pero Izuku no lo permitirá, aun si es solo un niño, aun si tiene que pelear, aun si no tiene el poder.
El no permitiría que lo separen de Till.
❝𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐦í𝐨, 𝐦𝐢 𝐚𝐦𝐨𝐫… 𝐧𝐨 𝐦𝐞 𝐢𝐦𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚 𝐞𝐥 𝐬𝐮𝐟𝐫𝐢𝐫…❞
Izuku sintió un nudo en la garganta.
No le importaba.
De verdad no le importaba. Si tenía que sufrir, lo haría, si tenía que soportarlo todo, lo haría, si tenía que pasar hambre, frío, miedo, soledad… lo haría. Mientras Till estuviera bien, mientras Till siguiera respirando, mientras pudiera seguir abrazándolo así, protegiéndolo con lo único que tenía.
❝𝐂𝐨𝐦𝐨 𝐮𝐧 𝐬𝐨𝐥 𝐭ú 𝐦𝐞 𝐝𝐚𝐬 𝐥𝐮𝐳… 𝐲 𝐝𝐚𝐬 𝐜𝐚𝐥𝐨𝐫 𝐚 𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐯𝐢𝐫…❞
Y era cierto, Till era su sol. En la oscuridad de ese lugar, en la desesperación, en la impotencia de cada día… él era su única luz. Si Till no estuviera, si Till no hubiera estado con él…
¿Qué habría sido de Izuku?
Esa pregunta le daba miedo.
❝𝐕𝐞𝐧 𝐦𝐢 𝐚𝐦𝐨𝐫… 𝐯𝐞𝐧 𝐦𝐢 𝐚𝐦𝐨𝐫…❞
Su voz se desvaneció en el aire.
Till ya no lloraba, ya no peleaba contra el sueño. Su pequeño cuerpo estaba relajado en sus brazos, su respiración era lenta y profunda, y su manita estaba aferrada a su camisa. Izuku se quedó mirándolo. Observándolo como si grabara esa imagen en su memoria. Porque no sabía cuánto tiempo más podrían estar así. No sabía cuánto tiempo más le quedaba con Till en sus brazos. No sabía si mañana, cuando despertara…
Él seguiría allí.
Cerró los ojos con fuerza y escondió el rostro en el cabello de su hermano. Izuku se permitió llorar en silencio, porque sabía la verdad.
Él no era mamá, él no era la madre elefante, él no tenía su fuerza. Pero haría lo que fuera por proteger a Till. Aunque tuviera que cantar hasta que su voz se apagara, aunque tuviera que ser el único que lo abrazara en la oscuridad, aunque tuviera que soportar el dolor solo.
Porque eso es lo que haría mamá.
—Te amo, Till…
Era una promesa.
Era un deseo.
Era una plegaria desesperada.
Era todo lo que tenía.
Los bebés no dibujaban como los adultos. No pensaban en formas, ni en sombras, ni en líneas rectas. Para un bebé, el dibujo era un descubrimiento.
Una prueba de existencia.
Cada trazo que Till hacía con sus manitas pequeñas sobre el papel no era solo una línea sin sentido… Era una marca de que estaba aquí. De que él existía. De que podía controlar sus movimientos, que podía hacer que algo nuevo apareciera en ese papel blanco.
Izuku lo miraba en silencio mientras Till agitaba un crayón en su mano, con los ojos brillando de emoción y la lengua apenas asomando entre sus labios, completamente concentrado en su tarea. Las líneas torcidas y de colores se cruzaban y superponían entre sí, formando algo que solo Till parecía entender.
Finalmente, cuando el dibujo estuvo terminado, el niño levantó el papel con una sonrisa de orgullo y se lo enseñó a Izuku.
—¡Izhuu!
Izuku parpadeó.
—¿Esto es para mí?
Till asintió, su pecho inflándose con emoción, mientras sus deditos seguían aferrando el crayón. Izuku tomó el papel con cuidado y lo observó detenidamente. Eran solo garabatos, líneas sin forma, colores mezclados entre sí…
Pero era hermoso.
Era la primera obra de arte de Till.
—Wow… Till, ¡esto es increíble!
El niño aplaudió, feliz, y luego señaló su dibujo con entusiasmo, esperando que Izuku lo entendiera.
—¿Y qué es? —preguntó Izuku, con una sonrisa curiosa.
Till hizo una pausa, como si estuviera pensando. Luego, señaló con el dedo una de las líneas verdes que cruzaban todo el papel y dijo:
—¡Zukuu!
Izuku sintió que algo cálido se expandía en su pecho.
—¿Soy yo?
Till asintió rápidamente. Luego, señaló otra línea, una de color amarillo.
—¡Till!
Izuku sintió que su garganta se apretaba un poco. Había dibujado a los dos. Juntos. Porque eso era lo único que Till conocía en este mundo. Porque eso era todo lo que Till tenía.
Izuku respiró hondo y revolvió el cabello del niño con cariño.
—Es el mejor dibujo que he visto en mi vida.
Till se rió y golpeó el papel con su manita, emocionado.
Izuku también dibujaba. Pero no para descubrir el mundo. No para jugar. Él dibujaba para recordar. Para no olvidar los rostros, los colores, las formas.
Para asegurarse de que, cuando cerrara los ojos, aún pudiera ver a su mamá sonriendo, a su papá con su cabello negro y desordenado, a Kacchan con sus explosiones y su expresión de determinación. Dibujaba a Junpei, a Miya y a Kuruga, aunque a veces temía estar olvidando detalles. Dibujaba el cielo, las nubes, las estrellas, los autos, la ciudad que extrañaba tanto. Dibujaba frutas, verduras, comidas…
Dibujaba todo lo que Till nunca había visto.
Y cuando terminaba, se sentaba con el niño en su regazo y le mostraba cada dibujo.
—Mira, Till, este es mamá —dijo un día, enseñándole un dibujo de una mujer con cabello lacio y una sonrisa cálida.
Till lo miró con curiosidad, parpadeando un par de veces antes de levantar la mano y tocar el papel.
—Mahra…?
—Mamá… —repitió Izuku, como si la palabra fuera demasiado preciosa para decirla en voz alta.
Till no dijo nada, solo siguió observando el dibujo con sus grandes ojos. Izuku tragó saliva y pasó al siguiente.
—Este es mi papá.
El dibujo mostraba a un hombre alto, con el cabello algo ondulado y ojeras bajo los ojos. Till inclinó la cabeza, pensativo, y luego miró a Izuku como si buscara una explicación.
—…Paapa
—No lo conocí mucho… —susurró Izuku— Pero sé que me quiere.
Till apoyó la cabeza en su pecho. Izuku respiró hondo y mostró el siguiente dibujo.
—Este es All Might.
Esta vez, Till reaccionó al instante. Sus ojos brillaron y soltó un sonido emocionado, golpeando el papel con sus manitas. Izuku rió.
—Sí, sí, ya sé que te gusta, con su traje y sus colores —dijo, mientras Till balbuceaba cosas sin sentido y agitaba los brazos— All Might es un héroe. El mejor de todos.
—¡Herroe!
—Sí, héroe.
Izuku sintió algo extraño en el pecho al decir esa palabra. Sabía que, en este lugar, no debía decirla. Pero… se negó a dejar que la palabra desapareciera.
Pasó al siguiente dibujo.
—Este es Kacchan.
Till miró el papel y luego lo miró a él.
Izuku sonrió.
—Kacchan siempre gritaba mucho, pero era fuerte. Creo que te gustaría verlo. —Izuku quedo en silencio unos segundos antes de seguir hablando. —Fue… mi único amigo… le caía mal, pero… aun así, lo quiero mucho.
Till observó el dibujo un momento más y luego, con su manita, lo señaló.
—¡Pshhh!
Izuku tardó un momento en entender, y luego se dio cuenta.
—¿Dices que hace boom?
Till asintió con fuerza, riéndose. Izuku soltó una carcajada.
—Sí… Kacchan hace boom.
No quería olvidar.
No quería que Till creciera sin saber lo que existía allá afuera.
No quería que este lugar gris y frío fuera lo único en su mundo.
Izuku no sabía mucho sobre bebés. No sabía cuántos meses tenía Till exactamente, ni cuántas palabras debía decir a su edad, ni si estaba enseñándole bien. Solo sabía una cosa: Till quería comunicarse.
Lo veía en la forma en que repetía su nombre una y otra vez, con esa vocecita insistente y dulce. Lo sentía cuando el niño tiraba de su camisa, con los deditos apretando la tela con fuerza, como si temiera que Izuku se desvaneciera si lo soltaba. Lo escuchaba en sus llantos cuando Izuku se alejaba, aunque solo fuera por un momento.
Till quería ser entendido, y Izuku quería entenderlo.
Así que comenzó a escribir palabras en los dibujos.
MAMÁ.
PAPÁ.
CIELO.
COMIDA.
AGUA.
HÉROE.
No esperaba que Till las entendiera de inmediato. No esperaba que las repitiera. Pero si podía darle algo… Si podía ayudarlo a aprender aunque fuera un poco…
Tal vez, solo tal vez…
Le estaría dando un pedacito del mundo exterior.
Y eso era suficiente.
Till tampoco hablaba mucho, sabía decir su propio nombre y algunas palabras sueltas. Pero su verdadera forma de comunicación no eran las palabras.
Eran sus gestos. Su manita extendida cuando quería algo, su dedo índice señalando insistentemente cuando algo llamaba su atención, sus balbuceos enfadados cuando Izuku no entendía a la primera y su pequeño cuerpo girando en el suelo cuando estaba frustrado.
Till tenía su propio idioma.
E Izuku estaba aprendiendo a interpretarlo. Pero algunas veces… Algunas veces, Till se enojaba. Se frustraba. Se convertía en una pequeña tormenta de emociones que Izuku tenía que aprender a calmar.
—No puedes jugar con eso, Till.
Izuku le quitó un objeto de las manos, la pequeña arma afilada que Izuku había hecho con uno de los juguetes, la cual no sabía cómo Till lo había encontrado. Lo dejo guardado en un lugar alejado del bebé por si presentaba un peligro para Till, o para que no ocurran situaciones peligrosas, como la que estaba sucediendo ahora.
En un instante, el rostro de Till se frunció en una mueca de enojo.
Y luego, estalló.
Un berrinche, gritos, pataletas contra el suelo, puñitos cerrados golpeando el aire, como si pudiera recuperar lo que le habían quitado solo con su enojo.
Izuku suspiró, no se enojó ni se desesperó. Mamá le había dicho que los bebés nunca lloran sin razón. Si Till estaba así, era porque algo pasaba. Izuku se arrodilló a su lado y esperó a que se calmara un poco antes de hablar.
—¿Estás enojado porque te lo quité?
Till pateó el suelo otra vez y soltó un balbuceo molesto. Izuku asintió, entendiendo.
—Ya sé que lo querías, pero era peligroso. Podrías haberte hecho daño.
Till no entendía las palabras del todo, pero sí el tono de Izuku.
—Izuk… —sollozó, con los ojitos llenos de lágrimas.
—¿Sabes qué? —dijo Izuku, con suavidad— Vamos a hacer otra cosa.
Tomó un peluche cercano y se lo extendió. Till dudó por un segundo, como si aún quisiera estar enojado. Pero luego, lentamente, aceptó el peluche. Izuku sonrió.
—¿Ves? Mejor esto, ¿verdad?
Till asintió, su respiración todavía entrecortada, pero ya más calmado. Pero no todos los berrinches eran por cosas peligrosas. Algunos eran por… guisantes.
—Till, cómelos.
El niño lo miró fijamente.
Izuku miró el plato.
Till miró el plato.
Izuku levantó la cuchara.
Till frunció el ceño.
—Solo un poquito.
Till infló las mejillas y negó con la cabeza con tanta fuerza que su cabello se movió en todas direcciones. Izuku suspiró.
—No están tan malos.
Till hizo un puchero. Izuku probó un guisante y fingió que estaba riquísimo.
—Mmm… ¡Delicioso!
Till lo miró, dudando.
—Mira, Till —Izuku tomó un guisante con la cuchara y se lo acercó— Solo uno.
Till entrecerró los ojos, como si tratara de decidir si confiar en él o no. Entonces, lentamente, se inclinó hacia adelante… Y… Lo escupió inmediatamente.
Izuku parpadeó.
Till frunció el ceño con fuerza.
—¿No te gusta?
— …No— Till negó con la cabeza de inmediato. Izuku seguía sin acostumbrarse al uso del no, era algo que poco a poco Till estaba implementando en su vocabulario.
Izuku se rió.
—Bueno, entonces, hoy no.
Izuku no iba a obligarlo. Sabía que Till comería cuando estuviera listo. Sabía que lo importante no era hacer que comiera todo de inmediato. Lo importante era que Till supiera que Izuku lo entendía, que lo escuchaba, que no estaba solo.
Till dejó escapar un suspiro pequeño, como si todo el enojo que había sentido hace un momento simplemente se esfumara. Luego, extendió los brazos hacia Izuku, buscando que lo levantara. Izuku lo alzó sin dudarlo y Till apoyó su cabecita en su hombro.
El berrinche había terminado.
Y lo más importante… Till sabía que Izuku siempre estaría ahí, para entenderlo, para calmarlo, para aprender su idioma.
Y para ser su hermano.
Era muy común que Till rechazara la comida.
Había días en los que simplemente empujaba el plato lejos, arrugando la nariz con el ceño fruncido, como si intentara decirme:"Esto no me gusta. Esto se ve feo."
Izuku no se enojaba.
Era normal.Till era un bebé, estaba descubriendo sabores nuevos, viendo qué le gustaba y qué no. Pero había algo más. Algo que hacía que el tema de la comida fuera problemático.
Los almuerzos cambiaron.
Al principio, la comida era sencilla. Arroz. Un poco de pollo. Quizás alguna verdura. Pero con el tiempo…
Los platos de Till comenzaron a volverse más grandes, más variados, más nutritivos, con verduras, muchas verduras.
Acelga.
Calabaza.
Pimientos.
Papa.
Zanahoria.
Espárragos.
Arvejas.
Alcachofa.
Brócoli y coliflor cocidos.
Camote.
Maíz.
Aguacate.
Espinacas.
Berenjena.
Parecía exagerado. Demasiado.
Izuku notaba cada cambio. Cada alimento nuevo.
Nunca lo olvidaba.
Mamá solía decir que era muy observador. Que tenía una memoria increíble y que debía aprovecharla. Me pregunté si esto también lo había heredado de ella. Si esto también era parte de mí.
Había algo curioso con Till, no le gustaba la comida de color verde. Era raro, podía comer calabaza y zanahorias sin problemas. Las papas y el maíz los miraba con desconfianza, pero al final los probaba. Pero si el alimento era verde… Como guisantes, brócoli, espinacas, espárragos o aguacate.
No los quería.
Era gracioso, sobre todo cuando agarraba mi cabello y se lo metía en la boca como si fuera un juguete. Mi cabello era verde, pero eso sí lo mordía.
No iba a insistirle, Till estaba descubriendo el mundo, explorando sus sabores. Había días en los que empujaba la comida y fruncía el ceño con toda la determinación de un niño pequeño. Y había otros en los que, después de rechazar el plato, él mismo terminaba pidiendo más.
Era un ciclo, una pequeña batalla diaria. Pero algunas cosas funcionaban. El avioncito, por ejemplo. Era tonto, sí. Pero cuando movía la cuchara en el aire, Till dejaba de fruncir el ceño y, poco a poco, su boquita se abría. Tomaba el bocado. Masticaba. Y, antes de darme cuenta… había ganado.
Junto con las verduras, siempre le daban pollo. A veces carne de res, pastas, arroz. Pero nunca dulces. Nada de chocolates, caramelos, galletas.
Solo frutas, Yogurt y Gelatina.
Era como si alguien estuviera diseñando una dieta perfectamente controlada. Dándonos lo suficiente, pero nunca demasiado. Lo suficiente para estar nutridos, para no pasar hambre, para que nuestros cuerpos crecieran, pero no para que disfrutáramos de verdad.
¿Por qué?
¿Por qué están haciendo esto?
Nos tienen aquí. Nos tienen encerrados, pero se aseguran de que estemos bien alimentados.
¿Por qué no simplemente dejarnos con lo mínimo?
¿Por qué asegurarse de que Till reciba todos los nutrientes que necesita?
Esto no es solo para mantenernos con vida. No, nos están preparando, nos están fortaleciendo. Porque algún día… van a hacernos algo, algo para lo que necesitaremos ser fuertes. Y cuando ese día llegue…
Tengo que estar preparado.
El aire estaba denso, Izuku lo sentía.
Ese era un día peligroso en el pueblo.
El sol imaginario del atardecer se reflejaba en las paredes de la habitación, iluminando los rostros de los vaqueros más temidos del condado. Los bandoleros se escondían entre los restos de viejas batallas: peluches caídos en el suelo, algunos recostados contra los muebles como si hubieran recibido un disparo letal, otros ocultos detrás de las mantas, esperando su oportunidad para atacar.
Pero ninguno era más peligroso que los enemigos que ahora se alzaban frente a los dos mejores vaqueros del Oeste: Izuku "Pecas de Trueno" Midoriya y su compañero, el Pequeño Till, “el Niño Relámpago”.
Ambos se escondían tras la gran muralla blanca de madera: la barrera de la cuna.
—Till… —susurró Izuku, sosteniendo con firmeza su pistola amarilla (un plátano cortada a la mitad) Till, con su propia arma en la mano, le devolvió la mirada con determinación.
—¡Eta Zuku! —dijo, su forma de decir "¡Estoy listo, Izuku!"
Izuku asintió.
—Estamos rodeados. No podemos confiar en nadie…
En ese momento, las sombras de sus enemigos parecieron hacerse más grandes. A la derecha, entre los escombros de la gran guerra de peluches, estaba Huggy Buggy.
—Ese maldito mono azul… —susurró Izuku, entornando los ojos— Se dice que viene del sur, un cazarrecompensas que nunca deja escapar a su presa. Su pistola de papel puede estar arrugada, pero cada bala que dispara da en el blanco…
Till observó a Huggy Buggy con un profundo respeto… y luego le lanzó un baboso escupitajo. Izuku ahogó una risa.
—Bien dicho, compañero.
Pero el verdadero problema estaba sobre la mesa metálica. Allí, sentados con una confianza que solo los criminales más peligrosos poseen, estaban Deku y Kacchan. Dos conejos de peluche, uno rojo, el otro verde. El dúo dinámico, los ladrones de bancos más buscados del Norte. Sus recompensas eran tan grandes que si atrapabas a uno, el otro caería por sí solo.
Pero eso no era lo peor.
No.
Porque la más temida de todas estaba justo frente a ellos.
La Señorita Darryl
Larry…
La cazadora de vaqueros.
—Se dice… que nunca ha perdido una batalla —murmuró Izuku, con los ojos clavados en su sonrisa de muñeca de trapo— Algunos creen que su verdadera arma no es su pistola, sino su sonrisa eterna… Aquella que ha visto la caída de muchos grandes pistoleros.
Till abrazó a Larry con cariño.
—¡Larry!
Izuku frunció el ceño.
—No puedes confiar en ella, Till. Larry solo quiere nuestras cabezas.
Till miró a su peluche favorito… y luego a Izuku. Su pequeña mente de un año parecía debatirse entre la traición y la lealtad.
Pero no había más tiempo.
Larry dio el primer disparo.
—¡BANG!
—¡Nos atacan! —gritó Izuku, rodando dramáticamente por el suelo mientras hacía el sonido de las balas zumbando en el aire— ¡Pew! ¡Pew!
Till, viendo lo que hacía su hermano mayor, lo imitó al instante, lanzándose al suelo con un sonido adorable:
—¡Taaaa! ¡Piu piu piu!
El enfrentamiento había comenzado. Deku y Kacchan saltaron de la mesa, con bombas de papel en las manos.
—¡No nos atraparán con vida!
—¡BOOOOM! —gritó Izuku, sacudiendo la cama para simular una explosión.
Till, emocionado, también hizo su mejor sonido de explosión:
—¡Boom!
Izuku se puso de pie de un salto y disparó su plátano imaginario.
—¡Bang! ¡Uno menos!
El conejo rojo cayó al suelo, rodando como si hubiera recibido un disparo letal. Till, inspirado, se puso de pie y apuntó con su plátano.
—¡Ta! ¡Piu piu!
Izuku rápidamente tomó el conejo verde y lo lanzó al otro lado de la habitación.
—¡Bien hecho, compañero! ¡Los dos han caído!
Pero Larry aún seguía de pie.
Izuku y Till se giraron lentamente.
El silencio llenó la habitación.
Larry sonreía.
Siempre sonreía.
—No puedes ganar, Pecas de Trueno.
Izuku respiró hondo.
—¿Ah, sí? Pues mira esto…
De un rápido movimiento, sacó su arma secreta: una segunda mitad del plátano oculta en su bolsillo.
—¡Nooooooo! —gritó Larry, pero ya era demasiado tarde.
Izuku lanzó el plátano por los aires, y Till la siguió con la mirada, maravillado. El mundo pareció ir en cámara lenta.
El plátano cayó sobre Larry.
Silencio.
Y entonces…
—¡YEY! —Till gritó su victoria, alzando los brazos.
Izuku sonrió con orgullo.
—Lo hicimos, Till… Ganamos.
Till sonrió y aplaudió.
Izuku cayó de espaldas, con los brazos extendidos.
—Phew… Eso estuvo cerca.
El pequeño Till, sin entender completamente lo que estaba pasando, se tiró encima de Izuku, riendo. Izuku lo atrapó y lo sostuvo en sus brazos, cansado pero feliz.
—Somos los mejores vaqueros del Oeste, Till.
Till solo se acurrucó contra él, el pueblo estaba a salvo. Por ahora.
Izuku miraba el techo como si fuera lo único en el mundo. Se quedó así, con la mirada perdida, el cuerpo pesado, la mente atrapada en un vacío en el que ni siquiera sus pensamientos podían moverse con libertad. Por un instante, todo fue silencio. Y en ese silencio, se preguntó si ya se había vuelto loco. Porque… ¿qué otra razón habría para que hubiera pasado los últimos minutos montando un escenario completo de vaqueros?
Los dibujos estaban regados en el suelo, sombreros anchos hechos de papel, pistolas de mentira hechos con papel, juguetes por todos lados, un sol ardiente sobre una llanura interminable.
Till, se levantó de su regazo, miraba con fascinación los garabatos con crayones que Izuku había hecho para contarle sobre ellos.
—Los vaqueros eran como… como héroes, pero sin dones —había explicado Izuku, su voz más animada de lo normal— Tenían que arreglárselas solos… en el desierto, en pueblos llenos de forajidos.
Till parpadeó, sosteniendo un dibujo entre sus manitas.
—Va…queros…
—Ajá. Iban de un lado a otro, con botas grandes y chaquetas de cuero… atrapaban a los malos y defendían a los inocentes.
—Como… héroes.
Izuku sintió cómo algo dentro de él se encogía al oír esa palabra.
Héroes.
Los héroes, las personas en las que había creído toda su vida, las personas que debían aparecer cuando la gente los necesitaba. Los que salvaban y no abandonaban a nadie. Pero ya habían pasado tanto tiempo allí encerrados…
Sin respuestas.
Sin señales de rescate.
Sin esperanza.
¿Dónde estaban los héroes?
¿Por qué no estaban aquí?
¿Por qué nadie había venido por ellos?
Izuku sintió que su garganta se cerraba, pero no podía permitirse llorar. No frente a Till. No cuando Till lo miraba con esos ojitos brillantes, llenos de confianza. No cuando Till dependía completamente de él. Así que forzó una sonrisa y continuó con la historia, como si el nudo en su pecho no estuviera allí. Como si no sintiera que, poco a poco, estaba perdiendo la fe.
—No son héroes… pero… sí, algo parecido —dijo en voz baja— Solo que sin… sin trajes llamativos ni grandes poderes.
Till parecía pensarlo.
—Entonces… ¿tú vaquero?
Izuku pestañeó.
—¿Eh?
—Tú… como vaquero…
Hubo un silencio, Izuku no sabía qué responder. Él no era un vaquero, él tampoco era un héroe, él era solo un niño.
Un niño atrapado en un lugar que no entendía.
Un niño que tenía que ser fuerte.
Un niño que tenía que fingir que todo estaría bien.
—No lo sé… —murmuró, bajando la mirada— No sé qué soy.
Till ladea una mano sobre su brazo.
—Izuku...
Era tan simple, tan obvio. Pero por alguna razón, le llegó profundo.
Él era Izuku. Nada más ni nada menos, no un héroe, no un vaquero, no alguien lo suficientemente fuerte como para sacarlos de allí. Pero era alguien. Y era todo lo que Till tenía.
Izuku tragó con dificultad y le revolvió el cabello al niño.
—Sí… solo soy Izuku.
Till sonrió y señaló un dibujo de dos vaqueros de pie bajo el sol.
Uno alto.
Otro pequeño.
—Juntos.
Izuku sintió que su corazón se apretaba en el pecho. El miedo no se iba y el sentimiento de encierro tampoco. Había momentos en los que sentía que jamás saldrían de allí, que estarían atrapados para siempre, que los héroes no vendrían, que los días seguirían pasando, hasta que algo ocurriera.
Algo que necesitaría que fueran fuertes.
Izuku no sabía qué era, pero podía sentirlo. Y tenía miedo, sin embargo… había algo en medio de todo eso. Algo que, aunque fuera pequeño, aunque fuera frágil, aunque no pudiera protegerlos de lo que estaba por venir…
Era lo único bueno en esa situación.
Till.
Till, que reía con su vocecita pequeña cuando Izuku hacía que un vaquero hablara como los de las películas.
Till, que lo miraba con esos ojos llenos de confianza.
Till, que creía en él más de lo que él mismo lo hacía.
Izuku respiró hondo. No sabía cuánto tiempo les quedaba, no sabía qué les harían, no sabía nada. Pero sí sabía una cosa. Mientras estuvieran juntos… mientras Till estuviera con él… seguiría luchando.
Aunque solo fuera en un juego de vaqueros.
Till había crecido.
No lo suficiente para ser un niño grande, pero sí lo suficiente para que Izuku notara los cambios. Caminaba solo por la habitación, tambaleándose como si su cuerpecito aún no estuviera acostumbrado a moverse con tanta libertad. Pero cuando se cansaba, levantaba los brazos con ese gesto que Izuku ya conocía demasiado bien.
—¡Upa!
Era la única palabra que necesitaba decir para que Izuku lo tomara en brazos.
Y cada vez que lo alzaba, Till se aferraba a él con fuerza, con una sonrisa de pura alegría, como si fuera un rey dominando su reino desde lo alto.
Era lindo.
Till era lindo.
Y también era listo.
Hablaba cada vez mejor, aunque Izuku no estaba seguro de si eso era normal para su edad. ¿Los niños de su edad hablaban así? ¿Se suponía que Till debía decir más cosas? ¿O menos?
No tenía a nadie a quien preguntar.
Pero Till hablaba.
Till crecía.
Till seguía aquí.
Su cabello también se hacía más largo, cayendo detrás de su nuca. Izuku intentaba hacerle pequeñas trenzas cuando Till se lo permitía, aunque nunca duraban mucho sin una liga para sujetarlas. Till parecía divertido con el intento, pero Izuku no podía evitar pensar en otra cosa: el pelo seguía creciendo.
El de Till.
El suyo.
Y tarde o temprano, si no les daban tijeras o aunque sea ligas para atarlo, el cabello seguiría bajando. Izuku ya lo tenía hasta el final del cuello, casi tocando los hombros. Su flequillo había desaparecido, dejando solo una línea en medio de su cabello desordenado.
Era un recordatorio silencioso de cuánto tiempo llevaban allí.
De que los días pasaban.
De que ellos seguían creciendo.
De que seguían atrapados.
Pero la habitación… la habitación había cambiado.
Las paredes, que antes eran vacías y frías, con solo nubes sonrientes, ahora estaban cubiertas de dibujos, sin tapar esas nubes sonrientes. Desde los garabatos de Till, hechos con trazos torpes pero llenos de vida, hasta los dibujos más detallados de Izuku.
Había retratos de su madre.
De Kacchan.
De héroes.
De frutas y comidas que Till identificaba con emoción.
De mensajes escritos con cuidado, como si al plasmarlos en la pared se volvieran reales.
Izuku no sabía cómo había logrado que el papel se pegara a la pared. Pero lo había hecho. Y poco a poco, aquella habitación que los mantenía prisioneros se había convertido en algo más.
En algo más vivo.
Algo más suyo.
Y entre todos esos dibujos, había uno apartado del resto. Un mensaje grabado en la pared, hecho con un pequeño pedazo de metal roto. Un mensaje que no podrían quitar. Uno que Izuku había escrito para recordar quién era. Para recordar su objetivo. Para no olvidarse de sí mismo.
Y fue entonces cuando una idea nació en su cabeza.
Un recuerdo de su madre.
Desde que tenía memoria, mamá había reservado un rincón de la casa sin pintar. Un rincón donde, cada cierto tiempo, lo hacía apoyarse contra la pared y marcaba su altura. Era un ritual, uno que jamás se detuvo. Año tras año, trazo tras trazo, su madre medía cuánto había crecido. Era su forma de demostrarle que seguía avanzando, que el tiempo pasaba, que aún estaba allí. Hasta que…
Hasta que mamá murió.
Y con su muerte, las marcas se detuvieron.
Izuku dejó la casa, dejó el recuerdo, dejó atrás todo. Y siguió creciendo, sin que nadie marcara cuánto, sin que nadie registrara su avance, sin que nadie lo notara.
Pero ahora…
Till podía tener ese recuerdo.
Till podía tener su propia pared.
—Till, tengo una idea.
El niño dejó de garabatear en el suelo y lo miró con curiosidad.
Izuku le tomó la mano y lo guió hacia la pared que tenía menos dibujos pegados. Till parpadeó.
—¿Qué?
Izuku le sonrió con suavidad.
—Vamos a medir cuánto has crecido.
Till ladeó la cabeza.
—¿Mehír?
—Sí. Es… es un recuerdo. Un recuerdo que se queda en la pared.
—¿Por qué?
Izuku se quedó en silencio por un momento.
Podría haber dicho muchas cosas, que era para ver lo alto que se hacía, que era solo por diversión, que no significaba nada.
Pero en el fondo…
Sí significaba.
Significaba que Till estaba aquí, que Till estaba creciendo, que, incluso en este encierro, incluso en esta prisión, el tiempo seguía adelante.
Izuku suspiró y le revolvió el cabello con cariño.
—Porque a veces… necesitamos recordar.
Till parpadeó de nuevo, pero no preguntó más. Izuku lo hizo apoyarse contra la pared y tomó el pequeño pedazo de metal roto con el que había marcado su mensaje antes. Izuku entrecerró los ojos, analizando a Till con una mezcla de concentración y ternura. Con cuidado, comenzó a trazar la marca sobre la pared. No tenía un metro, ni una regla, ni nada que le ayudara realmente a medirlo con precisión. Pero eso no importaba.
Lo observó de arriba abajo, notando cómo el niño pequeño se mantenía firme sobre sus piecitos, algo inestable, pero cada vez más seguro. Till miraba con curiosidad, levantando levemente la cabeza mientras Izuku terminaba el trazo.
Si tenía que adivinar, diría que estaba entre 70 y 80 centímetros. No más.
Era increíble cómo el tiempo pasaba, cómo Till crecía sin que él se diera cuenta.
Al principio, era solo un bebé pequeñito, uno que apenas podía mantenerse sentado sin caerse hacia los lados. Ahora, era una bolita de energía inagotable, corriendo, explorando, tocándolo todo con sus manos inquietas. Y lo peor—o lo mejor—era que esto seguiría pasando. Till seguiría creciendo.
Pero… ¿hasta cuándo?
Esa pregunta le golpeó el pecho como una piedra.
La verdad era que no lo sabía.
No sabía cuánto tiempo más estarían ahí. No sabía cuánto tiempo más Till seguiría creciendo dentro de esas cuatro paredes. No sabía si algún día Till tendría la oportunidad de correr por un parque de verdad, de caerse y rasparse las rodillas en una vereda de cemento, de ensuciarse las manos con tierra mientras recogía una piedra cualquiera del suelo.
Porque esa era la verdad.
Till estaba creciendo.
Y no tenía ni el derecho ni la oportunidad de hacerlo como un niño normal.
Izuku apretó los labios con fuerza.
No era justo.
No era justo que Till tuviera que pasar su infancia encerrado. Que las únicas cosas que conociera fueran las paredes llenas de dibujos y la voz de Izuku contándole historias para distraerlo. Que sus primeros pasos, sus primeras palabras, sus primeros recuerdos… todos ocurrieran en un lugar donde no había sol, ni viento, ni el sonido de una ciudad viva.
Izuku sintió que algo se atoraba en su garganta.
Había momentos en los que intentaba no pensarlo. En los que intentaba convencerse de que todo iba a estar bien, de que alguien vendría a rescatarlos, de que esto no podía durar para siempre.
Pero el tiempo pasaba.
El tiempo pasaba y nadie venía.
Y Till seguía creciendo.
Izuku tragó saliva y miró al niño pequeño, que lo observaba con la cabeza ladeada, esperando.
No podía permitir que su miedo lo paralizara.
Si la única infancia que Till iba a tener era la que él podía darle, entonces haría todo lo posible para que valiera la pena.
Cuando por fin terminó, se alejó un poco y sonrió.
—¡Ya está! Mira, Till, así de alto eres.
Till giró para mirar la marca, sus ojos se abrieron con asombro.
—¿Así…?
—Sí, hasta aquí llegas.
Till extendió su manita, tocando la pared con delicadeza, como si pudiera sentir el peso del tiempo en esa línea trazada en la superficie.
Pero algo no estaba bien.
Izuku lo notó de inmediato. La marca era demasiado tenue, no se distinguía bien contra la pared celeste. No se notaba lo suficiente.
Izuku frunció el ceño y buscó entre los crayones esparcidos por el suelo. Tenía que elegir un color que resaltara, algo que Till pudiera ver con claridad, algo que se quedara ahí para siempre.
Eligió el rosa.
Y con la misma determinación con la que había grabado su mensaje en la pared, trazó la línea con el crayón, oscureciendo la marca hasta que se volvió imposible de ignorar.
A un lado de la línea, puso el nombre de Till.
—Listo. Ahora sí se ve bien.
Till sonrió y volvió a tocar la marca.
—Yo… crecí.
—Sí. Y la próxima vez que te mida, serás aún más alto.
Till lo miró, sus ojitos brillando con algo más profundo que simple emoción.
—Izuku tambén…
Izuku se detuvo. No había pensado en eso, no había pensado en su crecimiento. Porque, en el fondo, había algo aterrador en marcar su altura. Porque eso significaba que el tiempo seguía avanzando.
Significaba que seguían atrapados.
Significaba que cada día que pasaba…
Era un día más sin rescate.
Un día más sin héroes.
Un día más en el que debían ser fuertes.
Izuku apretó los labios, miró la marca de Till y luego miró la pared. Tomó el metal, y, con un movimiento decidido, marcó su propia altura. Luego, agarro un crayón que resalte en la pared.
Eligio el naranja, y al costado de la línea, puso su nombre.
Till lo miró en silencio.
Izuku también.
No importaba si estaban atrapados en ese lugar. No importaba si el mundo afuera los había olvidado.
Till estaba creciendo, y eso era algo que nadie podía borrar.
Y por un momento, solo por un momento…
Se permitió creer que, quizá, esas marcas significaban algo más que el paso del tiempo.
Quizá…
Significaban que todavía estaban aquí.
Notes:
Quiero dejar en claro unos temas de este capítulo y un aviso para los siguientes:
Primero, aunque la historia tiene momentos fluff y tiernos entre Izuku y Till, el trasfondo de esta es oscuro. Izuku lucha constantemente por mantener la cordura mientras cuida a Till, y los capítulos solo se volverán más oscuros. Las etiquetas están por algo, así que, si la pesadilla de Izuku te sorprendió, revisa las advertencias antes de continuar por favor.
No sé si exagero con las advertencias, pero prefiero ser una exagerada y que estén advertidos.Segundo, Till está experimentando un desarrollo tardío en su lenguaje. Según lo que investigué, un niño se considera hablante tardío si tiene un vocabulario expresivo inferior a 20 palabras a los 18 meses o menos de 50 palabras a los 24 meses. Aunque en la historia hemos visto que Till habla, su aprendizaje se ve afectado por el entorno en el que vive. Su encierro limita sus interacciones con otras personas, lo que hará que dependa aún más de Izuku para su desarrollo.
Tercero, Izuku es como una montaña rusa de emociones, la locura lo acecha, pero intenta mantenerse firme y no caer en la desesperación. Aunque en el canon es un chico con una determinación inquebrantable y un enorme coraje, eso no significa que aquí enfrentará el peligro sin dudarlo. Izuku es un niño. Está asustado, encerrado en un lugar desconocido, y es la única persona que puede cuidar de Till. No sabe qué les harán y sus propias teorías alimentan su miedo. Pero si tuviera una oportunidad de escapar, si pudiera abrir esa puerta y salir de ahí, no lo pensaría dos veces. Solo actuaría.
Cuarto, las canciones serán un elemento recurrente en la historia (Como también lo serán los cuentos para dormir), como lo fueron Chiquitita y la del capítulo de hoy, Hijo del corazón. Me encanta cómo el canto puede transmitir cariño y protección. En un entorno tan tenso y caótico, una canción no solo sirve para calmar el llanto de Till, sino también para reconfortar a Izuku. Es un ancla para su cordura, algo que le ayuda a mantenerse firme y a llenar el vacío del silencio.
La canción de Dumbo me impacta profundamente. Su letra transmite un mensaje de consuelo y seguridad, prometiendo al niño que nunca estará solo y que siempre habrá alguien para protegerlo, canción que describiría perfectamente a Izuku y TillQuinto, la señorita Darryl (o Larry para los amigos) es una muñeca de trapo con trenzas, ropa antigua con delantal y un sombrerito. Su nombre original era "Darryl", pero Till no lo pronunciaba bien al principio, y el apodo se quedó. Además, el nombre está inspirado en el meme de “You better not mess with my gang, or you wil be messing with...”.
Y por último, Me di cuenta de que tenía algunos problemas con la edad de Izuku y Till a lo largo de la historia. Para solucionarlo, hice una línea de tiempo con los eventos más importantes y los organicé en distintos capítulos.
Puedo decir con certeza que este fanfic tendrá entre 29 y 31 capítulos. Aún hay algunas cosas que estoy considerando agregar o no, así que el número podría variar, pero definitivamente tendrá mínimo 29 capítulos. Y quién sabe, quizá se me ocurra alguna idea nueva y termine siendo aún más largo.
Lo importante es que ya tengo todo planeado. Ahora solo me falta escribirlo jsjsjs.Till está creciendo y poco a poco comienza a tomar conciencia de su entorno. ¿Creen que ve la habitación en la que están encerrados de la misma manera que Izuku? ¿O su percepción será completamente diferente?
Y otra cosa, ¿Cuánto tiempo creen que pasó en este capítulo? ¿Por qué creen que Izuku eligió el Rosa y el Naranja para marcar las alturas?
Chapter 9: Una Caja llena de Sorpresas (Parte IV)
Summary:
Una caja aparece sin previo aviso. Nadie llama, nadie explica. Solo está ahí… esperando ser abierta. Y con ella, vienen preguntas, memorias, y algo más difícil de enfrentar que el encierro: lo que uno siente.
Notes:
Advertencias de Contenido:
[Aislamiento infantil / Encierro forzado] [Relación ambigua con figuras adultas / Confianza complicada] [Soledad infantil] [Ligera tensión social / Sospecha de manipulación adulta] [Descripciones sensibles] [disociación]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Llegó un regalo, radiante, encantado,
de luces y juegos, de mundos dorados.
El pichón ríe, descubre y se asombra,
bajo mil colores su corazón se nombra.
Hay risas, hay vuelos en sueños prestados,
hay cuentos y formas, juguetes dorados.
Pero el conejo, callado, lo ve...
entre tanto brillo, las cadenas también.
Ocultas en risas, suaves y frías,
aprietan despacio, día tras día.
Y aunque el pichón no ve su prisión,
el conejo la siente en su propio rincón.
Izuku nunca pensó que el amor de una madre podía pesar tanto en el pecho cuando desaparecía.
Mamá fue… su todo.
Ella estuvo allí desde el primer momento, desde el primer llanto, desde los primeros pasos, desde la primera caída. Desde que los médicos le dijeron que su hijo jamás despertaría un don y que el mundo, que debía protegerlo, lo rechazaría.
Y lo intentó.
Dios, cómo lo intentó.
Ella fue a la escuela, habló con los directivos, con los profesores, buscó justicia con la desesperación de una madre que haría cualquier cosa por su hijo.
"Lamentamos la situación, señora Midoriya. Trabajaremos en mejorar la seguridad escolar y en promover un ambiente más inclusivo para todos nuestros estudiantes."
Palabras vacías. Promesas huecas.
Porque al día siguiente, las miradas hostiles en los pasillos seguían ahí. Las risas burlonas seguían ahí. Las manos que lo empujaban, las palabras que se clavaban en su piel como espinas, seguían ahí.
Y lo peor, es que ahora eran peores.
"¿Por qué tuviste que abrir la boca, Deku?"
"¿Fuiste llorando con tu mami, eh?"
"¿Crees que eso te va a hacer especial?"
Su madre llegaba a casa con los ojos rojos, con la voz quebrada, pidiéndole perdón.
"Lo siento, Izuku, lo siento mucho… No puedo hacer nada más…"
Y él… él siempre la perdonaba.
"Está bien, mami."
"No es tu culpa."
"No llores, por favor."
Pero no estaba bien, y ella lo sabía. Aunque sus palabras intentaban calmarla, la realidad era que nada estaba bien. Su madre lo amaba, con cada pedazo de su corazón. Pero su amor no podía protegerlo del mundo.
A veces, Izuku sentía que hasta los profesores la miraban con lástima o juicio. Como si ella fuera parte del problema. Como si su juventud al tenerlo, su falta de una familia que la apoyara, fueran razones suficientes para que las cosas fueran así.
Mamá tuvo a Izuku cuando apenas tenía diecisiete años. Apenas era una mujercita cuando su cuerpo empezó a crecer con un bebé dentro. Y la única persona que estuvo a su lado en esos tiempos fue aquella mujer, Hisoka Shinomé. No era su abuela de sangre, pero mamá la veía como su madre. Y cuando ella murió, cuando Izuku tenía solo cuatro años, mamá se quedó con un vacío que nunca pudo llenar.
Ese vacío solo creció cuando le dijeron que Izuku jamás tendría un don.
Izuku pensó en eso muchas veces desde su encierro. En cómo debió sentirse ella, una madre joven, sola, con un hijo sin don en un mundo donde todos lo tenían.
Y también pensó en su padre. Un hombre que, cuando Izuku lo conoció, ya se veía tan mayor. Era difícil imaginar cómo una persona así terminó con su mamá, una chica tan joven en esos tiempos.
La primera vez que le preguntó por él a los seis años, mamá simplemente se quedó callada. No respondió. No lo miró a los ojos. Solo susurró que hablarían de eso cuando fuera mayor. Después de eso, el tema de su padre se convirtió en el trato implícito de no hablar de él.
Izuku no quiso pensar demasiado en eso. No quiso preguntarse por qué mamá se ponía así cada vez que lo mencionaba.
Lo que sí recordaba, con cada detalle grabado en su mente, era la vez que le preguntó si podía ser un héroe, aun sin un don.
Recordaba cómo mamá lo miró en ese momento. Cómo su rostro se contrajo, cómo su boca tembló, cómo sus ojos se llenaron de lágrimas. Recordaba la desesperación en su voz cuando dijo perdón. Una y otra vez…
"Perdón, Izuku. Perdón, mi bebé. Perdóname."
Y él no entendió. No entendió por qué pedía perdón.
Ese día, su madre cambió. Se volvió más presente. Más atenta. Más cuidadosa. Le compraba más libros, más juguetes de héroes, más cuadernos para sus análisis. Le regalaba besos y abrazos como si pudiera compensar con cariño todo lo que el mundo le negaba.
Izuku nunca fue un niño codicioso. Nunca pidió más. Solo quería a su mamá, ese era el regalo más grande que podía recibir: Su amor.
Pero cuando ella murió, todo se fue con ella.
Los besos, los abrazos, las caricias; Las palabras dulces en las mañanas; El sonido de su risa cuando hacía algo tonto; El aroma de su comida favorita en la cocina.
Y el vacío en su pecho comenzó, un vacío que ningún regalo podía llenar, un vacío que creció y creció, hasta devorar todo. Los secretos que mamá nunca le contó, las historias que no tuvo tiempo de escuchar, las respuestas a preguntas que nunca fue lo suficientemente mayor para saber.
Todo se fue con ella, enterrado junto a su cuerpo, y Izuku nunca pudo recuperarlo. Ese fue su mayor dolor. No solo la ausencia, no solo la soledad. Sino todo lo que nunca podrá saber.
Izuku se quedó con el vacío en el pecho. Junto al silencio y la ausencia de regalos. Y por mucho tiempo, creyó que nunca volvería a recibir uno.
Hasta que conoció a Kuroiro Kuruga.
Fue un encuentro rápido. Incómodo. Raro. Como si el universo le hubiese hecho un glitch a la realidad por un segundo. Cuando Izuku conoció a Kuruga, hubo un regalo… y una despedida. No fue un momento planeado, ni esperado, ni deseado.
Simplemente sucedió.
Como un error en el sistema.
El día había comenzado con absoluta normalidad. Su padre estaba en casa. Por eso Izuku estaba escondido. Como siempre. Si Miya o Junpei venían, la historia era distinta. Con ellos, Izuku salía. Los saludaba.
Les ofrecía algo de comer —aunque fuera instantáneo— A veces hasta les dejaba dibujos como regalo. Porque si iban a recordarlo, al menos que fuera con una sonrisa, ¿no?
Pero ese día… no eran ellos.
Ese día, el departamento estaba solamente Izuku, ya que su padre se habia ausentado por su trabajo unos días, como siempre.
Izuku estaba en la cocina, con una computadora abierta, una taza de algo tibio olvidado, y un episodio viejo de la serie de All Might. Estaba medio dormido, envuelto en una manta, con su peluche de All Might apoyado contra su pecho.
El capítulo iba por la mitad.
Él apenas pestañeaba.
Y entonces…
Una sombra cruzó la habitación.
Izuku se congeló. Porque nadie debería estar ahí. Y sin embargo, alguien salió del estudio de su padre. Alto. De piel negra como la sombra, ojos rojos, expresión neutra.
Kuruga.
La criatura—el hombre—la persona.
Izuku lo había visto una o dos veces, tal vez… pero nunca tan de cerca. Nunca tan dentro de su espacio. El silencio fue denso. Pesado. Casi pegajoso.
El extraño también se detuvo. Y ambos se miraron como dos gatos en medio de un callejón. Uno pequeño, con una manta y un peluche. El otro, cargando un maletín con combinación y cara de que la vida le debía diez años de vacaciones.
—Ah… ¿Hijo de Hisashi?
Izuku parpadeó. Tragó saliva. Y asintió con la cabeza sin decir palabra. Como un pequeño robot.
—Soy… un compañero de trabajo de tu padre… emmm… me envió a buscar algo.
El hombre levantó el maletín, como prueba de que no venía a robar el televisor.
Izuku no se fijó en eso. Estaba demasiado concentrado en observar la criatura oscura que salía del despacho como si fuera normal.
¿Desde cuándo estaba en su casa?
Kuruga pareció captar la tensión, el miedo contenido, el “esto no estaba en el contrato de hijo ausente” en los ojos de Izuku.
