Actions

Work Header

Poesía Sobre Hielo

Summary:

No se si estamos peleando... ¿O coqueteando?
Ser transferido a los Vipers de Seattle me dejo con sentimientos encontrados. Por un lado, son mi equipo, el equipo que he amado y apoyado desde que era un niño, pero por otro lado, él está aquí. Él. Spreen Buhaje. El infame chico malo de la NHL. Es la persona más exasperante que he conocido. Una presencia oscura y caótica que me distrae.
Cuando no estamos llegando a las manos en el hielo, trata de provocarme llamándome princesa. Y chico bonito… y nena.
Lo odio. Obviamente, lo odio. Me enfada tanto que apenas puedo ver
bien.

Entonces, ¿por qué mi cuerpo reacciona como si me gustara?

Notes:

No podía faltar la adaptación mensual de rivals to lovers sobre jugadores de hockey, hay un monton de libros con esta temática así que la estare publicando mientras voy leyendo cada capítulo ~

Chapter 1: Roier Brown

Chapter Text

Doblo a la izquierda, las suelas de goma sobre el azulejo dejan un chirrido de metrónomo a mi paso. El pasillo está desierto. Al doblar la esquina, una puerta interrumpe la pared de un blanco impecable. La puerta es sólida y pesada, de madera oscura, quizá nogal negro del este o ébano, y está barnizada con un brillante acabado satinado. Hay un medallón dorado incrustado en la madera. Un escudo y la letra S con una víbora enroscada a su alrededor, la cabeza echada hacia atrás, las fauces abiertas, lista para atacar.

El logotipo de los Seattle Vipers.

Un temblor de emoción me recorre la espalda mientras levanto el brazo para tocarlo. El medallón es un poco más grande que mi mano si estiro los dedos al máximo, lo que me sorprende. Pensaba que sería más grande. El metal es frío al tacto, el grabado en relieve es desigual y nudoso mientras sigo el contorno de la víbora, suave sobre la letra y el escudo.

Por primera vez en mucho tiempo, siento que no debería estar aquí. Como si estuviera en el lugar equivocado. Como si estuviera invadiendo. La sensación es tan fuerte que miro por encima de mi hombro, medio esperando ver a los de seguridad dirigiéndose hacia mí, listos para lanzar mi culo hacia afuera.

Pero no viene nadie. Claro que no viene nadie. Pertenezco aquí.

De hecho, mi equipo me está esperando. Mi equipo.

Santa mierda, los Vipers son mi equipo.

Técnicamente, debería estar enojado por haber sido transferido, y claro, en cierto modo, lo estoy. Ningún jugador estaría encantado de ser transferido de un equipo que lo hizo bien en los playoffs la temporada pasada a otro que no ha clasificado en los últimos tres años. No es lo ideal y tengo sentimientos encontrados al respecto, pero la cuestión es que los Vipers son mi equipo. Son el primer equipo al que amé. El primer equipo al que apoyé. El equipo que cambió mi vida, mi fisiología e hizo que mi corazón bombeara hielo.

Siguen siendo ese equipo para mí.

Quiero decir, sí, él está aquí... Spreen Buhaje. Número ocho. El ala derecha de primera línea de los Vipers y un auténtico imbécil. Y cuando digo auténtico imbécil, mejor que creas que lo digo en serio. El hombre es un imbécil total que, por razones que siempre me cuesta entender, decidió convertirme en su archienemigo cuando éramos poco más que niños.

Es una de esas cosas raras y molestas que la prensa descubrió y siguió.

El puto Buhaje lo aprovecha al máximo. Cada vez que un periodista le pregunta por mí, les da una crítica sin restricciones sobre mi desempeño.

— Es un payaso con un fetiche por acaparar el disco.

No bromeo. Buhaje dijo eso... en ESPN.

Se repitió durante más de una semana.

Me hace hervir la sangre, pero siempre me las arreglé para responder con una sonrisa ligeramente forzada y un asentimiento, usando cada gramo de mi compostura para negar cualquier conocimiento de que nuestra rivalidad existe.

Elevarse por encima de todo, así es como lo llama mi madre.

No digo que no me esfuerce por ganarle. Lo hago. Estudio sus jugadas y conozco sus estadísticas tan bien como las mías.

En caso de que te lo preguntes, están cerca, pero yo soy mejor. Siempre y cuando no cuentes la temporada pasada.

No es gran cosa ni nada por estilo que yo haga esto. Es sólo que soy un atleta profesional. Claro que soy competitivo, y aunque no lo fuera, cuando alguien disfruta especialmente ganándote, es difícil no querer devolverles el golpe con más fuerza. Así que sí, lo admito, las victorias contra Buhaje me dejan un sabor dulce en la boca. A diferencia de él, no me esfuerzo por darle a él, o a su idiotez, mucho espacio en mi mente, y no voy a empezar a hacerlo ahora.

No puedo decir que esté encantado de jugar en el mismo equipo que él, pero nací y crecí en Seattle, y estos son los Vipers, así que en su mayoría estoy entusiasmado. El primer partido que vi en directo fue el de los Vipers contra los Montreal Mounties. Tenía siete años. Mi padre y yo fuimos en autobús al estadio. Caminamos las dos últimas manzanas para empaparnos del ambiente, y mi padre me tomó de la mano mientras esperábamos en la fila para que nos sellaran las entradas. Por una vez, no me importó. Tardamos una eternidad en llegar a nuestros asientos. Cuando el mar de gente se separó y vi la pista por primera vez, todo a mi alrededor quedó en silencio. Había gente por todas partes, miles de personas animando, riendo, agitando toallas y sosteniendo pancartas, pero para mí era como si el hielo hubiera absorbido todos los sonidos del estadio.

No cerré la boca ni una sola vez en todo el partido. Apenas pestañeé. Algunas personas se sienten cerca de Dios en la iglesia o en la naturaleza. Para mí, es un espacio cerrado con tableros, reflectores brillantes y agua sobre la que se puede caminar.

El sonido de la primera bocina anunció el comienzo de una obsesión por un juego hermoso y brutal.

Una obsesión que aún no ha disminuido.

Empujo la puerta con el hombro, y al abrirse, una discordancia de imágenes y sonidos me envuelve. El zumbido de voces profundas, el golpe de una taquilla al cerrarse y el rasgón suave y áspero del velcro al desprenderse. Una gran sala ovalada con una resistente alfombra azul marino en el suelo y la misma madera casi negra para los bancos y las butacas. Es un espacio oscuro y ominoso, sólo roto por la crudeza de las camisetas de entrenamiento blancas y doradas que cuelgan bajo el número de cada jugador.

Los Vipers lo llaman el nido de víboras. Cuando se construyó, era lo último en tecnología. Recuerdo un programa de televisión en el que Luddy daba un recorrido por el estadio de los Vipers. Yo era un niño de un suburbio tranquilo que sólo había cruzado la frontera estatal un puñado de veces, así que decir que me quedé asombrado sería quedarse corto.

El tiempo lo ha estropeado un poco. Hay astillas en la madera aquí y allá, y la alfombra está desgastada cerca de los bancos por años de tránsito de pies. Aun así, mientras recorro la sala con la mirada, tengo la misma sensación que hace tantos años. La misma pero peor, porque, santa mierda, es real, y ellos están aquí. Están todos aquí. Todo el puto equipo está aquí. Veteranos y novatos por igual. Grandes como Katz, JP Jett, Mikhailov, y, por supuesto, Luddy, están justo aquí, a unos pocos metros de mí, en diversos estados de desnudez. Los novatos se ríen y hablan mierda entre ellos mientras se ponen las protecciones. La charla se apaga lentamente y un par de docenas de pares de ojos se posan en mí. Se me seca la garganta cuando se me ocurre que probablemente debería haber pensado en algo que decir. Algo ingenioso, tal vez, idealmente inteligente, o al menos algo cercano a lo inteligente.

Pero nah. No tengo nada.

Abro y cierro la boca dos o tres veces, la ansiedad aumentando rápidamente mientras mi mente forma un vacío que borra todo mi vocabulario.

Mira, sólo di algo, me digo. No tiene por qué ser inteligente.

—Yo, er, um. Soy un f-fan.

¿Soy un f-fan?

Jodido Dios. Mátame ahora.

Antes de que tenga tiempo de sentir todo el calor de mi vergüenza, Juan se abalanza sobre mí, casi haciéndome caer.

—Roooieer —brama, levantándome en un abrazo de oso que prácticamente me quita el aliento.

—Juaan —respondo, igualando su entusiasmo y superándolo ligeramente—. Vaya, cuánto tiempo, amigo. ¿Cómo estás?

Juan y yo crecimos juntos. Es un defensa sólido. Malditamente sólido. Una pared de ladrillos con una gran sonrisa y el temperamento de un perro con un hueso. No un perro salvaje ni nada por el estilo. Una mascota familiar a la que en serio le gustan los huesos.

Jugábamos en el mismo club cuando teníamos doce o trece años. Era un chico bajo y fornido, siempre con la cara roja de tanto esforzarse en el hielo. Aunque el juego nos llevo en direcciones diferentes por todo el país durante la última década, hemos seguido en contacto y siempre hemos hecho lo posible por vernos para tomar algo cuando estamos en la misma ciudad.

Fue la segunda persona a la que llamé cuando mi agente me confirmó el fichaje. La primera fue mi padre.

Cuando me deja en el suelo, inmediatamente me veo rodeado de un puñado de jugadores que conozco y de otros que veo por primera vez. Se intercambian nombres, se dan palmadas en la espalda y se chocan los puños. El círculo a mi alrededor se despeja, abriéndose para dar paso a Luddy. En caso de que hayas estado viviendo bajo una roca, se trata de Rubius Doblas, capitán de los Vipers y toda una leyenda viviente.

Las ganas de volver a decir que soy un fan son casi irrefrenables. Consigo reprimirlo con un graznido estreñido que casi suena como mi nombre. No es mi mejor trabajo, pero comparativamente, es una mejora, así que lo tomaré.

—Brown —Una mano grande y callosa rodea la mía y unos ojos verdes se arrugan en las comisuras—. Bienvenido a los Vipers.

Sin orden ni dirección, todo el equipo se pone en pie. Levantan la mano derecha, tensan los dedos y los ponen en punta, y todos los hombres de la sala emiten un silbido largo y bajo.

Lo juro, mi alma casi abandona mi cuerpo. El canto de la serpiente es una tradición que comenzó cuando se fundó el equipo en 1932. Es algo que soñaba con experimentar de niño, algo que he visto en documentales y vídeos promocionales. Es algo que Juan me contó cuando se unió al equipo tras un intenso interrogatorio por mi parte.

Es algo que nunca pensé que experimentaría por mí mismo.

El sonido profundo y jadeante sube media octava, gorjeando ligeramente, y termina con un tss agudo y cortante.

Algunos jugadores gritan y alguien silba. A mi alrededor, las caras esbozan sonrisas fáciles. La cara que está justo enfrente de mi puesto, la de un hombre sentado bajo un gran número ocho dorado, es la notable excepción. Sus gruesas cejas oscuras están fruncidas y su labio cicatrizado está torcido en una mueca. Sus ojos negros se clavan en mí, me juzgan y me encuentran deficiente.

Se mira la muñeca de manera significativa y dice:

— Qué amable de tu parte unirte a nosotros, Brown.

Es mi primer día y el tráfico estuvo peor de lo que pensaba, ¿de acuerdo?

Llegué siete minutos y medio tarde.

Demándame.

Sonrío débilmente y doy un ligero asentimiento en su dirección.

 

 

Chapter 2: Spreen Buhaje

Chapter Text

Brown está tan feliz que casi está vibrando. Su palo está bajo un brazo y está mostrando tantos dientes que me sorprende que sus labios no se hayan roto. Tiene una expresión ligeramente aturdida mientras hace todo lo posible por mantenerse al alcance de Rubius.

De primeras, no se me ocurre un momento en que haya visto a alguien verse tan estúpido.

Hasta ahora, lo atrape mirándose en el cristal dos veces, y ni siquiera hemos llegado al hielo. Actualmente está al frente, justo junto a las tablas, balanceándose sobre sus patines para evitar rebotar en el mismo lugar. Cuando no se está mirando a sí mismo, está mirando el hielo, suspirando como si estuviera experimentando el éxtasis. Cierra los ojos mientras respira el frío. Unos labios carnosos y perfectos se curvan en una sonrisa carnosa y perfecta.

No caigas en eso.

No dejes que esa cara bonita te engañe. Él no es todo eso.

Cuando el entrenador da la señal, Brown es el primero en saltar a la pista.

Yo soy el segundo.

Hace dos circuitos completos antes de que la mayoría de los chicos tengan tiempo de poner un patín en el hielo. Se mueve como el agua. Seguro y suave. Una fuerza que ha aprovechado el sol y domesticado la gravedad.

Me enoja.

Hay un murmullo de reverencia entre los miembros del equipo mientras lo observan. Eso me enoja aún más. Su velocidad es legendaria en la liga. Lo entiendo. Lo que no entiendo es cómo nadie más puede decir que es un poni de feria. Un completo inútil sin ninguna sustancia. Claro, tuvo una temporada de novato deslumbrante, eso se lo reconozco, pero su rendimiento ha ido en descenso cada temporada desde entonces. Es leve, pero está justo ahí en los números. Aún así, intercambiamos buenos jugadores por él. Jugadores confiables. Jugadores que habían demostrado su valía y derramado sangre y sudor por este equipo. ¿Y por qué? ¿Un jugador con potencial?

Mierda, por favor.

Potencial sólo significa que aún no lo hiciste.

Es jodidamente ridículo. No sé por qué todos están tan entusiasmados por tener a Brown en el equipo. Y realmente no sé por qué él está tan entusiasmado por estar acá. Los Wranglers son mucho mejor equipo. No se puede negar eso.

Estaría lívido si este traspaso me sucediera a mí. Tendrían que atarme y sedarme. Se necesitaría un tranquilizante para caballos, como mínimo, para tenerme la mitad de tranquilo de lo que parece este payaso sobre la vida en general.

El entrenador nos hace calentar y hacer algunos ejercicios, y luego patinamos varias combinaciones de líneas, sobre todo, sospecho, para que Brown se familiarice con el equipo. Es un entrenamiento bastante ligero, dado que jugamos nuestro primer partido de la temporada dentro de dos días. Una de las filosofías de entrenamiento de los Vipers es que el descanso es un arma. Las prácticas durante la temporada son a media velocidad, a media fuerza, a menos que se nos indique lo contrario.

Nuestros entrenadores están más que encantados de entrenarnos hasta casi la muerte—cuanto más vomitemos, mejor—durante el periodo previo a nuestros partidos de exhibición, pero una vez que empieza la temporada, nos centramos en conservar la energía para los partidos y permanecer lo menos lesionados posible.

No me malinterpretes, sigue siendo una práctica que probablemente llevaría al ser humano promedio al hospital. Es sólo que estamos en plena forma, así que para nosotros, esto es tomárnoslo con calma.

—¡Brown! —grita Santos, el entrenador jefe—. Dije a media velocidad.

Brown mira hacia atrás, levantando la barbilla para demostrar que lo escuchó, como el buen chico obediente que quiere que todos piensen que es. Patina en un amplio arco que termina con él en el banquillo, haciendo una parada brusca que lanza hielo por los aires y le regala al entrenador una enorme sonrisa arrogante.

—Ese era yo a media velocidad, entrenador —dice con un encogimiento de hombros.

El entrenador sacude la cabeza y se ríe como si fuera la mierda más graciosa que haya escuchado. Lo mismo hace el resto del equipo.

La delgada capa de paciencia que cultive diligentemente durante años empieza a deshilacharse.

El entrenador pide un tres contra tres. Rubius, Brown y Juan contra Sapnap, yo y el defensa novato Missa. Es un partido bastante igualado, o lo sería si Sapnap estuviera en su mejor momento. Acaba de someterse a una reconstrucción del ligamento cruzado anterior que lo hizo ser más cauteloso sobre el hielo que en el pasado.

Rubius y Brown se pasan el disco de un lado a otro y se abalanzan sobre nuestra zona de anotación. Rodean a Missa sin sudar y meten el disco en la red dos veces antes de que tengamos tiempo de formar una defensa decente.

—¡Genial! —grita Brown, echando un brazo sobre el hombro de Rubius.

Rubius le da unas palmaditas en la espalda y lo mira como un orgulloso papá oso. En el banquillo, el entrenador tiene los brazos cruzados sobre su portapapeles y un aspecto notablemente similar.

—¡Sapnap, reacciona! —digo, robándole el disco a Rubius.

Cruzo la línea azul. Juan no está por ningún lado, después de haberse lanzado como un loco hacia Sapnap. La pista está libre, con un camino despejado de blanco frente a mí. Mis brazos y piernas trabajan al máximo, mi respiración es rápida y fuerte.

¿Media velocidad? Que se joda esa mierda.

Brown aparece de la nada, su palo conectando con el mío mientras luchamos por el disco. Lo gana, pero antes de que tenga tiempo de pasárselo a Rubius, le hago un bloqueo. Fuerte.

¿Media fuerza? A la mierda con eso también.

Golpea el hielo con un ruido sordo que le saca un suave “oof”. Está tendido, con el palo a varios metros de él. Sus ojos parpadean hacia mí con lenta confusión. Me detengo a sus pies. Estoy de espaldas al entrenador y al resto del equipo, así que me río suavemente al verlo y digo:

—Mira, pero si es la gran esperanza de los Vipers tirado sobre su culo.

—El entrenador dijo media fuerza, pendejo.

Mis labios se crispan en las comisuras. Una sonrisa, una mueca, no sé cuál. Me inclino hacia delante y extiendo la mano para ayudarlo a levantarse. Dos pueden jugar a esto.

—Ese era yo a media fuerza —le digo.

Cuando extiende la mano para tomar la mía, me aparto justo antes de que nos toquemos. Su rostro se transforma ante mis ojos. Hay un destello furioso y su labio superior se contrae en un gruñido que me da una visión clara de su protector bucal.

¿Lo ves?

Te dije que no es tan dulce como parece.

Lo admito, verlo así, desarmado, sobre su espalda y con las piernas abiertas, me anima. La adrenalina golpea mi torrente sanguíneo. Mi corazón late más fuerte y más rápido, extendiendo el calor por todo mi cuerpo.

Vuelvo a extender la mano y, esta vez, nuestros guantes se entrelazan y tiro de él hacia arriba. Mientras recupera el equilibrio, miro hacia el banquillo, me inclino hacia Brown y le digo:

—Arregla tu cara, princesa, o todos sabrán que sos tan pelotudo como yo.

Hay otra llamarada. Un destello de rabia que hace que sus ojos se entrecierren. Me encanta. Me encanta verlo así. Y con tan poco esfuerzo.

Quizá no sea tan malo tenerlo en el equipo.

Le suelto la mano y paso mi guante por su cara, rozando su nariz y mejillas con la fuerza suficiente para darle el pequeño golpe que necesita para pasar de la molestia a la furia.

Y funciona.

Me aparta la mano de un manotazo. Lo empujo.

Me empuja con más fuerza, cerrando su puño alrededor del cuello de mi camiseta y empujándome bruscamente. Si no supiera quién es, la repentina violencia de la acción me habría hecho derrapar hacia atrás. Por desgracia para él, hace años que no me trago su numerito de niño bueno, así que me preparo.

—Eehh, ¿qué pasa, princesa? ¿Demasiado bonita para jugar?

Me empuja de nuevo. Tiene la cara roja y retorcida, manchada y ni de cerca tan bonita como hace unos minutos. Lo vuelvo a empujar. Esta vez uso las dos manos porque por qué demonios no. Si no lo hago yo, lo hará él. La fuerza, el esfuerzo, la intención de atacar y defender se apoderan de mí. Me sube la temperatura. Hay calor por todas partes, el tipo de calor que se siente como excitación. En mi cara. En mis manos. Detrás de mis ojos.

Es difícil decir quién golpea primero, pero de repente, los dos estamos lanzando puñetazos, duros y desenfrenados, que aterrizan en las almohadillas del pecho y rebotan en los cascos. El entrenador grita y cruza el hielo para llegar hasta nosotros, y Rubius y Sapnap se nos echan encima, separándonos a la fuerza. Brown y yo estamos pegados el uno al otro como imanes, chasqueándonos y gruñendo hasta que consiguen poner suficiente distancia entre nosotros.

El entrenador nos hace enfriar en estaciones separadas. Nos vigila a los dos, aunque a juzgar por la forma en que me mira, tendrá mucho que decirme después del entrenamiento.

Ugh.

Todos los ojos del equipo están puestos en mí. Miradas lentas y prejuiciosas de tipos que se supone que son mis hermanos. Conocen a Brown desde hace menos de un minuto y ya se han formado una opinión sobre quién es el imbécil en esta ecuación. Genial.

Antes de que termine el entrenamiento, el entrenador habla en voz baja con Rubius, inclinando la cabeza en dirección a Brown mientras habla, sin duda diciendo algo parecido a: “Habla con él, pero sé amable porque es el bebé más pequeño del mundo, así que asegúrate de que recibe un trato especial de bebé”.

—Buhaje —ladra cuando termina—. A mi oficina, ahora.

Santos es un entrenador decente. Justo y consistente. No estoy de acuerdo con todo lo que hace, pero lo respeto. Se lo ha ganado. Una cosa que no puedo pretender que me gusta es su verborrea. Dios, es un hablador empedernido. Sermonea en extremo. Por suerte, ya tengo bastante experiencia en que me hable, así que me pongo delante de su escritorio y dejo que mi mente divague. Deambulo un rato, planificando mi cena, una comida que amenaza con ser más elaborada de lo que puedo preparar con los ingredientes o los conocimientos necesarios, y luego compruebo mentalmente las últimas cosas que tengo que hacer antes de nuestro primer partido.

De vez en cuando, vuelvo a la conversación, mirándome los pies y gruñendo de una forma que se parece lo suficiente a una disculpa para aplacarlo.

—Ahora, que eso sea lo último, ¿me oyes? —dice el entrenador, señalándome con el dedo.

—¡Sí, entrenador! —respondo con gusto.

Cuanto más lo pienso, más creo que podría hacer el pollo cremoso con ajo y parmesano que apareció en mi feed esta mañana. No tengo crema ni parmesano en casa, pero ¿y si uso leche y queso cheddar? ¿Qué diferencia habría? Es básicamente la misma cosa.

Me dirijo lentamente a los vestuarios y me alegro de encontrarlos casi desiertos. Tengo un límite estricto en la cantidad de gente que puedo manejar con gracia, y las bromas de vestuario han demostrado históricamente que me empujan más allá de ese límite.

Dios. Veo a un par de periodistas mientras salgo del estadio y me dirijo a mi auto. Llevan pases de prensa colgados del cuello, así que deben de haber estado en una rueda de prensa o algo así, pero no deberían estar aquí. Sé que es parte del trabajo, pero en serio, ¿te imaginas pasarte la vida esperando en estacionamientos por la mínima posibilidad de encontrarte con un jugador? No estoy juzgando, pero no es mi idea de un buen momento.

Mantengo la mirada al frente y camino más rápido.

—Buhaje —Una suave voz de barítono me encuentra por detrás—. Espera.

Oh, Dios. Por favor, no.

Por favor, no me digas que El Chico Dorado quiere abrazarse y hablar sobre sus sentimientos.

Es Brown, así que claro que quiere. Su cabello está húmedo y peinado hacia atrás, de un castaño chocolate, y lleva una chaqueta acolchonada blanca que hace que su piel se vea más bronceada de lo que realmente es. Tiene una mano en un bolsillo y las cejas levantadas en arcos altos y esperanzados.

Es eso, la esperanza, lo que me pone los pelos de punta.

—¿Qué queres? —pregunto.

—Pensé que tal vez deberíamos hablar... tomar una cerveza o algo, ya sabes, intentar aclarar las cosas.

—¿Y por qué querría hacer eso?

Está muy sorprendido. No está acostumbrado a que la gente no caiga instantáneamente rendida ante su encanto. Sus ojos se abren de par en par. Tan cerca, puedo ver finas estrías de miel que se abren en abanico sobre un fondo café.

Me muestra las palmas de las manos. Un gesto que debería tranquilizarme, pero que hace exactamente lo contrario.

—Yo no, uh, lo que pasó en el hielo... no soy ese tipo.

—¿En serio? —Curvo los labios—. Lástima, porque yo sí lo soy.

Su cabeza se mueve hacia atrás y parpadea con indignación. Sus labios se tensan en una pequeña y estrecha O que parece un culo. Uno que está apretando.

Estoy a punto de decírselo cuando nos abordan los periodistas. Uno está sosteniendo una grabadora en nuestra dirección.

—Roier, ¿tienes algo que decir sobre ser transferido a los Vipers?

—Nah —Brown suelta una sonrisa de mil vatios—. Esa fue una decisión tomada por gente que sabe mucho más de gestión y estrategia que yo. Sólo estoy aquí para jugar al hockey —¿Sólo estoy aquí para jugar al hockey? ¿En serio?—. Y estoy emocionado de jugar para Seattle. Los Vipers han sido mi equipo desde que era un niño. Para mí, esto es un sueño hecho realidad—

¿Un sueño hecho realidad?

Alguien tiene que detenerlo.

Su agente, ese es. Tiene que venir acá inmediatamente y ponerle un bozal a este tipo antes de que toda la ciudad se encuentre viendo esta mierda en las noticias.

—Ahora —dice el reportero, viéndose tan satisfecho de sí mismo que apostaría diez dólares a que sé lo que va a decir a continuación—, se ha hablado mucho de la rivalidad entre ustedes dos. ¿Quieren hacer algún comentario al respecto?

Bingo. Ahí está.

Brown no se anda con rodeos.

—Como siempre dije, Spreen Buhaje es un jugador por el que siento un gran respeto. Nuestra rivalidad es ficticia y se exageró totalmente a lo largo de los años. Es un caso de citas sacadas de contexto y utilizadas como clickbait, nada más.

El periodista dirige su grabadora hacia mí.

—¿Y cómo te sientes sobre la última incorporación a los Vipers?

Inclino la cabeza hacia abajo para hablar directamente a la grabadora.

—Es una puta mierda.

Por el rabillo del ojo, veo al segundo reportero alinear su cámara. Me giro microscópicamente y acomodo mi cara en la mayor sonrisa que puedo reunir. La bombilla del flash se dispara con un estallido que me ciega momentáneamente. Con eso, agradezco a los reporteros por su tiempo, desbloqueo mi auto, subo y me voy.

La fotografía aparece en los titulares en menos de dos horas. Se publica en internet y la recogen TBS y TNT. Obviamente, no pueden utilizar mi cita debido a mi lenguaje—y eso no es un accidente, por cierto—pero repiten la de Brown una y otra vez, pasando directamente a nuestra fotografía en cada ocasión.

No soy lo que se dice una persona de mentalidad artística. Normalmente no puedo distinguir una obra maestra de mi culo, pero incluso yo sé que esta fotografía es buena. Es realmente buena. La iluminación, el ángulo, el drama... impresionante. No suelo conseguir buenas fotos debido a mi cara y, bueno, a toda mi personalidad, pero en este caso, salgo bastante malditamente bien. Miro directamente a la cámara, tengo los ojos abiertos, ambos, y estoy sonriendo. No parezco violento, ni siquiera un poco enfadado.

Hmm. Tal vez debería enviarle una copia a Angie. Quizá le de gracia.

No hay tal suerte para Brown. Tiene la cara torcida como justo antes de darme un puñetazo en el hielo, pero peor. Me mira con los orificios nasales abiertos y los ojos llenos de algo que la gente está programada para reconocer en cualquier lugar: veneno.

De manera espontánea, no se me ocurre nada que me haya traído más alegría en, oh, al menos los últimos cinco años

 

Chapter 3: Roier

Chapter Text

Mi teléfono vibra en mi mano. Un mensaje aparece en el chat grupal de mi familia. Otro más.

Mamá: No es tan malo, cariño.

Ari: Lo es.

Mamá: De verdad que no.

Mamá: Papá dice que no te preocupes. Todo el mundo lo olvidará para el próximo ciclo de noticias.

Ari: ¿Quieres que vaya allí y le patee el culo a Buhaje?

Ari: Avísame, hermano, porque tengo algo de tiempo libre mañana.

Puedo agendarlo.

Teniendo en cuenta que no les envié a mi mamá ni a mi hermana una copia de la fotografía ni se lo he mencionado, pero aún así sintieron necesario enviarme cuatro mensajes al respecto, es exactamente así de malo, y algo más. La foto está en todas partes. En internet. En la televisión. Dos de mis amigos me reenviaron el artículo a los treinta minutos de su publicación.

A este paso, seré un meme antes de que acabe el día.

Hago clic en la fotografía y cierro los ojos, intentando, una vez más, convencerme de que no es tan malo como creo. Cuando vuelvo a abrirlos, la imagen llena mi pantalla. Buhaje parece relajado y feliz. Fresco. Parece el tipo de hombre que huele bien. El tipo de hombre que sabes que está en la habitación con sólo respirar. Está mirando directamente a la cámara. Su cabello es semi largo y está bien cuidado. Aún está húmedo. Su vello facial es oscuro y un poco rebelde.

Hay un pequeño destello de esmalte, un diminuto fragmento de blanco que asoma a través de su barba excipiente. Puedo puedo ver la cicatriz de su labio superior. Un corte profundo que cicatrizó mal.

Estaba viendo el partido en la televisión cuando ocurrió. Fue tres o cuatro años después de que nos conocimos en el campamento de hockey de los Seattle Juniors. Un campamento de tres semanas con estadía que en ese momento se sentía como algo enorme. Yo tenía dieciséis años, y él era un año mayor en ese momento. Buhaje probablemente ya era un pendejo por aquel entonces, pero lo subestimé porque nunca había jugado contra alguien como él. Ni siquiera cerca. Era increíble. Un misil. Aterrador y asombroso. Grande, incluso entonces. No completamente desarrollado, pero cerca. Lo suficiente como para eclipsar a todos los demás.

La lesión ocurrió durante su primera temporada profesional. Yo aún no lo había logrado, pero verlo jugar me hizo sentir que no era imposible, que era cuestión de tiempo antes de que me sucediera a mí también. Él estaba jugando para Chicago. Un buen equipo, aunque no estaba en su mejor momento ese año. Aun así, era un lugar decente para empezar y hacerse un nombre. Jugaban contra los Tampa Blackeyes y quedaban menos de cinco minutos del segundo período. Chicago iba perdiendo por uno. Era un partido reñido. Un partido duro y físico que parecía que se decidiría tanto por la suerte como por la habilidad.

Estuve al borde de mi asiento todo el tiempo.

Buhaje ya me había dejado muchas pistas de que era un imbécil para ese entonces. No es que no lo hubiera hecho. Sólo que aún no las había descifrado. Supongo que puedo ser un poco lento para esas cosas.

Fue una de esas jugadas que sucedieron tan rápido que tuve que ver la repetición en cámara lenta dos veces para descifrarla. Buhaje estaba en su círculo derecho, con el disco pegado a su palo. Se veía imparable, pero su defensa era una mierda. Ambos lo golpearon, un uno-dos simultáneo desde la izquierda y la derecha que dejó a los tres jugadores en un montón sobre el hielo. Buhaje estaba furioso, peligrosamente enfurecido. Fue el primero en levantarse, impulsándose antes de que los otros dos se hubieran desplomado por completo en su aterrizaje. Cuando su peso se desplazó hacia delante, una cuchilla de patín hizo contacto. Duro y profundo. Al instante, el hielo se tiñó de rojo.

Había tanta sangre que un chorro corría entre sus dedos y bajaba por el dorso de sus manos mientras las presionaba contra su rostro.

Salió patinando sin ayuda, pero el público se quedó callado. En casa, en el sofá, yo tenía el corazón en la garganta.

Una semana después, estaba de vuelta en el hielo. Afeitado por primera vez en mucho tiempo, con una cicatriz furiosa e irregular cruzándole el labio superior, la única prueba de que no es completamente invencible.

Tiro mi teléfono al sofá y decido firmemente no volver a mirarlo en lo que queda del día. En lugar de eso, me dirijo a la nevera, abriéndola y esperando contra toda esperanza encontrar una deliciosa comida casera lista para calentar.

No hay suerte.

No es sorprendente, porque sé muy bien que anoche me comí la última comida que mi mamá trajo para la cena.

Sinceramente, a la mierda este día y todo lo relacionado con él.

Como ya estoy aquí, saco una bolsa de hielo del congelador y me la pongo en la mejilla izquierda. Tengo la piel caliente y siseo por el frío, pero, por suerte, no se ve tan mal como se siente. Sólo tengo una mancha rosa en el pómulo. Si tengo suerte, no saldrá ningún moretón.

No sé cómo explicar lo que pasó en la práctica hoy. No era yo. Literalmente, nunca en mi vida me metí en una pelea, aparte de dar algunos puñetazos en el calor de un partido. E incluso entonces, yo soy el que interrumpe las peleas, no el que las empieza. No sé qué me pasó. Un segundo, era el mismo de siempre, y al siguiente, era otra cosa. Me sentía... no sé. Vivo no es la palabra correcta, pero algo cercano. ¿Activado, tal vez? ¿Exaltado? Todo a mi alrededor se ralentizó, y lo único que podía ver era la cara de imbécil de Buhaje. Mi sangre bombeó con fuerza y mis pensamientos se evaporaron. Un segundo, estaban allí, y al siguiente, mi mente quedó vacía. Mis miembros reaccionaron, mis manos se apretaron, mis brazos se balancearon sin que yo tomara ninguna decisión consciente. Lo único de lo que era consciente era de Buhaje.

Dónde estaba él. Dónde estaba yo.

Y esta cosa profunda, al rojo vivo en mi pecho que nunca había sentido antes. Una especie de tirón. Un deseo. Un anhelo.

Sí, eso es lo que era.

Un anhelo. Un anhelo de violencia. Fue jodidamente raro.

Te aseguro una cosa, no volverá a pasar. Soy un maldito profesional, no un idiota.

 


Está bien, volvió a pasar. Pero en mi defensa, no fue mi culpa. Tuvimos una práctica fuera del hielo ayer, fuimos el gimnasio para entrenamiento de fuerza y estiramientos. Salió bien. Me quedé en un lado del gimnasio y Buhaje en el otro. No fue hasta que estábamos de camino a los vestuarios que hicimos contacto visual.

Sucedió tan rápido que no podría decirte lo que pasó incluso si quisiera. Un rápido empujón me lanzó contra la pared que tenía detrás, seguido de dos manos en mi camiseta que me pusieron de puntillas. Rubius lo apartó de mí lo bastante rápido como para que el entrenador no viera nada. Gracias a la mierda, porque si lo hubiera hecho, habría visto un lado de mí que no sabía que existía. Me transformé en Hulk. Juan y Sapnap tuvieron que retenerme y sentarse conmigo durante media hora, dándome palmaditas en la espalda y tranquilizándome hasta que dejé de emitir ese extraño sonido gutural al exhalar.

No puedo explicarlo.

Pero lo que pasó esta noche es peor. Mucho peor. Acabamos de jugar nuestro primer partido de la temporada, un partido en casa contra los Denver Rockies, y no fue bien. Los Rockies son un equipo que deberíamos haber vencido fácilmente, pero perdimos. Dos a uno, pero aún así. Deberíamos haber estado arriba por al menos uno o dos goles. Sobre el papel, somos el mejor equipo. Deberíamos haberles ganado y hacerlo parecer fácil, pero no lo hicimos. Hicimos que pareciera la hora de los aficionados.

Veinte minutos después del partido, Buhaje está sentado en su puesto en el vestuario, rasgando cinta adhesiva mientras se quita las protecciones de los codos y las rodillas, con un torrente constante de mierda saliendo de su boca de imbécil.

—Eh, Brown —dice, con la voz goteando sarcasmo—, gracias por la ayuda.

Sonrío, asiento y me recuerdo a mí mismo lo que dijo mi mamá sobre superarlo. Me dijo que lo hiciera. El mensaje era claro y sencillo. Supéralo. Hasta un idiota podría seguirlo.

—Bien hecho, amigo —continúa—. Buena forma de mantener la posesión del disco, incluso si eso significa que nos cuesta el partido.

—No mantuve el puto disco. Se lo pasé a Rubius —replico bruscamente.

—Uh-huh, ¿y cómo fue eso? ¿Hmm? Él tenía a dos hombres encima. Yo estaba completamente solo.

No dignifiques nada de lo que tiene que decir con una respuesta, me digo. No hace falta. Sólo ve a las duchas y vuelve a casa. Una buena noche que termina temprano, eso es lo que necesitas.

Eso es lo que estoy pensando. Eso es lo que pasa por mi mente cuando siento que me lanzo contra él. Mis pies apenas tocan el suelo. Aprieto los puños, la rabia formando una bola caliente y apretada en mi pecho, impulsándome hacia delante. Golpeo a ciegas, mi visión nublada y teñida de rojo. El primer puñetazo aterriza bajo sus costillas. El segundo también. Mis puños crujen contra músculo y hueso. El impacto es contundente y brusco. Me sacude el cerebro, pero me gusta.

Para cuando salgo de mi estupor, la mitad del equipo me está inmovilizando contra mi taquilla, la otra mitad está sujetando a Buhaje, y el entrenador está gritando como loco.

El entrenador nos lleva a Buhaje y a mí a su oficina sin ceremonias. Mientras caminamos, Buhaje tiene bolas para mirarme y gesticular—: Ni una palabra.

¿Ni una palabra?

¿Ni una puta palabra?

Eso ya lo veremos.

Así que resulta que no contestarle al entrenador Santos cuando está de este humor no es el peor consejo que me dio. Intervine un par de veces, y creo que la mejor manera de decirlo es que no fue bien recibido. Como resultado, estuvo parloteando durante lo que parecen horas. Está sudoroso, con la nariz y las mejillas brillantes y el pelo pegado a la frente. De vez en cuando, se lleva los dedos a la sien y dice—: Están en el mismo equipo —muy, muy despacio, como si le estuviera hablando a niños pequeños que se esfuerzan por comprender un concepto tan simple.

Cada vez que ocurre, me siento peor. Tiene razón. Claro que tiene razón. Pelearse en los partidos es una cosa, pero pelearse con un compañero de equipo es totalmente diferente. Durante los últimos quince minutos más o menos, mis mejillas han estado ardiendo. La realidad me golpea con fuerza. Estoy tan decepcionado de mí mismo que se ha formado un nudo en mi estómago y me siento un poco tembloroso. Cada vez que el entrenador me mira, el nudo se hunde un poco más.

La cuarta vez que lo hace, Buhaje dice:

—¡Sí, entrenador! —Así que yo hago lo mismo.

Eso parece bastar. El entrenador lanza una enérgica advertencia sobre lo que ocurrirá si decidimos volver por este camino y nos enseña la puerta.

Buhaje y yo nos dirigimos a los vestuarios conmigo a la cabeza. Su respiración es superficial y ruidosa. Resoplidos cortos y furiosos que me chamuscan la nuca a medida que avanzo. Mantengo la mirada al frente y me esfuerzo por no mirar en su dirección.

Se terminó. Se acabó. Terminé con su mierda. También terminé con la mía. Nunca me habían llamado a la oficina de un entrenador para una charla como esa, y no voy a empezar ahora. Acabo de llegar aquí. Sólo jugué un partido, mal. Aún no demuestro mi valía. No hay manera de que pueda salirme con la mía con este tipo de basura. Ni quiero hacerlo.

No.

Se detiene ahora.

Tengo que mantener la cabeza baja y concentrarme en lo que importa.

Hockey, ganar y ser parte de un equipo. No cualquier equipo, los Vipers.

No puedo creer que me haya estado comportando así. Hace un par de días, cuando llegué aquí, vi mi reflejo en el cristal y literalmente no podía creer que llevara una camiseta de entrenamiento de los Vipers. Me veía como alguien que sólo había fantaseado ser. Era un sueño hecho realidad, y ahora mírame, siendo casi tan imbécil como Spreen Buhaje. Necesito sacar la cabeza de mi culo de una manera muy grande. Es un privilegio estar aquí, y necesito empezar a comportarme como tal.

Para cuando llegamos a los vestuarios, la mayor parte del equipo ya se marcho y los chicos que aún están aquí se están vistiendo. Las botellas de bebida vacías están esparcidas por todas partes y las toallas mojadas cuelgan de la gran cesta que hay cerca de la ducha.

El vapor de las duchas ha invadido el vestuario, espesando el aire y volviéndolo viciado. El extraño olor a sudor y jabón, que no es del todo desagradable, penetra en mi nariz cuando inhalo.

La ducha ha visto suficiente tráfico esta noche como para que los azulejos beige moteados estén brillantes y húmedos. El vapor se ha acumulado y condensado, formando riachuelos que bajan por las paredes en diminutas líneas paralelas. Hay dos filas de duchas en la habitación, cinco a cada lado, con un gancho y un estante cada una para los artículos de aseo. Me desnudo rápidamente, ansioso por alejarme de Buhaje lo antes posible. Cuando cuelgo la toalla y abro el grifo, él aún se está quitando el equipo de protección. Elijo el grifo más alejado de la puerta y doy un paso atrás mientras espero a que se caliente el agua. Cuando está todo lo caliente que puedo soportar, me meto y casi gimo por el alivio instantáneo que me produce el calor en los músculos doloridos. Todos los años hago todo lo posible por mantenerme en forma durante la pretemporada, pero por muy en forma que estés, el primer partido de la temporada sigue siendo una sacudida para el sistema. Mis piernas se sienten como si fueran de plomo, mis isquiotibiales están tensos y haciendo saber claramente su objeción por el trato que les doy. Me pongo de espaldas al cabezal, dejando que el agua me golpee la espalda y recorra mis piernas. Me desconecto un segundo mientras el agua hace su trabajo, pero una presencia inconfundible me devuelve al presente.

Una presencia fría y oscura.

Un hormigueo en la base del cráneo me informa que no estoy solo. Buhaje está aquí. Cuelga su toalla junto a la mía y empieza a abrir la ducha justo enfrente de mí. Está completamente desnudo. Claro que está desnudo. Todo el mundo se ducha desnudo. Ese no es mi punto. Lo que quiero decir es... Verga.

¿Cuál es mi punto de nuevo?

Sí, claro.

Es Buhaje. Está de pie frente a mí, tomándose su tiempo para arreglar cuidadosamente sus artículos de aseo en su estante. Está de espaldas a mí, y maldita sea, está construido como un tanque. Músculos gruesos y duros se tensan bajo su piel, ondulando con el más mínimo movimiento de sus brazos.

Se para bajo el chorro, de cara a mí, e inclina la cabeza hacia atrás. El agua cae en cascada por su rostro. Sus pestañas están húmedas. Oscuras y pegándose de una forma que le dan un aspecto casi pacífico. Casi, pero no del todo. Corre por sus mejillas, por su cuello y se acumula en los huecos de sus clavículas. Su pecho y abdominales están definidos, pero eso no es lo que me tiene haciendo una pausa.

Tiene tinta. En la espalda.

Sus trapecios y dorsales están casi completamente cubiertos por una enorme e intrincada pieza.

Por alguna razón difícil de explicar, casi me molesta. No molesta, sólo me irrita. Ni siquiera me irrita, simplemente no sabía que tenía tatuajes. Eso es todo. No lo he visto sin camisa desde que éramos adolescentes, y nunca me imaginé que tuviera tinta. Especialmente no tanta tinta. Especialmente no tinta como esta. De buen gusto. Artística. Oscura. Mucho negro. Líneas y curvas. Salpicaduras de rojo. Rosas. Las salpicaduras de rojo son rosas. Rosas antiguas que parecen enredaderas trepando por su cuerpo.

No es que haya pasado mucho tiempo imaginándolo sin camisa. Dios, no. Definitivamente no.

Agacha la cabeza, dejando que el agua le golpee la nuca. Su boca se abre ligeramente y sus pestañas comienzan a separarse.

Me doy la vuelta, recibiendo un chorro directo a la cara y sin importarme en absoluto. Agarro mi champú y me lo unto en el cabello, frotando mi cuero cabelludo con fuerza y rapidez para que haga espuma. No necesito un título en psicología para saber que Spreen Buhaje no es un hombre que quiero que me atrape mirándolo desnudo. El tipo me atacó ayer por hacer contacto visual con él, por el amor de Dios.

Sí, no. Definitivamente él sería lo contrario a ser comprensivo si ocurriera un malentendido como ese.

Oooh. Mierda.

¿Cómo carajo voy a enjuagarme el champú sin darme la vuelta otra vez?

No tengo más remedio que apoyarme con una mano en la pared y dejar caer la cabeza hacia delante, dejando que el agua me golpee la coronilla. El agua jabonosa me cae por la cara y se me mete por la nariz, pero me parece un pequeño precio a pagar.

A medida que el agua se aclara, el vello en la parte posterior de mi cuello se eriza. Siento un cosquilleo extraño, como cuando Buhaje entró por primera vez en la ducha, pero peor. Mi frente está caliente por el agua, y la piel de gallina se forma en la parte baja de mi espalda. Me siento cálido. Caliente. Y frío. Más caliente y más frío de lo que debería estar en la ducha. Caliente en la parte delantera, como si me hubieran echado aceite caliente en los hombros y me bajara lentamente por el pecho, mientras el frío me sube por la parte posterior de las piernas. Un escalofrío me recorre la columna vertebral. Una quemadura de frío y calor que se siente como un bloque de hielo sobre mi piel.

Una sensación extraña enciende mi médula. Una sensación oscura y amenazadora. Una sensación inimitable e inconfundible: los ojos de un hombre clavados en mí. Desciende por mi cuerpo, recorriéndolo lentamente como una uña roma sobre piel sensibilizada. Piel contra piel. Piel caliente y tensa, resbaladiza donde dos cuerpos se encuentran.

¿Eh?

Mi ritmo cardíaco se dispara, un suave doo-doof que cambia de marcha y se acelera.

¿Por qué reacciono así? Dios, estoy perdiendo el norte. Me estoy volviendo loco. Él no... quiero decir, Buhaje no me está mirando, ¿verdad?

¿Verdad?

Si es así, me gustaría darme la vuelta y darle un infierno sin adulterar. Me gustaría enfrentarlo, la barbilla en alto, los ojos bien abiertos, y exigir una explicación. Lo haría. Estoy en mi derecho de hacerlo.

Sólo hay una cosa que me detiene: esos putos tatuajes. Las rosas. Las de su omóplato. Las que están cerca de su columna vertebral. Las que están en el arco que lleva a su...

Nervios errantes envían señales no solicitadas. Las arterias se relajan y se abren. Las venas se contraen. La sangre fluye hacia abajo y queda atrapada.

Espera. ¿Qué?

¡No!

Meto las manos bajo el agua y dejo que se llenen. Me salpico la cara en un intento de recuperarme.

Una vez.

Dos veces.

No sirve de nada. Miro hacia abajo.

¡Oh mierda, no! Esto no puede estar pasando.

Agarro el grifo y lo giro treinta grados para enfriar la temperatura del agua.

El agua estaba demasiado caliente. Eso es lo que pasó. Me hizo sentir mareado. Fue un día largo. Una larga semana. ¿Sabes qué? Fue un mes largo. Me mude de ciudad y de estado, por no mencionar de equipo. La mayoría de mis cosas aún están en cajas, e incluso si sacas a Spreen Buhaje de la ecuación, ha sido mucho. No soy yo mismo. Me sobrecalente y necesito refrescarme.

Eso es todo. De acuerdo.

Bueno, parece que no está funcionando. El agua debe de estar demasiado caliente.

Giro el grifo del todo, luchando contra las ganas de chillar cuando el agua helada me golpea justo en el esternón. Es un puñetazo en el estómago que me recuerda que debo respirar. Respiro tres veces por si acaso, echo una buena cantidad de jabón en la esponja y me froto lo más fuerte y rápido posible. Me enjuago, decididamente sin girarme para enfrentar a Buhaje, y en su lugar opto por realizar una danza poco elegante—piso en el mismo lugar—hasta finalmente dejar mi cuerpo libre de jabón.

Mi pene, un apéndice conocido por tener mente propia, pero nunca en una situación como esta, sigue medio dura. El puro pánico me recorre las venas cada vez que miro hacia abajo. No me queda más remedio que ajustar el ángulo de la boquilla de la ducha y rociarme las bolas con un chorro de agua fría.

Ya está. Veo pequeñas manchas blancas en la periferia de mi campo de visión, pero mi verga, aunque sigue siendo un poco más gruesa y pesada de lo normal, tiene la decencia de apuntar hacia abajo. Como no quiero provocar más desastres, cierro el grifo y me largo de allí. Ningún hombre se enrollo una toalla alrededor de la cintura más rápido. O más apretada. Tenso mi estómago con fuerza mientras la ajusto. Es incómodo, pero creo que es prudente. No tiene sentido arriesgarse con este tipo de cosas.

—Hey, princesa —dice Buhaje. Su voz es profunda y rasposa, tan grave y ronca que mis tímpanos registran cada vibración individual—, olvidaste tu mierda.

Mantengo la mirada desviada, girando la cabeza un poco más de lo que la situación requiere, y me apresuro a regresar a la ducha, echando mis artículos de aseo en la bolsa, sin molestarme en secar la botella de champú o escurrir la esponja.

—Gracias.

—De nada.

No estoy seguro de si es la normalidad de esta parte de la interacción o el hecho de que puedo decir sin mirar que está sonriendo, pero en cualquier caso, algo en cómo lo dice me hace olvidar que estoy tratando de no hacer contacto visual.

Estoy en lo cierto. Buhaje está sonriendo. Tiene la cabeza ladeada y la barbilla levantada, como si intentara conseguir un mejor vistazo de mí. Una mirada negra y brillante me atrapa y me devora.

Estoy congelado. En llamas. Clavado en el lugar, parpadeando e intentando recordar cómo tragar.

Para cuando llego a mi auto y cierro la puerta de golpe, las manos me tiemblan tanto que me toma dos intentos arrancar el motor.

No es la tinta lo que me afecta. Ni las rosas ni las espinas. Ni la golondrina, ni la luna, ni las estrellas, ni siquiera el impactante realismo de la serpiente enroscada en su espina dorsal lo que me afecto así. Es el hecho de que, en contra de mi buen juicio, antes de salir de la ducha, miré hacia abajo.

Y Spreen Buhaje estaba duro como una roca.

 


Esta es la cosa sobre los penes: no son tan brillantes. Es una de esas cosas. Todo el mundo lo sabe. Al menos, todos los que tienen una o están en contacto regular con una lo saben. A veces se ponen duras sin motivo. Ocurre. Pregúntale a cualquiera. Te lo dirán. A veces, se ponen duras cuando uno no quiere, sin que sea tu culpa en absoluto, y a veces, no se ponen duras cuando uno quiere. Obviamente, eso nunca me ha pasado a mí, pero sé de buena fuente que les pasa a otros chicos.

Mi punto es que, sea lo que sea esa rareza en la ducha el otro día, la atribui a una Falta de Inteligencia Peneana, mía y de Buhaje, y no voy a volver a pensar en ello. No lo necesito. Hay una tonelada de mierda de otras cosas que realmente necesitan mi atención. Hemos jugado dos partidos más, y hemos perdido los dos. Estoy esforzándome mucho por no sabotearme, pero siento la presión. Fui un gran fichaje para los Vipers, y sé que estoy aquí para cambiar las cosas para ellos. Nadie dijo nada sobre mi rendimiento o la falta de él, pero no se me escapa que hasta ahora mi presencia sólo empeoró las cosas para todos.

Rubius se porta genial, intentando mantener las cosas ligeras y animándome durante y después de los partidos, incluso cuando la cago. Es increíble. Un gran tipo y un gran capitán. Es exactamente como imaginaba que sería, sólo que un poco mejor. Sé que algunos piensan que ya debería haberse retirado, pero se equivocan. Tener un liderazgo fuerte es importante. Cuenta mucho, y puede que ya haya pasado su mejor momento, pero sigue siendo uno de los mejores capitanes de la liga. Está a la altura de Ben Stirling, y eso es mucho decir.

Lo único que no me encanta de Rubius es su opinión sobre cierto derecha pendejo. Antes del partido que acabamos de jugar, me hizo a un lado y dijo sin pelos en la lengua:

—Dale una oportunidad, Roier. No es tan malo como parece.

Hablaba de Buhaje, si puedes creerlo.

¿No es tan malo como parece? Por favor. Es una bestia en el hielo, mide casi dos metros y pesa más de doscientas libras, y juega con una agresividad que roza la locura. No le importan los límites de su cuerpo ni los de los demás. Hay una intensidad en él que absorbe la paz y la serenidad de la pista y deja un caos helado a su paso.

¿Y fuera del hielo? Es diez veces peor.

La mayoría de nosotros seguimos en el banquillo, mirando el marcador con consternación. El ambiente es sombrío. Volvimos a perder. El partido se fue a tiempo extra, pero aun así. Una derrota es una derrota, y esta ya suma cuatro seguidas. Es difícil no caer en la catástrofe y empezar a darle demasiada importancia a las cosas. Estoy usando una cantidad considerable de mi energía para no hacerlo. Intento conscientemente no pensar en ello. Utilizo una técnica de respiración que aprendí de un psicólogo deportivo que vi cuando me hice profesional. Inhala lentamente contando hasta cinco, mantén la respiración por cinco segundos y exhala contando hasta cinco. Repítelo cinco veces. Mientras lo hago, imagino una inmaculada sábana blanca. Una enorme placa de hielo bajo mis pies, un perímetro de tablas y vidrio a mi alrededor que me contiene y me ancla, y una brisa fresca sobre mi piel.

Es una técnica estupenda. Funciona a las mil maravillas. Desde que la aprendí, es la que más utilizo. Hoy, mi ansiedad no desaparece por completo, aunque mis pensamientos se calman y se ralentizan. No es exactamente paz, pero está mucho más cerca de ella que lo que sentí cuando el otro equipo marcó y el partido terminó. Permanezco en este estado mientras nos dirigimos a los vestuarios, todavía con los patines puestos. Aquí, pero no del todo. Aquí, pero en un reino ligeramente mejor.

—¿Dónde está Buhaje? —Le pregunto a Juan.

No es que me importe. Es que ahora me siento un poco raro con la ducha comunal. Nunca me había molestado antes, pero cuando lo piensas, que un grupo de hombres adultos se duchen juntos y actúen como si fuera algo totalmente normal es una costumbre realmente extraña. Lo busque en Google, y no ocurre en los deportes femeninos. Tienen duchas individuales. Por qué las duchas comunales se consideran aceptables en los deportes masculinos, no tengo ni idea. No es que no hagamos una puta tonelada de dinero para este club. Si no hubiera hecho que el entrenador pensara que soy un completo idiota, me inclinaría a tener unas palabras con él al respecto. ¿Tal vez haya algo que los dueños puedan hacer? El nido de víboras podría renovarse un poco. Podría ser bueno para la moral del equipo. Podría darnos un pequeño empujón si no sintiéramos que nos asfixiamos cada vez que nos metemos en la ducha. Podría permitirnos concentrarnos en el juego si dejáramos de pensar en cómo esa maldita mierda en la columna de Buhaje se retorcía cada vez que movía los brazos. Podría ayudar a mejorar nuestro rendimiento si pudiéramos dejar de pensar en rosas y erecciones.

—¿Dónde está Buhaje? —le pregunto a Juan. Su nariz se arruga y su cabeza gira hacia mí. Al oírmelo decir, me doy cuenta de que es la segunda vez que lo digo.

—Entrenamiento de fuerza después del partido —dice de un modo que me hace saber que también es la segunda vez que lo dice.

—Mm —digo en lo que espero que sea un tono profesional. El entrenamiento de fuerza después del partido es duro, pero algunos jugadores lo hacen. Jugue en equipos que lo hacen como algo natural, pero el entrenador Santos lo odia. Va en contra de su forma de pensar. Para ser honesto, me molesta oír que Buhaje lo hace. Se siente como un ataque personal hacia mí. Estoy bastante seguro de que eso es lo que es. Estoy bastante seguro de que la única razón por la que lo hace es para subir sus estadísticas. Jodidamente le encanta que sean mejores que las mías en este momento. Vive para eso. Es molesto que no pueda dejar esa competitividad conmigo. Es jodidamente molesto que gaste su energía intentando ser mejor que yo, observando lo que hago y comparándose conmigo. Me vuelve loco.

Me da esa sensación inquieta y desordenada. Esa sensación de anhelo.

Miro por el pasillo, más allá de los vestuarios. El gimnasio está ahí abajo. Siento la necesidad de entrar allí y decirle a Buhaje lo que pienso. Me gustaría decirle lo estúpido que es que se preocupe tanto por esto. Quiero decir, sí, técnicamente, sus estadísticas para esta temporada son mejores que las mías, pero las estadísticas no lo son todo. Sigo siendo mejor que él. Me supero en goles en los últimos partidos, pero mis asistencias están muy por encima.

Y dice que no doy pases.

Pfff.

Pensar en ello me altera tanto que considero ir al gimnasio para liberar algo de esta energía reprimida que recorre mis venas. La única razón por la que opto por un baño de hielo en su lugar es porque sé muy bien que si voy al gimnasio con este estado de ánimo, probablemente también golpearé un poco a Buhaje. Pasaron dos días desde la última vez que le di un puñetazo y no dejo de pensar en eso. Es casi como si lo estuviera deseando. Hay algo en golpear su cara engreída que me gusta. Me pone a cien, y después, mis huesos se sienten flexibles y mi interior se vuelve todo cálido y pegajoso.

Está mal que me sienta así. Ya lo sé. Es malo. La violencia es mala.

Golpear a un compañero de equipo es malo.

No voy a volver a hacerlo.

A menos que él me provoque.

 

 

Chapter 4: Spreen

Chapter Text

No estaba de ánimos para ir al gimnasio. Levanté un poco de peso, pero no podía encontrar mi ritmo. Tengo un sofá en casa llamándome a gritos, y no veo la hora de salir de acá. Fue una semana de mierda, y estoy listo para que termine. Normalmente, hago ejercicio después del partido para dar tiempo a los chicos a ducharse y quitarse de mi camino, pero esta noche no tengo tiempo para esa mierda.

Por razones personales, me gusta limitar la cantidad de tiempo que paso cerca de mis compañeros desnudos. No necesito verlos regularmente. Claro, somos un equipo, y algunos no son tan malos, pero técnicamente, son mis colegas. Trabajamos juntos. ¿Cómo te sentirías al ver a tus colegas completamente desnudos de manera regular?

Oh, no te importaría, ¿verdad? Pequeño pervertido.

¿Y qué tal si sos un hombre gay en el armario que realmente preferiría mantener su vida privada en privado? ¿Hmm? ¿Qué tal entonces?

Me doy cuenta de la gravedad de mi error tan pronto como entro en el vestuario. Roier Brown nos da la espalda y está doblado por la cintura, quitándose las mallas de compresión. Se endereza lentamente. De manera dolorosamente lenta, cada vértebra se desenrolla y se conecta. Hay una línea profunda a lo largo de su espalda. Una hendidura que brilla con sudor. Su piel es bronceada, la espalda y las piernas de un dorado que supuse erróneamente que se debía al uso de una cama bronceadora o algo igual de vano. Pero no. El color de su espalda y sus piernas se fusiona a la perfección con los globos de su culo y su grieta.

Se mueve sin esfuerzo, aparentemente sin una preocupación en el mundo, metiendo sus pertenencias personales en su bolsa de viaje y recogiendo su neceser. Juan le dice algo. Evidentemente, es al menos ligeramente divertido, porque Brown se da media vuelta y suelta una risa que provoca que su caja torácica se contraiga. Sus labios se separan, mostrando una cegadora línea de blanco. Una sonrisa perfecta que esculpe un apóstrofe en la mejilla más cercana a mí. Estira una mano hacia atrás, metiendo dos dedos en una de las tiras de su suspensorio, tirando de él, ajustándolo para que encaje perfectamente en el pliegue semicircular donde su pierna y su culo se encuentran. Lo hace mientras habla con Juan. Como si nada. Como si fuera perfectamente legal tener un culo así. Como si no fuera en absoluto problemático estar de pie en medio de una habitación, tan arrogante como te dé la puta gana, con un suspensorio cortando finas líneas en tu carne.

Me siento en mi estación y saco mi teléfono de la taquilla. Tomo la firme decisión de no apartar la vista de la pantalla e intentar encontrar algo que me anime. Opto por consultar las estadísticas del partido a medida que van llegando. Últimamente hacen maravillas con mi estado de ánimo.

No pasa nada.

No importa.

Es sólo un juego.

Mis estadísticas siguen siendo las mejores de la temporada.

Vuelvo mi atención a varios titulares que aparecen en los sitios de hockey que frecuento. Las letras nadan y se desenfocan. Formas en blanco y negro parpadean en la pantalla. Tonos de piel ricos y sensuales parpadean delante de mí, sacudiendo mi cerebro.

El jodido Brown no sale de mi campo visual. Demasiada piel.

Demasiados músculos.

Por fin camina con calma hacia la ducha, con su neceser colgando de la mano y la toalla enganchada sobre un hombro. Se mueve con el paso alegre de un hombre que se siente bien consigo mismo. Un hombre que sabe muy bien que sus hombros son anchos como la mierda y sus caderas irrazonablemente estrechas. Un hombre que sabe que cuando se mueve, se forman surcos y hendiduras en sus piernas, y todo su cuerpo irradia calor.

Un hombre que estoy bastante seguro que sabe algo sobre mí que desearía a Dios que no supiera.

Por desgracia para él, estoy seguro de que yo también sé algo sobre él.