—Bueno… me voy —dijo, torpemente, y se giró hacia la puerta.
Izuku ya estaba volviendo al caparazón. Al modo “esto no pasó”. Iba a seguir con su episodio. Iba a pretender que no había una sombra con ojos dentro de su cocina. Pero entonces, justo antes de girar la perilla…
Kuruga se detuvo.
Como si algo le picara la conciencia.
—Toma. Un regalo. Como disculpa por… la mala tensión —murmuró, casi con incomodidad, sacando de su abrigo una bolsa de caramelos.
No eran cualquier caramelo. Eran esos caramelos duros, de miel y frutas, los que te pegaban en los dientes si no tenías cuidado. Los de envoltorio crujiente. Los que se encontraban en la casa de las abuelas o en bolsillos de gente que vive cosas misteriosas.
Kuruga los dejó en la mesa, como si estuviera dejando dinamita, y se fue.
Sin más palabras.
Sin más explicaciones.
La segunda vez no fue casualidad.
Kuruga apareció un viernes, casi al anochecer. Hisashi estaba fuera e Izuku había decidido cenar en su cuarto. Pero al salir a buscar agua, ahí estaba Kuruga, sentado en el sofá acomodando unos papeles que estaban en la mesa, con una caja a sus pies.
No dijo mucho. Solo alzó la caja y la deslizó por la mesa.
Dentro: un cubo Rubik… pero no el clásico. Este tenía más caras, más colores.
—Gracias…
Fue lo único que pudo decir. Kuruga no respondió, pero por primera vez… no pareció incómodo con el silencio.
La tercera vez, Izuku habló primero.
—¿Tú también viste los viejos episodios de All Might? —le preguntó sin levantar la vista del cubo.
Kuruga, en un rincón, apenas levantó las cejas.
—Vi algunos. Cuando todavía salían en tele abierta.
—¿Y te gustaban?
—No lo suficiente como para comprar peluches. —dijo con una sonrisa apenas marcada.
Un día después, en el escritorio de Izuku apareció una figura articulada de All Might con capa roja. Usada, con rayones… pero claramente cuidada.
No había nota. No había firma. Pero Izuku supo.
Otra noche, sin avisar, llegó con un póster.
Era grande, el tipo de papel grueso que se usaba antes de que todo se digitalizara. Una imagen antigua de varios héroes de la primera generación, muchos ya olvidados. Izuku lo miró en detalle durante casi media hora, en silencio, hasta que notó los dedos de Kuruga señalando uno en el borde.
—Ese era mi favorito. Nunca ganó una batalla, pero siempre volvía.
Izuku se rio bajito.
—Eso suena como yo.
Kuruga asintió. Y no dijo más. No hacía falta.
A veces el regalo era comida.
No cosas grandes. Pero sí significativas. Un contenedor con onigiris caseros
"Tu padre me pidió que los trajera."
"Mentiroso."
"Tienes razón. Son míos. Pero hice de más."
Un termo con sopa caliente.
Un paquete con galletas saladas y un post-it que decía: "No tienen azúcar, pero llenan."
Izuku empezaba a reconocer las intenciones. Pequeñas grietas en la armadura de Kuruga.
No eran visitas.
Eran actos de presencia.
Un día, le trajo un juego de mesa. “Go”, se llamaba. Un clásico de estrategia. Tablero de madera, piedras blancas y negras.
—Te va a gustar más que el ajedrez.
—¿Por qué?
—Porque acá el centro no importa tanto. Ganas por rodear, no por conquistar. Por resistir.
Izuku jugó solo durante semanas, hasta que una tarde, Kuruga se sentó frente a él. No preguntó si podía. Simplemente lo hizo.
Jugaron. No hablaron. Pero cuando Izuku hizo una jugada buena, Kuruga asintió con los ojos.
Y ese gesto… valió más que cualquier palabra.
Kuruga nunca avisaba. Solo aparecía, como una sombra que se cuela entre las rendijas de una habitación mal cerrada. A veces hablaba con su padre en voz baja, otras veces simplemente se quedaba en la penumbra, observando. Como si todo le fuera ajeno… excepto él. Excepto Izuku.
Y una noche, sin previo aviso, mientras Izuku regresaba a su habitación, Kuruga lo detuvo con una sola palabra:
—Ven.
Fue seca. Silenciosa. Grave. Pero no amenazante.
Izuku dudó. Miró de reojo hacia la habitación, asegurándose de que no se trataba de alguna trampa, y luego, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, obedeció.
Lo llevó a la sala.
Apagó todas las luces.
Solo quedó la tenue iluminación que entraba por la ventana.
Kuruga se quedó ahí, de pie, como una figura hecha de sombras, y dijo:
—Si vas a seguir ocultándote… más vale que aprendas a sobrevivir.
Izuku lo miró. No entendía del todo.
Kuruga lo observaba con ese rostro serio, tallado por el silencio y el cansancio de alguien que había visto demasiadas cosas y había decidido no hablar de ninguna.
Luego se agachó, se sentó en el suelo, y le hizo un gesto con la mano.
—Siéntate.
Izuku obedeció.
—Lo que te voy a enseñar —dijo Kuruga, con voz baja— no es para que pelees. No para que ganes. Es para que no mueras.
Ese peso se sintió como plomo. Izuku no preguntó, solo tragó saliva.
El entrenamiento fue simple al principio. Movimientos básicos. Cómo equilibrar su cuerpo. Cómo caer sin romperse. Cómo moverse sin hacer ruido.
Cómo leer el cuerpo del otro antes de que te ataque.
—La mayoría de los combates —dijo Kuruga— no se ganan con fuerza. Se ganan con tiempo.
Y con la voluntad de seguir respirando.
Lo hacía repetir los movimientos una y otra vez, sin piedad. Y cuando Izuku se equivocaba, no lo corregía con gritos ni críticas. Solo… volvía a empezar. En silencio. Una vez más.
—No pelees. Observa.
—No ataques. Resiste.
—No te conviertas en lo que ellos esperan. Sé invisible.
—Y cuando te vean… que ya sea tarde.
Con el tiempo, los regalos dejaron de parecer extraños.
No eran sobornos. No eran deberes.
Eran formas de decir: “te veo”, “no estás solo”, “me importa”.
Y en un mundo donde todo parecía oscuro, donde los héroes eran caricaturas de lo que alguna vez creyó… Kuruga, ese hombre de piel como la noche, con ojos rojos como brasas apagadas, se volvió una de las luces más tenues…
Pero una que siempre estaba encendida.
Izuku sintió el peso de la realidad caer sobre él con la lentitud de una niebla pesada, mientras sus párpados se abrían con dificultad. Estaba acostumbrado a eso… a despertarse como si llevara una vida entera cargando sobre los hombros. Los sueños, si es que llegaban, eran como un reflejo sucio de recuerdos que dolían. A veces soñaba con Kuruga… o con Miya… o incluso con su padre. Pero la mayoría de las veces, no había sueños. Solo oscuridad. Silencio. Vacío.
Y cuando sí los había… eran pesadillas.
Perder a Till. Que desaparezca. Que lo arranquen de sus brazos sin poder hacer nada. Morir allí, solo, con Till llorando en alguna otra habitación sin saber por qué Izuku no vuelve.
O esa otra pesadilla. La peor. Esa que no parecía una pesadilla, sino un recuerdo disfrazado.
Esa donde la electricidad recorre su cuerpo, donde su cerebro parece estallar desde adentro, donde grita sin poder controlar su cuerpo. No recordaba que eso le hubiera pasado… no quería recordarlo si sí había pasado. Pero esa pesadilla volvía. Una y otra vez. Como si su propia mente se negara a dejarlo olvidarlo. Como si quisiera advertirle. “Esto podría pasar otra vez.”
Izuku abrazó las sábanas a su lado, esperando sentir el calor suave y pequeño del cuerpito de Till. El pequeño siempre dormía acurrucado a su lado, hecho un ovillo o estirado como una estrella. Pero ese espacio ahora estaba vacío. Frío.
El corazón de Izuku dio un vuelco.
—¿Till…? —preguntó, con la voz apenas un susurro.
Y entonces, el miedo lo agarró del pecho con garras de hielo.
—¡¿TILL?! —gritó, levantándose de golpe.
Sus ojos verdes recorrieron la habitación hasta que por fin… lo vio.
Till.
De pie, a unos metros, con su bata arrugada y el cabello alborotado. Sonreía, con esa sonrisa chiquita y orgullosa que solo Till podía tener, mientras se inclinaba sobre una caja de cartón.
Una caja que Izuku no recordaba haber visto antes.
No era la de los juguetes. No era la que usaban para guardar ropa o dibujos. Era… nueva. Y Till estaba sacando cosas de ella.
Libros.
Libros que nunca habían tenido.
Libros que alguien dejó allí, sin que Izuku lo notara.
El corazón de Izuku volvió a acelerarse, pero esta vez no era miedo. Era alarma. Saltó de la cama.
—¡Till!
Corrió hacia él, como un rayo, y le agarró la manito justo cuando estaba a punto de abrir un libro. Lo hizo con tanta fuerza, con tanta urgencia, que Till se sobresaltó.
El niño pequeño dio un respingo, sus ojos cerceta se abrieron con susto, y su cuerpo se tensó como un resorte a punto de romperse.
Izuku tiró el libro de nuevo a la caja, como si fuera algo tóxico, explosivo. Como si ese objeto fuera capaz de destruir todo lo que amaba. Y con una mano, alejó a Till del lugar, agarrándolo aún del brazo.
—Till, ¡te dije que si ves algo nuevo, tienes que avisarme! ¡No podés tocar cualquier cosa! ¡No sabemos qué puede ser!
Pero lo dijo muy rápido. Muy fuerte. Muy… adulto.
Y Till…
Till lo miró con una mezcla de confusión y miedo. Sus ojitos brillaron. Su boquita tembló.
—P-per… per-perdom… —dijo, y su vocecita se quebró.
La mueca en su rostro fue como una cuchillada directa al pecho de Izuku. Till apretó los puñitos, bajó la cabeza, y empezó a sollozar. Lloraba como lloran los niños pequeños cuando no entienden del todo qué hicieron mal, solo que hicieron enojar a alguien que aman mucho.
Izuku lo miró, paralizado.
Los ojitos de Till se llenaban de lágrimas grandes que bajaban por sus mejillas redondas. Su naricita se arrugaba, su boca abierta dejaba salir pequeños “ah-ah-ah” entrecortados, como si no supiera si quería gritar, llorar o solo esconderse.
Y con cada segundo que pasaba, Izuku se sentía más y más miserable.
Izuku podría ser exagerado ahora. Sí. Paranoico, incluso. Lo sabía. Lo sentía. A veces, lo pensaba cuando se quedaba en silencio mirando a Till mientras dormía, como si bastara parpadear para que alguien lo robara de su lado. Como si el mundo pudiera colarse entre las grietas de su cueva y arrebatárselo sin que pudiera siquiera gritar.
No confiaba en nada. Ni en el agua, ni en la comida, ni en las cosas que les dejaban. Revisaba los paquetes hasta el más mínimo detalle. Probaba antes de dárselo a Till. Guardaba comida por si dejaban de traerla. Anotaba cualquier cosa.
A veces, se decía que estaba actuando como un adulto. Otras, se sentía como un loco. Como si estuviera atrapado en un mundo donde cualquier descuido podía costarle todo.
Izuku odiaba pensar así. Pero no podía evitarlo.
—Ay no, Till… no, no, por favor —dijo, arrodillándose de inmediato frente a él.
Till sollozaba bajito, respirando mal, con esos movimientos nerviosos de su cuerpito como si quisiera huir pero no supiera a dónde. Como si quisiera que su hermano desapareciera en ese momento, pero al mismo tiempo, lo necesitara más que nunca.
Izuku lo abrazó de inmediato, envolviéndolo con sus brazos como si pudiera protegerlo de todo el dolor del mundo, incluso del que él mismo acababa de causarle.
—Lo siento… lo siento tanto Till… —susurró, pegando su frente contra la del pequeño— No fue tu culpa. Yo… yo reaccioné mal. No debí gritarte así, mi amor. No debí asustarte.
Till lloraba contra su pecho, y cada sollozo era como un eco directo al corazón de Izuku. Till apenas levantó la mirada, sus ojitos húmedos se encontraron con los de Izuku.
Izuku sonrió débilmente, con los ojos cristalinos por las lágrimas que no salían. Suspiró, sintiendo cómo la culpa le apretaba el pecho como si se hubiera tragado piedras.
—No, Till… —susurró, con la voz suave, casi quebrada— Yo fui quien reaccionó exagerado. No tenías la culpa, chiquito. Perdón… de verdad. Pero tenés que entender… si ves algo que no conocés, si aparece algo nuevo acá adentro… tenés que avisarme, ¿sí?
Mientras hablaba, Izuku levantó una mano temblorosa para limpiar las lágrimas que rodaban por los cachetes redondos y calientes de Till, esos que se ponían rojos cuando lloraba. El pequeño temblaba un poco todavía, hipando, con la respiración entrecortada, como si cada sollozo le saliera del corazón.
—¿Qué pasaría si hay algo peligroso? —preguntó Izuku, su voz apenas un hilo, cargada de un miedo que no podía explicar del todo— ¿Qué pasaría si eso te lastima?
Till sorbió los mocos con una naricita congestionada, y bajó la mirada, como si de verdad intentara pensar en la respuesta.
—Me… Me… Mmm… —intentó decir, entre sollozos, la frustración pintándosele en el rostro, arrugando su ceño infantil— Me…
Izuku sintió un nudo en el estómago. Hasta en eso le dolía ver a Till: ver cómo se esforzaba por decir lo que quería, cómo luchaba con palabras que todavía no tenía del todo, con un mundo que se le presentaba grande, complicado, impredecible.
—Te lastimarías —completó él con ternura, y Till alzó la mirada. Los ojos celestes se encontraron con los verdes— No quiero que te pase eso. No quiero que te lastimes, nunca. Así que por favor, la próxima vez que veas algo raro, o que no estaba ahí antes… me avisás, ¿sí?
Till asintió, lento, todavía con lagrimitas atrapadas en las pestañas.
—¿Te acordás de las reglas que te dije?
El niño se quedó pensativo, moviendo un poco los dedos de la mano que tenía libre, como si contara mentalmente las cosas que Izuku le repetía a diario. Luego, con su vocecita ronca y bajita, dijo:
—A-a-avisarte si… si veo algo… em… peligoso…
—¡Muy bien! —dijo Izuku con una sonrisa suave, agradecido por la concentración con la que Till se tomaba esas reglas que para otros niños serían un simple juego. Para ellos, eran su única red de seguridad— Exacto. ¿Y qué más?
Till frunció la boquita, pensando.
—So-sonidos… rrarros.
—¡Sí! —Izuku le acarició el cabello revuelto— Si escuchás algo raro, si sentís un ruido que no conocés… me lo tenés que decir. Más si viene de… ya sabés de dónde, ¿no?
—D-de la puerta… de los monstos.
Izuku asintió, con una risa bajita que tenía más dolor que alegría. Monstruos. Till decía eso porque no entendía del todo lo que había allá afuera. Pero Izuku sí. Izuku había vivido en carne propia que los verdaderos monstruos no tienen colmillos ni garras: tienen manos humanas y voces amables y promesas que se pudren por dentro. Solo… solo necesito que me ayudes un poquito. Que me avises. Que no toques cosas raras.
—Eso mismo. No quiero que esos monstruos te hagan daño nunca. Así que ahora… ahora, ¿por qué no comés la gelatina que dejamos ayer? Estoy seguro de que está riquísima.
El niño asintió, ya más tranquilo, limpiándose los restos de llanto con la manga de su pijamita mientras tomaba la mano de Izuku.
—Gracias, campeón…
Caminaron juntos hasta la mesa ratona, y el mayor se inclinó para darle su cuchara de plástico, la que cuidaba como un tesoro porque no sabían si algún día más les darían otra.
—Ten. ¿La podés agarrar vos solito? —le preguntó.
Till asintió otra vez. Sacó con cuidado la tapita de la gelatina, y metió la cuchara con pequeños movimientos inseguros. Su lengua asomó por la comisura de los labios mientras probaba el primer bocado. Sonrió. Una sonrisa tímida y honesta, de esas que hacían que a Izuku le doliera el corazón y se lo derritiera al mismo tiempo.
—Quedate acá, ¿sí? —le pidió Izuku, acariciándole la cabeza.
Till asintió distraído, ya sumido en su gelatina como si el mundo fuera solo eso ahora: sabor dulce y tranquilidad momentánea.
Pero Izuku… Izuku no podía relajarse.
Se levantó y caminó hacia la caja misteriosa, la que había provocado todo esto. Su corazón latía fuerte, tenso, como si cada paso lo llevara más cerca de algo que no quería ver.
Se preguntó, en ese breve trayecto, cuántas veces más Till tendría que pagar por un mundo roto que nunca pidió. Cuántas veces más él iba a reaccionar mal, por miedo, por agotamiento, por vivir con el corazón hecho trizas y la cabeza llena de traumas que no entendía del todo.
¿Cómo podía ser todo al mismo tiempo? Hermano. Madre. Guardián. Niño roto.
No debería estar abriendo cajas con miedo a encontrar trampas. No debería estar enseñando reglas de supervivencia a un niño pequeño. No debería estar conteniendo el llanto para no asustar a su hermanito.
Pero ahí estaba. Viviendo con los restos de una infancia robada.
Al acercarse a la misteriosa caja, Izuku no pudo evitar sentir cómo un peso invisible comenzaba a asentarse sobre sus hombros. Algo en esa caja lo incomodaba. No por lo que había en ella, sino por lo que representaba. Otra entrega. Otra cosa que no pidieron. Otro regalo desde un lugar que no conocen, ni pueden controlar. Pero ahora no podía permitirse desconfianza, al menos no frente a Till, no después de haberlo asustado así.
Sus dedos temblorosos tomaron el libro que Till había tenido en sus manos minutos antes: un libro interactivo, grueso, con tapas acolchonadas y dibujos coloridos. Al frente, un león sonriente lo observaba, su melena hecha de pelusa sobresalía del papel. Izuku extendió la mano y la acarició con la yema de los dedos. El tacto era... cálido. Suave. Reconfortante de una manera absurda, casi dolorosa. Por un momento cerró los ojos y apretó un poco los dedos contra el pelo sintético. Era ridículo, sí, pero había algo tranquilizador en ese contacto. Como si pudiera engañar a su cerebro por un segundo y hacerle creer que no estaba encerrado, que todo estaba bien. Que eran solo dos hermanos jugando una mañana normal.
Pero no podía quedarse ahí.
Soltó un suspiro, dejó el león a un lado con cuidado—como si fuera algo vivo—y abrió el libro. Las páginas eran gruesas y coloridas. En cada una, un animal se presentaba con texturas distintas. La cebra, por ejemplo, tenía pequeñas franjas negras con un pelaje corto, como de alfombra. Pasó sus dedos por ellas. Grisia la cebra vive en las llanuras y le gusta correr con el viento, decía en letras grandes. Luego venía Zazori, una serpiente con una textura fría, casi como plástico escamado. Zazori adora escabullirse entre los pies desprevenidos. Izuku arrugó el ceño al leer eso. Pensó en las sombras. En la forma en que las cosas a veces se escabullían en su mente, como si fueran serpientes también. Pensó en los ruidos por las noches, en la electricidad en sus venas durante las pesadillas. ¿Sería Zazori una pesadilla con cara de cuento?
Suspiró otra vez, cerrando el libro con suavidad. Quería entender por qué esas cosas lo afectaban tanto. Es solo un libro de niños, Izuku. No te va a hacer daño.
Entonces metió la mano en la caja otra vez y sacó otro libro: uno con solapas. En la portada decía: “¿Dónde está el osito?” con una ilustración de una habitación desordenada, como la de un niño que acaba de jugar. Una sonrisa cansada se dibujó en su rostro. Mamá decía que me encantaban estos... Se lo había contado una vez, riéndose, mientras le ponía la campera antes de ir al jardín de niños. “Te ponías a llorar de la emoción cuando encontrabas algo escondido. Era como si fuera magia de verdad”, decía, besándole la frente. Izuku la había olvidado. Esa escena. Esa sensación de magia… hasta ahora.
Le dolió.
Como una punzada directa al centro del pecho. Porque había olvidado algo tan bonito. Porque no podía volver a vivirlo de la misma manera. Porque no podía contarle eso a Till sin que se le rompiera la voz.
Se obligó a parpadear. A soltar el libro. A mirar hacia otro lado.
Y entonces lo vio: Till, mirándolo desde lejos, con esa expresión contenida. Quería acercarse, podía verlo en sus ojos. Pero no lo hacía. Estaba detenido, quieto, como si temiera volver a ser regañado. Izuku sintió cómo la culpa se apretaba en su garganta. Soy yo quien lo está alejando. Soy yo el monstruo detrás de la puerta esta vez.
Inspiró hondo y lo llamó:
—Till... ven.
El niño ni siquiera dudó. Corrió hacia él dejando la gelatina tirada en el suelo, con la cuchara todavía en su manita. Tenía gelatina en la cara, en la ropa, incluso en el pelo. Pero su sonrisa era tan radiante, tan pura, que Izuku casi se echó a llorar.
Till se sentó en su regazo como si siempre hubiera pertenecido ahí. Como si no existiera ningún rincón del mundo más seguro. Y eso lo partió aún más por dentro.
—Till, tienes gelatina en la boca —le dijo en voz baja, como riendo entre lágrimas que no dejaba salir.
—Hehehe... —rió Till, orgulloso, como si eso fuera una broma buenísima.
Izuku con la manga de su buzo lizo y grisáceo comenzó a limpiarle la cara con una ternura que nacía desde la culpa, sí, pero también desde el amor más visceral.
Terminó de limpiarlo y agarró nuevamente el libro de texturas.
—Este es Zazori —le dijo, abriendo la página y señalando la serpiente— Mira cómo se siente su piel.
Till tocó la textura y abrió los ojos con asombro.
—¡Aaaaah! —gritó bajito, divertido— Zazi rari...
—Zazori —corrigió Izuku, sonriendo— Y escapa por los pies, así que ten cuidado con los tuyos.
Till se los agarró con las manos rápidamente, apretando los deditos como si los escondiera. Izuku rió bajito, más por no llorar que por otra cosa.
—¡Mira Till, este es un león! —dijo Izuku, alzando el libro que ya antes había tenido entre sus manos.
La ilustración era vibrante, con un león sonriente en el centro de la página, su melena hecha de pelusa salía por fuera del borde del libro. Till lo miró con esos ojitos curiosos que parecían devorarse el mundo, y al instante llevó sus manos pequeñas hacia la melena.
—¡Pelooo! —gritó, emocionado, pasando los deditos sobre la textura— Leleón...
—Sí, un león. Tiene una melena muuuuuy peluda —Izuku alargó la palabra mientras acariciaba también la página— Dicen que es el rey de la selva. Son fuertes, muy fuertes, y hacen… ¡ROARRR!
Izuku abrió la boca como un gran león, rugiendo de forma exagerada mientras se inclinaba hacia Till, mostrando los “dientes” como si fuera a atacarlo. El niño soltó una carcajada aguda, retrocediendo un poco antes de que Izuku lo atrapara entre sus brazos.
—¡Y cuando atacan, saltan arriba tuyo! ¡Así! —gritó divertido, tirándose encima de Till y comenzando a hacerle cosquillas en la pancita con la nariz mientras imitaba el sonido de un rugido— ¡ROAAARRR!
—¡N-noo, Le-Leleón nooo! —Till se retorcía entre carcajadas, sus piernas pateaban el aire y sus manitos trataban de apartar a su “depredador” sin dejar de reír— ¡Leleón mmmaldishoooo!
—¡Maldishooo! —repitió Izuku entre risas, sin poder contenerse—. ¡El león maldisho quiere tus pies!
Y volvió a hacerle cosquillas en los pies, lo que provocó una risa descontrolada del más pequeño. En ese momento, el encierro, el miedo, los sueños, las cajas misteriosas... todo parecía desvanecerse. Por un instante, solo existían ellos dos, un libro y una selva inventada en el colchón.
Cuando ambos se calmaron un poco, Izuku volvió al libro, pasando la página.
—A ver, a ver… ¿quién viene ahora? ¡Ah! ¡Mira, es la rana!
Till se inclinó curioso y tocó la superficie rugosa, como una telita verde con puntitos. Tenía ojos saltones y una sonrisa simpática.
—Ranaaaa... —murmuró Till, tocando la página— ¿Qué hace?
—¡Hace croac croac! —respondió Izuku, y se llevó las manos a la boca para imitar el sonido. Luego brincó sobre sus rodillas— Y saltan así: ¡boing, boing! ¡Como Don Patas! —se lanzó hacia atrás, rebotando suavemente en el colchón.
Till lo imitó como pudo, haciendo un pequeño salto en su lugar y repitiendo:
—¡Boing, coac! ¡Boing, coaaaac!
—¡Muy bien, rana saltarina! —lo felicitó Izuku, acariciándole el pelo con una sonrisa cálida.
Pasaron la página juntos. Apareció un oso, de pelaje suave, pegado a la página como una mantita.
—Este es... el oso dormilón. Mira qué gordito está. ¡Y duerme durante toooodo el invierno!
Till tocó el peluche pegado, con los ojos bien abiertos.
—¿Dueme… como yo?
—Sí, pero todo el invierno. Así que imagínate dormir por meses enteros, ¡sería una locura!
—¡Yo no, no! Yo juugar —respondió Till, sacudiendo la cabeza con fuerza, lo que hizo que su flequillo rebotara.
—Claro, claro, tú eres un osito hiperactivo —rió Izuku— Te gusta jugar y comer gelatina, no dormir como un oso.
Pasaron la página otra vez.
—¡Y este es el mono! —dijo Izuku, señalando una imagen con bracitos largos de fieltro colgando por fuera de la página— El mono brinca por los árboles y come bananas. ¡Y hace uuuh uuuh aaah aaah!
Izuku comenzó a moverse de lado a lado, imitando al mono y haciendo sonidos mientras se colgaba torpemente del borde de la cama. Till lo miraba fascinado, sin entender del todo, pero completamente encantado por la energía de su hermano.
—¡Uuuuh uuuh! ¡Ah ahhh! —Till comenzó a imitarlo, tirándose de espaldas y agitando los bracitos como si también estuviera en una liana invisible.
—¡Exacto! ¡Eso, Till! —Izuku no podía dejar de reírse. El corazón le latía rápido, no por miedo, sino por ese tipo de felicidad que arde, que pica detrás de los ojos cuando sabes que algo es precioso y frágil a la vez.
Y en medio de esa risa, mientras Till señalaba los animales con emoción desbordante y repetía sus nombres mal pronunciados, Izuku sintió una punzada dulce y dolorosa en el pecho.
¿Y si no pudiera proteger esto? ¿Y si algún día Till deja de reírse así? ¿Y si el mundo vuelve a arrebatarles algo?
Se obligó a mantenerse presente. A mirar a Till. A absorber cada instante como si fuera eterno. Porque quizás no pudiera cambiar lo que había pasado, ni predecir lo que vendría, pero podía regalarle a su hermanito momentos como este. Risas. Juegos. Aventuras que salían de páginas acolchonadas. Porque ese era el mundo de Till ahora. Y, si podía hacer que ese mundo fuera un poco más cálido, más seguro, más lleno de cuentos y rugidos de mentira… entonces valía la pena.
—¿Quieres ver otro? —preguntó Izuku, su voz suave, quebrada apenas por la emoción.
—¡Sí! ¡Másss animales! ¡Más leleones!
—¡A ver qué más hay por aquí, Till! —dijo Izuku, pasando con cuidado la siguiente página del gran libro.
Una superficie suave, como terciopelo corto, cubría una figura acurrucada con orejas puntiagudas y bigotes bordados.
—¡Mira! Este es Gatuno, el gato más dormilón del mundo. Vive en el tejado de una casa que siempre está al sol, y le encanta dormir en lugares cálidos, como pan recién hecho o barrigas suaves como la tuya.
Till rió con la nariz arrugada, y tocó la textura del gato con la palma entera de su mano.
—¡Mira, se siente su pelito! ¿Suave, no? —Izuku llevó también su mano a la figura y ambos acariciaron al ficticio Gatuno.
—Miau… —dijo Till, bajito.
—¡Exacto! Gatuno hace miau, pero solo si tiene hambre o quiere mimos. A veces también se enoja y hace hissss, pero tú nunca lo enojarías, ¿verdad?
—¡Nooo! Gatuno bueno —aseguró Till con solemnidad infantil, abrazando la página como si pudiera protegerlo.
Pasaron a la siguiente.
—¿Y este? ¡Oh, wow, Till! Mira, es Piquito, el pájaro cantante.
La textura era de plumas suaves, con una colita hecha con hilos largos que colgaban como los de un papalote.
—Vuela alto por las mañanas y canta canciones que sólo los niños pueden entender. ¿Quieres escuchar su canto?
Izuku llevó los dedos a la boca y emitió un trino chillón, algo desafinado pero lleno de intención.
—¡Tuii-tuuuiii! ¡Chiii-chiruuu! ¡Piquito dice que el día será bonito!
—¡Tuii! ¡Tuuu! —imitó Till con entusiasmo, aleteando los brazos.
—¡Eso! ¡Estás volando como Piquito! Pero cuidado con las ventanas —Izuku bromeó, haciéndolo reír a carcajadas mientras fingía que Till se chocaba con una pared invisible.
Y otra página más.
—¡Ohhh nooo! ¡Till, cuidado! ¡Es Dento, el cocodrilo que siempre está masticando algo!
La textura era rugosa, de cuerina dura, como piel escamosa. Tenía dientes de fieltro blanco que sobresalían de la página.
—¡Mira sus dientes! ¿Viste? ¡Uno… dos… tres… muchos! Y cuando abre la boca…
Izuku la abrió lentamente con los dedos. Dentro había dibujitos de peces, ramas, ¡y hasta un juguete barbie!
—¡Se comió una muñeca! —gritó Till, escandalizado.
—¡Sí! Porque Dento no sabe qué es comida y qué no. Así que hay que decirle: “¡NO, Dento, eso no se come!”
—¡Noooo, Dento! —gritó Till, señalándolo con el dedo— ¡muñeca nooo!
—¡Muy bien! Eres muy valiente.
Y continuaron.
—Aquí está Moozi, la vaca saltarina —dijo Izuku, tocando el lomo de tela blanca con manchas negras suaves como almohadas.
—Moozi vive en una granja mágica donde todas las vacas saltan en camas elásticas. ¿Recuerdas que te conté que las camas elásticas te hacían saltar más alto? ¿más que nuestro colchón? Bueno ¡Esta es una! Y cuando dice muuu, ¡rebota más alto!
—¡Muuu! —gritó Till, mientras saltaba un poco en su lugar.
—¡Más fuerte! ¡Así puede saltar hasta la luna!
—¡MUUUUU! —Till gritó, levantando los brazos como si volara.
Izuku rió, sosteniéndolo por la panza para “lanzarlo” hacia arriba. Till sabia lo que era la luna, le había dicho que estaba arriba, junto a las nubes, pero como el arriba de aquí era solo un techo, creo que él cree que detrás de esas nubes falsas, sonrientes, hay una luna sonriente también. Hecha de queso, además.
Pasaron a la figura siguiente: un animal de peluche con cola espesa de fieltro y ojos traviesos.
—Este es Zorrito Robin. Es rápido, silencioso… y roba medias. Solo medias.
—¿Sólo medias? —preguntó Till, entre risitas.
—Sí, porque piensa que si junta muchas, podrá hacerse una manta gigante y esconderse del mundo cuando tenga miedo.
—Como tú —dijo Till, bajito.
Izuku lo miró, sorprendido por la simpleza y verdad de la frase.
—Sí… como yo —repitió, tocando el lomo del zorrito— A veces también quiero esconderme, pero si tú estás conmigo, no me escondo tanto.
Y pasaron a un animal majestuoso, con ramitas suaves como astas de felpa.
—Este es Ciervio, el ciervo del bosque dormido. Siempre está alerta, con los oídos parados, por si hay ruidos raros o peligros cerca.
—Como tú… —repitió Till, tocando las orejas de felpa.
—Sí, como yo. Pero Ciervio también necesita descansar, ¿sabes? No puede estar todo el tiempo despierto.
—Entonces… dormí, Ciervio —susurró Till, cerrando los ojos del dibujo con los dedos, como si pudiera protegerlo.
Y por último…
—Este es Kiolo, el sabio de la noche. Mira, sus plumas parecen papel —Izuku deslizó los dedos por las plumas de una tela arrugada, como pergamino viejo.
—Él lo sabe todo. Y cuando alguien está triste, se posa sobre su ventana y le canta un poema bajito.
—¿Poema?
—Sí. Uno como este… —Izuku hizo una pausa, improvisando:
"Si la noche te asusta y no sabes qué hacer,
búscame en tu ventana, te vendré a proteger.
Con alas de historias y ojos de sol,
te cuidaré en silencio, seré tu farol."
Till lo miró en completo silencio, los ojos brillantes, y luego apoyó su cabeza en el hombro de Izuku.
—Kiolo es bueno…
—Sí… como tú.
Izuku quedo en silencio procesando el poema, dándose cuenta de las claras referencias a su situación, y que al final, él era parecido a Kiolo… O que capaz el necesitaba ser ese farol para Till, para que el niño pequeño, pueda ver el sol por primera vez.
Izuku quedo en blanco, sintiendo como un suspiro salía de su boca y sus ojos se quedaban fijos en la nada. Como si estuviera a punto de irse a otro mundo, como si su mente estuviera a punto de irse.
Pero una mano chiquita poso en su rodilla, sacándolo de ese trance y haciéndole reaccionar.
Seguir con distintos libros y juguetes.
Seguir con distintos libros y juguetes.
Seguir con distintos libros y juguetes.
Izuku dejó a un lado el libro de solapas, ese que tenía dibujitos que se ocultaban detrás de puertas, árboles y ventanas. Tenía que admitir que era divertido; pensó que más tarde podría jugar con Till con ese, hacerle una historia propia, quizás inventarse voces para cada animal o personaje escondido.
Luego tomó otro, uno de esos libros de rimas simples y repetitivas que solían sonar como canciones de cuna o pequeños hechizos. “Buenas noches, estrellas”, decía la tapa con letras suaves, de esas que parecían susurrarte cosas al oído. O “La granja de sonidos”, con ilustraciones grandes y animales con bocas abiertas como si estuvieran a punto de emitir sus chillidos extraños.
O “La granja de sonidos”, con ilustraciones grandes y animales con bocas abiertas como si estuvieran a punto de emitir sus chillidos extraños.
Le dio un vistazo rápido, pasando las páginas con los dedos como si buscara algo en específico, aunque no sabía qué. Quizás solo quería sentir el papel moverse bajo su mano. Estaba lindo. Iba a estar bueno para jugar con Till después. Ya podía imaginar su vocecita diciendo “muuuuu” o “pio pio”, riéndose con cada nuevo sonido. Tal vez en la noche, antes de dormir, cuando el encierro se sintiera más pesado y ellos necesitaran reír un poco, escapar un poco.
Pero no ahora.
Ahora tenía que llegar al fondo de la caja. Porque cada objeto nuevo era una variable desconocida. Cada regalo, una posible amenaza disfrazada. Y él no podía permitirse dejar nada al azar.
O tal vez, lo que temía era no saber qué hacer con las cosas buenas. Las cosas que traían alegría pero también responsabilidad. Como si lo nuevo, incluso cuando no es malo, igual doliera. Porque lo obligaba a aprender a cuidar, a prevenir, a estar alerta… una vez más.
—¡Mira! Este es un…
Su voz se apagó cuando sus ojos cayeron sobre un conjunto de pequeños tarros de plástico coloridos. No tenían etiqueta, pero eran redondos, casi como los de comida para bebé. Los observó con cautela, y finalmente tomó uno. Estaba bastante duro de abrir, lo que le hizo fruncir el ceño. Forzó un poco más, y de golpe, la tapa giró y se soltó.
El olor familiar de la plastilina inundó el aire. Ese olor tan específico, casi dulce y terroso a la vez, lo golpeó de inmediato. Su pecho se llenó de una mezcla rara entre asombro y alarma. Ese olor no era desconocido. Era plastilina.
Plastilina.
Celeste azulado, como los ojos de Till.
Verde, como su propio cabello y la naturaleza.
Rojo, como la sangre y el amor.
Violeta, como el veneno.
Negro, como la oscuridad.
Colores intensos, casi brillantes. Como si gritaran “¡mírame!”.
Sus dedos se hundieron ligeramente en uno de ellos, y por un segundo, por un segundo breve pero honesto… se sintió niño. Sintió esa textura densa, blanda, con ese tacto tan único.
Pero su mente volvió rápido. Demasiado rápido.
Recordaba vagamente un comercial en la tele cuando era más chico. Decía que no era para menores de tres años. Que los niños podían tragársela pensando que era comida. Y por cómo se veían… tan suaves, con colores tan vibrantes… sí, sí que parecía comida para un niño tan pequeño.
—No sé si esto es una buena idea… —murmuró más para sí mismo que para Till.
Pero ya era tarde.
Till, quien había estado mirando con esos ojos grandes llenos de curiosidad, con su manito pequeña, metiendo el dedo dentro del tarro de plastilina negra, presionando una y otra vez como si fuera la experiencia más extraña y fascinante del mundo. La plastilina cedió, y dejó un huequito perfecto, redondo, como si el mundo mismo lo hubiese aceptado. Till rió con esa risa inocente, suave, pura… Y repitió el gesto, metiendo el dedo otra vez. Y otra. Fascinado. Como si descubriera algo nuevo sobre el universo.
Izuku no dijo nada. Solo lo miró.
Y por un segundo, solo un segundo, quiso dejarlo jugar.
Hasta que pasó.
Till sacó un pequeño pedacito… y se lo llevó a la boca.
—¡AH! ¡¡No no no!! —Izuku gritó mientras se lanzaba hacia él con el corazón saltándole en el pecho.
Con reflejos más veloces que cualquier héroe, sacó el tarro de sus manos, arrebatándole la masa justo cuando sus labios se cerraban alrededor de ella. No era veneno. Lo sabía. Pero tampoco era comida. Y él… él no podía fallar ahora. No podía permitir que algo tan pequeño, tan estúpido, tan descuidado, hiciera daño a Till.
Till parpadeó sorprendido, sin entender la reacción. Su boquita temblaba apenas, como si no supiera si debía llorar o reír.
—No se come, Till… Eso no se come —dijo Izuku con un tono más suave, aunque la culpa le taladraba las entrañas. —Es para jugar… pero no así.
Lo acunó un poco, le revolvió el cabello con una mano mientras mantenía los tarros lejos con la otra. Su mente seguía en mil pensamientos.
No podía evitar sentirse dividido.
Por un lado, sí… agradecía esos pequeños regalos, esas herramientas para la imaginación de Till, para sus juegos, sus mundos. Le daban cosas que nunca tuvo. Le permitían, en medio del encierro, construir recuerdos felices.
Pero por otro lado…
¿Por qué les dieron eso?
Sabían que Till era pequeño. ¿No lo pensaron?
¿O lo pensaron demasiado?
Era tan fácil. Bastaba un error. Un olvido. Dejar el tarro abierto una noche. Al día siguiente, la plastilina estaría dura. Como piedra. Ya no serviría para jugar. Ya no sería moldeable.
Como ellos.
Izuku tragó saliva, forzando su mente a calmarse.
Estaba siendo responsable. Estaba haciendo lo mejor que podía. Y no podía evitar tener ese miedo constante, de que todo se le fuera de las manos.
Suspiró. Bajó el tarro. Lo cerró con firmeza. Lo volvió a colocar en la caja, pero más al fondo, más escondido. Luego se giró hacia Till, que seguía mirándolo, medio confundido, medio divertido todavía por la textura de lo que había sentido.
—Vamos a usar esto… pero conmigo al lado, ¿sí? —murmuró más tarde, acariciándole el cabello. —Te prometo que vamos a hacer cosas lindas. Figuras. Bichos raros. Comida falsa. Pero primero, tengo que ver si no te hace mal, ¿sí?
Y aunque Till no entendiera todo lo que decía, asintió.
Izuku se quedó quieto un momento, contemplando la tela suave que sobresalía del fondo de la caja como si escondiera un secreto. Sus dedos temblaron levemente al tocarla. Era tela cálida, gastada en las orillas… familiar. Tiró un poco, revelando lo que había debajo, y no pudo evitar que se le escapara una risa silenciosa, un suspiro incrédulo.
—Mira, Till… —susurró con una mezcla de asombro y ternura— ¡Pato te quiere conocer!
Era una marionetita de dedo: un patito amarillo, con un pico anaranjado cosido con hilo grueso y ojitos bordados. El cuerpo estaba hecho de una tela que imitaba la felpa, un poco alargada, más de lo necesario. No era por diseño, se notaba. Estaba estirado. Usado. Tal vez por manos mucho más grandes. Adultas.
Izuku no pudo evitar pensar en eso.
¿Quién lo había tocado antes? ¿Quién había metido su dedo ahí, probando, evaluando, decidiendo si era “apropiado” para un niño?
La idea lo hizo apretar la marioneta un momento entre los dedos, hasta que notó el peso leve que se apoyaba en su pierna. Till.
Sus ojitos estaban fijos en el pato.
Izuku, respirando hondo, deslizó el títere en su dedo y comenzó a moverlo de un lado a otro, haciendo que el pato “caminara” torpemente sobre el aire.
—¡Cuac cuac! Hola Till, soy Pato Donald… ¡Y me dijeron que aquí vive un niño muy valiente!
Till, con los ojos brillando, soltó una carcajada suave, esa que venía del pecho y hacía que Izuku sintiera que todo, todo, valía la pena. Estiró sus manos con torpeza, queriendo atrapar el dedo de Izuku que se movía con la marioneta, como si el pato realmente tuviera vida.
—¡Paatooo! —chilló Till, feliz, mientras intentaba atrapar el pico con sus deditos— ¡¡Cuac cuac!!
Izuku dejó que lo atrapara, y fingió que el pato chillaba dramáticamente.
—¡Ay no! ¡Me atraparon! ¡Soy solo un pobre pato inocente! —decía con una vocecita chillona mientras Till lo abrazaba entre risas.
Había diez de ellos. Diez pequeños mundos tejidos.
Un ratón con orejas redondas, un cerdito rosado, un hipopótamo panzón, un panda dormilón, un sapo verde chillón, un oso de felpa, una vaca con manchas cosidas, un perro con lengua roja de fieltro y un conejo con orejas largas que colgaban blanditas.
Izuku los fue sacando uno por uno con cuidado, presentándolos con susurros, con nombres tontos que inventaba en el momento.
—Este es Topic… él siempre pierde sus ¿anteojos? —dijo, mostrándole el cerdito.
—¡Anteogos! —repitió Till entre risas, sin entender realmente, pero encantado por el juego.
Y entonces, en el fondo, encontró los títeres grandes. Más imponentes, con espacio suficiente para su mano entera.
Un tigre con rayas naranjas y negras, un mono con brazos largos, una jirafa de cuello altísimo y un elefante de orejas gigantes que al tocarlo, sonaba con un crujido suave. Izuku metió su mano en el del tigre y sintió el calor atrapado dentro, la tela era calentita, hasta diría que podrían usarlos como guantes en invierno.
Se giró hacia Till con una sonrisa grande, y comenzó a mover al tigre con exageración.
—¡RAWR! ¡Yo soy Big Tiger! —rugió con voz grave, moviendo las patitas como si caminara— ¿Y tú quién eres? ¿¡El pequeño humano invencible!?
Till se llevó las manos a la boca, sus ojos agrandados por la emoción.
—¡Yo Till! —gritó como si se presentara en un campo de batalla— ¡¡RAWRR!!
—¿¡RAWRR!? ¡Pero si tú ruges mejor que yo! —dijo Big Tiger, retrocediendo— ¡¿Cómo puede ser eso posible?! ¡Me han derrotado!
—¡Derrotaaadooo! —repitió Till, dando palmaditas mientras se reía.
Izuku fingió que el tigre se desmayaba sobre el suelo. Till corrió a abrazarlo como si fuera un héroe después de un combate. Y en ese momento, en esa imagen… Izuku sintió algo tan profundamente cálido que le dolió.
¿Cuánto tiempo más podrían tener esto? ¿Cuántos días más Till podría reír así, sin saber lo que realmente pasaba tras esas paredes, tras esa puerta?
Izuku tragó saliva. Sus manos apretaban el títere sin que él se diera cuenta.
Desvió la mirada. Necesitaba distraerse, seguir, concentrarse.
A su lado, encontró juguetes más extraños. Interactivos. Uno era un cubo de Rubik, pero no el clásico que ya conocía y tenía aquí. No. Había tres nuevos.
Uno de 5x5, más complejo, con más piezas para alinear. Otro en forma de pirámide de cuatro niveles. Y uno… uno especial. Un Master Kilominx.
Izuku lo miró como si viera a un viejo amigo. Recordaba exactamente de dónde conocía ese cubo. Kuroiro le había regalado unos cuantos, de estos, y papá intento ayudarme con distintas formas que podía solucionarlo. Habían pasado toda la tarde juntos resolviéndolo… o intentando en caso del niño, porque el padre ya sabia como solucionarlo.
Izuku no había logrado armarlo del todo.
Pero se había sentido acompañado.
Importante.
Sus dedos lo tomaron con cuidado. No estaba aquí por casualidad.
Sabían que a él le gustaban estas cosas. Que las usaba para pensar.
O… para mantenerse cuerdo.
Lo miró un momento más y luego lo dejó a un lado.
Primero Till.
Después, todo lo demás.
Del rabillo del ojo, notó un leve movimiento. Un susurro de tela. Un tironcito. Y cuando giró la cabeza, ahí estaba Till, sentado en el suelo con las piernas abiertas, frente a una bolsita de tela rosa que desentonaba con todo el resto del contenido de la caja.
La miraba con una concentración absoluta, como si fuera un enigma. Sus deditos pequeños tiraban de los listones blancos, jalándolos uno a uno con paciencia y determinación, como si estuviera abriendo un secreto importante.
Era hermosa.
La bolsita parecía algo que no pertenecía a ese lugar. Suave, elegante, un rosa bebé que tenía algo casi mágico. Los bordados eran detallados, como si alguien hubiera pasado horas tejiendo pequeñas flores y estrellas en la tela. No parecía una bolsa cualquiera. Se sentía… como un regalo para alguien que importaba. Para alguien cuidado.
Izuku parpadeó, y por reflejo, caminó hasta Till. No sabía por qué, pero algo dentro suyo le dijo que debía ver qué había dentro antes que Till lo sacara. Tal vez era su paranoia otra vez. O tal vez era el simple hecho de que había aprendido a no confiar del todo. Porque las cosas bonitas a veces ocultaban otras que no lo eran tanto.
Se agachó lentamente frente al niño y le habló con una voz suave, casi como si el aire pudiera romper el momento.
—Permiso, Till… déjame ver qué hay adentro, ¿sí?
Till alzó la mirada con sus grandes ojos curiosos. Al principio se resistió, haciendo sonidos frustrados cuando Izuku se lo saco de sus manos, casi poniéndose a llorar.
Izuku abrió la bolsa.
El corazón le dio un pequeño vuelco.
Había… cosas para el cabello. Un montón.
Hebillas de colores, pequeñas colitas de pelo de todos los tamaños —algunas tan chiquitas que parecían hechas para dedos— otras con dibujos de animalitos, estrellas, frutas. Hebillas de clip, de broche, vinchas blancas suaves, un peine simple de madera clara. Todo perfectamente ordenado, todo en perfecto estado.
Algo en su pecho se tensó.
No era un regalo cualquiera. Era algo… personal. Algo para cuidar.