Vuelvo a leer el mensaje de Rubius y aprieto los dientes con tanta fuerza que el principio de un dolor de cabeza me sangra en las sienes.

Rubius: Brown ha invitado al equipo a su casa para una inauguración mañana.

Rubius: No digo que tengas que ir, Buhaje. Depende de ti, pero creo que deberías.

¿Pero creo que deberías? ¿A quién demonios está engañando? Eso es cien por cien lo mismo que decirme que tengo que ir. Incluso podría ser peor.

Estoy echando humo para cuando llego a la casa de Brown. Tuve que detenerme en dos licorerías para encontrar la botella de vino adecuada: un Château Angelus Hommage a Elisabeth Bouchet de 2016. Me costó un ojo de la cara, pero no voy a ir a esta inauguración con las manos vacías, y no puedo llevar una botella de mierda porque la gente se dará cuenta. Habrá un montón de ojos puestos en mí, y no sólo para asegurarse de que no golpeo al anfitrión. La gente estará metiendo las narices donde no debe, observando todos mis movimientos para ver cómo interactúo con Brown.

Odio esta mierda. No puedo creer que aceptara venir.

Rubius tiene mucho por lo que responder, siendo tan jodidamente amable todo el tiempo.

La casa en sí es un shock. Está en Broadmoor, en Thickwood Drive, una calle llena de árboles y bien establecida, llena de casa antiguas y majestuosas. Está a menos de diez minutos de donde vivo. Los árboles que aún no han perdido sus últimas hojas se tiñen de naranja y rojo a ambos lados de la calle. Es una calle bonita, pero la casa de Brown es fácilmente la peor casa en un radio de tres kilómetros, si no más. Es una casa de estilo colonial con la pintura muy desconchada, un tejado que necesita atención urgente y un porche delantero que parece ser el hogar de al menos una familia de mapaches o zarigüeyas, si nos guiamos por los arañazos de las tablas de madera en el exterior.

Llamo al timbre y Juan me deja pasar, poniéndome una cerveza en la mano antes de que cruce el umbral. Sonrío y le doy las gracias, aunque tengo la clara impresión de que la bebida está destinada a someterme más que a saciar mi sed.

El interior de la casa está un poco mejor. Tiene buena estructura, pero necesita arreglos. La entrada está cubierta del suelo al techo con un papel tapiz floral intrincado y anticuado en tonos amarillos y azules enfermizos.

El dolor de cabeza que creía haber vencido ayer vuelve con fuerza.

El vestíbulo conduce a un comedor formal, una sala de estar independiente y un gran salón-cocina de concepto abierto. Hay un fuego encendido en la sala de estar, cajas apiladas contra una pared y ningún mueble en la habitación, salvo cuatro taburetes en la encimera de la cocina.

Niños, esposas y jugadores por igual están sentados frente al fuego sobre cajas vacías aplastadas.

Brown aparece ante mí, bebida en mano. Está usando unos jeans tan holgados que se acumulan a sus pies y cuelgan tan bajos en sus caderas que se ve la cinturilla de sus bóxers Calvins blancos, por si te lo estás preguntando. Su camiseta es de manga larga y ajustada, no recortada exactamente, pero más corta que cualquier cosa que yo me plantearía llevar en público. Le llega justo a la cintura de los calzoncillos. Es de color blanco hueso y está texturizada como si estuviera hecha de cáñamo o algo orgánico. El escote tiene un corte en V profundo que llega hasta su esternón, y ha colocado un par de collares alrededor de su cuello que parecen haber sido comprados en unas vacaciones en Bali.

Sonríe como si supiera que es bonito y estuviera complacido por eso.

Quiero irme a casa.

No debería haber venido. Sabía que no quería estar acá. Debería haberle dicho a Rubius que no. Es nuestro día libre, por el amor de Dios. Se supone que es un día de descanso, no un día de veamos qué tan alto podemos llevar nuestra presión arterial.

Brown me saluda con una leve inclinación de cabeza y dirige su atención al grupo de niños que lo sigue. Uno de ellos, el mayor, me señala y dice:

—¿No es tu enemigo?

—Nah —Brown se ríe y se inclina para susurrarle algo al oído. Algo que suena muy parecido a—: Es mi archienemigo —desde donde estoy. Los niños estallan en carcajadas y siguen a Brown con la urgencia de patitos recién nacidos cuando se da la vuelta y se dirige a la cocina.

Amber, la esposa de Rubius, está en la cocina charlando con un par de las otras esposas. En cuanto Brown llega hasta ellas, estalla una cacofonía de “Roier esto” y “Roier lo otro”, todo dicho en tonos melódicos que suelen reservarse para los cachorros rescatados.

Alguien pide una bandeja para un lote de nuggets de pollo que están a punto de salir del horno, y eso hace que Brown busque entre varias cajas, relajado como un puto pepino. Abre las cajas, rebuscando entre ellas, y luego se ríe y las apila de nuevo cuando no encuentra nada. Lo juro por Dios, me estaría arrancando los pelos si estuviera recibiendo visitas y este fuera el estado de mi casa. Ya es bastante estresante incluso con la ayuda de un decorador de interiores de primera, un servicio de limpieza y una empresa de catering. Y acá está él, pasando el mejor momento de su vida, con la casa llena de gente y sin ofrecerles ni siquiera un asiento.

—Lo siento —dice cuando no tiene éxito en su búsqueda de un plato—, no tuve tiempo de desempacar todavía.

No me digas, Sherlock.

Hay un coro de tristes y simpáticos oohs y aahs.

—¡Niños! —dice Amber. Algunos dejan de hacer lo que están haciendo y miran hacia arriba. No los culpo. Amber tiene una sonrisa amable y una mandíbula firme. Es una mujer que crió a cuatro hijos, todos varones y bien educados, así que es mejor que creas que sabe cómo hacer que la gente la escuche cuando habla—. Pónganse en fila aquí. Vamos a desempacar la cocina de Roier.

En cuestión de minutos, las cajas son abiertas y los bienes desempacados con la precisión de una línea de producción. Brown observa, moviendo la cabeza de vez en cuando con asombro. Al cabo de veinte minutos, el contenido de las cajas etiquetadas como Cocina está perfectamente guardado. Un par de jugadores empiezan a aplastar cajas, pero Brown rescata algunas y pega cinco o seis de ellas con cinta de embalar. Recoge a los niños más pequeños y los mete en la caja gigante que ha creado, les da unos vasos de plástico y un par de servilletas de papel para que jueguen y, como era de esperarse, niños, madres y padres por igual actúan como si acabara de inventar la Navidad.

Suena el timbre. Brown se frota las manos y grita:

—¡Llegó la comida!

Desaparece de la vista y regresa con una montaña de cajas de pizza y un par de cubos de pollo frito bajo un brazo.

Todo el mundo aplaude como si la idea de pedir comida grasienta a domicilio cuando estás recibiendo visitas fuera lo más novedoso que se han encontrado en su vida.

Dios. Odio esto.

Después de comer un par de rebanadas y tomado mi bebida, me doy una vuelta por el resto de la planta baja de la casa. Encuentro un rincón desierto debajo de la escalera, así que me quedo allí y me controlo. Algunas personas podrían llamar a lo que estoy haciendo “merodear”, y estarían completamente equivocadas.

Pero sólo porque odio la palabra merodear.

—¿Buscas algo? —Sé que es Brown sin girarme. Su voz suave y complaciente me golpea en la base del cráneo y activa una reacción que normalmente se produce en respuesta a una amenaza o ataque percibidos.

Algunos lo llaman lucha-huye-quieto. Para mí, es lucha-lucha-lucha.

Me giro hacia él. Tiene las manos en los bolsillos y los hombros relajados, pero hay un brillo duro en sus ojos que generalmente no deja que la gente vea.

—Sabes que puedes permitirte muebles, ¿verdad? —pregunto para provocarlo.

Se saca las manos de los bolsillos, frotando distraídamente un índice y el pulgar antes de dejar caer ambas manos a los lados.

—Lo sé —Hace una pausa y sonríe beatíficamente. Una sonrisa dulce que casi me atrapa desprevenido—. La última vez que lo comprobé, ganaba un veinte por ciento más que tú.

Mi furia es instantánea. De cero a cien en menos de tres segundos. Doy un paso adelante, respirando fuerte y alto. No se inmuta ni retrocede. En lugar de eso, su mano derecha se crispa, sus dedos se enroscan con fuerza en su palma.

—Tienes suerte de que haya esposas e hijos aquí —dice, manteniendo un tono suave—. Si no, podría estar tentado a darte la paliza que tanto te mereces.

¿Me daría una paliza?

¿Él?

¿Cree que puede conmigo?

Oh, jodida mierda, mi presión arterial acaba de dispararse. Lo sé. Puedo sentirlo—dificultad para respirar, dolor de cabeza, palpitaciones—tengo todos los síntomas.

Voy a golpear a este tipo y a dejarlo sobre su culo si no tiene cuidado. Voy a meter mi puño en esa cara. Voy a aplastar mis nudillos contra esos labios suaves y carnosos.

Voy a abrirlos.

Voy a verlo sangrar.

Voy a rasgar esa estúpida y jodida camiseta de cáñamo por la mitad. Voy a arrancársela de los hombros.

Voy a morder...

—¿Te traigo otra bebida? —Brown levanta una ceja perfectamente arqueada. Una imagen de falsa inocencia si alguna vez vi una. Sus ojos siguen llenos de amenaza—. Pareces un poco sediento.

Para cuando me revupero lo suficiente como para no suponer una amenaza inminente para su vida, “Pumped up kicks” de Foster the people está sonando en la sala de estar, y casi todo el mundo en la casa está de pie, bailando como si hubieran olvidado que somos un equipo perdedor, que somos adultos, y que esto no es una puta fraternidad.

Brown está en el centro del círculo, las caderas sueltas, los brazos flotando a los lados mientras hace un movimiento arrogante de “soy lo máximo” que pretende ser completamente adorable. Se está mordiendo el labio inferior, con los ojos cerrados, bailando como si nadie lo estuviera mirando cuando, en realidad, no podría ser más consciente de que todos los ojos del lugar están puestos en él. Y lo peor es que todos los ojos del lugar están puestos en él. Observando con asombro, casi con adoración, cómo se mueve.

Excepto mis ojos, claro.

Cuando termina la canción, Brown recorre la sala y dedica uno o dos minutos a cada persona, independientemente de su sexo o edad, dándoles un poco de atención para asegurarse de que se sienten las personas más especiales del lugar.

Y déjame decirte que se lo tragan. Todas y cada una de las personas.

Rubius me ve mientras me dirijo a la puerta y tropieza hacia mí. Me echa un brazo por encima del hombro y me acerca. Sus párpados están pesados y parece más relajado de lo que recuerdo haberlo visto en el pasado. Lo conozco desde hace cuatro años y es la primera vez que no lo veo completamente sobrio.

—Me alegra que hayas venido, Buhaje —dice, su cara un poco demasiado cerca de la mía. Me da unas palmaditas en la espalda y luego parece repentinamente sombrío—. Y no te preocupes, está bien... no te preocupes por nada. Todo va a estar bien. Ya lo verás. Todo saldrá biiiien porque...

Ahí lo corto. No necesito oír el resto de la frase. Sé muy bien lo que va a decir.

Todo va a salir bien... porque Roier Brown está aquí.

A la mierda con eso.

Me largo.

Es suficiente gente por un día, muchas gracias.

Me voy y respiro aliviado cuando llego a casa y me tiro de nuevo en mi sofá. Estoy a punto de relajarme. No voy a moverme en las próximas cuatro o cinco horas. Lo único que va a existir seré yo y mi televisor. Un televisor con una pantalla curva de ochenta y cuatro pulgadas, que, por cierto, podría permitirme fácilmente porque, en contra de lo que escuchaste, gano un dieciséis por ciento menos que Brown, no un veinte.

Ojeo los canales, buscando algo sin sentido para adormecer mi cerebro.

No encuentro nada.

Maldita sea, tengo esa canción pegada en mi cabeza ahora: “Pumped up kicks”.

Ugh.

Brown se veía tan estupido mientras la bailaba.

Hizo esa cosa donde parecía alterar el espacio a su alrededor, como ralentizarlo, o doblarlo, o algo así. Fue vergonzoso. Lo hace todo el tiempo en sus redes sociales, no es que las mire a menudo, pero publica mucho, así que es difícil no verlo. El algoritmo decide lo que cree que te va a gustar y te mete esa mierda por la garganta, te guste o no. No hay mucho que puedas hacer al respecto.

Publica fragmentos totalmente aleatorios que son básicamente él haciendo algo muy normal con música suave y emotiva de fondo. Usa un filtro que le da al vídeo un aspecto granulado, casi vintage. Se mueve lentamente, tomándose su tiempo para servirse su café y revolverlo o cualquier tarea básica que esté grabándose haciendo. Aumenta la tensión sin levantar la vista y, cuando está seguro de que tiene al espectador deseando más, dirige a la cámara una intensa mirada color café. Mantiene el contacto visual durante unos segundos, es entonces cuando añade el efecto de cámara lenta, y luego sonríe. Sus labios se curvan en una media luna perfecta, el fondo a su alrededor se vuelve cada vez más borroso, y entonces se inclina hacia la cámara y dice algo realmente ridículo como “La vida es bella”, y termina el vídeo.

Creo que pretende ser una auténtica mirada a su mundo. No puedo más que oír a su gente de relaciones públicas diciendo: “Es una forma de conectar, Roier, una forma de mostrarle a la gente quién sos realmente”, pero en realidad, es una enorme trampa para la sed.

Preferiría morir antes que publicar mierda como esa.

Lo increíble es que a la gente le encanta. En serio les encanta. Tiene doce millones de seguidores en TikTok, y la mayoría de sus vídeos reciben millones de visitas y miles de comentarios. La mierda que comenta la gente está completamente fuera de lugar.

Con gusto le daría cinco hijos a este hombre (y no tengo hijos por elección)

Llama al 911. Me acaban de explotar los ovarios. Este chico puso mi menopausia en pausa.

Puedes hacer lo que quieras conmigo, Roier. Te amo, Roier.

Revisa tus DMs, Roier. Por favor, te amo.

Es como un accidente de auto. Sabes que no deberías mirar. Sabes que te arrepentirás y te sentirás un poco mareado si lo haces, pero no puedes evitarlo. No importa lo que hagas, no importa cuánto razones contigo mismo, no puedes evitar mirar.

 

 

Chapter 5: Roier

Chapter Text

Acabamos de aterrizar en Vancouver y estamos a punto de subir al autobús que nos llevará al hotel. Jugamos un partido temprano mañana, así que volaremos justo después. Estoy emocionado por el partido. Me encanta esta ciudad. La gente es amable, las mujeres son calientes y los Vultures son un equipo al que ganamos cinco de las seis veces que jugué con los Wranglers, así que sé que se puede hacer.

Tan pronto como el autobús arranca, le doy “reproducir” a una grabación que hice de la canción de goles de los Vipers. El cuerno emite un sonido largo y grave que se prolonga en el tiempo y que garantiza un temblor de emoción a cualquiera que ame el hockey. En el momento en que el cuerno se apaga, el ruido sordo de la batería y el zumbido de la guitarra eléctrica llenan el ambiente. Juan grita y levanta las manos, elevando el tono de su voz y casi gritando el estribillo del clásico de The weather girls, “It’s raining men”, cambiando las palabras a “It's raining goals”.

Su entusiasmo provoca algunas risas, y la siguiente vez que pongo el cuerno, Sapnap y Missa cantan junto a él, aportando unos bajos muy necesarios al arreglo.

Para cuando llegamos a la explanada del hotel, todos los chicos del equipo están cantando, riéndose a carcajadas, silbando y gritando. Rubius está sentado al frente con el entrenador, mirando hacia atrás, sonriendo hasta que se le cierran los ojos, arrugando la nariz mientras canta. El ambiente es electrizante y, santa mierda, me encanta. Me encanta formar parte de un equipo. No hay nada igual. Es un vínculo loco difícil de explicar con palabras si no has formado parte de uno.

Anoche me sentía de la mierda, estresado y agobiado por mis estadísticas y mi rendimiento desde que llegué a Seattle. Me costó un poco entender qué me estaba deprimiendo tanto, pero eventualmente me di cuenta de lo que me faltaba.

Esto.

Un equipo.

Un autobús lleno de hermanos.

Incluso si nos sacas a Buhaje y a mí de la ecuación, hemos estado jugando como individuos con talento en lugar de como un equipo. El entrenador nos ha hecho ver nuestros partidos, desglosando jugadas y analizando lo que funcionó y lo que no, pero no me di cuenta hasta anoche. Me pasé horas viendo vídeos de los partidos una vez que todos se fueron de mi casa. Hay tanto talento en este grupo que era difícil de detectar, pero una vez que lo vi, no pude dejar de verlo. Admito que soy culpable de ello. Esta mierda con Buhaje se metió bajo mi piel y afectó a mi rendimiento. No soy el único. Hemos estado jugando hockey que es técnicamente bueno sin ningún corazón.

Voy a hacer que mi misión sea cambiar eso.

El autobús reduce la velocidad, los frenos siseando cuando llegamos al hotel. Mientras bajamos, uno de los novatos, Tubbo, se engancha un dedo en algo. Maldice y sacude la mano por el dolor un par de veces. Juan está cerca cuando ocurre, así que se acerca para evaluar los daños. Mira a su alrededor buscando a nuestro entrenador físico, Etoiles, pero no está por ahí.

—Roier —me llama, haciéndome un gesto para que me acerque—. No es tan profundo, pero está sangrando. ¿Todavía tienes el botiquín de primeros auxilios que te dio tu madre?

—Claro —digo—. Está en mi bolso, déjame agarrarlo.

—¿Cargas con un botiquín de primeros auxilios? —La voz de Buhaje me encuentra desde las sombras. Lo dice como si no fuera la cosa más estúpida que ha oído nunca, pero está cerca.

Juan está a mi lado inmediatamente, educando a Buhaje con una detallada explicación que viene acompañada de un pequeño movimiento de barbilla al final de la misma.

—En realidad, Buhaje, la madre de Roier es médico y cada temporada le proporciona un botiquín de primeros auxilios. Tiene de todo. Aerosol desinfectante, crema antibiótica, toallitas estériles, una manta de emergencia, vendas, e incluso ese pegamento que los médicos usan en lugar de puntos de sutura.

—Sí, pero, ya saben, dejo la manta de emergencia en casa porque ocupa demasiado espacio en mi bolso —añado de forma lamentable.

Buhaje no pone los ojos en blanco exactamente, pero suelta un resoplido exasperado y lanza una mirada de dolor por encima de mi cabeza, que es más o menos la misma cosa. Me activa de inmediato. Mis palmas se calientan y empiezan a sudar mientras encuentro una tirita en mi botiquín y se la doy a Tubbo.

Buhaje se acerca con paso arrogante, observándome críticamente mientras rocío el corte con un aerosol para heridas. Tiene la cabeza ligeramente inclinada, obligándolo a mirar por encima de su nariz más de lo que su altura requiere. Eso me activa más.

—Sabes que tenemos a Etoiles para este tipo de mierda, ¿verdad? Es su trabajo lidiar con esta clase de cosas.

Me quedo atrás una vez que Tubbo está curado, esperando hasta que Buhaje es el único al alcance del oído, y digo:

—Sabes que la gente puede ver cuando visitas su perfil, ¿verdad? — Aunque me prometí a mí mismo que no sacaría el tema.

Sus ojos se abren de par en par hasta que un anillo blanco rodea sus pupilas y se le cae la mandíbula. La furia reluce tan oscura que decido que lo mejor es dar media vuelta y alcanzar a Juan y Rubius.


Hay un toque persistente en mi puerta. Empieza suavemente, lo suficiente como para sacarme del oscuro abismo del sueño profundo. Cuando abro los ojos, todo está en silencio, así que me vuelvo a quedar dormido, sólo para ser arrancado del sueño otra vez. Ya paso tres o cuatro veces, un golpe sordo de nudillos contra madera que no desaparece.

¿Quién es el idiota? Es medianoche, por el amor de Dios.

—Vete —murmuro. No se detiene.

Se hace más y más fuerte. La persistencia da paso a la insistencia. Atrevido y grosero. Eventualmente, pierdo mi mierda, me quito las sábanas y salgo volando de la cama, metiendo las piernas con furia en los pantalones de chándal que llevaba antes de dormir y tirando de ellos hacia arriba mientras me dirijo a la puerta. La abro de un tirón con toda la fuerza que puedo.

La visión de Spreen Buhaje en mi umbral me golpea como un balde de agua fría en la cara. Una sacudida helada. Un impacto que me hace inhalar bruscamente sin realmente planearlo.

Viste todo de negro. Pantalones negros que se ciñen a su cintura y se ensanchan hacia abajo. Un top negro tan ajustado que, de alguna manera, logra que se vea más delgado y más musculoso al mismo tiempo. El conjunto es llamativo, pero no es lo principal en lo que me fijo. Sus dientes están manchados de rojo, y un hilo de sangre corre desde su labio inferior y se pierde en su barbilla.

—¿Me vas a dejar entrar o qué? —pregunta como si todo esto fuera normal y yo fuera el problema.

—Eh —digo, apartándome de su camino simplemente porque no sé qué más hacer. Echo un vistazo al pasillo, buscando alguna explicación, pero lo encuentro completamente desierto. Perdido, cierro la puerta y lo sigo hasta mi habitación. Lo encuentro en el baño, escupiendo sangre en el lavabo—. ¿Qué verga te pasó?

Encendió todas las luces y el repentino paso de la oscuridad a la luz hace que mis retinas luchen por adaptarse.

—¿Qué crees que pasó, Einstein?

Estoy aturdido por el shock de haber sido despertado y no estoy seguro de si es una pregunta retórica o no, así que, para ir a lo seguro, digo:

—Parece que te patearon el culo. Parece que te dieron un puñetazo en la cara. Uno aquí —señalo su labio y luego el semicírculo malva bajo un ojo—, y otro aquí —Me doy cuenta de que no le impresionan mis dotes de deducción por la forma en que parpadea hacia mí. Lento e infinitamente agraviado, con los iris revoloteando en el cuadrante superior de sus cuencas oculares antes de cerrarlos.

—¿Y bien? —exige—. ¿Qué estás esperando? Cúrame de una puta vez.

Se reclina contra el lavabo, medio sentado para darme mejor acceso a su rostro, actuando como si esto fuera algo que pasa todos los días. Es un infierno de actor. Su actuación es tan convincente que me encuentro sacando mi botiquín de primeros auxilios y rebuscando el aerosol que usé antes con Tubbo.

—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? —me pregunta.

De hecho, no lo estoy. Suelo repartir suministros básicos a la gente que los necesita y, para asuntos más complicados, llamo a mi madre y le pregunto qué cree que debería hacer. Casi sin falta, su consejo es que envíe a los heridos directamente a urgencias, dada mi absoluta falta de formación médica.

Le echo un vistazo a mi reloj. Son más de las dos de la madrugada. Si hubiera sido otro el herido, alguien como Juan o Rubius, sin duda llamaría. A mi madre no le importaría, pero seguro como el carajo que no voy a despertarla por este pendejo.

—Claro que sí —digo, destapando el aerosol y apuntando a la boca de Buhaje.

—¿Estás seguro, seguro? Porque eso dice sólo para uso externo.

—Sólo cierra la boca y será externo.

Aprieta los labios con fuerza, haciendo una leve mueca de dolor al hacerlo. El inferior está hinchado, abultado y más grueso en el lado izquierdo que en el derecho. Su labio superior descansa sobre él, blanqueándose ligeramente por la presión.

Es la primera vez en años que estoy cerca de él sin que me esté provocando activamente, y me gusta tener la sartén por el mango por una vez, así que me tomo mi maldito tiempo antes de rociarlo. Cuando lo hago, balbucea, se da la vuelta y escupe ruidosamente en el lavabo.

Eso me complace.

—Dos aplicaciones más —digo, mirando disimuladamente la caja en la que viene el pegamento, con la esperanza de encontrar instrucciones de uso claras y concisas.

No hay suerte.

Rocío a Buhaje un par de veces más, luchando contra las ganas de reír cuando hace una mueca y se lanza al lavabo con más ganas después de cada aplicación.

Le doy un puñado de gasas y dejo que haga lo que pueda para limpiarse. Se frota la barbilla varias veces antes de volverse hacia el lavabo y salpicarse la cara hasta que el agua sale limpia. Usa mi toalla para secarse la barba, sin inmutarse cuando deja una mancha de sangre. Me tiende la toalla con la elegancia de alguien nacido en la riqueza y que está acostumbrado a mirar a los demás desde arriba.

Me molesta.

Se me calientan las manos. La cara también.

Saco el pegamento de su caja, luchando con el envoltorio y finalmente recurriendo a rasgarlo con los dientes. Sacude la cabeza al ver que soy una causa perdida. Un retumbo distante de ira recorre mi interior. Si alguien no le hubiera puesto ya las manos encima esta noche, estaría muy tentado de hacerlo yo mismo.

Me pregunto qué habrá pasado. Me pregunto quién mierda estaría tan loco como para darle un puñetazo.

La curiosidad se apodera de mí.

—¿Cómo pasó esto?

Me lanza una mirada gélida.

—Lugar equivocado, momento equivocado.

¡Ja! Una historia probable.

—Déjame adivinar, en este momento y lugar equivocados, ¿fuiste tú el que golpeó primero?

—No. No lo hice.

Ahora que empecé a hablar, parece que no puedo parar.

—¿Por qué no fuiste con Etoiles? —Etoiles está ahora mismo acostado, tres pisos más abajo, fácilmente accesible para alguien a quien no le importa una mierda despertar a la gente en mitad de la noche—. Obviamente es el mejor hombre para el trabajo. Es un profesional entrenado. Lidiar con este tipo de mierda es su especialidad. Su pan de cada día.

Dios, odio cuando empiezo a hablar así. ¿Su especialidad? ¿Pan de cada día? ¿Quién soy ahora, mi abuela?

—Deberías ir con él.

Buhaje suspira y pone los ojos en blanco con tanta fuerza que me sorprende que no se le queden clavados en la parte posterior de la cabeza.

—Estaba saliendo de un club gay cuando ocurrió, ¿está bien, princesa? Y preferiría no tener que explicárselo a todo el mundo.

—Och, um, oh. Eso, bueno, está bien. Está bien —Está bien. Está más que bien. Con quién se acuesta Buhaje no es asunto mío. Literalmente no tiene nada que ver conmigo. Puede hacer lo que quiera en su tiempo libre. De hecho, ya termine de hacer preguntas. Sólo voy a pegarle el labio y dejarlo en paz—. Entonces —me escucho decir—, ¿por qué viniste a mí? No nos soportamos. ¿Por qué no fuiste con Rubius o...?

Suspira más profundamente que antes y esta vez, cuando sus ojos vuelven a su posición habitual, se vuelven fríos. Está a menos de un metro de mí en un espacio cerrado, y como un puto idiota, fui y lo provoqué.

Mierda, es estrecho aquí.

Está muy cerca de mí. Está tan jodidamente cerca que puedo sentir el aire de la noche irradiando de él. Una mordedura helada que me abruma y me deja sin saber si tengo frío o calor.

—Yo, er... —No tengo ni idea de lo que voy a decir, así que es un alivio oír que mi voz se apaga.

Un alivio para mí. No para él. Por la expresión en su rostro, acabo de tocarle el último nervio.

Se pone de pie, sin apartar sus ojos de los míos, y me fulmina con la mirada. Baja la cabeza, acorralándome, inclinándose hacia delante hasta que estamos casi nariz con nariz y me veo obligado a mirarlo. Se ve diferente desde aquí. Más humano. Más animal también.

Dios, está cerca. Muy cerca. Demasiado cerca. Confunde mis sentidos y empiezo a reaccionar como en la ducha del vestuario. Venas y arterias. Sangre y capilares. Pulso acelerado.

—Porque —dice como si le estuviera hablando a un idiota—, sos el único otro chico del equipo al que le gustan las pijas.

Mi cabeza va de un lado a otro, un rápido y estúpido movimiento de izquierda a derecha para comprobar si alguien lo escuchó, a pesar de que estamos completamente solos.

Se me seca la garganta, pero me siento obligado a decir algo.

—Caverda —Es lo que se me ocurre. Trago con fuerza, pasándome lengua por la boca mientras busco palabras en mi mente, cualquier palabra que pueda funcionar en una situación como esta—. N-o me gustan los penes —Me las arreglo para decir al fin.

Parece que me las arregle para volver a provocarlo. Y esta vez es peor. Sus ojos se quedan en blanco, orbes negros que me absorben y me tragan entero, y se mueve como un gato, a la velocidad del rayo, empujándome contra la pared hasta que el toallero se clava en la parte baja de mi espalda. Su mano en mi pecho desnudo es áspera y caliente. Me quema como una marca. Ladea la cabeza y curva el labio superior en un gruñido que me muestra rastros de sangre, cicatrices viejas y cicatrices nuevas que aún no se han cerrado.

—¿Ah, no? —dice, sin apartar los ojos de los míos—. ¿Por qué tenes la pija dura entonces?

Sacudo la cabeza y abro la boca para negarlo. Mi mandíbula se mueve, pero no sale ningún otro sonido. Voy a apartarlo. Obviamente, eso es lo que voy a hacer. Voy a hacerlo en cualquier momento.

Voy a hacerlo tan pronto como mi ritmo cardíaco disminuya y mi cerebro vuelva a estar al mando.

Extiendo la mano y observo, distante, cómo mi mano se cierra y mis dedos se anudan en la tela de su camiseta. Quiero apartarlo. De verdad. De hecho, estoy tan sorprendido como él cuando lo mantengo en su lugar y empujo mis caderas microscópicamente hacia él.

No le extraña. En lugar de eso, lo toma como una invitación, bajando la mano, con el labio superior todavía curvado, los ojos cargados por un lejano rastro de algo que parecería diversión si fuera cualquier otra persona, y me acaricia las bolas. Su movimiento es rápido, tan repentino e inesperado que me hace ver las estrellas. Su agarre es firme, lo bastante para hacerme chillar. Antes de que tenga tiempo de resistirme, su mano recorre mi pene y me rodea como una prensa.

Está tan mal que casi se siente bien.

—Hmm —dice, dando un paso atrás y sacudiéndose las manos como el completo imbécil que es—. Se siente dura para mí.

Es difícil explicar lo que está pasando en mi cuerpo en este momento. La ira corre por mis venas, espesa y al rojo vivo. También shock. Oh, hay mucho shock, hormigueos punzantes que suben por mi cuello y hacen que mi rostro se sienta entumecido. Y aunque lo negaré con mi último aliento, también hay excitación. Una jodida tonelada. Mi verga se comporta como si nunca la hubieran tocado. Como si nunca hubiera tenido a otra persona cerca. Nunca hubiera sido acariciada. Nunca la hubieran masturbado. Se tensa en mis pantalones de chándal, como la traidora que es, intentando acercarse a Buhaje.

Cruzo los brazos con fuerza sobre mi pecho, aprieto los labios y hago todo lo posible por ignorarlo.

—Me gustaría una disculpa —digo cuando logro controlarme.

Buhaje parpadea dos veces y sus labios tiemblan por el esfuerzo que le cuesta no reírse.

—Perdón por haberte puesto la pija dura, princesa.

Cierro los ojos y me imagino agarrándolo por el cuello y estampándole la cabeza contra el espejo que tiene detrás. Es un pensamiento violento y sanguinario que me calma un poco.

—No la pusiste dura —aclaro, utilizando un tono demasiado claro típicamente reservado para los profesores de secundaria—. Yo estaba dormido. Es una erección matutina... de la tarde... es una erección de medianoche, ¿está bien?

Sus labios dejan de temblar y se curvan en una comisura. Es una sonrisa arrogante que le cuesta. Su labio inferior se abre de nuevo, haciéndole estremecerse.

—¿Me vas a poner pegamento o qué? —pregunta, presionando un pedazo de gasa sobre la herida para detener la hemorragia.

—Bien —digo bruscamente—, pero siéntate, deja de ser tan alto y mantén las manos quietas, o estamparé tu cabeza contra la pared.

—Aw, ¿te hice enojar? ¿Te hice cuestionarte cosas que normalmente intentas ignorar?

—¿Qué acabo de decir sobre hablar?

—Uh, ¿nada? Dijiste que me sentara, que dejara de ser alto y que te quitara las manos de encima.

Mierda. Tiene razón.

—Bueno, deja de hablar también, o, o te pegaré los labios.

Emite un sonido bajo y amortiguado. Sale de su pecho, no de su garganta o boca. Suena casi como si dijera: Hmph. Si no lo conociera mejor, me inclinaría a pensar que es su versión de una risa.

Levanta las manos a los lados y, cuando no me muevo, por fin capta el mensaje y se las lleva a la espalda con una sonrisa de satisfacción. El movimiento hace que su camiseta se estire sobre sus pectorales y, santo Dios, qué calor hace aquí.

¿Qué pasa con el aire de este lugar?

Tengo las palmas de las manos resbaladizas y, en el espejo, veo pequeñas gotas de sudor brillar en mi frente. Me alejo todo lo posible de Buhaje y tomo su mandíbula con la mano. Su barba incipiente es espesa y suave. Más suave de lo que pensaba. Quiero decir, más suave de lo que habría pensado que sería si yo fuera el tipo de persona que piensa en cosas como la barba de un hombre.

Le paso el pulgar por el labio inferior, apretando la carne suave y cálida y poniendo una buena capa de pegamento por el corte. Desvío la mirada mientras el pegamento se endurece y sigo sujetándole el labio, apretando un poco más de lo estrictamente necesario mientras cuento lentamente hasta sesenta.

Para cuando lo suelto, el termostato está completamente jodido. Debe de hacer al menos cien grados en el baño. Si no odiara tanto quejarme, llamaría a recepción para que enviaran a alguien. Así de mal está la cosa.

—¿Todo listo? —Frunce los labios y levanta las cejas. Es una mirada casi dulce que no le sienta nada bien.

Tiro el pegamento en el lavabo sin molestarme en ponerle la tapa y salgo volando de allí.

El resto de la suite está tan caliente como el cuarto de baño.

Abro la puerta para que entre un poco de aire fresco, sin importarme que choque contra la pared, y prácticamente tiro el culo de Buhaje afuera.

Se queda de pie en la puerta, con los brazos a los lados, y me mira como si esperara algo.

—¿Qué tal un gracias? —sugiero—. ¿Qué tal un siento haberte despertado y te debo una? ¿Qué te parece eso?

Tengo la sensación de que no le gusta mi tono porque entrecierra los ojos y se inclina como si quisiera darme un cabezazo. Reacciono con lentitud por el calor excesivo que hace en mi suite y, antes de que me dé tiempo a retroceder, hay una mano en mi nuca sujetándome con tanta suavidad que todo mi cuerpo se relaja.

Ladea la cabeza y se inclina lentamente. Tan despacio que no puedo respirar. Se me cierran los ojos y mis labios se separan, aunque no creo haber tomado ninguna de las dos decisiones conscientemente.

Una intensa punzada hace que los ojos se me llenen de lágrimas. Un pinchazo agudo y punzante me hace llevarme la mano a la boca.

—¡Mierda! —siseo—. ¡Me mordiste! ¿Qué te pasa? ¿Por qué verga hiciste eso?

Exhala y sus hombros caen.

—Porque —dice con pesar—, voy a besarte y —me toma la cabeza con las dos manos y me sujeta firmemente mientras cierra el espacio entre nosotros—, quiero que te duela tanto como me va a doler a mí.

Nuestros ojos están abiertos. Ninguno de los dos parpadea. Se acerca tanto a mí que mi visión se vuelve borrosa y me quedo con la boca abierta.

Me besa con fuerza, deslizando su lengua contra la mía con una dureza que me hace jadear a su alrededor. Su mano sigue en mi nuca, dedos enredados en mi cabello, tirando, haciendo que me arquee hacia atrás, forzándome a ceder más ante él.

Mis huesos se convierten en líquido y me agito contra él, agarrando su ropa entre mis puños, empujándolo y acercándolo mientras meto mi lengua en su boca.

Me desplomo contra el marco de la puerta cuando se aparta. Retrocede y me mira pensativo, satisfecho con su trabajo. Se pasa el pulgar por el labio inferior de manera tentativa, se estremece y dice:

—Pelotudo —Antes de darse la vuelta y alejarse.

—¡Buhaje!

Hay una gracia inesperada y brutal en su paso. Pasos lentos y seguros marcados por un balanceo despreocupado de sus gruesos brazos. Cuando llega al final del pasillo, levanta una mano sin prisa y me saca el dedo sin mirar atrás.

 

 

Chapter 6: Spreen

Chapter Text

En mi defensa, sabía que había sido una mala idea ir a la habitación de Brown. Lo sabía, pero estaba enfadado y jodido por lo que había pasado, y necesitaba descargar mi frustración con alguien. Pensé en darle una pequeña golpiza, tal vez empujarlo un poco, quizá abofetearlo una o dos veces para calmarme. Ya sabes, una bofetada medicinal. No muchas bofetadas. No tan fuerte como para lastimarlo. Sólo lo suficiente para que esos bonitos ojos brillen y me recuerden que estoy vivo.

No tenía ni puta idea de que lo besaría.

Aunque lo que pasó es un completo desastre, podría haber sido peor. Por malo que sea, besar a Brown es casi seguro mejor que lo que le habría hecho al tipo que me agredió si no me hubiera contenido tanto como lo hice. Todo sucedió rápido y no me lo esperaba. Ni siquiera estaba mirando. Estaba saliendo del club con mi amigo Carre cuando un grupo de idiotas heterosexuales y borrachos hicieron un comentario homofóbico sobre nosotros. Carre es pequeño, un chico menudo con una gran boca, y aunque la vida intentó repetidamente enseñarle a tener cuidado con ella, es una lección que aún no aprendió. El tipo que se abalanzó sobre él era beligerante y corpulento. Una mala combinación. Su postura era baja, el peso repartido de manera uniforme. Antes de que lanzara el golpe, me di cuenta de que sabía cómo dar un puñetazo, y yo sabía que Carre no podría resistir un golpe como ese.

Así que intervine y lo recibí por él. El tipo me rompió el labio y volvió a golpearme. El segundo apenas aterrizó porque lo esquivé, pero mi puñetazo... oh, aterrizó, muy bien. Lo dejó de culo en la acera, con los ojos desorbitados y sangre saliendo de su nariz. Estaba rota, seguro. Y mucho.

Sus amigos ya se habían ido antes de que yo mirara hacia arriba. Carre me sujetó y también lo hicieron dos de sus amigos. Sus manos en mí fueron la única cosa que me trajo de vuelta de una furia oscura. Había sido tan malo que mi recuerdo de volver al hotel es vago e inconexo.

Fue malo, pero llevaba mi gorra hacia abajo cuando ocurrió, así que no estoy seguro de si los idiotas que nos atacaron me reconocieron o no. Supongo que el tiempo lo dirá.

Dios. Odio esta mierda. Odio que siempre esté conmigo, esta amenaza, este oscuro velo, este juego de espera porque sé que no importa lo que haga, es sólo cuestión de tiempo que la persona equivocada lo descubra y lo use en mi contra.

Busco mi nombre en Google un par de veces. No encuentro nada más que lo de siempre.

Los Vipers apuestan y pierden

Rivales como compañeros de equipo: una receta para el desastre

Hojeo algunos artículos y, por mucho que lo intento, no puedo estar en desacuerdo con lo que dicen. Brown parece bueno sobre el papel, y sí, nuestra línea delantera necesita una inyección masiva de velocidad y sangre nueva, Rubius es la realeza del hockey, pero no es lo que era hace cinco o incluso dos temporadas. Necesitamos a alguien deslumbrante en la otra ala para llevar nuestra primera línea, y aunque Brown técnicamente cumple con el perfil, los que mandan se olvidaron de tener en cuenta algo importante. Una cosita llamada química. Una cosita llamada compatibilidad. Una cosita llamada saca-la- cabeza-de-tu-culo-porque-los-chicos-bonitos-no-arreglan-nada-sólo-siendo- bonitos.

Una cosa es que un par de chicos de un equipo no se lleven bien. Somos humanos, eso pasa. Otra cosa muy distinta es que dos personas con una larga y bien documentada historia de rivalidad sean reunidos a propósito. No me gusta ver perder a los Vipers, y jodidamente seguro que no me gusta jugar para un equipo perdedor, pero sinceramente, ellos se lo buscaron.

¿Cómo pensaban que iba a resultar esto?

¿Una gran familia feliz? Creo que no.

El elevador suena y las puertas se abren. Casi tropiezo con el entrenador Santos. Me mira de arriba abajo y su boca forma una línea recta. Si fueras el tipo de persona propensa a hacer bocetos realistas, cada línea que dibujaras para representarlo gritaría no soy feliz.

—Los veré a ti y a Brown después de desayunar —dice, rodeándome y ocupando mi lugar en el elevador mientras salgo.

Me dirijo al bufé y tomo asiento, manteniendo la cabeza alta mientras me tomo dos tazas de café en rápida sucesión. Hay varios pares de ojos fijos en mí, un montón de auditorías silenciosas que se llevan a cabo constantemente a mi alrededor, intentando averiguar por qué mi cara tiene ese aspecto. Las miradas pasan de mí a Brown, que no tiene ninguna marca, y las preguntas sin respuesta flotan en el aire.

—Brown. El entrenador quiere vernos —le digo cuando terminó de comer.

Levanta la vista por encima de su tostada y traga en seco:

—¿Por qué?

—Um —gesticulo con un amplio círculo alrededor de mi cara—. Por esto.

Su boca se abre y se cierra, y mira lentamente de mí a Juan, Sapnap y luego a Rubius. Aunque hace todo lo posible por disimularlo, Rubius se ve molesto. Sus párpados están un poco más pesados de lo normal y hay un pequeño destello de tensión en las comisuras.

—Yo... —Brown empieza a defenderse, pero se detiene. Me fulmina con la mirada, con furiosos ojos cafés mientras espera a que aclare la historia.

No lo hago.

—¿Venis? —pregunto, casi en tono conversacional—. ¿O vas a hacer esperar al entrenador? Porque no creo que eso sea buena idea.

Su cabeza gira de mí a los demás y de nuevo a mí, y veo el momento exacto en que se da cuenta de que no tengo intención alguna de aclarar esta historia, ni ninguna otra.

—No hables —digo mientras subimos en el elevador hasta la cuarta planta—. Ni una palabra.

Está tan enojado que casi puedo sentirlo temblar a mi lado, y su respiración es entrecortada y áspera, haciendo un pequeño sonido de silbido mientras el aire pasa por sus labios.

El entrenador instalo una oficina en una pequeña sala de conferencias y nos está esperando, recostado en su silla con una expresión que dice explíquense.

Brown muerde el anzuelo e intenta defenderse. Es un intento poco entusiasta que implica más tartamudeo que palabras reales, y es un error.

Un gran error.

El entrenador se pone en pie de inmediato, señalándome con el dedo, con la cara sonrojada y poniéndose más roja con cada segundo. Miro hacia abajo con modestia e intento sofocar la risa venenosa que actualmente está creciendo a niveles desproporcionados debajo de mis costillas. Escucho chasquear la mandíbula de Brown una o dos veces por el esfuerzo que le cuesta dejar de hablar, y eso me da más ganas de reír.

¿Qué está mal con él? ¿Qué mierda le pasa? ¿Por qué no le está diciendo al entrenador lo que pasó realmente?

¿Me está ayudando a ocultar mi secreto? ¿O está intentando ocultar el suyo?

Cuando el entrenador por fin se calla, entrego un comentario tranquilo y adecuadamente comedido:

—Lo siento, entrenador.

—Lo siento, entrenador —dice Brown, añadiendo—: No volverá a ocurrir —en un intento rápido y fluido de superarme.

Para su crédito, Brown espera hasta que la puerta del elevador se cierra para desatarse.

—¿Qué mierda fue eso?

Veo cómo sus labios se mueven mientras habla. Se forman pequeñas líneas que se abren en abanico. La carne rosada y afelpada se aprieta y se separa. Quiero contestar, pero veo una pequeña media luna bajo su labio inferior que me distrae. Una línea roja furiosa. Una línea que yo dejé ahí. Con mis dientes.

El esmalte brilla mientras me enseña sus incisivos.

—Eres un pendejo hijo de puta, ¿lo sabías, Buhaje?

Algo sobre la forma en que sus labios se mueven alrededor de la palabra puta hace que me desbloquee. Me afloja la lengua y empiezo a hablar.

—Aw, gracias, princesa —digo con una voz despreocupada que no suena en nada como la mía. Su pecho sube y baja bruscamente, y sus ojos ascienden desde mi boca hasta hacer contacto ardiente con los míos.

No sé por qué estoy actuando así. Normalmente no soy así. No suelo hablarles así a las personas. Tengo mi mierda en orden, y nunca, nunca dejo que los chicos me provoquen, no importa lo bonitos que sean.

A lo lejos, escucho un trueno. Un estruendo bajo y furioso sacude el suelo debajo de mí. Hay un relámpago. Un destello de rayos en un horizonte despejado. Una llama parpadea en un mar dorado y se apodera de todo.

Me desconcierta como el carajo, entre otras cosas porque, horas después, sigo sin saber si lo que vi ocurrió en sus ojos o si fue mi propia reacción reflejada de vuelta hacia mí.

 

 

 

Chapter 7: Roier

Chapter Text

Bueno, perdimos otra vez.

En el autobús al aeropuerto reinaba un silencio sepulcral y apenas se pronunció una palabra en todo el vuelo de vuelta a casa. Todo el mundo llevaba sus auriculares puestos y las luces estaban apagadas. Hacía frío y era tarde cuando llegamos a Seattle, llovía a cántaros y también había viento.

Llevo tanto tiempo fuera que había olvidado lo malo que es el clima aquí. Me encantaba la lluvia cuando era niño. Para mí, era como estar en casa. El crepitar de una chimenea y el suave resplandor de las lámparas de mesa repartidas por el salón. Se sentía como seguridad y protección. En aquellos días, estar en casa mientras el tiempo sacudía las ventanas y golpeaba las puertas era como estar metido en un capullo. Un capullo hecho sólo para personas que compartían mi apellido.

En las malas noches, cuando la lluvia arreciaba, mi mamá nos preparaba chocolate caliente y nos sentábamos en la alfombra del suelo del salón, apiñados alrededor de la mesa de café, mojando cucharas en el chocolate caliente y lamiéndolas hasta dejarlas limpias. El chocolate caliente era algo muy importante porque mi mamá no utilizaba polvos ni mezclas. Calentaba leche en una cacerola sobre la estufa y derretía en ella grandes cantidades de chocolate con leche. —Chocolat», lo llamaba. Insistía en que todos pusiéramos el acento francés más gutural que pudiéramos, bajo amenaza de un solo malvavisco para los que se negaran a participar. Siempre resultaba hilarante. Mi papá solía levantar la nariz y decía —Chocolat» una y otra vez sin mover los labios.

Era genial.

No recuerdo la última vez que lo hicimos.

¿Cómo pasó eso?

Ya es más de medianoche, llevo tres copas de vino y ahora mismo se siente como el fin del mundo. No accedí a no más noches de chocolate caliente. No acepté que esa parte de mi vida terminara. Estaba tan ocupado persiguiendo un disco y soñando con hielo que no me di cuenta de que la vida estaba cambiando a mi alrededor.

Verga. Crecí sin querer.

No debería ser una gran sorpresa, ya que tengo veinticuatro años y hace más de cuatro que me mudé, pero lo es.

Me siento bastante mal, para ser honesto. La casa se siente demasiado grande y vacía, y la calefacción no funciona muy bien en el piso de arriba. Está helado allá, y un sonido fuerte y metálico viene de la sala de calderas. Es el tipo de sonido que sé que va a salir caro.

Eventualmente, arrastro mi colchón, un par de almohadas y todas las mantas que tengo y acampo en el salón. Tal vez me sienta mejor viviendo en un apartamento. Tal vez no estoy hecho para vivir solo en una casa grande, o tal vez echo de menos Nueva York porque allí nunca me sentí así. Aquí hay demasiado silencio. No escuche ni una sirena ni el claxon de un taxi desde que llegué a casa, y ya pasaron horas. Tampoco oí gritos ni maldiciones. Aparte del sonido de la lluvia sobre el tejado, lo único que puedo escuchar es el interminable parloteo de mis propios pensamientos.

Apago las luces y me acuesto, haciendo una mueca de dolor cuando el movimiento me recuerda al disco que recibí en el riñón en Vancouver. Cierro los ojos y deseo que el sueño me encuentre. Eso sólo hace que mis pensamientos sean más fuertes.

En la oscuridad, no sólo pienso en eso, lo siento y lo veo... el rostro de Buhaje cerca del mío. El calor de su aliento en mi rostro. Ojos negros quemando agujeros en mí piel.

Doy vueltas en la cama, pateando las sabanas y volviendo a levantarlas.

Sus labios en los míos. Cálidos y suaves. Un abismo en el centro de mí que se abrió al contacto y lleva latiendo desde entonces. El cabello sobre su cabeza. El vello en su rostro. Aún puedo sentir el ligero rasguño de él en mi barbilla.

Y Dios. Esa boca.

¿Por qué se sentía así? Como el principio y el fin del mundo. Como algo que nunca paso antes y algo que paso un millón de veces. Fue sólo un beso. Un beso normal, ni siquiera tan largo, con un chico que no me gusta.

¿Por qué me hizo esto?

Pensé que había terminado con los “y si...” y la curiosidad hace años. Me cuestioné un par de cosas cuando era adolescente, no lo voy a negar, pero soy heterosexual.

¿Verdad?

Estoy un poco lento por el mal sueño y el alcohol, y no voy a mentir, recibir un mensaje del entrenador diciéndome que esté listo para salir al hielo a las nueve de la mañana es lo último que necesito. Estaba listo para estirarme, recibir un masaje, ver una repetición del partido y que me gritaran un poco.

¿Qué pasó con el descanso es un arma?

Buhaje está apoyado contra las tablas, mirando su reloj de manera enfática mientras me acerco. Se pasa la lengua por los dientes delanteros y me lanza una mirada equivalente a la más lenta de las palmaditas lentas.

—Siento llegar tarde, yo... —Es una de esas veces en las que llego tarde porque salí tarde de casa, así que creo que sería mejor no dar más detalles.

Los entrenadores Santos y Warren están en el banquillo, y Rubius y Buhaje están listos, con los cascos puestos y los palos en las manos. Warren nos hace calentar, procurando que Buhaje y yo no estemos demasiado cerca. Hay un ambiente extraño. No sé muy bien qué es, pero quizá la mejor manera de describirlo sea que parece una sesión de calentamiento de los viejos tiempos. De la liga juvenil, si no de antes. No lo odio porque es algo nostálgico, pero tampoco me encanta.

Hacemos un poco de manejo del disco y algo de patinaje de baja intensidad.

—¡Brown! —grita Warren—. ¡Media velocidad!

Santos le da un toque en el brazo a Warren para que se calme. No leo eso como una advertencia, pero debería. Tal vez lo habría hecho si la nube de aire frío que flota sobre el hielo no hubiera golpeado tan fuerte mi torrente sanguíneo. Me impulso y patino, y como siempre, es el deslizamiento lo que me atrapa. Es una inyección rápida y fuerte de adrenalina que entra en mi cuerpo a través de los patines y me sube a la cabeza. El acero templado se estrella contra el hielo, un suave susurro que me centra. Mis brazos y piernas se mueven y, al principio, me doy cuenta de que soy yo quien lo hace. Son mis pantorrillas. Mis cuádriceps. Mis isquiotibiales.

Y luego ya no.

Hay una pausa y un retraso. Un embrague se desacopla. Luego, hay una sacudida cuando se selecciona una nueva marcha, un volante gira y un collar sincronizador se ajusta firmemente. La gasolina llega a mi torrente sanguíneo con la misma seguridad que si la hubiera inyectado.

Así, no estoy patinando. Estoy volando.

Tomamos nuestra posición en la línea central. Rubius en el centro, Buhaje a la derecha, y yo en mi lugar feliz a la izquierda. Rubius me pasa el disco. Lo golpeo de izquierda a derecha y se lo devuelvo. Es mío de nuevo en un segundo y lo meto en la red con facilidad.

Volvemos a la línea central, y esta vez Rubius se lo pasa a Buhaje. Buhaje me lo pasa a mí, o al menos lo intenta. Me estoy moviendo tan rápido que el disco golpea las tablas unos metros por detrás de mí.

Hacemos el ejercicio una y otra vez. Lo hacemos hasta que Rubius está sin aliento y Buhaje es una losa oscura y congelada. Una estatua de un hombre enojado tallada en hielo. La furia encarnada. El entrenador nos llama y le indica al conductor de la Zamboni que vuelva a cubrir el hielo.

—Rubius, tómate un descanso —dice el entrenador cuando la Zamboni ha hecho su trabajo, y el hielo es un espejo escarchado sin señales de que el acero haya estropeado la superficie.

Buhaje y yo estamos en el hielo. Sólo nosotros. Hay una presencia oscura y hosca a mi derecha que ocupa más de un lado de la pista. Es densa y pesada, se hunde como el aire frío, agita y perturba la paz que intenta encontrarme. La pista está en silencio, aparte del sonido de la respiración de Buhaje. Jadeos. Un suave y áspero inhalar. Un fuerte y determinado exhalar. Las luces son brillantes, un campo de bombillas LED tan denso que apenas se ve una sombra a nuestro alrededor. Un sueño febril de cables y tensión y haces brillantes suspendidos sobre nosotros.

—¿Qué están esperando? —pregunta el entrenador, lanzando el disco al centro. Gira dos veces, tres veces, y aterriza, derrapando hacia Buhaje. Su patín izquierdo golpea el hielo, seguido del derecho. Se lanza por el disco como si su vida dependiera de ello. Yo también.

Él es rápido, pero yo soy más rápido.

Le arrebato el disco y corro hacia la portería.

Los dos entrenadores están de pie, y Rubius también. Ninguno de ellos dice una palabra, pero su pensamiento colectivo es tan fuerte que resuena en mis oídos como un tinnitus.

¡Pasa el puto disco!

En el último segundo, cedo y lo mando a mi derecha. Golpea las tablas con un ruido sordo.

—¿Qué tal si la pasas donde estoy yo y no donde crees que debería estar? — escupe Buhaje.

Volvemos a hacer lo mismo. Una y otra vez. Encontramos la portería cada vez, obviamente. No hay ningún defensa cerca de nosotros, así que sería casi imposible no hacerlo, pero mierda, no es bonito.

Lo hacemos una y otra vez.

La Zamboni va y viene otra vez.

El hielo es rápido. Una superficie dura y lisa que parece hecha para repelernos. Cuando levanto la vista, veo que Warren y Rubius se fueron. Las gradas están desiertas excepto por el entrenador. La sangre bombea con fuerza. Mis pulmones gritan y me arde la garganta. Estoy agotado, y mi estado de ánimo decae rápidamente.

El entrenador vuelve a sentarse en el banquillo, con las piernas cruzadas, los pies apoyados en las tablas y los ojos en su teléfono. Se desplaza por él de forma constante y, de vez en cuando, suelta una risita tranquila.

Tomamos nuestras posiciones en el centro de la pista y Buhaje me pasa el disco. Me apresuro a llegar hasta allí, girando las caderas en un brusco frenazo y estirando mi palo hacia atrás para hacer contacto.

Es la gota que colma el vaso.

—¡Mierda! —rujo. Normalmente, hace falta mucho para que pierda los nervios. De verdad. Normalmente, se necesitan años para provocarme este nivel de ira. Tener a Buhaje metiéndose en mi cara es la única excepción notable a la regla. Hoy estoy estresado y agotado, apenas pude pegar un ojo desde que Buhaje puso sus manos sobre mí en el hotel, y nuestra racha de derrotas llego a un punto en el que ningún pensamiento positivo puede ignorarla. Encima, tengo resaca, sed y un bajo nivel de excitación pululando por mis venas que me está haciendo sentir como si existiera fuera de mí mismo.

Patino agresivamente tres metros hacia delante y golpeo el hielo con mi palo.

—¡Pasa aquí! —Retrocedo varios metros y vuelvo a golpear el hielo—. ¡No aquí!

Buhaje me fulmina con la mirada, con bocanadas heladas saliendo de su boca mientras recupera el aliento.

—Ni siquiera vos podes hacer eso, pelotudo —me dice. Levanto la barbilla y lo miro fijamente.

—Pruébame.

Volvemos a la línea. Buhaje tiene el disco. Lo mantiene en la cuchilla de su palo hasta que se está moviendo casi a su velocidad máxima, entonces lo golpea y lanza un torpedo en mi dirección. Su objetivo es quirúrgico... cinco yardas por delante de donde le dije que estaría.

Imbécil.

Llego allí, apenas. No es fácil, pero es muchísimo más fácil que tener que detenerme y mover el palo detrás de mí. El disco hace contacto con mi palo. Lo controlo, y luego lanzo mi propio torpedo.

Detrás de mí, a mi derecha, escucho un ruido sordo. Un suave “humph” dicho dos o tres veces y Buhaje murmura algo que suena como “poni de feria”.

Da dos golpecitos con su palo en el hielo y, sin mirar atrás, siento dónde está. Su presencia es inmensa. Interminable. Un pantano denso y turbio con un huracán en el centro. Una ráfaga fría a mis espaldas hace que se me erice el vello de la nuca. Pongo el disco donde está él. Fibra de carbono se encuentra con caucho vulcanizado. No necesito mirar atrás para saber que no tuvo que mover un músculo para pararlo. El disco encontró su palo con la fuerza segura de un imán.

Cuando empieza a patinar de nuevo, algo es diferente. Su presencia y la mía se encuentran y se funden. El frío y el calor se mezclan. La paz y el caos chocan y se anulan mutuamente. Soy débilmente consciente de mis piernas y mis patines. El palo en mis manos. Sin embargo, soy consciente del disco, una raya lineal negra que grita hacia mí y rebota de un lado a otro de su palo al mío. Soy más que consciente de eso. Es como si hubiera desarrollado un pulso. Un latido que siento en el pecho con la misma seguridad que si fuera mío.

Sin que se pronuncie una palabra entre nosotros, Buhaje y yo arrasamos el hielo. Anotamos de nuevo y no nos tomamos ni un segundo para reagruparnos. No nos molestamos en volver al centro. Uno de nosotros se hace con el disco, recorremos todo el camino hasta el otro extremo de la pista y marcamos también en esa portería. Nos lanzamos de una portería a otra, las redes se agitan y, en cuanto el disco cae, vuelve a estar en juego. Ninguno de los dos se detiene. No podemos.

Al cabo de un rato largo y difícil de conceptualizar, varías filas de luces suspendidas en el techo se apagan, cambiando la pista de un blanco intenso a un azul grisáceo y nebuloso.

Me giro bruscamente y Buhaje también lo hace. Miramos a nuestro alrededor y vemos al entrenador de pie, así que patinamos hacia él.

Para cuando lo alcanzamos, mi cuerpo está reaccionando a la repentina interrupción después del sobreesfuerzo. Las náuseas suben, finas y amargas mientras golpean mi lengua. Me las trago y pongo una gran sonrisa en mi rostro porque, a mi lado, Buhaje tiene el pecho agitado y está luchando más que yo por contenerlo.

—Saben —dice el entrenador—, no pretendo saber mucho. Pero sé de hockey —Me señala con esa manera directa y sin rodeos que tiene—. Te pedí, Brown, luché por ti, y no me equivoqué al hacerlo. Fuera del hielo, los dos son más tontos que una caja de piedras, ¿pero dentro? Tienen el potencial para ser algo especial. Casi poético —Mira a Buhaje y luego a mí—. La próxima vez que caiga el disco, no espero ver menos de lo que vi hoy aquí.

 

Chapter 8: Spreen

Chapter Text

Estamos en el hielo en Detroit. Es el tercer periodo, y estamos empatados a dos goles cada uno. Los Blackbirds son un equipo de puta madre, uno de los mejores de la liga esta temporada y la pasada. Incluso si Brown y yo pudiéramos encontrar nuestro ritmo como lo hicimos ayer en el hielo, lo que no hemos sido capaces de hacer todavía, hay una buena posibilidad de que no tengamos lo que se necesita para ganarles. Fue un partido de paradas y arranques, con los Blackbirds en nuestra mitad mucho más de lo que hemos estado en la suya. Nuestro portero, Bennet, está que arde. Un muro sólido, un cristal a prueba de balas. Se mueve como si fuera el protagonista en un remake de Matrix. Está parando discos que la mayoría de los jugadores no habrían visto.

Si no fuera por él, estaríamos hundidos en la mierda.

El ataque es implacable, un choque duro y furioso de sus cuerpos y los nuestros. Cada segundo se siente como un minuto, y un minuto es mucho tiempo en un partido de hockey. Estoy en el banquillo, bebiendo agua. Brown también está acá. Sus ojos no dejaron el hielo ni un segundo.

El reloj avanza. Los minutos pasan de dieciocho a diecinueve. Nuestro centro de segunda línea tiene el disco. Está en la zona neutral, avanzando. Hace un tiro fallido a la portería y, en cuanto pueden, la línea se apresura hacia el banquillo. Brown y yo saltamos al hielo como un rayo. Rubius nos sigue un par de segundos después. Está aguantando, pero le deben pesar las piernas. El sudor le cae por el rostro y está respirando con dificultad.

El central contrario se apodera del disco y se dirige a la portería con él. O lo intenta. Sapnap lo golpea con fuerza y, antes de que pueda recuperarse, Rubius recoge el disco y lo mueve de un lado a otro con un movimiento de muñeca bien practicado. Brown grita, y es una buena decisión. Está abierto. Rubius hace un pase largo. Brown recoge el disco como si fuera suyo. Como si fuera su dueño. Como si su padre se lo hubiera comprado y le hubiera dicho que nadie más podía jugar con él.

Intento seguirlo, pero a la velocidad a la que se mueve, dudo que sepa dónde estoy. Su mirada está puesta en la portería. Ambos defensas perciben un peligro real e inminente. Sus ojos se ensanchan, luego se estrechan. Su derecha ataca. Brown lo supera.

El público se queda en completo silencio. Los seguidores de los Vipers se ponen en pie y gritan.

El segundo defensa intenta detener a Brown. Fracasa, pero consigue frenarlo. Es un desastre. Los delanteros empezaron a mover su culo y el defensa derecho reacciona y está casi encima de él otra vez. Quedan cinco segundos en el reloj. Hay Blackbirds por todas partes. Brown levanta su palo. Tiene un tiro decente. No es fácil, pero tampoco imposible. El portero tiene los ojos fijos en Brown, postura baja, palo en una mano, la otra abierta y lista para bloquear.

Pasa el disco, pienso. ¡Pasa el maldito disco, princesa!

Es casi como si me oyera. El tendón de su cuello se tensa y deja escapar una respiración rápida. En el último segundo, finge un disparo a la portería y en su lugar me pasa el disco. Es un pase sorprendente. Tan rápido y tan fuerte que lo único que tengo que hacer es inclinar mi palo. El disco hace contacto y rebota. Permanece bajo en el hielo, sin girar, sin balancearse, moviéndose como un rayo y sin detenerse hasta que llega al fondo de la red.

Es el pandemónium. La canción de los Vipers empieza a sonar y nuestros aficionados pierden la cabeza. Un gol en el último segundo siempre provoca una gran reacción, pero ¿un gol así?

Una vez en la vida.

Un par de brazos me aplastan y me elevan por los aires. Es Rubius. Su cabeza está echada hacia atrás y está gritando como un loco.

—¡Buhaje, maldita belleza!

De repente, todo el mundo está en el hielo. Entrenadores, jugadores, jugadores de práctica, todo el mundo. El duro golpe de las manos en mi casco me sacude, pero no lo odio. Ni mucho menos. Me encanta. Lo respiro.

Euforia. Éxtasis.

Bondad pura, sin filtrar, que entra en mi torrente sanguíneo y me calienta desde adentro hacia afuera.

Esto es. Esta es la razón. Esta es la razón por la que juego al hockey. Esto es lo que hace que todo valga la pena. Las personas. Las mañanas tempranas, los vuelos tardíos. Las costillas magulladas y las cicatrices de batalla. Todo eso se desvanece ahora. Se va, y todo lo que queda en su lugar es alegría. Y no una alegría cualquiera. Esto no es sólo felicidad. Esa es una emoción ligera y fugaz. Esto es pesado y denso.

Es poderoso.

Es victoria. Es ganar. Ser mejor que alguien o algo. Mierda. Me encanta.

Siento los ojos de Brown sobre mí antes de verlos. Está sonriendo, pero sus fosas nasales están ligeramente dilatadas. No puedo decir por qué exactamente, pero me da un subidón verlo así. Desgarrado. Celoso. Desgarrado porque una victoria es una victoria, y a él también le gusta ganar. Celoso porque, aunque intente ocultarlo a los demás, es tan pelotudo como yo.

Quería que ese gol se anotara bajo su propio nombre tanto como yo. Tal vez más.

Me mira expectante, con los ojos un poco más grandes de lo habitual.

Parece casi estreñido, y me cuesta todo lo que tengo no mearme de risa.

No está feliz. Sus ojos parpadean y se oscurecen.

—¿Qué tal un gracias? —pregunta, escupiendo cada palabra en mi dirección con un poco más de rencor que la última vez.

Mi pene se estremece al recordar lo que pasó la última vez que me dijo eso.

Mierda. Esos labios y esa lengua. El sutil sabor de la sorpresa, seguido rápidamente por la indignación. Ese toque de cobre que permaneció en mi boca hasta la mañana siguiente.

—Gracias por cumplir el requisito mínimo de la descripción de tu trabajo, Brown —digo en un tono suave diseñado para que la gente pierda los nervios.

Su mirada revolotea por encima de mi hombro, ligeramente a mi izquierda, y se me cae el estómago. Ni siquiera necesito girarme para saber que el entrenador está detrás de mí y escucho cada palabra que acabo de decir.

Mierda. No le va a gustar. No le va a gustar en absoluto, especialmente porque fue muy claro en la práctica de ayer sobre lo que esperaba de nosotros, y aunque jugamos mucho mejor de lo que hemos estado jugando, no estuvimos ni cerca de ser poesía. Lo conseguimos en el último minuto, pero en general, Brown y yo estuvimos más cerca de una canción infantil que de un soneto.

Cuando llegamos al hotel, nos movemos de un lado a otro en el vestíbulo mientras esperamos nuestras tarjetas llave. A pesar de que nuestro equipo de viaje nos ha registrado, sigue siendo un proceso conseguir que tanta gente se aloje en las habitaciones correctas. Es una de esas cosas que me estresa cada vez más a medida que avanza la temporada. Por suerte para todos a mi alrededor, apenas estamos en las primeras semanas de la temporada y mi estado de ánimo mejoro recientemente gracias a una victoria.

—Buhaje, Brown —dice Warren, tendiéndonos un único sobre con una tarjeta. Nos acercamos a él, los dos un poco confundidos—. Ustedes dos compartirán habitación. Órdenes del entrenador.

—¿P-por qué? —exclama Brown, arrastrando la palabra como un nene.

Un nene llorón y malcriado.

Por una vez, Brown y yo estamos totalmente de acuerdo. Este plan es una puta locura. Estoy molesto en cuanto lo escucho, pero a diferencia de Brown, conozco a Santos y a Warren. Sé cómo trabajan. Si se les metio en la cabeza que esto es lo que necesitamos, no hay una maldita cosa que podamos hacer para convencerlos de que no lo hagan.

Warren apenas reacciona.

—Creo que dijo algo parecido a “hasta que arreglen su mierda”.

La incredulidad casi vibra fuera de Brown. No sólo incredulidad.

También indignación.

—Pero, pero...

Warren ya se fue al siguiente jugador y al que le sigue. Repartiendo llaves y felicitaciones como confeti y, si no me equivoco, haciendo todo lo posible por no mostrar lo mucho que apoya el trato que nos da el entrenador.

Brown no lo acepta. Levanta la nariz y utiliza toda la energía que puede reunir para mantener una expresión serena mientras se dirige al entrenador Santos.

No puedo escuchar lo que ninguno de los dos dice. Están demasiado lejos para eso y hay mucha gente en el vestíbulo, pero es una conversación breve, y me doy cuenta de que Brown no está contento con el resultado.

Naturalmente, yo tampoco estoy contento con el arreglo. Todo lo contrario. Es una puta pesadilla y algo más. Es sólo que conozco al entrenador mucho mejor que Brown, y si él dice que esto es lo que está pasando, nada en la Tierra le hará cambiar de opinión. Lo único que conseguirá quejándose es que redoble la apuesta.

Obviamente lo hemos presionado todo lo que podíamos, y ahora no tenemos más remedio que vivir con las consecuencias. Fuí una mierda lo suficiente en mi vida como para tener mucha experiencia en lidiar con las consecuencias. El entrenador tomo claramente la postura de que, si vamos a actuar como niños, nos va a tratar como niños. No me gusta, pero entiendo que no se hará nada al respecto esta noche. Lo único que podemos hacer es pasar desapercibidos, jugar mejor y esperar que se olvide de nuestras mierdas antes del próximo partido fuera de casa.

Brown golpea el botón del elevador un poco más fuerte de lo estrictamente necesario en cuanto termina de hablar con el entrenador, y me fulmina con la mirada.

—¿Vienes o qué?

Me meto en el elevador y ocupo todo el espacio posible, apiñándolo en una esquina.

Brown sonríe finamente, tratando de ocultar su furia, sin darse cuenta de que lo lleva escrito en la cara. Hay algo tan ridículo en su pequeña farsa que me cuesta mantener el control de mi rostro.

Apuesto a que es la primera vez que no se sale con la suya en algo así. Apuesto a que se está desmoronando. Apuesto a que está a punto de llamar a su agente y presentar una queja formal. Técnicamente, se supone que los jugadores que no tienen un contrato inicial deben tener su propia habitación cuando viajan.

Tal vez Brown se quejará. Dios, ¿no sería eso algo gracioso? El entrenador perdería la cabeza. Sería tan perfecto. Sería la más perfecta caída en desgracia del chico dorado-convertido-en-bebé que jamás podría imaginar. Dios, me encantaría.

Juan le da a Brown una palmada de apoyo en el hombro y le lanza una mirada preocupada cuando el elevador se detiene en su planta. Se marcha sin hacer contacto visual conmigo.

Que se vaya a la mierda. Me importa un carajo si piensa que soy un idiota.

El elevador sube y se detiene dos pisos más arriba.

Es una habitación de tamaño decente, con dos camas de tamaño normal y espacio suficiente para moverse a su alrededor con facilidad. Las lámparas de la mesita de noche están apagadas y las cortinas están abiertas para mostrar un paisaje urbano aparentemente interminable. Una cortina de terciopelo negro con luces brillando a través de ella. Un millón de diminutas estrellas recortadas en un tejido lujoso. Hay personas a las que le gustan las vistas a la montaña o al mar. Pero para mí, el cielo nocturno siempre será lo mejor. Me tomo un momento para apreciarlo e intento ignorar el hecho de que acabo de oír cómo se cierra la puerta. La madera conecta sólidamente con la madera. Un pestillo bien engrasado se desliza a través de la placa de cierre con un suave chasquido que aspira el aire de la habitación.

Brown y yo estamos solos.

Su reflejo me mira, resopla una vez y se deja caer en la cama más alejada de mí. Se estira, con un brazo bajo la cabeza, sus largas piernas cruzadas por los tobillos. Me giro ligeramente, de espaldas a él, para ver mejor su imagen en el cristal. Dejo que mi mirada recorra su pecho, su garganta, su barbilla y se detenga en sus labios. Están ligeramente separados, el de abajo un poco más grueso que el de arriba.

Ese es el que mordí. El de abajo. Ese es el que tenía entre mis dientes. Carne suave y cálida. Rosa suave cuando lo encontré. Rojo oscuro cuando lo dejé.

¡Basta! Me digo. Detente ahora mismo. Deja de mirarlo. Deja de pensar en su boca. No le hables, no te pongas en su contra y, por el amor de Dios, no vuelvas a tocarlo.

 

 

Chapter 9: Roier

Chapter Text

Una de las cosas más incómodas que me han pasado nunca fue la vez que fui al médico para que me revisara una glándula inflamada en la ingle un día que casualmente iba en plan comando. No sé en qué estaba pensando cuando decidí no llevar ropa interior ese día. En ese entonces tenía diecinueve años, así que se podría pensar que tenía al menos un mínimo de conciencia de que el médico tendría que examinarme, pero nah. Ni se me ocurrió. Ni siquiera pensé que sería un problema hasta que estuve en su camilla.

Todavía puedo sentir la humillación caliente y pegajosa que me invadió mientras me bajaba la cremallera. Era difícil saber quién estaba más sorprendido, si el médico o yo, mientras yacía allí con mi pene flácido descansando en mi muslo, cuando claramente había una expectativa razonable de que estaría cubierta con calzoncillos o bóxers.

Durante años, el recuerdo de aquella cita ha entrado y salido de mi mente en momentos inoportunos. Cuando me duermo después de un día al sol. Cuando estoy en eventos formales que requieren que lleve traje o esmoquin. Una vez, incluso me pasó en mitad de una frase cuando estaba en un almuerzo con los padres de mi novia de ese entonces. Así de grave fue.

Pero eso no es nada comparado con esto.

Buhaje está sentado en el sillón de la esquina más alejada de la habitación, cerca de la ventana. Se ducho y cepillo los dientes, algo que sé porque la fresca ráfaga de menta silvestre y cítricos era difícil de pasar por alto cuando pasó junto a mí al salir del baño. No me miro ni dijo una palabra desde que entramos en la habitación, lo que fue hace casi una hora. Yo tampoco le dije nada.

El silencio es palpable. Insoportable.

Es mi peor pesadilla.

Estoy atrapado en un espacio cerrado con un hombre que no me gusta, pero al que besé. Un hombre que me golpeo y me manoseo la verga. Un hombre que me odia y me la pone dura al mismo tiempo.

Si alguien me pudiera decir cómo se supone que hay que actuar en este tipo de situaciones, sería genial. Gracias. En serio, contacta con mi agente, mándame un email, DM, no me importa. Sólo dime lo que se supone que debo hacer, ¿de acuerdo?

Cuanto más se alarga el silencio, mayor es el malestar que me invade en oleadas espesas y pútridas.

Para colmo, me encuentro en lo que podríamos llamar un dilema.

Duermo desnudo trescientos sesenta y cinco días al año. Siempre lo hice, siempre lo haré. ¿Pantalones que se enroscan en los tobillos y suben por las piernas, cortando tu circulación toda la noche? No, gracias. ¿Quién necesita eso en su vida? Yo no.

Como resultado, no empaco pijamas cuando viajo.

No tenía ni puta idea de que iba a compartir habitación con nadie, y mucho menos con Spreen Buhaje, así que, por supuesto, no se me ocurrió traer algo para dormir. Los únicos pantalones que empaqué y que aún no me he puesto son unos jeans con grandes bolsillos estilo cargo a lo largo de las piernas y una camisa de botones. Es imposible que pueda dormir así. Una camisa de fuerza sería más cómoda.

Por no mencionar que es lo único que tengo para ponerme mañana.

Así que aquí estoy, duchado y listo para irme a la cama, correteando por una habitación de hotel perfectamente agradable, aunque simple, en nada más que un par de bóxers. Hice todo lo que pude para ocultar la mayor parte de mi culo, pero mis opciones eran muy limitadas. Me sentí desnudo como el carajo cuando me puse la ropa interior en el baño. Tan desnudo que empecé a pensar que tal vez dormir con una camisa de fuerza de ropa incómoda sería preferible, así que para minimizar la sensación, me puse un par de calcetines y me los subí todo lo que pude. Me llegan a media pantorrilla, que no es mucho, pero creo que ayuda un poco.

Me acerco al portaequipajes para tirar la ropa que acabo de quitarme en mi bolsa. El portaequipajes está justo al lado de la silla en la que está sentado Buhaje—la silla cuck, como la llaman—lo que hace que esté a unos cien metros más cerca de él de lo que quisiera. Llegar hasta allí se siente más a un arduo viaje intercontinental que a un corto paseo por la habitación de un hotel.

—Ponete unos pantalones —dice Buhaje con un gesto desdeñoso de la cabeza. Su voz me sobresalta y me enfada a partes iguales. Se mete bajo mi piel y me hace sentir caliente.

—No puedo.

Me mira como si fuera el cabrón más tonto que ha conocido.

—¿Por qué? Parece una petición sencilla. Simplemente sujétalos por la cintura, mete el pie derecho y...

—Um, porque, Buhaje, sólo traje jeans. No traje nada para dormir porque, oh, no sé... supongo que no esperaba compartir mi espacio con otra persona.

—Supongo que no —Sus ojos recorren mi cuerpo. Bajan por mi pecho, mis muslos y rodillas, y se posan en algún lugar cerca de mis pantorrillas. La incomodidad de la habitación aumenta un mil por cien. Cambia el estado de ánimo, lo modifica y lo transforma de incómodo a algo aún más preocupante: la hiperconciencia.

Siento el espacio entre Buhaje y yo como algo físico. Una vara de medir que se estira y se encoge cuando inhalo y exhalo.

—Deja de mirarme así —digo con firmeza, ignorando limpiamente el hecho de que tampoco puedo apartar mis ojos de él. Sé por experiencia en qué puede derivar este tipo de situación con este chico, y eso es lo último que necesito en mi vida. Alguien tiene que tomar el camino correcto aquí, y voy a ser yo.

—Deja de pavonearte así entonces.

¿Pavonear? No estoy jodidamente pavoneándome. Nunca hice eso en toda mi maldita vida.

No respondo, aunque admito que el camino correcto parece un concepto bastante elevado ahora mismo. Lejos y fuera de mi alcance.

Buhaje es un pendejo. Parece que le excita hablarme condescendientemente. Me enoja hasta tal punto que decido no hacer ningún esfuerzo para moverme fuera de su línea de visión. Si le bloqueo la vista de la televisión, genial. Que así sea.

De hecho, me inclino hacia delante a mi antojo, abriendo la cremallera de mi bolso y rebuscando en él la ropa que empaqué para mañana. No pienso volver a pasar por esta mierda. No quiero tener que estar cerca de él en este estado de desnudez por el resto de mi vida. Voy a dejarlo todo en la mesita de noche para poder levantarme mañana de la cama, vestirme y salir de esta habitación lo más rápido que me sea humanamente posible.

Sigue mirándome. Puedo sentirlo, una brizna de líquido caliente recorriéndome la parte posterior de las piernas. Gotas de sudor en un día caluroso. Un goteo sutil que se siente como el aliento en mi piel. Me distrae tanto que no puedo recordar qué demonios estoy intentando conseguir aquí.

Abro la cremallera de mi bolso y lo vuelvo a cerrar.

Entonces recuerdo que estoy aquí para sacar mi ropa para mañana y vuelvo a abrir la cremallera.

Una lenta exhalación desde atrás llega hasta mí, enviando un pequeño escalofrío por mi columna vertebral.

—Apuesto a que pensas que esos calcetines son un auténtico movimiento de poder, ¿verdad, Brown? —Su voz es grava con desdén, como si estuviera molida en ella.

Me doy la vuelta, con la intención de lanzarme a una defensa sólida de que usar calcetines en Detroit a finales de octubre es algo completamente normal. Me está mirando con una intensidad que hace que mi mente falle un segundo. Sus ojos son oscuros, rebosantes de amenaza, y su barbilla se inclina hacia abajo en una amenaza abierta. Me sigue perezosamente, los músculos de su mandíbula apretándose cuando me acerco.

—No —digo con calma—. No creo que mis calcetines sean un movimiento de poder —Hay algo raro en mi tono, lo cual es preocupante, y además no tengo ni idea de adónde quiero llegar. Y me refiero a ninguna. Literalmente ni puta idea. Tengo un mal presentimiento, un aleteo preocupante justo debajo de mi ombligo. Es un presentimiento que reconozco, un presentimiento de que lo que diga me va a sorprender tanto como a él—. Esto es un movimiento de poder.

Observo, distante, cómo mi mano se desliza por el aire, se enrosca firmemente alrededor de su garganta y ejerce presión. El vello facial y la piel caliente chamuscan mi palma. Bajo su piel, ligamentos y músculos trabajan en concierto para enviar cartílago arriba y abajo de la columna de su cuello. Aparte de eso, no se mueve ni reacciona. Me considera detenidamente, los ojos notablemente sin miedo, y dice:

—Cuidado, princesa. Segui así y terminarás de rodillas con mi pija en tu boca.

Todo mi sistema se apaga. Cuerpo, cerebro, todo se desconecta, dejándome en un extraño lugar de ensueño. Un lugar cálido donde los pensamientos son lentos y los latidos de mi corazón son tan fuertes y ruidosos que siento el golpeteo en las manos y el rostro.

Vuelvo a estar en línea con un lento silbido que se instala en mis rodillas y en mi entrepierna. La excitación desenfrenada inunda mis sentidos, ahogando todo lo demás.

No me muevo. Todavía estoy estrangulando a Buhaje, y cada vez soy más consciente de que una de mis rodillas está presionada contra la suya. Se siente cálido donde nos tocamos. Hay una ligera presión que parece hacerse más fuerte. Piel desnuda contra tela de algodón suave y hueso sólido.

Su mano se mueve, un camino meditado y laborioso hacia mí. Las yemas de sus dedos rozan donde nos tocamos, trazan una línea arriba y abajo de la unión y luego suben por la cara interna de mi muslo. Lentamente. Tan despacio que siento las articulaciones de mis brazos y piernas relajándose, y mi cabeza volviéndose pesada. El vello se eriza a medida que su mano sube por mi pierna. Vello suave y sensible. Vello que crece sobre la piel pálida y pasa la mayor parte del tiempo oculto a los demás.

Su mano sigue moviéndose hasta la piel suave y sin vello a un par de centímetros de la costura de mi ropa interior. No se detiene. No puedo respirar. Sus dedos encuentran la costura en la tela y la siguen, las uñas romas se curvan y dibujan tres líneas paralelas en la parte inferior de mi escroto. Líneas ligeras, apenas perceptibles, que me prenden en llamas.

Aparto mi mano de él en estado de shock. Él no mueve la suya.

Sigue acariciándome suavemente. Tan suavemente, que mis párpados se vuelven pesados y mi cabeza amenaza con caer hacia atrás.

Debe de notar que entré en una especie de trance, porque no tarda en sacarme de él.

—Hey, chico bonito —canturrea. Sus palabras me irritan, pero me somete rápidamente arrastrando un único dedo por mi pene y trazando la hendidura de mi raja—. ¿Te vas a arrodillar para mí?

Tengo muchas ganas de negarme. Cada parte de mí relacionada con cosas como el orgullo, la prudencia y el buen juicio me grita que dé un paso atrás y me ría en su cara.

No lo hago.

No es que decida arrodillarme, sino que mis rodillas se doblan y ceden. Abre las piernas ampliamente para enjaularme, y yo me deslizo sin huesos por el suelo a sus pies.

Mi corazón late con fuerza mientras él tira del cordón de sus pantalones de pijama y se los baja lo suficiente para darme una buena vista de su verga y sus bolas. La lujuria que invoca es extrema e inmediata. Una fuerte patada de excitación que me deja sin aliento. Una profunda y apretada espiral de deseo que serpentea a través de mí.

Su vello es oscuro y bien recortado. Un marco perfecto, de aspecto casi inocente, para su furiosa erección. Una erección venosa y gruesa, curvada agresivamente hacia su ombligo.

Está circuncidado, por lo que su cabeza está completamente expuesta, y para mí, eso lo hace verse aún más amenazador. Incluso más tentador. Su cabeza está roja e hinchada mientras se agarra por la base e inclina su pene hacia mí.

La saliva se acumula bajo mi lengua. Trago con fuerza y considero mis opciones. Mi mente se ralentiza, los pensamientos se vuelven densos y engorrosos, lentos, mientras vadean hacia mí a través de un cenagal turbio. Tengo opciones. Las tengo. Lo sé. Puedo hacer esto. Puedo abrir la boca y dejar que Buhaje deslice su pene en ella. Puedo chupársela. Puedo saborearlo. Hacer que se corra y tragar su carga.

Puedo hacer eso. Es una opción definitiva. Llamémosla opción uno. También tengo otras opciones. Estoy seguro de eso. Tengo que estarlo.

Es sólo que no se me ocurre ninguna. Revuelvo mi mente, buscando en cada recoveco de un terreno baldío, en una calle con plantas rodadoras de un pueblo fantasma. No se me ocurre nada.

Por ese razonamiento, la primera opción parece la única sensata.

Dejo que mi mandíbula inferior caiga y espero así, de rodillas, con las manos sobre los muslos, las palmas planas, hasta que Buhaje me rodea la nuca con la mano y guía mi cabeza hacia su pene. Se mantiene firme mientras me la da. La tomo en mi boca con agradecimiento, sin pensar. No lo necesito. Él controla cada momento. El suyo. Los míos. Nada ocurre sin su dirección expresa. No parpadeo ni trago saliva. Todo lo que hago es permanecer abierto y lamer su pene cada vez que me deja entrar en el más mínimo contacto con ella.

Me siento enloquecido. Me siento tranquilo. Me siento enloquecido y tranquilo como nunca antes. Sigo sin pensar. No hay ninguna voz en mi cabeza que critique o cuestione lo que estoy haciendo. No hay comentarios que me distraigan o me hagan recapacitar. No hay nada más que una esfera infinita de dicha. Espesa y densa, un remolino circular de deseo que me envuelve y lo ahoga todo menos el calor del hombre que tengo delante y el estallido salado que golpea mi lengua cada vez que me da a probar su pene.

Me provoca así hasta que no sé qué día de la semana es. Hasta que no sé en qué ciudad estoy. Contra quién acabamos de jugar. Si ganamos o perdimos. Lo único que sé es que quiero más.

Sus dedos están en mi cabello, enroscados con fuerza, sujetándome para que no pueda moverme a menos que él me deje. Me da su cabeza, gorda y bulbosa, dejando que empuje mi lengua hacia abajo, y me la quita antes de que me haya saciado. Lo hace hasta que estoy borracho. Mareado. Arqueando el cuello y luchando contra su agarre hasta que me escuece el cuero cabelludo y grito de dolor.

Sólo entonces, cuando soy menos que medio humano, cede y me suelta. Caigo sobre él, con la mandíbula tan abierta como puedo, y me meto en la boca toda la verga que puedo tomar. Palpita y está caliente, tan gruesa que me reconforta tenerla en la boca.

Muevo la cabeza con urgencia, con las manos aún en los muslos, desesperado y sin gracia, gruñendo mientras la tomo en mi garganta. No puedo tener suficiente. Quiero más.

—Despacio —me advierte mientras una ráfaga de presemen golpea mis papilas gustativas. Mi pene gotea con simpatía, empatía, envidia... las tres cosas.

Subo y bajo las manos por mis piernas mientras la urgencia de tocarlo o tocarme me dominan. Quiero pedirle más, incluso suplicarle, pero mi orgullo no me lo permite, así que en su lugar gimo patéticamente alrededor de su pene.

Sus párpados caen a media asta, la obsidiana brillando y cobrando vida bajo las oscuras pestañas. Pasa sus dedos por mi cabello, no tirando de él, sino apartándomelo de la cara para poder verme.

—Aw —dice dulcemente—, mírate, nene —la palabra me golpea justo entre los ojos y atraviesa la razón. Entra en mi cerebro y reescribe las vías neuronales. Mis caderas se agitan en el aire y fuerzo mi cara hacia su pene con toda la fuerza que puedo mientras mantengo el contacto visual con él—. Mírate — esta vez es más suave. Rasposo y crudo—. Tan bonito con mi pija en la boca — vuelve a acariciar suavemente mi cabello y sonríe sombríamente—. Una pija en tu boca y ni un pensamiento en tu cabeza.

Soy vagamente consciente de que debería estar ofendido, pero ahora mismo no puedo pensar en por qué. Hay un profundo vacío donde normalmente hay claridad. Pero no importa. Nada importa porque Buhaje se puso de pie. Tiene una mano en mi mandíbula, empujándola hacia abajo, y con la otra me abre la boca. Dos o tres dedos gruesos se abren paso entre mis dientes hasta que mis ojos se abren casi tanto como mi boca.

Podrías pensar que lo odio. Que me asustaría, me enfurecería o me quitaría las ganas.

Te equivocarías.

Es combustible para el fuego. Gas para una llama.

Todo mi cuerpo está caliente, tan caliente que siento la piel demasiado tensa y mi pulso está tan acelerado que escucho un claro golpeteo con cada latido.

Me mira y su expresión no se parece a nada que haya visto antes, ni en él ni en nadie. Parece en paz. Completamente quieto. Como si estuviera en el lugar que le corresponde, y yo en el mío. Desliza su pene en mi boca y la empuja tan profundamente en mi garganta que los ojos se me llenan de lágrimas, y me atraganto ruidosamente. Se sale cuando eso ocurre, y yo gimoteo al perderlo, peor que antes.

Soy vagamente consciente de que perdí el control de mí mismo porque puedo escucharme gemir y farfullar de manera incoherente alrededor de su pene. La mayor parte de lo que digo no tiene sentido. No son más que palabras y gemidos que giran en torno a la gruesa y dura carne de mi boca y se pierden.

De vez en cuando, lo que digo tiene sentido, y cuando lo tengo, digo lo mismo una y otra vez.

Lo quiero. Lo necesito.

Mis manos rastrillan mis muslos con más fuerza y urgencia cada vez que él empuja hasta que, eventualmente, el talón de una mano se clava en mi erección en un intento desesperado por apaciguarla.

Buhaje me ve y deja de moverse.

—Uh-uh —dice suavemente—, eso es mío ahora. Nada de tocar a menos que yo lo diga.

Algo está mal. Algo está seriamente mal conmigo porque cuando lo dice, suelto mi pene aunque al hacerlo siento que podría matarme. Lo hago sin preguntar. Sin dudarlo. Lo hago sin ninguna razón.

Excepto por el hecho de que él me lo dijo.

Mis manos cuelgan flojas a los lados mientras Buhaje me penetra la garganta en serio. Los sonidos que saca de mí casi bordean lo grotescos y son cada vez más fuertes.

Mis ojos se cierran cuando siento que se acerca su orgasmo. Su pene palpita y se hincha, y él deja de jadear durante dos, tal vez tres segundos, y entonces lo siento. Lo saboreo. Un espeso torrente de placer. Un río salado de liberación.

Me atraganto y balbuceo y toso, pero sobre todo, sobre todo, trago como un hombre que se está muriendo de sed.

Cuando termina, vuelve a dejarse caer en el sillón y suspira pesadamente. No me dijo que me mueva, así que no lo hago. Mis labios se sienten hinchados y gruesos, y tengo hilillos de semen y saliva goteando por mi barbilla. Sacude lentamente la cabeza, claramente sorprendido por mi estado. Me gustaría que me importara, y casi lo hago. Es sólo que parece que no puedo concentrarme lo suficiente como para sentir otra cosa que no sea la urgente necesidad de correrme.

—Muéstrame tu pija —dice después de tanto tiempo que se me entumecieron las rodillas y me duele la parte baja de la espalda.

Miro hacia abajo sin decir palabra mientras engancho mis pulgares en la cinturilla y deslizo mis bóxers hacia abajo. Estoy tan duro que es doloroso. Siseo, exhalando entre dientes mientras el grueso elástico de la cinturilla roza mi inflamada corona.

Buhaje se inclina hacia delante, con su rostro a escasos centímetros del mío, tan cerca que un par de orbes oscuros e infinitos dominan todo mi campo de visión.

—Hiciste un desastre, princesa —dice casi con amabilidad. Asiento de forma inestable, y eso le hace sonreír.

Extiende una mano y la sostiene cerca de su rostro. Se lame la palma desde la muñeca hasta la punta de los dedos y, sin previo aviso, mete la mano entre mis piernas y me rodea el pene con fuerza. Cada nervio de mi cuerpo se dispara. Cada centro de placer explota.

Me corro al instante.

Me corro tan fuerte que me doblo y caigo sobre mis manos y codos. El placer me desgarra, me destroza, se sale con la suya conmigo y me deja bramando sin sentido mientras el orgasmo me arrasa.

Mientras me agito y convulsiono, él se sube los pantalones y ata el cordón con un lazo. Se sienta, cruza las piernas a la altura de la rodilla y observa, distante, cómo me retuerzo en el suelo.

Cuando todo termina, y tengo la claridad suficiente para guardar mi pene y limpiarme la cara con el dorso de la mano, se ríe en voz baja y dice:

—¿Ves? Te dije que te gustaban las pijas.

La niebla que invadía cada parte de mi cuerpo y de mi mente finalmente se disipa y es rápidamente reemplazada por una maldita sensación de claridad. Claridad y un rápido destello de furia.

—¿Crees que eso me molesta? —digo, impulsándome hacia arriba y esperando como el demonio que mis rodillas dejen de temblar lo suficiente como para soportar mi peso—. ¿Crees que voy a entrar en pánico o en espiral porque te divierte decirme cosas como esa? Bueno, solo ees gracioso para ti , imbécil. Tuve muchas vergas en la boca antes —Es factualmente falso, pero lo digo con tanta convicción que casi lo creo yo mismo.

Con eso, me tambaleo hasta mi cama y me meto bajo las sábanas. Apago las luces y le doy la espalda antes de que tenga tiempo de irse a la cama.

La paz mental y la tranquilidad son cosa del pasado. Mi mente va a mil por hora, repitiendo una y otra vez todo lo que sucedió. No me duermo hasta mucho tiempo después. La mezcla de emociones va desde el arrepentimiento, una abrumadora sensación de qué-mierda-pasó, hasta una oscura y envolvente sensación de conmoción por haber dejado voluntariamente que Buhaje me tratara así.

¿Qué carajo me sucedió?

Es como si hubiera visto la erección de Buhaje y todo lo demás hubiera dejado de existir.

A medida que los minutos se convierten en horas, las emociones vuelven a cambiar. La respiración de Buhaje se hace larga y profunda. Una ráfaga predecible que extrañamente me adormece. No me relaja exactamente. Más bien me centra. Me devuelve a mí mismo. Es como en el entrenamiento del otro día, cuando estábamos solos él y yo en el hielo y podía sentir dónde estaba sin mirarlo. Es como eso, pero más fuerte. Y también más raro.

Estoy furioso con él, obviamente. La forma en que me habló tenía la intención de molestarme, y lo hizo. Estoy casi tan enfadado con él como conmigo mismo, pero me consuela el hecho de que esté respirando cerca de mí.

No sé qué pensar de eso.

Cuando toda la gama de mis emociones hizo una grieta en mí, sigue ahí: el sonido de su respiración. Firme y uniforme. El roce suave de una hoja de sierra desgastando la madera que me ancla. Me enraíza. Me hace saber quién soy y dónde estoy.

Durante mucho tiempo, tal vez una hora o más, eso es todo. Un sonido suave en la oscuridad al que me aferro. No sé qué hora es cuando vuelve a cambiar. Probablemente las primeras horas de la mañana. Me encuentra poco a poco, un suave golpecito en el hombro que no esperaba. Un codazo y luego una ligera caricia. Me invade tan lentamente que tardo en darme cuenta de que algo cambió y, cuando lo hago, tardo más en comprender qué es y qué significa.

Es un alivio.

Es una larga exhalación de un aliento que estuve conteniendo durante años.

Lo hice.

Toqué a un hombre. Por fin, por fin lo hice, y santa mierda, me encantó.

 

 

 

Chapter 10: Spreen

Chapter Text

Si “jugar con fuego y pagar las consecuencias” fuera una persona, se vería exactamente como yo. Idéntico. La misma boca, la misma nariz. Mismo cuerpo y cara. La misma estupidez obstinada que no aprenderá una lección ni para salvar su puta vida.

Pase por esto antes. No creas que no. Sé cómo termina esto.

Para evitar dudas, mal. Mal es como termina. Mal es como siempre termina. Enredarme con alguien como Brown es el peor escenario posible para mí. Incluso si pudieras sacar a Brown de la ecuación, lo que obviamente no podes, es mi compañero de equipo. Es uno de los veintitantos tipos a los que tengo que ver casi todos los malditos días durante meses. No puedo evitarlo haga lo que haga. Sólo llevamos cuatro semanas de temporada. Nos quedan meses por delante. Prácticas, partidos fuera, partidos en casa, eventos del equipo. Es interminable. Un largo y aterrador campo minado sin posibilidad alguna de escape.

No sé en qué estaba pensando al meterme con él. Necesito que me examinen la cabeza. Eso es lo que necesito. Necesito ayuda. Necesito a alguien que me obligue a dejar de ser estúpido. Y ya que están, no estaría mal que también me impidieran prenderle fuego a toda mi vida. Porque eso es lo que estoy haciendo acá. Estoy poniendo en peligro las líneas claras y los límites nítidos que tarde años en poner en su lugar.

Es lo peor que podría haber pasado.

¿Sabes qué? No.

Eso es demasiado fuerte.

Estoy catastrofizando y sacando toda esta cosa de proporción. Claramente lo que pasó no es lo ideal, pero al mismo tiempo, estaba obsesionado con Brown. Estaba consumido por él. Después de besarlo, lo tenía atrapado en un bucle en mi mente, y me iba a volver loco si no hacía algo para detenerlo.

Así que sí, así es como llegamos acá.

Sabes qué, tal vez no es tan malo. Tal vez a la larga, es mejor que esto haya sucedido. A veces, la única forma de sacar a alguien de tu sistema es meterle la pija en la boca. Suena grosero, pero es verdad. Es cierto para mí, al menos, y estoy seguro de que será cierto para Brown.

Probablemente odia mis tripas en este momento, y ese es el mejor resultado posible. Probablemente estará muy enfadado por cómo le hablé, y no querrá volver a tener nada que ver conmigo mientras viva, y eso es exactamente lo que quiero, así que todo está bien si termina bien.

Probablemente esté bastante molesto por lo que pasó. Fui duro y desagradable. Tiene todo el derecho a estar furioso conmigo. Yo fui el agresor, así que estoy bastante seguro de que lo que pasó fue principalmente, si no todo, culpa mía.

La puta madre.

Voy a tener que ver cómo está cuando se despierte. Asegurarme de que está bien o lo que sea.

Sí, para estar seguro, creo que debería disculparme con él. Debería escupir las palabras lo siento y seguir adelante, y luego creo que debería dejarlo completamente solo. Creo que debería intentar no hablar más con él, excepto cuando sea absolutamente necesario. Creo que no debería burlarme de él en el hielo durante un tiempo y, para estar seguro, creo que ni siquiera debería volver a comprobar sus estadísticas. Ni leer lo que la prensa dice de él. O ver si hay algún vídeo en la televisión en el que aparezca.

Y definitivamente no creo que deba seguir viendo sus TikToks.

Es una pérdida de tiempo. Eso es lo que es. Una aplicación adictiva y sin sentido.

Voy al baño antes de que se despierte y me aseguro de estar bien vestido antes de salir. No es que no confíe en mí mismo. Es que intento ser respetuoso.

Su alarma suena quince minutos antes de la hora en que se supone que debemos encontrarnos abajo. Se queja y mantiene los ojos cerrados mientras pasa la mano torpemente por toda la mesita de noche hasta que finalmente logra alcanzar la pantalla de su teléfono y detener el estruendo de su alarma.

Se quita las sábanas y se levanta. Las líneas en su abdomen se hunden y se marcan con el movimiento, pero está bien. No estoy mirando. Se tambalea al ponerse de pie, parpadeando y frotándose los ojos. Traga saliva y hace una mueca como si tuviera un mal sabor de boca. O le doliera la garganta.

Aparto rápidamente la mirada.

Está claro que acaba de salir de un sueño infernalmente profundo y no se despertó del todo, así que probablemente no debería molestarlo. Sí, eso es lo que debería hacer. Debería bajar temprano, tomar un café y sentarme un rato a solas en el vestíbulo para despejarme.

Hago un ovillo apretado con mi pijama y la ropa que usé ayer, y los guardo en mi bolso.

—Brown —digo, con cuidado de mantenerme mayormente a espaldas de él—. Sobre lo que paso anoche. No estuvo bien. Yo, uh... —Lo admito, es un poco más difícil hilvanar una frase de lo que considero ideal. No estoy en mi mejor momento, y en retrospectiva, tal vez habría sido prudente abordar una conversación como esta con el estómago lleno. O al menos con cafeína. Pero a la mierda, esto necesita decirse, y tengo que ser yo quien lo diga—. No deberíamos haber... quiero decir, yo no debería haber hecho... eso —Hago un gesto brusco hacia el lugar en el suelo donde se arrodilló anoche—. Lo siento, y no volverá a pasar.

Ya está. Mis palabras salen un poco atropelladas al final, pero lo dije, y eso es lo importante.

Por el rabillo del ojo, lo veo cruzar los brazos con fuerza sobre su pecho. Es un gesto inusual en él, mucho más tenso de lo habitual, así que me llama la atención. Me giro hacia él. Tiene los ojos entrecerrados y hay algo muy desconcertante en la forma en que me mira.

Deja caer ligeramente la mandíbula y se pasa la lengua por los dientes de atrás mientras me mira.

—¿Es eso cierto? —Alarga cada palabra y su voz suena diferente. Ronca por el sueño e impregnada de una aspereza rasposa que rueda por el fondo de su garganta antes de desplegarse en mi dirección.

Me inquieta, pero respondo rápidamente.

—Sí. Lo es.

Otra vez esa mirada. La misma, pero diferente. Peor. Más desconcertante.

Más inquietante, sobre todo cuando me doy cuenta de lo que significa.

No está de acuerdo.

Brown no está jodidamente de acuerdo en que no deberíamos volver a hacerlo.

Me mira de arriba abajo de una forma tan despectiva que, por un segundo, considero abalanzarme sobre él y lanzarlo a la cama, arrancarle uno de sus calcetines de puta de uno de sus pies y metérselo en la boca para que deje de hablar. Me cuesta tanto reprimir el impulso que mi ojo izquierdo comienza a palpitar.

Se inclina hacia delante. Sus ojos cafés se aclaran mientras me enfoca. Su cara está demasiado cerca de la mía.

—¡Te equivocas! —escupe.

Lo dice como si fuera un desafío. Se me ponen los pelos de punta, pero no es la primera vez que trato con un hombre irrazonable. Ni mucho menos. Es algo en lo que tengo mucha experiencia, así que sé cómo manejarlo.

—No, no —explico pacientemente—. Tengo razón. Fue una mala idea y no volverá a ocurrir. Es todo.

Parpadea dos veces, con los labios apretados y el cabello castaño cayéndole sobre la cara.

—¿Quieres apostar?

—Claro —digo a la ligera. Una apuesta es exactamente lo que requiere la situación. Odio perder cualquier cosa, ¿pero dinero? Sí, no soporto perder eso.

—Te apuesto... —Su lengua se asoma entre sus labios y su cabeza gira microscópicamente hacia un lado mientras intenta dar con una cifra que crea que me va a despeinar—, ...mil dólares a que vuelves a meter tu verga en mi boca a la primera oportunidad que tengas.

Me aclaro la garganta con una tos seca que casi se convierte en ahogo y tomo nota mental de hidratarme bien antes de entablar este tipo de discusiones en el futuro.

—Te apuesto diez mil dólares a que no lo haré. Ya está.

Eso pondrá fin a la locura.

 


En resumen, le debo a Roier Brown diez mil dólares. No estoy para nada feliz por eso.

No es por avergonzar a nadie por sus calcetines, pero si insistes en pasearte por las habitaciones de hotel en nada más que bóxers y los calcetines más putos conocidos por el hombre, esta es la mierda que pasa.

No sólo los calcetines eran el problema, aunque admitámoslo, sí eran un problema bastante grande. Punto blanco. Ajuste perfecto. Dos líneas azules paralelas en la parte superior, diseñadas con el propósito expreso de atraer la mirada hacia arriba. Eran sus piernas y la forma en que los calcetines las abrazaban justo debajo de las pantorrillas. Un centímetro o menos por debajo de la línea curva del músculo de la pantorrilla. Una pequeña sombra que se hundía y desaparecía cuando se movía. Una sombra que me tentaba. Una sombra que deletreaba mi nombre y lo escribía por todas las paredes y el techo.

Ahora está de rodillas, limpiando alegremente copiosas cantidades de semen del suelo con un largo trozo de papel higiénico hecho una bola. Yo estoy acostado en el sillón de la esquina de la habitación, sin huesos. Tengo las piernas abiertas y, aunque intente moverme dos veces, no logre mantener una postura erguida en ninguna de ellas.

—Acepto efectivo o cheque —se ríe—. PayPal, Venmo o Zelle. Honestamente, cualquier aplicación funciona. No me importa. Si funciona para ti, funciona para mí.

Dejo caer la cabeza contra el respaldo de la silla y respiro hondo. La claridad mental escasea ahora mismo, así que puede que me equivoque, pero santa mierda, no se me ocurre ni una sola vez que un chico me haya desarmado de esta manera. Ni siquiera estoy seguro de cómo sucedió. Un minuto, yo era fuerte, mirando por la ventana, y al siguiente, él estaba allí, en el centro de la habitación, lo único que podía ver. Eran los calcetines y los Calvins blancos. Eran las piernas. Pero, sobre todo, era su cara. Levantó ligeramente los hombros antes de hablar y sonrió tímidamente, pellizcándose el labio inferior entre dos dedos antes de soltarlo.

—Buhaje —Lo dijo en voz baja, como si eso lo hiciera mejor. Como si eso lo hiciera menos real. Menos aterrador—. Dime que soy bonito.

Lo perdí.

Perdí la puta razón.

Razón. La realidad. Humanidad. Todo estaba allí un segundo y luego desapareció. Yo me había ido. No sé exactamente qué pasó. No sé quién se movió primero o incluso quién hizo qué. Lo único que sé con certeza es que algo importante me sucedió. Me duele la columna por lo mucho que me arqueé y mis bolas están vacías. Brown tiene una sonrisa del gato de Cheshire y un reguero de saliva o semen corriendo por una comisura de su boca, y el eco de mi orgasmo está rebotando por toda la habitación.

 

 

Chapter 11: Roier

Chapter Text

Bueno, estoy súper feliz. Ganamos nuestro partido, acabo de ganar diez de los grandes, y chupé la verga de Buhaje otra vez.

No voy a mentir. Que Buhaje me dejara chupársela la semana pasada y luego intentara alejarse de mí al día siguiente fue un shock. Me molesto mucho desde que me uní a los Vipers, pero esa pequeña jugada podría haber sido lo que más me afectó. No fue hasta que dijo que no podíamos hacerlo de nuevo que todo realmente encajó para mí. En el instante en que comenzó con esa mierda de disculpa, un montón de cosas se volvieron perfectamente claras para mí. Mientras hablaba, me di cuenta de lo que esto es para mí.

Me di cuenta de lo que quiero. No sólo quiero. Necesito.

Esta curiosidad, o como quieras llamarlo, surgió bastante seguido cuando era más joven, pero en su mayoría permaneció latente durante los últimos años. Incluso cuando era más joven, era más un murmullo silencioso que algo que exigiera atención. Era una pregunta que se planteaba de vez en cuando, pero que se conformaba con no recibir respuesta. Estaba ahí, pero era fácil de ignorar, sobre todo porque mi atracción por las mujeres siempre ha sido fuerte.

En el pasado, era confuso cuando un chico hacía saltar algo en mí. Casi incómodo. No, no incómodo, inquietante. Una sensación a flor de piel, difícil de localizar, de querer algo sin nombre de ciertos chicos. Su compañía. Su aprobación. Realmente nunca supe si era una especie de admiración o algo más. Siempre era una de esas vibras de: ¿Quiero ser él? o ¿Quiero estar con él?

Fue así con Buhaje cuando nos conocimos. Lo adoraba como a un héroe. Era el mejor jugador contra el que había jugado con diferencia. Era enorme. Y oscuro. Y enigmático. Era sólo un niño cuando nos conocimos, pero algo en él lo hacía parecer mayor. Como si tuviera toda su mierda bajo control. Como si pudiera llamarse a sí mismo un hombre, y la gente no se reiría si lo escucharan decirlo.

Era diferente entonces. Menos enojado. Menos idiota. Más amistoso. Dios, lo admiraba.

Una vez, en el campamento de hockey de la liga juvenil, hice un tiro de revés muy bueno y Buhaje dijo—: Buen tiro, Brown —Y juro por Dios que sentí como si estuviera flotando. Fue el segundo en que supe que el hockey era más que un deporte para mí. Más que un sueño. Ese comentario de Buhaje fue todo lo que necesité para creer que tenía lo que hacía falta para ser profesional.

Seguí su carrera como un halcón durante los primeros años después de aquel campamento. Me da vergüenza admitirlo, pero durante un tiempo tuve una foto suya en la pared de mi habitación, encima de mi escritorio. Durante mucho tiempo, sentí una atracción confusa cada vez que la miraba. Es mortificante pensar en eso ahora, pero incluso le conté a mi mamá todo sobre él. Le dije que era el mejor, un buen chico, un gran jugador. Obviamente lo malinterpreté. Tomé un par de conversaciones sin importancia y un cumplido o dos y lo convertí en una amistad cargada en mi mente.

Dejé la foto allí para siempre. Sólo la quité cuando quedó absolutamente claro que era un imbécil.

Ahora me siento diferente.

Ya no hay confusión. Estoy de rodillas, limpiando el desastre que acabo de hacer. Tengo el sabor de la verga de Buhaje en mi boca y me duele la garganta al tragar. Estoy más lúcido de lo que estuve en semanas. Esto no es un murmullo. No es incierto, y no se puede ignorar. No es un rumor bajo, y no es superficial. Es tan profundo que llega hasta mis huesos. Recorre mi médula, calentándola y haciéndola chisporrotear. La pregunta fue formulada y respondida.

Sé lo que quiero. Sé a quién quiero.

Quiero a Spreen Buhaje.

A mi verga no le importa que sea un imbécil. Lo quiere.

Sé exactamente qué es esto también: atracción sexual. No quiero ser él.

Quiero estar con él.

Y para ser más claro, quiero que él esté conmigo.

Sigue sentado en el sillón, pero por fin empieza a moverse. Se las arregla para levantarse, aunque parece un poco inestable sobre sus piernas. Se da la vuelta y se sube los pantalones. Cada vez que se mueve, la tinta de su espalda ondula. Se mueve como si tuviera vida propia. Las enredaderas y las rosas crecen y cambian ante mis ojos.

Tristemente, su estado comprometido no le impide hablar. Su voz es grave y carece de su animación habitual, un zumbido bajo y monótono que enumera todas las razones por las que no deberíamos volver a estar juntos.

—...compañeros de equipo... chicos incómodos... poco profesional... totalmente poco profesional...

—Mm-hmm —digo, asintiendo en apoyo. Está hablando con el culo, y la verdad es que no tengo tiempo para estas tonterías, pero no quiero discutir—. Poco profesional, ¿eh?

—Sí, completamente poco profesional... er, definitivamente no va a volver a pasar.

Cuando termino de limpiar, tiro el papel en el bote de basura en la esquina de la habitación y me dirijo hacia donde él está. Paso mis manos suavemente por uno de sus brazos para llamar su atención, frotando mis palmas contra el vello áspero que encuentro allí.

Balbucea y parece quedarse sin fuerzas. Gracias a Dios, porque por mucho que me encante pelearme con él, estoy un poco mareado por lo fuerte que me corrí y preferiría no meterme con él hasta que me haya recuperado.

—¿Quieres ver si puedes recuperar tu dinero? —Ofrezco como concesión.

 


Me arrepiento de haber hecho una apuesta con Buhaje por segunda vez. La primera vez fue impulsivo y no pude evitarlo. La segunda vez, debería haberlo pensado mejor. Spreen Buhaje es competitivo como la mierda, y si alguien debería saber eso, soy yo.

Me dio la mayor distancia imaginable desde nuestro último partido fuera de casa. Hemos tenido un día libre, un entrenamiento y un partido en casa desde entonces. No lo vi en nuestro día libre, obviamente. Me relajé bastante. Pasé la mayor parte del día en casa deseando tener un sofá e intentando comprar uno por internet. Cuando no tuve éxito, recurrí a acechar mis propias redes sociales para ver si Buhaje había vuelto a mirar mi perfil. No lo había hecho. Apenas me miró en los entrenamientos. No me insultó en absoluto, no me hizo ninguna crítica constructiva sobre mi juego, ni siquiera me llamó poni de feria, y cuando tropecé con él a propósito de camino a los vestuarios, se disculpó.

Fue una mierda.

El partido también fue una mierda. Perdimos. Jugamos como “una absoluta basura”, como el entrenador elocuentemente dijo. Me siento mal porque estuve muy fuera de juego. Fallé un gol fácil, y no quiero ni hablar del penalti que regalé. En cuanto ocurrió, supe que sería una de esas cosas que reviviría durante años. Ya sabes, ese tipo de cosa que te despierta aleatoriamente cada pocos meses, te hace sudar y quieres retroceder en el tiempo y abofetearte a ti mismo por haber sido tan estúpido. Fue realmente malo. De camino a los vestuarios, Juan lanzó un brazo a mi alrededor y dijo:

—No te preocupes, amigo. No fue tan malo como crees.

Viniendo de Juan, eso significa que fue una mierda y algo más.

La mayoría del equipo salimos a ahogar nuestras penas después del partido. Fuimos a Snake Bite, un bar de mala muerte a un par de manzanas del estadio. Es una institución de los Vipers. Es uno de esos lugares que parecen mugrientos por fuera y huelen a grasa de hamburguesa y cerveza por dentro, pero el ambiente es bueno. Los clientes habituales nos conocen por nuestro nombre. Son increíbles, no se meten con nosotros y se aseguran de que los fans nos den el suficiente espacio para que podamos relajarnos un poco.

Buhaje estaba allí, oscuro y melancólico, sentado en la barra, con la mirada perdida en la distancia. Fue molesto. Era como cuando está en el hielo y puedo sentir dónde está. Cada vez que entablaba una conversación con alguien, sentía esta vaga atracción hacia él. No podía dejar de mirarlo. Lo hice tanto que Juan me preguntó dos veces si estaba bien. Buhaje estaba sentado en el bar con Sapnap y Bennet. Bennet era el que más hablaba. Era algo entretenido, si la reacción de Sapnap servía de referencia. Debía de serlo porque Buhaje sonrió tres veces y dijo “Hmph” una vez. Ordenó una cerveza rubia y se la bebió rápidamente. Lo más cerca que estuvo de hacer contacto visual conmigo fue mirar un punto a unos centímetros por encima de mi cabeza.

Fue el primero en irse.

 


Anoche soñé con él. Estábamos en el hielo. Sólo nosotros. No había nadie más, ni siquiera el entrenador. Llevábamos los patines puestos, pero no el resto del equipo. Usábamos ropa normal, jeans y camisetas. Eso me pareció extraño, incluso mientras soñaba. Yo me sentía extraño, sin restricciones y más desnudo de lo que me suelo sentir sobre el hielo. También más libre. Durante la primera parte del sueño, estábamos jugando con un disco, pasándonoslo de un lado a otro, pero entonces ocurrió una de esas cosas raras de los sueños, y el disco ya no estaba allí. Yo aún tenía mi palo, pero Buhaje no tenía el suyo. Tardé un segundo en darme cuenta de lo que había pasado. Él era el disco. Una oscura raya de amenaza que se deslizaba unos pasos por delante de mí. Goma dura y pegajosa comprimida y sometida a una intensa presión, alejándose a toda velocidad de mí.

Me desperté sudoroso y jadeante, sintiéndome confundido. Fue un sueño extraño. Un poco jodido.

Y muy poco realista.

En el sueño, no podía atraparlo.


Estaba cagando ladrillos antes de salir al hielo esta noche. No hay nada peor que decepcionar a tu equipo, y necesitaba una victoria para convencerme de que pertenezco aquí. Por suerte, jugué mucho mejor. El partido se fue a tiempo extra y penales, así que no fue fácil, pero marqué el gol de la victoria y no cometí ninguna cagada importante, así que fue un gran alivio.

Debería estar disfrutando de la euforia de la victoria, pero no lo estoy. Estamos en el vestíbulo de nuestro hotel en Filadelfia, un espacio cavernoso y ornamentalmente iluminado que resuena cuando la gente habla, y ahora estoy más nervioso que antes del partido.

Tengo las manos en los bolsillos porque me arranqué tanto las cutículas en el autobús que casi me saqué sangre. No había hecho eso en años. Desde que era niño. Mi ansiedad está por las nubes. Tengo las palmas de las manos húmedas y el corazón me late tan fuerte que me cuesta concentrarme en otra cosa.

Me preocupa todo. Algunas cosas tienen sentido, otras no.

Estoy preocupado porque jugamos bien esta noche, y Buhaje y yo no hemos tenido más que una pequeña discusión en tres o cuatro días, así que hay muchas posibilidades de que el entrenador piense que hemos resuelto nuestra mierda y deje de hacernos compartir habitación. Por mucho que parezca que eso sería bueno, si no nos obligan a estar juntos en un espacio reducido, ¿cómo mierda voy a ser capaz de ponerme en una situación en la que esté a solas con él?

También me preocupa que el entrenador se mantenga firme y nos vuelva a meter en una habitación juntos, y que esta vez sea aún más incómodo que la primera vez. Me preocupa empezar a hablar si eso sucede, y si pasa, no hay forma de saber qué diré. Literalmente nada. Podría decir la mierda más vergonzosa de mi vida y no tener forma de detenerme. Me paso antes cuando estaba menos estresado que ahora, así que sé que es una posibilidad.

Me preocupa que Buhaje sea un imbécil testarudo y que no pase nada entre nosotros por culpa de la estúpida apuesta que hice. Y entonces moriré de alguna rara y terrible dolencia causada por tener la verga tan dura que el cerebro deja de funcionar y entro en coma, o algo así, y sería una forma horrible y vergonzosa de morir. Sólo piensa en mi mamá y mi papá, teniendo que vivir algo así. La prensa se daría un festín con eso. Acamparían frente a nuestra casa. Mi familia nunca escucharía el final de eso. El trauma sería irreal.

Dios, hay demasiado ruido aquí. Y está demasiado brillante. Hay tantas bombillas diminutas en la araña gigante que cuelga sobre mi cabeza que han grabado un patrón en mi retina. Veo puntitos amarillos cada vez que parpadeo y eso me hace sentir peor de lo que ya me siento.

Estoy casi fuera de mí cuando Warren grita:

—Buhaje, Brown, están en la 502.

Soy golpeado por una tormenta de emociones al escuchar eso: nervios y alivio, inquietud y júbilo. Paso por cada una tan rápido y con tanta fuerza que casi me olvido de borrar la sonrisa de mi rostro mientras doy un paso adelante para tomar la tarjeta llave de Warren.

Me tiembla la mano mientras paso la tarjeta por el lector de la cerradura de nuestra puerta. Buhaje está de pie detrás de mí, un poco demasiado cerca y un poco demasiado lejos. Sostengo la puerta para él. Entra y se dirige directamente al cuarto de baño, cerrando firmemente la puerta tras de sí y poniéndole seguro.

Se toma su puto tiempo ahí dentro. La ducha dura doce minutos y el grifo del lavabo se abre y se cierra tres veces. Escuchar la puerta no hace nada para calmar mis nervios, así que voy al minibar, abro una cerveza y me acomodo sobre un montón de almohadas mientras espero en mi cama a que él salga.

Para cuando la cerradura de la puerta del baño finalmente se gira, mis piernas tienen esa sensación de dolor después del partido. Tal vez debería haberme quedado más tiempo en el baño de hielo, pero en lugar de eso, me hundi cinco centímetros en el colchón y no puedo imaginarme moviéndome pronto. La sensación se evapora en cuanto lo veo. No sé cómo llamar a la sensación con la que se sustituye, pero es inusual, eso seguro. Buhaje, es decir, Spreen Buhaje, ala derecha de los Vipers y uno de los chicos malos más infames de la NHL, acaba de salir de una nube de vapor y entra en la habitación vestido de pies a cabeza con un pijama de franela a cuadros. No me refiero a pantalones de franela combinados con una ajustada y sexy camiseta de punto. Me refiero a los pijamas de cuadros que sueles ver en niños menores de cuatro años o en tu abuelo. Hablo de un conjunto de camisa y pantalón azul y blanco con botones. Por si fuera poco, lo lleva abotonado hasta el cuello.

—¿Qué verga es eso? —pregunto antes de poder censurarme. Mantiene la mirada a diez centímetros a mi izquierda y dice:

—Es un pijama, Brown. Ropa para dormir. Ya sabes, el tipo de cosas que se llevan habitualmente para no hacer sentir incómoda a la gente que te rodea.

—Odio decírtelo, pero eso no son pijamas. Son pijamitas.

No se digna a responder, pero suelta una pequeña bocanada de aire por la nariz por el esfuerzo que le cuesta permanecer en silencio.

—Ya podes usar el baño —Extiende una mano con aire solemne, mostrándome el camino con la postura de un hombre que tiene un-palo-metido- en-el-culo y fue ujier en muchos eventos de etiqueta en una vida anterior.

El baño está impecable. El suelo, el lavabo e incluso la ducha parecen haber sido limpiados. Los artículos de aseo de Buhaje están guardados en su neceser, y los únicos indicios de que ha utilizado la habitación son las toallas húmedas colgadas ordenadamente en el gancho de la puerta y el ligero aroma a cítricos y almizcle de hombre que flota en el aire.

A falta de algo mejor que hacer, me lavo los dientes y me doy una ducha, aunque ya me duché después del partido y dos duchas en tan poco tiempo no suelen ser algo que considere esencial.

Mi verga ha estado dura desde que subí al autobús, y estar desnudo sabiendo que Buhaje está en la habitación de al lado no hace nada por aliviarla. Considero masturbarme para estar más despejado y poder manejar mejor la extraña situación de las pijamitas que tengo entre manos. Lo pienso mejor porque me masturbe tanto en los últimos días que empiezo a sospechar que me está haciendo más mal que bien.

En vez de eso, me pongo a jugar con mi teléfono y grabo algo para mis redes sociales. El vídeo con el que termino es un poco más audaz de lo usual, pero me gusta. Veamos si Buhaje puede mantener su boicot a mi TikTok frente a la falta de camiseta y los pantalones grises.

Mi corazón late tan fuerte que siento que se me va a salir del pecho para cuando dejo el baño. Imaginé por lo menos ciento ochenta mil millones de escenarios posibles la próxima vez que Buhaje y yo estemos juntos en un espacio reducido, pero aun así, nada podría haberme preparado para lo que me encuentro.

Buhaje está en la cama con las sábanas subidas hasta las axilas, inmóvil como un cadáver. Pero no sólo eso, tiene un antifaz para dormir ligeramente grande cubriéndole la mitad superior de la cara.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto, medio consternado, medio incrédulo.