Y por una vez, no sintió miedo de lo que había dentro. Sino un nudo en la garganta. Porque de todas las cosas que podría necesitar, esa era una que jamás había pedido… pero que necesitaba todos los días. El cabello de Till se enredaba con facilidad, rebelde como todo en él, y hasta ahora, solo había usado los dedos para peinarlo. A veces se quedaba dormido con nudos, y al despertar, protestaba porque le dolía.
Izuku tragó saliva.
—Por lo menos ahora… podré hacerle una trenza sin que se deshaga a los dos segundos.
Till alargó los bracitos, queriendo tocar las hebillas.
—¿Eso qué es?
—Son… cosas para el pelo, para que no se te hagan nudos. Mirá —Izuku se sentó con las piernas cruzadas, y palmeó su regazo— Ven, que te peino un poquito.
Till frunció el ceño. Se quedó parado, dudando, con ese gesto medio desconfiado que le salía cuando no entendía algo del todo.
—¿Pelo?
—Sí, sí, el pelo… A veces duele un poquito cuando está muy enredado, ¿no? A mí tampoco me gustaba cuando mamá me lo peinaba —dijo, en voz baja, recordando por un segundo manos que ya no estaban.
Till dio un paso hacia él, y luego otro, hasta que se sentó, torpemente, sobre sus piernas.
Izuku tomó el peine y lo pasó con cuidado. Al principio, Till hizo una mueca y se quejó.
—¡Mmm!
—Ya sé, ya sé —dijo Izuku, con voz suave— Pero mirá, si me dejas, después te muestro cómo queda. Va a quedar re lindo.
—¿Relindo?
Izuku rió bajito.
—Sí. Vas a ver. Como los cuentos, como los personajes con coronas.
Till pareció convencerse, relajándose un poco. Izuku tomó una de las colitas pequeñas, verde pastel, y empezó a hacer una trenza bajita con cuidado, recogiendo el cabello oscuro. Luego le puso una hebilla de estrella azul, y otra de color lila.
—Listo… mirá esto, Till… ¡Estás re lindo!
Till se miró en el reflejo de una cuchara brillante que Izuku había traído de la cocina para mostrarle, y soltó una risita bajita, esa que solo hacía cuando algo lo sorprendía mucho.
—¡Estreyaaa! —dijo, tocándose el costado de la cabeza.
—Sí, estrella. ¿Querés ponerme una a mí?
Till asintió con emoción y empezó a rebuscar en la bolsita. Sacó una hebilla con forma de fresa, y luego una con un gatito dormido.
—Gatooo…
—¿Querés que me lo ponga?
—¡Sip!
Izuku se recogió el pelo en una pequeña colita desprolija y dejó que Till le pusiera ambas hebillas. Se le enredaban los dedos, pero lo hacía con tanto cuidado, como si tuviera miedo de romperlo.
Cuando terminó, Till lo miró con orgullo.
—¡Lindo!
Izuku parpadeó, y sonrió.
—Gracias, Till.
Izuku se quedó un momento más en el suelo, con las hebillas aún en el pelo, mirando a Till, que jugaba con la bolsita rosa como si fuera el tesoro más precioso del mundo.
—Till… ¿Querés ver cómo te quedó el peinado? —preguntó con una sonrisa suave, un poco cansada, pero sincera.
Till asintió en silencio, chupándose el dedo, mientras sus ojos grandes lo seguían como si fuera lo único importante en ese momento.
Izuku se incorporó, lo alzó en brazos con esfuerzo —aunque Till era liviano, sentía los músculos agotados, las noches de insomnio acumuladas, la tensión en los hombros que nunca se iba del todo— y el niño instintivamente se aferró a su cuello. Su cabeza se apoyó contra su hombro, tranquila, como si confiar fuera natural.
Izuku caminó por la habitación con cuidado, tratando de no pisar los juguetes que habían dejado esparcidos entre los juegos, los cuentos, las cajas abiertas. Cada paso lo sentía más real, como si se moviera por un sendero invisible dentro de un mundo que nadie más veía.
Al llegar a la puerta con las estrellas doradas pintadas a mano —la del baño—, la empujó suavemente con el pie. Entraron, y la luz suave del techo los iluminó de forma cálida.
El espejo los esperaba.
Izuku se detuvo frente a él. Miró. Y en ese instante, su pecho se encogió.
El reflejo le devolvió una imagen que no quería ver. Una que evitaba cada vez que podía.
Estaba... cambiado. Y no de la forma en que uno espera cambiar. Su piel estaba tan pálida que parecía papel, como si el sol fuera un recuerdo lejano. Tenía ojeras profundas bajo los ojos, de un gris casi violáceo, marcas de las noches sin dormir, de las veces que se quedaba despierto escuchando, esperando, temiendo.
Estaba más flaco. No solo del rostro. Sus brazos, su cuello, todo él parecía más delgado, como si su cuerpo se hubiera alargado y estirado sin permiso, sin que él lo notara. El pijama que usaba parecía quedarle más justo que antes.
Y su cabello… largo. Demasiado largo. Con frizz, desordenado, aunque las hebillas lo decoraban con ternura involuntaria. Le llegaba a los hombros. A veces le caía sobre los ojos. Cuando había pasado eso… no lo sabía. No había espejos antes. No quería tenerlos.
Se quedó quieto, mirando a ese chico del espejo con una mezcla de extrañeza y rechazo. No le gustaba. No lo reconocía del todo.
—¿Yo… debería tener doce? —murmuró en voz baja, casi inaudible, como si se lo preguntara al espejo, o a sí mismo, o a nadie.
Pero el tiempo no existía ahí dentro. No había días ni noches claras. Solo luces automáticas, rutinas controladas, comidas que llegaban sin un horario fijo. Todo se medía por lo que uno podía recordar. Y la memoria… la memoria empezaba a tambalear.
Sus dedos apretaron un poco más el cuerpo de Till.
“No quiero saber cuánto pasó” Penso, y sus ojos se clavaron en los de ese reflejo pálido.
No quiero pensarlo.
Porque si pensaba en ello, si empezaba a contar días que nunca vio pasar, si empezaba a sumar cambios que nunca registró, entonces tendría que aceptar que algo estaba muy mal. Y él no podía caerse. No podía perderse. Porque tenía un objetivo. Tenía una razón.
Su mirada bajó hacia Till.
—¡Mirá, Till! ¡Qué lindo que estás!
Izuku sonrió mientras señalaba el espejo del baño, su voz cargada de una ternura que no necesitaba ser fingida. Sostuvo con cuidado a Till en brazos, apoyándolo justo lo suficiente para que pudiera verse bien en el reflejo.
El niño alzó la mirada, curioso, con esa chispa traviesa y dulce que Izuku ya conocía bien. Pero al encontrarse con su imagen, no sonrió como uno lo haría al ver su reflejo… no. Se quedó completamente absorto, maravillado, observando al "otro" bebé en el espejo como si fuera alguien distinto. Otro Till. Otro pequeño, del otro lado.
Izuku ya lo había notado antes. Cada vez que lo ponía frente al espejo, Till actuaba como si el reflejo fuera alguien más. Y aunque al principio le causaba gracia, con el tiempo empezó a preguntarse… ¿cuánto entendía Till del mundo? ¿Cuánto podía asimilar en un lugar donde no hay ventanas? ¿Dónde no hay otros niños? ¿Dónde el único rostro que ve todos los días es el de Izuku?
El niño estiró la manito hacia el vidrio. Sus deditos chocaron contra la superficie con un golpecito suave, intentando alcanzar al “otro” Till. Frunció el ceño, confundido, y luego lo intentó otra vez.
—Till… —Izuku le susurró con una sonrisa paciente— Ese sos vos, tontito.
Till ladeó la cabeza, aún chupándose el dedo. Volvió a mirar el espejo, serio. Luego, de nuevo a Izuku. Y otra vez al espejo. La duda en sus ojos era tan pura que a Izuku le dolió un poco el pecho. No sabía cómo explicarle.
—Mirá… —Izuku levantó su mano y la movió de un lado a otro— ¿Ves esto? Yo lo hago, y él también lo hace. ¡Porque es un espejo! —dijo con entusiasmo suave.
Till parpadeó, pero parecía más intrigado que convencido. Extendió su propia manito y la movió también. El otro Till, del otro lado, lo imitó.
—¡Ahí está! ¿Lo ves? —dijo Izuku esperanzado.
Pero Till solo soltó una pequeña risa nasal, más interesado en tocar el vidrio que en entender el concepto.
Izuku probó otra cosa. Se inclinó hacia el espejo y besó la mejilla de Till con un smack suave, justo mientras miraban al reflejo. Till lo vio. Y por un instante, se quedó congelado.
—Mmm... ¿Quién es ese? —preguntó Izuku en voz baja, como si fuera un juego secreto entre ellos.
Till, muy lentamente, levantó su dedo, tocó su propio pecho y luego señaló el espejo.
—...Till.
Izuku sintió que el pecho se le encogía.
—Sí… ¡sí! ¡Ese sos vos, Till! ¡Muy bien! —asintió con una sonrisa orgullosa, sus ojos brillando con algo más que alegría.
Y por un momento, ese simple instante entre reflejos, risas y comprensión, pareció eterno.
Izuku deseó poder congelarlo. Guardarlo. Recordarlo para siempre.
Y entonces, se le encendió una chispa de memoria.
—¡La cámara!
Bajó a Till con cuidado y casi tropezó al salir del baño, esquivando los juguetes en el camino. Corrió con el corazón agitado, no por la carrera, sino por la emoción.
La cámara estaba en su caja, junto al estante. No era gran cosa. Infantil, casi un juguete, con funciones limitadas. Pero funcionaba. Al principio la había usado para pruebas. Pero después… después la usó para algo más.
Fotos.
No muchas. No como para llenar un álbum. Pero las suficientes para contar una historia.
Till comiendo papilla con la cara toda manchada.
Till tocando el xilófono, con esa sonrisa boba.
Till parado al lado de las marcas de altura que Izuku había hecho con un marcador en la pared.
Till dormido, enredado en una manta junto a sus peluches Deku y Kacchan.
Till con la cabeza apoyada en el pecho de Izuku.
Till riendo.
Till llorando.
Y también estaba él.
Izuku, con ojeras. Con los ojos cansados. Sosteniendo la cámara como si pesara más de lo que podía aguantar. Una foto que Till le había sacado sin querer, tocando el botón con curiosidad.
En otra, se veían sus manos entrelazadas. En otra, Till en sus brazos mientras él apenas podía mantenerse de pie. En otra, la puerta. Una más, los dibujos en las paredes. Y luego, aquellas que prefería no mirar.
La de los moretones.
El día en que el visitante vino. La marca en la espalda. La foto que sacó solo para recordar. Para no olvidar.
Pero hoy… hoy iba a ser una diferente.
Regresó corriendo al baño, la cámara firme en la mano.
—¡Vamos a sacar una foto, Till! ¡Una linda!
Till sonrió y alzó los brazos. Izuku lo alzó de nuevo y se pararon frente al espejo. Se acomodó una colita en el cabello y se aseguró de que las hebillas de frutilla y gatito que Till le había puesto siguieran en su lugar. Till tenía su trencita bien hecha, con hebillas de estrellitas de colores.
Los dos, tan distintos. Y tan parecidos.
Izuku levantó la cámara, la apuntó hacia el espejo, y apretó el botón.
Click.
La imagen quedó capturada:
Izuku, delgado, con los ojos grandes llenos de historias que no podía contar, con el cabello atado y los ojos brillando como si intentaran no llorar. Till, en sus brazos, con la trenza reluciente, chupándose el dedo, con una sonrisa leve y los ojos llenos de inocencia.
El espejo.
El reflejo de dos niños encerrados en un mundo demasiado grande para ellos.
Y por primera vez en mucho tiempo… Izuku sintió que ese segundo valía la pena ser recordado.
Izuku dejó escapar un quejido entre dientes cuando intentó sacar el enorme libro con una sola mano, pero no se movía ni un centímetro. Se le escapó un suspiro frustrado, apretando los labios antes de decidir usar ambas manos. Con esfuerzo, lo alzó como si se tratara de un antiguo grimorio, polvoriento y lleno de secretos. Lo sostuvo delante de Till, que observaba con los ojos grandes y redondos, maravillado.
—Taraaaaa… —murmuró Izuku con una sonrisa suave— Un libro mágico… de otro mundo.
Y lo era.
“Cuentos de Otro Mundo”, decía el título en letras doradas, brillantes, en una tipografía elegante que parecía escrita con la tinta de los sueños. Abajo, en letras más pequeñas, pero cuidadosamente grabadas:
“Las aventuras más grandes se viven en la imaginación.”
Izuku se quedó en silencio. Un vacío sordo se le abrió en el pecho. ¿Eso era una burla? ¿Una advertencia? ¿Un consuelo cruel?
Porque eso era todo lo que les quedaba, ¿no? La imaginación. Jugar a que el mundo era otro. Pretender que no estaban atrapados, fingir que la puerta no existía, que no había cámaras, que no había un sistema que analizaba cada palabra, cada gesto, cada latido.
¿Era eso lo que intentaban decirle?
“No importa que no puedan salir… imaginen que sí.”
—¿Nos están… —murmuró apenas, apretando el borde del libro— ¿Nos están diciendo que este es el único mundo que vamos a tener?
Levantó la mirada un momento. Till estaba ahora más cerca, sus dedos acariciaban las esquinas del libro, susurrando un asombroso “wow” casi inaudible. Izuku tragó saliva.
Era cruel.
Pero también era… hermoso.
La tapa era dura, con relieve. Un bosque pintado a mano cubría el fondo, con árboles altos cuyos troncos tenían patrones casi ocultos: ojos, caras, escaleras. Como si todo el bosque respirara, viviera. Había una luna redonda arriba, dorada también, que brillaba cuando la luz le daba en cierto ángulo. En el centro, una figura diminuta: un niño y una niña tomados de la mano, de espaldas, frente a un sendero que se perdía entre los árboles.
Till se apoyó contra su brazo y murmuró:
—Booosque…
Izuku asintió.
—Sí, Till. Es un bosque mágico… —dijo, aunque en su mente resonaba otra frase— Un lugar donde puedes escapar… aunque sea en papel.
Abrió el libro lentamente, y el aroma de las páginas antiguas y nuevas a la vez se elevó, una mezcla de tinta fresca y tiempo olvidado. Las páginas eran gruesas, suaves al tacto. Cada ilustración era una obra de arte, algunas a toda página: princesas con vestidos que parecían hechos de viento y estrellas, castillos flotando en el cielo, dragones con escamas iridiscentes, lobos que lloraban a la luna, reinas de hielo en tronos de cristales tallados, océanos donde nadaban criaturas imposibles.
En una página, un carruaje de cristal flotaba en un campo de flores, con mariposas que parecían salir del papel. En otra, una torre tan alta que las nubes no la tocaban.
“Este libro… no es nuevo” Penso Izuku con los ojos clavados en el logo de la editorial “Lo conozco”
Recordó de inmediato. En una de sus investigaciones secretas sobre la Era Pre-Quirk, había leído sobre esa editorial. Era una de las más grandes, una joya de la cultura literaria. Habían publicado los cuentos más famosos del mundo, mucho antes de que los poderes deformaran la historia, antes de que las guerras lo consumieran todo.
Este libro no había sido hecho para ellos.
Era un sobreviviente.
—Till, mira —dijo, abriendo en la página de "La Bella Durmiente"— Esta princesa se durmió por muchos, muchos años… y soñó con mundos enteros.
Till se acostó sobre su costado, con la cabeza en las piernas de Izuku, observando embobado las imágenes.
—¿Dooormee? —preguntó, frotándose el ojo.
Izuku acarició su cabello.
—Sí… como cuando tú duermes y sueñas. Y a veces… —su voz se volvió más baja, más quebrada— a veces soñar es lo único que nos salva.
¿Eso querían decirle? Que soñara.
Que se quedara quieto.
Que aceptara que su vida sería un cuento dentro de una jaula.
Una historia que nunca tendría final.
No.
Él no iba a permitirlo.
Pero por ahora… sí.
Por ahora dejaría que Till creyera.
Que este libro era magia. Que aún podían vivir mil vidas más dentro de esas páginas.
—¿Querés que te lea uno? —preguntó, su voz ahora más firme, más segura.
Till asintió rápido, abrazando el títere de tigre contra su pecho. Izuku volvió a mirar la portada, esa frase que le había causado un nudo tan profundo:
“Las aventuras más grandes se viven en la imaginación.”
Acarició la tapa, cerrando los ojos un segundo. Y empezó a leer. Porque si Till iba a vivir encerrado,
Izuku iba a hacer lo imposible por regalarle mundos enteros.
Izuku se inclinó hacia el fondo de la caja, moviendo con cuidado los restos del envoltorio, los papeles arrugados, los pequeños juguetes sueltos que quedaban en los bordes. Ya había asumido que eso era todo. Que no quedaba más. Pero entonces lo vio.
Un par de cajas grandes, planas, escondidas contra la pared del fondo.
No las había notado antes.
Frunció el ceño.
Las sacó con cuidado, una a una, sintiendo un ligero cosquilleo de incertidumbre recorrerle la columna.
Había aprendido a no esperar nada. A no ilusionarse.
Pero ahí estaban.
Juegos de mesa.
Izuku parpadeó.
Hundir la flota.
Laberinto.
UNO.
Jenga.
Ajedrez.
Su garganta se tensó. Los sostuvo entre sus brazos, acomodándolos sobre la mesa improvisada mientras Till se acercaba curioso, intentando escalar con sus bracitos el sofá para ver mejor. Pero Izuku no reaccionó enseguida. Se quedó allí, en silencio, viendo las cajas una por una, sus dedos recorriendo las tapas, como si quisiera leer algo más allá de lo evidente.
No estaba sorprendido por los juegos en sí. Claro que no. Lo que lo sacudía por dentro… era la elección.
Todos eran juegos de estrategia. Incluso el UNO, con su sistema de colores, turnos, y control. Incluso Jenga, con su tensión, su atención al detalle. Y luego estaba el ajedrez, la joya entre todos, el juego de guerra, el juego de los que planean, de los que esperan.
Y Till…
Till era pequeño. Muy pequeño. Apenas empezaba a nombrar colores. A reconocer animales.
No podía jugar estos juegos.
Y más importante aún…
No había nadie más.
Izuku tragó saliva.
—¿Por qué…? —susurró, apenas audible.
El aire le pesaba en los hombros.
Era como si alguien hubiera puesto esos juegos ahí no por diversión. No para pasar el tiempo. Sino como si estuvieran esperando algo. Preparándolo. Midiéndolo.
¿Era eso? ¿Una prueba? ¿Un incentivo? ¿Un mensaje?
—Mira, Till… —dijo al fin, apenas forzando una sonrisa mientras el niño se apoyaba contra su brazo— Esto es “Hundir la flota”. Se juega así… pones barcos en un tablero y adivinás dónde están los del otro.
Till lo miró en silencio, sin comprender, pero con los ojos atentos.
Izuku dejó escapar una risa corta, amarga.
—Ya vas a entender algún día… —susurró, con los ojos aún en la caja— Ya vas a entender que todo es adivinar. Que todo es calcular. Que si adivinás mal, te hunden. Y si tenés suerte… vos los hundís primero.
Till puso su mano sobre la caja, sus dedos tocando el dibujo de los barcos.
Izuku tragó saliva.
—Pero no quiero que tengas que jugar a esto nunca en serio, ¿sí? —murmuró, su voz quebrándose apenas— No quiero que esto sea tu mundo. Solo un juego… solo eso.
Abrió la siguiente: Laberinto.
Colores vibrantes, piezas móviles, caminos que se abrían y cerraban como puertas de un castillo encantado.
—Este también… es un poco como la vida, ¿no? —se dijo en voz alta, sin darse cuenta de que hablaba más consigo mismo que con Till— Buscás un camino, pensás que lo encontraste, pero todo cambia, todo se mueve, y te quedás atrapado otra vez.
Cerró los ojos un segundo.
Eso eran ellos.
Atrapados en un laberinto invisible.
Jugando un juego que no habían elegido.
Con reglas que ni siquiera conocían.
—¿Tamoos atrapao? —preguntó Till, de pronto, como si la palabra hubiera flotado de los pensamientos de Izuku a su boca.
Izuku lo miró, con los ojos abiertos y el corazón apretado.
—¿Qué dijiste?
—Atapao… como los muñecos —dijo Till, señalando el dibujo de las piezas dentro del laberinto.
Izuku sonrió… y casi lloró. Ese niño no necesitaba estrategias. No todavía. Solo necesitaba cuentos, colores, risa, un poco de plastilina… Y tiempo.
Tiempo para vivir algo que no fuera esto.
—No, Till —le dijo, acariciándole el cabello— No estamos atrapados. Solo… jugando. ¿Sí?
Till lo miró con una sonrisa pequeña.
—Jugaamo.
—Sí, jugamos —susurró Izuku, y acarició la tapa del ajedrez— Pero yo voy a aprender estas reglas. Voy a entenderlas. Y cuando llegue el momento… no me van a ganar. Porque te juro que todo esto —dijo señalando la caja, la habitación— no va a ser tu única historia.
Y, con un suspiro profundo, dejó a un lado los juegos.
Los aprendería.
Los dominaría.
Y cuando llegara el momento… los usaría.
Pero ahora…
Ahora solo quería jugar a que el mundo era simple, con un niño que solo quería poner bloques de colores uno encima del otro.
Till dormía.
Su respiración pausada y cálida se mezclaba con el murmullo sordo de la habitación en silencio. Estaba junto a Izuku, acostado en el colchón, con una de sus pequeñas manitos cerrada en puño, como si incluso en sueños, se aferrara a algo invisible.
Izuku no podía dormir. No quería dormir. Se obligaba a mantenerse despierto, sus ojos estaban abiertos, cansados y enrojecidos. Observaba cada juguete, uno por uno, como si pudiera abrirlos con la mirada. Ya los había revisado. Claro que sí. Los había tocado, girado, abierto, inspeccionado como si fueran piezas de evidencia en una escena del crimen… pero ahora necesitaba algo más.
Algo más profundo.
No bastaba con ver.
Necesitaba escanearlos con la mente, casi con desesperación.
Quizás, solo quizás, entre las costuras de una marioneta, entre las páginas de un libro infantil o detrás de una ficha de ajedrez, hubiera algo. Una pista. Un código. Un objeto. Cualquier cosa.
Algo que les diera una salida. Una razón. Un mensaje. Una llave.
Aunque no lo creía.
No podía creérselo del todo.
Había empezado a perder la fe incluso en esa esperanza tonta. La habitación era tan perfecta… demasiado perfecta. Como una jaula bien decorada.
Cada juguete, cada objeto estaba meticulosamente seleccionado. Cada cosa tenía el tamaño ideal, el diseño atractivo, el tono exacto para una infancia artificial… Una prisión que pretendía sentirse como un hogar. Pero no lo era.
No era un hogar.
Era una celda disfrazada de amor.
"Esto estaba planeado", pensó. Y esa idea le revolvió el estómago. No era una habitación improvisada. No era un sótano cualquiera. No era un accidente. Alguien diseñó esto. Pensó en todo. Y ahí estaba Till. Dormido. Inocente. A salvo, por ahora. Pero… ¿hasta cuándo? Izuku se preguntaba si esto era un experimento. Si él y Till eran… ¿qué? ¿Sujetos de prueba? ¿Piezas en un juego? ¿Víctimas de un psicópata?
Las ideas lo golpeaban una tras otra.
¿Y si todo esto era una prueba psicológica?
¿Y si lo habían elegido a él por ser quirkless? Por no importar.
Porque si desaparecía, nadie insistiría demasiado. Porque su caso podía cerrarse con una frase simple: "se escapó".
Y Till… Till podría haber sido robado al nacer. O algo peor.
Izuku apretó los dientes. No podía dejar que Till creciera creyendo que esta habitación era el mundo entero. Que estas paredes suaves y pintadas eran todo lo que había. Tenía que encontrar una salida.
Y entonces, lo vio. Un detalle que se le había escapado. En el lomo de uno de los libros. El más hermoso de todos. Cuentos de otro mundo.
Pero en la parte inferior derecha…
Un número.
Pequeño, casi borrado.
L-CU-01
Izuku lo tocó con el dedo. Casi no respiraba. Ese número no era aleatorio. No podía serlo. Era un código. Y si era un código, era una prueba. De que había algo más. Izuku sintió un temblor en el pecho. No sabía si era esperanza… o terror. Sus pupilas se dilataron de inmediato. Un pensamiento se le disparó por el pecho como un rayo. Si ese libro tenía un código, los otros… también podrían tenerlo.
Y entonces, se desató.
Como si acabara de encontrar el primer hilo de una madeja larguísima, enredada y sucia, Izuku se lanzó a buscar. No caminó, casi gateó entre juguetes y libros, con la urgencia desesperada de quien busca una respuesta bajo el agua, conteniendo el aliento. Su respiración se volvió rápida, superficial, como si no pudiera llenarse.
Tenía que revisar cada cosa. Todas.
Y los encontró.
J-IN-03
J-AC-02
L-CU-02
L-DI-01.
Los códigos no eran iguales, pero compartían un orden, una estructura. Estaban organizados. Catalogados. Cada marioneta, cuando las inspeccionó, también tenía su inscripción. Al principio creyó que eran simples muñecos. Pero al mirarlas más a fondo, como si sus dedos fueran ojos ciegos en la oscuridad, encontró las marcas.
J-MG-03
J-MP-06
J-MG-01
J-MG-04
J-MP-10.
Cada una grabada, no con una etiqueta visible, sino dentro de la tela, en la parte que usabas para hablar con ellas. Como si las palabras salieran, desde siempre, marcadas. Hasta la plastilina tenía código. En el tarro, tallado como una cicatriz.
J-PL-03.
Los accesorios de pelo.
J-AC-04
J-AC-01
Todo estaba clasificado. Todo. Nada había sido dejado al azar. Ni una sola cosa.
Izuku se sentó en el suelo con un papel doblado entre las rodillas, escribiendo cada código a mano, presionando fuerte con el lápiz. Sus dedos estaban manchados de tinta, de polvo y de miedo. Como un niño jugando a ser detective. Como un científico buscando el antídoto de una enfermedad terminal. Como alguien que, con un rompecabezas en las manos, sabía que las piezas no solo importaban: podían ser la diferencia entre escapar o morir aquí.
Y aun así…
Aun así, una voz le susurraba algo que le dolía escuchar:
"Capaz no significa nada. Capaz solo es una forma de nombrarlos. Capaz es todo una farsa."
Pero no podía rendirse a esa voz.
No todavía.
Notes:
¡Volví después de casi dos meses sin actualizar! Perdón por la espera, pero les compenso con un capítulo de... ¡13 mil palabras! ❤❤❤
Este capítulo es mucho más fluff que los anteriores, aunque no se salva de su dosis de angustia, especialmente con Izuku y ese final. Aun así, quise enfocarme en algo más íntimo: un día cualquiera durante su encierro, con Till siendo juguetón, hablador, curioso con cada juguete… y con Izuku tratando de mantenerse entero.
Muchas veces el tiempo avanza muy rápido entre capítulos, así que esta vez decidí detenerme y mostrar una de esas pequeñas (pero importantes) interacciones entre los dos niños.Sobre los regalitos que recibieron... ¿Qué piensan? ¿Por qué creen que se los dieron? ¿Pueden identificar el significado detrás de cada uno? Hay códigos sutiles ahí escondidos. Me interesa mucho saber qué interpretan ustedes.
En cuanto a Till, estoy intentando retratarlo lo más fielmente posible a la edad que tiene, aunque aún no la revelé directamente, su manera de hablar y actuar son pistas para que la deduzcan. Y sobre Izuku… digamos que está navegando todo esto como puede. A veces parece tranquilo, otras veces es un manojo de nervios. Su disociación se vuelve cada vez más evidente, pero la presencia de Till le da una especie de ancla emocional que lo mantiene estable. Hasta cierto punto.
Ah, y si notaron que el pelo de los chicos les crece de cierta forma… bueno, no soy experta en cuánto crece el cabello en meses encerrados sin cortes, así que si ven que algo no cierra del todo ahí, perdón. Yo lo imaginé llegando hasta los hombros más o menos, pero puede que esté equivocada y tendría que estar más largo.
Siento que la trama avanza muy, muy lento. Esto definitivamente es un slow burn, no solo emocional sino también narrativo. Pero lo juro, tengo grandes cosas planeadas, y apenas estamos en el comienzo de todo lo que viene.
Chapter 10: Diario de Cautiverio N1
Notes:
Advertencias de Contenido:
[Ansiedad y deterioro psicológico] [Síntomas de depresión] [Mención de abuso físico] [Autoestima dañada/pensamientos autocríticos severos] [Mención de trauma infantil] [mención de disociación] [Temas de secuestro/cautiverio infantil] [Cuestionamiento de la realidad/Realidad distorsionada]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Autor: Izuku Midoriya
Ubicación: desconocida
Hora: también desconocida
Día: ¿?
Ultima fecha recordara antes del encierro: 14/10
Dia 1 (¿?):
No sé si es de noche o de día.
No sé cuántas horas pasaron desde que nos encerraron aquí.
No sé si esto cuenta como el primer día. No hay ventanas, ni relojes, ni amaneceres. Todo es artificial. Pero lo voy a contar como el primero porque decidí empezar este cuaderno hoy. El único cuaderno que no está decorada con ositos, nubes o soles sonrientes. Es raro, tener que escribir esto. Pero siento que si no lo hago, algo malo va a pasar, no se.
Este será mi “Diario de Cautiverio”.
Nombre estúpido, lo sé. Pero necesito algo. Algo donde escribir. Algo para contar mis días momentos aquí.
Till está dormido ahora. Tiene la manito chiquita apretada contra mi brazo, como si yo fuera su almohada o su ancla. Y capaz lo soy. Capaz soy todo lo que tiene. Y eso... me da miedo. Mucho. Porque yo tampoco sé qué estoy haciendo. No sé dónde estamos, ni por qué, ni quién hizo esto. Pero si él me necesita, entonces tengo que ser fuerte. Como All Might, como Kacchan, como todos los héroes.
No voy a dejar que le pase nada. Aunque tenga miedo. Aunque quiera gritar. Aunque me duela el pecho de pensar que capaz nadie nos va a encontrar jamás. Voy a hacer lo posible. No por mí. Por Till.
Que lindo nombre es Till…
‧₊˚✧[Till]✧˚₊‧
Me hubiera gustado tenerlo como hermanito.
- Todo está cuidadosamente preparado. Los juguetes, la comida, la ropa. No es casualidad.
- Cada objeto tiene un código. Estoy registrándolos. Hay un sistema. Un orden. Un mensaje, quizás.
- El baño tiene una puerta con estrellas. Nunca hay sonidos fuera. Como si el resto del mundo no existiera.
Supongo que algo estamos haciendo bien.
Till llora, rie, caga, caga mucho, come, se embarra, juega, se mete cosas en la boca, no deja el chupete. Me sonríe más. Me busca cuando tiene miedo. Y yo... yo creo que también mejoré. Al principio, cada sonido me hacía saltar. Cada silencio me aplastaba. Pero ahora, estoy más tranquilo. Me organizo. Hice una rutina. Ordeno los juguetes, limpio lo que puedo, anoto todo. Me siento menos perdido cuando tengo un plan.
No sé cuánto tiempo pasó. No quiero saberlo. Pero sobrevivimos. Y eso ya es una victoria.
No sé cuánto llevamos acá. Siento que el tiempo se estira como una goma vieja. A veces creo que fue ayer cuando me desperté acá. A veces siento que nací acá.
Extraño cosas que antes ni pensaba que extrañaria. El viento. El ruido de la calle. Las voces de la gente. Una pelea en el tren. Las corridas para que los niños de la clase no me atrapen (raro). Kacchan. El olor a tierra mojada. Hasta la escuela. Hasta los profesores.
A veces quiero ver a mi mamá, pero luego me doy cuenta que aunque salga ya no la vere mas.
Quiero a mi mami.
Estoy empezando a hablar solo. A veces río cuando no hay nada gracioso. A veces me enojo por cosas tontas. Y me cuesta dormir. Pero cuando Till ríe, es como si el mundo se detuviera. Me recuerda que hay cosas que todavía valen la pena.
¿Papá aceptaría a Till en la familia?
Me duele la espalda. Mucho. No todos los días, pero cuando tengo que agacharme rápido o cargar a Till más tiempo del normal, siento como si algo se rompiera por dentro. Los moretones de aquella vez todavía están. Capaz ya ni se ven tanto, pero por dentro arden.
Y sin embargo... cuando él me abraza, cuando su carita se apoya en mi hombro, todo eso desaparece. Es raro. Me duele, sí, pero también me calma. Como si ese dolor me dijera que sigo acá, que todavía aguanto.
Y que vale la pena.
Teorías:
Tengo muchas ideas sobre qué es esto.
- Un experimento. Capaz nos están observando. Comportamiento infantil, aislamiento, evolución sin intervención.
- Un castigo. Algo que hice mal. Pero Till no tiene culpa.
- Un secuestro. Frío. Planificado. Tal vez uno de esos casos que la policía nunca resuelve.
- Secuestro por experimento: ¿Observación? ¿Psicológico? ¿Social? ¿Aislarnos para ver cuánto tarda un niño en romperse?
Porque esta funcionando.
- Un proyecto. Como los que papá y sus compañeros hablaban. Algo raro. Prohibido.
Tengo muchas teorías. Ninguna me hace sentir mejor.
¿Esto es algún tipo de "juego" macabro?
Siento que soy alguien mas. Que Izuku Midoriya murió, y la persona refleja en el espejo es alguien más.
…A veces pienso que estoy muerto. Y esto es… algo después .
¿Dónde están los héroes?
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Hoy me arrodillé frente a Till. Él jugaba con sus bloques, y yo... yo le dije algo. No sé si me entendió, pero me escuchó.
“Vamos a salir de acá. Te lo prometo.”
Lo miré a los ojos. Y lo dije de nuevo. Porque tenía que grabarlo. Porque es lo único que puedo jurar ahora.
“Vamos a salir. Y vas a ver los árboles. Y las nubes. Y vas a correr por el pasto. Lo juro.”
Y me lo juré también a mí.
He reunido cosas útiles. Cada juguete, cada herramienta, cada código. Estoy creando un mapa. No del lugar, porque no puedo ver las paredes. Pero sí del sistema. De lo que nos dan, de cuándo lo hacen, de cómo lo hacen. Estoy aprendiendo.
Kuruga me dijo una vez: “A veces el enemigo te subestima porque te ve débil. Pero un ratón puede roer la base de un castillo.”
Miya me dijo que el peor enemigo puede ser el menos esperado. No sé porque siempre pienso en eso. Papá me enseñó que toda información es una ventaja. Y Junpei me dijo que siempre mire dos veces algo que no entiendo.
Estoy haciendo eso. Aunque nadie me vea. Aunque nadie me escuche.
Estoy preparado, por till.
No me puedo quebrar.
No puedo dejar que él vea el miedo.
No puedo permitirme perderme a mí mismo porque él me necesita.
Y si esto va a durar… lo escribiré todo. Cada cambio. Cada pista. Cada maldita sonrisa y lágrima.
Algún día alguien leerá esto.
Y sabrá que no nos rendimos.
No soy un héroe, pero si sobrevivo a esto…
Seré algo más fuerte.
Me dan ganas de gritar a veces. Pero no puedo. No puedo asustarlo.
Hoy me corte por accidente, fue con una hoja, sisi, muy tonto. Pero el dolor me hizo sentir mas tranquilo, mas relajado. Era como una forma de decir, estoy vivo, aquí estoy. No estoy muerto, esto no es una tortura del más allá.
Estoy vivo.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Esto no es un sueño.
Estoy aquí, estoy vivo. Soy fuerte.
Hoy pasó algo que… no sé cómo explicar. Fue como si me hubiera ido. No físicamente. Sino… desde adentro.
Desde lo más adentro que tengo.
Estaba sentado, creo, mirando algún punto fijo. No sé si era el techo, el suelo, la nada. Y de repente… dejé de estar. No sé cómo pasó. No fue que cerré los ojos o me quedé dormido. No. Fue como si mi cuerpo siguiera acá, pero yo no.
Era como estar en un lugar donde no hay colores, ni sonidos, ni frío, ni calor.
Ni Till. Ni dolor. Ni encierro.
me gustó. Porque ahí no me dolía nada. No extrañaba. No temía. Era como un hueco tibio y silencioso. Vacío… pero tranquilo.
Hasta que volví. Y Till lloraba. No sé cuánto tiempo estuve así. No sé qué lo provocó. No sé si fue un mecanismo de defensa o si me estoy empezando a romper. Pero cuando volví, él tenía sus manitos alrededor mío, con fuerza. Estaba mojado de lágrimas, como si me hubiera estado llamando desde hace rato.
Como si creyera que yo lo había dejado.
Y eso me destrozó.
Él no entendía que me había pasado. Pero entendió que, por unos minutos, yo no estaba. Y le dolió. Y a mí también.
Yo le prometí que lo protegería. Que estaría para él. Que nunca lo dejaría solo. Y no puedo hacer eso si me “voy”, aunque no lo decida.
Así que escribo esto para recordármelo. Para que si vuelve a pasar, yo tenga algo que me traiga de vuelta.
No puedo desaparecer. No me está permitido. No mientras Till me necesite. No mientras no haya salido esta puerta. No mientras no le haya mostrado el cielo.
No lo volveré a hacer
Y si lo vuelvo a hacer, prometo regresar.
Siempre.
Por él.
Siempre por él.
No sé si alguien me está buscando. No quiero pensar en eso.
Till tiene una marca de nacimiento que no recuerdo haber visto antes… ¿O siempre estuvo ahí?
No puedo pensar que esto no sirve. No quiero. Porque si todo esto no significa nada… entonces estoy solo en una jaula de juguetes, y no hay salida. Y no lo soporto. No puedo vivir sabiendo que todo esto fue solo para encerrarnos y esperar a que se nos acabe el tiempo.
Capaz son solo etiquetas. Capaz son marcas de producción. Pero capaz no. Capaz alguien quiso dejar una huella, una pista. Capaz alguien quiere que los entienda. Y si existe aunque sea una posibilidad mínima… voy a buscar hasta quedarme sin fuerzas. Porque si me rindo ahora… ¿qué le queda a Till?
No voy a dejar que este cuarto se convierta en nuestro mundo. No quiero que él crezca creyendo que esta habitación es el universo entero.
Tengo que hacer algo. Aunque sea lo último que haga.
Siento que soy un mentiroso.
Cada vez que digo que lo voy a sacar de acá. Cada vez que le digo a Till que vamos a salir. Que vamos a ver el sol, que vamos a correr, que vamos a estar bien. Cada vez que lo digo, siento que estoy actuando. Como si solo repitiera frases que leí en alguna historia donde el héroe lo logra.
Pero yo no soy ese héroe.
Till ya no es el mismo. Creció. Habla más. Camina más firme. Sus ojos miran diferente. Ya no es ese bebé que encontré…
Y eso quiere decir que el tiempo pasó. Mucho. Y no sé cuánto. Y si él creció… si yo crecí… ¿por qué todavía seguimos aquí?
No importa cuánto ordene, limpie, cuide, anote códigos o haga mapas mentales de cada rincón de esta prisión. No importa cuánto lo abrace por las noches, o lo alimente, o juegue con él, o lo peine para que se sienta amado. No importa. Porque seguimos atrapados.
Y cuando me quedo solo, cuando Till duerme y no tengo nada con qué distraer a mi cabeza, me pregunto ¿Y si me estoy rindiendo? ¿Y si ya me acostumbré a esta nueva vida? ¿Y si toda esta rutina no es resistencia sino resignación? ¿Y si en realidad estoy solo aceptando que esta es mi vida ahora? Y si es así... ¿en qué momento dejé de luchar?
Hay días que me convenzo de que esto es solo una fase, de que es parte del proceso, que mañana voy a despertar con una idea nueva.
Pero hay otros días… Días como hoy. Hoy en que me siento un fraude. Un “futuro héroe” que no puede abrir una maldita puerta. Un hermano mayor que no puede darle el mundo a quien más lo necesita. Un chico que se prometió ser fuerte… y solo se está rompiendo.
Y entonces escucho en mi cabeza esa voz que me perseguía en la escuela… Kacchan. Su tono, su cara, su desprecio.
Deku.
Ese apodo. Extraño que me llamen así.
El que significa “el que no puede hacer nada”.
Y por primera vez… lo pienso.
¿Y si tenía razón? ¿Y si eso soy? ¿Un chico que prometió más de lo que podía dar? ¿Un “Deku” que se creyó especial por querer salvar a todos… y ni siquiera puede salvar a uno solo?
No puedo dejar que esto sea el final. No hoy. Pero me duele. Me cuesta. Y aunque mañana tal vez me levante con fuerza nueva, hoy estoy así. Derrotado. Un “Deku”.
Nada más.
Y aún así… tengo que seguir. Aunque sea arrastrándome por dentro. Tengo que seguir.
Por Till
Notes:
Agreguemos un poco más de sal a la herida...
La verdad es que este capítulo no estaba planeado originalmente. Surgió como una idea repentina después de terminar el anterior, y me gustó tanto que sentí que tenía que escribirlo. No sigue una línea cronológica específica dentro de la historia, y no busca avanzar la trama en sí, sino sumergirnos más en la cabeza de Izuku... en esa parte que él nunca deja ver del todo.
Sé que muchas veces en los capítulos anteriores mostré a un Izuku que, pese a todo, intenta mantenerse fuerte. Que se aferra a Till como un cable a tierra, que trata de organizar sus pensamientos, analizar su entorno, mantenerse útil, cuerdo. Pero... no todos los días son así. No podría serlo.
Este capítulo es un recordatorio de que, aunque Izuku tenga una voluntad increíble, sigue siendo un niño encerrado, aislado del mundo, sin adultos responsables, sin contención real. Hay días donde se quiebra, donde se pregunta si todo esto es un sueño del que nunca va a despertar, o si, de alguna forma, ya está muerto y esto es el purgatorio. Y lo peor es que ni siquiera puede permitirse expresar todo eso libremente, porque tiene a Till con él. Y Till lo necesita.
Izuku se traga sus crisis, sus delirios, su desesperación silenciosa. Y eso también es violencia. Es desgaste. Es trauma acumulado.
Este capítulo es, en esencia, una mirada cruda a lo peor de su salud mental: al deterioro lento, progresivo, silencioso… al tipo de dolor que nadie debería tener que esconder.En parte, escribí esto para equilibrar un poco la imagen del Izuku analítico y fuerte con la del Izuku humano, vulnerable, quebrado. Porque sí, es ambas cosas. Es resiliente, pero también está herido hasta lo más profundo.
Y si Izuku tiene un diario lleno de observaciones quirúrgicas sobre dones, lógica y análisis… por supuesto que también va a tener un diario donde vomite sus pensamientos más oscuros. Tal vez no lo llame "diario", tal vez lo vea como otra forma de entender, de archivar, de clasificar. Pero en el fondo, también es una forma de gritar sin hacer ruido. De sobrevivir sin romperse del todo.
Así que sí, este capítulo puede parecer más introspectivo, incluso desconectado de la línea principal. Pero en realidad, creo que es uno de los más importantes emocionalmente. Porque nos deja ver algo que Izuku nunca le dejaría ver a nadie. Mucho menos a Till.
Chapter 11: Como en un Cuento de Hadas (Parte V)
Summary:
Cuando el encierro pesa, Izuku abre un libro de cuentos. La magia, la fantasía y los sueños envuelven la habitación. Till se acurruca, y poco a poco cierra los ojos. En esas historias, Izuku es un valiente caballero, y su misión es cuidar al pequeño príncipe de cabello plateado y ojos color océano.
Notes:
Advertencias de Contenido:
[Desgaste mental/emocional] [melancolía profunda] [trauma emocional] [Idealización de figuras adultas] [Angustia emocional/Ansiedad intensa] [Miedo psicológico/terror implícito]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Día tras día contaba sin fin,
cuentos de reinos, de gloria y jardín.
Y en cada historia, con voz encendida,
el conejo era un caballero sin herida.
Juraba su espada, su alma y su abrigo,
por su príncipe alado, su pichón querido.
“Cuando la puerta se abra al temor,
yo cruzaré primero, sin ningún error.”
Con el corazón firme, temblando quizás,
alzará su escudo, no mirará atrás.
Y si el mundo arde, si el cielo cae,
él lo protegerá… hasta donde nadie va.
Había una vez un castillo sin ventanas, perdido más allá del mundo de los hombres, donde el tiempo se olvidó de girar y la esperanza era solo un eco que a veces, muy rara vez, lograba colarse entre los muros. Allí vivía un príncipe, pequeño y luminoso, de cabello suave y risa dulce como campanas. Y junto a él, como su única espada, como su último refugio, vivía su caballero. Joven. Herido. Incansable. De mirada cansada.
El castillo estaba maldito. No por dragones ni por bestias, sino por hechiceros oscuros, brujos que no dejaban ver el cielo ni sentir la brisa. El príncipe no conocía el mundo exterior, solo las historias que su caballero le contaba, hechas de polvo, sueños y recuerdos a punto de romperse.
Cada día, el caballero libraba batallas silenciosas.
La noche —si es que era noche— cayó de golpe, como un manto maldito que alguien hubiera arrojado sobre su mundo. Oscuridad, completa y absoluta. Tan densa que no era sólo ausencia de luz, sino presencia de algo más… algo que respiraba junto a ellos.
El caballero, sintió su corazón galopar con una fuerza que le dolía. Un tambor de guerra desbocado en su pecho. Cada uno de sus temblores se extendía como una plaga por su cuerpo: brazos, manos, mandíbula, pensamiento. Su armadura era débil —hecha de trapos y piel lastimada—, pero su voluntad, aunque rota, aún ardía.
El príncipe, que dormía junto a él, comenzó a removerse. Su quejido fue como el llanto de un bosque arrancado de raíz. El caballero lo estrechó contra su pecho con ambas manos, con la fuerza de quien protege un tesoro sagrado, pero también con la desesperación de quien teme que el tesoro le sea robado.
—Principe… por favor… deje de moverte… —susurró. Una súplica, un rezo tembloroso.
Pero el pequeño, al sentir el miedo filtrarse de la piel del caballero, comenzó a llorar. No entendía qué ocurría, no comprendía por qué le negaban la visión del mundo. Porque para príncipe, el mundo era su guardián. Y ahora, ese mundo temblaba.
El caballero no sabía qué hacer.
—Shhh… Principe… por favor… tranquilo, por favor… —repetía con la voz desgarrada, mientras retrocedía a una esquina de la habitación.
Allí, se hizo un nido, un santuario improvisado hecho de cuerpo y brazos, donde ocultar al príncipe del abismo. Sus dedos, con fuerza involuntaria, se aferraban al niño como si al soltarlo lo fuera a perder para siempre. En su otra mano, empuñaba una espada sin filo: la raqueta de un juguete musical, uno de los favoritos del pequeño rey. De plástico. Frágil. Inútil.
Pero era algo.
Y ese algo era todo lo que tenía.
Su mente gritaba, desgarrada por pensamientos como cuchillos:
¿Por qué ahora? ¿Qué hice? ¿Qué quieren de mí? ¿Qué quieren de él? ¿¡Quieren al príncipe!? ¿¡Van a llevárselo!?
El miedo ya no vivía en su estómago, vivía en su sangre. Corría con ella. Respiraba con ella. Lo atravesaba todo. El caballero contenía el llanto con la garganta cerrada. No debía llorar. No debía soltar. No debía fallar.
Y entonces, escuchó el sonido.
La puerta de hierro de los monstruos.
Esa que no debía abrirse.
Esa que se tragaba las almas.
Abriéndose. Cerrándose. Como un rugido que dice: "No. No escaparás."
Y con ese ruido, nació otra idea…
¿Está… adentro… con ellos?
Todo su cuerpo se volvió hielo y fuego. El pequeño se retorcía, incómodo, queriendo ver, sin comprender que no era el caballero quien le ocultaba la visión… era la noche misma. La oscuridad no era parcial, era absoluta. Y el príncipe jamás la había conocido.
No esa oscuridad.
No la oscuridad que te traga por dentro.
No la oscuridad que susurra tu nombre.
El caballero oía ruidos que no eran suyos. Ecos que no eran de sus pasos. Respiraciones que no eran del príncipe.
No estaba solo.
No estaban solos.
Pero aún así, no soltó al príncipe.
Levantó su espada de juguete, desafiante, temblorosa, invisible en la penumbra. Era una declaración muda: "Tendrán que pasar sobre mí."
Y entonces, tan abruptamente como comenzó… la oscuridad se fue. La puerta metálica se cerró con violencia. El rugido final. Y el silencio se instaló como un sudario.
El caballero supo que la pesadilla había terminado.
Pero también supo otra cosa. Algo peor.
No era el final. Solo era el principio. De más noches como esta. De más rugidos en la oscuridad. De más monstruos tras la puerta.
Y en ese rincón de piedra y frío, el caballero sostuvo al príncipe. Lo acunó con ternura rota. Con promesas que dolían. Y con una determinación silenciosa.
La siguiente vez, el caballero se encontraba en la cámara de aseo, una pequeña fortaleza dentro de la prisión encantada donde se habían refugiado para realizar los rituales del cuidado y la higiene del joven príncipe. Era un acto sagrado. Un instante de ternura y rutina entre tanto caos, donde el príncipe podía sentirse humano y el caballero, útil.
Pero los oscuros, los hechiceros que moraban más allá de la puerta de hierro —esa que nunca debía abrirse—, habían vuelto a lanzar su hechizo. El caballero no lo sintió al principio, pero la magia negra ya se deslizaba como una lengua sobre los muros, ya respiraba sobre su cuello. Y cuando finalmente giró el pomo y cruzó el umbral de aquella modesta fortaleza... el mundo había cambiado.
La luz había muerto.
La oscuridad, densa como tinta, lo esperaba.
Una oscuridad mágica, venenosa, viva. Tejida por los brujos de la diosa tenebrosa que reinaba sobre ese reino sin estrellas. Aquella oscuridad no era simple noche; era una criatura, una niebla viva, con garras invisibles y dientes hechos de miedo.
El corazón del caballero se encogió, pero no su deber.
Con reflejos entrenados por la desesperación y el amor, cerró la puerta con un estruendo que hizo eco por toda la torre maldita, como un latido retumbando en una catedral vacía. Sin pensar, sin armas, sin armadura, se abalanzó hacia el príncipe, lo envolvió con su cuerpo como un manto humano, como si sus costillas fueran escudos, como si sus brazos fueran murallas.
En un brazo sostenía al niño, apretándolo con fuerza, mientras el otro se mantenía alzado, vacío, extendido como si pudiera repeler el mal con solo su voluntad.
No había lanzas. No había espadas. Ni siquiera una miserable antorcha.
Solo él. Solo el caballero. Solo su cuerpo y su miedo.
La puerta no tenía cerradura. No había forma de bloquearla. Y del otro lado no había más que vacío: un abismo negro que respiraba. Abrirla... abrirla era invitar a la pesadilla.
Pero los juramentos de un caballero no se rompen. El príncipe es primero. Siempre primero.
El pequeño príncipe, aún sin comprender del todo, llamó a su caballero por su nombre, con voz temblorosa pero confiada. Y el caballero, aún con el corazón hecho trizas y el alma gritando, respondió con una mentira hermosa:
—Todo está bien, mi príncipe. Nada nos hará daño mientras yo esté aquí.
Pero el miedo que sentía y las lagrimas a punto de caer traicionaban la belleza de la mentira.
Y así, abrazando el miedo como si fuera parte de su ser, caminó hacia la puerta una vez más. Su mano, temblorosa, tocó el pomo metálico. Su respiración se contuvo. Su mente preparó mil escenarios horribles. Aun así, abrió.
Y entonces…
La luz.
No la luz brillante del día, sino una más tenue, pálida, pero real. La habitación más allá estaba vacía, sin sombras caminantes, sin voces en la oscuridad. No había maldiciones ni espectros, ni brujos acechando desde las esquinas. Solo silencio. Solo piedra. Solo… calma.
El caballero se quedó allí unos segundos, como si esperara una trampa, como si la oscuridad fuera a regresar con un rugido. Pero no regresó.
Aquel momento no fue una victoria. Fue un suspiro entre guerras.
Cuando las sombras llegaban sin previo aviso, él estaba allí, firme como torre. Cubría al príncipe con su cuerpo cuando la oscuridad lo engullía todo, cuando ni sus propias manos podía ver. Se arrastraba con él hasta las esquinas, creando fortalezas de almohadas, murallas de sábanas, bastiones hechos con juguetes.
Todo era parte del ritual sagrado: proteger al príncipe, incluso del miedo.
Una noche, las sombras regresaron más espesas que nunca. Se deslizaron como serpientes invisibles por las rendijas, apagaron la luz sin hacer ruido, y el castillo volvió a temblar con esa quietud agobiante que solo traen los hechizos más crueles.
El caballero no durmió. Ni pestañeó. El príncipe dormía plácidamente, pero él… él se convirtió en estatua viva. Hasta que, en un instante donde el silencio se volvió insoportable, el caballero decidió enfrentar a las sombras.
Esta vez no huiría. Esta vez iría hacia la fuente.
Con pasos lentos y firmes, descalzo como si no quisiera despertar a los propios demonios, caminó pegado a la pared. Sus dedos rozaban las piedras frías. Su respiración era tan tenue que parecía la de un espectro. No había luz. No había sonido. Solo el eco del pasado latiendo en su cabeza.
Y entonces, la sintió.
La puerta.
La puerta prohibida. La que separaba su prisión del abismo.
La manija metálica estaba helada. Un frío que no había sentido desde los días del invierno real, desde cuando el mundo aún lo abrazaba.
La giró y el viento se coló. Un viento viejo, cruel, viento de mundo, no de castillo encantado. El aire que olía a libertad… pero también a muerte.
No pudo ver qué había del otro lado. Porque una mano surgió de la nada. Rápida y fuerte. Un brujo. Un siervo de la oscuridad. La garra le atrapó el brazo, lo arrastró hacia la puerta, como queriendo arrebatarlo, como queriendo romper el equilibrio.
Y entonces, el caballero reaccionó.
No pensó. No dudó.
Sacó su espada. Pequeña, torpe, hecha de restos y desesperación. Pero afilada por el miedo.
La hundió.
Sintió la resistencia.
Oyó el quejido.
El brujo retrocedió. El caballero se liberó.
Pero no corrió hacia afuera. No huyó. Corrió hacia adentro. Hacia su príncipe. Porque el llanto había empezado. El pequeño, despierto en la oscuridad, llamaba su nombre con voz quebrada, sin entender por qué todo se había teñido de negro.
El caballero se lanzó hacia él, como un perro herido. Lo abrazó, lo escondió, le cubrió los ojos y las orejas.
—Estoy aquí, mi príncipe. Estoy aquí… —susurró, como si pudiera contener el universo con esas palabras.
Y entonces, la puerta se cerró.
Solo un portazo. Y el silencio.
La luz volvió, temblorosa. Como si dudara en regresar.
El caballero no miró hacia la entrada. Solo vio la espada, allí, tirada sobre la alfombra. Con rojo en su filo. Un rojo que no debía estar ahí. Un rojo que manchaba. Un rojo que decía que el mundo no era un cuento.
Y así, una vez más, el caballero supo que su deber no era escapar.
No todavía.
Era resistir. Aguantar. Mantener el castillo en pie hasta que un milagro, si es que existían, los encontrara.
Porque proteger a un príncipe no era una promesa.
Era una condena.
Algunos, desde afuera, tal vez quieran pintar esta historia como un cuento de hadas. Tal vez porque necesitan creer que las cosas así de crueles no le pasan a los niños.
Quizás imaginan que esto es solo una metáfora: el joven caballero encerrado junto al príncipe inocente, esperando su momento para escapar de una torre que nadie recuerda haber construido.
Que todo esto es parte de un juego, de una aventura ficticia donde el héroe siempre sobrevive, donde el miedo es temporal y la esperanza es suficiente. Que esta historia está envuelta en magia, en la promesa de una puerta secreta que algún día se abrirá, de un castillo encantado que finalmente caerá.
Algunos podrían imaginar que es un juego, una fantasía que el niño mayor se inventa para que el menor no tenga miedo. Un consuelo. Un cuento antes de dormir.
Pero no.
No lo es.
Pero yo estoy aquí, y te puedo decir que esto no es una historia mágica.
No hay hadas, no hay conjuros. No hay dragones, porque los monstruos aquí no rugen, susurran. No te queman, te deshacen lentamente en la oscuridad.
Esto no es una historia que le cuento a Till para hacerle dormir.
Esto es lo que vivimos. Esto es real. Lo sé porque yo soy el caballero. Yo soy quien sostiene al príncipe cuando tiembla, quien le limpia las lágrimas, quien convierte juguetes rotos en escudos y cucharas dobladas en armas.
Lo soy... aunque a veces, ni yo mismo lo creo.
Te lo dice el caballero que sangra los dedos cada noche para mantener firme el arma que talló con restos de juguetes rotos.
Te lo dice el niño que ya no se atreve a dormir profundamente por miedo a que algo cruce la puerta mientras él parpadea.
Esta no es una historia mágica.
Es una historia real. Cruel. Silenciosa. Y aterradora.
La primera señal llegó como una grieta en un espejo que había aprendido a tolerar. Algo… cambió. Y aunque Till jugaba, reía o dormía con la inocencia aún intacta, Izuku lo sintió. No como algo visible, sino como un susurro bajo la piel.
La rutina que antes era tan precisa, tan casi inhumana en su perfección, se volvió errática. Antes, cada vez que terminaban de comer, la bandeja desaparecía sin que Izuku lo notara, como si alguien hubiera estado observando, esperando el segundo exacto. Como si una cámara invisible supiera cuándo bostezaban, cuándo parpadeaban, cuándo cerraban los ojos.
El cuarto era su prisión, sí, pero también era un escenario. Y él, junto a Till, actores forzados en una obra sin libreto.
Pero ahora… ahora no. Ahora entraban en momentos equivocados en la oscuridad, abrían la puerta cuando todavía quedaban restos de comida. A veces se la llevaban sin que la hubieran tocado, otras la dejaban como si no supieran si ya habían comido. Como si, de repente, la vigilancia… hubiera fallado. Como si el ojo que todo lo veía, ya no viera nada.
Eso, lejos de darle alivio, le heló la sangre.
Usaban la oscuridad a su favor.
Y usaban nuestro temor a su favor.
Izuku ya no sentía que lo observaban, y eso le daba más miedo. Porque lo conocido, aunque fuera cruel, tenía reglas. Pero lo desconocido… no.
La incertidumbre lo devoraba lento.
¿Qué había pasado afuera?
¿Se habían olvidado de ellos?
¿Los habían abandonado?
¿O peor… estaban esperando algo?
Cada ruido al otro lado de la puerta era un golpe seco al pecho. Por eso comenzó a dormir con una de sus armas de juguete, reforzada con lo que pudo encontrar.
Un palo envuelto con cintas, con una punta lo suficientemente dura como para hacer daño si era necesario. Pensar en apuñalar a alguien ya no le parecía un pensamiento extremo. Ya lo había hecho, la sangre en la alfombra era la prueba en eso. Era… supervivencia. Si entraban de repente otra vez, como aquella vez, tendría que defender a Till.
No había opción.
Hasta que un día… algo cambió de nuevo.
La puerta no se abrió.
Pero una pequeña ventanilla, que Izuku juraba no haber visto nunca, se deslizó como si hubiera estado ahí desde el principio.
Y por ahí… dejaron la comida.
Sin mirarlos. Sin hablar. Solo una mano mecánica que colocaba la bandeja y se retiraba, cerrando la ventanilla.
Izuku no supo si eso era peor.
Si era un alivio o una nueva forma de castigo.
No sabía si prefería el miedo de una entrada inesperada o la angustia de un silencio absoluto.
Pero en ese momento, entre la paranoia y la duda, se dio cuenta de algo: la oscuridad era su enemiga más temible. No solo porque podía esconder cosas… sino porque escondía pensamientos. Voces. Ideas que no debía tener.
Aun así, en las noches, cuando Till dormía pegado a su pecho, Izuku pensaba en lo injusto que era todo esto. Él no sabía por qué lloraba, por qué gritaba a veces en sueños, por qué se aferraba a él como si yo fuera su mundo entero. Él solo quería amor, calor, caricias. Y yo... yo solo quería que no estuviera solo.
Izuku odiaba por pensar que no soportaría esto sin él. Odiaba por agradecer tenerlo a mi lado, aunque lo condenara al mismo encierro que me destruía cada día un poco más. Pero también sabía que sin Till, el joven de cabellos verdes habría quebrado hace mucho.
Que su existencia lo salvaba, incluso cuando él no podía salvarnos a los dos.
Izuku agradecía tenerlo a su lado.
Porque estar solo en esa habitación…
…eso sí que sería el final.
Esta no es una historia de fantasía. No es un cuento con moraleja. Es la realidad que se vive cuando la oscuridad se mete debajo de la piel. Y no importa cuánto la ignores. Siempre está ahí. Esperando. Sosteniéndote por el cuello, recordándote que no hay héroes que vengan a salvarte.
Solo estás tú… y el príncipe que llora en tus brazos.
Y por él, soy capaz de luchar contra todo.
Incluso si eso me rompe por dentro. Incluso si ya estoy roto.
Junto a los juguetes.
Junto a la oscuridad que aún se arrastra por los rincones más callados de la habitación.
Junto a esa ventanilla que aparece como una herida en la puerta…
Llegó lo inevitable.
Izuku lo había sabido desde el primer día que aparecieron los juguetes. Sabía —con ese presentimiento pesado que se instala en el estómago como una piedra húmeda— que no era un regalo inocente. Que no se trataba de bondad. Sabía que, tarde o temprano, llegaría algo más fuerte, más profundo, más desgastante.
Y tenía nombre.
Till.
—¡Zuku! ¡Zuku! ¡Quiero jugar!
—¡Zuku, Zuku! ¡Cuento, otro!
—¡Zuku, el señor tigre triste! ¡Cargalo, él quiere con nosotros!
—¡Zuku, trendita! ¡Una trendita!
—¡Zuku! ¡Pintá conmigo!
—¡Zukuuu! ¡Zukuuu! ¡Casita con la manta! ¡¡Una cueva!! ¡¡Como la otra!!
—¡Zuku, otra vez! ¡Quiero un cuento!
—¡Zuku! ¡Canta la canción! ¡Esa! ¡Esa de “a guardar”! ¡Esa! ¡¡Esa otra vez!!
Y no paraba.
No era mala intención, no era crueldad. Era infancia pura y cruda. Era Till.
Como si de un día para otro algo se hubiera encendido dentro de su pequeño cerebro. Como si su niñez hubiera despertado toda junta, al mismo tiempo, con urgencia, con hambre. Y con eso… llegó la demanda. La necesidad de jugar, de explorar, de imaginar. De consumir el mundo entero en una habitación sin ventanas.
Y Izuku, apenas siendo un niño y los hombros ya arqueados por un peso invisible, tenía que ser todo: el hermano, el padre, el maestro, el protector, el cuentacuentos, el héroe de mil voces. Todo. Todo en uno.
Y en esa locura, Izuku entendió.
Entendió por qué los juguetes.
Entendió por qué los crayones, las hojas, los peluches, los disfraces.
Till estaba creciendo.
Y su mundo… su único mundo… era esa habitación.
Ese baño.
Esa cueva adornada con mentiras y colores.
Como un maldito teatro armado para que un niño nunca quiera salir.
"Esto es todo, Till", pensó Izuku una noche mientras lo escuchaba reír solo, con una corona de papel mal recortada. "Esto es todo lo que te van a dar. Como si el encierro fuera menos cruel si está decorado con colores brillantes".
Solo faltaban los dulces.
Izuku hacía lo que podía. Lo que creía correcto. Lo que sentía correcto. Enseñaba a Till palabras nuevas, lo ayudaba a construir frases. Leía cuentos con voces ridículas solo para sacarle una carcajada. Cantaban juntos. Izuku no cantaba bien, pero a Till no le importaba.
Cada vez que recogían los juguetes, él comenzaba la vieja canción que alguna vez escuchó en el jardín:
—A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar…
Y Till, con voz desentonada pero feliz, completaba los versos.
—¡Depacito y sin correr, que mañana hay que vorver!
Izuku sonreía. Aunque no hubiera mañana. Aunque no volvieran a ningún lado.
Lo que sí volvió, y con fuerza, fue el eco constante de una nueva palabra: “No.”
Esa palabra cargada de fuego y pataleo.
Till la había descubierto como quien descubre un superpoder.
Y la usaba con el mismo entusiasmo.
—Till, guardemos los crayones.
—¡No!
—Till, no podemos romper la manta.
—¡No! Es una capa, Zuku, ¡¡mia!!
—Till, no más cuentos por hoy, tenés que dormir.
—¡¡Noooo!! No dormiiir, no dormir, ¡Noooo!
Entonces venía el llanto. El grito. Los pies golpeando el suelo. Los puñitos cerrados y el ceño fruncido. Una furia pequeña, contenida, incomprensible y pura.
Y mientras eso pasaba, Izuku contaba hasta diez.
Cien.
Mil.
Porque si perdía la calma, perdía el único control que le quedaba.
Afuera de esa puerta, todo estaba fuera de su alcance.
Afuera, no existía el control, ni la lógica, ni las reglas.
Pero aquí dentro… mientras nadie cruzara la puerta… mientras la ventanilla siguiera cerrada… aquí, él tenía el mando.
Un mando frágil. Pero aún así… suyo. Era todo lo que tenía, y lo defendería con uñas, dientes y muñecos rotos.
Respecto al aprendizaje…
Izuku había comenzado, mucho tiempo atrás, a construir un lenguaje secreto. Una especie de código, algo que pudiera usar si todo se rompía. Si todo salía mal. Si algún día las palabras ya no fueran seguras. Era un lenguaje hecho de señas, de gestos simples pero cargados de sentido. Cada letra tenía su forma, cada palabra una expresión.
No era perfecto, ni rápido, ni sofisticado, pero servía. Era su intento desesperado por dejar algo que solo ellos dos entendieran. Una forma de protegerse, de tener algo propio en un mundo que les había robado todo.
Claro que si Till no estuviera… si fuera solo él… el código sería otra cosa. Más complejo, más encriptado, con álgebra, con estructuras imposibles de leer a simple vista. Pero no podía. ¿Cómo le explicás eso a un nene? ¿Cómo hacés para que entienda símbolos que ni siquiera puede nombrar aún? Así que adaptó todo. Simplificó cada trazo, cada movimiento.
Y cada vez que enseñaba a Till cómo decir "comida", "cuidado", "peligro", o "ayuda" con las manos, sentía una punzada de dolor en el pecho. No solo porque sabía por qué lo hacía… sino porque lo hacía a esa edad. Porque un niño tan pequeño no debería aprender a protegerse así. Porque nada de esto estaba bien.
Los cuentos se convirtieron en algo esencial. No eran una distracción. Eran un refugio. Eran pedagogía y amor, eran guía emocional y también una válvula de escape. A veces le contaba cinco cuentos al día, uno tras otro, improvisando voces, haciendo movimientos exagerados, convirtiendo cada rincón de la habitación en un escenario improvisado.
Un día, interpretaron “La tortuga y la liebre”. Till, excitado, corría de un lado al otro de la habitación, con un peluche atado como si fuera una mochila. La liebre.
Izuku, en cambio, avanzaba lento, pesadamente, con una bufanda como caparazón improvisado. La tortuga.
Le enseñaba así sin que Till lo notara. Le explicaba que la liebre perdió por subestimar. Que la paciencia tiene fuerza. Que la lentitud no es debilidad si hay constancia.
Y a través de eso, Till practicaba palabras. Formaba frases cortas, repetía oraciones. Imitaba sonidos.
Aprendía sin saber que aprendía. Y eso, a Izuku, le daba algo de alivio.
Aunque, en el fondo, Izuku no sabía si lo estaba haciendo bien.
No sabía si Till, debería ya hablar así, o correr así, o pronunciar como lo hacía.
No sabía si los ruidos de su voz estaban bien o mal. Si su forma de jugar era la correcta. No había doctores, no había pedagogos, no había nadie que le dijera si Till estaba creciendo “bien”. Solo estaba él. Solo.
Y eso dolía. Dolía en lo más profundo. Como un eco que se repetía cada noche cuando Till ya dormía.
Uno de sus cuentos favoritos era “La gran aventura de Conejito”.
Lo narraba despacio, con voz tierna, mientras Till se acurrucaba con su tigre de peluche. El cuento hablaba de un conejito que, desobedeciendo a su madre, salía de la madriguera persiguiendo a una abeja. Se perdía. Preguntaba. Buscaba. Lloraba.
—¿Qué es perderse? —preguntó Till, interrumpiendo la lectura con ojos grandes y serios.
Izuku lo miró. Le acarició el pelo.
—Perderse es no saber dónde estás. Es estar en un lugar que no conocés… y no saber a dónde ir.
Till asintió, pensativo.
—Como si me perdiera afuera… afuera de la puerta de los monstruos.
Izuku sintió que algo le apretaba la garganta.
—Sí. Pero si te perdieras… yo te encontraría. Siempre. Siempre voy a encontrar el camino correcto para vos.
El cuento siguió. La oveja no supo ayudar al conejito. El conejito lloró. Una ardilla apareció, amable. Lo guió de vuelta a casa.
—¿Sabés qué pasó acá? —le preguntó Izuku.
—Ayudó al conejito…
—Exacto. Porque sabía el camino. Porque ayudar también es un acto valiente. Como cuando me ayudás a guardar los crayones. O a doblar la manta.
Y así Till aprendía que ayudar estaba bien. Que estar perdido no era el final. Que siempre podía haber una ardilla en el bosque. Que alguien, en algún lugar, sabía el camino.
Otros cuentos eran más soñadores. Como “El cuento de hadas de Verity”, donde una princesa quedaba atrapada en la torre más alta del castillo, esperando que alguien viniera a rescatarla. Pero nadie venía.
Verity, entonces, tomaba enredaderas, las trenzaba con fuerza, y construía su propia salida. Bajaba sola. Y desde entonces, no volvió a esperar a un príncipe.
Vivió sus propias aventuras.
Esa historia… le dolía a Izuku.
Porque él también había esperado mucho.
Había esperado ayuda.
Esperado salvación.
Había creído, alguna vez, que alguien vendría.
Y no vino nadie.
Entonces miraba a Till, y sabía que él tenía que ser Verity.Él tenía que trenzar las enredaderas. Tenía que encontrar la salida. No por él. Por Till.
—Verity dejó de esperar a que alguien la salve, ¿sabés? Porque entendió que a veces… uno tiene que salvarse solo. Pero eso no es malo, eso es coraje. Vos también tenés coraje.
Cada noche, los cuentos lo envolvían todo. El encierro, las paredes que no cambiaban, los días que se repetían como fotocopias gastadas… Todo eso desaparecía por un rato, en las historias.
Izuku inventaba escenarios nuevos, cambiaba finales, añadía monstruos y héroes. Le enseñaba a Till a imaginar.
Y Till, siempre, terminaba del mismo modo:
Pegado a su lado.
Abrazándolo fuerte.
Como si supiera que ese, y solo ese, era su lugar seguro.
Su única casa.
Y tal vez…
tal vez eso bastaba.
Por ahora.
Cada noche antes de dormir, Izuku tomaba aquel gran libro de cuentos que habían encontrado. Era una rutina sagrada. Una que comenzaba con el suave sonido de las páginas al pasar y la tibieza del cuerpo pequeño de Till acurrucado a su lado, respirando despacio, atento, expectante. Algunas historias las conocía como si las hubiese vivido en otra vida, otras eran descubrimientos que compartía con el niño como si fueran tesoros recién hallados en un mar profundo y olvidado.
Había noches en que, al leer, los recuerdos lo golpeaban como olas frías: su madre, sus risas viendo películas de Disney, su voz que se quebraba con los finales tristes pero dulces de aquellos cuentos que ambos amaban. Eran memorias suaves, cálidas… y también dolían.
Había algo más allá del cuento. Algo que siempre flotaba, invisible, entre ellos. Izuku a veces sospechaba —casi con certeza— que todo esto, el encierro, el silencio impuesto, la caja de juguetes sin héroes, no era casual. Todo parecía meticulosamente pensado para hacerle olvidar… para que él olvidara.
Pero no podía. Y Till... él no tenía recuerdos que olvidar. Solo estaba creciendo, lento, curioso, formando sus primeras ideas sobre el mundo en un lugar donde ese mundo no existía. Un día, lo sabía, tendría que contarle la verdad. Sobre por qué estaban allí. Sobre lo que existía más allá de esa puerta de metal. Sobre los héroes que lo abandonaron. Pero ese era un peso para el Izuku del futuro. El de ahora solo quería que Till durmiera tranquilo.
Esa noche eligió un cuento que no recordaba haber leído nunca. Tal vez lo había ignorado por ser uno de los que su madre solía saltarse, tal vez simplemente se le había escapado.
En la portada: La niña de los cerillos.
“Era una fría noche de invierno y caía la nieve. En las calles oscuras de una ciudad, una pobre niña caminaba descalza, tratando de vender fósforos…”
—"¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima…"
Las palabras se colaban entre ellos como una neblina tibia. Till parpadeaba, tranquilo, ajeno aún a lo que venía. Pero Izuku… Izuku sintió el golpe de la historia desde las primeras líneas. Una niña sola. Descalza. Con hambre. Con miedo. En Nochebuena. La imagen era tan cruel, tan injusta, que por un segundo dejó de leer. Trató de no pensar en lo que había comido ese día —si es que lo había hecho— en lo frío del suelo bajo ellos, en lo que Till no sabía y algún día tendría que saber. Cerró los ojos un momento, respiró hondo, y siguió leyendo.
“Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos.”
“Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano.”
La niña encendía cerillas, una por una, como si cada pequeña llama fuera un respiro, una esperanza, una tregua al dolor. Izuku leyó cómo la pequeña veía una chimenea, un pavo jugoso, un árbol de Navidad. Cada visión más cálida que la anterior, más hermosa, más imposible.
—Cada vez que prende una cerillita —explicó Izuku, mirando a Till con una sonrisa triste—, ella ve algo hermoso. Algo que desea con todo su corazón… Como tú, cuando cerrás los ojos y soñás con vaqueros, frutas o estrellas… cosas que te hacen feliz.
Till asintió muy despacio, con el pulgar en la boca. Y entonces, Izuku llegó a esa parte. La más difícil. La más desgarradora.
—Y cuando enciende la última cerillita… ella ve a su abuelita. Era la única que la amaba de verdad…
"La abuelita la tomó en brazos… y juntas se elevaron, lejos del frío, del hambre, del dolor. A un lugar donde ya no dolía nada."
Hizo una pausa larga. El nudo en la garganta le cerró la boca como si el aire se hubiera vuelto piedra. Till lo miraba con esos ojitos grandes, esa inocencia que todavía no sabía nombrar la muerte ni el abandono.
—¿Y… y la niña? —preguntó con voz pequeña. Miró a Izuku con una mezcla de confusión y ternura.
Izuku no contestó de inmediato. Miró el libro. Miró a Till. Y sintió una presión familiar en el pecho, esa que no se va nunca del todo.
—La niña ya no está aquí, Till. Se fue… a un lugar muy bonito, donde ya no tiene frío. Donde está con su abuelita, y donde todo es cálido y seguro.
Till pareció aceptar esa respuesta, aunque una duda se le quedó en la mirada. A veces era tan fácil mentirle a los niños, tan sencillo adornar la verdad con cintas brillantes y palabras suaves. Quizás por eso los adultos mentían tanto. Porque era fácil. Porque era necesario.
Siguió leyendo.
“A la mañana siguiente de Navidad, la gente encontró el pequeño cuerpo de la niña congelada, con una sonrisa en el rostro y los fósforos quemados a su lado…”
Izuku miro la ilustración del libro, donde estaba la niña muerta. Sonriente. Congelada. Con fósforos gastados a su lado, como pequeñas llamas de esperanza extinguida. Mientras a su alrededor, la gente miraba la triste escena.
Izuku cerró el libro con un suspiro tembloroso. El silencio que siguió fue espeso, pesado. Y entonces Till, con su vocecita titubeante, preguntó:
—¿Navidadd?
—¿Eh?
—¿Qué es…?
Izuku se quedó paralizado. Por un segundo no supo si reír, llorar o gritar. Claro… cómo iba a saberlo. Till no sabía lo que era la Navidad. Nunca había tenido una. Nunca había sentido el brillo de las luces en un árbol, ni envuelto un regalo, ni comido pan dulce o escuchado villancicos. Nunca había esperado con ilusión una mañana con juguetes al pie de la cama. Ni siquiera Halloween, ni Pascuas, ni un cumpleaños con globos. Nada.
Le robaron todo eso.
Tragó saliva. Sus ojos se nublaron. Pero habló con una voz dulce, suave, intentando que no se notara el temblor.
—Navidad… es un día muy especial. Es una festividad donde la gente se junta con sus familias, comen cosas ricas, se dan regalos… y se abrazan mucho. A veces, dicen que es para celebrar el nacimiento de alguien importante, pero para mí… para mí la Navidad era… eso. Estar con mamá, reírnos, mirar películas, comer turrón hasta que dolía la panza. Sentirse querido. Seguro. En casa.
Till sonrió, como si la idea le gustara, aunque no entendiera del todo.
—¿Nosotros… hacemos navidad?
Izuku lo pensó. No había regalos, ni luces, ni árbol. Solo ellos dos. Dos niños atrapados en un lugar sin tiempo. Pero estaban juntos.
Y eso… quizás, era suficiente.
—Claro que sí —susurró, y le dio un beso en la frente— La nuestra es diferente, pero sí. Esta noche puede ser Navidad, si tú quieres.
Till asintió, feliz.
Izuku lo miró, sintiendo el peso de las palabras del cuento. Pensó en la niña. En su final. En si de verdad era tan trágico como parecía. Tal vez… tal vez no. Tal vez, en su dolor, encontró lo único que necesitaba: amor. Un abrazo. Un último sueño cálido.
Y se preguntó si sería mejor vivir así, en un encierro lento, lleno de incertidumbre… o si lo otro, lo breve, lo ardiente, lo fugaz como una cerilla… podía ser más misericordioso.
No tenía la respuesta.
—En la ultima navidad, creí que la iba a pasar solo. De verdad lo pensé. Pero al final no… al final estuvieron todos. Mi papá… Miya, Kuruga, Junpei… ¿te los mencioné, no? Sobre todo papá. Siempre te hablo de él. Espera, espera, ¡ya vengo!
Izuku se levantó con cuidado, y corrió hacia una de las paredes del refugio. Allí, entre dibujos arrugados, planos de ideas de escape, dibujos, los códigos de dibujos y lo que creía que significaba, teorías, la zona donde marcan su crecimiento y garabatos de estrategia, había un papel que parecía más personal que los demás: un dibujo hecho a mano, con trazos y pintado con crayones. Lo despegó con cuidado y volvió, casi trotando de vuelta al colchón, con una sonrisa torcida por el dolor de la memoria.
—Mira, este es Junpei —señaló un chico alto, de cabello desordenado y sonrisa brillante— Es genial. Es super amable, y tiene este quirk que hace chispas con los dedos, ¿ves? Aquí le dibujé una mano como si brillara. Alguien diría que es simple, pero… no sé. A mí me encanta. Es rápido, creativo… siempre tiene un consejo listo cuando me bloqueo, o cuando siento que todo se va a derrumbar. Me ayudó un montón cuando empecé a… a pensar en rendirme.
Pausó, y su dedo fue bajando por el papel.
—Este es Kuruga. —Su tono bajó, y se encogió un poco de hombros, como si recordarlo lo hiciera respetar el silencio— Él es más serio. Más… oscuro. Pero fue el primero que me enseñó a pelear en serio. A defenderme, a mantener la calma. Me entrenaba como si creyera que sí valía la pena, ¿sabes? Y me regalaba cosas… cubos de Rubik, posters de All Might, cosas así. —Se rió con un poco de aire— Mira, ¡me enseñó estos movimientos!
Izuku se levantó otra vez, haciendo una pequeña serie de pasos de combate, exageradamente concentrado para no hacer ruido. Al terminar, miró hacia Till, quien se notaba que trataba de mantenerse despierto, y parecía que poco a poco se quedaba dormido. Pero esto no lo desanimo a no seguir contando.
—Tiene una cicatriz —dijo volviendo al dibujo— Aquí, en la frente. Según él se la hizo peleando contra una bestia. Nunca me quiso decir cuál. Pero se ve genial.
—Y esta… esta es Miya. —La voz se le volvió suave, más íntima— Siempre es tan tranquila… Nunca se enoja conmigo. Siempre sabe qué decir. Cuando nadie me escuchaba, ella sí. Se sentaba y me escuchaba. Aunque… aunque creo que odia a papá. No sé por qué. Nunca lo dice, claro, pero lo noto. Algo como… una rivalidad rara. Pero shhh, eso es secreto, ¿vale? Solo yo me di cuenta. Así que no le digas a nadie, ¿sí? Es nuestro.
Y por último, su dedo tembló levemente antes de llegar al dibujo más cargado. Un hombre alto, delgado, con lentes. Su silueta parecía marcada con más fuerza, como si Izuku hubiera presionado más el lápiz al dibujarlo.
—Papá. —La palabra pesaba, más de lo que le gustaría— Es muy, muy inteligente. Hasta un poco loco por su trabajo y se la pasaba todo el tiempo ahi. ¡Y sabe usar su quirk perfectamente! Bueno… técnicamente nunca lo vi usándolo. Dice que le molesta, que preferiría no tenerlo. Pero yo creo que su verdadero don es su cabeza. ¡Él es increíble! Antes… creo que le caía mal. Pero después… me aceptó. Me escuchó. Le conté que quería ser héroe, y no se rió. Me dijo que me ayudaría. Dijo que… que estaba orgulloso. Antes de esto. Antes de que todo se cayera.
Suspiró, doblando un poco el dibujo contra su pecho. Su voz bajó, como si hablara con una promesa hecha en hueso y corazón.
—Cuando salgamos de aquí, Till, juro que te va a encantar. Él va a adoptarte, lo sé. Lo prometo. Lo juro por todo.
Apretó los dientes un instante, hasta que el recuerdo le empujó un poco de risa.
—¡Ah! Y en esa Navidad, Miya me regaló una cámara. ¡Una cámara de las que sacan las fotos instantáneas, en papel! Era tan genial. Saqué una foto con cada uno. Las regalé como presentes. A Junpei… ¡se le manchó la suya con café! —se rió, con una mezcla de ternura y dolor— Le dije que podía tomar otra, pero él dijo que no, que esa… esa era perfecta. Que la iba a guardar igual. Que ese momento no se repetía.
El silencio volvió. Y esta vez se quedó. Till no contestó. Su respiración ya se había vuelto pesada, profunda. Dormido.
Izuku se recostó con cuidado, manteniéndolo cerca, abrazándolo fuerte contra su pecho, como si al soltarlo pudiera desaparecer. Las lágrimas empezaron a deslizarse, tibias, sin hacer ruido, mojando el cuello de su camiseta. No era la primera vez que lloraba. Pero esta vez fue más suave. Más sincero.
—Till… en la próxima Navidad, vas a tener regalos. Muchos. Te lo prometo…
Y en ese abrazo, bajo una manta, en un colchón que olía a encierro y miedo, alrededor de esas paredes de colores y engaños, Izuku cerró los ojos. Su respiración se acompasó con la de Till, su brazo temblando apenas, como si aún pudiera protegerlo incluso dormido. Se durmió así, con las lágrimas marcando su rostro, y una promesa ardiente apretada en el pecho como un fósforo encendido en la oscuridad.
Decir que esa noche los recuerdos se le quedaron grabados en la mente era quedarse corto. Era como si hubieran tallado con fuego cada imagen, cada palabra, cada voz que resonaba en su memoria. Como si la nostalgia le hubiera abierto la piel por dentro y no pudiera dejar de sangrar.
Desde que volvió a recordar, Izuku no podía pensar en otra cosa que no fuera la puerta. Esa maldita puerta que los separaba del mundo real. Esa puerta que contenía el aire libre, los olores distintos, los sonidos del viento y las voces humanas. Esa puerta, con su frío metal, se había convertido en la frontera entre la vida y algo que ya no podía nombrar.
Izuku era como un detective desesperado. Se arrastraba hasta la puerta cada vez que Till estaba distraído, inspeccionaba cada centímetro como si pudiera descubrir un secreto nuevo, una rendija mágica, una grieta en la estructura. Tocaba la ventanilla con los nudillos hasta hacerse daño, empujaba la puerta con el hombro, con ambas manos, hasta que su cuerpo dolía por la fuerza inútil. Sabía que no cambiaría nada, que la puerta no se abriría por arte de magia… pero lo hacía igual. Revisaba cada día, cada hora, como si no aceptar que estaba encerrado fuera su última forma de resistencia. A veces se ponía de cuclillas para mirar el marco desde abajo, o desde los costados, por si encontraba una rendija nueva. Pero no. Nunca había descuidos. Todo seguía igual. Perfectamente diseñado para mantenerlos ahí. Como si ellos no importaran. Como si no fueran personas.
Pero luego apareció la ventanilla. Una ventanilla que antes no estaba. Había aparecido como si alguien la hubiese hecho nacer de la nada, como si sus captores hubieran decidido que necesitaban una nueva forma de mirar sin ser vistos. Desde ese día, Izuku supo que esa puerta podía cambiar. Que había magia, o peor aún, intención detrás de cada modificación. Así que empezó a mirar con más atención. A dudar más de sus ojos. A analizar todo como si cada parte pudiera esconder una trampa.
Mientras Till jugaba con sus muñecos —es decir, los golpeaba contra la alfombra como si eso fuera divertido— Izuku se acercó una vez más a la puerta. Ya habían recibido la comida, él calculaba que hacía una hora, pero el tiempo era tan relativo ahí dentro que ya no confiaba en su percepción. Podían haber pasado quince minutos. Podían haber sido tres horas. ¿Qué importaba?
Izuku se inclinó, con la oreja pegada al metal, y dio un par de golpecitos, como si estuviera pidiendo permiso para entrar a la casa de alguien. El toc toc fue hueco, frío, el sonido típico que ya conocía.
Pero entonces escuchó otro golpe.
Uno que no hizo él
TOC
Saltó hacia atrás, como si lo hubieran electrocutado. Sus ojos se agrandaron. El corazón se le detuvo un segundo. ¿Lo había imaginado? Podía ser. Ya le había pasado antes. A veces creía oír pasos, voces, llaves. Y luego nada. Sólo su cabeza jugando con su esperanza.
Volvió a acercar la oreja, temblando. Pegó su puño contra el metal, y lentamente toco.
Toc
Toc
Toc
Esperando que ese alguien respondiera.
TOC-TOC.
Esta vez no fue él.
Izuku sintió que toda la sangre se le iba a los pies. El cuerpo se le tensó como una cuerda a punto de romperse. Los escalofríos le subieron por la espalda, la garganta se le apretó. Algo en su pecho se abrió de golpe, una mezcla de esperanza cruda y terror puro.
Es real. Es real. Lo escuché. Lo escuché. Alguien tocó. ALGUIEN TOCÓ.
Y entonces, como si sus pensamientos hubieran invocado el desastre, el sonido metálico de una cerradura rompiéndose llenó la habitación. Era claro. Era inconfundible. Era una cerradura abriéndose.
Izuku retrocedió de inmediato, sin pensarlo, casi tropezando con sus propios pies. El sonido continuó, más fuerte, más claro, más presente. Cerraduras, pestillos. Una, otra, otra más. Van a entrar. Fue lo único que pensó.
Corrió hasta Till y lo alzó con una mano mientras con la otra tomaba una de sus armas improvisadas —una parte rota de la cama afilada contra la pared— Se alejó lo más que pudo de la puerta, hasta quedar contra la esquina opuesta. Su espalda pegada al muro, su respiración cada vez más rápida. Jadeaba. El corazón le retumbaba en los oídos. No podía dejar de mirar la puerta.
Till protestó con un pequeño “¡ah!” al ser alzado tan bruscamente, pero no lloró. Se quedó callado, con sus ojos grandes fijos en Izuku, como si pudiera sentir su miedo. Se aferró a su ropa, temblando también.
Izuku no sabía qué hacer. Siempre pensaba en el día en que abrieran la puerta. Pero nunca, nunca se había preparado para eso. Porque si abrían… era porque querían algo. Porque iban a hacer algo. Algo que no les convenía. Algo que les iba a doler.
El sonido de las cerraduras cesó.
La puerta no se abrió.
Las luces no se apagaron.
El silencio volvió. Pero Izuku ya no era el mismo. El cuerpo entero le temblaba, y una parte de su mente no podía dejar de gritarle que todo era una trampa. Que eso era lo que querían: que se acercara. Que bajara la guardia. Que diera un paso de más.
Pero se movió.
Se agachó, dejando a Till con cuidado en el suelo.
—Till… quédate aquí. No te muevas.
El niño lo miró, nervioso, y agarró su manga. Izuku sintió cómo le tiraba la ropa, como si no quisiera dejarlo ir. El miedo se le reflejaba en los ojitos húmedos.
—Shhh, tranquilo… —murmuró, acariciándole el cabello— Vas a cuidar al Señor Mono, ¿sí? Es muy importante. No puede estar solo. Necesita un guardián, y tú eres el mejor. Yo voy a ver qué pasó con la puerta, pero vos… vos tenés que protegerlo, ¿sí?
Till lo miró unos segundos más, y luego, como si entendiera, agarró con sus manitos el peluche que Izuku le ofrecía. Lo abrazó fuerte.
Izuku le sonrió, aunque sus labios temblaban.
Luego se dio vuelta, y comenzó a caminar hacia la puerta.
Cada paso era una guerra entre el miedo y la determinación. El suelo se sentía más frío, como si todo el aire de la habitación se hubiera congelado. Cada músculo de su cuerpo gritaba que se detuviera. Que no fuera. Que no se acercara.
Pero Izuku siguió.
Porque si no lo hacía, nunca saldrían. Nunca escaparían.
Y porque si alguien realmente había tocado… entonces, tal vez, alguien estaba del otro lado esperando salvarlos.
O destruirlos.
Llego a la puerta, y poso su oreja en la fría superficie, ya no escuchaba nada, y el temor de tocar estaba. Pero una determinación que no sabia de donde venia hizo que de tres toques.
Toc-Toc-Toc
Y espero, sintiendo que estaba esperando la respuesta de diablo o alguna otra cosa. Pero nada. No habia nada, no escuchaba nada. Como si la persona de detrás se hubiera ido.
Izuku decidió empujar la puerta, como eso pudiera ayudarlo. Usando su hombro. No sabia que esperar, le asustaba que algo estuviera detrás de la puerta buscando esto, esta reacción de Izuku. Que capaz era estúpida, era obvia, como si buscaran eso. Pero Izuku ya no sabia que hacer. Y si esta puede darle una nueva oportunidad para escapar, aunque busquen esto, Izuku haria esta estupidez.
Empujo con fuerza la puerta. Pero no funcionaba.
Hasta que en un segundo, la puerta se movió un minicentimetro, haciendo un sonido fuerte.
Izuku abrió los ojos, quedo en shock.
Se había movido.
Se habia movido
Se habia movido.
Si se movió la puerta estaba abierta
Si se movió la puerta estaba abierta
La puerta estaba abierta.
La puerta estaba abierta
LA PUERTA ESTABA ABIERTA.
Izuku empujo con mayor fuerza, con su hombro y una mano sobre esta. Sonidos de fuerza salían de su boca. Mientras intentaba abrirla. Poco a poco la puerta se abria, centímetro a centímetro, como si su fuerza fuera tan chica comparado a la gran puerta. Cada que se abria la puerta, sentía un frio entrar sobre la habitacion, uno que no sentía desde hace mucho. La habitacion estaba siempre con la misma temperatura. Asi que el frio era extraño, raro, y descorcentante mientras lo sentía entrar en la habitacion. Era frio como el de un invierno, cuando salias desabrigado en una noche fría.
En un segundo, Till apareció a su costado, llevaba el peluche de mono y con sus dos brazos comenzó a hacer fuerza. Copiando las acciones de Izuku.
Izuku aprecio la escena, pero siguió haciendo más y más fuerza. Hasta que ya no pudo más, y sintio que su cuerpo se apoyaba en la puerta mientras respiraba tratando de descansar por la gran fuerza que hizo.
Capaz no era tanto el peso de la puerta, capaz solamente Izuku estaba débil, por el tiempo que paso encerrado sin actividad física. Y la comida era la justa para que no muera y este nutrido. Era lo mas probable.
Izuku se separó de la puerta, y miro esa abertura que llegaba a entrar justo él, lo suficientemente justa.
Estaba abierto.
El otro lado era oscuro, no podia ver nada desde adentro, pero la idea de sacar la cabeza tambien le daba miedo, como si fueran a decapitarlo.
Estaba abierto.
Estaba abierto.
La puerta estaba abierta.
Izuku solo pensó en una cosa.
Es hora de salir de aquí.
La puerta seguía entreabierta, temblando como si también ella tuviera miedo. El frío del otro lado aún acariciaba el suelo, serpenteando hasta sus pies como un presagio. Izuku se volvió hacia Till, que estaba quieto, con el peluche de mono apretado contra el pecho, los ojos enormes y brillosos, mirando la abertura como si esta pudiera devorarlos enteros.
—Tenemos que irnos, Till —dijo Izuku con voz suave, bajando a su altura— Ahora, ¿sí?
Pero el niño negó con la cabeza de inmediato, con fuerza, los labios fruncidos, el rostro arrugado por una angustia que lo iba envolviendo como un abrigo pesado. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y de pronto, con un sollozo ahogado, estalló.
—¡No! ¡No quiero, no quiero, no quiero! —gritó, aferrándose con desesperación a la muñeca de Izuku, como si este fuera a desaparecer entre las sombras— ¡No quiero ir! ¡Monstruos! —chilló, señalando la puerta con un dedo tembloroso— ¡Hay monstruos allá! ¡Monstruos, monstruos!
Izuku sintió cómo algo en su interior se partía. Era el precio. El precio de haberlo protegido de la verdad con mentiras. De haber usado cuentos oscuros para mantenerlo lejos de la puerta. Nunca le dijo que allá afuera existía algo mejor. Y ahora Till... ahora Till no podía imaginarlo. Porque esto, esta jaula, era todo lo que conocía. Esto era su mundo. Y salir... salir era como lanzarse a un vacío sin fin.
Con las manos temblando, Izuku lo abrazó. Apretó con fuerza el cuerpecito de Till contra el suyo, sintiendo los sollozos, los temblores, la confusión pegada a su pecho.
—Shhh, Till, shhh... —susurró, acariciándole el cabello— Escúchame. Está bien tener miedo. Yo también tengo miedo, ¿sí? Pero a veces, aunque tengamos miedo, igual podemos dar un paso. Solo uno. Uno chiquito.
Till seguía llorando, aunque más bajito, el llanto se volvía un gemido.
—¿Te acuerdas del cuento de Blancanieves?