—Se llama predicar con el ejemplo, Brown —responde secamente, un hilo de tensión tirando de las comisuras de sus labios, haciéndolos curvarse hacia abajo—. Se llama anteponer las necesidades y el bienestar del equipo. Se llama pensar con la cabeza, no con la pija.

—Oooh —Hago que parezca que estoy de acuerdo o que al menos estoy considerando seriamente el asunto. La tensión alrededor de sus labios se desvanece ligeramente. Me alegra. Es exactamente lo que esperaba, así que voy directo a matar.

Camino hacia su cama y me detengo lo suficientemente cerca de ella como para que mi rodilla se hunda en su colchón, sacudiéndolo ligeramente. No lo toco, y no lo haré a menos que deje esta tontería de las pijamas y el antifaz, pero quiero que sepa que estoy cerca. Quiero que me sienta como yo lo siento a él. En el hielo. Y en los bares. Y en vestuarios y vestíbulos de hotel. Quiero que me sienta como yo lo siento a él todo el tiempo. En todas partes.

Y lo hace. Debe de hacerlo, porque antes de que abra la boca para hablar, todo su cuerpo se tensa. Su pecho sube bruscamente y baja lentamente.

Mi voz es suave. No amenazante y dulce.

—¿Quieres que te la chupe?

—¡No! —Su voz se quiebra y añade un “Gracias” demasiado rápido y entrecortado, que suena más como una palabra que como dos.

—De acuerdo —Me dirijo al portaequipajes cerca del televisor donde está mi bolso. Saco mi lubricante, asegurándome de sostenerlo de manera que él pueda verlo en caso de que haya un hueco en su antifaz y, por casualidad, esté espiándome. No se mueve ni respira raro, así que puede que no lo haya visto.

Me acuesto en mi cama y abro el tapón del lubricante sin hacer ningún esfuerzo por hacerlo en silencio. Tengo la sensación de que Buhaje es de los que reconocen el sonido de alguien lubricándose el pene, y no me equivoco. A mi lado, veo que se pone rígido. No se mueve en absoluto. Ni sus manos. Ni su cabeza. Ni siquiera su caja torácica.

Jugueteo un rato con la cintura de mis pantalones de chándal, estirando el elástico un par de veces antes de pasármelos por las caderas.

—¿Q-qué estás haciendo? —pregunta.

—Me masturbo —respondo, teniendo cuidado de mantener un tono relajado. Suelto un pequeño suspiro apenado mientras empiezo a acariciarme— . Tengo que hacerlo. Estoy tan duro y excitado, y no puedo dormirme con la verga así.

La manzana de Adán de Buhaje sube por su garganta y se queda suspendida. Cuando traga, lo hace tan fuerte que escucho un glup audible. Me gusta saber que lo estoy afectando. Me da una vertiginosa oleada de poder que sube directamente a mi cabeza. Al mismo tiempo, sé que me estoy pasando de la raya y, aunque estoy disfrutando más que en toda la semana, una parte muy tonta de mí quiere su permiso para hacerlo.

—¿Quieres que vaya al baño?

—Uh, erm, nah. Quiero decir, no. Está bien... estoy bien.

El alivio me invade. Mis miembros se relajan al sonido de su voz. Le parece bien que yo esté aquí. Haciendo esto.

Estoy acostado boca arriba, con la cabeza en la almohada y el rostro girado hacia él. No le quito los ojos de encima mientras empiezo a acariciarme y siento el primer soplo cálido de cosas buenas fluyendo a través de mí mientras mi mano sube por mi pene. La bajo lentamente. Con firmeza, pero no demasiado. Quiero que dure. Quiero sentirme bien e, idealmente, volver completamente loco a Buhaje mientras lo hago.

Hay un suave aleteo. Un ligero cosquilleo. Alas de papel sobre mi piel. Se fortalece y se transforma a medida que me toco. Al principio, los sonidos que hago son para él, exagerados y elegidos para su beneficio. Para agitarlo. Para perturbarlo y excitarlo.

Y luego ya no. Cambian. Ahora son para mí.

Son porque estoy aquí, medio desnudo con mi verga en la mano, y Spreen Buhaje está aquí también. Está cerca. Está en su cama, con los brazos estirados a los lados, agarrando las sábanas. Lo veo. Grandes manos sobre el suave lino, haciéndolo bola, apretándolo rítmicamente. Aplastándolo, tirando de él porque no puede evitarlo.

Puede negarlo todo lo que quiera, pero me desea tanto como yo a él. Lo sé.

—Buhaje —Es una oferta, una rama de olivo—, ¿quieres mirar? Está bien si quieres hacerlo —Su cabeza rueda hacia un lado como si quisiera sacudirla, pero una vez girada en mi dirección, se olvida de moverla hacia el otro lado—. Quiero que lo hagas.

Levanta la mano, derrotado, y se quita el antifaz. Su cabello está revuelto y parpadea con fuerza, como alguien o algo emergiendo de una larga hibernación. Me mira así durante lo que se siente una eternidad, pero que probablemente sólo sean unos segundos, y se desliza fuera de su cama. Sus pies pisan el suelo enmoquetado entre nuestras camas durante dos segundos, y luego el colchón se hunde y él está en mi cama. Sobre mí. A horcajadas sobre mis muslos, sujetándome con su cuerpo, observando atentamente cómo me masturbo.

Las alas de mariposa y los ligeros aleteos se convierten rápidamente en hormigueos. Mis extremidades se bloquean, los dedos de mis pies se tensan mientras mis caderas empujan para acercarse a él.

Aparte de su peso sobre mis piernas, no me toca. No lo necesita. Siento su mirada más intensamente de lo que jamás sentí el toque de alguien. Es pesada y densa. Caliente como la miel que ha estado bajo el sol. Sube por mis muslos y baja por mi pecho, encontrándose en el centro y duplicando su intensidad.

Me mira desde arriba, siguiendo mi mano mientras sube y baja por mi pene. Sus labios están entreabiertos. Un suave toque rosado en sus mejillas. Desde donde estoy, sus ojos casi parecen cerrados. Las sombras se extienden por sus mejillas. Pestañas oscuras y cabello desordenado. Pijamas de nerd y respiraciones ásperas.

Es demasiado. Demasiado caliente. Demasiado cerca y no lo suficiente.

—Por favor —gimoteo—. Buhaje, por favor.

Mi orgasmo está cerca, rodeándome. Estrangulándome. Una fuerza imparable hinchándose dentro de mí. Una fuerza que necesita liberarse.

Me agito debajo de él, frenético, salvaje porque él está aquí, a mi alcance, pero no me está tocando.

Por favor —Vuelvo a decir, esta vez entre dientes apretados, con el cuello y el pecho arqueados fuera del colchón.

Tengo los ojos abiertos y salvajes, ardiendo por la inmensa necesidad de cerrarlos para contener mi inminente liberación. La cabeza de Buhaje cae hacia delante, sin llegar a tocarme, pero casi lo bastante cerca como para besarme, y su siguiente respiración se ve interrumpida por un suave gemido. Siento ese gemido bajo mi esternón. Lo siento en la base del cráneo. Embisto mi mano una vez, dos veces más, y luego quito la mano de mi pene aunque sé muy bien que si Buhaje vacila, si tarda dos segundos en reaccionar en lugar de uno, habré arruinado mi propio orgasmo.

No lo hace.

Di lo que quieras sobre el hombre, pero sus reflejos son impresionantes. Rodea mi pene palpitante sin vacilar, sujetándola con firmeza, bombeándola con fuerza y catapultándome a otra dimensión.

Me corro tan fuerte que es casi doloroso. Casi violento. Todavía estoy en plena agonía cuando el peso de Buhaje cambia. Se mueve sobre mí, con las manos y rodillas a ambos lados mientras me agito bajo él, y se sienta a horcajadas sobre mi pecho. Me arqueo debajo de él, ansioso por más contacto. Se baja los pantalones y, mientras lo hace, yo levanto las dos manos por encima de mi cabeza y las cruzo a la altura de mis muñecas. Él lo toma como lo que es: un acto de rendición. Se inclina sobre mí, tomando ambas muñecas con una mano y empezando a acariciarse con la otra.

Forcejeo como un loco. Al principio, lo hago sólo para ver mejor su pene, ya que la parte superior de su puta pijama me bloquea la vista, pero luego lo hago para probar su fuerza. Es impresionante. Un peso muerto, una sólida losa de hielo sujetándome. Pero es más. No es sólo confinamiento, no es sólo restricción. Mi cuerpo lucha, se agita y se retuerce todo lo que puede. Cada vez que lo hago, me encuentro con un inflexible muro de resistencia que me hace soltar algo. Algo pequeño, algo grande. Algo a lo que no me había dado cuenta de que me estaba aferrando.

No pestañeo en todo el tiempo. Su pene me apunta directamente a la cara, la cabeza de color rojo oscuro y goteando profusamente. Palpitando en su puño mientras la agarra. Me quedo quieto mientras sus caricias se aceleran y, cuando lo hago, percibo un suave coro de súplicas y ruegos.

Vienen de mí.

Sé lo que está a punto de ocurrir. No hace falta ser un genio para darse cuenta, pero aun así, quiero dejar en claro que comprendo mi posición. Sé que Buhaje está a punto de ahogar la vida de su verga y disparar su carga en toda mi cara. Lo sé. Es humillante como la mierda, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Me está sujetando. Estoy indefenso.

Lo que me interesa, incluso ahora, incluso en este estado animal, es que no estoy seguro de cuánto me importa. No estoy seguro de que me importe en absoluto. De hecho, existe la posibilidad de que no le esté suplicando que no lo haga.

Hay una buena posibilidad de que se lo esté pidiendo.

Mantengo los ojos abiertos cuando guarda silencio, y la quietud a su alrededor parece absorber el aire de la habitación. Y los mantengo abiertos mientras su raja se separa y se abre. Es sólo cuando escucho el sonido ronco de su placer cuando aparto los ojos de él y cierro los párpados de golpe. Espero la salpicadura. El estallido húmedo, el chorro caliente de vergüenza.

Espero. Y espero.

No llega.

Cuando abro los ojos para ver qué demonios pasó, lo veo convulsionándose con ambas manos entre las piernas, una mano rodeando su longitud y la otra sujetando la punta, atrapando lo que produjo.

—¿Por qué hiciste eso? —pregunto soñadoramente.

Se inclina sobre mí, su cara a escasos centímetros de la mía, los ojos más oscuros que de costumbre, sacude la cabeza y sonríe como si le estuviera haciendo una broma.

—Porque, princesa... —Toma mi rostro con su mano limpia, apretándome las mejillas con tanta fuerza que mis labios suben uno sobre el otro. Es una acción brusca que entra en conflicto directo con el tono de su voz—, esta cara es demasiado bonita para joderla.

—Quería que lo hicieras —Mi voz sigue siendo soñadora. Tan suave y melodiosa que no sé si me sorprende más mi confesión o lo poco que sueno como yo mismo.

El calor se enciende en sus ojos, una llama brillante en una larga noche. Está enfadado. Conmigo o consigo mismo, no lo sé con certeza. En cualquier caso, pasa su mano por mi cara como hizo ese primer día en el hielo. Lo hace exactamente igual. Sólo que esta vez, yo soy diferente. Ahora entiendo el juego, así que no me enfado. Me desquito.

Lo miro fijamente a los ojos, meto mi dedo en el charco de semen que se formó en la base de mi garganta y me lo llevo a la boca.

Los muslos de Buhaje se aprietan alrededor de mis costillas, y suelta un bajo rugido.

Me acerco de nuevo al charco de semen, esta vez con tres dedos, recogiendo todo lo que puedo.

Antes de que me dé tiempo a saborearlos, agarra mi muñeca y me la levanta por encima de la cabeza. Lo dejo. No me resisto en absoluto. En lugar de eso, estiro mi cabeza hacia él y muerdo su barbilla y mejillas hasta que mi lengua encuentra su boca.

—Brown —gruñe—, no seas una puta.

—¿Por qué no? —jadeo, mis labios calientes contra los suyos.

—¿No sabes lo que les pasa a las putas?

—No, no lo sé —Me gusta este juego, esta forma de hablar. No pensé que me gustaría, pero santa mierda, me gusta. Me está dando vida, y quiero que siga hablando—. ¿Qué les pasa a las putas? Dímelo.

Gime en mi boca y se mueve para que todo su peso esté sobre mí.

—Cosas malas —murmura mientras se inclina para besarme.

Es un beso duro y contundente que me deja sin aliento. Enrosco mi brazo libre alrededor de su cuello y profundizo el beso. Vuelve a gruñir, pero parece detenerse antes de ceder por completo, apartándose y alejándose de mí como si hubiera tocado una brasa encendida.

—¡Buhaje! —siseo a su espalda mientras se dirige a toda prisa al baño. No responde ni da muestras de haberme oído. La familiar y ardiente oleada de furia surge en mi pecho y se mezcla con los restos de lujuria que aún se filtran de mí—. Tráeme una toalla caliente, pendejo. Estoy empapado de semen.

Desaparece en el baño y la mitad de él reaparece un segundo después. Un sólo ojo fruncido, la mandíbula apretada y un brazo grueso y musculoso aparecen alrededor del marco de la puerta. Una toalla blanca, húmeda y bien escurrida, vuela por los aires y me golpea directamente en la cara.

Las luces están apagadas y Buhaje está de vuelta en su cama para cuando consigo recomponerme. Aunque me advierto enérgicamente que no debo decir nada, no puedo resistir la tentación. Tal vez sea porque me gusta ganar, o tal vez porque, si soy realmente, realmente honesto conmigo mismo, soy tan competitivo con Buhaje como él lo es conmigo.

Ahora tengo una ventaja sobre él, y no puedo dejarla ir.

—Me debes veinte mil dólares.

Un aliento exasperado se escapa entre sus dientes.

—Lo sé.

—Menos mal que ganas casi tanto como yo, ¿eh? Así no tengo que sentirme tan mal por quitártelo —no contesta, pero puedo decir por el peso del silencio que probablemente esté planeando mi asesinato, así que para distraerlo, le digo—: ¿Quieres doble o nada?

Se queda callado tanto tiempo que creo que se quedo dormido.

—No, no quiero —dice eventualmente.

—Estupendo —respondo, aunque no estoy seguro de que eso sea algo que la gente siga diciendo y, desde luego, no es algo que yo haya sentido la necesidad de decir en voz alta—. ¿Significa que ahora puedo chupártela cuando quiera?

—No —suelta una lenta y sensual bocanada de aire en mi dirección. Hay hielo en su voz. También hay fuego—. Significa que podés chupármela cuando yo quiera.

Oh, maldición, eso es tan sexi.

 

 

Chapter 12: Spreen

Chapter Text

Estoy fuera de control. Lo veo. Lo sé. Sé que no es bueno, pero simplemente no puedo dejar de meter mi pija en la boca de Roier Brown, no importa cuántas veces me diga a mí mismo que es una mala idea. No sé qué me pasa. No es que necesite aprender esta lección otra vez. La vida ya me lo enseño muchas veces. Y yo estaba prestando atención esas otras veces. Tomaba notas. La lección había sido aprendida. Los chicos como Brown son malos para mí. Son problemáticos y me hacen infeliz. Sé eso.

Necesito ordenar mi mierda a lo grande. Sí, el chico es bonito, y su cuerpo es una locura, pero no es como si fuera el tipo más sexy del planeta o algo así. Hay muchos chicos más sexy por ahí, créeme. Los hay. Hay toneladas de ellos. Están por todas partes. Podría nombrar una larga lista de ellos si tuviera mi mierda junta.

Podría.

Definitivamente podría. Hay... actores, y estrellas porno, y chicos en el gimnasio, y...

Brown se impulsa y se desliza sobre el hielo. Su movimiento es fluido. Una elegante interacción entre el acero y el hielo. Músculo y hueso. Una sonrisa blanca y deslumbrante ilumina sus ojos cuando me ve y se extiende lentamente por el resto de su rostro, curvando sus labios como papel chamuscado en los bordes, dejando al descubierto una constelación de dientes blancos como perlas.

Sí, definitivamente hay chicos más sexis que él. Los hay. Claro que los hay.

Es sólo que no se me ocurre ninguno.

Brown patina hacia mí, y el entrenador se une a nosotros en el hielo. Convocó otro entrenamiento para dos, y no puedo decir que me alegre. Lo último que necesito es más tiempo a solas con Roier Brown.

—Mira, no digo que no estén jugando mejor, lo están haciendo —dice el entrenador. Hemos ganado tres de los últimos cinco partidos, así que tiene razón, estamos mejorando. Pero sigue sin estar feliz con nosotros. Cuando nos mira, parece que hace un esfuerzo consciente por respirar por la nariz, no por la boca—. Pero he visto de lo que son capaces, y no han estado ni cerca de eso durante un partido.

Nos hace practicar como la última vez. Sólo nosotros dos. Es exactamente lo mismo que la primera vez, excepto que esta vez, sucede más rápido. Casi inmediatamente. Conectamos. Jugamos como si hubiéramos jugado juntos durante años. Como si fuéramos la misma cosa, parte de la misma máquina. Como si él fuera el brazo izquierdo y yo el derecho. Como si fuéramos un reflejo, un eco el uno del otro. Suave y duro. Caliente y frío.

Jugamos durante mucho tiempo, el sonido del acero cortando el hielo sólo roto por la fibra de vidrio encontrándose con el caucho y el sonido áspero del aire llenando nuestros pulmones. Jugamos hasta que no siento las piernas. Ni los brazos. No puedo sentir dónde termino yo y dónde empieza mi palo.

Hacemos trizas el hielo, moviéndonos a una velocidad que no sabía que era capaz de alcanzar.

Todo el tiempo, cada vez que hay una pausa o un respiro, el rostro de Brown se ilumina con una amplia sonrisa y se escucha una risa baja y lenta como el disparo de una ametralladora que sale de su vientre y viaja por el aire hacia mí. Sale por su boca y se hunde, condensándose y convirtiéndose en líquido al entrar en contacto con el hielo. Entra en mi cuerpo a través de las cuchillas de mis patines.

Da miedo lo que me hace.

Me da tanto miedo que, cuando el entrenador da por terminado el entrenamiento, espero a que Brown se dirija a los vestuarios y patino hacia el entrenador. Aunque preferiría morir antes que ponerme voluntariamente en una situación que requiera una conversación trivial, ahora lo hago voluntariamente. Libremente. Casi con alegría. Tengo la esperanza de que si me quedo el tiempo suficiente, el entrenador pierda la concentración y empiece a dar uno de sus sermones. Por desgracia, no lo hace. Me hace señas para que me vaya a los vestuarios un par de veces y, cuando no capto la indirecta, pulsa con firmeza la pantalla de su teléfono y empieza a hacer una llamada mientras yo estoy a mitad de la frase.

No tengo más remedio que ir a los vestuarios. Me dirijo hacia allí tan despacio como puedo, esperando contra toda esperanza que Brown tenga un momento de pensamiento racional. Si es así, será el primero en mucho tiempo. Definitivamente no tuvo pensamientos racionales cuando viajamos para cualquiera de nuestros últimos partidos fuera de casa. Mostró claros signos de pensamiento irracional en Pittsburgh la semana pasada. Y en Washington unos días antes de eso.

Pasaron cuatro días desde que jugamos en Pittsburgh. Cuatro días desde que tuve mi pija en su boca. Cuatro días es mucho tiempo para estar sin una boca caliente en tu pija. Mucho jodido tiempo. Estoy temblando por dentro, y no puedo decir si es por lo que acabo de hacerle a mi cuerpo o si estoy experimentando una especie de síndrome de abstinencia de Brown.

De cualquier manera, no es bueno.

Lo único que me mantiene unido es que lo que pasa entre nosotros sólo ocurre cuando jugamos fuera. No es mucho, pero me da una desesperadamente necesaria sensación de estructura. De claridad. Pone algunos límites. Cuando estamos fuera, todo se va a la mierda y, por lo que sé, va a seguir ocurriendo mientras el entrenador considere necesario que compartamos habitación, porque parece que no soy capaz de hacer una maldita cosa para detenerme. Lo bueno de esto, lo único bueno, es que es el único momento en que ocurre. Cuando estamos en casa, él está fuera de los límites. O yo estoy fuera de los límites. Uno de nosotros está fuera de los límites, así que mi pija se queda en mis pantalones.

No es mucho a lo que aferrarse. Un hilo delgado, endeble en el mejor de los casos, pero es todo lo que tengo.

No soy un pelotudo, y no estoy delirando. Estoy excitado como la mierda, y me conozco lo suficiente como para saber que lo último que necesito es encontrarme a solas en las duchas con Roier Brown.

Me muevo tan despacio como me es humanamente posible para llegar a los vestuarios, esperando contra toda esperanza que se haya duchado y vestido para cuando yo llegue. No hay suerte. Abro la puerta de golpe y me encuentro con montones y montones de piel bronceada. Hay una puta tonelada de músculos entrelazados y anudados bajo ella. Sé por todas las veces que baje la mano por ese cuerpo para alcanzar su pene que su piel está caliente al tacto. Abrasadora. Y suave.

Está completamente desnudo excepto por su suspensorio, descalzo, con el cabello húmedo por el sudor y cayendo sobre su rostro en cortinas desordenadas justo por debajo de sus pómulos. A pesar de hacer todo lo posible por mantener la calma, su mirada me hace respirar agitadamente.

Sus ojos destellan, un café intenso y rebosantes de indignación.

—¿Dónde verga estabas? Te estaba esperando.

—E-estamos en casa —digo tontamente.

Unos ojos grandes y hermosos parpadean en mi dirección con una pregunta enojada en código morse. Por lo que puedo decir, no está familiarizado con los límites del Juego en Casa vs Equipo Visitante. Nunca escucho hablar de eso. No sabe que es una regla. Y eso es un problema para mí.

Cierra el espacio entre nosotros en dos o tres largas zancadas. Doy un paso atrás cuando se acerca demasiado y conecto sólidamente con la taquilla que hay detrás de mí.

—No hay nadie más aquí —dice, sonriéndome como lo hizo en el hielo. También se está riendo como lo hizo en el hielo. Un sonido bajo y gutural que sacude toda la habitación. Está haciendo que sea jodidamente difícil recordar cuál es mi problema con toda esta cosa de estar en casa.

Por suerte, lo recuerdo en el momento justo y extiendo la mano para mantenerlo a distancia. Por desgracia, eso significa que lo estoy tocando. Un ardor abrasador calienta mi palma y me hace perder por completo el hilo de mis pensamientos.

—Vas a ser así, ¿eh? —sus cejas se levantan de un modo que me da la clara impresión de que ahora no sólo se está riendo. Está riéndose de mí— ¿Vas a intentar negármelo otra vez?

Asiento de forma brusca y consigo decir:

—Estamos en casa.

—Me importa una mierda dónde estemos.

Se mueve rápidamente, poniendo ambas manos sobre mi pecho y empujándome hacia atrás. Antes de que tenga tiempo de reaccionar, su cara está en el pliegue de mi cuello, sus labios y nariz sobre mi piel. Inhala como un sabueso.

—¿Q-qué estás haciendo?

—Mhm, ya sabes, sólo dándome una calada de tu mal olor —vuelve a inhalar y sus labios siguen a su nariz, dejando un rastro cálido a lo largo de mi yugular. Lo hace como un loco. Como un hombre que no puede evitarlo. Cuando se ha saciado, sus párpados se agitan, me sonríe de forma borracha y dice—: Hueles a algo que quiero, Buhaje. Algo que necesito.

—Dios, Brown —siseo, apartándolo y haciéndolo girar para que ya no esté frente a mí. Soy vagamente consciente de que no tengo un plan en este momento, así que lo inmovilizo contra la taquilla por la nuca, ganando tiempo para que se me ocurra una idea mejor. Mientras espero, concentro toda mi atención en obligarme a no mirarle el culo. Requiere mucho esfuerzo. Tanto esfuerzo que mi filtro se me escapa.

—No seas una puta —lo digo con fuerza, pero en cuanto las palabras salen de mi boca, mi tono cambia. Pasa de ser autoritario a crudo y suplicante— ¿Cuántas veces tengo que decirte que dejes de ser tan puta? ¿Hmm? ¿Cuántas malditas veces...?

Escucha el cambio en mi voz y le gusta. Le hace soltar una risita. Suelta una puta risita y se retuerce en mi agarre, retorciéndose hasta que su cara queda aplastada contra la puerta de la taquilla y su culo sobresale más de lo que la decencia y el decoro exigen.

—Pero, Spreen —dice dulcemente—, soy una puta.

Sus palabras aterrizan y accionan un interruptor. Mi visión se desvanece y una brillante neblina de lujuria florece en mi entrepierna, expandiéndose rápidamente y extendiéndose a cada parte de mi cuerpo. Lo sujeto con la mano izquierda y me alejo de él. Al principio, pienso que podría ser un acto bienvenido de contención, pero entonces veo cómo mi mano derecha se balancea hacia atrás en un amplio arco. La dejo caer con fuerza. Una palmada dura y pegajosa que entra en contacto con la carne caliente y deja una huella perfecta de mi mano. Una palma y cinco dedos claramente distinguibles. Una marca rosa en el culo más hermoso que he visto nunca.

Se ríe de nuevo y tal vez también gime. Si lo hace, sólo gime un poco. Aunque definitivamente mueve el culo. Arquea la espalda ligeramente, lo más mínimo, pero hace que su columna se hunda más de lo que estaba, y mueve las caderas de un lado a otro. La carne suave y el músculo sólido tiemblan suavemente y la neblina de antes se hace más espesa.

Intento razonar con él. Advertirle. Hacerlo entrar en razón.

—Vamos, princesa. Te dije una y otra vez lo que les pasa a las putas.

—Uh-uh —sus párpados se cierran brevemente, y un par de líneas poco profundas cortan un semicírculo en su mejilla, cerca de la comisura de sus labios—. No me dijiste, no realmente. Sólo sigues diciendo cosas malas.

Tiene la audacia de imitar mi voz. Su tono es profundo y áspero. Todo lo contrario de inteligente. Un cavernícola en el mejor de los casos. Ya soy un infierno, un infierno ardiente de llamas, y eso, junto con las líneas sensuales de su mejilla, proporcionan la chispa que necesito para implosionar.

Lo empujo contra la taquilla, apretándolo contra la puerta con brusquedad antes de dar un paso atrás y soltarlo. No se resiste. En absoluto. Ni siquiera un poco. En su lugar, se queda exactamente donde lo puse y echa la cabeza hacia atrás para ver cómo me muevo hacia abajo para manosearle el culo. Lo hago con las dos manos. Lo hago con fuerza. Lo suficiente duro como para arrancarle pequeños suspiros y dejarle marcas en la piel. Agarro grandes y jugosos puñados de carne y los aprieto en mis manos. Aprieto fuerte. Lo suficiente como para que le duela. Lejos de importarle, su respiración se acelera y cambia el peso de una pierna a la otra, ensanchando unos centímetros su postura.

La puta que me pario. Este chico no tiene instinto de supervivencia alguna.

—Cuando digo que a los chicos como vos les pasan cosas malas, Brown — gruño—, lo digo en serio.

—¿Como qué? Dímelo. Quiero saberlo.

Dios. No tiene miedo. No tiene una pizca de autopreservación en todo su cuerpo.

Me inclino y raspo con mis dientes esas jodidas líneas de su sonrisa. No lo muerdo. Sólo lo rozo un poco. Se pone de puntillas y arquea la espalda más hacia mí en vez de alejarse. Vuelvo a amasarle el culo. Una y otra vez. Junto sus nalgas y luego las separo hasta que veo lo que quiero. Una sombra. Una estrella. Es más oscura que el resto de él. Expuesta y haciéndome un guiño.

—Los chicos como vos... —amenazo. Y el mérito es mío, porque incluso yo tengo que admitir que no sueno tan diferente de la primitiva imitación que Brown hace de mí—, ...se encuentran desnudos. Eso es lo que les pasa —le golpeo la sien con mi índice un par de veces para que se entienda—. Se encuentran inclinados. Doblados por la mitad y sujetados... —jadeo en su oído y froto mi rostro contra su mejilla, mordiéndolo de nuevo y lamiéndole la mejilla esta vez también—... con una gran pija clavada en sus culos.

Doy un paso atrás y lo suelto en cuanto lo digo, sobrio por la estupidez de mi comportamiento.

Se gira para mirarme.

Aunque nada de lo que Brown hizo hasta ahora me dio motivos para pensarlo, una pequeña parte de mí tiene la esperanza de que lo que acabo de decir haya sido suficiente para soltar algo sensato.

Se queda callado durante un rato, tomándose su tiempo para ordenar sus facciones en algo supremamente no amenazador. Casi inocente. Junta las manos delante de su pene cubierta por el suspensorio y las mira con recato.

Santo Dios, es bonito cuando no habla.

Se queda así en silencio el tiempo suficiente para que casi pueda recuperar el aliento. Mi respiración se ralentiza y mi ritmo cardíaco vuelve a algo parecido a la normalidad. Justo cuando consigo convencerme de que lo peor de la amenaza paso, levanta la vista y me clava una mirada de café abrasador. 

—¿Me lo prometes? —dice en voz baja.

Con eso, se baja el suspensorio por las caderas y lo deja caer al suelo. Da un paso para salir de él, se da la vuelta y se dirige a la ducha con total despreocupación, como si le importara una mierda.

Me quedo solo, boquiabierto, arrancándome la ropa y las protecciones como si estuvieran empapadas en ácido. En mi cuerpo ocurren cosas difíciles de explicar. Difíciles de entender. Estoy desnudo en tiempo récord. Casi desnudo. Aún llevo las mallas de compresión y los calcetines, pero me detengo para quitármelos, prenda por prenda, mientras me dirijo a las duchas.

Brown está bajo la regadera cuando llego ahí. El agua cae en cascada a su alrededor. Está de cara a mí, esperándome. Su cabeza está ligeramente inclinada hacia atrás, los ojos entrecerrados pero abiertos. Sonríe cuando me ve. Sonríe como un hombre seguro de sí mismo. O seguro de mí, aunque eso es lo último que debería estar.

Su verga está completamente erecta. Bonita y rosada y estirándose en mi dirección. Me doy cuenta de que ya se enjabono, porque el aire que le rodea desprende un aroma fresco y limpio. Llega hasta donde estoy yo y me llena las fosas nasales. Madera de cedro y ante.

Su mano se mueve hacia su pene. No sé si el movimiento es deliberado o no. Sus dedos se enroscan en el vello púbico y rodean el tronco, subiendo y bajando distraídamente, casi como si aún pensara que se está lavando.

Cualquier atisbo de control que pudiera tener se desvanece al verlo.

Me meto en el agua con él, echándome un buen chorro de jabón en la mano y frotándome con fuerza. Tengo mucho más jabón del que necesito y mis movimientos son enérgicos en extremo, así que me enjabono mucho más de lo que requiere la situación. Me cubro de pies a cabeza en un frenesí de espuma y burbujas, hasta el punto de que me veo obligado a mojarme la cara varias veces para evitar que me corra hasta la boca.

Pero no me importa, porque Brown está acá. Está mojado y desnudo, y lo tengo al alcance de la mano. Me observa mientras me lavo, los labios curvados de una manera que es más una sonrisa burlona que una sonrisa. No puedo culparlo. Ninguna parte de mí se parece a un chico que esté tratando de hacerse el interesante en este momento.

Antes de que haya conseguido enjuagarme todo el jabón, lo agarro y le doy la vuelta al mismo tiempo. Lo agarro con firmeza, una mano en la cadera y la otra alrededor de su ancho pecho. Su cuerpo está resbaladizo, húmedo y caliente contra el mío. Se retuerce en mi agarre, restregando su culo resbaladizo contra mi palpitante erección. Se siente bien. Se siente tan jodidamente bien que no me importa seguir cubierto de espuma. No me importa que debería enjuagarme. O que estemos en un espacio público. No me importa que alguien pueda entrar y atraparnos. Lo único que me importa es que él está acá. Roier Brown. Está desnudo y está acá. Está apretado contra mí y hay piel caliente por todas partes. Está en mis brazos y diciendo mi nombre como si fuera un salvavidas.

—Spreen... Spreen... Spreen... —lo dice una y otra vez. En voz baja y reverente.

Un cántico repetitivo sólo interrumpido por suaves gemidos.

Mi mano en su cadera se enrosca y desciende. Encuentra la V delineada que conduce a su pene y la sigue hasta allí. Lo rodeo y empiezo a acariciarlo inmediatamente. Lo masturbo como si su pija fuera mía. Como si su placer fuera el mío. Los gemidos suaves se entrecortan y se vuelven ásperos. Mece las caderas al compás de mis movimientos y, cuando lo hace, la hendidura entre sus nalgas forma un surco carnoso para mi erección. Aprieto el agarre que tengo en su pecho y el que tengo en su pene, y empiezo a empujar entre sus nalgas al mismo tiempo.

Su piel es suave y resbaladiza, húmeda y caliente. Me muevo sin pensar. Mano. Caderas. Duro. Rápido. Palpita en mi mano, hinchándose mientras el resto de su cuerpo se pone rígido. Su verga se siente perfecta en mi mano. Perfecta. Dura como una roca y nervuda. Lo bastante gruesa como para sentirla como algo que no quiero soltar. Me muelo contra él y sacudo su pene. Froto y acaricio. Froto y acaricio. Lo sostengo en mis brazos y no lo suelto cuando se retuerce y empieza a gemir su orgasmo. Lo sostengo cuando sus piernas se doblan y casi ceden, y aprovecho el impulso oscilante de su cuerpo para girarlo de modo que su parte delantera quede bajo el chorro, lavando lo que acaba de hacer.

Estoy drogado por los sonidos, el olor y la sensación de él. Drogado por el siseo del agua que nos rodea. Por el calor y el vapor. Por el olor a hombre y a hockey y, sobre todo, por el olor de la piel y el cabello de Roier Brown. Tan drogado que no hace falta mucho, sólo unos cuantos empujones más de mi pija entre sus suaves mejillas, y mi propio pico se acerca. Se eleva como un ave fénix. Creciendo y ascendiendo, subiendo más alto e hinchándose dentro de mí hasta que me quedo indefenso. Hasta que todo lo que puedo hacer es empujar y gruñir mientras me consume.

Los ojos de Brown brillan mientras agarra su toalla. Se seca el pelo con tanto gusto que su pene se balancea rápidamente de un lado a otro y los músculos que no sabía que estaban implicados en esta simple acción se agrupan y flexionan. Qué suerte la mía. Es uno de esos chicos que se recuperan a la velocidad del rayo.

—Estoy tan emocionado por Dallas —dice alegremente—. No puedo esperar a que me cojas.

 

 

Chapter 13: Roier

Chapter Text

No puedo pensar en un momento en el que haya estado más emocionado por subirme a un avión. O bajarme de uno. O subir a un autobús. O entrar a un hotel. Lo juro, no creo que haya pasado ni un solo minuto completo desde que Buhaje me dijo lo que les pasa a las putas en el que no haya pensado en ello. Estuve tan ido que Juan me estuvo mirando raro y preguntándome si estaba bien. Lo estoy. Estoy mejor que bien.

Estoy emocionado. Y nervioso.

Estoy tan nervioso y emocionado que ya no puedo distinguir esas emociones. Me sudan las palmas de las manos y tengo el estómago revuelto. Un zumbido de aprensión me mantuvo despierto por la noche, revolviéndose en mis entrañas hasta convertirse en algo que me hace sentir caliente. Soy demasiado consciente de mi piel. La siento sensible y demasiado tirante. Soy consciente de mi respiración y de los latidos de mi corazón todo el tiempo. 

Recuerdo esta sensación. También me sentí así antes de perder la virginidad de mi pene. Llevaba un tiempo saliendo con esta chica, Dana, y habíamos hablado mucho sobre tener sexo. Ella me había dicho que estaba lista y que quería hacerlo, así que supe que estaba en las cartas. Sabía que iba a pasar. Me sentí exactamente así. Como si estuviera completamente despierto. Cargado de energía cuando debería estar cansado. Como si cada momento estuviera lleno de un sentido de posibilidad. Oportunidad. Riesgo y recompensa.

También estaba nervioso entonces, pero por razones diferentes. Me preocupaba ser malo de alguna manera, lastimarla o correrme demasiado rápido o no hacerla sentir bien, o algo así. Esta vez, me preocupan cosas totalmente diferentes. Me preocupa que me haga daño, que no sea capaz de soportarlo y que tenga que pedirle a Buhaje que pare. O que haré algo que me haga parecer inexperto. O que algo saldrá mal con mi preparación, y lo ensuciaré.

Me obsesione bastante con leer sobre las primeras veces de otros chicos para intentar combatir mis miedos. Hay un montón de información por ahí. Tal vez demasiada. Sé que si hablara con Juan al respecto, me diría:

—Amigo, investigas demasiado.

Y quizá lo haga, pero prefiero investigar demasiado a investigar poco. Especialmente para este tipo de cosas. Ayer compré un kit de enema y debo haber revisado mi equipaje setenta veces o más anoche para asegurarme de que lo había metido. También empaqué lubricante. Tres tipos, además de mi lubricante habitual para masturbarme, porque los resultados de mi exhaustiva investigación no coinciden en cuál es la mejor marca para el sexo anal. Caí en la madriguera del conejo muy seriamente. Debo de haberlo hecho porque, mientras añadía copiosas cantidades de lubricante a mi cesta, metí un par de suspensorios de encaje, porque, ¿por qué mierda no? Uno blanco y otro rosa.

Pero los dejé en casa. Eran demasiado. Ni siquiera me los probé.

En serio, no lo hice. Todavía están en su empaque, lo juro. Ni siquiera los abrí. Los metí en el fondo del cajón de mi ropa interior y los cubrí con calcetines.

Estuve teniendo un leve pánico desde que subí al avión. Casi tan pronto como tomé asiento, recordé que mi mamá tiene una llave de mi casa, y también mi hermana Ari. Si alguna de ellas encuentra esos suspensorios, nunca me dejarán escuchar el final de eso. No lo harán. Se van a partir el culo de risa. Y mi padre les preguntará por qué se ríen, y ellas se lo dirán. Ellos son así. Sin filtro. Ninguno de ellos.

No es que tengan la costumbre de revisar mis cosas. No son así.

De hecho, cuando lo pienso, sé con certeza que ninguno de ellos entro nunca en mi casa sin que yo se los pidiera. Soy una figura pública. Tengo una puta tonelada de seguridad, y tengo una aplicación que me avisa cada vez que se enciende o se apaga el sistema de alarma. Recibo un mensaje y una foto en mi teléfono cada vez que alguien llama al timbre. Nunca paso que mi madre o Ari hayan entrado o salido sin que yo estuviera allí. Ni una sola vez.

No es algo que deba preocuparme.

Estoy en espiral.

Los nervios y la emoción por ser cogido se volvieron un poco demasiado intensos para mi gusto. Eso es lo que pasa.

Le envío un mensaje a Buhaje en cuanto Marcus, nuestro coordinador de operaciones del equipo, empieza a repartir las tarjetas llave.

"No subas"

Su teléfono suena en su bolsillo, él lo toma inmediatamente y lee el mensaje. Está claro que no entiende nada, porque me mira sin comprender.

"Voy a prepararme para coger y no te quiero cerca. Ve al bar y tómate algo."

Mira la pantalla y parpadea con fuerza. Se le cae un poco la mandíbula, luego se esfuerza demasiado por corregirlo y hace un trabajo realmente malo intentando parecer indiferente. Su lengua se asoma entre sus labios. Hacia arriba y a la derecha. Se raspa el labio con los dientes mientras escribe.

Aparecen tres puntos en mi pantalla y luego desaparecen. Vuelven a aparecer.

Y desaparecen.

Vuelven a aparecer y esta vez, gracias a la mierda, pulsa enviar.

"k"

¿K? ¿La letra K, ni siquiera la palabra? ¿Eso es lo que tiene que decir por sí mismo? Si no tuviera tantas otras cosas en que pensar, le daría un gran pedazo de mi mente.

¿K?

¿Qué carajo? ¿Eso es todo? Y minúscula. Ni siquiera obtuve una mayúscula. Dios.


Está bien, así que la buena noticia es que soy el orgulloso propietario de un culo impecablemente limpio. La mala noticia es que estoy entrando en espiral mucho más que antes, y eso ya es decir mucho. Ahora estoy seguro de que los nervios y la excitación son exactamente la misma emoción.

Lo que no entiendo es por qué nadie se había dado cuenta antes.

Es tan evidente. Boca seca, dificultad para tragar, palpitaciones, saltos al menor ruido. Nervios y excitación. Te lo digo, son la misma cosa.

Me miro en el espejo y me seco un poco más el cabello con la toalla. La ducha que acabo de darme estaba muy caliente, así que tengo la cara un poco roja y manchada, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Envuelvo una toalla alrededor de mi cintura y salgo del baño.

Me tiembla la mano mientras le escribo un mensaje a Buhaje.

"Estoy listo."

Una vez que le doy a enviar, me doy cuenta de que puede que no haya sido lo bastante claro.

"Para el sexo. Sube las escaleras."

"A nuestra habitación."

"Ahora."

Se me ocurre que un botones subió nuestro equipaje, así que puede que Buhaje no sepa en qué número de habitación estamos. Quiero decir, siempre escriben el número de habitación en el pequeño sobre en el que viene la tarjeta llave, pero aún así, no hay daño en una comunicación clara.

"Estamos en la 1023. Décimo piso. Gira a la izquierda al salir del ascensor, luego a la derecha al final del pasillo."

Bien, ya está. Es suficiente. Creo que dejé claro mi punto.

Veo con gran expectación cómo aparecen dos tildes azules junto a mis mensajes. Y... nada.

No contesta.

Un minuto se convierte en dos, luego en cuatro, después en siete. Los nervios y la excitación se congelan. Se espesan y solidifican, ralentizando mis pensamientos mientras se transforman en una rabia básica que se apodera completamente de mí. Es una rabia antigua. Una rabia que acelera el corazón, que se burla y gruñe. Un sentimiento viejo y familiar de otra época. Una época más simple y tonta. Mi amígdala se enciende y mi corteza prefrontal se apaga.

Meto los pies bruscamente en un par de jeans y me pongo una camisa y unas zapatillas sin calcetines, saltando de un pie a otro mientras me dirijo a la puerta.

Ya termine con esto.

Ya me canse de la mierda de Buhaje.

Voy a ir a ese bar, y le voy a dar un pedazo de lo que pienso. Un gran pedazo de mierda, además. No me importa quién está allí o lo que tengan que decir al respecto.

Estoy en la puerta, con el brazo extendido y la manija al alcance de la mano, cuando la puerta se abre y, ¿quién entra con aire despreocupado? Buhaje. La vista de él así, con su enorme y hermosa cara tonta rápidamente acomodándose en una serie de círculos sorprendidos, toma la rabia que siento, le rocía gasolina encima y enciende a ese chico malo.

Lo arrastro a la habitación por el cuello de la camisa y cierro la puerta de una patada.

—¿Dónde mierda estabas? —Abre y cierra la boca y, por alguna razón, eso me excita. Me pone rígido y tenso por todas partes. Abdominales. Mandíbula. Puños.

Quiero darle un puñetazo. Quiero empujarlo y zarandearlo. Quiero contacto. Quiero entrar en contacto con él. Lo ansío. Quiero ponerle las manos encima, y lo hago.

Manos. Nudillos. Palmas. Boca.

Lengua. Dientes.

Percibe correctamente que no tengo el control total de mí mismo y me toma por ambos hombros, sacudiéndome casi con la fuerza suficiente para sacarme de mi estupor. Casi, pero no del todo. Sigo echando espuma, balanceándome salvajemente. Estoy tan cegado que la mayoría de mis golpes no caen, lo que aumenta mi rabia.

—Brown —dice, manteniéndome a distancia con una sonrisa fácil que atraviesa la furia y hace chisporrotear mi cerebro—. ¿Estamos peleando o cogiendo?

—Me dejaste en visto, pendejo —Intento darle un golpe en el pecho. Mis reflejos están tan lentos hasta tal punto que él atrapa mi muñeca con facilidad y la retuerce detrás de mi espalda. Lo hace con fuerza. Lo suficiente como para enviar un profundo ardor en el lado derecho de mi cuerpo que me somete. Mantiene mi muñeca en su lugar, curvada hacia mi columna, y la utiliza como timón para dirigirme hacia delante. Doy dos pasos hacia el frente y me apoyo con una mano en la pared.

Me suelta y se inclina hacia mí.

—Tenía que hacerlo —Un aliento cálido me golpea el cuello y se derrama por mis brazos. Un líquido caliente me recorre y se deposita entre mis piernas—. Estaba en el bar con Rubius, y vos me estabas reventando el teléfono. Tu nombre estaba por toda mi pantalla.

Gira mi cabeza y aprieta un lado de mi rostro contra la pared de enfrente, apartándome el pelo de la cara y alisándomelo con una mano grande. Su rostro está tan cerca del mío que puedo olerlo. Tan cerca que casi puedo saborearlo. Una combinación dulce y salada que sabe a desafío. A victoria. A ganar.

Lo quiero.

Muerdo su mandíbula, mis dientes rozando la piel áspera y una mandíbula obstinada. Él sostiene la parte posterior de mi cráneo con su palma y abre mi boca con la otra mano.

—¿Queres poner esta boca en uso? —murmura—. Bien. Ábrela. Hace algo útil —Lo hago. Dejo caer la mandíbula y él empuja dos dedos en mi boca— . Mójalos, princesa.

La excitación me golpea con fuerza. Más fuerte que nunca. Mi pene, que lleva dura intermitentemente desde que dejamos el hielo, se pone rígida de manera irrevocable mientras giro mi lengua alrededor de sus dedos como me dijo. Mientras lo hago, tira de mis jeans justo por debajo del borde de mi culo, dejándome expuesto y haciéndome sentir deshecho y un poco humillado al mismo tiempo.

Ese es. Ese es el momento en que me doy cuenta.

Esto está pasando. Es real. No es un sueño. Estoy aquí, y él también, y estamos a punto de hacer lo que estuve pensando desde la primera vez que me besó.

Me abre las piernas bruscamente y me sube el dobladillo de la camiseta hasta la mitad de la espalda. A pesar de que aún estoy casi completamente vestido, me siento desnudo como nunca antes. Desnudo hasta los huesos. Desnudo hasta la médula.

Sus nudillos rozan las protuberancias de mi vértebra inferior. Es un ligero roce que hace que mi culo tiemble. Lo persigue con uno más firme. Uno más bajo. Unos dedos gruesos se deslizan entre mis nalgas, dibujando una línea en medio de mí. Me quedo sin aliento al instante. Jadeando contra la pared, apretando los labios para detener el gemido que amenaza con salir mientras sus dedos se mueven más abajo.

Se mueve rápido, su toque es seguro y carece por completo de vacilación. Un dedo rodea mi agujero y encuentra el camino de menor resistencia. No hay tiempo para prepararse. Un segundo estoy solo en mi cuerpo y, al siguiente, su dedo está dentro de mí. Es un shock. Una explosión de sensaciones. Una punzada y un ardor y un golpe de excitación que me hace gritar.

Se congela de inmediato. No sólo su mano, sino también el resto de su cuerpo. Se aprieta contra mí, tan cerca que puedo sentir que dejo de respirar. Casi puedo oír cómo giran los engranajes de su mente.

—Brown —dice eventualmente—, hiciste esto antes, ¿verdad?

—Sí, quiero decir, no. Quiero decir, sí, como... no, no específicamente.

—¿No específicamente? —Me saca el dedo y se aleja de mí—. Es una pregunta de sí o no —Su voz se eleva de una forma que a mi verga no le gusta— . O te metieron una pija, o no. ¿Cuál es?

Me subo los pantalones y hago un esfuerzo infructuoso por estabilizar mi voz antes de girarme para enfrentarme a él.

—Bueno —empiezo—, e-en ese caso, no.

Mis mejillas, las que están en mi cara, están en llamas. La conmoción, el rechazo y la humillación se disputan la primera posición. Es una lucha, una carrera reñida. Termina en un empate triple.

Se aleja un paso más de mí, con los ojos tan abiertos como nunca los había visto. Señala débilmente la pared contra la que acaba de ponerme y dice:

—No puedo cogerte así si sos virgen.

Escucho una voz rebotando en las cuatro paredes de la habitación, aunque no estoy completamente seguro de lo que estoy diciendo. Definitivamente me escucho gritar—: Me preparé para esto, hijo de tu puta madre —un par de veces, pero sobre todo, pierdo mi mierda hasta el punto de que todo se vuelve un poco confuso.

Estoy tan enojado, avergonzado y excitado. Tengo la vista borrosa y no sé si voy a empezar a darle puñetazos otra vez o a echarme a llorar. Ninguna de las dos opciones es buena.

Agarro la billetera que dejó sobre la encimera al entrar y la lanzo en su dirección. Fallo por poco. Mientras estoy en eso, recojo su bolso, con toda la intención de lanzárselo también, pero no lo agarro bien y, en lugar de enviarlo volando por los aires, aterriza en el suelo cerca de sus pies con un sonido insatisfactorio.

El sentido común, o algo que se le parece, me hace saber que es urgente que salga de aquí, así que meto mi billetera y mi teléfono en el bolsillo, azoto la puerta detrás de mí y me alejo todo lo posible de Spreen Buhaje.

Como es tarde y no llevo una chaqueta, lo más lejos que puedo llegar es al sky bar de la última planta del hotel. Para cuando se abre el ascensor, lo peor de la niebla roja se disipó y la completa locura de mi comportamiento empieza a golpearme.

Me encuentro con Juan, Rubius y algunos de los chicos del bar. Están preparándose para dar por terminada la noche. Missa alega agotamiento, y lo entiendo. Recuerdo muy bien lo dura que es una temporada de novato. Rubius dice que tiene que llamar a Amber para ver cómo están ella y los niños, y tampoco puedo echárselo en cara. Por suerte, consigo convencer a Juan para que se tome una copa conmigo, porque no estoy de humor para estar solo.

—Whisky —le digo al camarero, tomando asiento en la barra. Es un gran espacio con suelos y una barra de madera oscura. Hay poca luz y tanto cristal y vidrio a la vista que me siento mal vestido, fuera de lugar y aún más estúpido de lo que ya me sentía—. Y que sea doble, por favor.

—¿Estás bien? —pregunta Juan, dirigiéndome una mirada preocupada. Niego con la cabeza e intento esbozar una sonrisa que se tambalea y acaba fracasando estrepitosamente. No le gusta lo que ve, así que me pasa un brazo por encima del hombro y me atrae para darme un abrazo—. Así de mal, ¿eh?

—Peor —Me acabo la bebida en dos grandes tragos que hacen que los ojos se me llenen de lágrimas.

—Si Buhaje está siendo un imbécil, puedes dormir en mi habitación. Podemos pedir una cama, o me quedaré con el sofá, no me importa. El entrenador está completamente fuera de lugar en esto. No deberías tener que compartir habitación con un chico que es un constante idiota contigo.

El whisky se filtra en mi sangre y hace efecto. Parte de la tensión de mis articulaciones se libera y respiro hondo un par de veces, apoyándome en la firme presión de la mano de Juan sobre mi hombro. La niebla se está disipando y empiezo a tener una sensación realmente mala cuando pienso en lo que pasó en nuestra habitación.

—Esa es la cuestión, Juan —admito a regañadientes—, estoy bastante seguro de que esta vez el idiota soy yo.

—¿Qué? ¿Tú? ¿Un idiota? Nunca. Vamos, hermano, ¿cuándo has tratado a alguien como una mierda? Tú no eres así, lo sabes.

Um, bueno, estoy bastante seguro de que fue un comportamiento clásico de idiota cuando le grité a Buhaje y le tiré su billetera porque no quería cogerme. Una nueva oleada de calor abrasador me recorre. Se desliza por mi torso y se asienta en una banda pesada a través de mi pecho. Oh, Dios, ¿de verdad hice eso? Por favor, no. ¿Y en serio también intenté tirarle su bolso?

¿Y fallé las dos veces? Oh, mierda. Qué vergüenza.

¿Por qué carajo hice eso?

¿Quién mierda me creo que soy?

Es demasiado. Lo odio. Yo no soy así. Literalmente nunca soy así. No soy esta persona. Por supuesto que no tiene que cogerme. ¿Por qué pensaría que tiene que hacerlo? Nadie tiene derecho sobre el cuerpo de otra persona. Odio ese tipo de pensamiento. Lo desprecio. No sé qué me está pasando, pero no me gusta. No puedo actuar así. No puedo ir por ahí haciendo berrinches porque alguien no quiere meterme la verga.

Para empeorar las cosas, ahora que estoy más tranquilo, sigo viendo cómo se veía la cara de Buhaje cuando yo estaba perdiendo mi mierda. No era ira, ni siquiera sorpresa. Era preocupación. Yo estaba demasiado acalorado para frenar mi papel, pero estoy casi seguro al cien por cien de que, mientras me alejaba de él, me llamó. Su voz era ronca, como de costumbre, pero estaba impregnada de algo tranquilo y suave.

Ahora que estoy más tranquilo, sus palabras resuenan en mis oídos.

—No quiero hacerte daño.

No quiero hacerte daño.

La pesadez de mi pecho se hunde hasta mi vientre mientras lo último de la niebla enojada se disipa. A pesar del whisky, la magnitud de mi reacción exagerada me deja sobrio, y cuanto más tiempo estoy en el bar, más me doy cuenta de que tengo que volver a nuestra habitación.

Le debo una disculpa a Buhaje.

Pido un agua y le hago compañía a Juan, intentando no meterle prisa mientras se termina su bebida. Charlamos sobre el partido de mañana y Juan pregunta por mi familia; mis padres y, como siempre, Ari en particular. La conversación está un poco forzada, ya que me está costando mucho actuar con normalidad. Después de cada sorbo, Juan me lanza una mirada furtiva. Me doy cuenta de que está evaluando mi estado mental, y no está feliz con lo que ve.

—Será mejor que me vaya —digo cuando termina su bebida y deja el vaso en la barra.

—¿Estás seguro? Porque lo digo en serio, Roier, puedes quedarte con mi cama. Yo me iré al sofá. Ya me conoces. Puedo dormir en cualquier lugar.

—Nah, está todo bien. Estaré bien. Me tomé a mal algo que dijo Buhaje, eso es todo.


Las cortinas están corridas y las luces apagadas. La habitación está a oscuras. Casi completamente negra. La respiración de Buhaje es larga y uniforme. Tan tranquila que tengo que contener mi propia respiración para oírla. Me cepillo los dientes y me lavo la cara, teniendo cuidado de cerrar la puerta del baño antes de encender la luz para no molestarlo. Me desvisto en el baño y voy de puntillas a mi cama en bóxers.

Me meto en la cama y me tapo con las sábanas, poniéndome de lado, lejos de Buhaje. Me quedo lo más quieto posible, porque Dios sabe que moleste a este hombre más de lo que debería por un día. Intento relajarme y dejar que el sueño se apodere de mí, pero sigo tan tenso como antes, cuando lo estaba esperando, y por mis venas aún fluye el murmullo de una excitación no saciada. Aunque estoy casi seguro de que Buhaje está profundamente dormido, su presencia es ardiente y ruidosa y el silencio en la habitación es insoportable.

—Lo siento —susurro. La primera vez que lo digo, lo hago tan suavemente que es poco más que un suspiro. Aún así, es un alivio escucharme decirlo. Tanto alivio que lo digo de nuevo. Esta vez con intención—. Spreen, lo siento.

Un suspiro y un murmullo estrangulado me hacen saber que él me escuchó.

Cierro los ojos y me dispongo a dormir, sintiéndome un poco mejor ahora que me disculpe, pero todavía no muy bien.

Después de varios minutos, las sábanas de Buhaje crujen y dos pies pesados aterrizan sobre la alfombra. No me muevo. Ni siquiera respiro. Tranquilo, me digo, probablemente va a mear. No todo gira en torno a ti. Estoy tan quieto y alerta que, cuando siento el primer tirón en mis sábanas, creo que me lo imaginé.

—¿Q-qué estás haciendo? —pregunto.

—Dándote lo que queres.

Se me seca la boca y me quedo tragando saliva repetidamente y tratando de recuperar el aliento mientras Buhaje se coloca a los pies de mi cama y me quita las sábanas meticulosamente despacio. Primero quedan expuestos mis hombros, luego mi costado, después mi culo cubierto con bóxers y, finalmente, mis piernas y pies. Hay una leve caricia de tela, un beso de algodón sobre la piel, seguido de una brisa fresca que introduce sus garras heladas en mi interior, se apodera de mis entrañas y aprieta hasta que no puedo distinguir el hielo del fuego.

Arroja algo sobre la cama a mi lado y, por el peso y la forma en que cae, sé que es una botella de lubricante. No muevo ni un músculo. Ni la cabeza ni los ojos. Sólo me quedo acostado de lado, congelado, mientras él se coloca detrás de mí. La esperanza empieza a latir contra mi caja torácica. Su pecho hace contacto con mi espalda. El calor de su piel me calienta y me hace olvidar todo excepto dónde nos estamos tocando. Es grande, incluso más que yo, musculoso y duro, y lo bastante voluminoso como para envolverme, y aunque no es una sensación a la que esté acostumbrado, es una sensación que me gusta.

Está tan oscuro que no puedo ver nada más que la pequeña luz roja de la parte inferior del televisor y el contorno apenas visible de la puerta que conduce al baño. Parpadeo para que mis ojos se adapten, pero no sirve de nada. No puedo ver, así que no tengo ni idea de cómo o dónde me tocará Buhaje a continuación, y él usa eso a su favor. Me toca ligeramente. Una mano grande en la parte superior de mi brazo. El dorso de sus dedos recorre mi brazo, luego vuelve a subir. El siguiente toque es más fuerte. Me agarra el bíceps, sintiéndome y moviéndose hacia abajo. Confunde mi mente y mis sentidos, alternando caricias suaves con otras más fuertes. Las yemas de sus dedos danzan por mi costado, siguiendo las líneas de mis costillas y contándolas una a una, enroscándose poco a poco alrededor de mi cuerpo y subiendo por mi pecho. Encuentra un puñado de músculo pectoral y lo manosea con rudeza. Acaricia y manosea, con dureza y suavidad. Cuando estoy tan excitado que no siento las piernas, toma un pezón entre el índice y el pulgar y lo hace rodar suavemente. Una aguda sacudida de placer florece en mi pecho y se extiende hasta mi interior. Me hace gemir. No puedo evitarlo. Está tan caliente y tan cerca de mí, y no recuerdo haber deseado a nadie tanto como a Buhaje.

No recuerdo haber deseado nada tanto como deseo esto.

Es un dolor más que un deseo. Un dolor por ser llenado, por ser tomado. Un dolor por lo desconocido. Un dolor por algo más. Un dolor por el hombre que tengo a mi espalda.

Su mano desciende, recorriendo mi ombligo, rozando mi pene de una forma que apenas es un toque, más bien una perturbación del aire, y se aleja rápidamente. Ya no me está tocando en ningún lugar, salvo donde su pecho se aprieta contra mi espalda, y eso hace que me duela más. No tengo ni idea de dónde va a tocarme ahora, y la expectación que siento es difícil de describir.

Mi respiración se vuelve agitada. Fuerte y rápida. Entra y sale.

Considero moverme y contonear las caderas hacia atrás para poder frotar mi culo contra su pene, pero tengo tanto miedo de equivocarme que no me muevo. Cuando vuelve a tocarme, lo hace en la parte exterior del muslo. La presión es firme y enérgica mientras su mano se detiene en el pliegue de mi rodilla y dobla mi pierna contra mi pecho.

Sé lo que está haciendo. Se lo hice a mujeres antes. Muchas veces. Me está preparando para la penetración. Acomoda mis extremidades para facilitarle el acceso a mi cuerpo.

Me excita muchísimo.

Juega con mi culo, deslizando su mano bajo la cintura de mis bóxers, empujándolos hacia abajo y amasando mis nalgas cuando me libero de ellos. Acaricia cada centímetro de mi culo hasta que estoy en llamas. Hay uñas romas sobre mi piel, apenas presentes, apenas ahí, y luego están ahí con fuerza. Cuando es con fuerza, grandes puñados de mí son manipulados, abiertos, tirados hacia aquí y hacia allá. Me separa bien antes de volver a una suave caricia que me hace ver las estrellas.

Me acaricia así hasta que no puedo pensar. Hasta que estoy tan ciego que no puedo ver la luz roja del televisor ni el contorno de la puerta del baño. Es tan negro cuando tengo los ojos abiertos como cuando los tengo cerrados. Tengo las dos manos apretadas en puños contra mi boca para no suplicar por más.

Cuando estoy así, gimiendo y echando las manos hacia atrás, intentando agarrar cualquier parte de él que pueda tocar, se estira por encima de mí y busca el lubricante.

Se escucha un chasquido mientras lo abre, seguido rápidamente por un dedo resbaladizo en mi puerta trasera. Aunque me lo esperaba, la sorpresa me hace respirar entrecortadamente. El lubricante está frío y su dedo es grueso. Me hace sentir interferido de la mejor manera posible. Se toma su tiempo, cubriendo mi entrada, rodeándola lentamente, masajeando hasta que mi anillo se ablanda y puedo darle sentido a lo que estoy sintiendo. Bien. Se siente bien. Muy, muy bien. Sensible de una forma que no esperaba. Sensible de una forma que no sabía que me gustaría. Espera a que mis huesos se vuelvan líquidos y mi sangre empiece a hervir antes de introducir la punta de un dedo en mí.