El niño alzó la vista, aún con lágrimas en las mejillas, y asintió apenas, con un movimiento tímido. Se apretó más al peluche.
—¿Te acuerdas de cuando el cazador la dejó ir, y ella tuvo que cruzar un bosque oscuro y lleno de cosas que daban miedo? —Till volvió a asentir, los ojitos atentos aunque empañados— Todo era oscuro, los árboles parecían querer atraparla y ella tenía miedo... pero siguió caminando, pasito a pasito, y al final... ¿te acuerdas qué encontró?
Till se quedó en silencio un momento. Y luego murmuró:
—Los... enanitos...
Izuku sonrió con ternura, acariciándole la mejilla.
—Eso. Encontró una casita chiquita y linda con enanitos buenos que la cuidaron. Nosotros... nosotros estamos como en ese bosque, Till. Esta puerta, este miedo... es como el bosque. Oscuro, sí. Aterrador. Pero si caminamos un poquito más, si nos tomamos fuerte de la mano... puede que encontremos nuestra casita también. Algo lindo. Algo mejor. ¿Puedes ser valiente como Blancanieves?
El niño no contestó de inmediato. Pero cuando Izuku lo miró con una mezcla de cariño y determinación, cuando le tendió la mano con esa promesa muda de protección absoluta... Till asintió. Muy lento. Muy pequeño. Pero con un brillo tembloroso de confianza naciendo en sus ojos.
—Gracias, Till... —susurró Izuku, con un nudo en la garganta. Y luego, bajó la voz aún más, como un secreto sagrado— Pero tenemos que hacer una cosa más, ¿sí? Tenemos que estar muy calladitos, como cuando jugamos a las escondidas. Si estamos en silencio... los monstruos no podrán encontrarnos. ¿De acuerdo?
Till lo miró con gravedad infantil. Luego se llevó un dedo a los labios, haciendo el gesto de silencio, igual que Izuku.
—Shhh...
—Eso, pequeño. Shhh...
Izuku extendió la mano hacia Till y la apretó con fuerza, como si de ese contacto dependiera su voluntad de seguir respirando. Luego, con una determinación que le ardía en el pecho, lo guió con cuidado, colocándolo detrás de él, resguardado, protegido, a salvo bajo su sombra diminuta. Se irguió como pudo, tenso, el cuerpo delgado convertido en una muralla temblorosa.
Como un caballero que, sin armadura ni espada, enfrentaba dragones con nada más que su miedo bien escondido y el amor ardiendo como fuego bajo la piel. Porque eso era lo que él era ahora: un escudo. Un muro. Un guardia que protegía a su príncipe.
Porque sí, Till era eso. El príncipe de esta historia que no tenía castillos ni reinos, encerrado en una torre de colores y mentiras. El niño que llegó con ojos grandes y ternura desarmante, que se aferró a Izuku como si lo hubiera estado buscando desde siempre.
Till era quien lo había salvado sin darse cuenta, quien lo había mantenido despierto, humano. Su salvador. Su héroe. Y ahora, Izuku, con las manos temblando y el corazón a punto de estallar, sabía que era su turno. Tenía que ser su héroe. Tenía que ser el hermano que el destino le había negado y al mismo tiempo, le había regalado.
La puerta crujía con cada movimiento. El aire que se colaba por la abertura olía diferente. Frío. Viejo. Ajeno. Pero no dieron un paso atrás. No podían. No ahora.
Los dos niños avanzaron, cruzando esa línea invisible que separaba el pequeño mundo de fantasía que habían construido a duras penas —esa habitación sin ventanas que fingía ser un hogar— de lo que aguardaba más allá. Cada paso parecía más pesado que el anterior. El silencio, más denso. El suelo, más frío. Pero caminaron igual. Uno delante, el otro detrás. Unidos por los dedos, por el miedo, por algo más fuerte que todo eso: la esperanza.
Atravesaron la puerta con el corazón golpeando como tambores de guerra en sus pechos. El umbral no tenía vuelta atrás. Dejaron atrás la tenue luz, los dibujos en las paredes, los cuentos, los juegos reciclados de un encierro eterno. Dejaron atrás su cárcel disfrazada de refugio.
Y al otro lado…
Solo quedó el eco de sus pasos desapareciendo en lo desconocido.
Notes:
¡Y así, la puerta se abrió… y los chicos la cruzaron! ¿Qué creen que va a pasar ahora?
Estoy muy emocionada por lo que se viene. A partir de este punto, empieza una nueva etapa en la historia que… ufff, solo puedo decir: prepárense, porque las cosas van a escalar fuerte.
Quise dejar ese final cargado de intriga para que se queden pensando qué hay al otro lado. ¿Aliados? ¿Peligros? ¿Libertad? ¿Más encierro disfrazado?
Me divertí mucho escribiendo el inicio como si fuera un cuento de hadas. No era mi idea inicial, pero me pareció mágico imaginar a Till como un pequeño príncipe y a Izuku como su guardia real, atrapados en una torre esperando... algo.
¿Qué les pareció ese enfoque? ¿Les gustó ese aire de fábula?
Y otra cosa… ¿qué opinan de la ventanilla y el nuevo método para entregar la comida? ¿Por qué creen que cambiaron el sistema? ¿Qué están planeando los de afuera?
Chapter 12: La Curiosidad es un Pecado
Summary:
Izuku y Till vuelven a ver el exterior tras un encierro prolongado. Pero en su búsqueda de respuestas y libertad, tropezarán con verdades que tal vez habrían preferido no descubrir.
Notes:
Estoy un poco nerviosa con este capítulo, espero que les guste (no me maten).
Y sí, he vuelto después de más de un mes sin publicar nada. Este capítulo necesitaba mucho tiempo. Y además empecé a escribir otra historia (dadzawa si te interesa, puedes leerla en mi perfil ;))⚠️ Advertencia de contenido:
Por favor léelo con precaución. Este capítulo tendrá temas emocionalmente intensos y tratan temas delicados y perturbadores.
[Violencia Intensa (Físico e institucional)] [Manipulación Emocional] [Panico] [Gaslighting] [Trauma Psicológico Profundo] [Colapso emocional y psicológico] [Abuso de poder] [Lenguaje explícito/insultos intensos] [Amenazas de muerte] [Uso de sedantes/inyecciones forzadas] [Miedo y sufrimiento infantil]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Halló el conejo un pasaje escondido,
un soplo de escape, un sueño encendido.
Con el pichón en brazos, cruzó sin dudar,
dejando la jaula, buscando un lugar.
Pero la serpiente, de ojos brillantes,
susurró verdades, suaves, cortantes.
La curiosidad, en su dulce cantar,
los llevó a rincones que es mejor no mirar.
Y allí, en la sombra, lo esperó el dolor,
un espejo roto, un grito sin voz.
El conejo cayó, temblando, callado...
con el alma hecha trizas, el corazón quebrado.
El aire estaba pesado, denso y cortante. Un frío seco, imposible de ignorar, se arrastraba por cada rincón del nuevo espacio como un espectro invisible.
Era un frío distinto al que Izuku conocía. No era el de una noche con la ventana abierta ni el de un invierno sin abrigo… era el de lo antinatural, el de un lugar que nunca había sido pensado para la vida humana. Su cuerpo, acostumbrado al encierro tibio y artificial de la habitación en la que había pasado no sabía cuánto tiempo, temblaba con cada ráfaga invisible que tocaba su piel. ¿De dónde venía ese viento helado? ¿Qué lo causaba? No lo sabía. Y eso lo hacía aún peor.
Las luces blancas colgaban desde el techo como ojos vigilantes. Eran luces frías, despiadadas, que no dejaban lugar a las sombras, pero tampoco ofrecían consuelo. Caían rectas sobre el suelo metálico y frio, el cual podia sentir como helaba la planta de sus pies descalzos. Nunca le dieron ni medias, ni zapatillas. No eran necesarias allí dentro. Y todo lo que no estaba directamente debajo de ellas se sumía en una penumbra grisácea que se tragaba el fondo del pasillo.
Las paredes… no eran normales. No eran paredes como las de una casa, ni como las de un hospital. Eran lisas, opacas, recubiertas con un material extraño, duro, industrial, como si todo el lugar estuviera diseñado no para proteger a quienes estaban adentro, sino para impedir que escaparan. Ni un rasguño. Ni una grieta. Nada que pudiera romperse. Ni una ventana. Ni una rejilla de ventilación. Nada.
Izuku sintió un nudo subirle por la garganta. Miró hacia el fondo del pasillo, pero la luz no llegaba tan lejos. Era como si el edificio se negara a mostrar su final, como si la oscuridad allá al fondo fuera una boca esperando tragar lo que se acercara demasiado.
Pero no era solo eso lo que lo inquietaba. No. Lo que le heló la sangre, lo que hizo que su respiración se trabara por un instante, fueron las puertas. Había otras puertas como la suya. Grandes, metálicas, y selladas. Distribuidas con la misma distancia precisa entre una y otra.
Izuku las contó, siete puertas. Tres en una pared, tres en la otra y una al final del corredor. Específicamente la que Till y él estaban. Pero sí supo algo con certeza: cada una de esas puertas ocupaba exactamente el espacio de una habitación. Como la suya.
¿Había más como ellos? ¿Otros niños? ¿Otras personas encerradas sin saber por qué, sin poder salir, esperando comida por una ventanilla como si fueran animales? El pensamiento lo golpeó como un martillo. Lo dejó tambaleando. Sentía que su cuerpo flotaba en un mar de vértigo.
Entonces, detrás de él, un tirón leve lo hizo volver en sí. Till le agarraba la camiseta con fuerza, apretando con una de sus manitos mientras con la otra se llevaba el dedo a la boca, tembloroso, buscando consuelo como un cachorro asustado. Era su forma de resistirse a llorar, porque Izuku le había pedido que no hiciera ruido. El niño estaba al borde, al límite. Como Izuku. Pero aguantaba, porque Izuku le había prometido que lo protegería.
—Shhh... está bien —murmuró con la voz más suave que pudo, mientras le acariciaba el cabello— Estoy aquí. No pasa nada. Yo estoy aquí. Pero sí pasaba. Todo pasaba. Todo ardía por dentro.
Izuku tragó saliva, obligándose a sostener la mirada al frente. Ese pasillo, esa oscuridad... no podían detenerlos. Tenía que ver. Tenía que saber. Porque tal vez esta era la única oportunidad. Tal vez quien sea que estuviera del otro lado... ya no estaba. Tal vez se les estaba permitiendo escapar.
Miró su puerta desde afuera por primera vez, desde el lado donde jamás había estado. La examinó como un investigador frente a la escena de un crimen. Cada seguro, cada cerradura, cada capa de protección se mostraba ahora abierta, colgando como mandíbulas vencidas. Se notaba que era una puerta pensada para que nadie escapara. A prueba de héroes, incluso, blindada. Pero abierta.
Y entonces, el pensamiento lo fulminó.
“Alguien la abrió.”
Todo estaba cuidadosamente desbloqueado. Alguien lo había hecho. Alguien los había liberado. Alguien quien le devolvió los golpeteos en la puerta. No era una fuga. Era una liberación. ¿Por qué? ¿Quién? ¿Estarían todavía ahí afuera… observándolos? O capaz un aliado, alguien que quiere ayudarlos.
Temblando por el frío, por el miedo, por ambas cosas a la vez, Izuku se acercó a la ventanilla por la que solían dejarles la comida. Pequeña, baja, para que puedan dejar la comida en el suelo. Tan familiar desde el encierro. Desde afuera, era apenas una rendija en el metal, con un cerrojo. Lo abrió con cuidado. La facilidad con la que se abrió lo hizo sentir peor.
Y entonces lo vio.
En la parte superior de la puerta, en la parte alta. Un cuadrado metálico, encastrado como una placa. Se acercó. Lo tocó. El metal estaba helado como hielo seco.
¿E42?
E en cuadrícula. Celda número cuarenta y dos.
Izuku sintió que el corazón se le detenía por un instante. No era una habitación. No era un cuarto. No era siquiera una prisión. Era un número. Una unidad. Una pieza más de algo mucho, mucho más grande. Él no era Izuku Midoriya, no Till, no aquí. No para quien los encerró. Eran “E42”.
Apretó los dientes, bajando la cabeza. El frío le mordía la piel. Pero no se iba a rendir. No ahora. Aunque todo oliera a miedo. Aunque la oscuridad pareciera tener ojos.
Cada puerta tenía una placa, una serie de letras y números grabados en metal frío. Pero había una diferencia imposible de ignorar. Las otras puertas… no estaban aseguradas como la suya. No tenían múltiples cerraduras, ni refuerzos, ni esos seguros imposibles de abrir desde dentro. Eran puertas selladas, sí, pero no custodiadas como si encerraran algo “especial”. Como si quienes estaban detrás no importaran tanto. Como si su silencio o su escape no fuese una amenaza. A diferencia de la suya.
Izuku caminó despacio, su mano rozando apenas el metal helado de cada una de esas puertas.
E84
E0P5
E91
E5T3
ER40
E11
Cada código parecía aleatorio, incomprensible, y sin embargo sentía que escondían significados que aún no podía descifrar. Al pasar por cada una, su respiración se hacía más pesada, más forzada. Sentía que caminaba a través de tumbas. Como si cada habitación albergara un eco de algo terrible. Algo que se intentó borrar… pero que seguía allí, como una cicatriz mal curada.
Con esfuerzo, alzó a Till en sus brazos. El niño se aferró a él de inmediato, escondiendo la cara en su cuello, como si sintiera también la oscuridad crecer en ese lugar. Izuku apretó los dientes. Cada paso hacia esa puerta que había elegido se sentía como avanzar con piedras atadas a los tobillos.
El corazón le golpeaba el pecho tan fuerte que le dolía. La simple idea de que detrás de esas puertas hubieran existido —o aún existieran— más niños como ellos, más pequeños que esperaban que alguien los encontrara… lo ahogaba. Como si el aire se volviera espeso. Como si el pasillo entero se transformara en agua, y él estuviera caminando en el fondo de un lago, sin oxígeno.
Su mano temblaba cuando tocó la puerta elegida. Presionó apenas… y sintió que cedía.
—¿…Está abierta? —susurró, más para sí que para Till.
El sonido de los goznes oxidados cediendo fue un susurro de tumba. Empujó con más fuerza, usando un brazo, mientras con el otro seguía cargando a Till. La puerta se abrió lo suficiente, y una ráfaga de aire encerrado por años le golpeó la cara. Dio un paso. Y entró.
El impacto fue inmediato, como una bofetada en plena cara. Conocía ese lugar. Lo reconocía sin siquiera mirarlo bien. Era la misma habitación donde él había estado encerrado. Las mismas paredes pintadas con nubes sonrientes, ese azul claro que intentaba imitar el cielo. Ese arcoíris infantil encerrado entre las cuatro paredes. La cama acolchada con barandas. La mesita ratona. La maldita puerta con estrellas. La alfombra suave de colores, puesta ahí para evitar que se lastimaran si caían. Todo era igual. Exactamente igual.
Pero no era su habitación. Esta estaba vacía, fría, sin juguetes ni libros. Sin dibujos en las paredes. Todo estaba… muerto. Y aun así, algo había quedado. Se acercó a una de las paredes y notó las marcas. Medidas de altura. Dos líneas de colores. Una de ellas un poco más alta que él, pintada en amarillo. La otra, morada, más alta que Till.
Izuku alzó una mano y la colocó junto a la marca amarilla. Alguien había crecido aquí. Dos niños. Dos vidas. Dos presencias que dejaron una huella. Y ahora… no estaban. Ni un rastro. Nada. Solamente dos nombres al lado de cada altura.
Taerin en amarillo.
Aiko en morado.
Izuku sintió que le faltaba el aire.
Esto no era un crimen cualquiera. No era la obra de un loco. Era una maquinaria. Una estructura. Algo demasiado grande, demasiado complejo, demasiado… planificado. Y entonces Till lo llamó.
—Izu… —dijo bajito, con su vocecita suave, señalando algo detrás de él.
Izuku se giró y todo su cuerpo se tensó. Ahí, sobre la alfombra colorida, había una gran mancha. Roja, seca, vieja y extendida. Una mancha como la que deja algo que sangró… mucho. El intento por limpiarla había fallado. El color había cambiado, virando a marrón, pero no se había ido. No podía irse. Como si esa sangre se hubiera impregnado en la tela. Como si la habitación no quisiera olvidar.
—¿Qué es eso...? —susurró, apenas audible.
—Nada. Vamos, ¿sí? —dijo, forzando una sonrisa que ni él se creyó.
Pero no podía apartar la mirada. Porque había más. Manos. Marcas de manos que se habían arrastrado por las paredes. Dedos pintados en rojo, manchas que bajaban por la pintura azul y se confundían con las nubes sonrientes. Y más arriba, en una sección del muro que parecía olvidada, casi invisible, estaban ellos. Los mensajes.
Rayones hechos con algo punzante, desesperados, arañados, grabados como si fueran las últimas palabras de alguien a punto de quebrarse:
sáquenos de aquí
no quiero
quiero salir
mamá perdón
papá perdón
¿dónde están los héroes?
no hay salida
ellos buscan eso
quieren volvernos locos
perdóname Aiko por no ser tan fuerte
Aiko
Aiko
Aiko
Aiko
Aiko
no quiero morir
mátenme
fue tu culpa
quiero salir
QUIERO SALIR
no hay salida
mamá ayúdame
no quiero pelear más
no quiero que me controlen
me matarán esas cosas
duele
duele
los héroes nos abandonaron
ellos son los culpables
no confíes en ellos
mentirosos
bastardos
asesinos
¿dónde está Aiko?
Izuku no podía respirar. Era como si cada palabra lo apretara un poco más por dentro. Caminó, con Till en brazos, hacia la salida. Cruzó el umbral sin mirar atrás. Pero antes de que la puerta se cerrara del todo, alzó la vista. Justo encima de donde estaban las marcas de sangre… otra inscripción. Más nueva, pero igualmente tallada con desesperación. Más pequeña, como un susurro directo al oído.
no dejes que te controlen
Izuku cerró la puerta de golpe, con la piel erizada, los labios temblando y el corazón en la garganta.
Volvió al pasillo, al frío que ya no parecía tan distante. Till se había quedado quieto, aferrado a él como si su cuerpito entendiera que habían cruzado un umbral invisible. Izuku avanzó, revisando rápidamente otras habitaciones. Todas vacías, pero ninguna como esa. Ninguna con sangre. Aun así, todas tenían algo en común: marcas. Rastros. Susurros de locura y miedo. Llamados de auxilio que nadie escuchó.
En todas, alguien había esperado que los héroes llegaran. En todas, alguien había perdido la fe. En todas… había un vacío final. Como si, simplemente, se hubieran ido.
Y lo que más le aterraba, lo que no podía sacarse de la cabeza mientras sentía que su cuerpo entero temblaba, era la verdad silenciosa, angustiante, escalofriante...
…de que aún no todos se hayan ido.
Cuando llegó al final del pasillo, la oscuridad pareció tragarse el mundo. Una escalera, amplia pero mal iluminada, se erguía ante él como si se adentrara directamente en la garganta de algo vivo, algo antiguo. No podía ver más allá del primer escalón, pero sabía que tenía que subir. No había otra salida, no quedaban más caminos, y aunque cada parte de su cuerpo temblaba y le rogaba que se diera la vuelta, Izuku apretó los dientes, sostuvo a Till con más fuerza y empezó a ascender.
Cada paso era un golpe de tambor en su pecho. Cada crujido del metal viejo, una amenaza que lo hacía mirar por encima del hombro, como si algo fuera a arrastrarse detrás de él, como si en cualquier momento una mano lo fuera a tomar del tobillo y lo arrastrara de nuevo a esa jaula disfrazada de habitación infantil.
El ascenso se sentía eterno, como si los escalones no tuvieran fin, como si la oscuridad quisiera convencerlo de que no había salida, de que todo eso era una ilusión. Se aferró a Till, quien tenía la cabeza sobre su hombro, completamente ajeno a la espiral de pánico que giraba en la mente de Izuku.
Cuando por fin llegó arriba, encontró una puerta. Una más. Pero esta… esta podía significar libertad. O algo peor.
Se quedó allí, inmóvil por un segundo que se alargó demasiado, con la frente perlada de sudor frío y las piernas temblando por el peso, por el miedo, por todo. Respiró hondo, una, dos veces.
Y pensó que, por primera vez en mucho tiempo, tenía miedo de abrir algo. Lo desconocido… lo desconocido era el monstruo más grande. Y sin embargo, no podía volver. Aunque su cuerpo le gritara que regresara al lugar que ya conocía, aunque fuera una celda.
—Izu… —dijo Till en voz baja
—Till, pase lo que pase, quédate en silencio, ¿sí?
Hizo el gesto con el dedo en la boca. "Shhh". Till lo imitó con un murmullo apagado. "Shhh".
Izuku buscó el picaporte. Lo tocó. Empujó apenas, lo suficiente para que se abriera un hueco diminuto, espiando por la rendija.
Era un pasillo más amplio, con suelos lisos, paredes iguales a las de abajo. El mismo material metálico. Pero aquí… había más luz. Una luz blanca, desinfectada, artificial. Una claridad que no era alivio, sino amenaza. Algo en ese resplandor frío lo hacía sentirse como un insecto bajo una lupa. No vio a nadie. Silencio.
Respira…
Con un último impulso de coraje, abrió la puerta y salió. Los pasos eran suaves, contenidos. La tensión en sus piernas era tanta que sentía que, si dejaba de avanzar, se desplomaría.
Observó su alrededor. El pasillo era largo y se ramificaba en otros tantos. Todo tenía una estética que le resultaba vagamente familiar, pero demasiado perturbadora. Como esos hospitales en las películas donde los pacientes no salían, donde se hacían cosas que nadie debería hacer.
¿Y si ese era su destino? ¿Y si todo esto era solo el principio de algo mucho peor?
¿Izquierda o derecha?
Una voz. Voces. Desde la izquierda. Izuku no lo pensó: se lanzó a la derecha, corriendo, casi tropezando. El frío le trepó de los pies descalzos hasta la espalda como una garra. Sus manos temblaban de nuevo. Till seguía aferrado a él, como si su cuerpito sintiera que todo el temor que el mayor intentaba ocultar.
Respira…
Corrió. Doblando esquinas, mirando rápido hacia los lados, esquivando lo que podía. Luego hacia la izquierda. Sus pies golpeaban el piso con una ligereza entrenada, casi felina, pero cada pisada retumbaba en su cabeza como si fuera una explosión. El corazón le latía tan fuerte que le costaba escuchar otra cosa. Estaba seguro de que lo oirían. Que alguien notaría el estruendo que era su cuerpo. Que alguien saldría de esas puertas cerradas y se lo llevaría.
Till no decía nada. Eso ayudaba. Pero el silencio se volvía más pesado con cada segundo.
Arriba, noto que, en las paredes, había alarmas. Como las de los camiones de bomberos, pero por todas partes. Rojas, brillantes, mudas, desconectadas. Algunas puertas eran completamente metálicas, otras tenían ventanillas circulares pequeñas, protegidas con una red metálica. La mayoría estaban cerradas. Algunas, abiertas. No quería mirar adentro. No quería saber qué había tras esas puertas. Tenía miedo de ver algo que lo rompiera.
Y entonces los vio. Guardias. Con botas gruesas, pesadas. Con uniformes oscuros, armas a sus costados y cuchillos. Algunos caminaban, otros estaban quietos como estatuas. Como depredadores esperando el momento de saltar. Su sola presencia hizo que las rodillas de Izuku flaquearan. Respiró hondo y se obligó a avanzar, no podía detenerse ahora, no cuando estaba tan cerca de algo, lo que fuera.
Cada vez que aparecía un guardia, buscaba la puerta más cercana, la abría sin hacer ruido y se metía en el hueco entre el marco y la pared. Ahí se hacía pequeño. Se doblaba sobre sí mismo, apretando a Till contra su pecho, arriba de su regazo, como si pudiera ocultarlo dentro de su piel. Los oía pasar, con el ritmo de sus pasos, el roce del metal.
Era lo más desesperante de actuar que había hecho en su vida. Y cada vez que pensaba que no podía soportar más, con su corazón a punto de explotar y el miedo a punto de salir, escuchaba otro ruido, y lo hacía otra vez.
Respira…
Y luego lo vio. Científicos. Apenas un vistazo. Una bata blanca, con clipboards en sus manos. Había algo particularmente horrible en eso. Como si esas batas fueran peores que las armas. Más definitivas. No pudo ver su rostro, solo un destello de movimiento blanco antes de que se escondiera de nuevo, paralizado.
Respira…
No sabía cuánto tiempo llevaba huyendo, caminando, escondiéndose. Lo más probable unos minutos, pero se sentían una eternidad. Su cuerpo dolía. Sus piernas temblaban y sus brazos empezaban a fallarle por el peso de Till. Pero no podía detenerse. Si se detenía, lo atrapaban. Si lo atrapaban, volvía a empezar. O peor. Lo terminaban.
Respira…
Cada sonido lo sobresaltaba y cada paso en falso podía ser el último. Las botas, los cuchillos, las luces frías, los susurros, todo era una pesadilla continua. Ya no sabía si estaba avanzando hacia la salida o hacia otro infierno. Pero tenía que seguir.
Tenía que seguir.
Respira…
Respira…
Solo respira…
Cuando el guardia pasó frente a la puerta donde estaba oculto, Izuku apenas se atrevió a respirar. Esperó y contó hasta diez. Su pecho dolía de tanto contener el aire. Solo cuando el eco de las botas metálicas se perdió en la distancia, se deslizó hacia afuera como una sombra.
No veía a nadie… solo la espalda del guardia alejándose. Bien. Bien. Estaba bien. Podía seguir adelante. Él podía hacerlo.
El pasillo siguiente parecía seguro, así que corrió. Pero apenas dobló la esquina, sintió como si algo le apretara el corazón con un puño frío.
Dos figuras.
Batas blancas.
Caminaron hacia él sin prisa, conversando entre sí, y por un instante, Izuku se quedó congelado como un ciervo frente a los faros de un coche a toda velocidad. No podía moverse, no podía parpadear, ni siquiera podía pensar. Solo miraba.
Solo… miedo.
La parálisis duró un segundo, tal vez menos, pero para él fue eterno. Los científicos parecían distraídos, enfocados en los papeles que sostenían, así que Izuku aprovechó la mínima oportunidad para correr, silencioso, hacia la puerta más cercana.
Tiró del picaporte.
Cerrada.
El pánico le subió por la garganta como ácido. Escuchó los pasos acercarse. Sintió las vibraciones. No le importó hacer ruido. Corrió hacia la siguiente puerta, sin mirar atrás.
Esa sí se abrió.
Se hizo un ovillo tras la puerta, en ese punto ciego que la sombra proyectaba sobre la pared, abrazando a Till con desesperación. Si entraban, tal vez no lo verían. Si pasaban y miraban por la ventanilla circular con la rejilla, quizá la sombra les impediría ver su cuerpo encogido.
Pero cuando la puerta se abrió… el corazón de Izuku casi dejó de latir.
Abrazó a Till con fuerza. Lo apretó contra su pecho, como si al fundirse en un solo cuerpo pudiera hacerlo desaparecer del mundo. Till no se movió. Su pequeña carita se ocultaba en el cuello de Izuku, sin emitir un solo sonido.
Izuku levanto con su mano el arma de juguete que había creado, levantándolo como si ese juguete roto pudiera ser la espada que los protegerá. Pero en lugar de ver valentía como la de un caballero, solo veías miedo.
Miedo y determinación.
Una mezcla de ambas.
“Por favor… por favor… no nos vean…”
El miedo era tan tangible que casi podía saborearlo en el aire: espeso, ácido, irrespirable. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no podía permitirse derramar. Tenía que ser invisible.
No respires. No llores. No hagas ruido.
Entonces, las voces.
—…A veces simplemente tienes que dejar de permitirle sus juegos —dijo una voz grave, masculina, cargada de desprecio— Ese bastardo cree que puede hacer lo que quiera.
Izuku alzó apenas la vista. Vio la silueta de un hombre mayor. Cabello blanco y prolijo, barba bien cortada, y marcas que descendían por su rostro como cicatrices elegantes, pero no eran cicatrices… no. Eran parte de él. Su quirk. Lo supo al instante.
—Dr. Yuzumi —respondió una voz femenina, suave pero tensa— aún hay inestabilidad emocional. Todavía falta apego real.
—¿Inestabilidad? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —espetó él, con impaciencia— El vínculo ya debería estar formado. ¡Estamos perdiendo el tiempo!
Izuku apretó los dientes. Estaban cerca. Demasiado cerca. Podía ver los zapatos de ambos. Zapatos caros, limpios y sin una sola arruga.
—Se están haciendo progresos —insistió la mujer— El sujeto menor ha respondido con…
—¡Excusas! —interrumpió él— Puras malditas excusas. ¿Sabes qué pasa cuando les das tiempo? Se encariñan. Se aferran. Y luego fallan. ¡Y tenemos que empezar desde cero! No caigas en sus juegos, Akane. No seas ingenua.
Izuku sintió un escalofrío. Esa mujer de rizos claros y piel morena, rostro suave y fino. Con ojos que brillaban detrás de sus gafas.
—Dr. Yuzumi, con respeto —respondió Akane con tono nervioso pero controlado— la respuesta emocional del sujeto aún presenta inestabilidad. El apego existe, sí, pero… no está completamente consolidado. Forzar una transición podría ser contraproducente.
Izuku tragó saliva.
Apego… ¿a quién se referían? ¿A Till? ¿A él?
—¿Inestabilidad? —repitió Yuzumi con desdén— Lo único inestable aquí es la falta de decisión. Si seguimos dándoles espacio para desarrollarse emocionalmente de forma natural, vamos a tener otro fracaso como T-M6N.
—Si, pero… —titubeó ella— el sujeto T… T-F3
—T-F7L. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? —bufó Yuzumi.
—Sí, disculpe. Pero… el menor todavía no desarrolla conciencia plena. Aunque es mucho más inteligente, pero, aun así, deberíamos darle unos meses más.
—No tenemos meses, tenemos tecnología y podemos darle cinco años de experiencia en segundos. No necesito paciencia, necesito resultados.
—Todavía hay oportunidad de fortalecer el vínculo —insistió Akane— e-el sujeto mayor muestra patrones consistentes, perfectos diría, de protección. El menor responde positivamente a su presencia. S-si forzamos la siguiente etapa, podríamos provocar rechazo.
—¿Y qué propones? ¿Esperar? ¿Observar? ¿Hacer dibujos en la pizarra y cruzar los dedos? —ironizó Yuzumi, sin siquiera mirarla— I-Q2N ya está listo para la fase dos. Solo falta el visto bueno de la presidenta y esos idiotas que trabajan para ella. Pero si ese grupo de inútiles sigue encariñándose con el sujeto, no es mi problema. No importa la historia del sujeto antes. Solo importa el ahora, y lo que se convertirá después.
Ambos siguieron caminando. Los pasos de él resonaban como un martillo, los pasos de ella eran más suaves, más pensativos.
Cuando doblaron la esquina y desaparecieron, Izuku exhaló de golpe.
Todo su cuerpo se sacudió. Tuvo que taparse la cara con ambas manos por un momento. Till se movió un poco, inquieto, pero no lloró.
Izuku se limpió la cara con la manga. No podía quedarse ahí. No podían parar.
Siguió caminando con Till en brazos, sus pasos amortiguados, su mirada en todas direcciones. Till miraba hacia atrás, como si presentara algo. Izuku no sabía si era miedo o una despedida muda. ¿Qué buscaban? ¿Una puerta o letrero que dijera "Salida"? ¿Un milagro? No tenía un plan. Solo una esperanza terca, ciega. Tal vez solo suerte. Una suerte que se acababa rápido.
Los pasillos eran todos iguales, iluminados por esa luz blanca y fría que le dolía en los ojos, con paredes metálicas y puertas cerradas, sin ningún indicio de hacia dónde ir. Era un laberinto sin salida, un rompecabezas sin solución. Till pesaba en sus brazos, dormido a ratos, despierto en otros, inquieto. Izuku ya no sabía si el temblor en sus piernas era por el cansancio o por el miedo. O por ambas cosas.
Entonces, al doblar una esquina, lo oyó.
Pasos. Voz lejana. El eco de botas firmes contra el suelo pulido.
—¡Mierda! —susurró entre dientes, con un espasmo de pánico que le paralizó los pulmones.
¡Escóndete, escóndete ya!
No lo pensó. Giró el picaporte y se coló dentro, cerrando la puerta tras de sí en un susurro rápido, como si el sonido mismo pudiera delatarlo. Empujó la puerta con la espalda, apretando a Till contra su pecho, y se coló dentro como un animal herido.
No se fijó en el cartel con letras rojas brillantes.
“ÁREA RESTRINGIDA – SOLO PERSONAL AUTORIZADO”
Tampoco miró lo que había adentro.
No al principio.
Se dejó caer al suelo, espalda contra la pared, el pecho subiendo y bajando de forma errática. Aferró a Till con más fuerza, no podía hacer nada más, solo escuchar. Solo esperar a que esos pasos pasaran de largo. Que no se detuvieran. Que no entraran.
La puerta no tenía ventanilla, no podía ver si seguían ahí, ni podía saber si habían parado justo frente a él. Su única herramienta era el oído, y eso lo volvía aún más indefenso.
Se quedó agachado en el suelo, junto a la pared, conteniendo la respiración. Todo lo que oía era su corazón golpeándole el cráneo como un tambor desquiciado, y los pasos acercándose… y luego… alejándose.
Uno… dos… tres… cinco segundos más. Solo entonces se atrevió a levantar la cabeza.
Y lo vio.
La sala no era como las otras. Estaba más fría. Más limpia. Más… muerta.
Y todo… todo estaba mal.
Parecía una escena congelada de una pesadilla. La habitación era amplia, pero no vacía. No como otras que había cruzado. Todo allí estaba cubierto con sábanas blancas que ocultaban objetos de formas extrañas. Sin embargo, lo más inquietante no era lo que no veía, sino lo que se insinuaba. La luz de los aparatos aún brillaba bajo las telas. Las máquinas zumbaban suavemente, como si respiraran. Todo parecía en espera, y eso lo hizo aún peor.
Izuku tragó saliva.
La tela de las sábanas se alzaba sobre formas tubulares, como cápsulas o ataúdes gigantes, algunas conectadas por cables gruesos y brillantes, que se arrastraban por el suelo como serpientes negras. Las pantallas no mostraban imágenes, pero sus pilotos de encendido brillaban en rojo, recordándole que estaban activas. Que todo estaba activo.
¿Dónde estoy? ¿Qué es esto...?
Sus piernas se movieron sin pensar. La curiosidad era como un insecto clavado en la piel: imposible de ignorar.
Izuku tragó saliva con fuerza, mientras sus pasos lentos lo llevaban más cerca del centro de la sala. Tenía la boca seca, los dedos le temblaban.
No es real. No puede ser real. Es solo un cuarto… solo una habitación más…
Se acercó al objeto más cercano, una de las cápsulas más grandes, y, con manos temblorosas, retiró la sábana.
Y entonces… lo vio.
El aire salió de sus pulmones de golpe. Sus ojos se abrieron tanto que dolieron.
Y el mundo... dejó de tener sonido.
Allí, suspendido en líquido transparente, había un bebé.
Un bebé real.
Un cuerpo pequeño, mucho más diminuto de lo normal, flotando dentro del tubo con cables incrustados en su piel. Un niño… un bebé de verdad. Estaba dormido. O algo peor.
Izuku sintió un vacío brutal abrirse en su estómago. Quiso vomitar, gritar, correr.
No... no puede ser...
¿Qué… es esto? ¿Qué le hicieron?
¿Está vivo? ¡¿ESTÁ VIVO?!
¿Dormido? ¿Muerto…?
No quiso saberlo.
Izuku retrocedió tambaleando,
Dio un paso atrás, tropezando con sus propios pies y casi cayendo con Till en brazos. Sus ojos iban de un tubo a otro.
¿Nos van a meter en esas cosas? ¿Nos van a dejar ahí dentro como si fuéramos monstruos? ¿Till va a terminar con esos cables en el cuello? ¡¿Eso es lo que quieren hacerle?!
Fue cobarde. Lo supo. Porque no fue capaz de revisar los otros tubos. Porque no quiso confirmar si había más. Si eran bebés, o si eran niños como él, o como Till.
Pero en su cabeza, lo peor ya estaba ocurriendo.
Dios... tengo que salir de aquí. Tengo que salir ahora. Antes de que nos metan ahí. Antes de que...
¿Van a hacerle eso a Till?
¿Van a ponerlo en uno de esos tubos?
¿Voy a estar en uno de esos tubos?
Las lágrimas comenzaron a descender por su rostro sin permiso. No podía detenerlas. El terror era más fuerte que cualquier fuerza de voluntad.
Salió corriendo, la sábana que había dejado colgando se deslizó lentamente como una mortaja cayendo sobre un cadáver. Corrió por esos pasillos infinitos, cargando a su hermanito con los brazos doloridos y el corazón a punto de estallar.
Buscando, rogando encontrar una maldita puerta que dijera “salida”.
Pero solo había más pasillos.
Y más puertas cerradas.
Y más vacío.
Pasaron junto a más puertas con códigos, nombres, letras extrañas. Nada reconocible. Ya tenia temor de entrar a las puertas sin ventanilla ni nada. Hasta que la vio.
"Sala de Control"
Esa palabra brilló como una señal divina.
Izuku se acercó a la ventanilla. Adentro había luces, pantallas iluminadas, computadoras encendidas y escritorios. Y al fondo, un panel enorme lleno de botones, luces y cables. Y una gran pantalla.
Buscó movimientos.
Nada.
Silencio.
Su corazón volvió a acelerarse… pero esta vez por una chispa de esperanza.
Computadoras.
Perfecto.
Tal vez ahí podría descubrir algo.
Izuku entreabrió la puerta con una lentitud casi insoportable, conteniendo el aliento, su oído afinado al máximo. Solo escuchó el zumbido constante de las máquinas, un sonido eléctrico que vibraba en el aire como un aviso perpetuo de que no pertenecía allí. No oyó voces. Ni pasos. Ni alarmas. Nada que indicara peligro inmediato.
Cerró la puerta detrás de sí con suavidad. Till estaba en sus brazos, pequeño, silencioso… pero no indiferente. Izuku podía sentirlo. Sentía cómo su cuerpecito se tensaba cada vez que él mismo contenía el aire o apretaba la mandíbula. A diferencia suya, Till no temblaba ni lloraba. Observaba todo con una atención inquietante, como si tratara de entender el mundo que lo rodeaba sin comprenderlo del todo.
La sala de control era fría, pero no por la temperatura. Era ese frío que se te mete en los huesos, que se cuela por debajo de la piel y te susurra al oído: “No perteneces aquí. Corre antes de que sea tarde.”
Izuku no hizo caso.
Comenzó a revisar los escritorios, las consolas, los monitores. Pantallas encendidas parpadeaban frente a él, mostrando gráficos, números, palabras que no entendía. Dios... ¿Y si podía usar una computadora? ¿Y si había un teléfono escondido en uno de los cajones?
Solo necesitaba un mensaje. Una señal. A papá, la policía, a quien fuera. Una línea abierta al mundo real, al mundo fuera de este infierno.
Sintió las lágrimas presionando sus ojos sin que pudiera hacer nada. Se le nublaba la vista. No podía llorar, no ahora.
Dios… por favor, no me quites esta oportunidad. Solo una. Te juro que no pido nada más. Déjame mandar un mensaje. Solo eso. Por favor...
—…que se enojen todo lo que quieran. Luego se lo devolvemos —dijo una voz repentinamente, del otro lado de la puerta.
El corazón de Izuku se detuvo.
El sonido lo atrapó como un gancho clavado en el pecho. Se giró de golpe, sus ojos buscando un lugar, cualquier lugar donde esconderse. Hasta que lo vio. El armario.
Corrió y abrió una de las puertas. Una escoba cayó hacia él, la atrapó justo antes de que golpeara el suelo, pero la parte superior le dio en la cabeza. El golpe fue seco, sordo. No dolió tanto como lo aturdió. Se metió dentro. Tiró de la puerta, pero no logró cerrarla por completo, quedando entreabierta.
Izuku se encogió. Acurrucó a Till en su regazo, como si pudiera envolverlo en sus brazos hasta hacerlo invisible.
Sus latidos eran tan fuertes que estaba convencido de que cualquiera podría oírlos.
Respira…
Respira…
Respira…
No podía ser atrapado.
No.
No.
No.
Respira…
Por favor, respira…
Agachado, acurrucado dentro del armario apenas cerrado, Izuku sostenía a Till en su regazo con una desesperación silenciosa. El cuerpo pequeño del niño descansaba contra su pecho, la carita escondida, los dedos aferrados al buzo gris de su hermano. Pero no hacía falta que Till hablara para que Izuku supiera que sentía todo. Los temblores, el sudor frío, el pánico paralizante, las lágrimas que luchaban por salir sin permiso.
El corazón de Izuku latía tan fuerte que dolía. Que retumbaba dentro de su cabeza como un tambor de guerra.
Y entonces, las voces.
—Te juro que si los cerebritos compartieran el maldito café, este lugar sería mucho más tolerable… —refunfuñó una voz masculina, mientras se escuchaba el borboteo de una máquina. El sonido de un vaso llenándose confirmó lo que Izuku ya sabía: habían encontrado la cafetera que él había visto minutos antes.
—No sé por qué te sorprendés. Siempre ha sido así, —respondió otro, con tono más cansado, más resignado— Nos dan el peor lote, el más rancio. Mientras ellos beben en tazas de porcelana, nosotros con suerte tenemos agua caliente con color.
—Y sabor a óxido. ¿Viste cómo se está pelando el dispensador? —se oyó una risa seca, sin humor—Desde siempre lo hacen. No somos “útiles” más que para limpiar sus errores. Si pudiera demandarlos…
—Te desaparecen si lo haces. Te mandan directo al nivel tres a pelear y no será divertido cuando ellos se vuelven fuertes. Yo pensé que moriría cuando me mandaron con el anterior sujeto, que suerte que se deshicieron de él.
Izuku no podía ver sus rostros. Solo imaginarlos caminando despreocupados por la sala, hablando mientras beben café, mientras él, acurrucado entre escobas y trapos viejos, sostenía con manos temblorosas su arma creativa de juguete.
Dios… no hagas ruido. No se acerquen. No miren. Por favor…
—¿Y qué hay del sujeto? ¿No debería estar ya en etapa dos? —preguntó el primero, tras un largo sorbo.
—Sí, pero parece que los del piso superior lo quieren intacto por más tiempo. Ya sabés cómo son con sus “proyectos especiales”.
—¿El mayor?
—Sí. Escuché que uno de los cerebros pidió extender el protocolo. Al parecer lo quieren al chico. El favorito le dicen.
"¿El favorito…?"
Izuku tragó saliva. El pecho le dolía. Sentía la garganta cerrada, como si el aire no pudiera entrar. La palabra resonaba en su cabeza como un eco enfermizo.
Movió un poco la pierna. Solo un poco. Pero lo suficiente para empujar con la pierna una escoba que estaba mal apoyada. Esta resbaló, golpeando el interior del armario donde estaban escondidos.
El sonido fue seco, brutal, final. Como un disparo.
El corazón de Izuku se congeló.
La conversación se interrumpió al instante.
—…Si fuera realmente el “favorito”, no debería su-
—¿Escuchaste eso? —preguntó el primero, bajando el vaso.
—¿Escuchar qué? —respondió el otro.
No no no no no no no no no… por favor… no…
Respira…
Till se removió, incómodo. Sus piernitas pateaban un poco en busca de espacio. Izuku intentó apretarlo más, contenerlo. Pero eso solo lo inquietaba más.
—Ahí. Justo ahí. Como un golpe. No fue la máquina.
—Estás paranoico. Probablemente fue el sistema de ventilación. Siempre hace esos ruidos de mierda. ¿Por qué te asustas con todo?
—No, idiota, te digo que sonó cerca. Acá nomás.
Izuku apenas podía respirar. Su pecho subía y bajaba en sacudidas. Su mano, temblorosa, levantaba el juguete que no podía protegerlo. Sus dedos apenas podían aferrarse al mango resbaloso.
—Voy a revisar. Mejor prevenir que después tener a uno de los críos congelado en el techo.
—Estás enfermo.
—¿Y si es un animal? ¿Una rata? ¿O algo peor? ¿Querés que lo ignore y después tengamos un informe de contaminación biológica?
—Sabes perfectamente que no les permitirían entrar, aunque haya miles de ratas a nuestros pies.
Izuku sintió que cada paso hacia él lo empujaba al borde del abismo, cada segundo era una eternidad. El pasador de la puerta del armario estaba delante de él, a centímetros. No podía moverlo sin ruido, no podía retroceder.
Vio una sombra acercarse, tensándose por completo, no podía respirar ni podía moverse. Solo agarró con las dos manos el arma de juguete que llevaba escondida desde antes. Temblaba tanto que el plástico crujía entre sus dedos. Till soltó un quejido, incómodo, empujando con las piernas. Estaba incómodo. Quería bajar. Izuku no podía soltarlo. No ahora. No así.
Respira…
Izuku apretó los dientes. El sudor le corría por la frente. Las lágrimas le caían sin que pudiera detenerlas. Y Till parecía que estaba a punto de largarse a llorar.
El guardia estaba a centímetros de la puerta del armario. Izuku sentía su sombra filtrarse por la rendija.
Iba a abrirla.
Entonces, de una alarma estalló en la sala como un grito mecánico. Luces rojas comenzaron a girar. Como si dios lo hubiese escuchado y le haya mandado un milagro.
—¡Mierda! —gritó el primero, retrocediendo de golpe.
—¡Mierda! ¡Era zona segura! No debería activar nada.
—¡¡Código naranja, estúpido!! ¡¡Código naranja!!
—¿Qué carajo es un código naranja?
—¡Ahg, por amor a Dios! ¿No leíste el manual? Si no sabés esto, ¿qué vas a hacer cuando haya uno negro? ¡¡Vámonos, ahora!!
Las pisadas salieron corriendo. La puerta se cerró con un golpe atronador.
Izuku se permitió respirar. Solo por un segundo. Solo un poco.
Respira…
Respira…
Respira...
El sonido de la alarma retumbaba en los pasillos. No venía de la sala en sí, sino desde fuera, desde algún punto más allá de esas puertas metálicas que siempre parecían mirarlo de reojo, como si esperaran el momento perfecto para cerrarse para siempre. El chillido mecánico taladraba sus oídos… pero aun así, fue un alivio.
Porque Till, abrazado con fuerza a su pecho, comenzó a llorar.
Primero en pequeños quejidos, pero entonces lo hizo. Lloró. Lloró como lo hacen los niños que tienen miedo, que no entienden qué pasa, que solo quieren una voz cálida, unos brazos que los protejan. Y lo tenía. A él. A Izuku.
Y gracias a lo que fuera —a Dios, a Buda, a un milagro, a cualquier entidad superior que aún tuviera piedad— esa alarma infernal era tan fuerte, tan ensordecedora, que tapaba el llanto de Till.
Y el suyo también.
Permaneció en el armario varios minutos, abrazando a Till con tanta fuerza que sus brazos comenzaron a entumecerse. El cuerpo entero le temblaba, como si la adrenalina y el agotamiento finalmente se hubieran rendido y ahora dejaran paso a lo que verdaderamente sentía: terror puro y desesperación cruda.
Y entonces, para consolar a Till, para consolarse a sí mismo, empezó a tararear una canción. Una vieja canción de cuna que mamá le cantaba cuando tenía fiebre. La voz le salía rota, pero aun así tarareó.
—Shhh… shhh… ya, Till. Estamos bien, ¿sí? —susurró entre susurros rotos—. Ya falta poco, ¿si?. Ya falta poquito.
Till, con los ojos hinchados, lo miró sin entender del todo, pero su llanto empezó a bajar.
—Solo hay que hacer silencio. Ser valientes, ¿sí? Muy valientes. Como héroes.
Cuando Till asintió, aún con hipo de llanto, Izuku se obligó a ponerse de pie. El temblor seguía en sus rodillas, como si cada paso que daba pudiera quebrarlo en dos.
Salió del armario. El aire de la sala parecía más pesado ahora. Las pantallas que antes habían estado negras ahora brillaban con un rojo intenso y pulsante.
“ALERTA NARANJA” se repetía una y otra vez en cada una. El rojo iluminaba la habitación en ráfagas como un latido, como si el corazón de aquel lugar estuviera palpitando con miedo… o hambre.
En el aire flotaba un olor fuerte, algo rancio pero reconfortante.
Café.
El vaso a medio tomar seguía sobre la mesa, dejado por uno de los guardias.
Izuku lo miró como si fuera una reliquia de otro mundo. El mundo real, lejos de este infierno y donde quería ir desesperadamente.
Se acercó a una de las computadoras. Era diferente. Estaba conectada a una pantalla enorme en la pared del fondo, aunque al mirar mejor, entendió que no era una sola pantalla: eran muchas.
Como esos paneles de vigilancia que usaban los porteros. Pero esto… esto era mil veces más complejo. Eran ojos. Ojos por todas partes.
Till lo seguía como un patito, agarrado a su buzo. Izuku lo subió con cuidado a una de las sillas frente a la terminal, sentándolo a su lado, y le acaricio la cabeza, desordenándole el cabello. Agarró el mouse con dedos entumecidos. El cursor temblaba tanto como su mano.
Estoy tan cerca… tan cerca… por favor, que esto me diga algo…
El aviso rojo tapaba toda la pantalla. Con cuidado, clickeó el ícono y el mensaje se desvaneció. Como por arte de magia, todas las pantallas detrás de él se activaron.
La computadora no pidió contraseña. Un milagro más.
Es ahora o nunca.
Fue entonces cuando lo vio, una cosa tan simple y estúpida. Un pequeño reloj en la parte inferior derecha de la pantalla. El mismo que todas las computadoras tienen. Pero esa… esa pequeña línea de texto fue la que destruyó todo.
19 de diciembre del 2213.
Izuku sintió que el mundo se detenía.
Literalmente.
Como si todo dejara de girar.
Su estómago se contrajo. Todo su cuerpo se quedó helado, rígido, como si una descarga eléctrica lo hubiese atravesado. Recordaba perfectamente la fecha antes de despertar en esa habitación por primera vez.
Lo había repetido mentalmente durante mucho tiempo, como un mantra, para no olvidar.
14 de octubre del 2211.
Izuku pensó… creyó… que había pasado poco más de un año. Que quizás había cumplido 12 dentro de esa celda disfrazada de habitación infantil. Que todo ese tiempo había sido un encierro largo, sí, pero no más que un ciclo escolar.
¿Dos años?
No.
Más.
Dos cumpleaños perdidos.
Dos años sin sol. Sin cielo. Sin calle. Sin papá. Sin All Might. Sin héroes. Sin nadie.
Dos años criando a un bebé que ahora… ya no era un bebé. Till hablaba. Caminaba. Corría. Se reía. Se caía. Tenía conciencia. Tenía miedo.
Todo eso pasó ahí… adentro… mientras él creía que seguía teniendo doce años.
Se sintió tonto por llorar, por derrumbarse por una fecha. Pero era eso lo que lo destruyó, porque era la confirmación cruel e irrefutable de que el tiempo no se había detenido.
El mundo siguió.
Sin él.
Nadie lo vino a buscar.
Nadie rompió esa puerta.
Nadie lo salvó.
Nadie…
En más de dos años… nadie vino.
Las lágrimas cayeron sobre el teclado sin permiso, sin control. Y ni siquiera trató de esconderlas, ni de callarlas. Porque en ese momento, por primera vez, Izuku Midoriya entendió realmente lo que significaba estar perdido.
Y lo mucho que duele seguir esperando.
Pero ahora.
Ahora era su única oportunidad.
Quizá la primera en casi tres años.
Quizá la última.
Izuku temblaba. Sentía las manos tan frías como si toda la sangre se le hubiera escapado. Till miraba la pantalla con una curiosidad infantil, y agarro una lapicera que estaba alli, jugando con esta. No sabía qué pasaba. No sabía que la vida pendía de un hilo invisible.
Pero Izuku sí lo sabía.
Y ahora, frente a esa computadora, no podía perder ni un segundo más.
—Vamos… vamos… piensa, piensa… —se decía en voz baja, golpeando su frente con la palma temblorosa.
Un mensaje, un aviso, un grito, o lo que fuera. Necesitaba hacer que alguien —cualquiera— supiera que estaba vivo. Pero no tenía teléfono, solo estaban esas pantallas, esas teclas. Solo eso.
La idea más simple y absurda golpeó su mente primero: un Gmail.
Algo que jamás creyó que usaría en una emergencia así, algo que nunca pensó que podría ser una tabla de salvación. Pero lo era.
¿Cómo se pide ayuda por Internet cuando nadie sabe que existís?
Buscó el navegador. El ícono azul seguía allí, igual al de su casa. Igual al del ciber al que solía ir. Entró en su cuenta —una vieja, una que había hecho cuando tenía 9 años para recibir las notificaciones del canal de All Might— y tecleó con torpeza.
Primero pensó en escribir a la policía, pero no sabía si alguien iba a creerle. Después pensó en todos los correos de emergencia que podía recordar. Y luego se le encendió una chispa: Papá.
No recordaba su rostro del todo, pero su número, sí.
Su correo, también.
Como el de Junpei, Miya y Kuroiro. Incluso el de Kacchan, pero sabia de que él no creería que Deku estuviera secuestrado y aquí, encerrado. Lo más probable es que ya se haya olvidado de él.
No podía mandar un mensaje corto. No podía decir solo “ayuda”. No podía arriesgarse a ser ignorado.
Así que escribió. Los dedos volaban, torpes, sobre el teclado. Cometía errores, volvía atrás, reescribía. Hasta llegar al final.
El botón de “enviar” estaba allí. Tan simple. Tan absurdo que con un clic pudiera cambiar todo. Izuku apretó con fuerza los dientes, respiró hondo… y lo presionó.
El sonido de “mensaje enviado” fue como una explosión en su pecho. Una pequeña gloria. Una mínima chispa de esperanza. Por un momento, quiso creer que eso bastaba. Que ahora sí, alguien iba a venir. Que ya solo faltaba resistir un poco más.
Pero no.
No era suficiente.
Tenía que intentar más.
Tenía que buscar otra forma. Algo inmediato. Una llamada.
—Dios… necesito un teléfono… —susurró, desesperado. Buscó con locura entre las carpetas. En la sala. En los escritorios. Nada.
Regresó a la computadora. Tecleó en el navegador: “llamadas por computadora” Programas, aplicaciones, redes privadas, cosas que jamás había usado. Pero todo estaba bloqueado o pedía permisos. No había audio ni había micrófono.
—¡Vamos! ¡Dame algo! —golpeó la mesa con los puños.
Y entonces lo vio.
Una carpeta en el explorador de archivos.
E42.
Un frío le recorrió la espalda. Era el nombre de la habitación en la que estuvo encerrado. El mismo código que había en la puerta. Busco más en la computadora. Otras carpetas tenían nombres parecidos. Había decenas…
Eran ellos.
Cada carpeta… era una vida.
Pero la suya. Su carpeta. Estaba justo ahí.
¿Qué dicen de mí? ¿Qué saben? ¿Qué registraron? ¿Qué hicieron?
La mano le temblaba mientras movía el mouse, viendo como el puntero iba hacia el archivo. Y de repente, una idea aún más aterradora se le clavó en la cabeza: ¿Y si ya planearon qué va a pasar conmigo? ¿Y si ya está escrito ahí? ¿Y si ya hay una fecha para que me maten…?
La curiosidad picaba dentro de Izuku.
Tragó saliva. Apretó los labios. Miró a Till, quien seguía jugando con la lapicera, inocente.
Clic. Clic.
“Reporte de Estado de E42”
“Progresión del Vínculo Experimental / Registro Auditivo/Registro Visual”
“Sujeto I-Q2N- Actualización de Estado Mental y Fisico”
“Sujeto T-F7L- Actualización de Estado Cognitivo”
“Informe de Compatibilidad Emocional entre I-Q2N y T-F7L”
“Reporte de la Conectividad Emocional y Vinculación de E42”
“Reporte Etapa 2”
Izuku no entendía muchos de los términos. Pero sabía leer entre líneas. Sabía oler el horror. Y esto… esto apestaba a algo que no debía existir.
Clic.
REPORTE DE ESTADO DE E42
Clasificación: RESTRINGIDO
El Sujeto I-Q2N ha demostrado una notable estabilidad psicológica bajo condiciones controladas de aislamiento prolongado, incluso considerando la falta total de contacto con adultos o referentes externos. Se demuestra que poco a poco I-Q2N está perdiendo la cordura, la presencia de T-F7L causa que este siga manteniéndose.
A los 13 años biológicos, conserva funciones cognitivas superiores al promedio y mantiene un patrón de pensamiento estructurado, con indicadores de liderazgo, contención emocional y apego afectivo excesivo dirigido exclusivamente hacia el Sujeto T-F7L.
A pesar de la ausencia de estimulación educativa formal en los últimos 26 meses, el Sujeto I-Q2N ha mantenido y adaptado su capacidad para organizar rutinas, identificar riesgos y proteger al Sujeto Artificial.
La Etapa 1 del experimento puede considerarse concluida.
Se recomienda el inicio inmediato de la Etapa 2: Conexión Mental Inicial, a pesar del margen de riesgo identificado.
Izuku se quedó inmóvil. No sabía qué significaba etapa 2 exactamente, pero algo en esa frase le llenó la boca de un sabor metálico.
La idea de que I-Q2N era él y Till era T-F7L lo hacia sentir una horrible sensación, no comprendía nada. ¿Por qué buscarían todo esto? ¿Qué querían decir con las etapas? ¿Y por qué llaman a Till como Sujeto Artificial?
No quería saberlo.
Pero, aun así, la curiosidad era como una serpiente susurrándole que siga.
Clic.
CONECTIVIDAD EMOCIONAL Y VINCULACIÓN – ETAPA 1
El objetivo de la Etapa 1 es lograr una conexión emocional irreversible entre el Sujeto I-Q2N (humano) y el Sujeto T-F7L (artificial humanoide), generando un vínculo similar al de un hermano mayor y menor, con códigos de apego intensificados.
Esta etapa incluirá exposiciones controladas a experiencias compartidas, estimulación neural sincronizada, y registros bioeléctricos durante respuestas emocionales críticas.
Riesgos de pasar a la Etapa 2:
- El procedimiento posee un 44% de probabilidad de fallar, lo cual podría implicar la pérdida de uno o ambos sujetos.
- Existe un 31% de riesgo de disociación afectiva permanente.
- En caso de fallo, se prevé la destrucción irreversible del vínculo afectivo, lo cual invalidaría completamente los propósitos del experimento.
Podia oler el horror de todo esto. Pero lo que más le revolvió el estómago no fue un dato técnico, ni una cifra.
Fue una firma. Al final del documento. De cada documento.
Una línea nítida, autoritaria, oficial.
Presidenta de la Comisión de Seguridad Pública de Héroes.
¿La Comisión…?
¿La Comisión de héroes?
¿Por qué estaban metidos ellos en esto?
¿Por qué el sistema que regulaba a los héroes… firmaba un experimento con niños?
¿Esto era legal?
¿Esto era real?
Su respiración se volvió más agitada. Se le enfriaron las manos. Por un segundo, todo dentro de él quiso detenerse. Porque si la Comisión estaba involucrada, significaba que todo estaba más podrido de lo que imaginaba. Que esto no era un error.
Era planificado. Autorizado.
Pero no podía—No podía dejarse caer en eso ahora. Apretó los dientes, con los ojos llenos de algo que no sabía si era rabia o terror, y bajó la mirada al siguiente archivo.
No podía permitirse pensar en eso ahora.
Tenía que entender qué querían hacerle.
Qué querían hacerle a Till.
Clic.
El siguiente archivo no fue como los otros. No eran reportes clínicos, ni un documento sobre los progresos, ni sobre los vínculos neuronales con Till. Era una carpeta, cargada de fechas.
Una secuencia interminable que ni tenían nombres, solo números. Comenzaba con 15102211 y terminaba con 18122213.
Clic. Clic.
No esperaba nada en particular, tal vez otro documento, otro PDF lleno de terminología que no entendía del todo. Pero lo que se abrió fue un video. Y lo primero que escuchó... fue su propia voz.
Su corazón pareció detenerse.
Una voz aguda, joven, temblorosa, apenas afinada, tarareando una canción de cuna. Una que conocía tan bien que ya no recordaba cuándo había comenzado a cantarla. Era su voz, su canción, y lo estaba cantando a Till.
Aparecieron en pantalla. Él, con el cabello corto, no tan desordenado y largo como ahora. Cargando a Till, que en ese video no era más que un bebé frágil y dormido contra su pecho. Tan pequeño y absolutamente indefenso. Su respiración era lo único que rompía el silencio entre frase y frase de aquella canción que ahora sonaba como un eco maldito, como una melodía que no debía haber sido grabada, que jamás fue hecha para oídos ajenos.
Era su momento. De ellos. Robado.
Izuku solo se observó, sin siquiera poder pestañar, acunando a Till, dándole consuelo, tratando de mantener la cordura en medio de un encierro que había pensado en un inicio que dudaría solo unos pocos días.
Su voz se calló, pero el video siguió igualmente. Izuku reacciono al instante, como si le hubieran despertado de algo. Cerro el video con manos temblorosas, dándose cuenta de que la duración del video en si eran de 24 horas. No podía respirar bien. Sentía las lágrimas subiendo con una furia helada por su garganta, pero se obligó a no llorar. No ahora. No aún.
Empezó a explorar más. Otro archivo. Y otro.
22022212
23022212
24022212
25022212
26022212
27022212
28022212
01032212
02032212
03032212
04032212
Fechas… Que seguían una tras otra, como una trampa infinita.
De él y Till. Siendo gravados, observados y archivados.
Izuku sintió una nausea distinta esta vez. No era por el encierro, ni por el miedo. Era algo mucho peor: era la humillación. La desesperación de saber que nada, absolutamente nada de lo que había vivido en ese cuarto, fue solo suyo. Que siempre estuvieron ahí, observando todo, anotándolo.
Era un set de grabación. Un laboratorio.
Un archivo más.
Cuando llegó a una de las fechas más recientes, notó que ya no había videos. Solo audio.
Solo sonido.
Solo sus voces.
Como si la cámara se hubiera roto… o como si la hubieran apagado a propósito.
Salió de los archivos, no quería verse ni escucharse perderse a través de los días de encierro. En ese momento, todo pensamiento coherente se le fue. Quería gritar o vomitar, capaz ambas cosas. Quería cerrar los ojos y no volver a abrirlos.
Pero aun asi, siguió, como si la serpiente de la curiosidad intentara preguntarle ¿Qué tan lejos fueron? ¿Hasta que punto llego?
E Izuku le hacía caso.
Clic.
INFORME DE ESTADO MENTAL Y FÍSICO
Sujeto Mayor: I-Q2N
Evaluación psicológica y funcional
El sujeto I-Q2N permanece en aislamiento social completo desde su ingreso, con un total estimado de 26 meses sin contacto humano. Su única interacción social constante ha sido con el Sujeto T-F7L.
A pesar del contexto de confinamiento forzado, I-Q2N ha demostrado una capacidad de adaptación sobresaliente, desarrollando patrones de protección, contención emocional y liderazgo hacia T-F7L que exceden lo esperado para un sujeto de su edad y condición. Sin embargo, esta funcionalidad no debe interpretarse como estabilidad emocional.
ESTADO FÍSICO ACTUAL:
- Desnutrición moderada compensada con alimentación asistida desde el sistema automatizado
- Falta de exposición solar prolongada: signos leves de palidez dérmica y deficiencia de vitamina D
- Se identificaron microtemblores constantes en extremidades superiores (potencial indicio de ansiedad basal).
- Tensión muscular permanente en zona cervical y escapular.
- No se evidencian signos de enfermedad infecciosa ni lesiones físicas relevantes.
ESTADO PSICOLÓGICO:
- Ansiedad generalizada
- Síndrome de hipervigilancia
- Conducta compulsiva de autocontrol emocional
- Indicios de Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) en formación
- Afecto inhibido en situaciones de amenaza simulada o interrupción de rutina
- Disociación emocional episódica (leve)
Indicadores de riesgo emocional:
- Reacciones de sobresalto ante sonidos inesperados, especialmente mecánicos o metálicos.
- Bloqueos temporales frente a eventos sorpresivos (parálisis breve o desconexión conductual).
- Conducta verbal ensayada en interacción con T-F7L (lo cual sugiere mecanismos de rol protector autoimpuestos).
- Labilidad emocional oculta: llanto inhibido, bloqueado por autoimposición racionalizada.
La estabilidad funcional de I-Q2N es aparente, pero no representa una integridad emocional genuina. El sujeto ha desarrollado un vínculo protector forzado hacia T-F7L como mecanismo de preservación mental. Este vínculo es robusto, pero vulnerable.
RIESGOS POTENCIALES EN I-Q2N PARA ETAPA 2:
- El sujeto I-Q2N podría entrar en colapso emocional agudo si T-F7L sufre daño físico o afectivo severo.
- El Sujeto Mayor puede desarrollar resistencia inconsciente al estímulo emocional artificial, al percibirlo como una amenaza al vínculo natural que ya ha construido.
- En presencia de sobrecarga sensorial o conflicto inducido, hay una probabilidad del 27% bloqueo conductual, fuga emocional y/o colapso interno.
Aprobación final de la Dr. M. Yuzuki:
“Aunque I-Q2N presenta indicadores de inestabilidad emocional y trauma significativo, su capacidad de resiliencia lo convierte en el candidato más exitoso de todos los prototipos anteriores. Se aprueba su transición a Etapa 2 bajo parámetros de contingencia. La conexión emocional ya está establecida. Lo que falta… es sellarla.”
Clic.
ACTUALIZACIÓN DE ESTADO COGNITIVO
Nombre de Identificación: T-F7L
Fecha de Activación: [CLASIFICADO]
Edad cronológica estimada: 2 años, 8 meses
Sexo aparente: Masculino
Quirk: [CLASIFICADO]
Origen biológico materno: [CLASIFICADO]
Codificación interna compartida: Serie 7-F
T-F7L muestra un patrón de desarrollo conductual comparable al de un infante humano de su misma edad. Presenta una evolución acelerada en áreas cognitivas específicas, con un entendimiento funcional del lenguaje, patrones lógicos simples, y capacidad de imitación emocional. No se han presentado episodios disociativos, ni respuestas anómalas bajo estímulos emocionales moderados.
A nivel motriz, el sujeto menor se encuentra dentro del rango superado para su edad aparente. Muestra coordinación, estabilidad al caminar y puede realizar tareas básicas sin asistencia.
Se busca que T-F7L actúe como un humano real gracias a la crianza de I-Q2N, y que formen un vínculo emocional.
Actualmente, el Sujeto Menor ha establecido un vínculo emocional fuerte y sostenido con I-Q2N. La relación ha demostrado estabilidad, apego seguro y búsqueda constante de contacto físico y validación.
Cabe destacar que, en comparación con otros sujetos de la serie 7-F, T-F7L es quien manifiesta el comportamiento más estrechamente alineado con patrones emocionales humanos. El nivel de adaptación conductual se considera óptimo, y su rol dentro del experimento ha sido validado para la Etapa 1.
CONSIDERACIONES ACTUALES: T-F7L
El sujeto T-F7L ha demostrado la mayor estabilidad afectiva y funcional registrada hasta la fecha, desarrollando:
- Conducta de apego legítima, con respuesta anticipatoria protectora.
- Adaptabilidad emocional constante al entorno y al sujeto humano designado (I-Q2N).
- Simulación casi perfecta de patrones humanos de desarrollo cognitivo y juego simbólico.
Su evolución lo posiciona como el primer candidato viable para el objetivo final del programa:
“Desarrollar un vínculo simétrico y mutuo entre un replicante emocional y un humano dañado, capaz de reparar, sostener y fortalecer la psique del portador humano a través de conexión permanente.”
Estado Experimental:
- Estado psicológico: Estable
- Estado fisiológico: Estable
- Capacidad de respuesta empática: Alta
- Autonomía emocional: Parcial
Izuku no parpadeó mientras leía.
Ni una sola vez.
Le temblaban los dedos. No sabía si era rabia, o miedo, o las dos cosas.
Izuku apretó los dientes y respiró, con fuerza. Pero no había aire. No importaba cuánto aspirara, no entraba. Solo ardía. Solo dolía. Sus ojos seguían fijos en ese informe. Esas palabras que lo confirmaban, diciendo que Till no era humano, que fue creado para esto.
Till seguía ahí, sentado a unos pasos de él, con los pies colgando de la silla, moviendo la lapicera entre los dedos con esa concentración tan suya, con esa calma tan… humana.
Humana.
Izuku no sabía cómo se suponía que debía reaccionar. No podía gritar. No podía correr. Quería arrancar esa maldita computadora del escritorio y estamparla contra la pared. Pero no podía, porque Till estaba ahí, tan cerca, tan real.
Y sin embargo, esa palabra seguía taladrándole el cráneo, como una maldita alarma que no se apagaba: artificial.
No sabía si sentarse, si llorar, si tocar a Till o si alejarse. Su cuerpo quería abrazarlo y al mismo tiempo, por primera vez… dudaba.
Y esa duda lo partió por dentro.
Porque Till lo miró en ese instante. Lo miró con esos ojos grandes, brillantes, inocentes, con esa pequeña sonrisa de costado. Como si supiera que algo pasaba. Como si siempre supiera un poco más de lo que decía. Como si lo supiera… y aún así no dijera nada.
Izuku se arrodilló. Se sostuvo la cabeza con las manos. El estómago le dio un vuelco violento, causándole náuseas, pero no por Till. No por él.
Por sí mismo.
Por haber dudado, aunque fuera un segundo.
Por haber sentido miedo.
¿Cómo puedo tener miedo de él?
Es Till…
El niño, el bebé que yo mismo crie en esa maldita habitación.
Quien también estuvo encerrado.
Quien besé, abrace y cuide como si fuera alguien de mi sangre.
Quien me mira como si fuera todo su mundo.
Es la única razón por la que no me volví loco.
¿Qué más da lo que sea? ¿Qué más da si no es humano?
Pero esa pregunta se estrellaba contra otra.
¿Qué más da… si fue creado para amarme?
El pensamiento fue como un puñetazo en el pecho. Porque entonces, ¿era amor? ¿Era real? ¿Till lo quería… porque quería? ¿O porque estaba diseñado para hacerlo? ¿Era libre? ¿Tenía elección?
Y entonces la idea más horrible, más devastadora, más asquerosamente cruel le atravesó la mente:
¿Y si es solo por una “etapa” de toda esta mierda?
¿Y si soy solo algo temporal para él en todo este experimento?
Y sin embargo, cuando Till se acercó tambaleando con la lapicera en la mano y se lo ofreció, sonriendo con esa dulzura torpe que solo un niño podía tener, Izuku sintió que todo ese caos dentro suyo… se rompía de nuevo. Pero de una forma distinta, suave y triste.
Lo abrazó.
Lo abrazó con fuerza, apretando su cuerpecito contra el suyo como si pudiera fundirlos, como si al hacerlo pudiera negar cualquier línea de código, cualquier célula artificial, cualquier experimento, cualquier palabra científica que intentara decirle que eso no era amor.
—No me importa —susurró, con los labios temblando sobre su pelo— No me importa si sos de verdad o si no. No me importa si te hicieron o te encontraron o si fuiste un accidente. No me importa. Yo… yo te quiero, Till. Y eso es real para mí.
El abrazo de Till seguía envolviéndolo como una soga suave, como algo tibio y vivo en medio de un mundo frío y muerto. Sus brazos apretaban al más pequeño con una necesidad visceral que no podía ocultar ni controlar.
Pero entonces, el sonido lo desgarró. Cortando el aire como una cuchilla.
♫ Lollipop, lollipop, Oh lolli lolli lolli ♫
Un tono. Un tono de llamada.
Demasiado nítido.
Demasiado familiar.
Demasiado musical.
Y sin embargo… fuera de lugar. Completamente fuera de lugar.
♫ Lollipop, lollipop, Oh lolli lolli lolli ♫
El mundo pareció cerrarse sobre sí mismo.
El abrazo se rompió. Till se aferró a su camisa, pero Izuku ya no estaba ahí. No mentalmente. Algo dentro de él se apagó en seco. Una voz sin palabras en su cabeza empezó a gritar.
La música no paraba.
No paraba.
Siguió sonando. Cándida, alegre y perfectamente fuera de lugar.
♫ Lollipop, lollipop… oh lolli lolli lolli... ♫
♫ Lollipop! ♫
Temblando, todavía aferrado al niño, Izuku se obligó a levantarse. Paso tras paso, avanzó hacia el lugar donde el tono retumbaba
♫ ba-boom, boom, boom ♫
♫ Lollipop, lollipop, Oh lolli lolli lolli ♫
Izuku se levantó con una lentitud que parecía ajena a su edad, como si cada paso fuera más difícil que el anterior. Cada nota de la canción le martillaba el cráneo. Le revolvía el estómago. Caminó hacia el origen de la música que sonaba. Un escritorio, casi olvidado, cubierto de papeles viejos.
La canción no paraba, como si fuera una burla. Una risa en estéreo desde un lugar invisible, pero ahora le parecía perturbadora y terrorífica. No debía estar sonando aquí. No debía existir aquí como si fuera una alegría impostada, la armonía perfecta de esas voces femeninas, rebotaba contra los muros grises como si el tiempo se estuviera riendo de él.
♫ Lollipop, lollipop ♫
♫ Oh lolli lolli lolli ♫
Izuku avanzó temblando hacia el sonido.
El tono venía de un cajón.
Un maldito cajón.
Temblando, posó los dedos en la manija y tiró. Una vez. Dos. Tres. El cajón no se movía. Era como si el lugar mismo se burlara de él.
♫ Lollipop, lollipop ♫
La canción seguía sonando. Seguía perturbándolo.
Pero ahora… ahora podía haber un teléfono allí dentro. Un verdadero teléfono. Una línea hacia el exterior. Una posibilidad.
Sus manos se cerraron con rabia sobre la manija. El sonido seguía, el canto diabólico, la canción que antes era divertida. Antes era segura, ya no, ahora era un cuchillo de azúcar atravesándole el oído.
—Vamos… —susurró, los dientes apretados— Vamos…
♫ Oh lolli lolli lolli ♫
♫ Lollipop! ♫
Con un gemido metálico, el cajón cedió de golpe. El contenido voló como si algo hubiese explotado. Izuku cayó hacia atrás, sintiendo cómo el miedo subía por su garganta en un grito que nunca emitió.
El noto dejo de sonar, demostrando que la llamada había terminado. Pero Izuku no le importaba. Ya tenía lo que quería.
Que la canción acabe.
Y el teléfono.
Lo tomó con manos trémulas. Por un segundo, un destello de esperanza le atravesó el pecho. Podía marcar. Podía llamar a los héroes. A la policía. A alguien.
Pero no lo hizo.
No pudo.
Porque apenas lo tuvo en sus manos… algo no encajaba.
Un celular negro y agrietado. La funda era roja, con un pequeño dibujo en la esquina, apenas visible, como una chispa…
Izuku tragó saliva.
El corazón empezó a latir más rápido, más fuerte.
Una chispa…
¿Era…?
Presionó el botón de encendido. La pantalla se iluminó, rota. El fondo era una fotografía borrosa, como si le hubieran sacado una foto física a otra imagen. Y estaba manchada. Como si el café se hubiera derramado encima, dejando rastros marrones y secos. Como si alguien hubiese querido preservar algo con desesperación. O con desprecio.
Y lo que vio…
Él.
Él mismo.
Más pequeño. Más feliz. Posando frente a una cámara junto a su familia… Todos sonriendo, felizmente. Recordaba esa foto, era la que él mismo habia tomado con una cámara que sacada fotos físicas. La tomo en navidad.
Ese no era un teléfono cualquiera.
No era un objeto aleatorio.
Era ese teléfono.
Su teléfono.
Pero… no. No. No podía ser. ¿Por qué estaba esto aquí? ¿Cómo podía estar aquí? ¿Por qué esta aquí?
Y fue entonces, cuando apenas comenzaba a entender, cuando el aire se volvió más pesado, más espeso. Como alquitrán en los pulmones. Un sonido lo sacó de la espiral.
Este… este no es cualquier teléfono.
Este… es el teléfono de…
—¿…Izuku?
El aire se quebró.
El tiempo se detuvo.
Estaba tan centrado en el teléfono, que no se dio cuenta de que alguien había abierto la puerta. Que alguien se quedo viendo quien sabe cuánto tiempo allí. Izuku ni se había dado cuenta de que esa persona se quedó ahí parada. Ni siquiera de que la alarma de afuera ahora sonaba mas fuerte adentro de la sala, porque la puerta abierta le daba la bienvenida a que entre.
El miedo fue tan absoluto que ni siquiera pudo reaccionar a tiempo. Su cuerpo se congeló. No llegó a tomar su cuchillo improvisado, ni su vieja arma oxidada. Lo único que pudo hacer fue agarrar lo primero que tenía cerca: la lapicera con la que Till jugaba. Ridícula. Insuficiente. Pero era lo que su instinto le dictó. Porque algo era mejor que nada.
Till se escondió detrás de su pierna. El niño, sin entender, lo miró con ojos grandes y confundidos. Pero Izuku no podía prestarle atención ahora. Porque esa voz…
Esa voz.
No era como la recordaba.
Solía ser cálida.
Solía ser música.
Ahora era otra cosa. Rota. Lejana. Fría. Como si se hubiese oxidado con el tiempo y el silencio.
Poco a poco, entre los flashes de la alarma que parpadeaba tras él, fue apareciendo su silueta. Primero el cabello, largo y rojo. Luego la piel morena. Los ojos. Rojos, pero sin luz. Sin alma.
Y entonces la bata.
Y la bata. Esa bata. La del laboratorio, la que los habían mantenido encerrados, la misma que tanto le helaba la sangre.
Izuku no podía respirar.
—¿…Junpei?
Respira…
La palabra salió como un susurro quebrado. Izuku no podía dejar de temblar, el teléfono en su mano temblaba con él. Los dedos rígidos. La mirada fija.
Junpei.
El nombre se repetía una y otra vez en su mente como un eco hueco.
Junpei… Junpei… Junpei…
Su voz, su tono, su sonrisa… todo parecía desgastado, como una mala imitación de lo que una vez fue. Como si alguien hubiera intentado copiar un recuerdo con las manos temblorosas.
Junpei dio un paso. Izuku no se movió.
—Izuku… —dijo Junpei con suavidad, alzando un poco las manos en señal de calma—. Soy yo, te juro que soy yo. Estoy aquí, estoy contigo. Te estaba buscando… t-te estuve buscando todo este tiempo.
Izuku no respondió, no podía. Tenía una piedra en la garganta. Ni siquiera seca… era como si algo se hubiese atascado allí, y al intentar tragar, lo desgarraba por dentro. Sus labios estaban entreabiertos, y respiraba solo por reflejo.
Porque pensar, pensar de verdad, no podía hacerlo.
Todo era un zumbido.
El hombre frente a él levantó las manos con lentitud, como si se rindiera. Como si se ofreciera. Como si dijera: no soy una amenaza.
Pero Izuku sentía que sí lo era. Cada parte de su cuerpo lo sentía.
—Te… te estuve buscando. Todos lo hicimos. Tu padre, Miya, Kuruga… todos. Estábamos desesperados. Yo… yo no podía dormir. No podía respirar sabiendo que estabas desaparecido. Cuando descubrí este lugar, cuando supe que estabas aquí, no lo pensé.
Izuku no podía moverse. Algo no encajaba. Todo se sentía mal.
Junpei respiró profundo, intentó calmarse. Su voz oscilaba entre la dulzura y algo que parecía a punto de romperse. Pero Izuku no podía confiar en ese tono.
No ahora.
No con esa bata blanca.
Respira…
—¿Por qué… tienes esa ropa?
Junpei miró su propia bata y forzó una sonrisa rota.
— ¿Esto…? Ah… No es lo que parece. Es solo para… encajar. Para que no me detectaran. Tuve que… parecer uno de ellos para poder entrar sin que sospecharan. Pero no soy parte de esto, Izuku. Nunca lo fui. Solo vine por ti. Me infiltré, me colé, nadie se dio cuenta. Por eso sonó la alarma… fue porque entré sin autorización. Pero ahora nos van a encontrar. Y si nos encuentran…
Se acercó un paso más.
—Te volverán a encerrar. A mí… a mí me matarán, Izuku.
Respira…
El tono era urgente. Casi desesperado.
—Así que tenemos que irnos. Ahora. Volvamos a casa.
Casa.
La palabra se sintió como un dulce veneno en los oídos de Izuku.
Una parte de él quería correr hacia él, abrazarlo, llorar en su pecho y que todo terminara. Volver a casa y volver a su vida normal. Antes de todo esto.
Pero otra parte… otra parte gritaba.
Gritaba tan fuerte que era como una alarma en su cabeza.
ALEJATE.
CORRE.
PELIGRO.
—¿Por qué… tardaste tanto?
Junpei tragó saliva.
—Fue difícil… encontrarte. Lo han mantenido todo en secreto, es un lugar completamente ilegal, sin rastros. No sabíamos si estabas vivo, Izuku. Y cuando por fin supe algo concreto… vine. Te juro que vine en cuanto pude.
Y Izuku no sabía a cuál de las dos escuchar. Su corazón parecía dividirse entre los latidos.
Uno para amar.
Uno para huir.
Junpei extendió una mano hacia él.
—¿En serio…? —preguntó Izuku, con un hilo de voz quebrado.
—¡Sí, sí! Pero tenemos que irnos ahora, Izuku, por favor. Carga a Till. Yo me encargaré de los guardias.
Izuku se quedó helado.
Y entonces, lo entendió. Todo lo que antes dolía… ahora ardía. Lentamente, sin decir una palabra, tomó a Till en brazos. Pero no dio un paso hacia Junpei. Dio uno hacia atrás. Y otro. Y otro.
Respira…
—¿Izuku…? —Junpei pareció confundido.
El niño lo miró. La expresión en sus ojos ya no era solo miedo. Era devastación.
—Nunca te dije su nombre.
Silencio.
—¿Qué…?
—Nunca te dije cómo se llama. ¿Cómo lo sabes? Si viniste aquí solo para buscarme… ¿cómo lo sabías?
El silencio que se formó fue más cruel que cualquier golpe.
—Ademas… —Izuku levanto el celular, mostrándoselo mientras la pantalla mostraba específicamente la foto que tomaron en navidad —¿Por qué tu teléfono estaba aquí? ¿Dentro de este cajon?
La máscara se resquebrajó.
Junpei dejó de sonreír y de avanzar. Bajó la mano lentamente, como si ahora comprendiera que ya no tenía sentido mentir.
—Izuku… por favor. Solo… sígueme. Si algún guardia te ve, no va a tener reparos en romperte un brazo solamente para devolverte a tu habitación. Yo no quiero que eso pase. Así que… por favor… sígueme, y haremos como si nada de esto pasó.
Respira…
Respira…
La traición cayó como una guillotina sobre el cuello de Izuku.
No dijo nada.
No podía.
La cabeza le zumbaba. Till, asustado, se agarraba a su cuello. Y él… él solo quería gritar. Llorar. Vomitar.
Junpei no era Junpei.
Respira…
Era parte de esto.
Respira…
—¿Estás… metido en esto? —preguntó al fin, con la voz como un hilo lleno de espinas.
Junpei no respondió.
Respira…
Respira…
Respira…
Izuku dio un paso más atrás. Lo abrazó más fuerte a Till. Las lágrimas le picaban en los ojos, pero no salían. No podían.
Solo repetía en su cabeza una palabra, una y otra vez:
Traidor
Traidor
Traidor
—Izuku… por favor. Solo sigueme. Nadie tiene por qué salir herido. Solo regresaremos a tu habitación. Esto… esto será lo mejor para ti. Para el experimento. Para todos.
Respira…
Las palabras se clavaron en Izuku como cuchillas.
"Para el experimento."
Todo se detuvo. Izuku ya no lloraba.
Ni hablaba.
Ni pensaba con claridad.
Solo sentía.
Un dolor que era más viejo que sus trece años.
Una traición que era más grande que todo su cuerpo.
Respira…
Respira…
Respira…
Respiró con dificultad, y mientras sentía que todo el mundo se volvía irreal, solo pudo pensar una cosa:
Traidor
Traidor
Traidor
Traidor
Respira…
Por favor respira…
Respira…
El corazón de Izuku palpitaba con tanta fuerza que apenas podía escuchar otra cosa, la presión en su pecho lo estaba asfixiando y sus dedos temblaban al punto de parecer que ya no le pertenecían.
Junpei dio un paso más adelante.
Izuku dio un paso más atrás.
—Izuku, por favor… —su voz era casi un ruego— Confía en mí, ¿sí? Regresemos a tu habitación. Si alguien más te ve aquí afuera… te harán daño. No dudarán, solo están esperando una excusa.
Izuku apenas lo miraba. Apretaba a Till contra su pecho como si fuera lo único real en un mundo que se deshacía.
—¿Quién más está metido en esto? —susurró, pero cada palabra era un disparo contenido— ¿Solo tú…? ¿O hay alguien más?
Junpei vaciló. La culpa en sus ojos fue inmediata.
—Izuku…
—¡Vamos! ¿Por qué no me lo cuentas todo ahora? —el tono de Izuku se quebraba, tan lleno de rabia como de desesperación— ¿Te divertía? ¿Te causaba gracia verme llorar mientras me grababan? ¡¿Te reías viéndome caer en la locura dentro de esa celda de mierda que ustedes llaman habitación?! ¿Jugaban a adivinar cuándo me iba a romper?!
No sabía de dónde venían esas palabras, solo sabía que salían, que se escapaban entre las grietas de un corazón aplastado. Y por alguna razón, se reía. Un sonido distorsionado, aterrador, una carcajada quebrada entre lágrimas que rodaban como una lluvia imparable por sus mejillas.
—¿Te divertiste viéndome perder la cabeza? ¿Te pareció un buen experimento?
—No, no… no, Izuku, por favor… —Junpei estaba a punto de llorar también. La voz le temblaba como un hilo. Estaba hecho trizas— ¡Esto… esto no fue así! ¡Nada de esto fue planeado! ¡Yo no…! Yo no quería meterte en esto. No así. Te lo juro por todo lo que tengo.
—Pero lo hiciste —susurró Izuku con los ojos abiertos de par en par, llorando sin parar— Lo hiciste. Me dejaste ahí. Lo sabías. Estás metido en esto. Y estuviste con los otros niños, ¿no? ¿Dónde están, Junpei?
Junpei bajó la mirada.
Izuku sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Por qué no contestas?
Silencio.
—¿Están muertos? —la voz de Izuku se quebró— ¿Murieron aquí? ¿Como parte del “experimento”? ¿Y tú… tú quieres que yo termine igual?
—¡No! ¡Izuku, no! ¡Yo no quería esto! ¡Jamás te habría metido en esto si no fuera por…!
Una voz seca y grave lo interrumpió desde el pasillo.
—Ya basta, Junpei.
Izuku se congeló. El frío que sintió no venía del aire, venía de esa voz. Monótona, gélida y cortante.
Reconocería esa voz que había oído mil veces, que le había dicho “te veo luego”, “haz tu tarea”, “acuérdate que la cena está en el frízer”. Esa voz que alguna vez significó algo parecido a seguridad.
Esa voz… que ahora venía desde el lado opuesto del horror.
Izuku se giró, con el corazón apretado. Una figura emergió de las sombras. Cabello negro, más largo que antes. Barba crecida, como si ya no importara el tiempo. Ojeras profundas, ojos verdes apagados. Tan iguales a los suyos. Tan… diferentes.
—…Papá… —susurró Izuku, con una mezcla imposible de incredulidad, terror y dolor.
El hombre lo miró sin emoción.
—Izuku. Basta de juegos. Volvamos a la habitación. Ahora.
Fue como una sentencia. Izuku no respondió. Solo se encogió más sobre sí mismo, abrazando a Till con tanta fuerza que el bebé se quejó bajito.
—Así que… este era el “gran trabajo” por el que nunca estabas en casa… —la voz de Izuku era un susurro, pero cargada de una rabia impotente— ¿Encerrando niños? ¿Torturándolos?
—Izuku —su padre pronunció su nombre sin titubear, sin matices.
—No. —Izuku dio un paso atrás, el aire comenzaba a faltarle— No me digas nada. No me… no me mires así. —Su voz se rompía— ¡No me hables como si no hubieras visto lo que me hicieron! ¡Lo que me hiciste!
—No es lo que tú piensas.
—¿¡Ah, no!? —gritó Izuku, como si su garganta fuera a desgarrarse— ¿Y qué pienso, entonces? ¿Qué es normal encerrar a tu propio hijo en una maldita habitación y darle un bebé artificial para que cuide mientras se descompone mentalmente? ¡¿ESO ES NORMAL PARA TI!?
El padre apenas parpadeó.
—Esto es por un bien mayor.
Izuku se echó a reír. Una risa ahogada, histérica, desesperada.
—No me hagas reír… —murmuró—. No me jodas. ¿Un bien mayor? ¿¡ME ENCERRASTE Y TORTURASTE POR UN BIEN MAYOR!?
—Llevamos trabajando en esto por años. Décadas.
—¿Trabajando en qué? —dijo Izuku, casi escupiendo las palabras— ¿En bebés? ¿En crear vida como si fueran productos? ¿Como si Till fuera un maldito conejillo de indias?
—Para mejorar el mundo —dijo su padre. Sin emoción. Como una línea ya ensayada.
—¿Mejorar el mundo? —susurró Izuku, el alma cayéndosele en pedazos— ¿En serio crees que estás salvando a alguien?
Su padre no dijo nada. Y entonces Izuku lo entendió, no había salvación en sus ojos, ni había arrepentimiento. Solo propósito.
—Tú… tú me traicionaste… —dijo Izuku, ahogado, temblando— Me… rompiste. Me mirabas desde las cámaras mientras me destruían. Y no hiciste nada. Me engañaste…
—Yo no te engañé… —dijo él, su voz tan calmada que dolía más que un grito— Yo te salvé.
Izuku parpadeó. Sus lágrimas no se detenían. Su corazón parecía salirse por su garganta. No creía que hubiese escuchado era realmente lo que había escuchado
—¿Qué…?
—Te salvé —repitió el hombre, como si fuera una verdad universal— ¿Qué creías, Izuku? ¿Que el mundo aceptaría a una persona sin Don? ¿Qué te volverías un héroe? ¿Que podrías lograr algo solo con esfuerzo, solo con… deseo? —Su mirada era firme, cruelmente serena— Eso nunca fue real. Esas eran mentiras. Mentiras que tú mismo te contaste para soportar una existencia vacía.
—No… —susurró Izuku. La voz le temblaba. Quería gritar. Pero no salía el aire.
—Tu futuro era una estadística —continuó el hombre, caminando lentamente, como un predador sin prisa— ¿Sabes cuántos niños sin Don terminan muertos antes de los veinte? ¿Cuántos se suicidan? ¿Cuántos desaparecen? Lo investigué. Lo vi. Lo sabía. Y tú también lo sabias, lo sabes desde hace años. Eres inteligente Izuku. El mundo no te quería.
Su padre se detuvo frente a él, sin cruzar aún la línea invisible que el niño había trazado entre ellos.
—¿Y qué ibas a hacer tú? ¿Morir llorando en una azotea dejando tus zapatillas rojas como evidencia? ¿Seguir mendigando la atención de héroes que te miraban como una anomalía? ¿Convertirte en una nota al pie en un informe de salud mental?
—No… eso no es verdad… — Izuku temblaba. Las uñas se le clavaban en la palma, y su garganta le ardía con cada palabra que salía de su boca.
—Sí, lo es —dijo el hombre sin titubear, sin parpadear— Yo vi ese destino, lo vi tantas veces. Y decidí cambiar el tuyo, para que no termines como ellos. Te di un propósito.
Izuku negó con la cabeza una y otra vez, pero sus piernas flaqueaban, hasta su cuerpo dudaba. El veneno de esas palabras se metía entre las grietas.
—Eres más útil aquí. En este lugar. ¿Ya viste los resultados, verdad? Ya los leíste. Sé que lo hiciste. Tus progresos, los informes. Vas bien. A pesar del retraso, estás cumpliendo lo que esperábamos. Eres una pieza clave, Izuku.
—No… —susurró, pero apenas se escuchó.
—Aquí… tienes un propósito. Afuera solo eras un niño invisible, aquí eres esencial. ¡Aquí construyes el futuro! ¿No lo ves? ¡Te di algo más grande que tus sueños ridículos! ¡Te di algo real! ¡Te di sentido!
Izuku empezó a jadear.
RESPIRA.
RESPIRA.
RESPIRA.
MIERDA, RESPIRA.
—Así que… no importa cuánto intentes escapar, hijo. Tu lugar está aquí.
Era como si la voz viniera desde adentro de su cabeza, como si fuera su propio pensamiento retorcido. Su cuerpo entero estaba colapsando, los latidos de su corazón eran como truenos vacíos.
—El experimento… tiene que continuar. Y cuando el mundo te vea nuevamente, ya no vera ese niño débil e inútil, sin don.
“Esto está mal.”
“Esto es un delirio.”
“Está loco.”
Pero el horror más grande fue darse cuenta de que su padre… creía cada palabra que decía.
—Pero ya no hay tiempo —dijo el hombre. Y su mirada cambió.
No era odio.
No era furia.
Era determinación.
—Es hora de volver.
Izuku alzó la vista, y el mundo se congeló.
Su padre ya se acercaba.
No hacia él.
No para abrazarlo.
Ni para detenerlo.
Su mano iba hacia Till.
El miedo, la rabia, la desesperación. Todo se mezcló en un instante.
Y Izuku solo actuó. No sabía si fue instinto o si era rabia de la situación, solo sabía que no iba a permitir que le hicieran a Till nada.
La mano que antes temblaba, ahora se alzó con una certeza feroz. La lapicera, afilada en la punta como un diente. Y con un movimiento seco, brutal, la hundió directo en el ojo de su padre.
El chasquido húmedo de la carne atravesada.
Un rugido de dolor, tan visceral que hizo vibrar las paredes.
Sangre.
Mucha sangre.
El hombre se tambaleó hacia atrás, gritando con una voz que por fin dejó de ser calmada. Que por fin dejó ver que también era humano. Que podía sangrar.
RESPIRA.
RESPIRA.
RESPIRA, MIERDA.
No había tiempo para mirar atrás. No podía ver, ni podía pensar, ni podía sentir nada más allá de sus pies golpeando el suelo y el peso tembloroso y cálido de Till contra su pecho.
La sangre de su padre aún manchaba su mano, lLa lapicera ya no estaba. Pero eso no importaba. Nada importaba. Solo escapar.
Pasó junto a Junpei. A centímetros de él, el hombre solo lo miró. Su rostro estaba desencajado, congelado, paralizado. Como si fuera solo un espectador más. Pero no extendió los brazos, ni lo detuvo. Solo se dio vuelta y corrió hacia su padre.