Mis ojos se abren rápidamente. No puedo ver nada. Estoy rodeado de oscuridad, devorado completamente por ella. Sólo puedo sentir. Todo lo que puedo hacer es sentir. Un empujón y un roce. Un empujón que se convierte en algo más. La punta de un dedo se abre camino dentro de mí. Dentro, luego fuera. Más. Menos. Cada vez, lo empuja un poco más adentro que antes. Lo siento intensamente. Profundamente. Es una invasión extraña, una sensación desconocida que produce un ligero ardor que hace que la costura de lo que me ha mantenido unido todos estos años se desintegre.

Sale completamente y luego sustituye un dedo por dos.

Ahora sí que lo siento. Lo siento por todas partes. Es más que una ligera quemadura. Más que un ligero estiramiento. La presión es profunda y sostenida. Buhaje mueve sus dedos lentamente, girándolos dentro de mí y encontrando mi próstata con habilidad bien practicada. ¡Dios! No sólo estoy viendo estrellas. Ahora es un asterismo. Un cielo nocturno sin nubes. Sin luz fabricada con la que competir. Sólo una pesada pantalla negra con un millón de pequeñas luces ardiendo a través de ella.

No se detiene cuando grazno o grito. Tampoco disminuye la velocidad. Sigue estimulando mi punto. Golpeando como si fuera su trabajo. Me jode. Me deshace tanto que, cuando saca sus dedos de mí, soy un charco de baba.

—Noooo —gimo, estirando frenéticamente la mano hacia atrás y tratando de encontrar su mano o su pene, cualquier cosa que pueda usar para llenarme—. Lo necesito.

—Relájate, princesa —hay una sonrisa en su voz. Una sonrisa oscura oculta bajo una amenaza—. Sé lo que necesitas, y te lo voy a dar —se inclina y me besa la mejilla, raspando mi piel con sus dientes—. Voy a convertirte en el perfecto culo que naciste para ser.

Gimo como respuesta. Un sonido largo y fuerte que hace vibrar toda la habitación y hace girar todas las estrellas en el sentido de las agujas del reloj.

El tapón del lubricante se abre y escucho el sonido resbaladizo de Buhaje cubriéndose detrás de mí. Se mueve más cerca, deslizando su antebrazo por debajo de mi cuello y curvándolo alrededor de mi pecho, usando la mano libre para alinear su pene con mi culo.

Su cabeza se siente resbaladiza y caliente contra mi agujero. Gruesa e implacable. Si me quedara algo de cordura, estaría nervioso o emocionado. Pero estoy tan ido que no recuerdo cómo sentir otra cosa que no sea excitación.

Sigo de lado, hecho un ovillo con las piernas flexionadas hacia mi pecho. Muevo las caderas hacia atrás, ofreciéndome a él. Como no actúa tan rápido como me gustaría, agarro mi culo con la mano y me abro todo lo que puedo. Frota su pene contra mi agujero un par de veces, y luego la mete.

Me preparo bien, y Dios sabe que lo deseo, pero maldición, lo siento. El músculo se estira a la fuerza y siento una rápida descarga. Una punzada aguda que hace que los ojos se me llenen de lágrimas. Pero Buhaje sabe lo que está haciendo. Debe de saberlo, porque en cuanto su cabeza está dentro de mí, toma mi pene en su mano y la acaricia con firmeza.

La sensación de una mano en mi verga me tranquiliza. El familiar tira y afloja de la piel deslizándose arriba y abajo se mezcla con la nueva sensación que me llega desde atrás. El placer se mezcla con el dolor, fusionándose rápidamente hasta volverse indistinguibles entre sí. Se ahogan el uno al otro, compitiendo, cambiando, convirtiéndose en algo más poderoso que cualquier cosa que haya sentido jamás.

Poco a poco se adentra más en mí. Aprieto los dientes y me olvido de respirar mientras mi esfínter cede. Me penetra hasta que encuentra resistencia y entonces retrocede. Sucede una y otra vez, y aunque sé que debería agradecérselo, aunque sé que me está haciendo un gran favor al tomarme tan suavemente, me vuelve loco. Me vuelve salvaje.

Respiro hondo y la próxima vez que empuja en mi interior, arqueo la espalda con fuerza para encontrarme con él. Me hace gritar y, cuando lo hago, se sale completamente, esperando hasta que estoy jurando y suplicando antes de volver a meterse dentro de mí. La sensación de vacío es horrible. No me gusta. Lo odio.

—No te salgas —le digo la tercera vez que lo hace—. Quédate dentro.

Por favor. Lo quiero. Lo necesito.

—Sshh, princesa, esta vez va a entrar muy suave y fácil, vas a ver. Empuja para mí, ¿está bien? —susurra en mi oído, con sus labios cálidos y embriagadores en mi nuca—. Relájate, bebé —gimo al oír esas palabras. Déjame decirte que hay gemidos y gemidos. Pero sólo hay un tipo de gemido que un hombre puede soltar cuando tiene una verga en el culo y un hombre como Spreen Buhaje le está hablando sucio, y es un gemido que le viene del alma—. Dámelo. Vamos, dámelo. Sabes que querés.

Asiento y gimo y muerdo la carne de mi hombro mientras clavo los dedos en mi culo, arañando mi carne, haciendo todo lo que puedo para mantenerme abierto.

Tiene razón.

Dios Santo, tiene razón.

Quiero dárselo. Quiero dárselo todo.

Esta vez sí entra con facilidad. En eso también tiene razón. Es un movimiento suave y resbaladizo. Una embestida larga y certera que me lleva de vacío a lleno en menos de dos segundos. Mis ojos se abren desorbitados por la presión, y cuando me alcanza, la explosión de placer me hace rugir. Un grito largo y gutural que suena exactamente como lo que es: el sonido de un hombre que está siendo dominado por primera vez.

—Shh —me amenaza, moviendo la mano que estaba sobre mi pecho hacia mi boca y apretándola con fuerza—. Silencio, bebé. No querrás que la gente sepa lo que te estoy haciendo, ¿verdad?

Balbuceo y me ahogo con una respuesta inaudible. Menos mal, porque ninguna parte de mí podría decir algo sensato ahora mismo. De hecho, a ninguna parte de mí le importa una mierda quién oye o sabe qué. No me importa si todos los huéspedes de la planta oyen cómo me cogen. No me importa si todo el equipo, los entrenadores, los preparadores físicos y todos los jugadores saben lo que me está pasando.

No me importa.

No me importa porque Spreen Buhaje está acostado detrás de mí, con su cuerpo enroscado alrededor del mío y las caderas tan cerca de mí como puede, y su verga está entrando y saliendo de mí. Los dos estamos desnudos y él está dentro de mí. Él está dentro de mí. Él. La emoción que me produce es difícil de describir. Físicamente, estoy lleno. Estirado y lleno. Estoy tan lleno como puedo estar, y estoy gimiendo como un loco con una verga gruesa y palpitante. Mentalmente, estoy en un buen lugar. Estoy en un jodido buen lugar. Estoy tan cerca de la satisfacción como nunca lo estuve. Estoy paralizado. Atrapado. Traspasado. Y no me refiero sólo a mi cuerpo. Me refiero a mi mente. Está vacía y quieta. Abierta y llena. No hay resistencia en mí.

Y no me importa en absoluto.

Buhaje me tiene justo donde me quiere. Justo donde pertenezco.

Sigue bombeando mi pene con su mano y empujando en mi culo al mismo tiempo. Su sincronización es nada menos que perfecta. La intensidad es surrealista. El placer es de ensueño. Su mano se mueve hacia abajo mientras empuja y hacia arriba mientras sale. La estimulación es tan intensa que casi siento que no sobreviviré. Me fríe el cerebro. El placer y la presión se arremolinan en mi interior, creciendo en furia hasta que ya no soy un hombre.

Soy una tormenta.

Me agito y me enfurezco. Aullando. Soplando un vendaval que sacude las ventanas y amenaza con derribar todo el edificio. Buhaje mantiene la mano que tiene en mi boca firmemente en su lugar y empieza a besarme el cuello, mordiendo con suficiente fuerza para que duela cuando me pongo demasiado ruidoso.

Vuelve a estrellarse dentro de mí. Una embestida profunda. Un empuje largo. Y luego desata un aluvión de embestidas cortas y superficiales que me hacen ver puntos blancos por todo el techo. Mi orgasmo me alcanza casi sin previo aviso. Una amenaza distante en el horizonte por un segundo, explotando fuera de mí al siguiente. Mi culo se aprieta, intentando en vano contraerse. Cada vez que lo hace, Buhaje me llena de nuevo, forzando oleada tras oleada de placer por mi espina dorsal, metiendo su gorda verga en mi espasmódico agujero hasta que la tormenta pase. Hasta que estoy abandonado, indefenso, sin piernas, balanceándome sobre una endeble viga en un océano en calma.

Me da la vuelta para que siga de lado, pero también medio boca abajo.

Tengo el culo levantado, abierto, jodido, y se lo ofrezco.

—¿Ya terminaste, o puedes tomar un poco más? —pregunta sin aliento.

—Más —gimo—. Más, más.

Me penetra de nuevo. Soy sensible de una manera diferente ahora. El péndulo oscila y esta vez se acerca más al dolor, pero me gusta. Me hace sentir vivo. Como si importara. Como si tuviera un propósito. Me da algo a lo que aferrarme. Buhaje empuja dentro de mí con fuerza. Con determinación. Está claro lo que está pasando. Va por el oro, y está usando mi agujero para conseguirlo. No tarda mucho. Tiene una mano en mi cadera, clavando sus dedos en mí, y me sujeta con la otra mano en el hombro. Me embiste con fuerza y rapidez hasta que sus movimientos se vuelven espasmódicos.

Se esfuerza por ahogar el sonido de su placer entre los dientes mientras inunda mi conducto con una enorme carga que me provoca una nueva y desbordante oleada de placer. Cuando descarga hasta la última gota de sí mismo en mis entrañas, sale despacio y con cuidado. Su respiración es irregular y, cuando habla, no se parece en nada a sí mismo y, al mismo tiempo, es exactamente igual. Su voz es dura y gentil, suave y áspera, casi melancólica.

—¿Queres un recuerdo, princesa?

—¿Un rrrecuerdo de qué? —balbuceo.

Sonríe en mi cuello. Una sonrisa dulce y un zumbido tranquilo que casi me arrulla en una falsa sensación de seguridad. Casi, pero no del todo.

—Un recuerdo de la primera vez que te cogieron el coño.

La palabra me deja en shock. Me ofende. Me destroza. Me excita tanto que me doy vuelta por dentro y ya no queda nada duro para protegerme. Ningún lugar donde esconderme.

—Sí —respondo desde un lugar lejano.

—Cierra los ojos, voy a encender la luz.

Lo obedezco sin cuestionar.

Enciende la luz de la mesita de noche y mi campo de visión bajo mis párpados se vuelve naranja y rojo. Mueve mi pierna hacia arriba y la separa un poco más de lo que estaba. Mi pecho y mi cara se aplastan contra el colchón. Tengo la espalda arqueada y, aunque le dije repetidamente a Buhaje que soy una puta, créeme, nunca había hecho nada tan sucio.

Lanza una almohada por encima de mi cabeza y dice:

—Cubrite la cara. No mires atrás.

Agarra algo de la mesita de noche, quizá su teléfono. Sí, es su teléfono. Puedo decirlo por el sonido de dedos sobre el cristal. Se queda en silencio unos instantes, y luego me pone una mano en el culo. Me da unas palmaditas lo bastante fuertes como para llamar mi atención. Con firmeza, casi amistosamente.

—Muéstrame —canturrea, tomando mi culo con su mano y abriéndome—. Muéstrame ese lindo culito que jodí —gimo desde debajo de la almohada, luchando por evitar que mis caderas se retuerzan ante sus palabras—. Vamos, princesa. Empuja y mostrame lo que dejé dentro de vos.

Para mi infinita sorpresa, y tal vez incluso interés, me encuentro haciendo exactamente lo que me dice.

Hago fuerza y relajo un poco mi anillo. Lo hago con cuidado. Lo hago con cautela, más vale que creas que lo hago con puta cautela, pero lo hago.

—Mmm —murmura mientras una carga caliente y cremosa sale de mí—, buen chico.

 

 

Chapter 14: Spreen

Chapter Text

—Um, ¿qué carajo? —digo.

El impacto inicial del orgasmo alucinante que acabo de tener se desvaneció, y volví en mí. Como siempre, la realidad aterriza con toda la elegancia de una bofetada en la cara.

Lo dejo ir al baño primero porque tengo una serie de principios innegociables sobre cómo tratar a un chico que acaba de estar abajo por mí. El primero y más importante es no ser un pelotudo, y el segundo es ser un caballero. Acabo de volver a nuestra habitación después de limpiarme, sólo para encontrar a Roier Brown felizmente instalado en mi cama. Está de lado, de cara a la pared, con las sábanas colgando flojamente sobre su cintura.

—Mi cama está inundada de semen —dice con toda naturalidad, sin molestarse en mirarme—, hay dos manchas húmedas del tamaño de Delaware en mis sábanas. Ni de pedo voy a dormir ahí. Puedes quedarte con mi cama si no te importa. Sino, estás atrapado conmigo.

Suelto un suspiro largo y exasperado. No es que me moleste el semen. Es que me molesta cuando se seca. Ni siquiera es eso, en realidad, es que Brown está en mi maldita cama. Ya le permití hacer lo que quiera conmigo; no puedo dejar que también me eche de mi propia cama. Es demasiado. Tengo que poner un límite en algún lado.

—Movete —digo bruscamente.

Hace un gran espectáculo de mover los hombros y las caderas y dar muchos saltitos por todos lados, pero hasta donde puedo notar, en realidad no se levanta. Si lo hace, no es más de un par de centímetros.

Me meto en la cama y apago la luz. Al principio, me acuesto de lado, de espaldas a él. Me dejo tan poco espacio que tengo que agarrarme al borde del colchón para no caerme. Ninguno de los dos lleva ropa, así que nuestros culos desnudos están apretados uno contra el otro. Busqué durante un rato, pero no pude encontrar mis pantalones de pijama en la carnicería que hicimos de su cama, y honestamente, llega un punto en el que la ropa se vuelve arbitraria entre dos personas. Si me lo preguntas, ese punto es cuando te acuestas detrás de un chico desnudo y has cogido su culo hasta el infinito y más allá.

Ruedo sobre mi otro costado, imitando la posición de Brown y esforzándome por dejar un margen de espacio entre nuestros cuerpos. Ya fue una noche infernal, y estoy bastante seguro de que nada bueno puede venir de que las suaves y satinadas nalgas de Brown toquen ninguna parte de mi cuerpo en este momento.

Su respiración es la de un hombre completamente despierto. Uno que no tiene ninguna intención o inclinación de irse a dormir en cualquier momento en las próximas siete u ocho horas. Cierro los ojos y hago todo lo posible por ignorarlo. Pero no puedo, porque él no deja de parpadear y, cada vez que lo hace, sus pestañas rozan la funda de la almohada. Es un roce suave, de pelo contra lino, que se hace cada vez más fuerte a medida que pasan los minutos.

—Cierra los ojos —digo eventualmente—. Dormí un poco.

—No.

¿No?

¿Qué le pasa a este chico? ¿Se saltó todo un capítulo del manual de Cómo Comportarse?

—No podés sólo decir que no a algo así —explico, haciendo todo lo posible para que no se note mi exasperación—. Tenés que dar una razón, o parecerás poco razonable.

—Tengo una razón —dice en voz baja. Como no se explaya, incito:

—Bueno, ¿te importaría compartirla con la clase?

Se da la vuelta, un giro desordenado de tres puntos que hace que toda la cama se balancee. Está oscuro, pero mira hacia mí. Lo sé por el suave soplo de su aliento contra mi cara. Acomoda su cabeza en la almohada, mi almohada, y acerca tanto su cara a la mía que me veo obligado a girar la cara para mirar al techo. Eso no lo detiene. Se inclina aún más, cubriéndose la boca con la mano como si me estuviera contando un secreto.

—Mi agujero se siente diferente —me susurra al oído.

Un nudo de preocupación se queda atorado en mi garganta, y la urgencia de rodearlo con un brazo y acercarlo a mí son casi abrumadoras.

—¿Te lastimé?

—No, no me lastimaste. Es sólo que mi agujero se siente extraño —Las sábanas crujen cuando mete un brazo bajo ellas. Me doy cuenta de que está extendiendo la mano. Hacia atrás. Acariciando la parte de su cuerpo que acabo de coger. Mi pija, que sigue hipersensible y hormigueando, empieza a hincharse de nuevo—. Se siente suave donde normalmente está arrugado. Mi anillo se siente un poco hinchado y abierto, como si aún no hubiera vuelto a la normalidad.

La forma en que habla se está metiendo bajo mi piel. Hay algo tan aterradoramente vulnerable en él que me marea. Estuve con muchos chicos. Chicos que han estado con chicos antes y chicos que no. Pero nunca había estado con alguien así. Alguien tan abierto, tan honesto. Tan jodidamente hablador.

Me está arruinando.

—Volverá a la normalidad —murmuro.

—¿Lo juras?

—Sí, lo juro.

—¿Y mi pecho?

—¿Qué le pasa a tu pecho? —pregunto, aunque una voz tranquila en mi cabeza me advierte que no lo haga.

—Se siente como si tuviera un gran agujero en el pecho. Como si hubiera algo ahí antes, manteniéndome unido, y ahora ya no está. Me siento... deshecho. Como si mi corazón estuviera abierto —con eso, lanza un brazo a mi alrededor y entierra su rostro entre mi cuello y mi hombro— ¿Eso también volverá a la normalidad?

—Sí —digo, dejando que mi brazo serpentee alrededor de su cintura y suspirando con impotencia mientras mi mano se mueve por sí sola, siguiendo la línea de su columna vertebral más allá de su coxis e incluso más abajo. Acaricio su agujero con la yema de mi dedo medio. Lo hago tan suavemente como nunca he hecho nada.

Tiene razón. Se siente un poco más suave que de costumbre. También más hinchado.

Inhala bruscamente cuando lo toco y suelta un gemido largo y bajo que me llega al torrente sanguíneo y recorre mi cuerpo de un modo que no me deja la menor duda de que algo preocupante está pasando también con mi corazón.

Echa una pierna encima de mí, doblándola por la rodilla, obligando a mi cuerpo a fundirse con el suyo.

—¿Necesitas algo? ¿Un antiinflamatorio o algo? —pregunto, tratando de pensar en una forma de tomar un poco de distancia y algo de aire. Sigue sujetándome con firmeza y sacude la cabeza, su nariz y labios rozando la piel sensible sobre mi yugular— ¿Entonces te vas a dormir?

Vuelve a sacudir la cabeza y dice:

—No. No hasta que me cuentes una historia.

—No me se ninguna historia.

—Claro que sí.

El cansancio post-orgasmo pesa y hace todo lo posible por arrastrarme. Además, estoy luchando contra el absoluto pánico de estar enterrado debajo de un chico con el que acabo de coger. Actualmente estoy participando en una actividad que podría describirse como acurrucarse. Y encima, estamos hablando mucho más de lo que considero ideal.

A pesar de todo eso, me escucho decir:

—Bien, ¿qué historia queres que te cuente?

—Cuéntame la historia de la primera vez que fuiste a patinar.

Gruño ruidosamente, pero intento reprimir el sonido antes de que salga de mi boca. Se vuelve extraño y adopta la forma de un rumor incómodo que lo hace sonreír. Está oscuro y no puedo ver su sonrisa, pero de todos modos sé que está sonriendo. Lo sé por sus contornos. Por el espacio que lo rodea y, de algún modo, eso lo empeora.

—Tenía siete años la primera vez que patiné. Joshua Pullen tenía una fiesta de patinaje sobre hielo y toda la clase estaba invitada —Quiero parar ahí, ya que es prácticamente toda la historia, pero Brown está misericordiosamente callado y dejo de parpadear incesantemente, así que decido continuar—. Ahora bien, Josh no me caía especialmente bien, y estoy absolutamente seguro de que yo no le caía bien a él. Era una de esas situaciones en las que apuesto a que su vieja dijo: “Bueno, Joshie, me temo que estamos invitando a todos y no dejaremos a nadie afuera. No somos esa clase de personas, así que Spreen está invitado y va a venir” —Brown vuelve a sonreír, esta vez más ampliamente, así que elevo ligeramente el tono de mi voz y añado—: “Y se acabó”.

—¿Te gustó? —pregunta.

—Nah. Lo odié. Odiaba los patines. Odié el hecho de estar atado a ellos y sentir que no podía quitármelos ni mover los tobillos correctamente. Odiaba sentirme fuera de control y odiaba estar rodeado de tantas personas. Había niños por todas partes. Estaban hasta arriba de azúcar, así que gritaban y corrían como pequeños murciélagos del infierno. Muchos hacían aterrizajes forzosos y se llevaban por delante a los niños que estaban cerca —Brown sigue con los ojos cerrados y ya no sonríe. Al menos, no creo que lo haga. Está escuchando con una intensidad que tiene masa. Una intensidad que es una llave en una cerradura. Metal contra metal—. Tenía miedo de caerme. Me aferré al borde durante la mayor parte de la fiesta y fui avanzando lentamente alrededor de la pista. Eventualmente, un hombre que trabajaba allí se acercó patinando y me dio uno de esos ayudantes en forma de pingüino . Estaba entusiasmado. Estaba avanzando con mi pingüino y sintiéndome bastante bien, cuando esa pequeña mierda, Josh, gritó: “Eh, miren, Spreen está usando un pingüino como si fuera un bebé”.

—¡Ese idiota! —dice Brown.

—No, no —corrijo suavemente—, no llamamos idiotas a los niños.

—Tú acabas de llamarlo mierda. Literalmente, acabas de llamarlo mier...

—Lo sé, pero eso es diferente. Mierda está bien, idiota no.

—Bueno, no voy a cambiar de opinión. Sigo pensando asi de él   —una risa incontrolable se hincha en mi pecho y burbujea hacia la superficie. Apenas consigo reprimirla— ¿Qué pasó después? Espera, déjame adivinar, te acercaste a él con todo y pingüino y le pateaste el culo, ¿verdad?

—No. Te equivocas. Solté al pingüino y patiné como si lo hubiera estado haciendo toda mi vida.

—No lo hiciste.

—Lo hice. Me impulsé y me deslicé como si fuera un profesional... conseguí unos buenos ocho o diez metros antes de ver cómo me caía estrepitosamente y me quedaba con el culo al aire —Brown estalla en carcajadas en mis brazos, encogiéndose hacia adentro de modo que su rostro queda aún más cerca de mí que antes—. Fue épico. Fue una de esas caídas en las que tus patines quedan a la altura de los ojos durante una fracción de segundo. Ya sabes, cuando en realidad tenes tiempo de verlos y darte cuenta de que estás en el aire, horizontal y a punto de estrellarte.

—Ooh —sisea entre dientes en señal de simpatía—, dura actuación.

—Sí, cuando mi mamá me recogió, le conté lo que pasó y juré que nunca volvería a poner un patín sobre hielo. Lo mismo le dije a mi papá —esbozo una sonrisa irónica y sacudo la cabeza al recordarlo—. Él me hizo volver a esa pista al día siguiente y me llevó allí todos los fines de semana durante más de dos meses. Me inscribió en un club de hockey en cuanto pude patinar con un palo.

—¿Te encantaba? ¿El hockey? ¿Te encantó desde el principio?

—Claro que me encantó, Brown. A todo el mundo le gusta hacer cosas en las que son buenos.

Sopla una ráfaga de aire caliente contra mi cuello que estoy bastante seguro de que va acompañada de un giro de ojos. Su cuerpo se aprieta contra el mío. Estamos pecho con pecho, pene con pene, y es demasiado. Mucho. Demasiado cerca.

Me pongo boca arriba, pero aparte de aflojar ligeramente su agarre y levantar un poco la pierna para que pueda darme la vuelta, no se mueve en absoluto. Su brazo sigue rodeándome el pecho y su pierna sigue echada sobre mí, con la rodilla torcida y el pie moviéndose lentamente arriba y abajo por mi pantorrilla.

Puedo escuchar el aire que entra y sale de sus pulmones. Puedo sentir los latidos de su corazón contra mis costillas y su cabello en mi cuello. Es suave y áspero al mismo tiempo. Ondas castañas que pasan todo el día empeñadas en caer sobre su rostro.

La urgencia de pasar mis dedos a través de ellas es casi demasiado.

—¿Y vos? —pregunto para distraerme.

—Mi hermana Ari estuvo en el patinaje artístico por un tiempo. Normalmente, mi papá la llevaba a sus lecciones y yo me quedaba en casa con mi mamá porque eran clases nocturnas hasta bastante tarde. Supongo que mi mamá estaba en una conferencia o algo así, porque un día terminé acompañándola. El entrenador de Ari me preguntó si quería participar y, por supuesto, le dije que sí. Me quedé maravillado al ver a los chicos patinando. No podía esperar a entrar en el hielo y...

—Y lo hiciste como pato en el agua, ¿eh?

No contesta, lo que me hace saber que eso es exactamente lo que pasó y algo más.

—Estuve bien —dice finalmente—. Después de aquella primera noche, planeaba ir a los Juegos Olímpicos y ser campeón del mundo. Quería patinar con Debbie Webber. Tenía la edad de Ari y era muy buena. Tenía todo este plan, ganaríamos el oro y...

—...te casarías con ella, tendrían un perro y vivirían felices para siempre.

Suelta una risa suave y gutural, y cuando cierro los ojos, veo las comisuras de sus labios separarse y dejar al descubierto sus caninos. Es lo que pasó antes, cuando me vio en el aeropuerto. Había gente a nuestro alrededor. Las filas estaban llenas y avanzaban lentamente. Él había estado mirando hacia atrás cuando llegué, casi como si me estuviera esperando. En cuanto me vio, toda su cara se transformó. No sólo su boca. También sus ojos. Aparecieron finas líneas que se abrieron en abanico. Sus mejillas se arrugaron y remolinos cafés empezaron a bailar.

—Algo así —dice. Tardo un poco más de lo debido en entender de qué está hablando. Debbie Webber. Patinaje artístico. Olimpiadas.

—¿Estuviste bien? —Por alguna razón, necesito que lo diga. Quiero que lo diga. Quiero oír que fue fácil y pura suerte tonta.

Lo necesito.

Tal vez lo necesito para intentar convencerme de que no se lo merece.

—Me caí mucho, quiero decir, muchísimo. Pero era rápido como el infierno... obviamente —me golpea ligeramente en las costillas, pero no le doy la reacción que busca, así que continúa—: Mi entrenador dijo que era intrépido. Dijo que nunca había visto nada igual. Pensé que era algo bueno. Me había esforzado al máximo, así que estaba muy orgulloso, pero entonces añadió: “No es un cumplido. Eres una bola de demolición, Roier. Eres un accidente a punto de ocurrir”. Me quedé destrozado —el aliento que ahora me doy cuenta de que estaba conteniendo se retuerce y se vuelve un poco incómodo—. En fin, resumiendo, mi padre me sacó de clase y me llevó a un partido de los Vipers unos meses después. Me enganché a los pocos minutos. Me sentía como en el cielo. Como si hubiera vuelto a casa. Fue increíble. Conocí a Danny LeGrange después del partido. ¿Puedes creerlo? —Danny era el capitán de los Vipers por aquel entonces, e incluso ahora, es el tipo de jugador del que la gente habla en voz baja, en tono reverente.

—¡No puede ser! Era algo así como mi ídolo de pequeño. Estaba obsesionado con él. Todavía envuelvo mi palo como él lo hacía.

—También era mi héroe. Era tan amable. ¿Sabes que a veces conoces a personas y se rompe la ilusión? Bueno, no fue nada de eso. Firmó mi camiseta, y cuando le dije que un día iba a jugar con los Vipers, me dio el disco del partido.

—Me estas jodiendo

—Sí, es verdad.

—¿Todavía lo tenés?

—Claro que lo tengo. Es mi posesión más preciada —su voz se vuelve más suave y el ritmo de sus palabras se ralentiza—. Le rogué a mis padres que me dejaran jugar al hockey después de conocer a Danny. Mi papá se mostró un poco receloso por el comentario de la bola de demolición y lo duro que es el juego en general, pero mi mamá dijo que estaba bien siempre y cuando jugara con un casco jaula para siempre.

—¿Para siempre? —me río entre dientes ante el pensamiento—. ¿Amabas el hockey desde el principio y te ibas a dormir por las noches imaginándote levantando la Copa Stanley? —le pregunto en voz baja.

Hay una pausa antes de que hable, y su brazo pesa más sobre mi pecho que antes.

—Sí, me encantaba. Lo amaba muchísimo. Me encantaba el juego, me encantaba formar parte de un equipo. Me encantaba todo. Era divertido. Tan divertido... —su voz se entrecorta y se queda callado durante tanto tiempo que creo que se está yendo a la deriva, pero entonces añade—: Jugué por diversión durante años y años. A pesar de lo que le dije a Danny, no fue hasta... más tarde que realmente creí que podía hacerme profesional.

 


No necesito abrir los ojos para saber que estoy embarrado de mierda hasta los codos. Estoy casi enterrado bajo un chico que decidió convertirme en su colchón. Y por alguna razón, me estoy aferrando a él con fuerza. Tengo ambos brazos a su alrededor y la nariz presionada contra su mejilla. Echo la cabeza hacia atrás y lo suelto en cuanto me doy cuenta de lo que estuve haciendo. Retiro lentamente y con cuidado el brazo que está debajo de su cuello, asegurándome de no despertarlo. Murmura suavemente en señal de protesta, pero sus ojos permanecen cerrados.

Gracias a la mierda por eso.

Me dirijo al baño, mi pija liderando el camino. Estoy duro. Duro como una piedra. Tan duro que podría usarla como arma si fuera socialmente aceptable.

Relájate. Es una erección matutina.

Definitivamente es sólo una erección matutina.

Quiero decir, sí, claro, es un poquito una erección de “Roier-Brown- desnudo-en-mi-cama”, pero no es nada para ponerse nervioso.

A mi pija le gusta cómo se ve, ¿está bien? No hay nada que yo pueda hacer con eso. Le gusta su cuerpo y la forma en que se ve sin ropa. Es simple, en realidad. Soy un hombre gay, y él es un chico sexy.

No es para tanto.

Probablemente desaparecerá en cuestión de minutos.

No lo hace. El latido sordo entre mis piernas adquiere un pulso propio, un latido que exige atención. Un tirón profundo que me sugiere sutilmente que lleve mi culo de vuelta a la cama con Roier Brown y lo despierte dándole de comer un buen bocado de carne.

Mierda.

Mi pija está obsesionada con él. Está realmente obsesionada con él. Le gusta cómo huele.

Y cómo suena.

Le gustó cómo gimió cuando me lo cogí anoche. Le gustaron los ruidos que hizo. Los jadeos. Los pequeños y roncos gritos.

Uff, esos le gustaron mucho.

También le gustaron los ruidos fuertes. Los que hacía en la palma de mi mano. Los que eran tan grandes y venían de tan abajo en su vientre, que no podía contenerlos.

Le gustó cómo se desmoronó, temblando y sacudiéndose, con su culo agitándose a mi alrededor mientras decía mi nombre una y otra vez.

Dios. En serio le gustó eso.

Miro a Brown. Está medio de lado, medio de frente. Tiene la cara aplastada contra la almohada, el cabello en la cara, los labios entreabiertos, la sonrisa un poco torcida. Debería verse desastroso. Debería, pero no lo hace.

En cambio, se ve angelical.

¿Angelical?

¿Brown?

Vete al carajo con esa mierda.

Despierta y pon orden en tu vida.

Me doy una ducha helada y vuelvo a la habitación con una toalla alrededor de la cintura porque me olvidé de llevar ropa al baño.

Brown se enderezó. Está sentado en la cama, con las sábanas— mis sábanas—amontonadas en su regazo y una taza de café en las manos. Todavía tiene los labios hinchados por el sueño, pero sus ojos están completamente enfocados... en mí.

Es una mirada abrasadora que me golpea justo en la laringe y me impide tragar. Respiro por la nariz mientras intento en vano recuperar la compostura.

Ladea la cabeza hacia el desastre arrugado que es su cama y dice:

—Vamos a hacer eso otra vez.

Lo dice como si fuera un hecho, no una opinión. Como si ya estuviera decidido. Como si estuviera escrito en piedra.

Como si yo no pudiera hacer una maldita cosa para evitarlo.

Su mirada es incómodamente íntima. Intolerable. Sus ojos son demasiado. Demasiado calientes. Tan calientes que no puedo mirarlos directamente, así que dejo que mi mirada recorra su garganta hasta el hueco entre sus clavículas, buscando un lugar seguro donde posarse. Quiero mirar más abajo, fijarme en sus pezones o en sus abdominales porque, aunque parezca una locura, fijarme en ellos me parece mejor opción que en su cara, pero tampoco puedo. Algo invisible me enganchó. Profundamente. Mis ojos suben y se detienen brevemente en su boca. Sus labios perfectos y carnosos siguen ligeramente separados. Todavía un poco curvados. Se curvan aún más por mi atención.

—Lo sé —murmuro al final.

No tiene sentido negarlo. Sólo me hará ver estúpido más tarde.

Parece satisfecho consigo mismo, acicalándose y dándome una pequeña sacudida de hombros que hace que sus pectorales se flexionen. Es infinitamente engreído y feliz, y Dios, odio eso.

—Para que lo sepas, es casual —le digo—. Esta cosa entre nosotros, es sólo sexo, ¿de acuerdo? No soy un tipo que tenga relaciones, y no estoy diciendo que vos lo seas ni nada. Sólo quiero dejar súper claro quién soy para que no haya malentendidos.

Sus ojos se oscurecen y su labio inferior se estrecha hasta ser poco más que un punto. Se lleva la taza a los labios y bebe un malicioso sorbo de café.

Una fisura de miedo talla un agujero en mi esternón.

Conozco esa mirada.

La vi antes. La vi cuando le dije que ya no podía chupármela más, y sólo mira cómo terminó: le debo veinte de los grandes a este hombre, y su boca es prácticamente la casa vacacional de mi pija.

—Ya lo veremos —dice.

Baja la taza y se quita las sábanas de encima.

Antes de que tenga tiempo de recuperarme del shock de ver a un Roier Brown totalmente desnudo a menos de metro y medio de mí, se levanta y se dirige a grandes zancadas hacia el baño, deteniéndose en la puerta para mirarme acusadoramente y decirme—: ¿Qué estás esperando? —como si fuera algún tipo de idiota.

—Yo, um...

Me está costando un poco ponerme al día con las cosas, pero afortunadamente, mi pene no tarda en explicármelo. Quiere chupártela, hermano. Deja de ser un marica y entra ahí.

Si lo piensas bien, ¿quién soy yo para discutir con ese tipo de lógica?

Lo sigo hasta el baño y digo—: ¿Queres chupármela? —con una voz pretenciosa que no me es familiar—. Queres un pedazo de esto, ¿no?

Mientras lo digo, veo una imagen realmente incómoda de mí mismo en el espejo del baño. Estoy sonriendo maniáticamente y sujetando mi erección con una mano como si fuera un roedor o algo así. Me veo exactamente como cualquiera de los cien actores porno problemáticos de los setenta u ochenta.

Lo odio.

Odio todo lo que me pasa en presencia de este tipo. Aún así, mi roedor está muy interesado en su respuesta.

—Nah, ahora no —Se gira y me mira por encima del hombro, sonriendo beatíficamente—. Ahora mismo, voy a acariciarme lentamente, y tú —Me señala directamente a la cara con un dedo índice para que no me quepa la menor duda de a quién se refiere—, tú me vas a comer el culo.

Y así, me fuí.

Me voy.

Estoy en la ducha, con el agua salpicándome en la cara y la toalla todavía envuelta a mi alrededor. Tengo un brazo alrededor de su cintura, sujetándolo, y el otro entre sus nalgas, enjabonándolo. Lo lavo rápido, casi con brusquedad, mi mano subiendo y bajando rápidamente por su grieta. Meto un dedo en él y lo giro antes de desenganchar la boquilla y lavarlo. No hay nada sensual en ello. Sólo urgencia. Sólo necesidad. En cuanto está listo, me deslizo hasta el suelo de la ducha, mis rodillas aterrizando pesadamente sobre el frío azulejo.

No lo siento en absoluto.

Ahora bien, soy una de esas personas a las que en serio les gusta coger. De verdad. No es complicado. Se siente bien, así que lo disfruto. Me gusta coger y que me chupen la pija. Me gusta chupar pijas y muchas otras cosas también. Pero lo que más amo, lo que me excita más que cualquier otra cosa, es comer culos. Me vuelve jodidamente loco. Las nalgas en mi cara. Un agujero abierto para mí. Un gran trozo de hombre temblando y perdiendo la cabeza en mi lengua.

Sí, ponme un tenedor porque terminé.

Aún así, hay culos, y luego hay culos. En pocas palabras, el culo de Brown es un culo. Es el culo del que están hechos los sueños. Sueños despiertos. Sueños húmedos. Vos nómbralo. Para mí, al menos, los sueños están hechos de un culo como el de Roier Brown. Un melocotón perfecto. Jugoso y maduro. Un culo duro y musculoso, con la suficiente carne para hacerte querer hundir los dientes en él.

Me quedo así, arrodillado detrás de él durante un rato. Un momento reverente en el que me siento sobre mis talones y contemplo el espectáculo. La vasta extensión de su piel es resbaladiza y brillante. Las gotas de agua brillan y se acumulan en la parte baja de su espalda, uniéndose y formando pequeños riachuelos que bajan por la curva de su culo.

Levanto las manos, separo los dedos y agarro un puñado de cada una. Las sacudo suavemente, agitándola hasta que él me hace un puchero y arquea la espalda con impaciencia. Mi pene palpita. Parece que también tiene una cosa por la impaciencia. Parece que le gustan los hombres que no tienen ni idea de lo que están haciendo, pero aún así se las arreglan para ser exigentes como el infierno. Mantengo un agarre firme en Brown y extiendo mis manos. Su agujero aparece a la vista. Una bonita estrella fruncida. Un agujero apretado y virgen que me cogí anoche.

Caigo sobre él, aplastando mi cara contra él y lamiendo su capullo como si mi vida dependiera de ello. No me burlo de él. No lo hago esperar. No tengo la presencia de ánimo para eso. Simplemente lamo su entrada hasta que sus rodillas empiezan a temblar. Los sonidos que hace son de otro mundo. Son guturales y crudos. Sonidos que sólo existen cuando a alguien le han quitado capas y capas de su mierda. Cuando todo lo que queda es quién y qué es realmente.

Alterno entre una lengua ancha y suave con otra flexionada en punta. Rodeo su agujero, lamiendo suavemente su borde hasta que está maldiciendo y casi doblado, arañando la pared de azulejos que tiene delante mientras empuja su culo hacia mi cara. Cuando lo hace, tenso la lengua y la introduzco lo más profundamente posible en él. No paro hasta que está gritando, su mano moviéndose hacia arriba y abajo tan rápido frente a él que es un borrón. Sujeto con fuerza sus caderas para impedir que se deslice de mi agarre. Con la boca abierta y la lengua completamente extendida, aprovecho el peso y el impulso de toda mi cabeza para embestirlo con la lengua hasta el clímax. Su anillo se agita y se aprieta sin fuerzas alrededor de mi lengua. Hay una fuerte sacudida y luego una pausa. Otra sacudida, esta vez más fuerte, y esta vez viene acompañada de una maldición y un gemido castigador.

Hay un sutil escalofrío en su columna vertebral. Un duro arco de músculo y hueso.

Un agarre profundo que hunde y deja marcas en los costados de sus nalgas.

Entonces deja caer la cabeza hacia atrás y mi nombre rebota en azulejos y cristales.

Para cuando me recupero, ya se vistió, empaco y está listo para ir al vestíbulo. Él y algunos de los chicos tienen un compromiso con la prensa. Alguna mierda de marketing, una entrevista o una sesión de fotos, algo así. El tipo de cosas de las que la gente tiende a dejarme fuera la mayoría de las veces.

Y menos mal, porque me vendría bien un poco de tiempo a solas para recomponerme.

Deja caer sus maletas en la puerta y comprueba sus bolsillos para asegurarse de que tiene el teléfono y las llaves. Cuando está satisfecho de que su vida está en orden, se acerca a mí con una sonrisa suave y no amenazante.

Me asusta como la mierda.

Estoy encorvado sobre mi bolso, buscando unos pantalones, pero me enderezo rápidamente y me ajusto un poco más la toalla alrededor de la cintura.

Me pone una mano en el pecho. Suavemente. Tan suave que se siente insignificante. Como algo que hiciera muchas veces en el pasado y que piensa hacer muchas veces en el futuro. Eso también me asusta. Se pone de puntillas mientras yo me quedo paralizado y me besa en la mejilla. Labios suaves e hinchados dejan una marca invisible sobre la piel sin vello de mi pómulo.

—Puedo sentirte cuando me muevo, Spreen —susurra—. Puedo sentir dónde estuviste anoche y lo que me hiciste. Puedo sentirte cuando camino... cuando muevo las piernas —me besa de nuevo, esta vez en el cuello. Y esta vez, persigue el beso con una lenta pasada de su lengua por el lóbulo de mi oreja. La piel de gallina estalla y se extiende por un lado de mi cuerpo—. Voy a sentir dónde estuviste cuando esté sobre el hielo más tarde —lo dice como una promesa y una amenaza a la vez—. Y quiero que lo sepas.

 

 

Chapter 15: Roier

Chapter Text

Estamos en el estadio, a punto de salir al hielo. El entrenador acaba de terminar su charla y la adrenalina está por las nubes. Mientras salimos de los vestuarios, se oye el ruido habitual de las cuchillas de los patines, los palos y las bravuconadas de macho.

Me siento igual que siempre antes de un partido. Febril de emoción. Acalorado y comprimido en mi equipo. Las mallas, las protecciones, los patines y el casco me contienen firmemente, reconfortándome y agitándome a partes iguales. Una armadura que me hace sentir seguro y querer liberarme. Me hace desear que caiga el disco. Ese primer momento perfecto. El instante en que mi patín derecho entra en contacto con el hielo. La ligera resistencia. El corte y el deslizamiento. La fuerza y la masa. La reacción explosiva que da lugar al movimiento. La fría ráfaga de viento en mi cara. El cambio rápido. El sonido profundo que ocurre cuando los grupos musculares principales se activan y entran en acción.

La adrenalina de la persecución. El impacto del primer golpe.

La paz infinita de una superficie sólida de agua congelada debajo de mí y una galaxia de luces sobre mí.

El ruido sordo que empieza a sacudir lentamente los cimientos del estadio mientras el público empieza a animar.

Tomamos nuestras posiciones. Rubius amplía su postura, agachándose en el centro de la pista. Saque inicial. El punto azul entre él y su oponente es pastel e inmaculado. El hielo está helado, pero sin marcas de cuchillas o palos de acero. El disco cae, suspendido en el aire durante una fracción de segundo antes de rebotar en el azul. Rubius ataca con la precisión salvaje que le caracteriza y gana la posesión con facilidad. Me lo pasa antes de que su central tenga tiempo de reaccionar.

Como siempre, aunque estoy preparado para ello, esperándolo con cada gramo de mi ser, es un shock. Una implosión. Una colisión. Una explosión de oxígeno, una descarga de energía que me impulsa a la acción.

El disco golpea mi palo y pura adrenalina corre por mis venas. Me abro camino por el lado izquierdo de la pista. Buhaje está conmigo, una sombra oscura y densa a mi derecha. Un tirón. Una llamada. Una silueta clara de un hombre grande. Un latido que siento como propio. Le paso el disco, casi sin necesidad de mirar dónde está. Se lo paso basándome en una sensación en la parte posterior de mi cráneo. En mis huesos. En mi columna vertebral. Buhaje recoge el disco y se lleva por delante a la defensa en un solo movimiento fluido.

Golpea el disco, a la izquierda, a la derecha—está pegado a su palo como un imán—y luego suelta un disparo con su antebrazo que hace que el disco cante mientras vuela hacia la red.

Buhaje y yo jugamos como nunca. Como si no hubiera nadie más que nosotros en el hielo. Como si no existiera nadie más que nosotros. Patinamos alrededor de nuestros compañeros de equipo. Patinamos sobre nuestros oponentes. A través de ellos. Los eliminamos sin siquiera sentirlo. Sin necesidad de esforzarnos.

Es como lo que pasó las dos veces que el entrenador nos hizo practicar solos. Es así, pero es mejor.

Más fuerte. Más salvaje.

Salvaje y completamente imparable.

Es el juego de toda una vida. Una paliza. Un partido de hockey con marcador de baloncesto.

No del todo, pero casi.

Trece a tres. Uno de los partidos de la NHL con más goles de la historia.

Para cuando el reloj llega a su fin, la cara del entrenador está roja como la sangre y grita de alegría. Juan tiene lágrimas corriendo por su rostro. Rubius parece conmocionado, pero feliz. Todo el estadio está silbando, golpeando los pies en el suelo y coreando nuestros nombres. El lado derecho grita la misma palabra una y otra vez.

—Buha-je, Buha-je, Buha-je

Cada vez que lo hacen, el lado izquierdo responde:

—Brown, Brown.

Es una celebración de otro mundo. Hay manos, puños y pechos chocando contra mí. Todo el equipo está sobre el hielo. Hay chicos por todas partes, gente a mi alrededor.

Pero sólo veo a un hombre. Spreen Buhaje.

Su palo cuelga flojamente a su lado, y su casco está torcido, la camiseta de juego arrugada y retorcida por el entusiasmo de las felicitaciones que recibió. A su alrededor, es una carnicería. Hay gente, movimiento y ruido. Me encuentro con su mirada y todo queda en silencio. Silencio absoluto. Ojos oscuros brillan y se arrugan en las comisuras. Hay una franja cegadora de blanco mientras su boca se abre en una sonrisa.

Patino hacia él y lo empujo con mi hombro. Me responde con un sonido bajo y perezoso que sale de su vientre. Una risa suave y dulce que burbujea y hace espuma antes de que él tenga tiempo de detenerla. Es una risa que me marea. Una risa que me hace desear más. Vuelvo a golpearlo, esta vez con mi pecho, y dejo que uno de mis brazos serpentee alrededor de su hombro.

No lo hago por mucho tiempo. Sólo un segundo.

Pero es suficiente para quemar un camino desde la palma de mi mano directamente hacia mi pecho.

Chapter 16: Spreen

Chapter Text

Ya pasaron horas desde el partido. Estoy de vuelta en casa, zumbado por unas cuantas cervezas de celebración, todavía con la emoción de la victoria. Estoy acostado en la cama, mis pensamientos desbocados, desplazándome sin sentido por mi teléfono para que mi cerebro se calme.

Estoy en TikTok, deslizando hacia arriba en mi página “Para ti” en cuanto aparece un video. Hago lo que puedo para ignorarlo, pero no puedo ignorarlo completamente. Sé lo que estoy haciendo. Estoy buscando algo. Un vídeo de alguien.

Lo vi una vez hace un par de semanas: Roier Brown en el baño de un hotel, un baño que compartíamos, sin camiseta y con un pantalón de chándal gris. Sé que es estúpido por mi parte buscarlo así por muchas razones, siendo la principal de ellas que ya vi el vídeo una vez y no creo que te muestren lo mismo una y otra vez en esta aplicación.

No obstante, mi tonto culo está desplazándose por los vídeos con tanto gusto que será un puto milagro si no me provoco una lesión por esfuerzo repetitivo. Y todo porque soy demasiado cobarde para visitar la página de su perfil. Quiero decir, ¿cómo tan tonto es eso? Probablemente tiene miles de personas que la visitan todos los días. Estoy seguro de que fue sólo mala suerte que él haya notado cuando lo hice la última vez. Estoy seguro de que no volverá a pasar.

Seguro que no.

Escribo su nombre en la barra de búsqueda con una mano en los pantalones.

Encuentro la publicación inmediatamente. Es su vídeo con más me gusta de todos los tiempos. Los comentarios están fuera de lugar.

'No sabía que las paredes azules fueran algo... pero ahora sí. Chico, sí que tienes una bonita y gran... personalidad."

"Quiero que este hombre arruine toda mi vida. Te amo, Roier."

"Por favor, revisa tus DMs. ¿Recibiste mi último mensaje?"

El video está filmado en su estilo vintage habitual. Algo granuloso y de aspecto antiguo. La iluminación de arriba es brillante, proyectando sombras duras bajo sus pectorales y exagerando las líneas de sus abdominales. Se está mirando en el espejo, la cabeza inclinada ligeramente hacia atrás y le dedica una pequeña sonrisa al espectador.

Pelotudo.

Está satisfecho consigo mismo. Le gusta lo que ve.

Por mucho que me gustaría juzgarlo por eso, no puedo. A mí también me gusta lo que veo. Mi pija palpita en mi mano, dándome un movimiento descarado de que necesita atención.

Empiezo a acariciarla involuntariamente.

En el vídeo, Brown agacha la cabeza y frota una toalla con fuerza sobre su cabello con ambas manos, sacudiendo la cabeza como un perro cuando sale de debajo de ella. Su movimiento se ralentiza y pequeñas gotas de agua salpican mi pantalla.

El vídeo vuelve al principio y empieza a reproducirse de nuevo.

Puta mierda.

Lo juro por Dios, es casi increíble lo sexy que es este tipo. Su cuerpo. Su rostro. La forma en que se mueve. Es demasiado. No debería estar permitido. Aprieto mi agarre y aumento la velocidad, masturbándome con fuerza y determinación, intentando darme prisa para poder correrme y fingir que esto nunca pasó.

Mi teléfono zumba en mi mano, sobresaltándome tanto que casi lo dejo caer al suelo. Suelto mi erección como si estuviera caliente y saco la mano de mis pantalones, mirando a mi alrededor de manera furtiva como si alguien pudiera estar espiándome.

Maldita sea, odio que estar excitado afecte a mi coeficiente intelectual.

El mensaje es de Brown, lo que no me tranquiliza en absoluto. Dudo dos veces y luego hago clic.

Es una captura de pantalla. Una imagen. Un montón de pequeñas letras negras sobre fondo blanco.

Marco el texto que quiere que vea enmarcándolo con un corazón rojo y un poco torcido dibujado a mano.

SpreenBuhaje ha visto tu perfil.

Andate a la mierda

Todo mi cuerpo se inunda de calor. Sube por mi pecho, mi cuello, ruborizando mis mejillas intensamente. No soy una persona que suela sonrojarse, pero ahora mismo me estoy sonrojando hasta el culo, y ni siquiera puedo culparme a mí mismo. Esto es vergonzoso como el infierno. Puede que sea lo más vergonzoso que me haya pasado nunca.

Roier Brown acaba de atraparme espiando sus redes sociales, la puta madre.

¿Qué hago ahora? En serio, ¿qué hago?

Mientras intento frenéticamente decidir qué hacer a continuación, aparece otro mensaje.

"Sigo esperando mi recuerdo."

Dios santo. Este tipo.

Si estuviera pensando con claridad, tal vez no lo haría, pero no es así, así que lo hago. Le creo un nombre de usuario y una contraseña y le envío un enlace a una aplicación de bóveda de fotos de la que escuche hablar. Me manda un mensaje inmediatamente.

"?"

"Es una aplicación de mensajería privada difícil de piratear. Las fotos y los vídeos desaparecen después de cuarenta y ocho horas. No puedes guardarlas ni descargarlas, y si intentas hacer una captura de pantalla, recibiré un mensaje que me dirá que sos un pervertido."

Le da un corazón al mensaje cuando, en realidad, creo que esta es una de esas veces en las que podría haberse salido con la suya con un pulgar arriba. Por alguna estúpida razón, me encuentro sonriéndole absurdamente a mi pantalla.

"¿Pussyboy?"

"¿En serio? ¿Me pusiste de nombre de usuario Pussyboy? Aw, gracias, BB... sabes que me encanta esa mierda ;)"

Estoy sonriendo porque me bebí unas cuantas copas. Eso es todo. Y por eso no puedo parar.

Definitivamente no es porque, aunque comencé a hablar así para insultar y molestar a Brown, accidentalmente tropecé y caí de cabeza en mi nueva perversión favorita.

"Espera. ¿Eres Ringwrecker?"

"Iba a sugerirte Douchecanoe..."

"...pero creo que Ringwrecker está bien."

A eso le sigue una cadena de corazones y un emoji de cara besucona. Le diría que parara con eso si no fuera por el hecho de que mi mano está de vuelta en mis pantalones y mis pensamientos van un poco lentos.

Ya ví el vídeo del recuerdo unas seiscientas veces esta noche, y eso es una estimación conservadora. No puedo volver a verlo. No puedo hacerlo. Mi voz en ese vídeo es tan desquiciada y excitada. Escucharla se siente como si me metieran un clavo en uno de los senos nasales.

Es terrible.

Y no puedo volver a hacer clic en su perfil. Mi orgullo no me lo permitirá.

¿Te imaginas si él recibiera otra alerta al respecto?

Dios, no. No puedo hacerlo.

Me conecto a la aplicación de la bóveda y le envío el vídeo que me pidió.

Ahí. Listo. Está hecho. Hora de cerrar la sesión.

Pero no lo hago. Estoy tan alterado. Hago una nota mental para programar una cita para ver a un veterinario mañana a primera hora. Necesito un sedante. Un tranquilizante para caballos, eso es lo que necesito.

Agarro mi teléfono y lo vuelvo a dejar.

Abro la aplicación de la bóveda y la cierro rápidamente.

Brown sigue en línea. Está viendo ese puto vídeo en el que el semen sale a borbotones de su culo, mi semen, y está oyendo mi jodida voz cuando lo hace.

Vuelvo a abrir la aplicación y dejo que mis dedos se ciernan sobre la pantalla un rato sin escribir.

Mira, si tenes alguna idea de cómo enviar mensajes a alguien y pedirle fotos desnudo sin que suene espeluznante, decime. Adelante, decimelo. Decime qué decir y lo haré, porque yo no tengo nada. Nada.

 

"Envia fotos desnudo "

Dios, no. Borra.

"Envía fotos."

No. Eso podría ser peor, pero no estoy seguro de por qué.

"¿Tenes algo para mí, chico bonito?"

Genial, simplemente genial. La problemática estrella porno volvió.

¡Ay, mierda!

Le di a enviar por error. ¡Borrar! ¡Borrar! ¡Carajo, no sé cómo cancelar el envío en esta aplicación!

Dos marcas rosas aparecen junto a mi mensaje. Lo vió.

Miro horrorizado la pantalla durante unos minutos y, cuando no contesta, me levanto, voy al baño y busco en mi botiquín un tranquilizante para caballos.

Tristemente, aunque no me sorprende, no encuentro nada. Por pura desesperación, tomo un multivitamínico y me lo trago con un vaso lleno de agua. El partido de esta noche fue un infierno. Probablemente estoy deshidratado. Probablemente ese sea al menos parte de mi problema. No todo mi problema, para ser claros, pero parte de él.

Para cuando vuelvo a la cama, recibo una notificación de la aplicación de la bóveda. Hay dos mensajes nuevos en mi bandeja de entrada.

Pongo una cara tan rara al desbloquear la pantalla que mi teléfono no me reconoce y tengo que introducir manualmente la contraseña. Luego tengo que iniciar sesión en la puta aplicación de la bóveda. Toda esta seguridad será mi muerte.

Para cuando se abre el primer mensaje, estoy a un pelo de tirar el teléfono al otro lado de la habitación.

La aplicación hace una estúpida cuenta atrás antes de abrir una nueva foto o vídeo. Los números parpadean, cambiando de rojo a verde.

3

2

1

La imagen se desbloquea.

No es su pija. Ni su culo. Ni siquiera su pecho o sus abdominales.

Es su cara. Su cara increíblemente hermosa con una gran y tonta sonrisa pegada a ella. Su cabello le roza los pómulos con mechones sueltos y desordenadas, y sus ojos se ven un poco perezosos, casi como si estuviera empezando a parpadear cuando hizo la foto, pero no le importara lo suficiente como para volver a hacerla. Tiene los labios muy separados, tan retirados hacia atrás que puedo ver sus muelas.

No es la foto que esperaba, y me deja sin aliento. Completamente sin aliento. Tan sin aliento que olvido por completo que me envió dos fotos.

Cuando recupero la compostura, abro el segundo archivo adjunto.

Es la foto que esperaba y algo más. Está completamente desnudo y duro como una roca. La foto está tomada de perfil. Se aprecia la perfecta curvatura de su culo y la fuerte curva ascendente de su erección. Su pene es de color rosa oscuro, furiosa y deseosa, con un fino hilo plateado de presemen goteando de la punta. La imagen fue recortada desde justo por encima de sus pectorales y hasta la mitad del muslo. Está de lado al espectador, el torso girado, estrechando su cintura y marcando sus abdominales.

Me siento mareado.

Y hablador. Demasiado hablador.

"Tenés una cintura de puta, princesa."

"Y una pija preciosa."

"¿Está goteando para mí?"

"Sí. Estoy mojado por ti."

"¿Te estás acariciando?"

"Sí, me estoy tocando. ¿Y tú?"

 

—Mm, sí, yo también —digo en voz alta. Mierda, odio lo estúpido que me hace.

Me las arreglo para escribir y enviar un mensaje casi legible.

"Se "

Y entonces pierdo mis facultades.

Paso de la foto de la verga a la foto de su cara mientras mi puño trabaja con determinación. Utilizo la foto del pene para excitarme y la foto de su cara para calmarme. Una presión profunda y constante me alcanza y ataca desde todos los ángulos. Siento un cosquilleo en la cabeza y me hincho y engroso aún más en mi mano. Intento ir más despacio para que dure más. Paso a la imagen de su pene. Es demasiado. Demasiado bueno. La presión y la promesa de placer son irresistibles, casi abrumadoras. Ya soy de acero sólido, tan duro como puedo estar, pero de alguna manera me pongo más duro. Vuelvo a pasar las imágenes y mi mente se queda en blanco. El placer estalla y brota de mí en oleadas densas y calientes. Me corro tan fuerte que me siento inestable.

Es sólo hasta después de limpiar el desastre en mi pecho y cubrirme con las sábanas que me doy cuenta de que no me corrí ante la vista del culo de Brown ni de la curva de su pija. No llegué a sus pectorales ni a sus muslos gruesos y musculosos.

Me corrí al ver su cara.

 

 

Chapter 17: Roier

Chapter Text

—¿Quién quiere ir a cenar a mi casa el próximo fin de semana? — pregunto—. ¿Qué tal el viernes por la noche? —tenemos el día libre y el próximo partido es en casa, así que creo que funcionaría bien.

Estoy con Rubius, Juan y un montón de los otros chicos. Acabamos de volver a ver el partido de anoche, analizando las jugadas que funcionaron y las que no. Por una vez, incluso el entrenador Santos tuvo mucho trabajo por hacer al intentar encontrar jugadas que no fueran excepcionalmente buenas. La mayoría del equipo ya se fueron y los últimos estamos en el estacionamiento, a punto de irnos a casa. Como siempre, Buhaje está en la periferia, mirando desde fuera.

—Es el cumpleaños de Louis —dice Rubius—, pero estoy seguro de que podemos hacerlo en nuestro próximo día libre. Creo que es la siguiente semana, el domingo.

—Me apunto —dice Missa.

—¿Va a ir Ari? —pregunta Juan.

—Nah, lo dudo —respondo.

—¿Por qué no? Deberías pedirle que vaya, Roier. Se divertirá.

—Lo dudo —Vuelvo a decir.

—¿Por qué?

Hmm, ¿cómo dices “porque encuentra el hockey y a los jugadores de hockey aburridos como la mierda” de una forma agradable?

Las puertas de los autos se cierran de golpe y las luces de freno pintan rayas rojas en los gruesos muros de hormigón mientras los chicos se dispersan. Todos confirmaron para la cena en mi casa o prometieron consultarles a sus parejas y avisarme después.

Cuando llego a mi auto, hay una figura solitaria apoyada en el auto estacionado más cerca del mío. Una figura oscura y sexy como la mierda. Un tipo enorme, corpulento y un aura de puro sexo a su alrededor.

Mi corazón se salta un latido y lo compensa latiendo tres veces seguidas para recuperarse.

—¿Qué dices, Spreen? ¿Vienes a cenar a mi casa el próximo fin de semana, el domingo?

—No lo sé, ¿tenés un sofá o una silla en donde pueda sentarme?

De hecho, no tengo. He dado vueltas y vueltas en línea y no encontré nada que me guste lo suficiente como para decidirme a comprarlo. Creo que la conclusión es que tienes que sentarte en un sofá para decidir si te gusta, y últimamente no tuve tiempo ni ganas de ir de compras.

—No —admito.

—Sabes que podés permitirte comprar esa mierda, ¿no? —su voz y sus palabras son acusadoras y sentenciosas. Sus ojos son todo lo contrario. Tienen un brillo tenue. Un ligero destello que los hace parecer suaves. Casi accesibles. No accesibles exactamente, pero casi.

—Mm-hmm, lo sé —asiento sabiamente y me lanzo a matar—. Y sabes que me debes veinte de los grandes, ¿verdad?

Sus fosas nasales se abren y respira rápidamente. Levanta la vista a mi izquierda y mueve la mandíbula para liberar la tensión que mantiene allí.

—Sí —dice eventualmente—. Sobre eso, le diré a mi diseñadora de interiores que te llame para agendar una cita. Ella se encargará de todo, y yo pagaré la factura.

—No.