Izuku no entendió nada.
No lo procesó.
Solo lo usó.
Una oportunidad. Un pasillo más. Un segundo más de ventaja.
Salió al corredor. Y entonces el infierno cayó sobre él.
Luces rojas. Alarmas. Gritos.
Till lloraba a gritos, cada vez más fuerte, como si pudiera sentir el miedo en su pecho.
RESPIRA.
RESPIRA.
RESPIRA.
—¡ALLÍ ESTÁ! ¡ATRÁPENLO!
Los gritos le cortaron el aire.
Izuku corrió. Corrió como jamás había corrido en su vida, como un niño desesperado por sobrevivir. Sin saber si estará muerto pronto o no.
El suelo se sentía irregular, como si se moviera bajo sus pies. Las luces estroboscópicas hacían que todo se distorsionara. Izuku no sabía si avanzaba, si giraba en círculos, si se perdía más. Los pasillos parecían cerrarse como si el edificio estuviera respirando a su alrededor, como si lo devorara.
Till gritaba.
Él gritaba por dentro.
RESPIRA
RESPIRA
RESPIRA.
—¡CORRE, CORRE, CORRE! —se decía, como si su cuerpo fuera un motor al borde de quemarse.
Pero no había dirección. No había plan.
Izuku giró en una esquina y casi resbala. Los gritos de los guardias eran más cercanos. Y entonces los vio: Guardias armados, con cuerpos grandes y movimientos entrenados. Que apuntaban y disparaban.
¡BANG!
Una bala pasó tan cerca que sintió el aire cortándole el rostro. Si no se hubiera tropezado justo antes… Esa bala estaría en su cabeza.
Till gritaba. Se aferraba con sus pequeñas manos al cuello de Izuku. Lloraba tanto que parecía romperse por dentro. Izuku lo sostuvo más fuerte. Su cuerpo se dobló, lo protegió, lo envolvió con desesperación.
Y entonces los vio:
Los bastones eléctricos.
Chispeaban en las puntas, de un azul brillante eléctrico.
Uno de los guardias se lanzó hacia él. Izuku lo esquivó de puro instinto, sintiendo el calor de la electricidad rozándole el costado. El guardia cayó, gruñó, y otro vino tras él. Quien no pudo esquivarlo del todo, y la punta del bastón rozo a Izuku. Sacando un grito de dolor. Pero siguió corriendo.
RESPIRA
RESPIRA
RESPIRA
POR FAVOR RESPIRA.
¿Adónde voy?
¿Dónde salgo?
¿Cómo salgo?
La desesperación crecía con cada paso. El edificio era un laberinto. Un monstruo sin salida. Cada pasillo era igual. Cada giro una trampa.
—¡ESTÁ ESCAPANDO! —gritó alguien por radio.
Disparos y chispazos detrás de él. Junto a los pasos, las voces y las órdenes.
No era un niño huyendo. Era una cacería. Y él era la presa.
No sabía cuánto más podía correr. El dolor en sus piernas ya no era dolor. Era fuego. Las lágrimas no lo dejaban ver. El sudor se mezclaba con la sangre en su cara. Y Till… Till se movía, pataleaba, se retorcía de miedo.
Izuku tropezó, cayendo contra una pared. Se tambaleó pero siguió corriendo. Los disparos no paraban. Uno dio en la pared justo al lado de su cabeza. Pero no gritó. No podía gritar.
Solo pensaba:
“Que no le den a Till.”
“Que no lo toquen.”
“Que no me lo quiten.”
Y entre todo ese caos… Entre toda la adrenalina… Se rompía. Por dentro, su mente comenzaba a colapsar. A fracturarse. Veía las paredes moverse y escuchaba voces donde no había nadie. Gritos en sus oídos aunque nadie gritara.
RESPIRA
RESPIRA
RESPIRA
RESPIRA
MIERDA, RESPIRA.
¿Por qué?
¿Por qué?
¿POR QUÉ TODOS…?
Sus piernas casi se doblaron. Pero no paró.
Jamás paró.
Encontró las escaleras de emergencia al final del pasillo, apenas visibles tras una rendija en la pared metálica. No dudó. Subió. Las piernas se le doblaban, pero seguía. Subía de a tres escalones, casi tropezando. Su cuerpo temblaba, sus músculos ardían, pero no iba a parar.
Tenía a Till envuelto entre sus brazos, su pequeño cuerpo llorando, temblando, gimiendo, como si los sollozos de su garganta fueran cuchillas afiladas.
Izuku subía en zigzag, moviéndose de un lado al otro, instintivamente, para evitar que una bala lo alcanzara.
El sonido de disparos le zumbaba aún en los oídos, el eco de los gritos y el pitido agudo de las alarmas. Todo lo envolvía en una prisión invisible, como si la misma atmósfera se le metiera en los pulmones para asfixiarlo desde adentro. Sentía que se caía a pedazos, que su mente crujía como un vidrio a punto de estallar. No sabía si era el miedo, la rabia, o ambas cosas retorciéndosele como alambres bajo la piel.
Pero no iba a detenerse.
Hasta que no salga, hasta que Till esté a salvo, hasta que todo esto termine...
Y entonces dobló la esquina.
Y chocó.
Un cuerpo.
Un golpe fuerte y rapido. De otro corriendo.
Izuku cayó de espaldas, sintiendo un golpe seco en la columna. Su brazo se tensó alrededor de Till para que no se golpeara, aunque él mismo sintió que se quebraba por dentro.
Se reincorporó en el acto, a punto de correr otra vez, la sangre bombeando como tambores dentro de su cabeza, pero entonces la vio.
Bata blanca.
Piel violeta.
Bronquios en las mejillas.
Esa mirada de mar.
Miya.
Y por un segundo, el tiempo se detuvo.
Los papeles volaban como aves heridas, cayendo a su alrededor en cámara lenta. Ella seguía en el suelo, tan paralizada como él.
Esa mujer.
Esa maldita mujer.
—¿Izu…?
Ese nombre.
De su boca.
Izuku corrió. Sin decir nada. Solo corrió.
—¡IZUKU! ¡ESPERA!
"CÁLLATE. CALLATE. CALLATE."
No quería escucharla. No quería sus excusas. No quería sus culpas.
Quería salir. Quería escapar. Quería respirar.
RESPIRA.
RESPIRA.
RESPIRA, CARAJO.
Pero ya no podía. El aire no entraba y sentía como ardía su garganta, y sus pulmones se contraían como si un puño los apretara desde dentro. Y cuando creyó que había una oportunidad… Una figura emergió de las sombras. Sutil. Precisa.
Kuruga.
No. NO. NO.
Él sabía lo que venía. Había entrenado para esto. Sabía cómo esquivar esa postura, cómo moverse. Pero su cuerpo no respondía, su mente era una sirena gritando en medio del océano.
Y entonces, la patada le impactó en el rostro con un CRACK sordo. El mundo dio vueltas.
Sintió la sangre salir disparada de su nariz, tibia y espesa. El ardor lo cegó, sus ojos inundados. Cayó de espaldas, sin till. Intento moverse hasta este, arrastrarse, pero el cuerpo de Kuruga cayó encima suyo como una losa.
La rodilla del hombre se clavó en su espalda.
El peso lo dejó sin aire.
No.
No él.
¿Por qué todos estan metidos?
Kuruga le torció los brazos a la espalda. Las muñecas de Izuku crujieron. Izuku gritó. Pero no de dolor físico, sino de traición.
Del puñal que se clavaba en su alma.
—¡SUÉLTAME, LA PUTA QUE TE PARIÓ! ¡TRAIDOR DE MIERDA! ¡ME MENTISTE! ¡ME ENSEÑASTE A DEFENDERME PARA ENTREGARME COMO UNA RATA!
Kuruga no dijo nada. Solo lo sostuvo con fuerza. El silencio era peor. El silencio era confirmación.
Izuku gritaba.
Escupía sangre.
Lloraba.
Temblaba.
Se sentía como si fuera un maldito animal, uno con rabia y que lanzaba insultos. No sabia como sacaba las fuerzas para lanzar tantos insultos, jamás había insultado a alguien. Él recuerda como Kacchan insultaba hasta a sus propios amigos y los molestaba, poniendo apodos medios raros. Pero ahora. Izuku sentía que el espíritu de Kacchan enojado, estaba en él. Sacando todas las verdades.
Pero también de un niño que estaba aterrorizado.
—¡TILL! ¡TILL! ¡NONONO, TILL!
Sacó una mano, forcejeando, intentando alcanzarlo. Pero la mano de Kuruga la aplastó contra el suelo.
Y entonces vio a Miya, levantando a Till del piso. Y a Till… llorando, gritando, empujándola, rechazándola
"No quiere que lo toques. NO QUIERE."
Y el espejo dentro de Izuku…
Ese espejo que contenía los rostros de los pocos que amaba…
Se hizo trizas.
—¡NO LO TOQUES, HIJA DE PERRA! ¡SI LE HACES ALGO, TE MATO! ¡TE JURO QUE TE MATO! ¡LOS MATO A TODOS! —Miya tembló, no lo dijo. Pero Izuku la conocía. Sabía que su silencio estaba lleno de culpa. —¡¿POR QUÉ?! —gritó— ¿¡POR QUÉ COÑO ME MIRAS ASÍ!? ¡¿POR METERME EN ESTA MIERDA!? ¿¡POR MATARME DE A POCO!? ¿¡O POR USAR A UN BEBÉ PARA LAVARTE LAS MANOS?! Miya lo miraba. Y bajó la cabeza. Izuku vio todo rojo. —¡JURO QUE SI LE VAN HACEN DAÑO! ¡LOS MATO! ¡NO SE ATREVAN A USARLO COMO UN MALDITO EXPERIMENTO DE MIERDA! ¡COMO UNA COSA! ¡HIJOS DE PUTA!
Lo peor fue que… nadie le respondía, nadie decía que no. Y eso era peor que todo. Izuku intentó moverse, escupió al piso, rugió con lo que le quedaba de garganta. Se sentía como un maldito animal con rabia, sacando sus insultos y gritando como si fuera la ultima cosa que pueda decirles. Pero también se sentía como un animal desesperado, como una madre que esta desesperada por proteger a su cría. Haciendo lo que sea para protegerla. Y entonces… Sintio una aguja, un pinchazo detrás del cuello.
Gritó, el dolor fue inmediato, un rayo que lo partió en dos.
Su cuerpo se tensó. Luego se relajó.
No. No. No. NO.
—Till… ¡Till…!
¡TILL!
NO… No... no...
—Till… Till… Till… Till…
Escuchaba su propia voz apagándose, como sus fuerzas dejaban la batalla. Pero aun asi, seguía intentadolo.
—Till…
Y entonces, oscuridad. Las luces, los gritos, el aire. Todo se desvaneció. Hasta que solo quedó solamente una cosa en su mente.
Till.
El último pensamiento, la última imagen antes de caer en la nada más absoluta.
Notes:
Tenía que llegar este día... (Perdón por la LARGA nota, tengo MUCHO que decir sobre este capítulo)
Este capítulo, este momento exacto, fue la razón por la que comencé este fic. Desde diciembre lo estoy arrastrando, dándole forma, conectando pedazos de ideas sueltas, uniéndolo con otras tramas que pensé para otras historias. Pero este capítulo fue siempre el corazón. El que me empujó a escribir todo lo anterior.
Este es el capítulo más fuerte hasta ahora. Hasta aquí la historia tenía ternura (si puedo llamarlo asi), ese pequeño refugio en cuidar a Till. Sí, estiré todo eso en cinco partes largas —quizás demasiado largas— pero era necesario. Porque antes del golpe, necesitábamos sentir lo que estaba en juego. Ver cómo Izuku armaba su pequeño mundo. Y ahora… se lo arranqué. Muajajaja perdón.Y ahora está hecho.
Costó mucho más de lo que imaginé. No solo por lo que pasa, sino por lo que significa. Y si escribir esto fue difícil… ya puedo anticipar lo difícil que será seguir, porque lo que viene puede que no sea tan dramático como este punto de quiebre, pero sí va a sumergirse cada vez más en esa oscuridad, en lo turbio, en lo incómodo. Esa sensación de que estás leyendo algo que no deberías estar leyendo.Sobre Hisashi… siento que era obvio. Sé que intenté pintarlo como un buen padre, incluso darle momentos cálidos o nostálgicos desde el punto de vista de Izuku. Pero... a veces ni yo puedo ocultar el desprecio que le tengo. Entre las pocas etiquetas y el hecho de que Hisashi aparece casi exclusivamente ligado a la sombra de todo esto… creo que se notaba. Aun así, si logré sorprenderte con el giro… gracias. En serio. Aunque lo hayas visto venir, si te hizo doler igual, misión cumplida.
Ahora quiero detenerme en algo que me hizo ruido mientras escribía la parte final del escape: donde Izuku grita e insulta. Esa escena ya estaba planeada desde el inicio. Pero al escribirla, me sentí… inquieta. Porque es Izuku quien lo hace. Y el izuku canónico no suena mucho a él. (Ojo, sé que Izuku hasta a llegado a plantearse en matar a alguien, más de la temporada 6 para arriba) Entonces, me lo pregunté en voz alta: ¿Realmente Izuku actuaría así?
La respuesta no fue simple. Yo soy alguien que respeta profundamente el carácter original de los personajes. Me gusta ver cómo evolucionan según lo que viven, pero sin traicionarlos. Así que esta duda me acompañó desde que la historia era apenas una idea. ¿Podría un chico como Izuku explotar así?
Mi conclusión fue que... Sí. Pero esta es una versión más rota.
Lo que pasa aquí no es solo una crisis de confianza. Esta teniendo una crisis emocional. Esta teniendo una "fractura mental/emocional" que (segun mi investigacion) es un estado psicológico en el cual una persona experimenta una ruptura significativa en su bienestar emocional. Este fenómeno puede surgir a partir de eventos traumáticos, pérdidas, o situaciones de estrés extremo que afectan la capacidad de una persona para manejar sus emociones de manera efectiva.
Esto en izuku no es solo un trauma más a la lista. Es un colapso total. Lo que experimenta Izuku en este capítulo es tan devastador que rompe con su estructura emocional, con su percepción del mundo. Y no lo hace de forma silenciosa o triste: lo hace desesperado, perdido y paranoico.En este punto, Izuku no tiene herramientas emocionales. No tiene a nadie. Su única constante era Till. Su único refugio. Y cuando siente que también se lo arrebatan, ya no hay forma de sostenerse. El insulto, el grito, la amenaza… no son suyos. Son de esa parte suya que intenta sobrevivir como puede.
Y en medio de todo eso, aparece la despersonalización. El preguntarse ¿Está pasando esto o lo estoy soñando?"
Izuku no actuó fuera de personaje, actuó como una versión descompuesta de sí mismo, una versión que ya no sabe cómo juntar los pedazos. Que gritó, mordió, pateó y maldijo solo para no apagarse del todo.Gracias por seguir leyendo hasta acá.
Y recuerda. Grábate esto en la mente: Eventualmente hay final feliz. Lo prometo. Lo tengo claro desde el principio. Solo… vamos a tener que arrastrarnos un poco para llegar a él.
Nos vemos en el próximo capítulo.
Chapter 13: Ángulo Muerto
Summary:
La culpa pesa, pero el silencio es más fácil de sostener. Aunque duela, borrar también es una forma de obedecer.
Notes:
Posiblemente el capítulo más corto que podría tener este fanfic + Sorpresas.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
La alarma había dejado de sonar hacía rato. No quedaba ya nada del frenesí anterior, ni gritos, ni pasos apresurados, ni el retumbar de armas desenfundadas. Solo quedaba el eco del silencio. Los sujetos estaban controlados. Especialmente el mayor, el que ya no gritaba, ni forcejeaba. Solo respiraba con dificultad, tendido, derrotado.
Akamine Junpei no se consideraba una buena persona. Nunca lo hizo, pero menos aún desde que entró a trabajar en ese lugar. Lo intentó al principio, claro. Todos lo hacen. Convencerse de que hay un propósito más grande, de que todo este sistema —roto, sucio, cruel— puede justificarse si se dice suficientes veces que es por el bien común. Pero era una mentira. Una muy conveniente.
Había dejado de engañarse hacía tiempo.
Decir que estos eran sacrificios necesarios para una sociedad mejor era simplemente una forma elegante de no llamarse verdugo. Pero ya estaba dentro del agujero. Y una vez que entras, no hay forma de salir. No sin pagar un precio altísimo. Y no, él no era lo suficientemente valiente para pagarlo.
—¿Cómo está Hisashi?
La voz suave pero firme de Miya le sobresaltó. No la había sentido llegar. Como siempre, parecía deslizarse por los pasillos como un susurro.
Junpei suspiró. No la miró.
—¿Cómo creés que está?
—¿Quedó… ciego?
—Por poco. —Se pasó una mano por la cara, cansado, harto— La lapicera llegó bastante profundo. Debió haberla clavado con toda su fuerza. Le destruyó el ojo. Tuvieron que extirpárselo. Ya está. Perdió ese ojo para siempre.
—Entonces…
—Sí, capaz le den una prótesis. Pero también jodió toda la estructura interna alrededor. Por ahora va a tener que usar un parche. A largo plazo… quién sabe.
—Vaya. Va a quedar como un pirata —soltó ella, con una media sonrisa seca, casi incómoda.
Junpei giró el rostro hacia ella, molesto.
—No es momento para bromas, Miya.
—Sí… sí. Perdón.
Y el silencio pesado e ineludible volvió a instalarse entre ellos.
—¿Vos… creés que hablaba en serio?
La pregunta llegó casi como un susurro. Dudosa y vulnerable.
—¿Quién?
—Izuku.
El nombre cayó como una piedra en un lago en calma. Ambos lo sabían, era imposible evitarlo. Junpei bajó la mirada, sintiendo que el pasillo parecía más frío de repente.
—No sé —murmuró después de un rato— Acá adentro… las cosas se tuercen, todos terminamos rotos, y los sujetos son los que más lo sufren. Así que sí, creo que desde el momento en que cruzó esa puerta, deberíamos haber considerado la posibilidad de que nos odiara lo suficiente como para matarnos. Porque no lo metimos aquí, lo enterramos.
Miya asintió, despacio.
—Me dio miedo cuando lo vi así. Tan… fuera de sí. Nunca lo vi así, como si algo se le hubiese roto por dentro, como si algo más… oscuro hubiera tomado el control.
—Yo también —dijo Junpei con un nudo en la garganta— Pero más que miedo… fue asco. Asco de mí mismo. Porque cuando me miró, cuando gritó… no era solo enojo. Era pánico, terror. Me miraba como si yo fuera un monstruo. Y lo peor es que tiene razón.
Ella no respondió al instante.
—Hay que mirar hacia adelante —dijo, sin convicción real— Si sobrevive a esto, si logra adaptarse, va a terminar viéndonos como sus salvadores, como los que lo rescataron del caos.
—Yo pienso que nos odiara si se entera que pasara en la Etapa Final.
Miya le lanzo algo, causando que Junpei lo tome apresuradamente. Registro que era el teléfono de Hisashi. Lo giró entre sus dedos antes de hablar.
—Yo no quería esto.
—Yo tampoco —confesó Miya, cruzando los brazos— Cuando Hisashi habló de traerlo, pensé que quería acercarlo. Involucrarlo de verdad, como lo hicieron con él de chico. No esto.
El silencio volvió a invadir el pasillo, envolviéndolos como una neblina.
—Pero ya está —continuó Junpei, en voz baja— No hay nada que podamos hacer. Izuku ya nos odia y nos va a matar si lo liberamos. Ya decidió lo que somos para él. Y si logró hacer todo lo que hizo hoy, sin que nadie lo note, sin cámaras, sin alertas, entonces necesitamos asegurarnos de que no vuelva a tener una segunda oportunidad. Porque si la tiene… va a terminar con todos nosotros.
—Sí. Hay que reconectar las cámaras cuanto antes. Estar ciegos no es opción.
La conversación quedó suspendida durante un largo rato, hasta que Junpei rompió la pausa.
—Sabés… cuando lo conocí, pensé “no puede ser hijo de Hisashi”. No se parecen en nada, ni en lo emocional, ni en lo mental. Hisashi es frío, racional. Izuku es… impulsivo. Pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. Tienen la misma determinación, la misma fuerza para avanzar, incluso si eso significa destruirse. La misma locura...
—No —respondió Miya con firmeza— No estuviste ahí cuando Kuroiro lo tiró al piso. Estaba hecho polvo, apenas podía moverse. Pero no paraba de gritarme, de insultarme, de luchar. Kuroiro casi no podía con él. Es mucho peor que Hisashi. Y por eso… por eso lo metió en esto.
Junpei asintió, despacio. Miya lo observó unos segundos más y luego habló, bajando la mirada.
—Deberías revisar el Gmail de Hisashi. Me parece que el chico le mandó algo.
Y sin decir más, se alejó por el corredor, dejándolo solo. Junpei observó el teléfono. Su reflejo en la pantalla negra le devolvía la mirada.
¿Cuándo fue que se había convertido en esto?
Suspiró largo, sintiendo el pecho pesarle como concreto. A veces pensaba en dejarlo todo. Tirarse por una cornisa, tomarse algo. O simplemente irse, desaparecer. Pero no podía. No lo dejarían.
Abrió el Gmail. Conocía la contraseña, siempre la conoció. El buzón estaba lleno, pero solo le importaba uno, el último.
Lo abrió, leyó en silencio.
Asunto: Por favor, SOS
Destinatario: [email protected]
hola papá, sé que esto parece una broma. pero soy yo, izuku. estoy vivo. me secuestraron. sé que suena ridículo, sé que es difícil de creer, pero necesito que me creas.
hay un niño más pequeño conmigo. se llama till. lo tuvieron encerrado conmigo desde que desperté. es real. todo esto es real. por favor, ayuda. estoy en un lugar subterráneo, creo que muy profundo. no hay ventanas, no hay luz natural. todo es blanco y estéril. hay pasillos con códigos. estoy en lo que llaman E42.
no sé dónde queda. no sé si estamos en tokio, en japón, o en otro país. pero las computadoras están conectadas a algo enorme. literalmente hay bebés flotando dentro de capsulas llenas de agua o algo así. Y ni siquiera sé si están vivos. hay cámaras. hay mapas. hay archivos con nombres de personas. todo está numerado.
copié parte del código del wifi: NARANJU3.82
y encontré esto en una pantalla: ARG-421-Z / Código 6 / Departamento 9.
por favor, usa eso. usá todo lo que puedas. no sé si me quedan horas. no sé si nos van a encontrar. pero estoy vivo y till también. pero no sé cuánto tiempo siga así.
por favor, papá… dile a la policía, a los héroes, a quien sea. solo ayúdame, estoy tan cansado y tengo mucho miedo. no se si me van a matar. no quiero morir.
por favor por favor
ayúdame
izuku midoriya
Y entonces, sin pensarlo mucho más, presionó el botón.
¿Desea borrar este correo? Se eliminará permanentemente de la cuenta.
Borrar. Reestablecer.
Junpei miró la pantalla. Pensó por un segundo.
Y apretó “Borrar.”
Este mensaje se eliminó permanentemente.
Till
Izuku Midoriya
Hisashi Midoriya
Akamine Junpei
Tsukikage Miya
Kuroiro Kuruga
Akane Shinomé
Minato Yuzumi
Notes:
Izuku está completamente solo en esto...
Sobre las imágenes que vieron en este capítulo: algunas fueron creadas con Picrew, y otras son de artistas independientes (los créditos van para ellos, por supuesto). Ninguna de las ilustraciones me pertenece.
La idea original era distinta. Pensaba presentar este capítulo solo con un diálogo desde la perspectiva de nuestros antagonistas y luego revelar una imagen individual de cada personaje para mostrar cómo se ven. El problema es que… yo no dibujo en digital. Y quien me ayuda con ese tema es una amiga muy querida a la que vamos a llamar Rosa (¡te quiero mucho, Rosa!).
Rosa no es dibujante profesional, pero hace buenos dibujos y fue quien me hizo el dibujo de Till e Izuku del primer capítulo. Rosa como tiene su vida, sus responsabilidades y solo dibuja en su tiempo libre, no quiero presionarla ni agobiarla.
Así que mientras tanto, decidí presentar a los personajes de otra forma visual —más rápida, pero sin perder la intención de mostrarles quiénes son.Si en algún momento creen que puede haber un problema con el uso de las imágenes, por favor, no duden en avisarme. No quiero que esto traiga complicaciones a nadie.
¡Nos vemos en el próximo capítulo!
Chapter 14: El Precio de la Traición
Summary:
La traición quiebra a Izuku, y Till es quien debe cargar con las consecuencias.
Notes:
Y VOLVI DESPUES DE CASI DOS MESES COÑOOOOOOO
Advertencias de contenido:
[síntomas de depresión] [retraimiento] [Angustia emocional intensa] [Trauma psicologico] [Lenguaje violento / insultos fuertes] [Rabia descontrolada] [Crisis de identidad] [Opresión emocional intensa] [Culpa y soledad infantil] [Sangre y autolesiones]
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El conejo camina en un bosque interior,
raíces de traición le rasgan el corazón.
Se arrastra en el lodo del dolor callado,
y en la tristeza se siente enterrado.
El enojo lo quema, un fuego brutal,
grita en su pecho un odio letal.
Se pierde en su sombra, se hunde en su abismo,
ya no se reconoce dentro de sí mismo.
Y en esa tormenta, sin rumbo ni voz,
deja atrás al pichón, su única luz.
Lo que lo sostuvo, lo que le dio fe,
quedó en el silencio… y se alejó de él.
Según los diccionarios que leía en la escuela, en casa, o en los viejos foros que consultaba por las noches en la computadora, la traición era definida como “la falta que se comete al quebrantar la lealtad o fidelidad que se debe guardar o tener”. Una definición seca, un conjunto de palabras que apenas podía abarcar el abismo que se abría en su pecho cuando esa traición se hacía real. Decían que era sinónimo de deslealtad, alevosía, engaño, perjurio, complot. Antónimo de fidelidad. Antónimo de hogar. Antónimo de confianza. Antónimo de amor.
Izuku sabía lo que significaba ser traicionado, lo había sentido como una espina constante desde que era muy pequeño. Desde que sus compañeros de jardín pasaron de reír con él a burlarse en el recreo, desde que los juegos se convirtieron en golpes, y las palabras en cuchillas disfrazadas de risas. “Eres débil”, decían. “Un estorbo”, “un inútil”, “Deku”. Él no entendía al principio, solo quería jugar, solo quería pertenecer.
Luego fueron los adultos, los que debían haberlo defendido. Los maestros que caminaban por los pasillos y fingían no ver. Los que se giraban para no intervenir, que hacían como si no lo escucharan cuando suplicaba ayuda con la mirada. Cuando todos los dedos lo señalaban, él era el culpable. Siempre él. Porque era más fácil culpar al chico sin Don, que no encajaba y ya estaba perdido.
Dejo de confiar en sus maestros cuando comenzaron a usarlo como chivo expiatorio.
Los vecinos tampoco tardaron. Quienes antes le sonreían y le daban dulces, después las sonrisas se volvieron vacías y sus miradas incómodas. Izuku podía sentir cómo lo observaban como si fuera algo... fuera de lugar, algo defectuoso como si con solo mirarlo pudieran notar que le faltaba algo, que no era "normal".
Y finalmente Kacchan, su mejor amigo, su todo en algún punto. Izuku todavía lo quería, aunque no supiera bien por qué. Aunque cada recuerdo con él estuviera cubierto de cenizas y gritos. Le dolía, porque si alguien debía haber visto más allá de su falta de Don, era él. Si alguien debía haber recordado su nombre antes que su vacío, era Katsuki. Pero incluso él lo había dejado solo. Incluso él eligió ver primero al “Quirkless”, a “Deku” antes que al “Izuku Midoriya”.
¿Era justo llamarlo traición? ¿No estaba exagerando? ¿Y si el problema era él? ¿Y si de verdad era tan molesto, tan inútil, tan… descartable? ¿Solamente “Deku”? Pero esa pregunta no calmaba el ardor en su pecho. Esa mezcla terrible de rabia y tristeza. De querer gritar y no poder. De querer desaparecer. Y al mismo tiempo, de querer que todos lo miraran y dijeran "lo siento", "te fallamos", "te creemos".
Se sintió traicionado porque aquellas personas quien habían tenido un poco de su confianza decidieron ver la terminación Quirkless y guiarse por eso, y se olvidaron de quien es. Porque ellos veían primero Quirkless, antes de su nombre Midoriya Izuku. Ellos veían su falta de don, antes de darse cuenta de que él era un ser humano como ellos. Que no había una diferencia, y que todos eran iguales uno con otro.
Había sentido traición también hacia su padre, aunque al principio no lo entendía. Cuando era más chico solo preguntaba por qué él nunca estaba, por qué no venía a sus actos, por qué no estaba cuando tenía fiebre, por qué no le enseñaba a andar en bici como los papás de los demás. Pero nunca hubo respuesta.
Aun así, tenía a mamá, mamá siempre estuvo allí para él, a pesar de la fea sensación en su pecho, con el paso del tiempo fue olvidada. Tampoco quería abrumar a mamá con eso, mamá nunca le decía nada de papá, nunca quiso. Mamá callaba, y ese silencio también dolía. Como si ocultara algo tan feo, tan grave, que ni siquiera merecía ser dicho en voz alta, algo que le hizo darse cuenta a mamá que papá no era digno para ser su padre, o digno de la confianza de su hijo. O algo que ella sabía de papá, algo oscuro que la hizo querer alejarse de él.
Nunca lo supo, y nunca lo sabrá, porque mamá murió.
Y todo cambió, fue a vivir con su padre y al principio fue raro. Pero luego vinieron los momentos que siempre había querido tener, desde las charlas, sus comidas juntos, el cariño. Poco a poco, Izuku comenzó a confiar, ilusionándose y amando esa nueva idea de tener por fin un padre. De tener eso que tanto había deseado. Tal vez se aferró demasiado, quiso creer con tantas fuerzas que era real, que no vio las señales.
“Aquel que traiciona una vez, lo hará de nuevo”
Y entonces, todo se derrumbó.
Porque confiar causa la traición, cuanto más amas, más duele el engaño. Porque cuanto más te aferras, más profunda es la caída. Izuku no sabía qué era peor: el golpe de la verdad o la culpa de haber querido tanto algo que no era real. Se sentía como si lo hubieran desarmado pieza por pieza. Como si lo hubieran visto abrir su corazón solo para llenarlo de cuchillas.
Pero sentía que todo era su culpa.
“Si alguien te traiciona una vez, es su culpa; si te traiciona dos veces, es tu culpa”
El dolor fue lo primero que noto al despertar.
Era un dolor profundo, que no ardía solo en la piel, sino dentro del hueso, debajo de los músculos, como si cada parte de su cuerpo hubiese sido golpeada desde adentro hacia afuera.
Apenas abrió los ojos, las nubes de siempre —esas nubes horriblemente sonrientes pegadas en el techo de la habitación— le devolvieron la mirada con la misma falsedad de todos los días. Ese mundo fingidamente dulce, colorido, grotescamente infantil. Las nubes en las paredes aún sonreían. Por un momento no entendió nada.
Hasta que un golpe lo obligó a hacerlo.
El dolor le cruzó la cara, seco, brusco. Giró la cabeza por el impacto, y vio a Till, con los ojos llenos de lágrimas, la mano aún alzada para darle otro golpe. Izuku parpadeó, aturdido, sin comprender… hasta que escuchó el llanto. Su cabeza se sentía hueca, sin entender nada. Izuku reaccionó por instinto tomándolo en brazos, lo apretó contra su cuerpo, abrazándolo con torpeza, como lo había hecho cientos de veces. Intento hablar, pero en lugar de su voz común, habló con una voz ronca que apenas reconocía como suya. Un murmullo grave y áspero. Al tragar, sintió fuego.
Su voz no salía bien.
Sus brazos temblaban.
Bajó la vista para encontrar sus brazos estaban cubiertos de hematomas extraños, morados intensos, verdes, un amarillo enfermo que le daba asco. Cada músculo dolía como si hubiese estado peleando contra una pared sin parar. Su cuerpo dolía por completo.
Y entonces lo recordó todo de golpe, como una descarga eléctrica que le quemó la médula.
Todo regresó como una avalancha furiosa, cegadora. Izuku se quedó helado con Till en sus brazos. Las paredes decoradas con solcitos, nubes y arcoíris falsos. El olor a jabón. A encierro. A mentira.
Todo era una mentira.
Todo.
La conversación, documentos, imágenes. La voz, esa voz. Las palabras que se repetía como un eco cruel.
Papá.
Papá lo metió en esto.
Papá sabía.
Papá mintió.
siempre fue papá…
Su cuerpo entero se congeló, el pecho se le contrajo y los brazos, aún sosteniendo a Till, temblaban. No sabía si era miedo, rabia o frío. No sabía. No sabía nada. Pero sí sabía que ya no era un error, no era una pesadilla.
Era real. Todo era real.
Y estaba solo.
Solo.
Totalmente solo.
Till lloraba más fuerte, confundido por el silencio de Izuku, por su mirada perdida. Pero cuando Izuku intentó hablar, solo salió un sollozo. Apenas eso bastó para romper el dique. Las lágrimas empezaron a caer sin aviso, sin freno. No podía contenerlas.
Se sentó en el colchón raído de la esquina, abrazando a Till como si abrazara los restos de su cordura. Till lo apretó por el cuello, colgándose de él. Lloraban los dos. Uno por miedo, el otro por devastación. El cuerpito de Till temblaba, pero también le daba calor. Un calor mínimo, tibio, como la brasa de una vela a punto de apagarse.
Se pregunto si en el cuento de la niña de las cerillas se sintió así cuando encendía cada cerilla.
Izuku lloraba por todo.
Por no haber entendido.
Por haber confiado.
Por haber amado.
Por no haber visto nada.
Por seguir queriendo a un bebé que tal vez… ni siquiera fuera real.
Izuku lo sostuvo con fuerza, lo abrazó como si Till fuera lo único real, lo único que no se deshacía entre sus dedos. Pero el pensamiento seguía ahí, como un puñal.
Till no es humano.
¿Fue parte de esto también?
¿También fue una mentira?
Pero Till… Till lo abrazaba. Till lloraba con él. Till lo llamaba con esa vocecita que podía pronunciar su nombre, con ese cariño puro que no había aprendido, que simplemente era.
Entonces ¿qué era real?
El dolor en el pecho era insoportable, como si le hubieran clavado algo entre las costillas y luego lo giraran lentamente. No podía pensar ni respirar, el llanto lo desbordaba, la cabeza le dolía como si fuera a partirse. Cada vez que intentaba respirar, dolía más. Sentía la garganta hecha trizas, ardiente. Y su nariz… la tocó con cuidado, le dolía mucho, quizá estaba rota. Cuando se limpió con la manga, vio sangre.
¿Me golpearon? ¿Me caí? ¿Fui yo?
No podía recordar. Todo era una niebla espesa en su cabeza.
El aire comenzó a volverse denso, como si algo invisible se hubiera sentado sobre su pecho. Tragó saliva, pero no entraba el aire. su cuerpo no respondía. Su pecho subía y bajaba demasiado rápido. Hiperventilaba. Intentaba, pero era como si el aire no existiera, como si lo hubieran borrado del cuarto. Le costaba sostener a Till. Todo era demasiado. Todo estaba mal.
No podía.
No podía más.
Quiso apartar a Till, no quería que lo viera así, que lo escuchara llorar como un bebé. Pero no pudo, solo se aferró más fuerte, era lo único que tenía y que aún se sentía real. Se dejó caer de lado, su cuerpo temblando, abrazado a sí mismo, mientras Till se aferraba a él.
Tenía miedo.
Su cuerpo no respondía. Sentía que todo se contraía por dentro. El corazón latía como si quisiera salir corriendo. La vista se le nublaba. Sentía las piernas y su rostro dormidos. Los dedos de las manos se apretaban contra su propio pecho, cerrándose entre ellos y contrayéndose inconscientemente. Intento abrir sus manos y mover sus dedos pero solo causaba dolor.
Su cuerpo colapsaba. No podia ni respirar, pensar, ni calmarse. El zumbido en sus oidos era mas fuerte y el sudor frio en su frente comenzaba a notarse. Su rostro se sentía dormido y acalambrado a la vez. No entendía nada. Tenia miedo. Sentia los temblores, las nauseas bombardeando su garganta y las palpitaciones rápidas en su pecho. Pero la falta de aire era lo que controlaba todo.
Till seguía allí, aferrado a él y llorando en su pecho, llamándolo con su vocecita. Le agarraba de sus ropas. Pero Izuku no escuchaba. Su mente se cerraba.
No es real.
Nada es real.
Nada existe.
Estoy solo.
Me dejaron solo.
Papá me dejó.
Me traicionó.
Me mintió.
Me mintieron todos.
Todos.
Junpei.
Miya.
Kuruga.
Los nombres brillaban como fuego en su cabeza. Izuku los odiaba, los necesitaba, los había querido. Lo habían dejado.
Sus dedos se cerraron sobre su pecho, sobre la tela, rasgándola un poco. Necesitaba aire. No entraba. No entraba. Y entonces, el mundo se volvió lejano. Como si estuviera dentro del agua. Como si todo se viera desde un lugar muy, muy atrás en su cabeza. Como si no fuera él el que estaba ahí.
Ya no supo cuánto tiempo pasó, cuánto tiempo estuvo así, ni cuánto duró ese dolor sin nombre. Solo supo que, en algún punto, ya no lloraba.
Solo respiraba muy lento y débil, como si tuviera miedo de hacerlo fuerte otra vez.
Y Till... Till dormía abrazado a él.
O fingía dormir.
O simplemente estaba quieto.
No importaba.
Izuku lo miró. Pero no lo vio.
O tal vez sí.
Pero ya no estaba seguro de qué era real.
Ni de quién era él.
Poco a poco fue recuperándose, maso menos. Izuku sentía que su cuerpo aun temblaba, aunque su respiración se había ido regulando a duras penas, como si su pecho solo obedeciera al agotamiento. Le costaba respirar todavía, pero podía. Cada inhalación era débil, pero al menos el aire entraba. Le dolía el solo respirar, pensar, estar allí.
No sabe cuanto tiempo estuvo en ese estado, muy fuera de sí. Pero estaba cansado, estaba harto, estaba agotado. Tenía esa sensación horrible en su pecho que no podía sacar. Miro hacia sus brazos, el cual, en su regazo, enroscado en si esta Till. No recordaba haberlo calmado, ni acortarlo sobre sí. No recordaba en que momento sus manos se habían llenado de rasguños por apretarlas tan fuerte, o por haberse arañado intentando encontrar algo real.
Todo se sentía una broma cruel, una mentira elaborada y disfrazada de “hogar”. Nunca había sentido ese lugar como un refugio en sí, pero por Till lo había hecho. Porque para Till esto era su mundo, lo único que conoce. Esas paredes pintadas, esos juguetes, ese colchón, ese baño, izuku. Eso fue lo único que había conocido.
Lo único que sabía… era que ahora todo se sentía… mal.
No solo irreal, no solo extraño. Era como si su cuerpo ya no le perteneciera. Como si estuviera flotando fuera de sí, mirando a un niño desesperado sentado en un cuarto de paredes suaves, de juguetes brillantes, de luces tenues y crueles, tratando de convencerse de que todo eso no era una prisión disfrazada. Pero sí lo era, siempre lo fue, solo que ahora lo sabía.
“Esto no está pasando.”
“No puede estar pasando.”
Era como ese viejo programa que había visto por televisión cuando era más chico. “¡CAÍSTE!”, se llamaba. Hacían bromas pesadas a la gente, elaboradas, crueles incluso, donde todo parecía tan real, tan aterrador, tan irreversible… hasta que de pronto aparecían las cámaras y el presentador se reía y gritaba, “¡CAÍSTE!” mientras la víctima lloraba o reía por el alivio.
Esperó escuchar eso, que alguien saliera de una de las paredes y una de las cámaras girara y dijera su nombre. Que papá… que ese hombre le dijera que solo era un experimento social. Que alguien aplaudiera y lo abrazaran. Que alguien, cualquiera, le dijera que todo era mentira.
Pero no.
Nadie vino.
Nadie gritó.
Nadie lo salvó.
El silencio dolía más que otra cosa, ya que ahí sus pensamientos se mostraban como cuchillas afiladas que chocaban entre sí, peleando por quien lo destruirá más.
Quizás estaba muerto.
Quizás lo mataron esos guardias cuando lo arrastraron esa vez y lo dejaron tirado, convulsionando por los tasers.
Quizás esto era una alucinación en el umbral de la muerte.
Quizás, si cerraba los ojos lo suficiente, volvería al primer día del encierro, cuando todo era nuevo, y todavía no sospechaba nada.
Quizás todavía era el primer año de encierro, y todo eso que descubrió, las voces, los documentos, los nombres… quizás todo era imaginación.
“Esto no puede ser real”, pensó una y otra vez, como una oración desesperada. Una plegaria infantil a un dios que no lo escuchaba. A un dios que, si existía, lo había abandonado aquí dentro.
Quizás era solo un sueño.
O una pesadilla.
O una trampa de su propia mente, quebrada, distorsionada por la soledad y la oscuridad.
Porque pensar que era verdad…
Aceptar que era verdad…
Aceptar que su propio padre había sido quien lo encerró, quien lo separó del mundo, de la vida…
Aceptar que había estado criando a Till sin saber qué era realmente… sin saber si esto era lo que ellos querían…
Eso lo destruiría.
Le rompería lo poco que quedaba de su mente.
Y ahora… Ahora no sabía si ese niño era siquiera un niño.
Miró a Till quien dormía pacíficamente a su lado, con su manito pequeña aferrada a su remera, como si todavía creyera que Izuku podía protegerlo de todo. Como si todavía creyera que él era real. Que su mundo tenía algún sentido.
"¿Y si él tampoco es real?"
¿Lo habían puesto allí solo para manipularlo? ¿Para suavizar su encierro? ¿Para observar cómo reaccionaba emocionalmente al criar a un niño? ¿Till sabía? ¿Era parte de esto? ¿Lo amaba o era una programación cuidadosamente diseñada?
¿Era siquiera un niño?
Y entonces un pensamiento lo asaltó con tanta fuerza que le cortó el aliento.
"¿Y si yo soy como él?"
Se llevó las manos al rostro con fuerza, apretando los dedos contra sus ojos hasta que vio estrellas. No quería pensarlo, pero su mente no paraba. ¿Y si todo es falso? ¿Y si nunca tuve una mamá? ¿Y si me hicieron pensar que sí? ¿Y si ni siquiera soy Izuku? ¿Qué es él?
—No —murmuró, con la voz rota, raspada, —no, no, no, no, no, no, no…
Se obligó a mirar a Till otra vez, como buscando alguna falla en su rostro, alguna costura, algo que le dijera que no era de verdad. Pero solo encontró esos ojitos suaves, dormidos, ese pecho subiendo y bajando tranquilo, y la forma en que murmuraba su nombre en sueños como tantas veces.
Recordó los tubos llenos de ese líquido espeso, de un verde enfermizo. Recordó los cuerpos flotando dentro, los bebés flotando. Pequeños, deformes, creciendo. Sin alma, ni nombre. ¿Era él uno de esos? ¿Lo habían sacado de un tubo también? ¿Era un experimento igual que Till? ¿Era Till el verdadero y él la copia? ¿Había alguien allá afuera que sí era Izuku, y él solo una versión vacía encerrada aquí abajo?
Dejo a TIll a un lado, y cayo a un costado del colchón, cayendo de rodillas. sentía el suelo inclinarse, y el aire se volvía mas denso. Cubrió su cara con las manos, temblando, hiperventilando.
Los recuerdos… los recuerdos no se sentían sólidos.
Mamá…
¿Dónde estaba su cara? ¿Por qué no podía recordarla bien? ¿Por qué sentía su voz como si la hubiera escuchado en una grabación, no en la vida real?
¿Y si nunca tuvo mamá? ¿Y si me hicieron creer que sí? ¿Y si la vida que creía tener es toda una mentira? ¿Fue una mentira? ¿Qué fue real y que no?
Las lágrimas bajaban otra vez, resbalando entre sus dedos. Pero ahora no eran lágrimas violentas. Eran lentas, heladas, sin fuerza. Se le escapaban como si su cuerpo ya no pudiera sostener nada.
¿Esto es la locura? ¿Ya me volví loco?
—Izu… —susurró una voz bajita, temblorosa.
Saco las manos de sus ojos para encontrarse a TIll mirándolo. Tenia miedo, miedo puro y sincero. Aunque un miedo mas normal y menos alocado del que ahora Izuku sentía también. Till tenía miedo. Lo veía en esos ojitos grandes y húmedos, que no entendían, pero que sentían. Sabía que algo horrible pasaba.
Y entonces… lo miró mejor.
¿Desde cuándo era tan grande? ¿No era un bebé hace poco? ¿No le cambiaba los pañales todavía? Ahora parecía tener… ¿tres años? ¿Menos? Caminaba, hablaba y recordaba cosas.
¿Desde cuándo hablaba tan bien?
¿Desde cuándo no babeaba como antes?
¿Desde cuándo podía mirarlo a los ojos con tanta humanidad?
¿Cuándo había crecido tanto?
La cabeza de Izuku latía con violencia, como si fuera a explotar. No sabía si estos pensamientos solo aparecían en su mente porque buscaba ignorar la realidad, porque su mente buscaba un consuelo y darle en este infierno algo para que no se volviera loco. Pero sentía que los recuerdos se mezclaban, lo confundían. El pasado se doblaba y se unía con el presente.
Y entonces comprendió. No estaba recordando, estaba inventando. Su mente estaba tan rota que no distinguía ya lo que fue de lo que deseaba que fuera.
Till estaba creciendo.
La habitación no cambiaba.
Él se rompía.
Y no había nadie que pudiera ayudarlo.
—Till… ¿cuándo creciste tanto? —susurró, derrotado.
Su cuerpo se sentía cansado. Cada músculo, cada fibra, como si hubiera corrido días enteros sin detenerse y hubiera llorado por años, incluso si no lo recordaba. Solo quería dormir. Dormir sin sueños y despertar en otro mundo. O no despertar.
Till sin preguntar lo abrazo, lo abrazó fuerte, como si con eso pudiera ayudarlo. Y luego se acomodó en su regazo sin romper el abrazo. Izuku cerró los ojos, aunque sabía que el sueño sería un pozo sin fondo, una caída interminable. Mientras Till murmuraba palabras que ya no escuchaba, Izuku se dejó ir…
A un limbo sin salida.
A la siguiente grieta de su mente.
—Izuk… —Una vocecita lo llamó, una voz pequeña y ansiosa, como si buscara atravesar la niebla densa en la que estaba sumergido.
Sintió algo. Algo tiraba de él. Pero todo dolía. Todo estaba... apagado, como si su cuerpo ya no respondiera, como si fuera un eco que se arrastraba desde muy lejos. No tenía fuerzas, ni ganas, ni necesidad de abrir los ojos.
Solo quería dormir. Solo quería cerrar los ojos para siempre.
—Izuuu… —La voz volvió, más insistente. Más cargada de algo que no sabía identificar del todo. ¿Era preocupación? ¿Era angustia?
No. No. No podía.
Las manos pequeñas empezaron a tocar su cara. Le apretaban las mejillas, le tocaban la nariz, como si intentaran encontrarlo en algún lugar dentro de su propia piel. Y lo estaban buscando con desesperación.
—¡Izuku! —gritó la voz finalmente, quebrada.
Y él no reaccionó.
¿Por qué reaccionaría?
¿Qué quedaba?