—¿No? —Parece dolorido, aburrido y algo parecido a divertido—. No podes simplemente decir que no a cosas así, Brown. Tenés que dar una razón o defender tu opinión de alguna manera. Es una norma social.

—Bien. No, no quiero hacerlo porque no me gustan los diseñadores de interiores, y no me gustan las casas que parecen de diseñador. No me gusta que todo combine y tenga el mismo aspecto que las casas de los demás. Quiero elegir un sofá que se vea y se sienta bien para mi casa.

—No es tan profundo, Brown. Necesitas un sofá para que la gente pueda sentar su culo cuando tengas invitados, eso es todo. Deja que Pam te ayude. Ella es genial.

—Te diré una cosa —digo cuando la idea toma fuerza—, ¿por qué no me ayudas tú? Podemos probar varios sofás, encontrar uno que me guste, tú pagas y luego me llevas a tomar un chocolate caliente. También puedes pagar por eso.

—Absolutamente no.

En cuanto lo dice, me enciende. Realmente no puedo explicarlo, pero por alguna razón, me vuelve loco cuando se pone difícil con cosas como esta. Cuando intenta mantenerme a distancia, provoca una reacción nuclear en mí. Se me eriza el vello de la nuca. También se me eriza el pene.

No sé por qué sucede. No es propio de mí ser así. ¿Tal vez porque contrasta tanto con la forma en que me suelen tratar las chicas y no estoy acostumbrado?

Tal vez él tenga razón, y estoy leyendo demasiado en las cosas hoy.

En cualquier caso, mi decisión está tomada: Spreen Buhaje me llevará de compras, aunque sea lo último que haga.

Me acerco a él, sólo deteniéndome cuando estoy seguro de que lo estoy acorralando. Me doy cuenta de que lo estoy haciendo porque se apoya en su auto, cambiando el peso de un pie a otro, intentando en vano distanciarse un poco más de mí.

—No te imaginaba como un chico que no paga sus deudas —digo en un tono neutro cuyo único propósito en la vida es provocarlo—, pero supongo que podría estar equivocado sobre ti...

Hay un suspiro pesado y un giro de ojos largo y marcado. El desdén no alcanza a describir su estado de ánimo, y eso me llena de alegría.

—Te buscare a las dos y media.

—Genial —digo—. Es una cita.

Se le cae la cara. Hay pánico puro en sus ojos, y a la mierda, me encanta.

—N-no es una cita.

—Claro que lo es, bebé —sonrío, batiendo mis pestañas y apretando las manos sobre mi pecho—. No puedo esperar.

 

 

 

Chapter 18: Spreen

Chapter Text

—Tenía razón —dice Brown mientras se acerca a mi auto. Está usando unos jeans de mezclilla claros y una chaqueta abultada blanca. La chaqueta hace que su piel se vea más bronceada de lo que es y sus dientes más blancos de lo que ya son. Es la última cosa que necesito—. Definitivamente es una cita — Apoya un codo casualmente en la ventana abierta del acompañante y asoma la cabeza dentro—. ¿Sabes cómo lo sé? —no contesto, pero eso no parece importar—. Porque me cambié de camisa dos veces antes de que llegaras, y sentí mariposas en el estómago cuando escuché el timbre de la puerta.

Mi estúpido vientre estalla en un aleteo propio. No son mis mariposas, ¿está bien? Son suyas. Estoy sintiendo mariposas por simpatía, por el jodido amor de Dios.

Eso es una cosa. Estoy seguro.

No tengo ni idea de cómo responder, y siento que es mi turno de hablar, así que digo:

—Trae tu culo acá, dale, antes de que cambie de opinión.

Entra de un salto y se abrocha el cinturón, llenando el pequeño espacio con el olor de su cabello.

—No me hables sucio —su voz tiene un tono ronco. Un suave ronroneo. El tipo de sonido que da vueltas y vueltas y se mete en mi cerebro. Hace que no pueda evitar mirarlo. Una mirada café y encapuchada se encuentra con la mía. Es suave como su voz, pero hay una fina capa de picardía o alegría que la envuelve—. Hablo en serio, Spreen. No lo hagas, o me correré.

Aparto mis ojos de los suyos y piso el embrague. Meto primera y entonces me doy cuenta de que está demasiado silencioso. Maldita sea. Estoy intentando conducir sin arrancar primero el auto. Tanteo el volante y la consola central, tratando en vano de recordar dónde mierda está el botón de encendido.

Mira, tengo muchos autos, ¿está bien? Los botones de encendido están por todas partes hoy en día. Están en un lugar diferente en cada vehículo. No es tan fácil como podrías pensar recordar mierda como esta.

Brown se estira y toma mi mano entre las suyas. Una nueva ráfaga de mariposas simpáticas se libera, sólo parcialmente atemperada por la humillación, mientras guía mi dedo extendido hasta el botón de encendido y lo presiona con firmeza.

Pongo las direccionales y empiezo a conducir, manteniendo las manos en diez y dos y los ojos en la carretera.

Lo llevo al Redmond Town Center. Hay algunas tiendas de muebles que me gustan aquí, y creo que la zona cumple con lo que buscamos. No le impresiona la primera tienda a la que lo llevo, pero afortunadamente parece gustarle la siguiente. Es una tienda de muebles italianos y la dependienta, Alessia, también es italiana. Desprende estilo por todos los poros de su cuerpo y es una gran aficionada al hockey. Es muy, muy amable. Tal vez un poco demasiado amable, si me pongo quisquilloso.

Obviamente, no me molesta. Sólo está haciendo su trabajo.

Sería una locura si me molestara. Brown no es mi novio. Y no estamos en una cita.

Alessia coloca una mano perfectamente arreglada sobre la parte superior de su brazo y dice:

—Simplemente tienes que ver este, Roier. Te encantará —Arrastra su nombre, rodando la R y soltándola como algo que le gustaría tragarse.

Le muestra un sofá de felpa color crema en forma de U con reposacabezas acolchonados. Él se sienta y acomoda unos cuantos cojines para ponerse cómodo. Arruga la nariz. Alessia lo hace avanzar rápidamente. Lo siguiente es un gran sofá semicircular de cuero gris ahumado. Parece algo que quedaría perfecto en un salón retro con iluminación tenue y una selección de pipas de colores brillantes.

Brown y yo lo probamos juntos. Yo lo hago a la manera de un hombre con gracia social, y él lo hace sin ninguna en absoluto, arrojándose sobre él y poniendo los pies en alto. Alessia se dobla de risa ante sus payasadas. Está claro que no fue sometida más que a un sentido del humor mediocre en toda su vida. Pobrecita.

—Es cómodo —dice Brown—¸ pero no me encanta. Parece algo que vi en casa de alguien más, ¿sabes?

—Ah —dice Alessia, como si eso no sólo tuviera mucho sentido, sino que fuera justamente el tipo de retroalimentación bien pensada que necesita para sobresalir en su trabajo—. Sé exactamente lo que quieres.

Le muestra a Brown un enorme sofá de cuero marrón chocolate para cuatro personas y un tres plazas de tela azul medianoche. Hace que un par de dependientes masculinos muevan las piezas para que su nuevo cliente favorito pueda verlas juntas sin tener que usar la imaginación. Sugiere colocar dos sillones de gran tamaño frente al azul para completar el conjunto. Nada encaja exactamente, pero tengo que reconocérselo, todo se adapta con un estilo sin esfuerzo.

—Muy chic —dice ella con un gesto de la mano, como si estuviera esparciendo polvo de hadas invisible sobre los sofás. O, más probablemente, intentando hechizar a Brown—. Muy chic.

Él parece contento con esta selección, menos mal, porque estoy a milisegundos de decirle que no necesita un maldito sofá. No sé por qué alguna vez pensé que lo necesitaba. No tengo ni idea de lo que provocó mi preocupación por la disposición de sus asientos.

Si tanto necesita sentarse en algo, puede sentarse en mi puta cara.

Alessia registra los sofás, y Brown le cuenta con tristeza su difícil situación. Nombra a algunos jugadores populares y menciona que estarán viniendo el siguiente fin de semana. Me doy cuenta de que a Alessia le importan un carajo los otros jugadores, sus familias o el hecho de que se sentaron en cajas aplastadas la última vez que visitaron su casa. Sin embargo, sí le importa mucho el hecho de que Brown haya estado sufriendo, sin tener donde sentarse, durante semanas. No puede permitirlo. Habla largo y tendido con su gerente y vuelve victoriosa y nada sorprendida.

Es oficial. Los sofás se entregarán en casa de Brown a más tardar el próximo viernes, con servicio de guantes blancos incluido sin costo adicional.

Cuando llega el momento de pagar, Brown se aparta y le paso mi tarjeta a ella. Enarca una ceja y baja la mirada de mis ojos al cuello de mi chaqueta y vuelve a subir. No estoy seguro al cien por cien, porque ya me equivoqué antes en este tipo de cosas, pero veo una acusación en ellos. Si no una acusación, al menos una fuerte pregunta.

—Perdí una apuesta —digo secamente.

—Ah —dice ella.

Cuando salimos de la tienda, Brown dice:

—Hay un lugar genial a la vuelta de la esquina. Hacen un chocolate caliente que es básicamente chocolate puro derretido. Es tan bueno. Es tan rico que cuando lo pides, el camarero te mira con cautela y dice: ¿Está seguro?

—No lo sabía —digo un poco demasiado rápido.

La Chocolatrie tiene un aire a tienda de dulces antigua y expone todos los tipos de chocolate imaginables. El suelo es de baldosas a cuadros blancos y negros, y las paredes están cubiertas con estanterías de nogal. Hay grandes ollas de cobre llenas de trufas y bandejas de golosinas artesanales debajo del mostrador. Todo lo que hay a la vista es dorado, cacao u opulentos tonos de crema. Si el cielo tiene un aroma, es este.

Nuestro camarero nos reconoce al instante en el que entramos. No hace un gran espectáculo, pero endereza ligeramente su postura y nos indica rápidamente una mesa. Nos sentamos, deslizándonos hasta el extremo del reservado, con Brown sentado directamente frente a mí.

Estoy complacido con el lugar en el que nos han sentado, ya que las cabinas están en la parte trasera de la tienda y son mucho más privadas que las mesas de la entrada. Entiendo que encontrarse con fans es parte del trabajo. Viene con el territorio, y ya estoy acostumbrado a eso. Pero no me encanta. Relacionarse con la gente ya es difícil cuando son personas que conoces.

¿Perfectos desconocidos hablándote como si fueras un viejo amigo de la familia? Me estresa.

—Quiero un Muerte por Chocolate, por favor —dice Brown, ignorando la advertencia impresa justo debajo del artículo en el menú: la bebida contiene nada menos que setenta y cinco por ciento de chocolate y no está recomendada para los débiles de corazón, las personas con presión arterial alta o baja o, leyendo entre líneas, los que tienen sentido común.

El camarero se lleva una mano pálida a la garganta y dice:

—¿Está seguro, señor?

Brown me patea ligeramente por debajo de la mesa, y yo no aparto su pie ni siquiera después de que él haya hecho su punto y yo haya conseguido no sonreír ante lo boludo que es.

—Tomaré el... —Mierda. No puedo recordar cómo se llama la bebida que quiero. Estaba descrita como una gran opción para gente normal en el menú— , ...uh, lo mismo.

Hay otra patada por debajo de la mesa mientras el camarero me da el mismo tratamiento que le dio a Brown, sólo que esta vez es menos una patada y más el arco de un pie deslizándose lentamente arriba y abajo por mi pantorrilla.

—Me encanta este lugar —dice Brown, inclinándose hacia delante y apoyando la barbilla en su mano—. Gracias por traerme aquí —la forma en que lo dice es tan dulce y sincera. Honestamente, no puedo decir si es un genio con talento para asustarme o si está tan delirante que realmente cree que esto es una cita—. El chocolate caliente siempre fue algo importante para nosotros cuando éramos pequeños. Mi mamá solía preparárnoslo a veces, y ella y mi papá se burlaban de nosotros obligándonos a decir chocolat, así —Inclina la cabeza hacia atrás y hace una imitación verdaderamente horrible y flemosa de un acento francés—, o sólo nos darían un malvavisco.

Lo dice con aire melancólico, como si estuviera a punto de contarme algo importante y profundo. Me incomoda, pero soy consciente de que es mi turno de hablar, así que digo:

—Suena a que son divertidos.

—Sí, lo son. Mi mamá y mi papá son padres divertidos. Mi mamá es médico y mi papá se quedó en casa para cuidarnos. Fue bastante salvaje crecer con ellos dos a cargo de nosotros. Si hay algo que puedan hacer para ridiculizar una situación, mejor que creas que lo van a hacer —mira hacia abajo y sonríe para sí mismo—. Y una vez que caen en algo estúpido, se comprometen con eso. Ari se enfadó por la cosa del chocolat y se negó a hacerlo la primera vez que se lo propusieron, así que se vengaron haciéndolo cada vez que tomamos chocolate caliente durante los siguientes quince años —vuelve a sonreír, pero esta vez es para mí, no para él. Está intentando conectar. Compartir algo de sí mismo conmigo. Me sudan las palmas de las manos—. Eso volvía loca a Ari mientras crecía, pero me encantaba.

Hay un lapso. Me doy cuenta de que es mi turno de hablar otra vez.

—¿Cómo es Ari?

—Es bastante genial. Es tres años mayor que yo, pero durante la mayor parte de nuestra infancia, se sentía más como si fueran diez. Es súper madura. Tiene un límite muy serio a la cantidad de mierda que está dispuesta a tolerar. Es una de esas personas que da un poco de miedo, pero que también es bueno tener cerca porque hace físicamente imposible que tengas una cabeza grande. Te hará ver tu error tan rápido que la cabeza te dará vueltas.

—¿Estás seguro de eso? —No sé a dónde quiero llegar con este comentario, pero no me gusta mi tono. Es conversacional y amistoso. Si viniera de cualquier otra persona, pasaría por coqueto—. Porque la última vez que lo comprobé, tenías una cabeza bastante grande.

¿Qué mierda? Eso fue definitivamente coqueto.

No se lo pierde. Asiente, y la sonrisa en sus ojos cambia de chico bonito a puro sexo.

—Supongo que depende de qué cabeza estés hablando.

Afortunadamente, el camarero aparece con nuestros chocolates calientes, colocándolos sobre la mesa con austera reverencia. Da un paso atrás y nos observa un momento. Cuando se da cuenta de que estamos alucinados con las obras de arte que nos ha presentado, desaparece de nuestra vista.

Nuestras bebidas se ven increíbles. El chocolate caliente está servido en grandes tazas de té de porcelana china con rosas de colores pastel pintadas en ellas. Los rosas y verdes suaves contrastan con la decadencia de la bondad chocolatera que contienen. Encima hay una cucharada de crema recién batida, nueces y trufas trituradas. La bebida es tan espesa que dudo que pudieras beberla con una pajilla, aunque quisieras. A primera vista, está claro que es el tipo de bebida que hay que atacar con una cuchara.

Brown sumerge la cuchara en su chocolate caliente y recoge una porción decadente. La nivela y le sonríe como si fuera exactamente lo que le faltaba toda su vida. Se la lleva a la boca. Inclina la cabeza y separa los labios, dándome un vistazo de dientes y lengua. Humedad rosa y esmalte blanco. La cuchara se desliza entre sus labios y estos se cierran suavemente a su alrededor. Carne suave sobre chocolate y acero. Sus ojos se cierran cuando el sabor lo encuentra.

—Jódeme —dice en voz baja.

No me tientes, dice mi pija.

Me sacudo el pensamiento de encima y también le doy un sorbo a mi bebida, aunque hago un esfuerzo consciente por no besuquearme con la mía como lo hizo Brown. Es una combinación espesa, caliente y agridulce que golpea mis papilas gustativas y enciende partes de mi cerebro normalmente activadas por un conjunto de estímulos completamente distinto. Es un poco más difícil de lo que pensaba permanecer en silencio mientras baja por mi garganta.

—¿Qué hay de ti? ¿Cuál es tu historia? ¿Familia? ¿Hermanos? — pregunta Brown.

A la mierda. No creo que me esté jodiendo. Creo que piensa que estamos en una cita.

—Uh, yo... padres. Tengo dos. Sin hermanos.

—Eres de Chicago, ¿verdad? ¿Tus padres aún viven allí?

—Si. Les encanta estar ahí. O eso, o están tan acostumbrados a su rutina que no notan la diferencia. Viven en la misma casa desde que se casaron. No hay manera de que los saque de allí de otra forma que no sea en una urna.

Me pongo en alerta porque no me gusta hablar de urnas ni el hecho de estar compartiendo información sin una buena razón.

—¿Son cercanos? —pregunta.

—No. La verdad es que no.

—¿Por qué? —Sus ojos son grandes. Amplios círculos de color café con remolinos de preocupación en ellos.

Por un momento extraño, no puedo decir si lo amo o lo odio. Lo odio.

Lo odio. Claro que lo odio. No quiero ni necesito su compasión.

—Por ninguna razón importante —digo a la defensiva—. No pasó nada grande ni malo. Sólo somos un grupo aleatorio de personas que casualmente comparten ADN. No tenemos mucho en común. No es para tanto. Ellos están bien. Mi padre me envía de vez en cuando capturas de pantalla de artículos que lee sobre hockey y sigue a mi equipo. Viene a mis partidos cuando juego en Chicago, y mi madre me llama cada pocas semanas. Intenta mantenerse en contacto. Sólo que los dos somos una mierda hablando de algo que no sea el clima. No es culpa de nadie. Es lo que hay.

Brown me mira con los ojos muy abiertos, la inquietud profundamente grabada en ellos. Su mano se retuerce sobre la mesa, como si estuviera considerando extenderla para tocarme, pero tuviera que esforzarse activamente por contenerse. La preocupación se agita y se acumula, formando sombras oscuras. Le entristece lo que dije. En su mundo, las familias como la mía no existen, y si existen, hay que arreglarlas.

—¿Tu familia sabe que te gusta la pija? —pregunto para desviar el peso de su mirada y dirigirla a otra cosa que no sea yo.

No se espera la pregunta, y hace que su chocolate caliente baje de forma extraña. Toma otro sorbo para suavizar la situación y dice:

—No sabía que me gustaban hasta la noche que me mordiste. Me lo había preguntado, había pensado mucho en eso, ya sabes, pero no estaba muy seguro de cómo me sentía hasta que me agarraste.

—¿No lo estabas? —El tono de mi voz sube de forma preocupante—. Pero, pero dijiste que habías chupado un montón de pijas. Dijiste...

Sonríe y se encoge de hombros tímidamente, mostrando las palmas de las manos.

—Yo, uh, no estoy seguro de por qué dije eso. No es verdad —su voz se desvanece y es más suave y tranquila cuando habla—. Creo que me sentía avergonzado, por si te dabas cuenta de que no lo había hecho antes... —sus ojos brillan y se llenan de humor—... o tal vez es porque fuiste un poco idiota conmigo.

Me rasco la nuca y me tapo la boca con la mano mientras me apresuro a organizar mis pensamientos.

Siento un nudo en el estómago mientras una mezcla de emociones me invade de golpe. Un gran peso tira de mis entrañas, royéndome incómodamente. Fui brusco con él esa primera vez. Torpe y descuidado. Le hablé de una forma que nunca le había hablado a nadie, y realmente no hay otra forma de decirlo. Le cogí la garganta con abandono gay. Ya era bastante malo cuando pensé que había estado con chicos antes, pero esto lo hace mucho peor.

La segunda sensación hace su hogar más abajo. Es denso y caliente, me revuelve por dentro y, por alguna razón difícil de explicar, no se arrepiente de nada. Le gusta el hecho de que fui su primero. Le gusta que yo haya sido el primer hombre en ponerle las manos encima. El primer hombre en sostener su pene en mi mano. El primero en meterle los dedos, la lengua y la pija. Le gusta que yo sea el primer hombre, el único hombre, que lo haga desmoronarse por completo.

Le gusta tanto que la habitación a mi alrededor se desdibuja, y cuando entierra su rodilla entre las mías, no sólo lo dejo hacerlo, sino que aprieto su pierna suavemente debajo de la mesa como una ofrenda de paz.

—¿Crees que les importará? —le pregunto.

—¿A mi familia? Nah, no hay manera. No son así en absoluto. Son súper abiertos. No nos criaron con expectativas fijas sobre nuestra orientación sexual en lo más mínimo. Todo lo contrario. Eran tan abiertos al respecto que cuando Ari tenía trece años, sintió la necesidad de decirles que era heterosexual —Se ríe suavemente—. Fue lo mejor porque se lo tomaron tan en serio. Estábamos todos sentados en el salón, sentados rectos y formales, y mi mamá dijo: “Bueno, cariño, espero que sepas que te amamos y te apoyamos pase lo que pase. Lo único que nos importa es que la persona con la que salgas sea amable y te trate bien. Su sexo no importa”. Así que, sí, nunca les molestaría que estuviera con un chico. Conociéndolos, probablemente sólo lo considerarían un motivo para añadir un poco de estilo a lo que ya hacen para celebrar el Orgullo cada año.

Estoy tan sorprendido que me quedo en silencio. Nunca había oído de una persona heterosexual saliendo del armario con su familia. No sabía que fuera algo que sucediera.

No sabía que quería que existiera, pero por la forma en que mi corazón está latiendo ahora mismo, lo quiero. De verdad que sí.

—¿Qué hay de tu familia? ¿Saben sobre ti?

—Sí, lo hacen. Les dije que era gay cuando tenía dieciséis años.

—¿Les pareció bien?

—Sí, sinceramente, no estoy seguro de cuánto les importó. Mi madre dijo que tenía una corazonada de que lo era. Fue un poco molesto, si soy honesto. Probablemente fue una tontería, pero en ese momento sentí que me estaba robando el protagonismo. Estaba nervioso por decírselos, y pensé: Sólo déjame tener mi momento para hablar de esto sin restarle importancia, ¿sabes?

Dije más de lo que pretendía, así que le doy un sorbo a mi chocolate caliente y espero como el infierno a que él cambie de tema.

No hay suerte.

—¿Y tu padre?

—Ah, él. Estaba bien. Sólo dijo: “Oh” —Brown me está escuchando de una manera que me hace sentir inestable. Tembloroso por dentro. Suelto desde los pulmones, subiendo por mi garganta, y hasta mi lengua—. Vino a mi habitación más tarde esa noche y me dijo: “Está bien ser gay, Spreen, pero no se lo digas a nadie”.

La cabeza de Brown se echa hacia atrás en estado de shock, y me inunda con un torrente de simpatía. Un río. Un océano entero de ella.

Lo odio muchísimo

—No es así. No son homofóbicos. Bueno, no son mayormente homofóbicos. Se preocupan por lo que piensa la gente, eso es todo. También se preocupan por mí, supongo, o al menos, les importa mi carrera. A mi padre principalmente, pero a mi madre también. Nunca quisieron que nada se interponga en mi camino como profesional.

—¿Es por eso que nunca has salido? ¿Por tu carrera? ¿Realmente crees que haría una gran diferencia si la gente supiera que eres gay?

Ah, eso no tiene precio.

—Sí, bebé bi, realmente lo creo. ¿Cuántos hombres abiertamente gais y orgullosos ves en la NHL?

Tuerce la boca hacia un lado y mira a lo lejos.

—Umm —dice cuando por fin da con la información que está buscando—. Estaba ese defensa de los Rockies hace unos años...

—¿Noah Adams? Sí, me acuerdo de él. Buen pibe. La mayoría de la gente no se acuerda de él, pero, porque ¿adivina qué? No llegó a ningún lado. Lo ficharon, casi no tuvo tiempo en el hielo y se retiró pronto.

—No lo sabía —dice en voz baja.

—Esa es la cuestión. No es para tanto. Todo lo que tenés que hacer como jugador queer en la liga es entender que no se habla de eso. Es lo que es, y no me importa. Estoy bien con cómo son las cosas. De todos modos, lo último que necesito es gente metiéndose en mis asuntos.

—¿Es por eso que no crees que seas un tipo de tener relaciones? ¿Porque estás en el armario?

—No ——. No soy un tipo que tenga relaciones porque no soy un tipo de relaciones. Te lo dije. No me involucro emocionalmente, y sólo lo mantengo casual. Así es como hago las cosas.

Me lanza una sonrisa diabólica y se desliza hasta mi lado del asiento. Se sienta tan cerca de mí que casi nos tocamos, y el calor de su cuerpo quema el costado de mi cara como si estuviera demasiado cerca de un horno.

—Así es como solías hacerlas.

—¡Para! —siseo, entrando en pánico por su repentina proximidad. Abre las piernas para que su muslo se presione contra el mío. Mi siseo se apaga y se desvanece, dando un giro de 180 grados, pasando de ser algo urgente y jadeante a algo que sale a borbotones de mí y hace que me tiemblen los hombros—. Basta — me ignora y se mueve más cerca, sonriendo como un puto gato de Cheshire— ¡Pa-ra-aah! —sale en tres sílabas distintas, cada una un poco más desquiciada que la anterior. Mete una mano por debajo de la mesa y manosea el interior de mi muslo. Le doy un manotazo. Eso no lo disuade. Se lanza hacia mi costado, dándome justo donde tengo cosquillas. Golpeo su mano, retorciéndome salvajemente para escapar de su agarre—. ¿Qué te pasa? —me estoy riendo como una colegiala. Exactamente como una puta colegiala. —. No estas siendo serio, Roier.

Digo su nombre como lo hizo Alessia. Así, pero peor. Lo alargo más de lo que lo hizo ella, manteniéndolo en mi boca y saboreándolo el mayor tiempo posible.

Él no lo pasa por alto. Deja de moverse.

—Es la primera vez en mucho tiempo que dices mi nombre, Spreen —una de sus manos está extendida sobre la mesa, curvada flojamente alrededor de su chocolate caliente, y la otra descansa sobre su regazo. Tiene los dedos relajados. La palma hacia arriba y abierta. Es un cambio tan repentino de la ridiculez de las palmadas y las risitas que hace que yo también deje de moverme. Deje de reír. Deje de respirar. Por lo que sé, hace que todo el puto mundo deje de girar— . Dilo otra vez —dice.

—No.

Se inclina y me gruñe al oído. El sonido se desliza por el costado de mi cuello y provoca una erupción de piel de gallina en mis costados.

—Dilo.

—¡Noooo!

Mierda. La colegiala está de regreso.

—Está bien —dice, echándose hacia atrás inocentemente y dándome el espacio justo para dejarme jadeando por aire—. Supongo que simplemente tendré que hacértelo gritar más tarde.

El silencio y los sonidos convergen. Giran en círculo y resuenan en mis oídos. Escucho las palabras que acaba de decir una y otra vez. Sólo que no simplemente las escucho. Las siento.

No estoy seguro de querer hacerlo. De hecho, estoy bastante seguro de que no. En cualquier caso, me encuentro dejando caer mi mano bajo la mesa de todos modos. Primero le toco la rodilla, pasando mi mano por su muslo y agarrando su rótula como si fuera el borde de un acantilado. Algo a lo que aferrarme. El último puerto entre yo y una gran caída. Lo sostengo para siempre. Él observa mi rostro mientras lo hago. Su expresión es pacífica. Pasiva. Serena. Sus piernas están ligeramente separadas y su mano sigue extendida sobre su regazo. Un regalo, una ofrenda.

Por fin, no puedo aguantar más. Mi agarre se afloja. Mis dedos resbalan.

Acepto mi destino y me suelto.

Pero no caigo. No puedo.

No puedo, porque él me tiene. Me atrapa sin dudarlo. Su mano está en mi mano. Mi mano está en la suya. Su agarre es firme y seguro mientras entrelaza sus dedos entre los míos. Mi agarre no es seguro. Es tentativo y suelto.

Luego ya no.

A partir de ahí, las cosas adquieren una calidad de ensueño. Una neblina perezosa y difusa de chocolate y cosas dulces. Cosas calientes y líquidas. Cosas que nos hacen reír a ambos y quedarnos pensativos sin ninguna razón.

Se abre una compuerta.

Hablamos de todo y nada. Hablamos de hockey y de sofás. De gente que conocemos y de gente que no conocemos. Él habla de Juan. De cómo se conocieron y se hicieron amigos. Me dice que Juan ha estado enamorado de su hermana desde que eran niños.

—No tiene ni idea de que lo sé —dice—. Es gracioso porque es lo más obvio del mundo. Te encantaría, Spreen. Te divertirías tanto. Hace el ridículo cada vez que la ve.

Para ser justos, suena como algo que disfrutaría.

—Deberías venir a casa conmigo para Navidad —dice después de que hayamos saltado de vergüenzas de la escuela secundaria a los días de la universidad, y luego al enamoramiento de Juan por su hermana —. Juan va a venir y Ari estará allí. Hace unos años que no se ven porque ella estuvo viajando, y él ha estado preguntando mucho por ella. Estoy dispuesto a apostar que será un festival total de cringe.

Como siempre, nuestra agenda está repleta, y con la forma en que cae la Navidad este año, sólo tenemos unos pocos días libres para las festividades. No estaba planeando volver a casa. Es una misión llegar allí con tan poco tiempo, y no somos gente que realmente celebre las fiestas para empezar. Pensaba quedarme en casa como el año pasado. Y el año anterior a ese.

Me descubro pensando que sería agradable ver a Juan haciendo el ridículo.

Me sorprende. Va en contra de cada fibra de mi ser. Todo lo que represento. Lo que soy como persona.

—Definitivamente no —digo con firmeza. Su boca forma una pequeña línea apretada y baja la barbilla. Conozco esa mirada. La reconozco al instante. La vi antes. Más de una vez. Cada vez que la vi e intenté ignorarla, las cosas no salen como esperaba. No es que me llene de terror exactamente. Es sólo que soy un tipo práctico. Sé que a veces en la vida tienes que elegir tus batallas. Lo principal es no provocar a Roier Brown cuando está así. Tendré mucho tiempo para lidiar con eso más tarde—. Quiero decir... uh, sí, no... tal vez... sabes qué, esperemos a ver qué pasa.

Sonríe y engancha su tobillo alrededor del mío y, por alguna razón, seguramente el alivio de que no me haya obligado a pasar las Navidades con su familia firmando un contrato legal y vinculante, me encuentro hablándole de Angie. Empiezo a balbucear y a hablar demasiado rápido.

Tardo un rato, pero eventualmente me tranquilizo y empiezo a contarle las cosas reales. Que de pequeños éramos cercanos, mejores amigos, y que Angie era malhumorada y difícil, pero que para mí tenía sentido. No exigía mi tiempo ni mi atención. Me resultaba fácil estar alrededor de ella y eso no es algo que haya experimentado muy a menudo. Le hablo de los buenos momentos que hemos pasado juntos.

Cuando intento mover la mano que él está sosteniendo, la agarra con más fuerza, y me encuentro diciéndole lo mucho que la echo de menos. Le digo que siento no haber estado más en contacto con ella desde que mi carrera despegó.

—No es fácil viajar tanto —dice—. Vivir de una maleta, nunca estar seguro de dónde estás cuando abres los ojos... es duro y hace que sea difícil estar conectado con las personas que no viven como nosotros.

Es exactamente eso. Eso es exactamente lo que pasó. No nos peleamos ni tuvimos una gran ruptura en nuestra amistad. Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Yo estaba cansado, y mi cuerpo estaba golpeado y magullado. Una semana aquí se convirtió en dos semanas allá. Lo intenté durante mucho tiempo. Ella también lo hizo. Es sólo que ambos somos muy introvertidos. Ninguno de los dos se siente cómodo haciendo un esfuerzo.

Ambos tenemos nuestros muros muy altos.

Básicamente, dejamos que una gran amistad se nos escapara porque éramos demasiado tontos para darnos cuenta de que vale la pena luchar por algunas cosas.

—Debería haberlo intentado más —digo.

—Puedes volver a intentarlo —cuando lo dice, me aprieta la mano de una forma que me hace creer que todo es posible.

¿Todo es posible?

¿¡Todo es posible!?

¡Carajo, no! ¿Qué está pasando, y quién tomó el control de mi mente?

Ah, ya veo.

Ahora lo entiendo.

Estoy alucinando. Estoy drogado. Estoy relajado y feliz. Hablador como pelotudo. No soy yo mismo. Está claro que estoy delirando. El azúcar se me subió a la cabeza. Sí, eso es lo que pasa. Consumi un camión de chocolate, y mi sistema se inundó de glucosa. No puede procesarlo todo a la vez, y por lo tanto, estoy experimentando un subidón que está afectando a mi estado de ánimo.

No pasa nada. Todo está bien. No hay de qué preocuparse. Me desmayaré en un minuto.

Pero no lo hago. Seguimos hablando durante horas. La cabeza de Brown está cerca de la mía, el pecho girado hacia mí. Cuando no nos estamos riendo a carcajadas por nada, hablamos en voz baja. Las palabras rebotan entre nosotros, manteniéndose cerca. Contenidas. Como si nos rodeara una burbuja fina y brillante que nos hace impermeables a los demás. Todo lo que no sea él o yo retrocede y deja de existir.

No es hasta que la luz de la Chocolatrie cambia, volviéndose tenue y sombría, que me doy cuenta de lo que paso.

Roier Brown no está delirando. O si lo está, no es el único. Esto es una cita.

Estamos al cien por cien, seguro, inequívocamente, en una maldita cita.

Me tenso físicamente ante el pensamiento, y él lo nota. Debe de sentirlo porque me suelta la mano. Antes de que me dé tiempo a sentir alivio por haber recuperado mis extremidades, recorre la costura exterior de mis jeans con el dorso de dos de sus dedos. Un temblor recorre mi cuerpo y deja mis piernas débiles.

Habla en voz baja, con su cara tan cerca de la mía y su nariz casi rozándome el cuello. Escudriño la habitación para ver si hay alguien mirando. Es un reflejo tan antiguo que ni siquiera necesito pensarlo. Simplemente lo hago. Estamos a salvo. El local se vacío y las únicas personas que hay trabajan aquí. Están en la cocina o en el mostrador, recogiendo lo necesario para dar por terminado el día.

—Creo que necesito ir a casa, Spreen —susurra—. Necesito irme ya... en serio me está costando mucho no tocarte la verga. Es tan difícil no hacerlo. Demasiado. No sé cuánto tiempo más podré contenerme.

Un interruptor ahora familiar se activa.

Trae consigo la habitual tormenta de excitación. Un torrente ensordecedor calienta mi sangre y la hace correr espesa. Miro a Brown a los ojos y veo la misma cosa que siento escrito en ellos.

—Siéntate sobre tus manos, nena —le dice el hombre que controla mi voz.

Su expresión se vuelve laxa y hace lo que le digo. Levanta una cadera y desliza una mano bajo cada una de sus nalgas. Se queda perfectamente quieto, atrapando su labio inferior entre los dientes y soltándolo lentamente mientras espera mi siguiente instrucción.

—Separa las piernas.

Su pecho sube y baja bruscamente, pero hace lo que le digo. Abre las piernas, separa las rodillas para que estén al nivel de sus hombros y aprieta con fuerza la pierna que está más cerca de mí. Miro de derecha a izquierda. Hay personas cerca, pero no están mirando. Estamos solos, pero no solos. Es una locura pensar en hacer algo así, por no hablar de hacerlo. Roier tiene razón. Deberíamos ir a casa.

Eso es lo que estoy pensando. Eso es lo que pasa por mi mente mientras veo mi mano bajar y ahuecar su pene a través de sus pantalones. Está dura contra mi palma. Una gruesa vara hinchada, sólida y estirada contra su ingle. Los tendones y los músculos se tensan bajo la cremallera y la mezclilla. Recorro su cuerpo con los dedos y luego desciendo hasta sus bolas. Ajusta su posición, con el rostro marcado por la concentración, mientras mueve las caderas hacia adelante para darme más acceso. Curvo mis dedos alrededor de él y aprieto su pene con fuerza. Aprieta los labios y se traga un gemido. Alterno entre acariciar y apretar hasta que pone las manos sobre la mesa, los puños cerrados, y sus piernas tiemblan visiblemente.

—Hora de volver a casa —digo.

 


Ya está casi oscuro cuando llegamos a su casa. Es el crepúsculo y está lloviendo a cántaros. Estamos en Seattle, así que, por supuesto, está jodidamente lloviendo. Cortinas de agua salpican el parabrisas y desaparecen mientras los limpiaparabrisas hacen su trabajo a toda velocidad. El cristal queda despejado durante un segundo, dos arcos claros y lisos que enmarcan una imagen húmeda y brumosa de Thickwood Drive antes de volver a empaparse rápidamente. Los limpiaparabrisas entonan su repetitiva canción mientras espero a que Brown salga del auto.

Puso su mano en la palanca nada más subir al auto cuando salimos del restaurante, obligándome a colocar mi mano sobre la suya cada vez que cambiaba de marcha. Le dije que dejara de hacerse el gracioso, pero me ignoró por completo.

Ahora el auto está en punto muerto, pero por alguna razón, mi mano sigue sobre la suya.

Voy a moverla en cualquier momento. Lo haré. Ya lo verás.

Baja la mirada hacia nuestras manos y luego se gira para mirarme. Nuestra diferencia de altura lo obliga a mirar hacia arriba a través de un espeso bosque de pestañas mientras sus mejillas se sonrojan. Lo hace parecer dulce.

—¿Vas a acompañarme hasta mi puerta y darme un beso de buenas noches?

Mis faros proyectan un suave resplandor en la parte delantera de mi auto. Hay poca luz, así que no sé si se está sonrojando de verdad o sólo lo parece. En cualquier caso, se ve vulnerable y tan jodidamente sexy que no puedo sentir mi rostro.

Pienso en cinco o diez cosas a la vez. Ninguna de ellas es inteligente. Los pensamientos me llegan tan rápido y revueltos que no logro atrapar uno y seguirlo de principio a fin.

—Esta bien —digo eventualmente.

Lo sigo a través de la puerta principal, cerrándola detrás de mí y observando cómo mueve los brazos y las piernas mientras camina. Su andar es lento y elegante, pero cubre terreno con rapidez. Se gira hacia mí en cuanto quedamos fuera de la vista, tomándome de la mano y arrastrándome detrás de un rododendro bastante crecido. Las hojas son grandes y flexibles. Gotas gruesas de lluvia las golpean y rebotan en ellas, salpicándonos, empapándonos más de lo que estaríamos si estuviéramos parados al aire libre. Le doy la espalda a la planta que escupe agua y agarro a Roier por la cintura, guiándolo para que quede protegido por mi cuerpo. No sé si se da cuenta. Tiene los ojos bajos y la mirada fija en mi boca. Lo vi así antes. Suele ocurrir cuando está en el hielo. Cuando tiene un palo en las manos y está persiguiendo el disco como si su vida dependiera de ello. Es así, pero más lento. Más suave. Una mirada más gentil con la misma pasión detrás.

—Gracias por mis sofás —dice con una sonrisa deslumbrante que me hace sentir mareado—. Y por el chocolate caliente... —levanta la mano y pasa su pulgar a lo largo de mi labio inferior. Eso también me marea—. Lo pasé muy bien... —encuentra la nueva cicatriz y traza una línea de arriba abajo—. Fue la mejor primera cita de mi vida.

Quiero decirle que no fue una cita. De verdad. Quiero decirlo en voz alta. Sólo que no estoy seguro de si lo haré.

Está diluviando. Hojas de agua helada resbalan por mi cuello y cara y me hacen temblar. El viento se levanta y sopla a través del rododendro, desatando un chorro que me empapa la espalda y las piernas.

No lo siento.

Los ojos de Roier se cerraron. Sus pestañas brillan mientras las gotas de lluvia resbalan por su rostro. Se inclina, acercándose.

Yo también.

Mantengo los ojos abiertos todo lo que puedo. Observo cómo su hermoso rostro se acerca hasta que sus facciones se vuelven borrosas. Sus labios rozan los míos y suspira suavemente en mi boca. Su lengua se desliza entre mis labios, buscando los míos y encontrándolos fácilmente. Está justo ahí, esperándolo. Frota su lengua contra la mía, y puede que sea por el terrible tiempo que hace, puede que sea porque está húmedo y helado y me he entumecido, pero sea por lo que sea, no puedo sentir nada más que el calor de sus labios sobre los míos. Su lengua en mi boca. Su cuerpo apretado contra el mío, duro y deseoso.

Es el tipo de beso que comienza suave y lento, pero en realidad, es como una cerilla arrastrada sobre papel de lija. El fósforo rojo se vuelve blanco y se enciende. Hay un choque de cuerpos. Una batalla de bocas y lenguas. Nace una cosa dura y áspera. Algo que existe fuera de nosotros. Una cosa hambrienta interrumpida sólo por el sonido de nuestra respiración.

Cuando él se aleja, mis manos están en su cabello y estoy jadeando, con la boca abierta, luchando por respirar. Sus manos están hechas puños en mi chaqueta, tirando de ella, desgarrándola, sin pensar en bajarme la cremallera primero.

—Entra, Spreen. Te necesito. Entra, por favor. Te dejaré hacer lo que quieras conmigo si entras.

Tal vez existan hombres que podrían rechazar una oferta así, hombres con autodisciplina o incluso una pizca de moderación. Yo no soy uno de ellos.

Nos quitamos los zapatos y dejamos caer nuestras chaquetas empapadas en el suelo. También me quito mi suéter y camiseta, y Brown se pone en cuclillas allí mismo, en el pasillo. Se hunde tanto que prácticamente está sentado sobre sus talones mientras forcejea con mi cinturón y la cremallera. Su cabello está sobre su rostro, mojado y goteando. Aún salvaje y ondulado. Tiene los labios y las mejillas sonrosadas por el frío. O por cómo lo besé.

Me bajo los jeans y los bóxers, separando la cinturilla de mi cuerpo para liberar mi erección. Brown la ve y sonríe como si fuera algo a lo que le tuviera cariño. Algo que lo reconforta. Algo que lo alivia. Coloca sus manos sobre sus rodillas y abre la boca.

Meto mi pene, dándole el tiempo justo para que la moje bien, antes de tomar la parte posterior de su cabeza en mis manos y empezar a embestir su boca. La sensación es eufórica. Un baño caliente después de un largo día. Un rayo de electricidad recorre mi espina dorsal en cuanto su lengua entra en contacto conmigo. Me transporto a mi propio mundo. Un lugar agradable. Un lugar maravilloso, increíble. Un lugar donde no existen los problemas.

Estoy tan ido que tardo un segundo en darme cuenta de que me está tocando el muslo. Me separo rápidamente, con el cerebro espeso y tambaleante, luchando por encontrarle sentido al hecho de que estoy fuera de su cuerpo.

—¿Qué pasa? —balbuceo.

—Quiero que me cojas, Spreen —gimotea—. Lo necesito. Como la última vez, por favor.

—Uff, bebé, voy a cogerte. Te voy a coger por los dos extremos. Voy a correrme en tu garganta y luego otra vez en tu culo. Pero esto... —me acaricio la pija con calma—, esto va a ser rápido, así que veni —su nariz se agita y asiente para dar su consentimiento—. Abrí la boca —le digo, y lo hace—. ¿Vas a ser un buen chico? —vuelve a asentir, pero esta vez lo hace con mi verga metida hasta el fondo de su garganta—. Te vas a tragar todo lo que te dé, ¿verdad?

El gemido que se escapa de él viene desde lo más profundo. Bajo su esternón. Bajo sus huesos. Es un sonido largo y retumbante que hace vibrar todo mi cuerpo.

Mi orgasmo es repentino y violento. Puro placer que me golpea desde todos los ángulos. Lanza mi cabeza hacia atrás y arquea mi columna, jalándome y desgarrándome, arrancándome hasta el último gramo de placer antes de cortarme las cuerdas y dejarme desplomado contra la pared.

En cuanto recupero el equilibrio, me pongo en pie, subiéndome la cremallera de los jeans y también tirando de Brown. Se mueve con dificultad, levantando los brazos por encima de su cabeza de manera robótica mientras le quito la camisa. Sus jeans son los siguientes. Cinturón, luego botón. Cremallera, luego un charco de mezclilla a sus pies. Da un paso fuera de ellos y empieza a moverse hacia las escaleras, pero lo detengo, agarrando su culo, levantándolo y tirándolo bruscamente sobre la mesa de la entrada.

—Vaya —dice. El shock de ser maltratado hace que la mayoría de las personas se detengan. Hace que Roier Brown muestre un juego de dientes blancos como perlas.

Se ve increíble sentado allí, con el culo desnudo sobre la madera, las piernas ligeramente separadas, el pecho liso y agitado.

Su bolsa de viaje del último partido fuera de casa está en el suelo, cerca de la mesa de la entrada. La empujo con el pie.

—¿Dónde está el lubricante?

—En el bolsillo lateral. Bolsa negra.

Rebusco y encuentro no menos de tres marcas de lubricante. Tengo una pregunta rondando por ahí sobre eso, pero me cuesta un poco hacerla. Elijo la marca que más me gusta y tiro el resto de vuelta en su bolsa antes de cerrar la distancia entre nosotros.

 

 

Chapter 19: Roier

Chapter Text

Spreen parece alguien más. Alguien diferente. Alguien a quien no conozco pero que me gustaría mucho conocer. Sus ojos son oscuros, las pupilas completamente dilatadas y las cejas bajas. Hay una soltura en sus articulaciones y una sonrisa fácil mientras se acerca a mí que no suele estar ahí.

—Abrí, princesa —dice, poniendo una mano en cada una de mis rodillas y abriéndolas bruscamente.

La crudeza de la acción me toma por sorpresa y provoca algo extraño en mi mente. Ya estoy ardiendo, una masa caliente de terminaciones nerviosas expuestas. Llevo horas así. Desde que llegamos al restaurante y Spreen me dejó poner mi pie entre los suyos. Me di cuenta de que él también lo sentía, la chispa, el calor entre nosotros cuando nos tocábamos. Prácticamente podía ver los engranajes de su mente girando. Pensó que debía detenerme. Una parte de él quería hacerlo, pero no podía obligarse. Y eso me excitó tanto como cualquier otra cosa. El beso lo empeoró, y que metiera su verga hasta mi garganta hizo que mi excitación superara el punto crítico.

Estoy tan caliente y excitado como nunca, pero ahora también me volví líquido. Espeso y fluido, mientras un fino hilo de presemen gotea de mí. Su voz se derrama sobre mí, cambiando a medida que lo hace. Pasando de ser algo que existe fuera de mí a algo que sacude cada hebra de mi ADN.

Se lubrica los dedos mientras yo miro. Vierte una tonelada de líquido transparente en tres dedos: el índice, el medio y el anular. Luego engancha su mano libre bajo mi rodilla izquierda y la dobla hacia atrás hasta casi llegar a mi oreja.

Mira entre mis piernas y sonríe.

—Aw, mira ese pequeño culito. Tan rosa y bonito. Tan apretado. Voy a tener que estirarlo bien sólo para poder meter la cabeza, ¿verdad?

—Mm —jadeo, balbuceando y asintiendo y tratando de abrir más las piernas.

Estoy inclinado hacia atrás, con los hombros, la cabeza y el cuello presionados contra la pared, mientras el resto de mi cuerpo está doblado como un pretzel. Mi verga está estirada sobre mi vientre, tan dura que duele, sacudiéndose y rebotando en el aire cada vez que Buhaje respira cerca de ella.

—Por favor —gimo, levantando las caderas, esperando que se dé cuenta y se apiade de mí.

No lo hace. O tal vez sí.

Me acaricia, pero no me toca el pene. Acaricia mi agujero. Usa los tres dedos lubricados. Es un poco rudo, pero no mucho. Sólo lo suficiente para confundir mis sentidos. Frota mi anillo en un círculo lento y tortuoso, firme y sostenido. Cuando estoy a punto de rendirme y empezar a suplicar en serio, mete un solo dedo. Sólo la punta. Sólo el primer nudillo. Lo suficiente para provocarme y activar todos los nervios de esa parte de mi cuerpo. Cuando el resto de mi cuerpo ha dejado de existir, introduce su dedo más profundamente. Estoy doblado por la mitad, acurrucado sobre mí mismo, así que no tengo más remedio que mirar hacia abajo y observar lo que me está haciendo. Su dedo está en mi entrada un minuto, y luego desaparece, cuidadosamente enterrado, oculto a la vista por mis bolas. La sensación empieza a dominarme. La intrusión es bienvenida, pero no deja de ser una intrusión.

La punta se convierte en más. Mucho más.

Me penetra con su dedo unas cuantas veces. Estiramientos largos y superficiales destinados a prepararme para el uso más que para cualquier otra cosa. Se retira y añade un segundo dedo. Lo siento intensamente. La rápida sacudida mientras mi cuerpo se adapta. El rápido ceder que me hace sentir como si estuviera fuera de mi cuerpo. Gimo mientras veo cómo mi culo es penetrado.

Esta vez es diferente. La expresión en su rostro es diferente. Está concentrado, estudiando mi cara, ¿buscando qué? No lo sé. Vuelve a mover sus dedos dentro de mí, menos profundos que antes, presionando hacia arriba. Y así, lo sé. Sé exactamente lo que está buscando, y digamos que lo encuentra. Lo encuentra y algo más. La sensación es nuclear. Ausente un segundo y luego allí. Por todas partes. Las terminaciones nerviosas se encienden y muevo las piernas sin querer, tratando de enderezarlas, de disminuir la presión, o de aumentarla, no estoy seguro.

Pero no puedo moverme. Su agarre en mi pierna es como una prensa, sujetándome firmemente. De hecho, justo antes de moverme, noté que el músculo de su mandíbula se tensó. Se preparó antes de golpear mi glándula, así que quizá esperaba mi reacción.

—Uh-uh. No voy a ser tan suave esta vez, princesa. La última vez fui suave porque tu culo era nuevo. Esta vez, te voy a coger hasta que no puedas caminar derecho. Hasta que no puedas pensar en otra cosa durante días. Tal vez semanas.

Seguro como el infierno que él no va a escuchar ninguna queja de mí sobre eso. Todo lo contrario, de hecho. Muevo mi culo para que cuelgue un poco de la mesa y ganar espacio para recostarme. Dejo caer mi pierna derecha sobre su pecho y cierro los ojos. No sólo acepto mi destino. Me rindo a él. Le doy la bienvenida.

Me mete los dedos profundamente, luego superficialmente. Estirándome y excitándome. Masajeando mi próstata con una ligera presión que aumenta lentamente. Las caricias largas y pausadas se acortan. Aprieta los dientes, su antebrazo flexionándose mientras graba un mensaje claro y urgente en las fibras de mi ser.

El mensaje es simple: algo dentro de mí necesita salir. Urgentemente. Más que urgentemente, mi cordura y mi vida dependen de ello.

—Necesito correrme —me quejo.

Sacude la cabeza. Sus labios se tuercen y una lenta sonrisa se extiende por su rostro, arrojando luz donde normalmente hay oscuridad. Sus ojos son tan suaves e indulgentes que no puedo recordarlos de otra forma.

—Ni siquiera estás cerca, bebé.

—Lo estoy —insisto, la urgencia contorsionando el timbre de mi voz y elevándolo una o dos octavas—. ¡Estoy cerca! Toca mi verga... hazlo. Tócala y me correré encima, lo juro.

Intento alcanzarme con desesperación, pero mis rodillas y pantorrillas dobladas me impiden el paso.

—Ni se te ocurra correrte todavía —me aparta la mano de un manotazo, se inclina y besa dulcemente mis labios—. Apenas empezamos.

Mi boca se abre, mi lengua asomándose, persiguiendo la suya mientras él se mueve fuera de mi alcance. Me retuerzo y gimo ruidosamente, apretando los dedos contra el borde de la mesa en un esfuerzo desesperado por evitar mi orgasmo.

Se inclina de nuevo y esta vez me besa el cuello. Lo hace suavemente, con muchos labios y lengua y la cantidad justa de succión. Alterna entre besarme el cuello y torturar mis pezones con una serie de rápidos y perversos lengüetazos. Se siente tan bien que casi no puedo soportarlo.

Todo el tiempo que me está besando, sus dedos se mueven dentro de mí.

Me voy a otra parte. A un lugar lejano y desconocido. Un lugar en el que me siento ingrávido, flotando y a punto de romperme al mismo tiempo.

Cualquier intención de actuar relajado me abandona. No es que pida más, ni siquiera que ruegue. Suplico. No hay otra forma de decirlo. Un torrente de improperios brota de mis labios, todos puntuados con una sola palabra dolorida:

—¡Por favor!

Lo digo tanto y con tanto sentido que sólo soy débilmente consciente de que Buhaje me da un tercer dedo. Duele, pero sólo un poco. Tan poco que mi cerebro codifica la señal y la interpreta como placer.

Es demasiado.

Estoy demasiado cerca.

—¡Spreen! Voy a...

Deja de moverse inmediatamente, se queda tan quieto que puedo decir que no está respirando.

Mi sistema nervioso se revuelve por el repentino cese de estímulos. Me duelen las bolas y también el bajo vientre. Mi cerebro está a punto de estallar por la conmoción, la injusticia de estar tan cerca y ser detenido.

Rujo y me agito, luchando por más, pero soy incapaz de encontrarlo.

Cuando estoy lejos del borde, o no tan lejos, sino arañándolo salvajemente y consiguiendo encontrar un pedazo de apoyo, Buhaje saca sus dedos de mí. Lo hace despacio, con cuidado, esforzándose por no tocar el punto caliente en mi interior.

El rugido de antes se convierte en un lamento cuando, al perderlo, mi agujero se aferra a la nada.

Me pone de pie. Me balanceo, pero consigo mantenerme erguido.

—Dormitorio —gruñe.

Subo los primeros tres de los cuatro escalones con un paso anormalmente rígido, demasiado consciente de que estoy desnudo y de que hay un hombre a mis espaldas. Siento su presencia como una llama abierta. Chispas crepitan y parpadean por mis piernas y bajan por mi espalda.

No me muevo tan rápido como a él le gustaría. Lo sé porque considera necesario apresurarme. Lo hace envolviendo un brazo alrededor de mi pecho, sujetándome firmemente por debajo de los brazos, y usando dos dedos para tocarme mientras camino. Encuentra su objetivo con facilidad. Con pericia. Unos dedos gruesos y resbaladizos me penetran y me llenan tan profundamente que subo los tres o cuatro escalones siguientes de puntillas. Mis rodillas empiezan a temblar, pero él me sostiene, empujando dentro de mí cada vez que levanto un pie para subir un escalón.

Las piernas me fallan antes de llegar al rellano. Caigo de rodillas, sin gracia y sólo frenado por los gruesos dedos clavados en mi culo. No me detengo ni aminoro la marcha. Sigo avanzando. Tengo que llegar a mi dormitorio, aunque me mate. Me arrastro por las escaleras, gruñendo como un animal cada vez que Buhaje me impulsa hacia adelante.

Me agarro a la barandilla cuando llego arriba.

—¿Por dónde? —pregunta. Levanto un brazo flácido y señalo la puerta de mi habitación—. Te juro por Dios, princesa, más te vale que haya una cama ahí.

Gracias al carajo que la hay. Le alquilé mi apartamento de Nueva York a una amiga cuando me mudé a Seattle, así que le dejé la mayoría de mis muebles, pero me traje mi cama, las obras de arte y algunas piezas sentimentales.

Mi cama está perfectamente hecha y no hay ni un calcetín ni un par de zapatos tirados por el suelo. Las cortinas están corridas y la luz de la mesita de noche está encendida. No confirmaré ni negaré que pasé una cantidad considerable de tiempo planeando la seducción de un infame jugador de los Vipers antes de salir de casa esta tarde.

Pero mejor cree que mi habitación no se vería en nada como esto si no lo hubiera hecho.

—Ponte en cuatro —dice, dándome un pequeño empujón hacia la cama.

Me tambaleo hacia ella con piernas inestables y caigo sobre manos y rodillas. Siento el peso de mi cuerpo en mis muñecas y en la parte baja de mi espalda. Estoy a cuatro patas, con las piernas abiertas y las bolas pesadas. Mi culo está totalmente expuesto. Aprieto y relajo para recordarle a Buhaje para qué estoy aquí. Lo ve y le gusta. Lo sé por la forma en que respira para mí. Ráfagas de aire caliente y desigual que siento en la parte posterior de mis piernas.

Me hace estremecer.

Me hace sentir necesitado. Un desastre ardiente y desesperado que necesita que se lo cojan más de lo que necesito agua o aire.

—Hazlo —balbuceo—, sólo hazlo. Lo necesito.

El colchón se inclina detrás de mí. Balanceándome a la izquierda y luego a la derecha. Hay una mano grande en mi espalda, un lento y constante barrido de su piel contra la mía, y luego presión en mi nuca. Me empuja hacia abajo, de cara al colchón. La ropa de cama me protege el pecho y los brazos. Mi culo queda al aire.

Si aún fuera capaz de sentir algo más que una excitación desenfrenada, probablemente me sentiría cohibido por la posición en la que estoy. Tal vez incluso avergonzado. Esta vez es diferente. La última vez, las luces estaban apagadas y la oscuridad me proporcionaba un manto, una pantalla, algo que me protegía y guardaba una parte de mí para mí. Ese manto ha desaparecido, despojado por una tarde de voces susurradas y de tomarse de las manos. Largas y perezosas horas mirándolo a los ojos y viendo cosas que no muestra a los demás.

Su mano desciende por mi espalda, siguiendo la línea de mi columna hasta llegar a mis bolas. Enrosca sus dedos alrededor de ellas, pasando suavemente sus uñas romas por la piel enfebrecida.

Mi habla se arrastra y las palabras se entrecruzan unas con otras.

—Por favor. Lo necesito. Lo quiero.

Su mano baja más, sin llegar a tocarme, pero casi. Su mano está tan cerca de la cabeza de mi pene que puedo sentir la perturbación del aire cuando él se mueve.

Ya no hay palabras. Desaparecieron. Ya no existen. Fueron sustituidas por el tipo de sonidos que hacen los animales.

—¿Sabes? —dice pensativo—. Si no estuvieras tan cerca de correrte, tiraría de tu pija hacia atrás de esta forma... —me rodea la base del pene con una mano, haciéndola saltar, y la jala hacia atrás entre mis piernas. Es una sensación extraña. No estoy del todo seguro de que supiera que mi verga podía doblarse así cuando está tan dura. Es casi suficiente. Casi lo que necesito. Es la estimulación que ansío, pero no la suficiente... —, y te la chuparía.

Pensar en la boca de Buhaje cerca de mi verga me hace gemir y tratar en vano de decir cosas. Intento decir más y por favor, pero mi lengua funciona mal.

—Sí, eso es lo que haría. Me llevaría esta bonita pija a la garganta y la chuparía hasta hacerte añicos... ¿sabes lo que haría entonces?

—Gmierda —digo.

No es una palabra, pero Buhaje la interpreta correctamente como un no y se encarga de explayarse.

—Me lo tragaría todo. Me tragaría hasta la última gota porque lo hiciste para mí. Porque es mía.

Aúllo y forcejeo, agarrando las sábanas con las manos y arqueando la espalda, frenético, desenfrenado por la necesidad.

—Queres esto, ¿eh? —Golpea suavemente su pene contra mi agujero y mis ojos se giran tanto hacia atrás que veo estrellas.

—Nnng.

No lo escuché lubricarse, pero debe de haberlo hecho porque su pene está resbaladizo, una cosa húmeda y gruesa que golpea contra mí. Si pudiera hablar, diría algo como: Métemela, imbécil. Ahora. La quiero en mis entrañas. La quiero tan profundo dentro de mí que podré saborearla mañana.

No quiero. Necesito. Lo necesito.

Lo necesito, Dios.

Lo necesito tanto que empiezo a entrar en pánico, a hiperventilar y a extender la mano hacia atrás, intentando arrastrarlo dentro a la fuerza si hace falta. Gracias al carajo que lo entiende, debe hacerlo, porque se apiada de mí.

Su cabeza está contra mi abertura, empujando hacia dentro. Gracias a la mierda. Hay una presión profunda que se evapora a medida que mi cuerpo cede. Un ardor que entra en mí, estira mi esfínter y viaja por mi recto. Por mi columna vertebral. Hasta mi cerebro.

Desde el principio, estoy perdido. En todas partes y en ninguna. Completamente del revés. Todo lo que conozco es el placer. Todo lo que sé es Buhaje. Su cuerpo y el mío. Me llena por completo. Estoy tan lleno que lo siento por todas partes. No sólo en mi culo. Lo siento en mis caderas, en mi vientre. En mis articulaciones. En mi cara.

Tiene ambas manos en mis caderas, e incluso en mi estado alterado, soy vagamente consciente de que tenía razón. Fue suave conmigo la última vez. Yo también fui suave conmigo la última vez. Me sentí pasivo acostado de lado. Sentía que no podía moverme, que todo lo que podía hacer era tomar lo que él me daba.

Ahora es diferente. Soy cualquier cosa menos pasivo. En cuanto me acostumbro a su grosor, me empujo hacia arriba, con las manos cerradas en puños que luchan contra el colchón, y me cojo a mí mismo en él, como si no hubiera un mañana. Muevo mis caderas hacia atrás al ritmo de sus embestidas. Su pene me penetra con fuerza y sin pedir perdón, y yo lo aguanto. Lo tomo y me encanta. Tomo todo lo que me da, y quiero más. Estamos tan cerca como pueden estarlo dos hombres, y quiero más. Más verga. Más piel. Más Buhaje.

No sólo quiero su cuerpo. Lo quiero a él. Quiero el sonido de su voz. El olor de su cuello. Quiero la forma en que me miró en el restaurante y en el auto. Quiero la forma en que aprieta la mandíbula cuando está enfadado conmigo, y quiero la forma en que me sonríe cuando no sabe que lo estoy mirando.

Quiero todo eso, pero mientras tanto, me quedaré con los profundos golpes que me está dando y con el sonido suave y pegajoso de dos cuerpos chocando entre sí.

Seguimos así hasta que me quedo ciego, un juguete para coger sin sentido que agita las caderas salvajemente, anestesiado ante cualquier cosa que no sea la fuerza asombrosa del orgasmo apoderándose de mí.

Espero todo lo que puedo. Hasta que Buhaje gruñe detrás de mí y sus dedos se clavan en mis caderas. Hasta que sus embestidas flaquean y empieza a perder el ritmo. Sólo entonces agarro mi pene en mi mano y empiezo a masturbarme.

Es el éxtasis. Exaltación.

Una euforia instantánea que siento en cada célula de mi cuerpo. El placer brota de la base de mi columna vertebral y recorre mi pene y mis bolas, saliendo de mí con una fuerza que me destroza. Me hace pedazos. Me rompe. Mi mandíbula se abre, pero no sale ningún sonido. Es silencioso, un grito con la boca abierta. Entonces no lo es. Entonces somos Buhaje y yo y todo lo que acabamos de hacer se derrumba sobre nosotros. Un coro de voces masculinas. Un estribillo repetitivo, agresivo.

Mi voz y luego la suya. La suya, luego la mía.

Cuando encuentro el camino de vuelta a mi cuerpo, estoy estirado boca abajo. Tengo las piernas abiertas y la cara girada, con un lado apoyado en el colchón. Hay un peso en mi espalda. Una masa pesada inmovilizándome. Grandes manos en mi cabello, apartándomelo de la cara con una suavidad que me dificulta tomar aire. Él está respirando encima de mí, ligeras bocanadas de aire caliente en mi cuello. Vuelve a acariciar mi cabello, igual que antes. Mis pulmones se llenan de aire mientras su peso se aleja. Antes de que tenga tiempo de protestar o quejarme, se inclina y me estampa un dulce y suave beso en la mejilla.

Y otro.

Y otro más.


—¿Adónde vas? —pregunta.

Fui al baño a limpiarme y a beber un vaso de agua, pero Spreen sigue acostado de espaldas en la cama donde lo dejé. Sacudo las llaves que tengo en la mano, metal tintineando contra metal, y digo:

—Voy a mover tu auto, tonto.

Eso llama su atención. Lo saca de su estupor. Se sienta como un rayo, con los ojos brillando de consternación.

—¿E-esas son las llaves de mi auto?

—Síp —muevo la cabeza de forma amigable—. No podemos dejar un Aston Martin con una matrícula personalizada de Totally Pucked en la calle afuera de mi casa, ¿verdad? Ese auto es sinónimo de ti, amigo.

Está fuera de la cama y sobre sus pies a la velocidad del rayo, mirando alrededor en el suelo.

—¿Dónde mierda están mis pantalones?

—No te preocupes por tus pantalones, bebé. No los necesitarás hasta mañana —Da una clara vuelta de campana, con la boca y los ojos formando círculos de indignación, pero antes de que tenga tiempo de darme un infierno, le digo—: Hay toallas limpias en el baño. Puedes ducharte y ponerte cómodo. Voy a ordenar... ¿está bien la comida griega? —no asiente, pero tampoco mueve la cabeza, así que lo tomo como un sí—. Podemos poner una manta de picnic por aquí —señalo el espacio que hay en el suelo al final de mi cama—, y traeré queso y vino para que comamos mientras esperamos a que llegue la cena.

Abre la boca, pero me voy antes de que tenga tiempo de hablar.

—¡Esto no es una cita! —protesta cuando llego al final de la escalera.

Está viviendo en la tierra del delirio, el pobre, pero tuvo un gran día, así que lo dejo pasar. Aun así, para joderlo por haber tenido el descaro de repetirlo, subo las velas que mi mamá me dio como regalo de inauguración de la casa después de mover su auto y pedir nuestra comida

Sacudo la manta de picnic y la extiendo en el suelo mientras él me mira con algo parecido a la incredulidad. O eso u horror.

Enciendo las velas, apago la luz de la mesita de noche, descorcho el vino y le sirvo una copa. Como no se mueve para tomarla tan rápido como me gustaría, le ofrezco la galleta salada que acabo de cubrir con una gruesa rebanada de queso. Eso lo saca de su ensueño. Se acomoda en la manta, procurando sentarse lo más lejos posible de mí. Por suerte para mí, no está muy lejos. La manta es para dos personas como máximo. Dos personas de tamaño promedio. Él está de espaldas a la cama y sentado con las piernas cruzadas. Lleva puesta mi bata. Debe haberla encontrado en el baño cuando estuvo allí. La tiene bien envuelta a su alrededor con un gran lazo doble atado en medio. Es casi suficiente para ofrecerle modestia, pero no del todo, dada la posición en la que está sentado. Se ve incómodo y avergonzado. Y jodidamente adorable.

—¿Qué te parece el vino? —pregunto—. Creo que debería ser bastante decente.

La botella de vino en cuestión es un Château Angelus Hommage a Elisabeth Bouchet de 2016. Es mucho más que decente, es una botella de vino excepcional y muy, muy cara.

Fue él quien la trajo a mi fiesta de inauguración. Lo vi ponerla en la encimera de mi cocina y escabullirse, esperando que nadie lo hubiera visto.

—Está bien —se las arregla para decir una vez que se trago un bocado de galleta que no parecía haber bajado con tanta facilidad. Intento no reírme. Me encanta joderlo porque es muy fácil hacerlo. Mira a su alrededor, buscando alguna forma de cambiar de tema—. ¿Por qué estamos comiendo en el suelo?

—Bueno —explico—, lo que pasa es que... no tengo una mesa. Ni sillas — Le dirijo una mirada cómplice. La interpreta correctamente.

—Oh, Dios —se deja caer contra la cama—. Vamos de compras otra vez, ¿no?

—Supongo que podría llamar a Alessia. Me dio su número y dijo que la llamara si necesitaba algo...

—No, no la llames —dice rápidamente. Parece sorprendido de haberlo dicho, un poco sin aliento y confuso.

Me había equivocado antes. No es adorable. Es más que adorable. Mucho más.

Me acerco a su lado de la manta y me siento a su lado, estirando las piernas hacia delante y pasándole un brazo por los hombros. Las velas parpadean frente a nosotros, una lenta danza entre el fuego y el aire que salpica de magia toda la habitación. Afuera, la lluvia golpea las ventanas, haciendo vibrar los cristales mientras el resto del mundo se aleja cada vez más.

—¿Por qué no? ¿Estás celoso? —me burlo de él, pasándole la nariz por el lóbulo de la oreja. Soy golpeado por una embriagadora ráfaga de su aroma. Almizclado y picante. Fuerte, como él. Me hace perder el sentido.

—¡No! Uh, es sólo que dijiste que no te gustaba que las cosas parecieran de diseñador, y Alessia es diseñadora. Todas las dependientas de esos lugares lo son. Es casi un hecho. Es como un requisito del trabajo... o algo así.

—O algo así, ¿eh? —envuelvo mis brazos alrededor de él y le beso el cuello. Todo su cuerpo se pone rígido y luego se relaja, y se deja suavizar en mis brazos, ocultando su rostro al enterrarlo contra el costado de mi cuello.

—No estoy celoso —sisea. Me doy cuenta de que está intentando convencerse a sí mismo más que a mí, y no lo consigue—. No lo estoy. Pero, pero, no la llames, ¿está bien?

Tomo su rostro entre mis manos, aprisionándolo entre mis palmas. Al principio mira hacia abajo, incapaz o reacio al contacto visual. Separa los labios y los vuelve a cerrar antes de darse por vencido y mirarme. Ahora parece diferente. La máscara que suele llevar para ocultar quién es ha caído. Se deslizó lo suficiente como para dejar al descubierto algo más suave. Algo achocolatado y tentador. Algo cálido y seguro. Algo en lo que quiero caer.

Lo beso suavemente, rozando sus labios con los míos y metiendo mi lengua en su boca lo justo para saborear el vino en sus labios.

—Spreen, no estoy viendo a otras personas. No me acuesto con nadie más que contigo. Ni siquiera hablo con nadie más porque no me interesa nadie más que tú. Borré mi perfil en todas las aplicaciones en las que estaba después de la primera vez que me llamaste bonito.

Vuelve a girar su rostro y toma una respiración entrecortada, dejándola salir en una cálida ráfaga que se derrama por un lado de mi cuello. Sus labios se curvan en una sonrisa lenta.

Baja la mano y juguetea con la cintura de mis pantalones, encontrando el lazo y tirando suavemente de él.

—Creía que no tenías pantalones de pijama —dice, bajándome los pantalones lo suficiente para dejar libre mi pene.

—No dije que no tuviera. Dije que no duermo con ellos.

Para cuando terminamos de cenar, de beber vino y de estar juntos, estoy borracho y casi seguro al cien por cien que no es por el vino. Nos tambaleamos hasta el baño.

—Los cepillos de dientes están ahí —digo, señalando el cajón donde guardo una pila de cepillos desechables de hotel.

—Ugh. No soporto estos cepillos —refunfuña mientras desenvuelve uno—. Son tan cuadrados y sus cerdas tan duras.

—No digas más, bebé. Mañana te compraré tu propio cepillo de dientes para que lo guardes aquí. Cabeza en forma de diamante, cerdas suaves.

Deja caer la cabeza entre las manos y gime.

—Eso no es lo que... ¿Sabes qué? Dejalo. Sé que no hay una maldita cosa que pueda hacer para que cambies de opinión cuando me miras así.

—Me encanta que entiendas eso de mí.

Cierra los ojos y sacude la cabeza, pero no habla. Unto un poco de pasta de dientes en su cepillo, nos colocamos uno al lado del otro en el lavabo y nos cepillamos los dientes. Durante todo el tiempo, lo miro en el espejo del tocador. Por mucho que amaría negarlo, él también me mira. Nuestros ojos se cruzan en el espejo y, cuando lo hacen, sonrío ampliamente alrededor de mi cepillo y él pone los ojos en blanco. Cada vez que ocurre, su gesto se hace más débil hasta que lo único que queda es una tímida inclinación de cabeza que no oculta el hecho de que él también está sonriendo.

Apago las velas y la habitación queda a oscuras. Fue un gran día. Un día decisivo para nosotros. Los dos estamos agotados para cuando nos metemos en la cama. Se acuesta a la derecha y yo a la izquierda. Se acuesta boca arriba y yo de lado frente a él. No puedo distinguir su silueta con exactitud, pero sé que está ahí porque el calor de su cuerpo llena toda la habitación.

Levanto mi almohada y la acerco a la suya, pateando las sábanas de mi lado para que mis piernas no se sientan atrapadas y pueda sacar el pie si tengo demasiado calor durante la noche.

El sonido de su respiración entra y sale. Es un sonido constante y predecible que se acelera en lugar de ralentizarse. Suena menos como el de un hombre relajándose al final del día y más como el de alguien preparándose para decir algo.

Sé que no es fácil para él permitirse acercarse a otras personas, así que no lo presiono ni lo apresuro.

Al cabo de un rato, suspira y dice:

—Yo tampoco estoy cogiendo a nadie más, Brown —alcanzo su mano y la tomo entre las mías, apretándola para hacerle saber que lo escucho. No sólo sus palabras. Escucho lo que significan para él. Y lo que le cuesta decirlo—. Soy negativo y estoy en PrEP. Debería habértelo dicho antes de correrme dentro de vos, pero estaba...

Busca una palabra, pero no puede encontrarla.

—¿Distraído? —le sugiero. Resopla afirmativamente.

—Algo así.

—Yo también soy negativo —digo.

Para tranquilizarlo y distraerlo del hecho de que acaba de iniciar una conversación significativa conmigo, balanceo un brazo y una pierna sobre él y le cuento algunos de mis planes para la casa. Le hablo de mis ideas para las habitaciones de invitados, el estudio y el porche que quiero construir en el verano. Hablo en voz baja. Hablo hasta que el tiempo entre el aire que entra en sus pulmones y el que sale se alarga. Por si fuera poco, hablo un poco más.

—Creía que acurrucarse era una actividad silenciosa —dice eventualmente.

—Definitivamente no. Acurrucarse es cuando las personas se cuentan sus secretos.

Suelta un suspiro que suena ligeramente como si alguien dijera:

—Oh, mierda —pero no se mueve ni intenta apartarse.

—¿Quieres saber uno de mis secretos? —le pregunto.

—Si te digo que no, ¿te detendría de decirme?

—No.

—Entonces claro, adelante.

Me acerco más a él, tanto que no puedo acercarme más. Mi pecho está apretado contra su costado y amolde mi brazo y mi pierna a él. A pesar de lo fuerte que lo siento y de que generalmente no tengo problema en mostrar mis sentimientos, estoy un poco nervioso. Un incómodo aleteo entre mis costillas y mi corazón me hace pensar que es buena idea que esté acostado.

—Me gustas, Spreen.

Me da vergüenza admitirlo. Me da vergüenza oírmelo decir en voz alta.

Suena infantil. Casi tonto.

Pero es verdad.

Me gusta Spreen Buhaje. Me gusta con locura. Me gusta de una manera grande y aterradora que sé en mis huesos que es algo grande. Una gran cosa. La próxima gran cosa en mi vida.

Puede que él aún no lo sienta. Puede que ni siquiera sepa lo que somos, pero yo sí. Sé cosas. Conozco los sentimientos. Y esto entre nosotros es tan real como cualquier cosa que haya sentido.

No responde, pero no necesita hacerlo.

No tiene que responderme porque mi brazo está estirado sobre su pecho, mi mano apoyada en la protuberancia de su pectoral izquierdo. Cuando hablo, su corazón me escucha. Reacciona al instante. El ritmo lento y constante cambia. Se acelera, dobla su ritmo y late tan fuerte y rápido que siento su salvaje y esperanzado aleteo contra la palma de mi mano.

No habla, pero su corazón escucha la pregunta y responde por él.

 

 

Chapter 20: Spreen

Chapter Text

Encuentro mis pantalones bien doblados y colocados al final de la cama. Las cortinas fueron abiertas una rendija y la luz está entrando a raudales en la habitación. Hay tanta luz que sé que deben de ser más de las ocho o las nueve.

Me visto rápidamente y bajo las escaleras. No puedo evitar darme cuenta de que Brown estuvo muy ocupado en la casa desde la última vez que estuve acá. Los pisos de madera fueron fijados y teñidos de oscuro. La barandilla, los techos y las molduras fueron pintadas de un blanco brillante y suave. Se ve mucho mejor de lo que estaba antes.

No estoy seguro de cómo pude pasar por alto todos los cambios cuando llegué anoche, pero si me obligan a responder, tendría que decir que tuvo algo que ver con la boca más caliente e incorregible en la que metí mi pija.

O eso, o fue su culo.

Dejo el papel tapiz de flores amarillas y azules, lo que me sorprende y no estoy seguro de que sea algo que Alessia aprobaría, pero colgó muchas obras de arte desde la última vez que vine, y eso cambio el espacio por completo. Hay una galería de fotografías a ambos lados del pasillo. Imágenes de gran tamaño de hombres y mujeres bajo el agua. Todos desnudos, o semidesnudos al menos, envueltos en largas capas de seda de color carne que se arremolina a su alrededor y confiere a cada pieza una sensación completamente única.

Si resulta que Brown tiene buen ojo para el diseño además de todo lo demás, en serio, en serio me va a enojar.

—Buenos días —dice alegremente.

Por supuesto que es una persona madrugadora.

Y, por supuesto, se ve guapísimo con un pantalón de chándal color crema y una camiseta holgada de manga larga que fue recortada para mostrar la más pequeña franja de piel en su abdomen.

—¿Qué te parece? —pregunta, haciendo un gesto hacia el pasillo—. Estaba indeciso sobre si conservar el papel tapiz, pero cuanto más tiempo viví con él, más me gustó.

—Se ve bien.

—Estaba pensando en comprar una lámpara para la mesa del pasillo. Ya sabes, una de esas intrincadas de estilo art déco con una pantalla de cristal verde — intento no parecer demasiado interesado, pero me cuesta porque sé exactamente de qué tipo de lámpara está hablando y creo que es exactamente lo que el espacio necesita—. Pero ahora no estoy seguro. Después del trato que esa mesa tuvo ayer —me lanza una sonrisa cargada de insinuación sexual—, no sé si una lámpara es lo mejor. Demasiado frágil, creo. Podría estorbar.

Se acerca a mí lentamente, como si estuviera acorralando a un animal capaz de morder. Antes de que pueda arrinconarme contra la pared y hacerme Dios sabe qué, lo giro y lo llevo hacia la mesa del pasillo.

—Consigue la lámpara —digo, empujándolo hacia delante para que se vea obligado a apoyarse en la mesa con las dos manos—. Podés ponerla ahí — hago un gesto hacia el lado izquierdo de la mesa mientras le abro las piernas de un empujón—. ¿Ves? Ahí hay espacio de sobra. Puedo inclinarte así acá y darte desde atrás. Mientras te quedes quieto y lo tomes como una buen chico, la lámpara estará bien —una risita suave y sexy inunda el pasillo, subiendo desde el suelo hasta el techo—. De hecho, ¿sabes lo que creo que deberías hacer? — mueve la cabeza inocentemente—. Creo que deberías comprar un espejo para colgarlo sobre la mesa. Uno grande y arqueado. ¿Querés saber por qué?

—Uh-huh.

—Para que la próxima vez que te coja en este pasillo, te veas obligado a ver cómo tomas lo que te doy.

Se retuerce de mi agarre, riéndose y jalándome para darme un beso.

—Trato hecho.

Mierda. Ojalá Brown no tuviera que ser tan divertido.

 


Fue un día raro. Un día largo y raro. Tenía una larga lista de cosas que necesitaba hacer, y no hice ninguna de ellas. Todo mi día se descarriló por culpa de Brown. Y no por la mamada salvaje que nos dimos en el suelo de la cocina, sino por el cristal de la ventanilla del lado del conductor de mi auto, de todas las cosas.

Para cuando Brown finalmente me liberó de sus garras esta mañana y me dejó ir, estaba lloviendo de nuevo. El parabrisas y las ventanillas se empañaron en cuanto encendí el motor y se activó la calefacción. Eso en sí no es un problema. Es completamente normal para esta época del año y este tipo de clima.

El problema fue que, al salir de su entrada, miré a la izquierda y a la derecha para comprobar si había tráfico y, cuando lo hice, alcancé a ver claramente el contorno de un corazón dibujado a mano. Un contorno rudimentario, dibujado con el dedo, invisible salvo cuando el auto se empaña.

Ahora es invisible. Mi auto está en el garaje, y el clima mejoro, así que está oculto a la vista. Pero sé que está ahí, y sé que Brown es quien lo dibujó. Debe haberlo hecho cuando movió mi coche a su garaje anoche. Nadie más tuvo acceso a mi auto.

Sabía que lo vería. Pretendía que lo viera. Quería que lo viera. Pasé todo el día intentando no pensar en eso.

Cuando fallé allí, me pasé un buen rato intentando luchar contra el impulso idiota y desenfrenado de sonreír por eso.

Es una boludes, pero es mejor que permitirme pensar en lo que me dijo anoche antes de irse a dormir, eso es malditamente seguro.

Ahora está oscuro. Se hizo de noche y estoy en mi salón, intentando no pensar en corazones dibujados en cristales y palabras susurradas en la oscuridad. Es tarde, estoy cansado y cada vez me cuesta más no pensar en nada.

Para distraerme, busco en su perfil de TikTok y hago todo lo que puedo para juzgarlo, y cuando ni siquiera eso funciona, abro la aplicación de la bóveda y vuelvo a ver las fotos que me envió. Su cara. Su culo. Su cintura de puta y su bonita pija.

Maldita sea, es ardiente.

Los pequeños relojes de cuenta regresiva que hay junto a las dos fotos me hacen saber que su tiempo está a punto de acabar. Van a expirar y ser borradas de la aplicación en exactamente ocho minutos.

Siete.

Seis.

Cinco.

Cuatro.

Tres.

Dos.

Las miro de nuevo. Cara. Culo. Cara. Culo.

Me advierto enérgicamente que no lo haga. No creas que no. Sé perfectamente que si lo hago, la aplicación le enviará una notificación. Sé eso. Está claramente especificado en sus términos y condiciones. Es sólo que estoy tan jodidamente alterado por la falta de sueño y demasiado chocolate, demasiados besos matutinos, y el hecho de que pasaron más de diez horas desde que lo vi.

Cincuenta y cuatro segundos.

Cara. Culo.

Treinta y un segundos.

Cara. Culo. Cara.

Siete segundos.

Tres.

Dos.

La puta madre. ¿Qué carajo está mal conmigo?

Bajo la vista hacia el teléfono y miro la captura de pantalla que acabo de hacer, conmocionado y consternado. Dejo caer la cabeza sobre mi mano, presionando mi cara hacia abajo de modo que mis cejas se levantan y mis ojos se abren. Necesito ver esto. Me lo merezco de todo corazón. Me lo merezco y más.

Brown no me hace esperar mucho. Sabía que no lo haría. Él no está hecho de esa manera. Mi teléfono suena y aparece un mensaje suyo. Por supuesto, me reenvío la alerta que le envió la aplicación de la bóveda informándole de que soy un pervertido que hace capturas de pantalla de fotos que se supone que son temporales. Fotos destinadas a desaparecer en el éter.

"Aw, bebé. Eso es tan dulce."

Me encojo todo lo que puedo y me apoyo en el brazo del sofá antes de leer el siguiente mensaje.

"Estaba seguro de que guardarías la de mi culo"

Uff

Estoy tan avergonzado. Tan avergonzado que lo siento en oleadas. Olas calientes primero, luego frías que me hacen sentir tembloroso.

Escribo en un intento de distraerlo. O de distraerme a mí.

"Envía más fotos"

"¿Cara o culo?"

"Culo"

Escribo rápido y pulso enviar antes de que pueda cambiar de opinión. O hacer algo estúpido como pedirle lo que realmente quiero: una foto de su cara bonita, toda adormilada y aplastada contra su almohada.


Duermo mal. En parte porque se me ocurrió en la madrugada que la razón por la que quiero una foto de la cara somnolienta y aplastada de Brown es porque así es como se ve cuando está feliz y acurrucado a mi lado, abrazándome sin mi consentimiento justo antes de quedarnos dormidos en los brazos del otro.

Me entra un pánico ciego y sé que sólo hay una persona que pueda tratar conmigo cuando estoy así. Hago la llamada y veo su nombre iluminarse en mi pantalla. Dejo que suene eternamente. Ella contesta uno o dos timbres antes de que se corte la llamada.

Hola, cretino —dice como si hubieran pasado días, no años, desde la última vez que hablamos. Escucho su voz en mi mandíbula y mi garganta, en lugares que recuerdan nuestra historia compartida y lo mucho que la he echado de menos—. ¿Estás ahí?

Hago que mis labios y mi lengua se muevan.

—Sí, estoy. Estoy acá.

Hay una pausa, una calma que me hace pensar que ella podría estar oyendo mi voz de la misma manera.

Suenas como si estuvieras llorando.

—No estoy llorando. Es sólo que hace mucho tiempo que no me llaman cretino.

Se le escapa una risa. Algunos oirían el sonido y lo confundirían con la risa de un villano. Yo lo escucho y siento como si me hubiera transportado atrás en el tiempo.

—Oh, querido —dice ella—, eso sí que no te creo.

Yo también empiezo a reírme y hablamos como si no hubiera pasado el tiempo. No pierde el ritmo, se lanza a contarme sobre un imbécil llamado Sebastian con el que trabaja.

—¿Sabes cuando dicen “¿Alguien tiene alguna pregunta?” al final de una reunión?

—Ajá —digo, metiéndome un cojín bajo la cabeza y tirando de una manta para acurrucarme en el sofá.

Se sabe que no es una pregunta, ¿verdad? Es una señal social para indicar el final de una reunión, ¿no?

—Síp, todo el mundo lo sabe.

—¿Quieres saber quién no?

—¿El puto Sebastian? Supongo.

—El puto Sebastian es la respuesta correcta.

Nos turnamos para hablar, riéndonos como hienas rabiosas cuando el otro dice algo inapropiado o que puede llevarnos a la cárcel si nuestra conversación se filtra.

—Lamento no haberte llamado más —digo cuando la conversación finalmente se apaga.

No pasa nada, cretino. Yo tampoco llamé.

—Quería llamar. Te extrañé mucho. Es sólo que...

—...cuanto más tiempo pasaba, ¿más difícil era tomar el teléfono?

—Sí, así fue.

Suspira y suelta una larga exhalación por la línea.

—Creo que esto es lo que les pasa a las amistades cuando las dos personas son tontas que odian hablar por teléfono —le doy a eso la risa que se merece, y añade—: Yo también te extrañé. Pensé mucho en llamarte. Hace un tiempo, estuve a punto de hacerlo. Vi una foto tuya y...

—Déjame adivinar... ¿viste la foto de Brown y yo? ¿En la que yo me veía bien y él parecía trastornado?

La risa que suelta esta vez sólo puede describirse como pura maldad.

Incluso para mis estándares.

Te veías tan bien.

—Gracias.

Honestamente, casi ni parecías homicida.

—Gracias, Angie.

En serio, si no te conociera de nada y te encontrara en un callejón desierto una noche oscura, y te vieras así, sólo estaría un poco asustada.

Los dos nos quedamos callados un rato, contentos de escucharnos respirar. Sin embargo, sé que hay una pregunta viniendo hacia mí, y sé cuál es.

¿Por qué llamas ahora?

Respondo sin esperar a que me lo pregunte.

—Hay un chico, Angie.

—¡Oh, mierda! —la escucho moverse, probablemente sacando las piernas de debajo de sí misma para ponerse en una posición más erguida—. Mejor que no sea un tipo amenazando con sacarte del armario otra vez, Spreen. Lo juro por Dios, si es así, haré llover el infierno...

—No es eso —respiro hondo y suelto el aire lentamente—. Es peor.

Mucho peor.

Angie me conoce desde que éramos adolescentes. Fue la primera persona con la que salí del armario y sabe mejor que nadie lo mucho que me jode que la gente se interese demasiado por cosas como con quién me gusta coger. Se queda callada dos o tres segundos mientras se estruja la cabeza intentando pensar en algo que pueda ser peor que querer forzarte a salir del armario.

Cuando no se le ocurre nada, me quedo en silencio con ella, apretando el teléfono con fuerza contra mi oreja hasta que sé que tendré una ligera marca en la mejilla cuando cuelgue.

Y entonces susurro:

—Creo que me gusta.

Su jadeo es audible. Sé que si estuviera sentada a su lado ahora, sus ojos oscuros serían enormes y su boca se movería en dos direcciones diferentes: asombro y diversión.

Pero, pero, ¿sabe él que no tienes relaciones?

—Sí, se lo dije.

¿Qué dijo?

—Dijo: “Ya lo veremos”.

—¡No!

—Si, y cuando le dije que deberíamos mantener las cosas casuales, dijo que si no lo abrazaba, tendría que dormir en el lugar mojado, y, y, cuando tuve que llevarlo de compras porque perdí una apues... ¿Sabes qué? La razón no es importante. Cuando tuve que llevarlo a algún lado, le dije explícitamente que no era una cita, y él dijo que lo era, y creo que podría haber tenido razón.

Dios mío, cretino.

—Se —resoplo, compadeciéndome totalmente de mí mismo y dispuesto a revolcarme en la potente simpatía de mi mejor amiga. Una clase de simpatía que normalmente implica amenazar con matar a alguien en mi nombre.

Angie silba largo y bajo. El sonido resuena mientras mueve la cabeza de un lado a otro.

Él suena completamente imposible.

—Oh —coincido con desgana—, lo es completamente —por desgracia para mí, Angie es una de esas personas que consideran que “imposible” es la forma más elevada de halago, así que no me siento especialmente animado por el uso que hace de la palabra—. ¿Queres saber lo peor?

Sabes que sí.

—Estuvo en mi auto ayer, y cuando salí de su casa esta mañana, encendí el motor y todo se empañó, y, y él había dibujado este pequeño corazón en mi ventana.

Angie está atónita. Está completamente sorprendida por lo que acabo de decir. O eso, o se está riendo tan fuerte que no puede emitir ningún sonido.

No sé ni por dónde empezar —dice cuando puede—. Digo, tenemos el hecho de que te quedaste a dormir, el hecho de que lo dejaste entrar en tu auto, y ahora me estás diciendo que lo dejas dibujar corazones en tus putas ventanas... siento como si ya no te conociera.

—Sigue sin ser lo peor —me lamento.

—¿Hay más? ¡Spreen! Deberías haberme avisado que esta sería una conversación que necesitaría vino.

Se hace el silencio durante un rato mientras me doy ánimos, preparándome para la inexplicable estupidez de lo que estoy a punto de decir.

—Seguís ahí, Angie. El corazón. Sigue en mi puta ventana —gimo de vergüenza—. No lo limpié.


Roier Brown está de un humor extraño. Me estuvo enviando mensajes sin cesar hoy. El hecho de que no es mi novio paso de largo por su cabeza. Los mensajes empezaron antes de que saliera de la cama esta mañana y no cesaron. Me mandó mensajes en el aeropuerto. En el avión. En el autobús. En el vestíbulo. Sus mensajes empezaron dulces, tan dulces que me hacían sudar el culo, pero se volvieron más sucios con cada hora que pasaba, dejándome sin más opción que ser arrastrado por un frenesí.

Estamos en una habitación de hotel en Dallas. Es una habitación sosa y aburrida, con una vista aún más sosa y aburrida.

Esa es la vista por la ventana, por cierto.

La vista en la habitación está lejos de ser aburrida, y está lejos de ser poco interesante.

Los ojos de Roier brillan, oscuros de deseo. Su pija está dura como una roca, y está haciendo que sea mi problema. Me mira fijamente, empujándome y tirando de mí al mismo tiempo. La puerta está cerrada. Estamos solos, y él ya se quito la camisa y está de pie en medio de la habitación, con el torso desnudo, justo fuera de mi alcance. Me hizo mirar mientras se bajaba la bragueta, alejándose de mí cuando me acerqué a él. Y ahora me hace mirar mientras mete los dedos bajo la cinturilla. Se mueven por debajo de la tela de mezclilla, un lento barrido de izquierda a derecha que hace que su cabeza se incline hacia atrás y sus párpados se deslicen hasta quedar medio cerrados.

Cuando saca la mano de sus pantalones, es para enseñarme lo que encontro: un hilo plateado de presemen con mi nombre escrito en él.

Me vuelve loco.

—No seas tan puta, Brown —Quiero que suene como una orden, pero sale más bien como una súplica. Por favor, no, me ruega algo muy dentro de mí. No me hagas perder el control. Mi voz se quiebra cuando hablo, entrecortándose de una forma que ya me resulta familiar y deja que el peor de mis alter egos se eleve y llene los pequeños espacios creados por la fractura. En todo caso, mi tono hace lo contrario de desanimarlo. Se lleva los dedos a la boca, los examina pensativamente y los lame antes de volver a bajar hacia su cintura. Me excita tanto que mi visión se estrecha, convirtiéndose en un túnel hasta que Roier Brown es lo único que puedo ver. Sus movimientos son lentos y deliberados. Considerados. Diseñados para provocar una reacción—. Pará ahora mismo —le advierto mientras siento que mi humanidad se resbala.

—¿O qué? —No es tanto una sonrisa como un pecado envuelto en un hermoso lazo.

—Te lo advierto, princesa, compórtate o te arrancaré la ropa y te castigaré.

—¿Cómo?

Carajo, ¿dónde está el instinto de supervivencia de este hombre?

— Te tiraré sobre la cama. Con fuerza. Te haré caer tan duro que rebotarás. Boca abajo, culo arriba... —Cuando mi amenaza no consigue nada parecido a una reacción negativa, redoblo la apuesta—. Te sujetaré y te pondré una manta en la cabeza para no verte la cara. Tiraré de ella hacia abajo para cubrirte la espalda y usaré otra para cubrirte las piernas. La única parte de vos que dejaré al aire será ese culo de melocotón... —Respiro hondo para centrarme. No sirve de nada—. Y cuando te haya azotado, mordido y comido todo lo que quiera... — Hay otro cambio en mí. Un cambio oscuro. El último cambio. El cambio que me lleva de hombre a bestia—. Lo usaré como un Fleshlight. Me lo cogere y lo llenaré de semen, luego me daré la vuelta y me dormiré, y no seré yo quien duerma en la mancha húmeda.

Levanta las cejas todo lo que puede. Si lo que busca es indignación mojigata, hace un pobre trabajo.

—Una pregunta rápida —dice mientras lucho por recuperar el aliento—. ¿Dónde firmo para hacer el trato?

Ya está. Doy dos pasos rápidos hacia él y hago exactamente lo que prometí. Sus jeans y sus calcetines están amontonados en el suelo en cuestión de segundos y sus calzoncillos están en mis manos, destrozados por las costuras.

Se da la vuelta como si pretendiera alejarse de mí. Está jugando. Yo no. Es rápido, pero por una vez, yo soy más rápido. Lo agarro por detrás y lo arrastro hasta la cama, levantándolo y tirándolo sobre el colchón. Se ríe al aterrizar.

Arranco la colcha de mi cama y la lanzo bruscamente sobre su cabeza y espalda, como dije que lo haría. También quito la sábana que está encima y cubro sus piernas con ella, subiéndola justo debajo de la curva de su culo. Me tomo mi tiempo para colocarlo como quiero, alisando la sábana sobre él hasta que queda cubierto desde su grieta hasta la punta de su cabeza, y desde la curvatura de su culo hasta la punta de sus pies.

Lo único visible son los dos montículos de su culo absolutamente legendario. Verlo así me pone tembloroso. Para mí, la idea de exhibir a un hombre así para mi uso es un placer culpable con el que me masturbe desde que tengo uso de razón. Me encanta la idea.

Lo incorrecto. Lo correcto.

Nadie más que Brown se ha metido tan profundamente bajo mi cabeza como para provocarme a hacerlo.

Me dejo caer sobre mi vientre, arrastrándome como un leopardo por la cama hasta quedar perfectamente encajado en la V entre sus piernas, con mi rostro a escasos centímetros de su piel desnuda.

—Qué bonito juguete —Mi voz es la de un extraño desquiciado. Bajo las mantas, una suave risita me anima—. Es mi juguete, ¿verdad? De nadie más. Sólo mío... porque no me gusta compartir mis cosas.

—Tuyo —dice Brown con una risita sexy que hace temblar sus nalgas.

—Los juguetes no pueden hablar —digo, levantándome sobre un codo y dándole una fuerte palmada en la nalga derecha. El golpe cae y reverbera, sacudiendo los globos de su culo como una gelatina.

Admito que mi función cognitiva está gravemente reducida, y quizá por eso me fascina tanto la forma en que su carne se mueve ante mi persuasión. Tan fascinado que me veo obligado a abofetearlo de nuevo. Y otra vez. Cada vez él chilla y se ríe, y juro por Dios que hay toda una parte de mi cerebro diseñada con el único propósito de encenderse cuando Roier Brown hace ese sonido feliz.

Le doy otro golpe y sacudo su culo con ambas manos, aullando estruendosamente cuando tiembla. Aprieto sus nalgas, grandes y carnosas, que rápidamente se vuelven rosadas.

Me gusta.

Me gusta ver mi marca en él.

Me gusta tanto que le hago otra marca, y esta vez se la hago con mis dientes. Le doy una en cada mejilla, observando cómo la huella de mis caninos e incisivos deja una marca roja moteada en su piel. Una vez sobre él, acaricio suavemente su contorno.

Luego lo beso.

Luego lo lamo.

Y de repente, estoy besando y lamiendo cualquier parte de él con la que pueda entrar en contacto. Lo separo y lamo su abertura. Beso su culo como si fuera una boca. Vierto lubricante por todas partes y le meto mis dedos mientras lo beso, lo abofeteo y lo muerdo una y otra vez.

Gime por mis atenciones, pero no deja de reírse mientras todo el tiempo lo estoy trabajando, todo el puto tiempo. Es eso, la risita suave y ronca que me llega desde lo más profundo de las sábanas, lo que me deshace.

Por mucho que me guste lo que estoy haciendo, por mucho que sea algo que siempre quise hacer, para mi sorpresa, descubro que hay algo que deseo más.

Retiro las sábanas y jadeo al verlo: El hermoso rostro de Roier Brown. Está sonrojado y despeinado, aplastado contra el colchón. Tiene finas arrugas en la mejilla. Sus dientes son blancos como la nieve. Grandes y completamente expuestos. Sonríe tanto que sus ojos sólo están abiertos una rendija.

—¿Qué pasó con lo de usarme como un Fleshlight? —pregunta, parpadeando por la sorpresa de la repentina avalancha de luz.

Le doy un golpecito firme en la parte exterior del muslo para que se mueva. Ocupo el espacio que dejo libre, acostándome boca arriba y lubricando mi palpitante erección.

—La próxima vez —prometo—. La próxima vez te usaré como un Fleshlight. Ahora, quiero que te sentés encima mio y me montes como la princesa que sos.

No necesito decírselo dos veces.

 

 

Chapter 21: Roier

Chapter Text

Estoy lleno.

Estoy tan lleno.

Eso es todo lo que puedo sentir. Un abultado estiramiento, un tirón profundo dentro de mí. Tengo una verga enorme metida en el culo, y lo único que sé con certeza es que no quiero que pare.

Spreen se mueve, empujando lenta y profundamente. Está apoyado en el cabecero y yo estoy sentado a horcajadas sobre él. Tengo las manos alrededor de su cuello, los dedos anudados en su cabello, y me estoy moviendo con él.

Empezó frenético, pero se ha ralentizado. Ahora estoy moviendo mis caderas en círculos en lugar de subir y bajar. Cada vez que lo hago, lo siento más que la última vez. Una ráfaga de presión. Un calor delicioso y un suave ardor. La curva de su pene sigue golpeando mi punto, enviando largos y sostenidos rayos de placer por mi culo.

Se siente tan bien que no sé cuánto tiempo más podré aguantar. Quiero rendirme. Quiero lanzarme al abismo. A la oscuridad que me hace olvidar mi propio nombre. Pero no lo hago. No puedo porque los ojos de Spreen están abiertos, anclándome a este mundo, y no puedo apartar la mirada.

Me quedo así, con él, mirándolo a los ojos hasta que gime:

—¿Estás cerca?

Le respondo echándome hacia atrás, apoyando las manos en sus rodillas y arqueando la espalda. Toma mi pene con una mano y la rodea con fuerza. No la mueve demasiado, sino que deja que el movimiento de mis propias caderas sea la fuente de mi tortura. Mi tormento. Mi placer sin fin.

—Cerca —jadeo, inclinándome hacia delante para poder besarlo y susurrarle los secretos de mi orgasmo en su boca abierta.

Me deja.

No sólo eso, sino que, cuando empieza a sacudirse y a temblar y a vaciarse dentro de mí, me susurra sus propios secretos.

Es la primera vez que me corro con los ojos abiertos. Sus ojos también permanecen abiertos. Los orbes oscuros cobran vida propia, las galaxias se forman y se expanden, y en lo más profundo y oscuro de él, veo algo. Un plan. Un mapa rudimentario. Un esquema claro del resto de mi vida.

Ninguno de los dos se mueve hasta que él se ha ablandado y salido de mí, y ninguno de los dos habla, ni siquiera yo.

Yacemos en un montón, una maraña de brazos y piernas, y cuando empezamos a sentir calambres por lo incómodo de nuestra posición, él se pone de lado y luego boca abajo, estirando las piernas para liberar un espasmo en una de sus pantorrillas.

Me acuesto a su lado y admiro la vasta extensión colorida de su piel. Es preciosa. Inesperada y extrañamente hermosa, como él. Trazo suavemente las líneas de sus tatuajes. Me tomo mi tiempo con las rosas, siguiendo las complejidades de cada pétalo con la yema del dedo. Me fijo en cada detalle. Cada color. Cada sombra de negro. Cada protuberancia de su columna vertebral.

—Me encanta este —digo, besando la cara de la golondrina en su hombro izquierdo—. Y este —Beso cada rosa, una por una—. Y este también—Esta vez es la víbora que rodea su columna y, en lugar de besarla, trazo el contorno con la punta de mi lengua—. Siempre quise un tatuaje —digo con aire soñador, sin esperar realmente una respuesta.

—¿De verdad? ¿Entonces por qué nunca te hiciste uno?

—No lo sé. Probablemente porque nunca fui capaz de pensar en algo que sepa que amaría para siempre.

—Mm —murmura. No es tanto un acuerdo, sino más bien un reconocimiento de lo que dije. Por lo que puedo ver de su rostro, parece que el sueño casi lo alcanzó.

Tiro de su hombro, poniéndolo de lado y fundiendo mi cuerpo con el suyo. Por una vez, yo soy la cuchara grande y él es la pequeña. Para mi sorpresa, no se resiste en absoluto. Se limita a suspirar con fingida exasperación.

Sé que el sueño está llamándome, pero no quiero que se acabe este momento.

—¿Crees que te harás más tatuajes? —pregunto antes de que se rompa el hechizo que lo volvio somnoliento y complaciente.

—No lo sé. Creo que la pieza en mi espalda está terminada. No creo que falte nada.

Bueno.

—Oh, no hay manera de que esté terminada. Acabo de realizar una investigación exhaustiva, y claramente falta algo —digo, poniendo mi mano alrededor de su pecho y curvando mis dedos en la carne, abrazándolo tan fuerte que escucho cómo se ajusta su caja torácica—. Hay una omisión evidente.

—Mm-hmm, ¿y cuál es?

Beso su cuello, su hombro y su cuello otra vez.

—Las palabras Propiedad de Roier Brown.

Exhala las palabras—: Oh, dios —suavemente y luego dice—. Dormi, princesa. Estás delirando.

—De acuerdo —digo complacido—, me iré a dormir. Pero sólo si haces algo por mí.

Vuelve a gemir, más fuerte y más largo que antes.

—¿Qué querés y cuánto me va a costar?

Lo agarro con más fuerza y enrosco las piernas para que no quede ni un centímetro de espacio entre nosotros.

—Dime que eres feliz.

Se queda inmóvil entre mis brazos, sin mover un sólo músculo salvo el suave subir y bajar de su pecho. Está en silencio durante tanto tiempo que creo que se quedo dormido.

Cuando habla, su voz es tan suave y lejana que casi creo que estoy imaginando cosas.

—Soy feliz, Roier.

 


Estamos jugando una serie de partidos fuera de casa esta semana, moviéndonos de ciudad en ciudad. De habitación de hotel en habitación de hotel.

Cogemos y cogemos y cogemos. Y ganamos y ganamos y ganamos.

Nos convertimos en una fuerza imparable, y los aficionados y los medios de comunicación empezaron a prestarnos atención. Nuestros nombres aparecen en todas las noticias. No puedes abrir una página de deportes sin ser bombardeado por nuestras caras. Los titulares están por todas partes.

El equipo soñado.

Un partido hecho en el cielo.

Y mi favorito personal: Brown y Buhaje - Poesía sobre hielo.

Estamos en Minnesota, jugando contra los Wild Dogs. Es nuestro último partido antes de volver a casa, y estoy listo para un día de descanso. Los Dogs nunca fueron mi equipo favorito para jugar, así que no puedo decir que esté ansioso porque llegue el partido. Estoy a favor de jugar duro, pero este equipo tiene una forma de llevarlo demasiado lejos.

Me siento extraño antes del partido. Hay un escalofrío en mis huesos que me cuesta quitarme de encima, incluso cuando mi papá me envía una foto de mi salón con los nuevos sofás. Los recibió por mí esta mañana y me aseguro que se ven geniales. Para ayudar a combatir el escalofrío en mis huesos, le envío algunas fotos a Spreen con stickers de nuestras caras pegadas por todos los sofás.

Estamos en el vestuario preparándonos para el partido cuando se las envío. Él rebusca en su bolso en cuanto vibra su teléfono y sonríe al ver mi nombre en la pantalla.

Borra rápidamente la sonrisa de su cara y la sustituye por un ceño fruncido, pero aun así, lo veo. Vuelve a sonreír cuando abre el mensaje. Intenta no hacerlo, pero no puede evitarlo.

Me encanto verlo así.

El juego es más o menos lo que estaba esperando. Es un ataque brutal desde el segundo en que cae el disco. Es una batalla física y mental implacable, y cada vez que pongo el patín sobre el hielo, el escalofrío que sentí antes se extiende a una parte diferente de mi cuerpo.

Todo el plan de juego de los Dogs parece consistir en neutralizar la amenaza que representamos Buhaje y yo sacándome por completo del juego. Hay jugadores sobre mí. Me golpean desde todos los ángulos. Hago todo lo que puedo para que no me afecte, pero para el tercer periodo estoy tan exhausto que apenas puedo tragar. Estoy flaqueando mucho. Recibí más golpes que nunca en un solo partido. Los jugadores y los aficionados de los Vipers le gritan al árbitro que abra los ojos. El entrenador golpea el tablero con los puños, con los ojos desorbitados de furia.

Cada vez que busco a Spreen y lo encuentro entre la masa de cuerpos que me rodean, mantiene el contacto visual conmigo durante un segundo y luego se da un golpecito con el pulgar por debajo del mentón, levantándolo ligeramente.

Ánimo.

Sucede lenta y rápidamente. Tengo a los dos defensas encima. Un ala también, y se acerca un central. Hay camisetas verdes por todas partes, un mar de ellas a mi alrededor. Me estoy ahogando en ellas. Hay jugadores, hombros y palos viniendo hacia mí.

Están jugando contra el hombre, no contra el disco, y no intentan ocultarlo.

—¡Palo alto! —grita Spreen.

Escucho su voz. Viene hacia mí y aterriza mientras un palo de fibra de carbono se balancea en un arco casi elegante. Hay un suave silbido mientras vuela por el aire. Entonces hay una pausa. Una pausa tranquila en la que veo todo lo que me rodea moverse a cámara lenta—el hielo, el gancho del palo, la cara del hombre que lo balancea—todo parece suceder lentamente, pero no soy capaz de moverme lo suficientemente rápido para apartarme.

El palo hace contacto justo debajo de mi barbilla. Impacta con un golpe sordo que lanza mi cabeza hacia atrás.

No lo siento, pero el mundo a mi alrededor se vuelve negro.

 

 


Parpadeo, y una bruma de color comienza a enfocarse lentamente. Un par de ojos oscuros se clavan en los míos, grandes y salvajes, y una mano pesada descansa sobre mi pecho. Miro a mi alrededor y veo un mar de camisetas verdes. Estoy rodeado de jugadores rivales. Sigo en el hielo. No estuve mucho tiempo fuera.

Spreen es la primera persona de nuestro equipo que llega hasta mí.

—¡Roier! —grita una y otra vez hasta que logro concentrarme en él. Sujeta mi casco firmemente con ambas manos y me inmoviliza de manera segura para que no intente moverme—. ¿Estás bien, bebé?

En segundos, hay árbitros, paramédicos y Vipers a mi alrededor.

—Denle algo de espacio —dice Rubius mientras él y Juan empujan a los jugadores hacia atrás. Spreen no mueve un músculo.

—Estoy bien —digo—. Deja que me levante.

—Ni se te ocurra —advierte Spreen, un sentimiento del que hacen eco inmediatamente al menos dos paramédicos.

—¡Dije que estoy bien! —digo mientras me aseguran en una camilla y nuevamente cuando me sacan del hielo.

Bueno, eso fue un espectáculo de mierda. Pase horas en la sala de urgencias, y realizaron todas las pruebas posibles que se les ocurrieron, y, por supuesto, tenía razón. Estoy bien.

Como les dije que estaba.

Llevo casi veinte años jugando al hockey. Créeme, reconozco una conmoción cerebral leve cuando siento una.

Apenas pude subir al avión. Lo juro por Dios, si hubiera perdido nuestro vuelo, habría estado devastado.

Juan y Rubius están sentados al otro lado del pasillo y Etoiles está sentado a mi lado. Todos me observan como un halcón, poniéndose en pie de un salto si intento sacar algo del compartimento superior.

—Sí, entrenador —digo una vez que aterrizamos en Seattle—, tengo que ir a un lugar, y no, no voy a estar solo. Voy a pasar la noche en casa de mis padres. Y sí, no voy a conducir yo. Rubius me llevará a casa. Mis padres me estarán esperando.

No es la primera vez que lo digo. Más bien la décima.

Sé que sólo están intentando cuidar de mí, pero odio este tipo de atención y, sinceramente, estoy completamente bien. Apenas tengo dolor de cabeza.

Lo único que quiero es llegar a casa, acostarme en mi nuevo sofá y ver el final del partido en paz y tranquilidad sin que ni una sola persona me pregunte si estoy bien o me diga que no haga algo.

El timbre suena. Es un sonido fuerte y estridente que me recuerda que he estado pensando en cambiar el timbre por uno que no suene como gaitas mal tocadas.

Lo ignoro. Estoy exactamente donde quiero estar y donde necesito estar: en mi sofá, enterrado bajo una manta mullida y con una bolsa de hielo en la frente. No me voy a mover por ningún motivo, y se acabó.

Vuelve a sonar. Y otra vez.

Maldigo y me levanto usando mi torso, estremeciéndome cuando mis costillas me recuerdan que fui tratado como un saco de boxeo humano más temprano hoy. Golpeo el suelo con los pies mientras camino, arrastrando la manta conmigo.

Abro la puerta de un tirón y doy un rápido paso atrás.

No estoy seguro de a quién esperaba, pero si lo hubiera pensado mucho, Juan habría sido mi principal sospechoso. O quizá incluso el entrenador, por la forma en que se ha comportado esta noche.

No es ninguno de ellos.

Es Spreen. Está en mi puerta, con una expresión sombría y finas líneas de acusación dibujadas en los bordes.

—¿Qué estás haciendo acá? —exige.

—V-vivo aquí.

Me agarra por los hombros, me mueve suavemente hacia un lado y se da permiso para entrar, dejando una bolsa de viaje en el suelo.

—Te escuché decirle al entrenador que ibas a ver a tus padres, pero yo sabía, sabía que no ibas a hacerlo. Estabas poniendo esa cara que siempre haces cuando estás a punto de hacer una idiotes.

—Estoy bien —me quejo.

—Dejate de joder. Ahora pone tu culo en el sofá y no te muevas a menos que yo lo diga.

—Estaba en el puto sofá antes de que llamaras al puto timbre —refunfuño mientras vuelvo al salón. Estoy molesto y descontento porque están dándome órdenes. También estoy sonriendo tanto que me veo obligado a levantar la manta para ocultar la mitad inferior de mi cara.

Spreen ordena comida demasiado saludable, rica en proteínas y verduras, de un restaurante que sólo utiliza productos ecológicos. Cuando llega, me lo sirve con un gran vaso de agua y monitorea mi ingesta de alimentos y líquidos con sombría determinación.

Me hace desbloquear el teléfono y enviarle un mensaje al equipo diciéndoles que tengo que posponer la cena de mañana por la noche. Discutiría, pero tengo la sensación de que si no lo hago voluntariamente, confiscará mi teléfono y lo hará por mí.

Me deja ver el partido hasta el momento en que recibo el último golpe y entonces apaga la televisión.

—¡Eh! Quiero ver el final del partido, culero —grito—. Por eso lo estaba viendo.

Cae en oídos sordos. Me lleva a la cama y me mira mientras me cepillo los dientes, de la misma manera en que me observó comerme mi cena.

—A la cama —me dice, señalándome con un dedo grueso—. Nada de discusiones ni cosas raras. Y ponete unos pantalones.

—¿Nada de cosas raras? ¿Quién mierda aceptó eso? —Me quejo, pero, en contra de mi buen juicio, me pongo unos pantalones. Cuando estoy vestido, aparto las sábanas hoscamente y me meto dentro.

Me ignora y se toma su tiempo para prepararse para ir a la cama.

—Si estabas esperando que estuviera dormido para cuando te metieras en la cama, sigue esperando —le digo cuando por fin se desliza bajo las sábanas—. Ni siquiera estoy cansado.

Es una mentira, una mentira piadosa, pero una mentira al fin y al cabo. Me siento como si hubiera sido atropellado por un camión y estoy tan exhausto que me cuesta mantener los ojos abiertos.

Aprieto los dientes contra un bostezo amenazador y me acurruco junto a Spreen, tirando del edredón y arropándolo por los hombros para que esté calentito y el frío no pueda encontrarnos. Acomodo la cabeza entre su cuello y la almohada y dejo que mi mano recorra su pecho.

—Uh-uh —dice cuando me acerco a su ombligo—. Lo decía en serio. Nada de cosas raras, princesa. Recibiste una tonelada de golpes esta noche. Te dieron una paliza. Lo último que necesitas es sufrir más impactos.

—Pero me gusta este tipo de impacto —me quejo—. Este tipo de golpes es bueno para mí. Ayuda a despejar mis senos nasales.

—Tus senos nasales no son el problema —Espero que me regañe más, dado su estado de ánimo hasta ahora, pero no lo hace. Reprime una risa y me rodea con un brazo. Cuando todo está tranquilo y oscuro y los acontecimientos del día empiezan a desvanecerse, me besa suavemente en la frente—. Dormi un poco, bebé —me susurra—. Te revisaré en dos horas.

—Estoy biiiien.

Es lo último que digo antes de desmayarme.

Me despierta a las dos de la madrugada y me hace responder a las preguntas de siempre.

—¿Cómo te llamas? ¿Qué día es hoy? ¿Sabes dónde estás?

—Soy Roier Brown, el mejor ala de los Vipers de la historia. Es sábado por la noche. Quiero decir... la madrugada del domingo. Y estoy en casa, en la cama con mi novio.

Deja pasar lo del “novio”, pero eso es todo lo que puede aceptar.

—El mejor ala izquierda —corrige con firmeza.

Doy vueltas y vueltas en la cama, con demasiado calor y demasiado frío por culpa de los pantalones y al hecho de que Spreen no está dentro de mí. Por mucho que me duela admitirlo, me duele un poco la cabeza y tengo la mente nublada. También estoy de mal humor.

—No deberías haberme despertado, imbécil. Ahora no puedo volver a dormirme.

Se oye un suspiro notable. Un largo susurro de aliento acompañado de una ligera caída en sus hombros.

—Veni —dice, poniéndome boca arriba.

—¿Qué me vas a hacer? —La sonrisa de antes, la que rodea casi toda mi cabeza, volvió.

—Tenes suerte de que ese pedazo de mierda haya intentado decapitarte esta noche, ¿sabes? —resoplo—. Si no lo hubiera hecho, no habría ninguna posibilidad de que hubieras pasado el día sin sentir la palma de mi mano en tu culo. Has sido malo, nena. Muy exigente y ansioso. Estás siendo tan difícil que haces que me esté costando recordar por qué llevamos pantalones.

Hago un sonido feliz e intento rodearlo con los brazos. Me sujeta las muñecas a la cama. Con suavidad. Lo hace tan suavemente que se siente igual que la primera vez que me preparó para el sexo.

Me encanta.

—Cerra los ojos —dice. No quiero, pero él pasa las yemas de sus dedos suavemente por mi rostro, sobre mis ojos, forzándolos a cerrarse por reflejo. Quiero volver a abrirlos, y lo haría, pero sigue besándome la cara, lo que lo dificulta. Me besa las mejillas, luego los párpados, luego los labios, luego los párpados otra vez. Tiene una mano en mi pecho, la palma plana y abierta, cubriendo toda la superficie posible. La mueve en una gran y lenta figura de ocho, calentándome el corazón.

Cuando estoy tan embelesado que no podría abrir los ojos aunque quisiera, se acuesta a mi lado y pasa los dedos suavemente por mi cabello.

Me despierta a las cuatro y de nuevo a las seis. Cada vez me hace las mismas preguntas. A las cuatro le respondo lo mismo que a las dos. A las seis, omito lo de que soy el mejor ala que han tenido los Vipers porque me encanta jodidamente tanto la forma en que reacciona cuando lo llamo mi novio, tanto que no puedo esperar a escucharlo decirlo.

Le gusta cuando lo digo. Sé que le gusta. Lo sé porque su respiración se entrecorta justo antes de que yo diga la palabra y se acelera cuando la escucha.

—Gracias, Spreen —murmuro cuando termina de besarme los párpados y acariciarme el pecho y se acomoda a mi lado para jugar con mi cabello—. Esta es la mejor conmoción cerebral que tuve.

 

 

Chapter 22: Spreen

Chapter Text

Juan corre detrás de mí al final del entrenamiento, igualando cada uno de mis pasos con uno y medio de los suyos para seguirme el ritmo.

—Así que... —dice sin aliento—, escuché que vas a casa de los Brown por Navidad.

—¿Qué? No —Dejo de moverme y me giro para mirarlo—. No voy a ir a casa de los Brown por Navidad. ¿Por qué iba a...? Mira, no. No hay forma en el puto mundo de que yo...

Juan parece saber algo que yo no sé. O eso, o tiene el mismo don que Brown para mirarme de un modo que empieza a manifestar mierda a mi alrededor.

—Bueno, Roier dice que vas a ir, y el Sr. Brown ya ha llenado una media para ti, así que....

Parece claro que en el mundo de Juan, una media de Navidad llena está fácilmente a la par con el cumplimiento de la ley. Una ley totalmente ficticia, obviamente, pero que parece dictar mis idas y venidas el veinticinco de diciembre.

Me preocupa mucho el asunto, pero es difícil concentrar toda mi angustia en eso porque Juan no para de jodidamente hablar.

—En fin, me alegro de haberte alcanzado —dice—. Quería hablar contigo antes de Navidad sobre algo importante. Es sobre Ari. La hermana de Roier. Roier no lo sabe, pero tengo un pequeño enamoramiento por ella.

—¿Es cierto?

—Sí, yo, eh, bueno, enamoramiento probablemente no es la palabra correcta. Estuve enamorado de ella desde que tenía doce años. Fue cuando la conocí —Sus ojos se ponen tan vidriosos que, si fuera un buen hombre, lo haría a un lado y le diría que se ve estúpido—. Yo estaba en séptimo grado. Un día fui a casa de Roier después del entrenamiento, y allí estaba ella, de pie en el rellano, mirándome. Su cabello estaba suelto, y llevaba este suéter rosa pastel, y...

—¿No es como un gran crimen contra el código de los amigos sentirse atraído por la hermana de tu amigo? Porque estoy bastante seguro de que es un “no-no” bien documentado.

—Bueno, sí, no, lo es, pero... técnicamente, el código de los amigos establece que si conoces a un chico desde hace más de veinticuatro horas, su hermana está prohibida para siempre, a menos que te cases con ella. Así que... está bien, ¿ves? Todo está bien —Una jodida sonrisa tonta y completamente absurda ilumina su rostro, y baja la voz a un susurro conspirador—. Porque me voy a casar con Ari.

—Ajá —Muevo la cabeza pensativamente—. ¿Y qué tiene que decir Ari sobre tus planes? ¿Está de acuerdo?

—No. Aún no lo sabe. Es... una sorpresa.

—En ese caso, espero que le gusten las sorpresas  —Le doy otra mirada. Sigue hablando un poco más rápido de lo normal y sus cejas están levantadas en dos arcos altos. Parece nervioso—. De todos modos, ¿por qué me estás contando todo esto?

—Porque, bueno, esta es la cuestión, Buhaje. Sé que nunca hemos sido muy unidos, pero somos hermanos. Al menos, creo que lo somos. Y, y, sólo quería que supieras lo que siento por Ari, y quería decirte... por favor, que no te guste. Quiero decir, te puede gustar como persona, es genial, así que ¿por qué no? Obviamente, te puede gustar, pero por favor, que no te guste de gustar.

Es un compromiso que confío en poder hacer sin arrepentirme, así que se lo doy.

—Está bien, no me gustará.

—No, no, tienes que pensarlo seriamente. No puedes sólo decirlo así. Tienes que prepararte de verdad para cuando la conozcas porque te lo juro, Spreen, esa chica, Dios, es hermosa.

Vuelvo a mirar a Juan, esta vez con una abrumadora sensación de lástima.

Y compasión.

Lo siento por él. De verdad.

Nuestros gustos pueden ser diferentes, pero maldita sea, me identifico.

Sé demasiado bien lo que la belleza de los Brown puede hacerle a un hombre.


—¿Perdiste . la cabeza? —Acabo de llegar a la casa de Roier. Estoy aquí sin invitación. Vine directamente luego de la práctica. Me estacioné en la calle, y por una vez, no me preocupa en absoluto. Irrumpo dentro antes de que abra la puerta del todo—. ¿Le dijiste a Juan que iré a casa de tus padres por Navidad? ¿Qué carajo, Brown? ¿Por qué hiciste eso?

Su ceño se frunce en señal de confusión.

—Porque vas a ir. Ya lo hablamos.

Está bien, está bien. Tranquilízate. No entres en pánico. No lo mires directamente.

Sólo explícale la situación con calma.

—Roier —digo, haciendo más grave mi voz para ocultar el terror—, no puedo pasar las Navidades con tu familia.

Baja la mirada hacia el pequeño racimo de uvas verdes que sostiene en una mano y se apoya en el arco de la puerta que da al salón, arrancando tranquilamente una uva del rabito y llevándosela a la boca, masticando pensativamente.

—¿Por qué?

—Ah, ya sabes, unas cien razones.

—Dime una.

No soy un tipo que tenga relaciones. Esta cosa entre se supone que es casual. No soy bueno con los padres o la gente en general. Ambos estamos metidos hasta el cuello en el armario, creo, por nombrar algunas.