El mundo no era real, nada lo era, todo había sido mentira. Su padre, su encierro, su propósito. Till. Todo. Todo había sido construido sobre una mentira tan grotesca que ni siquiera su mente lograba asimilarla del todo.
Entonces, llegó el olor, el asco y el calor. Algo le goteaba en las manos, en los brazos, en la boca. Algo caliente, pastoso, denso. Al principio creyó que era sangre. Se le aceleró el corazón.
Sintió la sangre salir disparada de su nariz, tibia y espesa. El ardor lo cegó, sus ojos inundados. Cayó de espaldas, sin till.
No. No. No.
Abrió los ojos con esfuerzo. Como si sus párpados pesaran toneladas.
Till estaba frente a él. El niño. Su niño. Con su pelo gris enredado, su típica y fea bata arrugada. Con una cuchara en la mano, que intentaba alimentarlo. Una y otra vez.
Izuku frunció el ceño.
No quería. No podía. Su estómago se retorcía.
Giró la cabeza, pero la cuchara seguía.
—Solo… una chucharita —murmuró Till con una voz cargada de algo roto, como si lo intentara desde hacía horas.
Izuku lo miró a los ojos. Recordó. Un golpe seco en el pecho. Till.
Su voz salió ronca, hueca, vacía:
—No quiero, Till… por favor…
Pero Till se enojó. Se frustró. Soltó un bufido molesto y empujó la cuchara dentro de su boca, haciendo que Izuku trague por reflejo. Quiso escupir, pero no tenía energía ni para eso.
Le ardía el estómago. Vacío por días, semanas, tal vez más.
Otra cucharada. Sopa. Caldo. Sin nada sólido. Solo líquido caliente. Sabor a sal. Sabor a nada.
Y otra.
Y otra.
Hasta que se terminó el plato. Till lo miraba en silencio, atento. Como si tuviera miedo de que desapareciera si paraba un segundo.
Izuku solo se dejó estar.
No quería recordar.
No quería pensar.
No quería existir.
Solo quería que todo esto desapareciera.
Que el mundo desapareciera.
Que él desapareciera.
La próxima vez que abrió los ojos, fue lentamente. Todo era gris. Silencioso.
Till estaba a su lado, abrazado a su brazo, jugando con sus dedos, moviéndolos como si fueran piezas de un rompecabezas que no sabía cómo encajar.
—¿Till…?
El niño alzó la mirada de inmediato, sus ojos grandes, asustados, aliviados. Corrió a abrazarlo, apretándolo como si no quisiera soltarlo nunca más. Luego se fue corriendo, descalzo, arrastrando una botella plástica con agua.
Volvió y se la ofreció. Las manos le temblaban.
Izuku bebió.
El agua estaba tibia. Pero sentía como si fuera vidrio líquido bajando por su garganta.
Lo miró.
Till parecía tan… real.
¿Lo era?
¿Era real?
¿O era parte de todo esto?
Su pecho se apretó. La culpa. La náusea. El miedo.
"¿Y si solo es una programación? ¿Y si nunca me quiso? ¿Y si todo fue solo para mantenerme aquí…?"
Quiso dejar de pensar. Se apretó la cabeza con las manos. La presión era insoportable. Los pensamientos no se callaban. Las imágenes, los recuerdos, las voces. El llanto de Till. La voz de su padre.
—Te salvé ¿Qué creías, Izuku? ¿Que el mundo aceptaría a una persona sin Don? ¿Qué te volverías un héroe? ¿Que podrías lograr algo solo con esfuerzo, solo con… deseo? —Su mirada era firme, cruelmente serena— Eso nunca fue real. Esas eran mentiras. Mentiras que tú mismo te contaste para soportar una existencia vacía.
Mentiras.
Todo eran mentiras.
Pero… ¿y si eran verdad?
No sentía tristeza.
No sentía enojo.
No sentía.
Estaba vacío.
Solo Till.
Solo su respiración.
Y ese murmullo lejano de su mente rota que repetía como una plegaria muerta:
Esto no puede estar pasando.
Esto no puede estar pasando.
Esto no puede estar pasando.
El tiempo pasaba, aunque Till no sabía medirlo. Días, noches, comidas… todo se mezclaba en esa habitación.
Izu ya no era el mismo.
Antes siempre sonreía, siempre le hablaba, lo hacía reír, lo miraba con esos verdes llenos de vida. Ahora estaba allí, sí, acostado o sentado contra la pared, pero parecía tan lejos que Till dudaba si de verdad lo escuchaba. A veces, cuando lo llamaba, los labios de Izu se movían como si quisiera responder, pero no salía nada. Otras veces ni siquiera lo intentaba: solo se quedaba mirando fijo… las nubes en el techo, los juguetes que Till dejaba frente a él para llamar su atención.
A veces hasta lo miraba a él, pero no era el mismo mirar. Era un mirar vacío, perdido.
Till no entendía. Pero sabía que algo malo había pasado.
Desde el bosque embrujado. Desde que los monstruos los persiguieron y los hirieron. Desde que Izu había prometido que iban a salir, que iban a estar bien cuando crucen el bosque… y no fue así. Desde entonces, Izu estaba raro. Como si una parte de él se hubiera quedado atrapada en ese lugar oscuro, y solo la cáscara hubiese regresado con Till.
La comida llegaba por la ventanilla de la puerta. Siempre la misma sopa, humeante, olorosa, que a Till le gustaba porque era calentita y sabía rico, pero que ahora guardaba para Izu. Porque Till sabía que él la necesitaba más. Pero cuando intentaba darle la cuchara, Izu apenas abría la boca. A veces giraba la cabeza como si la comida fuera veneno. A veces ni eso: dejaba que Till le metiera la sopa en la boca y tragaba por reflejo, como un muñeco que alguien manejaba. Till se enojaba, lo pellizcaba, lloraba, lo empujaba, hasta gritaba su nombre. Pero nada cambiaba.
Izuku estaba allí… y al mismo tiempo no estaba.
Till intentaba llenar ese vacío. Aprendió a bañarse solo porque Izu no lo ayudaba más, aunque lo había intentado varias veces con él: se trepaba a sus brazos, intentaba moverlo, pero era demasiado pesado, demasiado grande. Se resignaba y terminaba llorando solo bajo el agua. Aprendió a ordenar los juguetes sin que nadie se los pidiera. Aprendió a quedarse en silencio, aunque le costaba, porque tal vez así Izu volvería a escucharlo cuando se harte del silencio. Izu odia el silencio, se levantará solo para cantar una de sus canciones solo por el silencio. Aprendió a sostener la cuchara con fuerza, aunque sus manitos temblaran, porque alguien tenía que cuidar de Izuku ahora.
Y ese alguien solo podía ser él.
Pero Till se sentía extraño. Esa rutina no le gustaba. No le gustaba comer solo, no le gustaba dormir solo aunque Izu estuviera a unos pasos. No le gustaba que sus palabras chocaran contra un muro invisible. No le gustaba sentir que estaba hablando con alguien que no estaba. Porque eso era lo peor: Izuku estaba allí, sí, pero era como si no estuviera. Como si hubiera dejado de existir.
A veces reaccionaba, pero seguía siendo como si no fuera él. Muchas veces llora, otras se enoja, lo lastima, le grita y le pide disculpas. Till no sabe que le sucede a Izu, solo sabe que esta triste, enojado y desesperado. Y ya no es el mismo.
Till se enfadaba. Golpeaba con los puños chiquitos la pierna de Izu, lo sacudía, lloraba. Luego se cansaba y se rendía, quedándose a su lado, abrazando su brazo flaco, rogando en silencio que volviera, que dijera algo, que lo mirara de verdad. La soledad era más grande cuando Izu no respondía que cuando la habitación estaba vacía.
Y fue en medio de esa angustia infantil, mientras se limpiaba los mocos con la manga y se acurrucaba contra el brazo de su hermano, que Till entendió algo. Algo que nunca antes había sentido tan fuerte.
Izu no podía hacerlo todo.
Izu no era invencible.
Izu necesitaba ayuda.
Su ayuda.
Y aunque Till solo era un niño pequeño, tomó esa certeza como si fuera la misión más grande del mundo. Porque si Izuku no podía con todo, entonces Till tendría que hacerlo.
Till decidió, con la inocencia y la determinación de un niño, que él no iba a dejar que Izu desapareciera del todo.
Él lo traería de vuelta.
Aunque no supiera cómo.
Till había perdido la cuenta de las veces que había intentado hablarle.
—Izu, come…
Inmovil.
—Izu, hablame…
Sin respuesta.
—Izu, mírame…
Vació.
Cada palabra era más temblorosa que la anterior. Till insistía con esa tozudez infantil, con lágrimas que ya empezaban a asomar. No entendía. No soportaba ese vacío. Quería recuperar al Izu de siempre, al que reía, al que le prometía que todo estaría bien.
La insistencia era parte del mas joven.
—Izu, porfi...
Una y otra vez, las palabras se repetían y las respuestas eran las mismas.
Nada.
O a veces.
Algo.
—Basta Till.
—Dejame.
—Ve a dormir.
—Estoy cansado.
—Dejame dormir.
—No me hables.
—Basta…
—Por favor Till.
—Dejame… por favor.
Hasta que, de repente, explotó.
—¡TE DIJE QUE ME DEJES EN PAZ!
El grito retumbó en la habitación pequeña como un trueno. Till se congeló, con los ojos muy abiertos, la cuchara temblando en su mano chiquita. Nunca antes Izu le había gritado así. Nunca. El sonido fue tan fuerte, tan extraño, que Till sintió como si alguien lo hubiera empujado al vacío.
El silencio después fue peor que el grito.
Izuku se quedó rígido, con los puños apretados, el pecho subiendo y bajando rápido. El eco de sus propias palabras le quemaba en los oídos. Y en cuanto vio la carita de Till, paralizada, con los labios temblorosos como a punto de llorar, todo se derrumbó dentro de él.
—No… no, Till, perdón… perdón, perdón… —Izuku se dejó caer de rodillas frente a él, las manos temblando mientras trataba de acercarse— No quise… ¡No quise gritarte! Yo… yo… ¡perdón!
Las lágrimas le brotaron de golpe, calientes y descontroladas. Se cubrió la cara con las manos, pero no podía dejar de sollozar, ni de repetir “perdón” una y otra vez como un rezo desesperado.
Till seguía inmóvil, en shock, sin entender del todo. El ruido del grito todavía vibraba en su cabeza. Pero cuando vio a Izuku hecho un ovillo frente a él, llorando como si se rompiera en pedazos, su cuerpito reaccionó solo.
Soltó la cuchara y extendió sus brazos pequeños, rodeando como podía la cabeza de Izuku.
—Izu… no llores… —susurró con esa vocecita infantil que apenas podía controlar.
Izuku lo abrazó de inmediato, con tanta fuerza que parecía tener miedo de que Till desapareciera si lo soltaba.
—Perdón, Till… te necesito, no me dejes… por favor no me dejes…
Izuku comenzó a reaccionar poco a poco. Ya no estaba completamente perdido en aquella neblina del shock, pero cada movimiento suyo se sentía como si pesara toneladas. Comía lentamente, masticaba como si cada bocado fuese ceniza en su boca, y aunque a veces conseguía sonreírle a Till en un esfuerzo torpe, en realidad sus ojos seguían apagados.
Estaba cansado… cansado de pensar, cansado de sentir, cansado de la confusión que le carcomía las entrañas. Pero el cansancio no era calma: detrás venía la rabia, explosiva, irracional, como una tormenta que lo destrozaba por dentro antes de salir hacia fuera.
Y en cuanto gritaba, en cuanto se dejaba arrastrar por ese fuego hirviente, inmediatamente después llegaba el arrepentimiento, tan brutal y frío que lo hacía doblarse sobre sí mismo y llorar como un niño desesperado que no sabe qué hacer con lo que siente.
Till lo miraba, siempre lo miraba, con esos ojos enormes que solo sabían llenarse de preocupación. Cada vez que Izuku se quebraba, Till trataba de alcanzarlo, de estar cerca, pero Izuku lo único que hacía era guardar más y más sus pensamientos, esconderlos, enterrarlos como si temiera que alguien los viera. Solo se le escapaban en forma de gritos contra la pared, en estallidos repentinos que lo dejaban jadeando.
Había días en que la tristeza lo aplastaba tanto que no podía levantarse del suelo, y otros en que esa tristeza se deformaba en rabia y, de pronto, terminaba levantándose para gritar hasta quedarse sin aire. Una de esas veces, Till, confundido, se unió a él: gritó también, con esa voz pequeñita, sin saber por qué, solo para acompañarlo, como si eso pudiera calmarlo.
Pero no siempre era así. Había días peores. Había días en los que la rabia no encontraba un lugar y acababa en sus propias manos, rompiendo lo poco que tenían: juguetes, peluches, cosas que Till había atesorado con cariño. El sonido de los objetos partiéndose era un alivio momentáneo, un rugido ahogado de su alma, pero apenas terminaba de hacerlo, la culpa lo golpeaba tan fuerte que quería desaparecer.
Otros días eran aún más crueles, porque en lugar de gritar o romper, Izuku se alejaba de Till. Lo evitaba, lo empujaba con brusquedad cuando el pequeño trataba de acercarse demasiado en el colchón que compartían, inventando la excusa de que Till estaba invadiendo su espacio. A veces lo empujaba incluso en medio del día, cuando Till solo quería abrazarlo, y el niño caía confundido al suelo sin entender qué había hecho mal. Y entonces, apenas pasaban segundos, la conciencia lo golpeaba: Izuku se doblaba sobre sí mismo, llorando, pidiéndole perdón, suplicando con voz quebrada que no lo odiara.
Era una batalla cruel dentro de él.
Por un lado estaba el amor inmenso, real, puro que sentía por Till, esa necesidad visceral de protegerlo, de tenerlo cerca, de ser la fuerza que lo sostenía.
Pero por el otro lado estaba la traición que lo mordía, la voz venenosa que le recordaba una y otra vez que Till no era del todo humano, que algo le habían ocultado, que él mismo había sido tan ciego que no quiso ver las señales.
Los informes, las fechas, las horas de encierro repasaban su mente como cuchillas. Recordaba a su padre, el rostro de quien lo había roto con la verdad, el encierro y la sensación de traición que lo perseguía en cada rincón. Era como si toda su vida se hubiera construido sobre mentiras, como si todos los que amaba terminaran algún día por destruirlo.
Till no entendía, no podía comprender las capas de rabia, miedo y dolor que Izuku llevaba sobre los hombros. Solo veía a la única persona que ama derrumbarse una y otra vez, romperse contra las paredes de la habitación, contra sí mismo, contra él. Y aunque no sabía qué hacer, aunque no entendía las razones, Till seguía allí, insistiendo con esa terquedad inocente de un niño que solo sabe amar.
El tiempo había dejado de existir. Para Izuku los días eran solo sombras que pasaban sin forma, pero para Till, que aún intentaba medir el mundo en juegos y abrazos, la ausencia de su hermano era un peso enorme, un vacío que lo oprimía cada vez más.
No entendía por qué Izuku ya no hablaba, por qué se quedaba tanto rato mirando el techo como si algo lo llamara desde allí. Till trataba de llenar esos silencios, pero el encierro en la cabeza de Izuku se hacía cada vez más grande, tan profundo que parecía imposible alcanzarlo.
Durante mucho tiempo Till había aprendido a ser quien cuidaba.
Sus manitas pequeñas temblaban al cambiarle las vendas, sin saber si lo hacía bien, sin saber si al final ayudaba o no, pero lo hacía porque nadie más lo haría. Había días en que, con esfuerzo y paciencia, conseguía arrastrar a Izuku hasta el baño. No era fácil, a veces sentía que su hermano mayor pesaba como una piedra. Pero cuando lo lograba, cuando lo metía en el agua y lo cubría de espuma, Till se sentía orgulloso.
Jugaba con los muñecos, inventaba voces tontas para los patitos de plástico, esperando que Izuku se riera como antes… aunque casi nunca pasaba. Ese silencio lo apuñalaba, pero Till lo soportaba, porque al menos Izuku estaba allí, respirando, y eso era suficiente.
Poco a poco, Till tuvo que sacrificar cosas.
Perdió juguetes que Izuku rompía en un arranque de rabia, o que quedaban abandonados en un rincón mientras intentaba distraerlo. Renunció a juegos que quería compartir porque Izuku no respondía, y llorar o enojarse ya no servía.
Al principio, Till solía patalear, exigir que lo escuchara, pero pronto entendió que gritar solo hacía que Izuku lo empujara con brusquedad, alejándolo. Aunque siempre, siempre, después de eso, Izuku se quebraba. Lloraba, pedía perdón, temblaba al abrazarlo como si temiera perderlo. Y Till lo perdonaba, porque no sabía odiarlo. Pero dolía. Dolía ver que su hermano ya ni siquiera intentaba jugar con él. Dolía ver cómo se quedaba quieto, mirando al suelo, como si todo lo que alguna vez lo hacía brillar hubiera muerto.
Till entendió entonces que Izuku estaba triste, más de lo que él podía entender con su corta edad. Podía abrazarlo, podía hablarle, podía inventar historias con los juguetes, pero nada parecía alcanzarlo. Era como si Izuku estuviera en otro mundo, uno donde Till no podía entrar. Y sin embargo, no se rindió: insistía en acercarse, aunque fuera rechazado, insistía en quedarse a su lado aunque su hermano lo ignorara.
Pasaron muchos días así.
Días de silencios, de lágrimas, de repeticiones que a Till se le grabaron como cadenas. Pero ahora, algo había cambiado. O quizá, se había vuelto peor. Porque Izuku ya no solo estaba triste o enojado. Ahora estaba perdido, metido en lo más profundo de su propia cabeza, buscándose entre recuerdos y dolores que Till no podía entender.
Se quedaba sentado, inmóvil, con los ojos fijos en la nada, y esa nada asustaba más a Till que los gritos o los empujones. Era como si ya no quedara nada de su hermano allí dentro.
Lo único que Till podía hacer era las cosas básicas: ayudarlo a comer, obligarlo con paciencia a bañarse, cubrirlo con una manta cuando temblaba en las noches.
Pero incluso esas pequeñas victorias se estaban desmoronando, porque Izuku comenzaba a rechazarlo de nuevo. Se apartaba cuando Till lo tocaba, desviaba la mirada, murmuraba cosas que el niño no entendía.
Y Till, que apenas sabía hablar bien, solo podía quedarse allí, con lágrimas silenciosas, sin saber qué hacer, sin saber cómo salvarlo.
A veces, Till, en su inocencia, se preguntaba si Izuku volvería a ser como antes. Si alguna vez volvería a reír, a correr con él, a contarle historias inventadas antes de dormir. O si, por el contrario, ese hermano mayor que tanto amaba ya había quedado atrapado en un lugar oscuro del que nunca podría salir
Para Izuku, todo era un espiral que no se detenía nunca. Las vueltas se enroscaban dentro de su cabeza como si lo arrastraran hacia un centro oscuro que no terminaba de encontrar. Preguntas, culpas, fragmentos de recuerdos mezclados con silencios. No sabía dónde meterlos, ni siquiera cómo nombrarlos.
Pero lo peor no era pensar demasiado. Lo peor era cuando se apagaba. Cuando todo se borraba, como si el mundo dejara de existir y él se quedara en blanco, sin ruido, sin dolor, sin nada. Ese vacío le gustaba más de lo que admitía, porque allí no había preguntas, ni respuestas imposibles. Allí, al fin, era cero. Cero pensamientos. Cero culpa. Nada. Y sin embargo, apenas regresaba de ese hueco, la realidad lo golpeaba como brasas encendidas.
Las preguntas lo acosaban como enjambres, picándolo sin descanso. Desde Till, papá, Miya, Jumpei y Kuruga. ¿Desde qué momento exacto su vida dejó de ser suya? ¿Y por qué él? ¿Por qué justamente él?
A veces creía que su mente buscaba enloquecerlo, pero no. No era locura. Era un intento desesperado de sostenerse, de darle forma a algo imposible de sostener.
Necesitaba respuestas, aunque no supiera cómo encontrarlas. Necesitaba un sentido, aunque supiera que no existía. Pero cada vez que estiraba la mano para armar el rompecabezas, descubría que le faltaban piezas, demasiadas piezas, y eso lo devolvía al vacío.
Lo más cruel no era lo que recordaba de su familia antes del encierro. Mamá, papá, la traición que intuía, los secretos que nunca se dijeron. Lo verdaderamente insoportable era lo que nacía cada vez que pensaba en Till.
Till, que estuvo allí dos años.
Till, que lo cuidó, que lo sostuvo cuando todo alrededor era oscuridad.
Till, que era todo a la vez, desde la razón por la que no había perdido la cabeza y la única voz que lo traía de vuelta del abismo.
¿Y si también eso era una mentira?
Izuku se lo preguntaba una y otra vez, con una insistencia que le taladraba el pecho. ¿Fue Till programado para quererlo? ¿Le dieron instrucciones para cuidarlo, para abrazarlo, para llorar cuando él lloraba? ¿Y si cada gesto de Till era una máquina repitiendo un código? ¿Y si cada sonrisa era una imitación, cada abrazo un reflejo condicionado? ¿Podía amar algo que tal vez no era humano del todo? ¿O lo que lo hacía humano era precisamente esa inocencia, esa ternura sin explicación? ¿Till era real… o era solo un experimento disfrazado de hermano?
Las preguntas crecían y crecían, sofocándolo.
¿El vínculo fue planeado desde el inicio? ¿Acaso esos archivos decían la verdad cuando hablaban de “encariñar”? ¿Lo criaron para amar a Till como parte de un diseño? ¿Entonces qué significaba ese cariño? ¿Era suyo o era impuesto? ¿Y si Till realmente lo quería, si de verdad lo amaba, era porque lo habían fabricado para eso? ¿Y si nunca hubo nada genuino, nada libre, nada verdadero? ¿O, al contrario, si Till lo quería más allá de lo que era, más allá de su condición, entonces… ese amor era lo más real que existía?
El caos en su mente no tenía salida. Era como estar rodeado de puertas cerradas y no tener la llave de ninguna. A veces pensaba que tal vez debía dejar de buscar sentido, porque buscarlo era lo que lo estaba destruyendo.
Pero al mismo tiempo, algo en su interior le decía que aceptar era el único camino. Una aceptación parcial, dolorosa, como si tragara vidrios con la esperanza de que no lo desgarren por dentro.
Reconocía que Till era su sostén, aunque dudara de su origen. Reconocía que lo necesitaba, aunque temiera que todo fuera un engaño. Reconocía que lo amaba, aunque ese amor estuviera teñido de sospecha y culpa.
Y entonces volvía la pregunta que más lo atormentaba, la que nunca podía apagar:
¿Till es mi hermano de verdad, o solo un espejo donde me hicieron reflejar el amor que necesitaban arrancarme?
Parte de él quería seguir apagándose, disociándose, hundiéndose en el vacío donde nada dolía. Pero otra parte, pequeña y casi invisible, empezaba a aceptar que no importaba de dónde viniera Till, ni qué fuera en realidad. Lo que importaba era lo que habían vivido juntos. Lo que importaba era que Till había sido real para él en cada instante.
El silencio de la habitación era espeso. Izuku estaba sentado en el mismo rincón de siempre, con las rodillas contra el pecho y la mirada fija en la nada. Había pasado días atrapado en ese limbo, navegando entre recuerdos rotos y preguntas sin respuesta.
Y entonces, sin aviso, algo dentro suyo comenzó a ceder. No fue un estallido ni una respuesta clara. Fue más bien un cansancio distinto: ya no el de huir, ya no el de gritar o llorar, sino el de aceptar que no habría respuestas que lo salvaran.
Los recuerdos seguían allí, las preguntas también, pero por primera vez no intentó arrancarlas ni quemarlas dentro de su cabeza.
Se quedó quieto, respirando lento, dejando que el dolor siguiera ahí… y no lo negó más.
Un escalofrío recorrió su espalda y sus ojos se humedecieron. Todo lo que había pasado dolía, dolía como nunca. Pero en medio de ese nudo insoportable, apareció el rostro de Till, que lo miraba con esos ojos grandes, que lo buscaba a pesar de los empujones, que lo había cuidado, aunque no supiera ni por qué ni cómo. No importaba si era humano o no, si fue planeado o no.
Till estaba ahí.
Till lo había acompañado.
Till lo había amado.
El aire que Izuku tragó fue tembloroso, casi como si se rompiera por dentro. Su cuerpo, entumecido, comenzó a reaccionar, y alzó la vista hacia él. Till estaba cerca, dudando, mirándolo con miedo y esperanza al mismo tiempo. Izuku lo vio temblar, lo vio dudar, lo vio contenerse de acercarse por miedo a que lo rechazara otra vez.
Y en ese instante Izuku sintió algo romperse en su pecho, una barrera que se había sostenido demasiado tiempo.
Las lágrimas lo cegaron de golpe y, por primera vez en tiempo, su voz salió, débil, entrecortada y viva:
—Till…
El pequeño lo escuchó y sin esperar más corrió hacia él con todas sus fuerzas, tropezando, tambaleándose, pero sin detenerse. Izuku abrió los brazos y, cuando lo tuvo encima, lo apretó contra su pecho con desesperación, como si el mundo entero se fuera a desmoronar si lo soltaba. El llanto lo sacudió por completo, desgarrador, ahogado, como si estuviera expulsando todo lo que había cargado hasta ahora.
—Perdóname… perdóname, por favor…— sollozaba, hundiendo el rostro en el cabello de Till. —Te quiero, aunque no entienda nada… te quiero, Till… siempre te voy a querer.
Till lo abrazó fuerte, más fuerte de lo que un niño tan pequeño debería poder hacerlo, escondiendo su cara en su hermano, sin soltarlo. No dijo nada, porque no sabía cómo poner en palabras lo que sentía, pero sus manitas apretadas contra Izuku fueron suficiente.
—¿E-Estas aquí?
—Sisi, estoy aquí. Estoy contigo.
—¿Eres el- el verdadero Izu?”
—Mas que nunca.
El menor comenzó a romper en llanto, un llanto que guardo por mucho tiempo. Pero diferente a los anteriores. Este llanto era resguardado por el más mayor mientras estaba en sus brazos. Porque era él el verdadero. Ahora había vuelto a ser él. Había vuelto a ser Izuku.
Y ahí, en ese rincón, donde todo había sido oscuridad y vacío, la espiral de Izuku se detuvo. No porque hubiera encontrado todas las respuestas, sino porque había decidido aceptar lo único que era real para él.
Till se quedó dormido en los brazos del mayor. Su respiración era tranquila, sus pequeños dedos aferrados al borde de la camiseta de Izuku como si temiera que, al soltarla. Finalmente tenía ese abrazo que tanto había deseado. Finalmente estaba sostenido por el hermano que, para él, era todo su mundo.
Y se entregó al sueño con una confianza absoluta, sin saber que, detrás de esa calma, el cuerpo de Izuku estaba rígido, inmóvil, como petrificado.
Izuku no miraba a Till, no podía. Su mirada estaba fija en la pared, aquella pared que se había transformado en su refugio y condena. Llena de recordatorios tallados con un trozo de metal, pequeñas cicatrices en el concreto que llevaban grabada su voz infantil, la voz de un Izuku que creía, que todavía tenía fe en algo.
—Soy Midoriya Izuku. Estoy aquí.
—Soy Midoriya Izuku. Estoy presente.
—Soy Midoriya Izuku. Tengo 11 años…
Y la lista continuaba, una tras otra, como un rosario de afirmaciones que había repetido para no desmoronarse en los primeros días, cuando el encierro todavía era un laberinto imposible de entender. Algunas frases ya eran fantasmas, otras heridas, y unas cuantas se habían transformado en mentiras que quemaban los ojos.
Izuku se levantó con lentitud, sin soltar del todo a Till, que se acomodó en el colchón. Caminó hacia la pared con una calma que no era calma, sino rabia contenida, el corazón latiendo como si quisiera romperse las costillas.
Cada palabra escrita allí lo atravesaba, pero una lo consumía.
—Soy Midoriya Izuku. Hijo de Hisashi Midoriya.
La repitió en silencio, los labios moviéndose apenas, como si fuera un veneno que no podía escupir.
Hijo de Hisashi Midoriya.
Hijo de Hisashi Midoriya.
Hijo de Hisashi Midoriya.
¿Desde cuándo él me consideró su hijo?
¿Alguna vez lo fui?
¿O fui solo un experimento desde el principio?
¿Me miró alguna vez como algo más que un número en sus planes?
¿Me abrazó porque quiso… o porque era parte del engaño?
¿En qué momento dejó de ser mi padre?
¿O nunca lo fue?
Izuku apretó el pedazo de metal con tanta fuerza que sintió cómo la piel de su palma se partía. La sangre comenzó a resbalar entre sus dedos, pero él no aflojó. No podía. No debía.
Y entonces lo tachó.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ ̵H̵i̵s̵a̵s̵h̵i̵ ̵M̵i̵d̵o̵r̵i̵y̵a̵.̵
Otra vez.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ ̵H̶̴̶i̶̴̶s̶̴̶a̶̴̶s̶̴̶h̶̴̶i̶̴̶ ̶̴̶M̶̴̶i̶̴̶d̶̴̶o̶̴̶r̶̴̶i̶̴̶y̶̴̶a̶̴̶.̶̴̶
Más fuerte.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ ̵H̷̶̷̴̷̶̷i̷̶̷̴̷̶̷s̷̶̷̴̷̶̷a̷̶̷̴̷̶̷s̷̶̷̴̷̶̷h̷̶̷̴̷̶̷i̷̶̷̴̷̶̷ ̷̶̷̴̷̶̷M̷̶̷̴̷̶̷i̷̶̷̴̷̶̷d̷̶̷̴̷̶̷o̷̶̷̴̷̶̷r̷̶̷̴̷̶̷i̷̶̷̴̷̶̷y̷̶̷̴̷̶̷a̷̶̷̴̷̶̷.̷̶̷̴̷̶̷
Más hondo.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ ̵H̸̶̸̻̬̪̖͌͊͡ͅį̸̶̷̛̂̿̋͑͊͝s̸̶̵̛͍̣͚̅̈̄͌͘̕a̷̶̸͇̣̭͎̠̎̿̋̌s̵̶̸̨̛̪͙̘̎̿̚h̴̶̵̙͙̯̊̓̇̈̕̕͠ḭ̶̶̵̆̊̊̔͝M̶̶̸̡̘͔̥̳͑̏͆͝ḯ̴̶̸̖̬͎͙̙̿̈͋͒̚d̷̶̵̟̒͂́̉̈o̵̶̷͉̯̲̘̦͐͌̅̅̎̈́̌͜͝ŗ̵̶̶̛̜̃̓͠i̵̶̷̟̔͊̐̃̈́́͝ỵ̵̶̵̯̱̤͙̓̄͆́͝a̴̶̵̫̲̟̞̗͆̎̌̏͒ ̵̶̵̡̛̤̮͉͆̐̊͜͝
Otra vez.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ H̶̶̷̵̴̶̴̶̵̶̷̵̴̶̸̡̯͓̞̟̥̣̭̝̼̹̜͖̭͓͈̫͕̾́̄̽̀͗̍͆̔̔͗͒̔͊̚͟͟͜͡͝͡͝ĩ̷̶̸̻͚͇͚̪̤̥̈́͊̽̇̓̓̃̕s̸̶̷̵̴̶̸̶̷̶̴̛̛̰̫͔͎̱̜̙̪̤͉͎͕͇͓̪̥̩̰̑̉̈́̌̇̓͑͛̈́͂͌̊̓̊͝a̴̶̶̵̸̶̸̶̸̶̵̵̵̶̵̢̢̧̛̙̭̻͚̣̲̺̲̩͚̖͕̭̮͙͕͐̓͆̅́̉͛͌́̈́̀͗͋̄̈́͝͝͝s̷̶̶̵̵̶̸̶̴̶̸̵̭̩̠̗̩͇̪͉̜͓̬̖͚̩͍̬̱̏̒̄͗̈̓͐̆͗͂̒͘͟͟͜͟͝͝h̸̶̴̵̸̶̸̶̶̶̴̡̛̙̖̭̲̖̤̤̯̙̟͎̱̰͈̣̫̿̃͂́͊͆͌̆̽̓͗̇̽̕̚͡M̴̶̴̵̷̶̷̶̵̶̸̵̷̶̵̦̭͕̰̱̫͉͓͚̩͕̗͍̹͇̟͙̹̀̌̓̍̇͐̆͒̈́͆̈́̅̚̕̚͡͝ͅi̶̶̸̵̸̶̶̶̵̶̵̢̛͖͍̞͍̬̝̜͕̫̲̮̺̰͉̓̔̈̾̾̍̒͌̃̈̑́̋̄̇͑̀̕̕̕̚͜͜͟͟ͅd̸̶̸̵̴̶̴̶̴̡̛͎͎͙̩͈̫̟̼̫͉̮̬̗̪̖͖̘͔͉̬̝͆̃̈́́͊̐͗̀͂̿̀̏̌͘̚̚͝͝ͅơ̵̶̵̵̸̧̡̥͉̹̜͇̣͑̀̐̂͐̃͝g̶̸̶̵̵̶̶̷̢̢̨̛̯͈̤̜͖̝͔̠̦̬̱̊͗̃͆̌̾͗̆̓͂̓͌̑̊͗͝͠r̵̶̵̵̴̶̷̶̸̪͓͍̟̖͈̹͙̮͕̤͌̆̑́̄̾͋̓͐͒̈́͘̕͝ḯ̴̶̷̵̸̶̵̢̢̳͈̩̮̗͕̖̔̉͋͜͝y̷̶̵̵̶̶̶̶̵̛̠̦͉̙̪͓̼͙̟͍̻͂̈́̅̋̇͌͐̌̆͛̀͊́͑̔̕͡ͅą̴̶̵̵̴̶̷̶̴̶̸̵̷̨͓̪͙̲̮̦̝͙̹͉̘̹̩̃̑̓̔͊̀̾͋̋̐̔̑͌̔͊͋̕ͅ
Y otra vez.
H̵i̵j̵o̵ ̵d̵e̵ ̵H̶̶̶̵̴̶̷̶̶̶̷̵̴̶̶̡̨̢̡̡̡̨̢̡̡̨̡̛̗̤̘̭͉̙̬͉̟̮̣̹̜̭͍̠̱̦̺͓̣͚̬͔̣͔̖̞͖̹̗̪̪̹̭͚̲͕̼̖͈̼̥̘͔̩̰̜̳̪̞͈̲̹̖̤͍̲̹̝̳͔̳͈̬͈̘͈͓͎̳̞̥̪͙̱̱͈͇̺̪̞͇̝̟͖̳̖͓̬͍̳̙̥̜̱͆͋̍͂͛͗̎̐̊̎̑͌́̈́̿̎̉̋̏̏̊͒̀̿̈́̆̃̌̂̔͆͗͋͌͌̍͂̊͆̾̇̆͐̈́̌̐̂̆͌͗̃̀̒̍̊̓̉̀͊̓̿̏͂̋̇̀̒͑͐͂͑͆̍̒̕̚̕͘̕̕͘͟͜͝͝͡͝͡͝͝ͅͅͅͅĭ̷̶̸̵̷̢̧̛̳̦͚͈̙̯̻͎͍̝̟̦̤̳̜͎̯̝̲̩̗̤̦͕̬̯͚̞̈́̉̋́͐̋̒̍̎̄͒̆͗̍̉̑̄̄͗̉̂̋͊̒̈́̑̀̋͌̈̿̀͗̊͌̈́̀̈̾̏̂̿̄̆́̀̇̾̈̽̿̐̔̔́͋͂̽̈́́̀̌̀̊͒́̓͘͘̕̕͜͝s̸̶̶̵̵̨̛̲̰̬̜͎̤͚̺͈̖̹̦̣̼̱̟̞͙̠͍̣̳̳̟̼̪̖̘̃́̽̆̔̽́̅̓̔̂͒͊̂̍͂̈́̍̈̍́́̈̇́͟͝͝͠ă̶̶̵̵̷̶̵̶̷̶̸̵̵̶̵̡̢̨̡̧̢̧̡̡̢̨̡̨̧̡̧̢̡̧̛̛̛̖͔̰̩̦͔̲̣̦̫̰̞̥̲̻̖͎̦̰͎̹̯͇̝͍̮͓̮̖͍͇̫̼̭͈̦͎̙͔͙̗͕͔̬̞͙̖̭̬̠̼̹̗͔̬̳̥̰͖̥̠̠͙͎̤̬͙̲̥̖̳̪̥̪̜̲̦̩̮̭͈̝͍͕͓͖̘̜̩̳̰̘̘͈͕̣̜̅̈́́̈̏̑̍̏̆͊̉̔̎̾̌̈́̌̃̐̏̉̃̌͐̓̀͛͋̌̔̑̓̉̑̌͋̄̾̃̊̽͂̀̉̉̋̂̏̿̾̈́̀́̓̆̔̿̏̒̎͊̔́̌̐̔̋̉͌̾̈́̃̈̑̊͒͛̉̀̓̑̿̍̐̇̿̓̓͊̾̃̈́̈́̆̌́̋͒͆̇̓͊̈́́̑̅̿̂̀̑̂͘͘̕͘̕̚͘̚̕͟͟͟͜͟͜͟͟͜͠͝͝͡͡͝͠͠͡͝͠͡ͅͅͅͅͅs̷̶̴̵̸̢̡̧̨̧̛͇̤̲̖̯͇͚̹̙̙̗̹̣̞͎̗̳͇̦̰̤͔͕̤̜̳̜̦̜̞̖̱̦͉̞͉̍̈́̒̃̀̒̾̀͛̎̑͌̿͒̐͑͆͌̇̊̓̆͋̊̿͒̒̍̉͆͐̒̈́̂̔̏̉̾̾̋̚͘̕̕̚̚̕͜͜͠͠͡͝͝͡͠͝͠͝ī̸̶̴̵̴̶̸̧̧̨̛̭͉̹̝͙͓̮͙̦̘̯̭̤͓̩̙͈̪͔̩̘̣̦͓̻̳̠̣͙̩̬̥͓̱̟̟͉̥̺̥̳͕͈̫͕͖̳̹͎͖̮̜͍̫͉̗̘̥̬̟͇̖͍̈̊͗́͊͗̔̓̑͒͛̊̈͋̀̂̽͆̾́̇̈̏͌͌̆̽̋̆̄̅̀̔̈́͘̕͘̚͟͟͟͟͟͡͡͡ ̷̶̵̵̵̶̵̡̡̡̡̢̡̛̛̬͙͎̼̜̹̩͚̳̯̤̭͉̦̪̖͖͕̩̠̖̤͚̟̺̮͉̪̲͙̜͎̫̟̙̹̗͈͔̦̹͇̩̫̊́̒̑͊̀̅̅̀̑͛̆́͐̅̓̈̍̑͊͑̽͒̈́̄͊̽̆͊̒̾̾̿̈͋̾͋̆̔͑̒̓̕͘͠͠ͅM̵̶̸̵̸̶̸̶̷̧̢̡̧̭̰̠̺͈̤̭̩̙͉̦̜̯̥̻̗̦̠̭͚͔͕͕̞̤̥̯̠̙̪͖̞̮̩͚͉͎̰̫͇̙͕͖̭͈̯̩̖̱̪̝̥͍̩̫̠͔̦͇͍̩̠͍̞͙̝͈͙͔̘͈̩̽̈̀̉̅͐͌͌̓́̿̋̐̔̆̈́̔̀͐̍̔̾̊̄̐͌̄͊̏̒̔̒̃̇̿́̉̏͐̾͒͊̓̿̏͆̅͆̌̈́̐̏͌̌̀̋̀̇̍̑͐̓͗͐̆͒́̎͘̚̚̚̕͘͜͟͜͟͜͝͡͡͠͝͠͝ͅͅͅͅi̸̶̴̵̶̶̷̶̶̢̨̧̧̡̡̡̧̛̛̯̳̗͙̤͎̺͍̰̩̺̲͕͉̙̪̟̞̭͙̩̘̠͇̟̦̰͕̬̬̤͈͇͉̻̫͕͓̭̮͙̖̤̦̞̠̩͈̗̯̮͎͍̼̞͖͙͎̼̺̟̇͗̋͊͛̐͐͊̓̓̔̀̾̐̀͊̽͋͗̽̎̀̌͑̑̇͂͒͂̀̓̌͗͌̀͌̔̂̽͊̋̀̾̌͋͐̊̍̔̎̉̋͗̏̿́͂̕̕͘̕̕̚͘̕͜͟͜͜͝͝͠͠͡ͅͅḑ̴̤̟̩̠̫̈́̓̾̓̔́̑̽̈́̌͘͠o̸̶̶̵̴̶̸̡̧̡̧͖̟͙̗̱̤̯͚͈̩̥̠̼͉̪͙̳̞̺͖̼̭͉̙̹̣̪͕̦̱̯͕͔̥͚̳̦͚͔̩͎̝̐̀̓͌͛̏̀͊̆̓̀͒̔̍͊͑͒̌̑͌̈́̊̈͊̀̔̀͋͐̾͌̓̑̈͌̒͗̈́͋͐̔̐̀̒̍͆̚̚̕͜͡͝͝͝͝ͅͅṛ̸̶̶̵̴̶̴̶̶̶̴̡̨̧̡̢̧̡̧̨̧̲̦̟̙̰̭͈̘͈̠̺̪̻̖̹͖͔̠̜̤͍̤̱͉̘͕͙̻̩͕̙͕̘͖̭̟͓̞̫̞̜̞̺̦͙̯̬̬͓̦͓̜͈̣̳̪̬͔͇̺̙͖͛͋̈́͋͒͊̌̍́̈͒̈́̌̑̇̉̎͆̓̐̎̀͊̐͐̓̂͑̅̎̓̈͂͒̋̃̀͛̈́̇͗̈́̂͋̒͆͊̑͌̓̾̑̚͘̕̕̕͘̕͘͟͜͠͠͝͝͝͝ͅͅͅi̶̶̴̵̷̶̶̶̸̧̧̢̧̡̢̧̧̢̡̛̛̛̯̖̜̦̜̤̰̪̦͔̤̟͈̬͖̭̘̰̠̻̖̱͚͍͚̘͖̹̥̘̥̳̤̬̪̯͉̗̖͙̖̼̯̯̳̺͇̱͈͔͈̠͈̬͖̠̲͉̫̣̲̜̯̜̩̖̯͍̩̾̀̂̅̂͆͐͌̆̈͆̍̄̽̾̇̐̈́̈̽͂̄̄̔̋̊̔̂̓́̓͐͆̂̃̈́̓̓̋͆̂͂͂̆͛̎̀͊̃̓̓̓̈́̇̀͒̾̿͗́͘̚͘͘͟͜͜͜͝͝͝͝͡͝͡͝y̷̶̵̵̢̬̮̲̤̭̘̗̫̟̜̰͉͍͉̠̭͎͎̦͒̉̑͋̔̂́͋͗̾̍̇͂̃̀̑̎͊̅͗͌́̂̏͂͛̉́̚͡͠͡͠ą̴̶̸̵̶̶̷̢̧̧̢̢͙̥̹̱͚̻̟̹̣͚͍̦̬̣̗̠͍͍͉̥̭̞͉̖̙͇̖̙͎͚͉̳̰͖̥̜̞̺͔̲̻̝̹͕̟͕͇̗͑͋̎͌̉̎̌̌̽̌̾̎̀͛̏͛̈̓͗̃̒͑̽̆̒̐̋̓̄͋̉̔̒̐̽̓͌̆̑̍̃͂̇͋͋͋͋̾̾͐̑̽̉͐̓̚̕̕͘͜͝͝͝͝͠͡͝͡
Hasta que su nombre ya no existía, hasta que su propia sangre manchaba las letras borradas y solo quedaba un rojo oscuro como cicatriz sobre cicatriz.
Pero no se detuvo ahí. Escribió a los costados, con trazos torpes, con furia temblorosa.
Mentiroso.
Loco.
Monstruo.
Bastardo.
Cobarde.
Demente.
Demonio.
Asqueroso.
Desgraciado.
Basura.
Escoria.
Parásito.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Traidor.
Las palabras comenzaron a llenar el muro, una sobre otra, como si quisiera enterrarlo bajo ellas, como si con cada insulto pudiera borrar lo que quedaba de su figura. El metal ya estaba cubierto de rojo, la mano temblaba, pero Izuku seguía, jadeando, como si su vida dependiera de ello.
—Es tu culpa.
—Es tu culpa.
—Es tu culpa.
—Todo esto es tu culpa.
—Tu eres el culpable.
—Nunca fue mi padre.
—Nunca lo serás.
—Nunca me quisiste.
—Nunca me amaste.
—Nunca me buscaste.
—Nunca me ayudaste.
—Tu eres el culpable.
Y al final, después de tanto, después de la rabia que lo desgarró hasta dejarlo exhausto, escribió la última frase. La más verdadera. La que lo atravesaba como un cuchillo y, al mismo tiempo, lo liberaba.
—Soy Midoriya Izuku. Nunca tuve un padre.
Esa frase quedó allí, solitaria, marcada con la furia de un niño que por fin entendía que no había nada que rescatar. Que lo único real era Till durmiendo detrás de él, respirando con suavidad, confiando en que Izuku seguiría estando allí.
Y esa certeza fue suficiente para que Izuku, sangrando, con los dedos entumecidos y los ojos hinchados, se diera vuelta, volviera al colchón, y abrazara a Till con una fuerza desesperada, como si todo lo demás pudiera borrarse mientras él estuviera ahí.
Notes:
No se imaginan quién terminó teniendo dos ataques de ansiedad en el mismo mes por exceso de trabajo… jajaja. Sí, ya sé que un ataque de ansiedad y uno de pánico no son lo mismo, lo sé. Pero decidí usar esa experiencia a mi favor para darle más realismo a la escena (dato curioso: este mensaje lo escribí en julio).
Y adivinen quién tuvo otro ataque de ansiedad apenas una semana antes de publicar esto… sí, yo otra vez. El trabajo realmente mata, amigos (mensaje del 22 de agosto).Este capítulo fue, en pocas palabras: trauma. Izuku atraviesa un desgaste emocional y cognitivo tan brutal que lo lleva a este colapso. Fue dificilísimo de escribir; sentía que me perdía en cómo continuar el proceso de traición y a veces caía en lo repetitivo. No es tan largo como otros capítulos, pero llegué a considerar dividirlo en dos porque no quería dejarlos sin actualización. Y justo cuando lo tenía, tuve una emergencia que me quitó todo el tiempo libre… pero acá estamos de nuevo.
En cuanto al proceso de Izuku: lo trabajé como si fuera un duelo, no por la pérdida de alguien, sino por la pérdida de sí mismo: de su identidad, de su seguridad y de su libertad. Negación, enojo, negociación, depresión y, finalmente, una aceptación dolorosa. El encierro lo fragmentó, y este capítulo terminó de romperlo aún más. Sus recuerdos, excusas, imaginación e incluso la rabia se convierten en mecanismos de defensa para no volverse loco.
Aclaremos que Izuku ya presenta TEPT (probablemente complejo) su autoimagen se distorsiona, sufre un odio creciente hacia Hisashi, que se vuelve motor de resistencia pero también una herida imposible de cerrar.Y no olvidemos a Till. Con casi tres años (porque sí, este proceso llevo tiempo), tuvo que aprender demasiado pronto: adaptarse, asumir responsabilidades y crecer forzado por la ausencia emocional de Izuku. Por suerte, Izuku logra regresar a sí mismo, pero lo cierto es que la relación entre ambos ya es una codependencia intensa, más fuerte que antes.
Cada capítulo, más unidos… y más dependientes el uno del otro.
Gracias por leer y perdon por la tardanza :D
WakumiReiss on Chapter 7 Sat 25 Jan 2025 08:53AM UTC
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