—Porque no les caeré bien a tus padres —me escucho decir. Estoy tan sorprendido como él por la confesión—. Fuí un idiota con vos durante años, Roier. No puedo simplemente aparecer en su puerta y actuar como si nada de eso hubiera pasado.

—Oh —Me hace un gesto con su mano libre—. No te preocupes por todo eso. Ya se los explique.

—¿Q-qué les dijiste?

Se mete otra uva en la boca, atrapándola entre sus molares y manteniéndola ahí un segundo antes de morderla por la mitad.

—Les dije que estabas celoso de mi talento. Dije que te sentías amenazado por él, pero que está bien porque te disculpaste y hemos seguido adelante.

Oh, mierda.

—¿Hiciste qué?

—De nada; sólo asegúrate de apegarte a la historia cuando los conozcas.

El terror no es algo que sienta muy a menudo, pero definitivamente lo estoy sintiendo ahora.

—No voy a decir que estaba celoso de vos.

Me mira pensativo.

—Creo que deberías. Te haría bien admitirlo.

Cierro los ojos y hablo despacio y con claridad.

—Preferiría morir a decir que estaba celoso de vos, ¿está bien? Preferiría elegir un traje y un ataúd y morirme.

—Hm —dice, apretando los labios—. Bueno, entonces simplemente esperemos que lo que pasó al final de nuestro último partido haya sido suficiente para que te perdonen —Me congelo, esperando contra toda esperanza haberlo escuchado mal. Pero no. Claro que no. Claro que vio el resto del partido. Es Brown. ¿Cuándo me dejo salirme con la mía? Un calor punzante me sube por el cuello, aplastándome la tráquea y dificultándome la respiración—. Vieron lo que hiciste después de que me hirieran, Spreen, así que te anotaste unos puntos importantes ahí.

Yo también ví el partido. Lo vi una y otra vez, tratando de convencerme de que no fue tan malo. Pero lo fue. Había cámaras por todas partes. Detrás de mí. Delante de mí. Hubo una toma clara de mi cara justo antes de hacerlo. Nunca me había visto así. Tenía mi ojo puesto en el jugador que golpeó a Roier. El número tres verde. Mis ojos estaban negros de rabia, simultáneamente enfocados y sin ver.

Me veía peligroso.

Vi rojo.

Ví todas las reproducciones que pude encontrar de lo que ocurrió. Todas son igual de malas. Tan pronto como el número tres consiguió el disco después de que Roier fuera sacado del hielo, los códigos de ataque fueron lanzados y desplegados. Yo era un misil. Un cohete de furia desenfrenada dirigido directamente al hombre que hirió a Roier.

Implosioné al contacto. Nunca había golpeado a un tipo tan fuerte antes. Chocó contra las tablas. Sus brazos salieron volando hacia los lados y su palo se estrelló contra el hielo en el impacto. Apenas sació mi rabia.

La pelea que estalló fue cataclísmica. Dejé caer mis guantes y me fui a un lugar donde no había estado antes. Un lugar fuera de control. Un lugar donde todo lo que podía ver era a Roier Brown inconsciente sobre una losa blanca. Un lugar donde, por primera vez en mi vida, no contuve mis golpes. Ni siquiera un poco.

Estaba fuera de mí, pero los chicos me cubrieron la espalda. Todos ellos lo hicieron. Todo el equipo se lanzó encima sin dudarlo y comenzó a golpear como si fuera su pelea.

Fue una carnicería.

Pasé el resto del partido en el banquillo.

Lo peor de todo es que no me arrepiento. Ni siquiera un poco. Ni siquiera ahora, sabiendo muy bien que Roier sabe lo que hice. Y por qué lo hice.

Se mete otra uva en la boca, sosteniéndola entre sus dientes delanteros y ofreciéndomela. La tomo, sacándosela de la boca con mi lengua. Tardo mucho más de lo estrictamente necesario en recuperar un solo trozo de fruta de la boca de otra persona.

Me abraza con fuerza mientras mastico y trago, y empieza a besarme el cuello.

—Eso fue muy romántico, Spreen.

—No fue romántico. Fue desquiciado.

Sonríe como un puto idiota. Como alguien que no sabe distinguir entre arriba y abajo. Como alguien tan trastornado como yo.

—Por eso fue tan romántico, bebé.

Me besa de nuevo, su boca tan dulce y cálida que olvido que estoy enojado. Olvido dónde estoy. Olvido todo lo que no sea la sensación, el sabor y el olor de Roier Brown.

—Así que... —dice cuando nos separamos para tomar aire—, ¿alguna vez vas a decirme por qué empezaste a comportarte como un imbécil y a soltar toda esa mierda sobre mí? Porque pensaba que estábamos bien. Cuando nos conocimos en ese campamento de juniors, pensé que nos llevábamos bien. Pensé mucho en eso, y sé que debo haber hecho algo para enfadarte, pero nunca logre averiguar qué fue.

Todavía debo estar borracho por el beso. O por el hecho de que está tan cerca de mí y su cara y sus ojos están tan abiertos. Tan honestos y esperanzados. Tan jodidamente comprensivos.

—Yo era una mierda, ¿está bien? Sigo siendo una mierda, pero puede que lo fuera aún más en ese —No dice nada. Sólo me mira con esos ojos. Un sueño café que derrite los huesos y la materia cerebral. Respiro hondo y me digo que no lo diga, pero es inútil. Ya sé que lo voy a hacer porque este hombre me hace débil. Tan débil que hay una parte de mí que en realidad quiere oírme a mí mismo diciéndole mierda tonta como esta—. No fuiste vos. Era yo. ¿Recuerdas que había reclutadores en ese campamento? ¿El último día? Había tres de ellos allí. Estaban allí para verme.

Entrecierra los ojos y busca el recuerdo. Lo encuentra.

—Lo recuerdo.

—Era la cosa más grande que me había pasado nunca. En ese momento, estaba convencido de que era mi oportunidad. Mi única oportunidad de tener la vida que quería. Y la cage —Me miro los pies y sacudo la cabeza. Incluso ahora, después de todo este tiempo, siento incredulidad cuando pienso en aquel día— . La cagué de forma épica por tu culpa.

—¿Por mí? —Sus ojos se abren con incredulidad—. ¿Qué hice?

—No fue culpa tuya. Ya lo dije. Fui yo. Arruine el partido más importante de mi vida por culpa de un chico del otro equipo —Intento hacer contacto visual, pero no puedo mantenerlo—. Un chico de cabello castaño. Un chico hermoso. Un ala izquierda que se movía como el viento —Su boca se abre y parpadea rápidamente. Todavía hay una pregunta clara en sus ojos. Una gran pregunta. Me estoy muriendo por dentro, pero ya llegue hasta acá, así que más vale que se lo explique—. No podía quitarte los ojos de encima, Roier, y me odiaba por eso.

Pone sus brazos alrededor de mi cuello, dejando que cuelguen flojamente para que haya suficiente espacio entre nosotros y pueda verlo con claridad. O al menos tan claramente como puedo verlo siempre con esa cara y la forma en que la luz rebota en ella.

—Te dije que era una mierda —digo, dejando caer mi cabeza sobre su hombro—. Está bien si estás enfadado. Lo entiendo. Me lo merezco.

—Tal vez me enfadaré más tarde, pero por ahora, no sé... creo que también es un poco romántico.

Me suelta y coloca el último de sus racimos de uvas y un pequeño enredo de tallos en la mesa de entrada. Me dedica una pequeña sonrisa torcida y se quita los pantalones de un tirón.

—¿Qué hacés?

—Quitándome los pantalones —dice mientras da un paso para salir de ellos, encogiéndose de hombros—. Tengo que hacerlo, ¿de qué otra forma vas a meterme la verga?

Aún está usando su camisa, la de cáñamo con cuello en V que se puso para la inauguración de su casa hace un par de meses, pero está sin pantalones. Medio desnudo, medio vestido. Es una combinación de tela y piel que confunde mis sentidos. A la vez letalmente sexy y tan jodidamente adorable que quiero alcanzarlo y apretarlo.

—¿Qué te dije sobre no exponerte a más impactos? Tenés una contusión, Roier. Te dieron de baja por dos semanas. Ayer te golpeaste tan fuerte contra el hielo que tu cerebro literalmente rebotó en tu cráneo hasta que te desmayaste.

—Lo sé, lo sé, pero escúchame.

Me paso los dedos con fuerza por ambos lados de la nariz y me seco el sudor de la frente. Ya lo conozco lo suficiente como para saber que nada de lo que diga le impedirá decir lo que quiere decir.

—¿Qué tal si me llevas arriba y me colocas sobre una montaña de almohadas? Podemos acomodarlas a mi alrededor como un trono. Me acostaré boca arriba con las piernas abiertas y no moveré ni un músculo. Lo juro. Simplemente me acostaré y tomaré lo que me des. Sin ningún impacto.

—Absolutamente no —digo—. Nada de sexo durante al menos cuarenta y ocho horas.

—¿Pooor qué no?

—Ya sabes por qué no, el aumento en la presión arterial es el por qué no.

—¿Entonces qué tal una siesta con muchos abrazos?

—Dios mío —murmuro mientras lo sigo escaleras arriba.

 

 

 

Chapter 23: Spreen

Chapter Text

Esto es un error. Cuanto más tiempo me quedo parado en la puerta principal de los Brown sin tocar el timbre, más claro lo tengo. Es Nochebuena. Pasaron cinco días desde que Roier sufrió una conmoción cerebral y cuatro desde que me dijo que no tenía por qué pasar las Navidades con su familia si no quería.

Sus palabras exactas fueron:

No tienes que venir, Spreen. Quiero pasar las fiestas contigo, pero te estoy dando una salida porque mi familia me conoce. Me conocen de verdad, así que no puedo descartar que nos vean juntos y no se den cuenta de que algo está pasando. Si vienes, haré lo posible por ocultarlo, pero no puedo prometerte que no notarán la forma en que te miro y no sabrán lo que significas para mí.

Tuve mucho tiempo para pensar en lo que dijo. Sin embargo, acá estoy, mirando fijamente una ornamentada corona hecha a mano, armado con un saco de regalos que pasé días comprando para personas que no conozco sobre un hombro, y una enorme lámpara art decó mal disimulada en mis manos. Incluso envuelta en dos rollos de papel, se ve exactamente como lo que es.

Juan aparece a mi lado. Lleva su propia bolsa de regalos y está aún más jadeante que el otro día.

—Oye. ¿Estás bien? Yo estoy bien. ¿Cómo me veo? ¿Me veo bien?

Juan no está nada mal, sobre todo si te gustan los chicos heteros con cara de fuckboy y vibras de perro labrador. Está un poco demasiado arreglado y pálido por el estrés y, personalmente, no creo que el bigote que está intentando dejarse crecer le esté haciendo ningún favor, pero es demasiado tarde para mencionar nada de eso.

—Te ves bien —digo—. Sólo deja de jadear así e intenta actuar con normalidad.

Asiente como un muñeco cabezón y hace un esfuerzo por calmar su respiración, pero sólo logra empeorarla.

Roier abre la puerta antes de que tenga tiempo de tocar el timbre. Está usando pantalones de lino beige y una camisa verde bosque. La camisa también es de lino. Un tejido suave y lujoso que se ciñe a su pecho y sus brazos, mostrando el contorno definido de sus músculos y los diminutos brotes de sus pezones.

Tardo un segundo en ordenar mis pensamientos, pero en cuanto lo hago, cruzo el umbral y entro en una casa que parece el set de una comedia familiar y huele a pan de jengibre y vino caliente.

Los Brown salen corriendo de la cocina para recibirnos. Llevan diademas de Santa Claus y la Sra. Claus, respectivamente, y desprenden la energía típica de los niños de cinco años que acaban de consumir dos galones de sirope de caña puro.

Juan los conoce bien, así que sabe qué esperar. No se anda con rodeos. Se lanza a sus brazos y salta con ellos de pura alegría. A primera vista, está claro que se trata de personas a las que les gusta celebrar las fiestas a lo grande. De algún modo, me veo arrastrado a la refriega y me encuentro siendo empujado de una persona a otra. Le lanzo a Roier una mirada preocupada, y él gesticula—: Sólo déjate llevar.

Todo el movimiento y la mayor parte del ruido se detienen bruscamente cuando Ari se aclara la garganta en el rellano. Está vestida como la heroína de una película de Hallmark. Un romance de segunda oportunidad en un pueblo pequeño, si me entiendes. Sus pantalones son holgados, pero se ciñen a su estrecha cintura. Los combinó con un top blanco ajustado que deja entrever un poco de su abdomen. Juan tenía razón. Es absolutamente hermosa. Tiene el cabello largo y rubio, y los mismos ojos que Roier. Pero la expresión en los suyos es diferente. Los ojos de Roier son suaves, piscinas vd interminables en las que te ahogas si los miras demasiado tiempo. Los suyos transmiten un mensaje claro, y ese mensaje es el siguiente: jode conmigo y verás lo que pasa, te reto.

Angie la amaría. Es una de esas mujeres que tienen su mierda en orden.

La clase de mujer de la que quiero ser amigo en cuanto la conozco.

A mi lado, Juan está mostrando los primeros signos de hiperventilación. Hace un horrible sonido de gorgoteo, así que le doy un sólido golpe en la espalda. Eso lo saca de su trance. Se tambalea hacia Ari y la abraza, levantándola del suelo y haciéndola girar en un amplio arco. Todo el tiempo, él huele su cabello como si fuera algo que necesita para seguir viviendo. Cuando la baja, pronuncia su nombre con reverencia tres veces seguidas.

Roier me mira con complicidad.

—¿Ves? Divertido, ¿no?

A mi pesar, tengo que admitir que es divertido. O, al menos, lo sería si pudiera dejar atrás la extraña y profundamente desagradable sensación que siento en el estómago. Es una especie de aprensión mezclada con miedo. Y esperanza. Y tal vez algún tipo de anhelo. Una especie de deseo.

Es una sensación horrible que se vuelve diez veces peor cuando soy capaz de identificarla. Quiero gustarles a estas personas. A todos, pero especialmente a Santa Claus y a la Sra. Claus. Es una realización patética que me pone enfermo. Sólo se hace más fuerte cuando me recuerdo lo improbable que es. Primero, tenemos que lidiar con toda mi personalidad, y segundo, tenemos el hecho de que trate a su hijo absolutamente perfecto como una mierda durante los últimos cuatro o cinco años.

Juan y yo pasamos al salón, donde desempacamos los regalos y los colocamos alrededor del árbol. El Sr. Brown va y viene de la cocina para ver cómo va la comida, y los demás nos quedamos charlando alrededor del fuego. Me refiero a Juan y Roier. Ari entra y sale de la conversación, incapaz de mantener la concentración cuando la conversación gira en torno al hockey. Cada vez que ella se desconecta, Juan cambia el tema para incluirla.

En realidad, es bastante dulce. Este chico le está dando un nuevo significado al término “dominado”.

La Dra. Brown también habla de vez en cuando, pero sobre todo observa el espectáculo mientras se desarrolla y pasa bastante tiempo observándome a mí en particular.

El peso de su mirada se apodera de mi aprensión y la aumenta en un doscientos o trescientos por cien.

Para cuando Juan y Roier se dirigen a la cocina para ver si el Sr. Brown necesita ayuda con la cena, soy un manojo de nervios. Mis sentimientos deben de notarse en mi cara porque la Dra. Brown me dice:

—¿Estás bien ahí, Spreen?

—Sólo estaba celoso —digo apresuradamente, vagamente consciente de que estoy respondiendo a una pregunta que ella no me hizo—. De Roier. Ya sabe, esa cosa que dije. Era sólo óptica, principalmente. Para la prensa, ya sabe. ¡Clickbait! Eso es lo que era. Y-y también los celos... p-porque él es tan bueno.

Está claro que necesito ayuda. Mucha ayuda. Sólo que no estoy seguro de cuál es el mejor tipo de ayuda para lo que sea que tengo.

La Dra. Brown apoya la barbilla en el dorso de una mano y me examina con tanta seriedad que parece que está haciendo un diagnóstico complejo. Sonríe cuando llega a uno. Es una profesional de la medicina, así que, por supuesto, su sonrisa no revela mucho.

No sé con certeza si mi estado es grave, pero tengo la sensación de que podría serlo.

Mi culo empieza a sudar y me invade la loca necesidad de soltar: Estoy loco por su hijo.

Me las arreglo para no hacerlo, pero es mucho más difícil de lo que debería.

—Fue un golpe impresionante el que le diste al jugador que lastimó a Roier la semana pasada —dice cuando estoy a milisegundos de arrodillarme y confesarlo todo, sólo para que mi estómago deje de revolverse. Su expresión cambia de repente y por completo, sus ojos bailan con picardía, y recuerdo a Roier diciéndome que tiene dos padres divertidos.

Ella me está jodiendo.

Esta mujer me está jodiendo, y está usando un gorro de Sra. Claus mientras lo hace.

No hay nada que confesar porque ella ya lo sabe. Lo sabe todo, y estoy bastante seguro de que no es por lo bien que conoce a su hijo. Es por mí. Es mi rostro al ver a Roier cuando llegué acá. Es la forma en que sonreí cuando él me abrazó.

No es la forma en que me mira lo que nos delató. Es la forma en que yo lo miro.

Me pregunta por mí y mi familia, y escucha atentamente cuando hablo, catalogando la información en una bóveda como si fuera importante. Como si le importara.

Me habla de ella y de su esposo y de cómo era Roier de niño. Dice que era un niño dulce que solía recoger flores del jardín y dárselas a ella cuando tenía un mal día. Cuando no podía encontrar flores, le llevaba un palo. Al parecer, todavía tiene una colección de ellos en una caja en el sótano.

Me cuenta que Ari solía pegarle cuando eran pequeños y que, cuando él se hizo más grande y fuerte que ella, no se permitió darse cuenta de que había cambiado. Seguía dejándola ganar.

—Por lo que sé, Ari aún piensa que podría con él, y es un jugador profesional de hockey —Se ríe.

—Bueno, ¿quién sabe? Tal vez tenga razón —Me río entre dientes—. Seguro como el infierno que yo no me metería con ella.

Síp, ese soy yo, Spreen Buhaje, usando palabras como infierno en lugar de mierda para impresionar a la madre de un chico. Dios.

La Dra. Brown me dice que Roier tuvo más visitas a urgencias que un niño promedio, pero que, en retrospectiva, cree que eso pudo deberse a que solían arrastrar colchones hasta el salón y los cuatro dormían juntos abajo cuando volvían de coserlo.

—No me di cuenta en ese momento, pero probablemente estaba invitando al mismo comportamiento que intentaba evitar. O eso, o era porque John y yo seguíamos pensando que era una buena idea dejarlos deslizarse por las escaleras en cajas de cartón.

—Le encantó ser su hijo —le digo—. Creo que a veces le entristece que su infancia haya terminado. A veces, desearía poder volver atrás en el tiempo y tener una noche más de chocolate caliente con ustedes.

Sus ojos se empañan, y así, de repente, es oficial. Los exámenes volvieron. Los resultados están listos.

La Dra. Brown y yo sabemos que mi enfermedad es terminal.

El Sr. Brown nos llama para avisarnos que la cena está lista, así que nos dirigimos juntos al comedor.

—Voy a necesitar que me apoyes en algo, Spreen —me dice conspiradoramente mientras entrelaza su brazo con el mío. Parece satisfecha de sí misma, y tengo la sensación de que eso es algo que debería preocuparme.

—Claro que sí —digo con entusiasmo.

La mesa se ve increíble. El mantel es de color burdeos oscuro con un destello de purpurina dorada. Hay una extravagante guirnalda fresca que recorre el centro de la mesa con velas y adornos alrededor, y cada uno de nosotros tiene una tarjeta con nuestro nombre escrita a mano junto a nuestras copas de vino. La persona que escribió mi tarjeta dibujó una pequeña cabeza de eso al lado de mi nombre.

—Cariño —le dice la Dra. Brown a Roier—. Spreen y yo estuvimos hablando largo y tendido, y ambos estamos convencidos de que deberías usar un casco jaula durante al menos cuatro semanas cuando vuelvas a salir al hielo.

La cara de Roier se contrae en un claro y silencioso—: ¿Eh? —mientras busca en mi rostro pruebas de que estoy de acuerdo con esta línea de pensamiento. Cuando no la encuentra, dice—. Pero mamá, una jaula no proporciona más protección que una media visera.

—Qué tontería. Claro que sí. Recibiste un golpe en la barbilla que habría sido bloqueado por una jaula —Me da un ligero codazo en el brazo para hacerme hablar—. Es esencial. Es una cuestión de salud y seguridad tanto como de sentido común.

—Er, sí, s-salud y seguridad, Roier —tartamudeo cuando ella me mira expectante.

—En mi opinión —continúa la Dra. Brown—, es un completo misterio por qué siquiera es legal jugar sin uno. Quiero decir, por el amor de Dios, los jugadores están obligados a usarlos en la universidad, y luego, cuando se convierten en profesionales y las cosas se vuelven realmente peligrosas, ¿les ponen un casco mediocre y abierto que apenas los protege? Es ridículo. Hay que cambiarlo. Llevo años diciéndolo. ¿Tuviste la oportunidad de hablar con tu entrenador al respecto, Roier?

—No, mamá. No le caigo muy bien al entrenador. No creo que lo acepte.

La Dra. Brown se estremece y se eriza notablemente.

—No seas tonto, cariño. Le caes bien a todo el mundo. Habla con él. Dile que yo me sentiría más cómoda si no quieres que piense que viene de ti, ¿está bien?

Ari resopla, pero consigue disimularlo dando un sorbo de vino.

—Sí, Roier —dice—, dile que tu mamá quiere que lleves un casco jaula.

—Me pondré un casco jaula si tú lo haces, Roier —dice Juan.

Mierda. El pequeño chupapijas está intentando quedar bien con su futura suegra.

—Yo también —digo con mucho más entusiasmo del que siento. La Dra. Brown está satisfecha. Su misión fue un éxito.

La cena continúa sin más incidentes. Es un asunto ruidoso y decadente en el que la gente habla por encima de los demás y luego gira para escucharse mutuamente de una forma a la que no estoy acostumbrado. Los Brown se mueven entre ellos con una facilidad bien practicada. Parecen tener una habilidad innata para saber cuándo lo que alguien dice importa, y le dan su espacio. Le prestan toda su atención, y un segundo después, la ridiculez se reanuda sin problemas.

Roier tiene razón. Su familia lo conoce. No es difícil saber por qué. Es porque es el mismo en casa que cuando está conmigo, cuando está en el hielo con nuestros compañeros de equipo, cuando está hablando con los fans y la gente que no conoce. Es el mismo en todas partes. En todo momento. No hay máscaras. Sólo hay una versión auténtica de él.

Saber eso hace que sea difícil no tocarlo, porque siento lo mismo por él acá con su familia que cuando estamos solos. Cuanto más dura la comida, más difícil se vuelve. Está sentado a mi lado, tan cerca que podría besarlo si me inclinara un poco. Por primera vez en mi vida, quiero hacerlo. Quiero rodear con mi brazo los hombros de un hombre delante de su familia. Quiero dejar que mi mano suba por su nuca y tire de los pequeños cabellos que crecen allí, y cuando sonría, quiero besar las líneas de la sonrisa cerca de sus ojos porque él me pertenece y yo le pertenezco.

Lo deseo tanto que mi mano derecha inconscientemente se mueve hacia él, a menos que use hasta el último gramo de mi concentración para detenerla.

Después de cenar, Roier sugiere que juguemos a un juego de mesa. Entre vos y yo, preferiría sacarme los ojos y ponérselos a los pájaros para que se los coman antes que jugar a juegos de mesa, pero hay algo en sentarse en el suelo alrededor de la mesa de café, ligeramente borracho, y jugar con Roier Brown que no se siente como la peor cosa del mundo. Especialmente cuando asiente hacia Juan mientras él y Ari preparan el tablero y dice:

—Sólo espera a ver esto, Spreen. Juan pasa de oso de peluche a oso pardo en menos de dos segundos cuando pierde en los juegos de mesa. Es irreal. Es como si se convirtiera en una persona totalmente diferente.

Tal vez sea el vino que tomé con la cena o las dos raciones de postre, pero la idea de ver a Juan perder su mierda es suficiente para seducirme.

Nos decidimos por Pictionary, lo que es un alivio porque es, en mi humilde opinión, el menos malo de todos los juegos de mesa. Cuando los padres de Roier ven cómo se han emparejado los equipos, Roier conmigo y Ari con Juan, se lanzan un par de miradas furtivas demasiado obvias, aparentemente pasándose un mensaje de un lado a otro, y luego alegan agotamiento y se van a la cama temprano.

Juan está al borde del delirio por el hecho de que lo hayan emparejado con Ari, y no intenta ocultarlo. Sonríe demasiado y se ríe a carcajadas. Por lo que puedo deducir, está tratando de convencer a Ari para que haga un apretón de manos de la victoria muy, muy vergonzoso cada vez que ganen un punto. Por la forma en que lo describe, es uno de esos apretones de manos que se parecen más a un abrazo de cuerpo entero que a otra cosa.

Curiosamente, cuanto más jugamos, más evidente se vuelve que Ari no parece estar ni de cerca tan en contra de la idea como debería estarlo.

Las cosas se salen de control rápidamente. Tres atletas profesionales están jugando a este juego, así que decir que es competitivo sería quedarse muy corto. Aunque Juan se transformó en una criatura rabiosa y espumosa que nunca había visto antes, es muy posible que Ari sea más competitiva que todos nosotros juntos.

Los dos juntos están fuera de serie. El alcohol fluye libremente y el talento artístico disminuye de manera constante. Cada vez que Ari y Juan ganan un punto, su celebración de la victoria se vuelve un poco más elaborada. Ya no involucra un apretón de manos en absoluto, sólo el tipo de abrazo que requiere tomar un pequeño impulso y lanzarse el uno al otro.

Juan parece cada vez más exultante y desconcertado, y cada vez tarda más en recuperarse y volver a poner en el suelo a Ari. Lo interesante es que Ari tampoco parece tener prisa por bajar.

Cuando estalla una enorme discusión entre Roier y Ari, y recurren a buscar furiosamente en Google las reglas del juego y gritárselas el uno al otro, le doy un golpecito a Juan en el brazo.

—Amigo —susurro con urgencia—, creo que tenés una oportunidad. Ve por ella.

—¿Qué? Espera, ¿en serio? No, no puedo hacer eso. ¿Puedo?

—¡Hacelo!

—¿Cómo? —Sus ojos se abren con terror—. Dímelo. Necesito un plan.

—No lo sé  —Me encojo de hombros, sin saber qué hacer—. Las chicas no son lo mío. No tengo ni idea de lo que quieren.

Oh, maldita sea.

Esto es exactamente por lo que no me gustan los juegos de mesa. O pasar tiempo con gente muy agradable.

La felicidad se me sube a la cabeza y me hace hacer estupideces.

La cabeza de Juan se mueve de un lado a otro, su mirada aterrizando en Roier, luego en mí, y de nuevo en Roier. Le toma unos segundos más que si estuviera sobrio, pero eventualmente lo consigue. Sus ojos y su boca forman tres círculos perfectos.

—¿Tú y Roier? ¿Ustedes son algo? ¿Es por eso que han dejado de golpearse? ¿Estás hablando en serio ahora mismo?

—No lo sé —siseo—. ¿Vas a estar tranquilo con eso si lo somos?

Dios. Estoy tan borracho.

—Claro que voy a estar tranquilo con eso. ¿Estás bromeando? Soy fan del trope de enemigos a amantes, hermano. Es como mi favorito.

—¿En serio? Pensé que serías más fan de él cae primero.

Se disuelve en una risa tonta.

—Sí, me atrapaste ahí. Ese también me gusta... y la hermana del mejor amigo. Uf. Soy un gran fan de ese.

Cuando Ari y Roier dejan de gritar de repente, Ari aparta a Juan y le expone un nuevo plan de juego. Desde donde estoy sentado, el plan parece tan serio como cualquier plan promedio para derrocar al gobierno. El rostro de Juan está marcado profundamente en señal de apoyo, y sus dientes están al descubierto. No sabe dibujar una mierda, pero está dispuesto a imitar a Picasso si eso es lo que hace falta para conseguir a esta chica. En su estado de embriaguez, está convencido de que una victoria en el Pictionary es lo que necesita para cambiar el curso de su vida.

Lo raro es que tengo la sensación de que tiene razón. O al menos no está completamente equivocado.

—Roier —susurro, acercando mi mano a su oído—. Tenemos que perder.

—¿Qué? ¡No! De ninguna puta manera.

—Sí, sí hay una puta manera. Mira —inclino la cabeza hacia Ari y Juan. Están de pie cerca el uno del otro y hay un espacio cargado entre ellos. Una pequeña chispa de electricidad que va y viene, una chispa que sólo se produce cuando algo cambia entre dos personas que se conocen desde hace mucho, mucho tiempo.

Roier también lo ve.

Estoy bastante seguro de que le causa dolor físico perder a propósito, pero lo hace. Ambos lo hacemos. El juego termina, y nosotros concedemos la derrota con gracia. Y con eso, me refiero a que el tablero se vuelca y las piezas salen volando por el aire.

—Hacemos un buen equipo, Juan —dice Ari, moviendo lentamente la cabeza.

—Sí, lo hacemos —coincide Juan. Me mira, y veo su labio inferior temblando ligeramente. Le hago un gesto claro y deliberado con la cabeza para animarlo. Vos podés —. Siempre pensé que hacemos un buen equipo, Ari —Su voz se quiebra terriblemente—. Puede que no sepas esto de mí, pero yo... y-yo estaba algo enamorado de ti cuando éramos niños.

—Oh —dice Ari—, lo sabía. Pero ya sabes cómo es. Estas cosas suelen pasar, así que estoy segura de que ya habrás superado eso.

—Um. No. No lo superé. No pasó —Juan traga tan fuerte que le chasquea la mandíbula—. Se puso peor. Mucho peor.

—¿De verdad? —Ari sonríe, inclinándose y acariciando el bigote irregular de Juan con un solo dedo extendido. Juan está completamente congelado, como un ciervo atrapado en los faros, incapaz de moverse aunque quisiera. No respira y tiene la mirada vidriosa de un hombre que ha sido electrocutado—. Me gusta esto —murmura ella, delineándole el labio superior—. No muchos hombres pueden hacerlo, pero tú sí que puedes.

Bueno. Nunca dije que entendiera a los heteros.

Le doy un golpecito a Roier con el pie y miro las escaleras.

—Deberíamos irnos —sugiero.

Damos las buenas noches y empezamos a subir.

—Buenas noches —Ari nos despide distraídamente y canta—: Ahora mismo estoy un poco distraída con el Hombre del Bigote, pero ni se les ocurra pensar que no vamos a hablar de lo que sea... —hace un movimiento en espiral en nuestra dirección—, esto.

Roier y yo subimos corriendo las escaleras riéndonos como idiotas, chocando el uno con el otro al llegar arriba y riéndonos también de eso. Tenemos los brazos alrededor del otro y estamos luchando por caminar en línea recta. Ninguno de los dos tiene las facultades suficientes como para darnos cuenta de que caminaríamos mejor si nos soltáramos.

—Creo que tu mamá sabe sobre nosotros —murmuro mientras mordisqueo suavemente su mandíbula, avanzando en dirección a su boca.

—Mi papá definitivamente lo sabe. Me hizo a un lado en la cocina, me dio un pulgar hacia arriba y dijo “Spreen es un chico muy agradable”.

Me aparto, miro el hermoso rostro de Roier, y chillo—: ¿Sí? — arrastrando las palabras durante tanto tiempo que se funden en un único e inexcusable sonido.

Oh, no te preocupes. Lo escuché, y fue horrible. Voy a eliminar el alcohol de mi dieta a partir de mañana. No creas que no lo haré.

Dejé mis cosas en la habitación de invitados cuando llegué, pero cuando Roier abre la puerta de su dormitorio, mi bolsa de viaje está en el suelo al final de su cama.

—¿Moviste mis cosas a tu habitación? —Me río en voz baja—. Sos tan poco serio, Roier.

Dios, cómo me gustaría poder parar. El problema es que estos Brown son personas realmente dulces. Estar con ellos se me subió a la cabeza. Como una especie de subidón de azúcar. A decir verdad, ya ni siquiera estoy seguro de que Roier sea la única persona poco seria en la habitación.

Fue un día increíble. Un día realmente bueno. Miro a Roier y no veo ni rastro de ansiedad.

Lo juro por Dios, este chico. Toda su familia se acaba de enterar que se está acostando con un tipo, y no pestañearon. Ni una sola vez.

Algo de eso, combinado con el hecho de que de repente me encuentro en la habitación de su infancia, es embriagador por razones que no puedo explicar.

Tal vez sea porque la habitación se siente como él. También huele y se ve como él. Las paredes están pintadas de verde militar y llenas de camisetas de hockey enmarcadas de todas las etapas de su carrera. Camisetas de niño firmadas por sus compañeros de la liga juvenil y camisetas de adulto de su época universitaria. Hay discos, etiquetados y envueltos, apilados en sus estanterías, y una colección de viejos palos apoyados en una esquina cerca de la ventana.

Siento como si me hubiera deslizado por una grieta entre el pasado y el presente. Estar acá con él, riéndonos y besándonos y haciéndonos callar un poco demasiado alto, se siente como algo que ya pasé antes. A alguna otra versión más joven de mí. Una versión que existía antes de que conociera el odio y la desconfianza. Antes de aprender a no bajar la guardia.

Nos turnamos para quitarle la ropa al otro y caemos en la cama, vestidos sólo con nuestra ropa interior. Caigo sobre mi espalda y Roier lo hace encima de mí. Es un aterrizaje exuberante que nos hace rebotar y no hace nada para contener nuestra risa incontrolable.

—Shhhh —digo mientras ambos nos disolvemos en una nueva oleada de risas—. Tus padres te escuch...

Me interrumpe con un beso. Un beso largo y paralizante. El tipo de beso que te golpea y se hunde en la parte posterior de tu cabeza, y te hace darle las gracias a Dios por estar ya acostado. El tipo de beso que te hace pensar que así deberían ser todos los besos. El tipo de beso que se siente como lo que pensabas que sería besar a alguien antes de besar a nadie.

Un único beso.

El único beso que deseé tanto.

Roier se apoya sobre sus codos, pero su peso sobre mí sigue siendo sólido. Pesado. Duro. Nuestras piernas desnudas se enredan, el vello áspero rozando la piel mientras luchamos por acercarnos más el uno al otro. Nuestros vientres se presionan el uno contra el otro, la piel caliente se funde con la piel caliente.

Mueve las caderas mientras nos hundimos en otro único beso. Sus labios son suaves y delicados sobre los míos. Dulces y melosos, un sabor del que no puedo tener suficiente. Su cuerpo es fuerte y duro. También está duro en su ropa interior. Es eléctrico donde nuestras erección se encuentran, una presión dura e implacable sin nada más que una fina capa de algodón separándonos. Empezamos a movernos juntos sin realmente pensarlo. Nos movemos como si flotáramos o pisáramos el agua. Como si fuera lo más natural que hubiéramos hecho nunca. Nuestras caderas se entrelazan y gemimos mientras nuestros penes se aprietan entre nuestros cuerpos. Florece la necesidad, una oleada rápida y salvaje que me roba el aliento y nos hace movernos más fuerte y más rápido para saciar el hambre creciente que nos pasamos de uno al otro.

Al principio, son juegos preliminares. Una estimulación suave, casi desordenada, diseñada para excitarnos. Algo perezoso y codicioso que viene antes de algo más. Algo más grande. Algo mejor. Y entonces no lo es. Hay un cambio, un cambio que es tan real y visceral como una palanca de cambios bajando, un chirrido audible que ralentiza el tiempo cuando sucede.

Ya no son sólo preliminares. Es esto.

Así es como vamos a corrernos. Estamos demasiado excitados. Nos hemos deseado durante horas y horas y hemos pasado todo el tiempo posible sin tocarnos.

Roier baja las manos, quitándose torpemente la ropa interior hasta la mitad del muslo. También baja la mía. Mal. Lo hace bruscamente, tirando de ella sin coordinación y sólo consiguiendo apartarla lo suficiente para darnos el contacto piel con piel que tanto deseamos.

Siseo cuando nuestras vergas desnudas se tocan. Está duro y caliente donde chocan nuestros cuerpos. Su erección se encuentra con la mía, golpeándome repetidamente, un impacto sordo que hace saltar chispas por mi columna vertebral. Nuestros penes empiezan a bailar, deslizándose una sobre la otra. Me agarro a él, sosteniendo grandes puñados de sus nalgas mientras intento desesperadamente meterme bajo su piel. Roier se separa un poco más de mí y empieza a empujar en serio. Los dos sabemos que no tenemos mucho tiempo. Él lo sabe, y yo lo sé. Ninguno de los dos puede contenerse. Sus caderas ondulan contra las mías en un movimiento elegante y erótico que me hace saber exactamente cómo es Roier Brown cuando coge.

Caliente.

Roier Brown se ve caliente cuando coge.

—Caliente —ronroneo mientras empiezo a agitarme debajo de él—. Tan caliente. Sos tan jodidamente caliente, Roier.

Sí que es caliente. Se ve tan malditamente caliente que mi clímax no es una escalada o incluso una lucha. Es una conclusión inevitable. Es una decisión que se toma antes de llegar allí. Inequívoca. Innegociable. Me lleva con él, sosteniéndome y sin soltarme, mirándome a los ojos mientras su sonrisa vacila y se convierte en una mueca de boca abierta. Caemos juntos por el borde, temblando y riendo en los brazos del otro una vez que el espacio entre nosotros está caliente y húmedo y nuestros cuerpos dejaron de tener espasmos.

Se tira de espaldas junto a mí y suspira fuertemente. Sus labios se curvan de una forma que me da la sensación de que sé lo que va a decir antes de que empiece a hablar.

—Entonces, ¿vas a dejar que te coja alguna vez, o qué? Porque en serio, Spreen, quiero meterte mi verga más de lo que quiero el aire.

No pierdo el ritmo.

—¿No querrás decir tu clítoris?

Me da una palmada y empieza a reírse de nuevo. Un riachuelo suave y burbujeante que sale de él y me rocía por todas partes.

—Me da igual cómo la llames —dice razonablemente—. Mientras digas mi nombre cuando esté dentro de ti.

Uf.

 


Es tarde, y estoy haciendo las maletas para mi próximo bloque de partidos fuera de casa. Empacando, empacando, empacando. Siempre jodidamente empacando. Lo hago casi todo en piloto automático, pero tengo un fuerte bajón post-Navidad que me está ralentizando.

Hice lo correcto volviendo a casa esta noche. Tenemos un vuelo temprano mañana por la mañana, y tengo un montón de mierda que arreglar antes de irme. Juan dejó a los Brown cuando yo lo hice, y puedo prometerte que ese hombre no habría salido de esa casa a menos que fuera absolutamente esencial.

Lo sentí por él. Nunca vi una expresión de terror más clara en la cara de nadie que en la suya cuando esperaba a que Ari bajara las escaleras esta mañana. Estaba claro que había pasado algo entre ellos la noche anterior, porque era completamente incapaz de hablar o de apartar los ojos de las escaleras mientras la esperaba. Supongo que fue una de esas situaciones de ¿sólo estamos borrachos o esto es algo? Se lo estaba comiendo por dentro.

Cuando Ari finalmente nos bendijo con su presencia, caminó en sus pantuflas y bata esponjosa hasta donde estaba sentado Juan, le dio la espalda y se dejó caer en su regazo como si fuera algo que siempre hubiera hecho. Dobló los brazos y las piernas hacia él. Él no perdió tiempo. La envolvió con sus brazos como si eso también fuera algo que siempre hubiera hecho.

Su sonrisa no se borró hasta que llegó la hora de irnos al final del día.

Una vez que cierro la cremallera de mi maleta y revisado el itinerario de mi vuelo, bajo las escaleras.

Me encanta mi casa. Siempre lo hice. Es una casa estupenda. Con buen gusto y estilo, apareció en un montón de revistas de decoración, así que es objetivamente bonita. Es sólo que es mucho más tranquilo de lo que era en la de los Brown. Esta noche se siente un poco vacía y con eco, casi carente de personalidad.

A la mierda. Es demasiado de diseñador, ¿no?

Hablando de diseño, a Roier le encantó la lámpara que le regalé. En serio le encantó. No estaba fingiendo o siendo educado. Estaba tan emocionado. Parecía un niño cuando la desenvolvió, todo ojos grandes y balbuceando de felicidad. A los Brown les gustó la enorme tableta de chocolate belga que les regalé, y la Dra. Brown no tardó en utilizar el juego de tazas de porcelana de gran tamaño que compré para acompañar el chocolate.

El Sr. Brown echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—¿Quién quiere un poco de chocolat?

—No empiecen —dijo Ari, pero, por supuesto, empezaron y no pararon durante un buen rato.

En medio de la refriega, Roier me apartó y me entregó un pequeño regalo mal envuelto. Me observó atentamente mientras lo abría, acercando sus manos a las mías en un intento inconsciente de ayudarme cuando luché por liberarlo de los metros de cinta adhesiva que había utilizado.

Sabía lo que era, por supuesto. Un disco circular de aproximadamente una pulgada de grosor y tres de diámetro. No había duda de que era un disco.

Lo sabía.

Pero no sabía de qué disco se trataba. No lo habría adivinado ni en un millón de años.

Incluso ahora, mirándolo mientras descansa en mis manos, no puedo creer que me lo diera. Un maltrecho disco de goma negro con una tira de cinta adhesiva alrededor, y letras mayúsculas descoloridas escritas a mano.

Jadeé y me tapé la boca con la mano cuando descifré las letras. Danny LeGrange. Mi boca siguió abierta bajo la palma de mi mano durante unos largos segundos y, cuando conseguí cerrarla, mis ojos ardían y había un extraño y desagradable dolor en el fondo de mi garganta.

Roier me miró con una expresión tan dulce y esperanzada que lancé mis brazos a su alrededor y lo besé en la boca, justo ahí y en ese momento.

Ahora yo estoy en casa y él sigue ahí. Y tengo que volar mañana para jugar al puto hockey mientras él está de baja otra semana.

Apesta.

Lo que apesta aún más es lo sobrio que me siento ahora que tengo algo de espacio de él. Fuertes punzadas de confusión y descontento se retuercen en mi bajo vientre. Si no fuera tan tarde, llamaría a Angie y le contaría lo que hice esta mañana al salir de la ducha. Dudo que me crea. Probablemente pensaría que fui abducido por una especie alienígena o algo así.

¿De qué otra manera se podría explicar el hecho de que cuando salí de la ducha esta mañana y vi que el espejo del baño de Roier estaba empañado, se me ocurrió mostrar mis habilidades artísticas? Y en caso de que te lo estés preguntando, no tengo habilidades artísticas.

Aún así, eso no me detuvo de dejar un dibujo en su espejo para que él lo encontrara mañana por la mañana. Un corazón y una pequeño oso similar a la que estaba en mi tarjeta en la mesa de la cena de Nochebuena.

El yo que estaba intoxicado por haber pasado la noche con Roier Brown en la habitación de su infancia pensó que era algo divertido. Una cosa tonta y divertida. Una cosa súper poco seria. El yo sobrio está considerando seriamente conducir hasta casa de los Brown más tarde esta noche, entrar a la fuerza y borrar el puto dibujo ridículo. Soy consciente de que me arriesgaría a ser arrestado o a tener antecedentes penales, pero creo que sería mejor que dejarlo ahí.

Para distraerme del infierno que yo mismo me busqué, miro los TikToks de Roier. Mi cuerpo se sacude, y me siento un poco más erguido cuando veo que subió un nuevo vídeo.

¡No!

¿En qué está pensando?

¿Seguro que no puede pensar que puede salirse con la suya con esto? TikTok lo banearía por publicar mierda como esta. Dudo que siquiera le den una advertencia. Apuesto a que simplemente borrarán todo su perfil y le dirán que no puede hacer absolutamente nada para restaurarlo.

Vuelvo a ver el vídeo varias veces para asegurarme de que es tan malo como creo. Y lo es.

Está en la cama. Desnudo. De acuerdo, bien, no desnudo. Tiene su sábana encima. Un fresco algodón blanco que cubre sus caderas y se acumula en su cintura. La luz es tenue. Suave y ambiental, proyectando largas sombras que resaltan cada línea y hendidura de su vientre mientras inhala y exhala.

Un grueso músculo redondeado se abulta en la parte superior de su brazo cuando se aparta el cabello del rostro. Un movimiento descuidado que no deja de ser pecaminoso.

Se pone de lado y mira a la cámara como si hubiera alguien en la habitación con él.

Como si fuera una persona. Como si fuera yo.

Parpadea perezosamente y dice:

—Me siento solo sin ti.

La sección de comentarios está fuera de control. Los comentarios y los me gusta llegan más rápido de lo que puedo leerlos. Me desplazo por montón. Están sedientos a más no poder, pero en su mayoría son desenfadados y divertidos.

Estoy a punto de dar por terminada la noche cuando lo veo.

Un video de la chica que siempre le dice a Roier que lo ama y que revise sus DMs. Su tono es diferente esta vez. Corto y al grano.

—¿Alguien tiene idea de por qué Roier mira al número ocho así? — pregunta. Adjunto su vídeo a una foto fija de un partido reciente. Roier y yo estamos sentados en el banquillo. Nuestras piernas están abiertas, las rodillas tocándose. Estoy mirando al frente, con mi guante tapándome la boca mientras hablo. Roier tiene la cabeza girada hacia mí. Sus labios están ligeramente entreabiertos y me está mirando con ojos suaves. Ojos dulces. Los ojos más suaves y dulces que he visto nunca.

Todo mi cuerpo se enfría. No sólo frío, frío como el hielo. La sangre se drena de mi rostro, pasando de líquida a sólida mientras me siento, con la mano apretada sobre la boca, mirando con horror cómo las personas empiezan a darle me gusta y comentar en el video adjunto.


Es mi peor pesadilla hecha realidad. Está por todas partes. Leña seca esparcida sobre una llama encendida. Se extiende como un reguero de pólvora.

El internet es un hervidero. Cada interacción que Roier y yo hemos tenido en el hielo desde que comenzó la temporada gue reproducida, seccionada y ralentizada.

Es condenatorio.

Se ve exactamente como lo que es: dos chicos que no se soportaban el uno al otro, poco a poco se encuentran incapaces de mantener sus ojos lejos del otro.

Cada clip que ponen es igual o similar. Somos Roier y yo en el hielo, en el banquillo, o dirigiéndonos a los vestuarios. Estamos cerca el uno del otro, hablando o mirándonos. Hay algo en el espacio entre nosotros. Algo difícil de nombrar, pero fácil de ver.

Al principio, yo lo disimulaba mejor que él, pero últimamente eso cambió. Empecé a mirarlo de la misma manera en que él me mira a mí. Los detectives de internet y los acosadores no lo pasan por alto. Señalan el momento exacto en que sucedió por primera vez. Le di un pase a Roier y lo observé mientras anotaba. Mis ojos se iluminaron, húmedos y casi somnolientos, brillando mientras Roier patinaba alrededor de nuestros oponentes. Fue el partido que jugamos después de la primera vez que cogimos. El partido que jugamos después de que me dijera que podía sentir dónde había estado cuando se movía.

Un partido de hockey con marcador de baloncesto.

Una sonrisa secreta ha rebotado entre nosotros desde entonces, pasando de uno al otro como algo precioso.

Pequeños roces que apenas están ahí han sido enfocados y llevados a cámara lenta, un choque de puños que duró demasiado. Una palmadita en la espalda que termina con una camiseta agarrada fuertemente en su mano o en la mía. Las pequeñas vacilaciones entre nosotros han sido analizadas y reinterpretadas. Se han destacado gestos sutiles. Miradas compartidas y manos que han buscado al otro inconscientemente se han acompañado de música sensual y fueron reproducidas una y otra vez.

Las interacciones menores han sido observadas bajo un microscopio, magnificadas y convertidas en algo grande.

Algo que siempre supe que vendría por mí.

Me senté en los vestuarios durante años y observado las caras de los miembros de mi equipo, sabiendo que su comportamiento hacia mí cambiaría si supieran esto sobre mí, intentando identificar quién se lo tomaría mejor. Quién se lo tomaría peor. Siempre supe que cuando ocurriera, la gente me trataría de forma diferente. Me hablarían diferente. También hablarían de mí de forma diferente. Lo que escribieran sobre mí también sería diferente.

Ya no se tratará del deporte que juego. Nunca más será sobre mis estadísticas. Será sobre esto. Para siempre.

Lo temía toda mi vida.

Pensé en esl durante años, imaginándolo y tratando de determinar cómo ocurrirá.

La realidad es peor de lo que pensé que sería, y créeme, eso es mucho decir. Todo mi ser se siente como si estuviera siendo exprimido. Aplastado. Como si mi fuerza vital, lo que me mantiene unido, estuviera en proceso de ser extirpado quirúrgicamente.

Es lo que esperaba sentir, pero no por la razón que esperaba, y eso me dio un puto susto de muerte.

Pasaron cinco días desde que dejé la casa de los Brown. Cinco días desde que vi a Roier, y el pensamiento de que Roier esté involucrado en todo esto es lo que más me perturba. Pienso en él todo el tiempo. Su hermoso rostro. Su hermoso y feliz rostro. Su rostro honesto, abierto y su corazón suave.

Un rostro que sonríe fácilmente porque no sabe lo que es ser odiado.

Mi corazón golpea con fuerza mi garganta cuando pienso en que eso cambie.

No puedo soportarlo. No lo permitiré.

Tengo que terminar con él. Sé eso. No es ciencia espacial. Es obvio. Él puede encontrar una chica con quien salir mañana, ser fotografiado besándola un par de veces, y los rumores sobre nosotros se desvanecerán. Pasará rápido. La gente es idiota, pero tiene mala memoria.

Escribo un mensaje diciéndoselo cien veces. Cien veces o más. Miro la pantalla y vuelvo a leer mis palabras. Tienen sentido. Es lo que hay que hacer. Lo obvio, lo correcto.

Pero parece que simplemente no puedo presionar la puta pantalla y darle enviar.

No puedo hacerlo.

Lo intenté e intenté e intente. Traté de llamarlo y decirle las palabras, pero no puedo hacer eso tampoco.

El estado de ánimo del equipo es diferente. Cauteloso. Reservado. Hay una tensión subterránea que no estaba antes. Puede que no lo sepan todo, pero saben que pasa algo. Escuché a los chicos hablar en voz baja en el autobús, en el vestuario, en el bar del hotel.

Algunos sospechan de nosotros.

Algunos piensan que es lo más loco que han oído nunca y que ni Roier ni yo haríamos algo así.

Es eso, el “algo así” lo que me mata.

Sé de dónde provienen pensamientos como ese y el tipo de razonamiento que los origina.

Cuando pienso en Roier expuesto a eso, siento dolor físico. Siento calor y frío en todo el cuerpo y, por enésima vez, miro la pantalla mientras escribo el mensaje que debo enviar para liberarlo.

Mi pulgar se cierne sobre la flecha de enviar, temblando mientras me obligo a hacerlo. Lo intento una y otra vez.

Por fin, para cuando estoy tan agotado que veo doble, borro el mensaje y escribo otro en su lugar. No miro hacia abajo para leerlo.

Le doy a enviar sin dudarlo.

"Te extraño."

Tarda menos de veinte segundos en responder.

"Voy en camino."

 

 

Chapter 24: Roier

Chapter Text

—Sé razonable, Roier —dice Spreen en un tono bajo por el teléfono—, aún estás de baja. No podés simplemente volar para verme.

—¿Por qué no? Mi vuelo está reservado y ya estoy en el aeropuerto —Se queda callado un par de segundos, y puedo oír cómo los engranajes giran en su mente mientras intenta pensar en algo que pueda disuadirme—. Diré que estoy allí para levantar la moral. Han estado en una racha de derrotas masivas sin mí, así que tiene sentido que lleve mi culo hasta allá para animarlos a todos.

—Creo que masiva es un poco fuerte.

—Bien, perdieron más de lo que ganaron sin mí.

—En serio sos jodidamente terco, ¿lo sabes, Brown?

—Lo insinuaste una o dos veces.

Es casi medianoche cuando llego al hotel. Hace mucho frío en Detroit, pero el hotel es agradable. Ya me he alojado aquí varias veces. Las habitaciones son espaciosas y modernas, con un toque clásico y contemporáneo que les da un aire acogedor. Como estoy quedándome aquí por mi cuenta, reservé una habitación genial en la última planta.

Los Vipers volvieron a perder esta noche. Spreen me manda un mensaje para decirme que la mayoría del equipo está en el bar VIP ahogando sus penas, así que me registro y me dirijo directamente allí.

El bar es un espacio de alta gama con una buena atmósfera. Las paredes y los techos están pintados de un azul oscuro profundo y la iluminación es tenue. Está diseñado para que los huéspedes se sientan aislados. Apartados. Privados.

Y funciona, porque nada más entrar veo a mis compañeros e, incluso a quince metros de distancia, puedo notar que se han relajado de una manera impresionante. El alcohol está fluyendo como el agua. Los chicos siguen usando sus trajes del día del partido, y eso, junto con su corpulencia y las estridentes carcajadas que sueltan entre ellos, hace que sea difícil no verlos.

Spreen me ve primero. Nos miramos a los ojos y ninguno de los dos se mueve. No sé él, pero yo no puedo. Es tan guapo y reservado y, de algún modo, tiene más sentido para mí que cualquier otra persona. Las comisuras de sus labios se crispan mientras lucha contra una sonrisa. Desvía la mirada y no se mueve para acercarse a mí. Me mata, pero lo entiendo. Tenemos ojos sobre nosotros ahora, nos guste o no. Entiendo por qué no puede hacerlo.

Al menos, lo entiendo con palabras. Esta semana pasé mucho tiempo hablando de esl con mi papá y mi mamá, y ellos me han ayudado a entender cómo y por qué Spreen puede sentirse así respecto a salir del armario. Lo entiendo con palabras. En serio lo entiendo. Es sólo que mi corazón está luchando para ponerse al día.

Juan es el segundo en verme.

—¡Roiiieeeer! —ruge mientras se apresura hacia mí y me levanta del suelo. Está más borracho de lo que le he visto en años. Sus ojos están vagos y desenfocados, pero Dios, está de buen humor, y verme de manera inesperada parece haberle alegrado la noche. Rubius y Missa siguen su ejemplo y se abren paso hacia mí.

—Gracias a Dios que estás de vuelta —dice Missa—. Hemos estado perdiendo terreno sin ti, amigo.

—No vuelvo oficialmente hasta dentro de dos días —le recuerdo—. Pero pensé que podría convencer al entrenador para que me deje unirme al entrenamiento de mañana, y si eso falla, puedo animarlos cuando jueguen contra los Cats.

Pronto, estoy rodeado por una horda de jugadores diciendo mi nombre. Hay puños extendidos en mi dirección y manos abiertas siendo ofrecidas. Grandes cuerpos chocan contra mí mientras todos intentan darme la bienvenida al mismo tiempo. Me pasan de una persona a otra hasta que ya no sé a quién salude y a quién no. Es tal la profusión de abrazos que rápidamente se vuelven indistinguibles unos de otros.

Sólo hay uno que destaca. No se trata de un abrazo, sino más bien de un toque ligero y discreto. Una mano grande y pesada se arrastra por la parte baja de mi espalda cuando nadie está mirando. Juguetea con el dobladillo de mi camisa y tira suavemente de ella como si la persona que lo está haciendo no quisiera soltarlo.

Me encantaría una cerveza, pero no puedo beber debido a mi conmoción cerebral. Aun así, tengo una Coca-Cola en la mano y otra bebida sin alcohol esperándome antes de que tenga tiempo para pedir nada, y los chicos están hablando alto y por encima de los demás, todos intentando ponerme al día de lo que me perdí. Estoy demasiado sobrio para seguirles el ritmo, pero hago todo lo que puedo para seguir el hilo de la conversación.

Todo el tiempo, el fantasma de los dedos de Spreen Buhaje quema huellas invisibles en mi piel.

—Maldición, Brown —dice Rubius—. ¿Pudiste ver el partido de esta noche? Te extrañamos.

Estoy aquí con el equipo, hablando, riendo mientras beben cervezas, pero no estoy aquí. No realmente. Apenas puedo pensar con claridad. Apenas puedo funcionar. Todo el mundo a mi alrededor es demasiado brillante, demasiado ruidoso, demasiado cercano. La única persona que se siente real y correcta está inclinada sobre la barra, acunando un whisky entre sus manos e intentando no mirarme.

Sé que está feliz de verme. Lo irradia, pero se está esforzando tanto por ocultarlo. El músculo en su mandíbula estuvo trabajando desde que llegué. Sin cesar. Sin pausa. Sus ojos están oscuros y nublados. La tormenta no se avecina en el horizonte. No se espera que llegue en unos días o incluso en unas horas. Está rugiendo dentro de él.

Hago lo que puedo para actuar con normalidad. Hablo con los chicos y recorro la sala de la misma manera que lo hice una y otra vez, sólo que esta vez, por primera vez en mi vida, me siento como un actor interpretando un papel.

No es sólo la tormenta en los ojos de Spreen lo que me perturba. Es el peso y la gravedad que hay detrás. Es el hecho de que está instalada. Es el hecho de que detrás de las nubes y los sistemas de presión calientes, detrás de los truenos y relámpagos, hay tristeza.

Y mierda, odio eso.

El tiempo se alarga de tal manera que cada canción que suena se siente como una eternidad, pero eventualmente, la multitud de Vipers se reduce hasta que sólo quedamos unos pocos en pie. Y la mayoría de los que quedan en pie no están derechos.

Spreen deja su puesto en la barra y gravita cada vez más y más cerca de mí. Con cada paso que da hacia mí, me siento más ligero, mejor y más en paz. Juan, la leyenda que es, no se aparta de mi lado, lo que permite que Spreen se una a nuestro grupo sin llamar la atención no deseada.

Juan está parloteando incesantemente sobre Ari, y Spreen murmura algo a mi derecha. La música está muy alta, y no es hasta que Juan detiene su soliloquio sobre mi hermana que logro distinguir lo que Spreen está diciendo.

—No toques. No toques.

—Spreen —susurro, sin mirarlo directamente—, no te tocaré en público. Sé que esto es importante para ti. Nunca te haría eso.

Se mete las manos en lo profundo de los bolsillos, mira sus pies y dice:

—Estoy hablando solo, Roier.

En el momento en que sus palabras aterrizan, estoy acabado. Él también.

Todo y todos a nuestro alrededor dejan de existir.

—Tenemos que salir de aquí —digo—. Ahora.

Aparta la mirada de mí y asiente.

—¿En qué habitación estás?

—Último piso, número 16.

—Mándame un mensaje cuando no haya moros en la costa —dice. Él sale primero, y yo dos canciones después.

El golpecito en mi puerta llega menos de dos minutos después de enviar el mensaje, pero aun así, es tiempo suficiente para que todo mi cuerpo se revele. Estoy sin aliento y jadeando, y mi corazón late al ritmo del eco de la música que suena en el bar de abajo. O late al compás de la fuerza mística que me mantiene en pie cuando no estoy con Spreen. Una fuerza que se está desvaneciendo rápidamente, perdiendo poder, perdiendo el control, ahora que siente que él está cerca.

Abro la puerta de un tirón y lo jalo hacia adentro sin siquiera comprobar si hay alguien mirando.

No hay beso como un beso excitado y desesperado de Spreen Buhaje. Simplemente no lo hay. Nuestras bocas están abiertas y una sobre la otra. Nuestros cuerpos se aprietan el uno al otro con fuerza, manos agarrando la carne y tirando del cabello.

No decimos ni una palabra, ni siquiera un hola, hasta que yacemos desnudos en el suelo y ambos nos hemos derramado en la boca del otro.

Cuando terminamos, me subo a su regazo, sentándome a horcajadas sobre él, y acuno su cabeza entre mis brazos. Permanezco en silencio más tiempo del que estuve en su presencia desde el día en que me mordió.

—Debería dejarte ir —dice cuando el silencio deja de ser fácil para convertirse en algo complicado y pesado.

—No.

—Debería.

Giro su rostro hacia mí. Hay miles de preguntas en mis ojos, y se las hago ver todas. Grandes preguntas, preguntas que cambian la vida, y más. Cosas que sé sobre mí y sobre él. Cosas que sé sobre quiénes somos, y qué somos el uno para el otro.

—Dios sabe que debería dejarte, pero... —Intenta no besarme, pero no puede evitarlo. Me besa como si yo fuera el aire y él se estuviera ahogando—, no puedo. No puedo hacerlo. ¿Me entendés? No puedo, así que deberías hacerlo vos. Deberías, Roier, porque podés encontrar una chica, podés salir con alguien más, y todo esto desaparecerá. Será como si nunca te hubiera pasado. La gente olvidará todo esto. Yo lo haría si fuera vos. Te juro que lo haría. No puedo porque soy yo, y para mí, aunque te vayas, esto sigue siendo lo que soy.

Sé que puede ver mi rabia y mi dolor porque se estremece cuando me mira a los ojos, pero espero que detrás de todo eso, pueda ver la montaña de compasión que siento por él.

—Te equivocas, Spreen —le digo con firmeza—. No estás solo en esto, y no desaparecerá para mí si te vas. Esto también es lo que soy. Y no es sólo lo que soy. Es lo que quiero ser.

—Eso es sólo porque no entendés cómo es.

Mi ira se enciende y se apaga rápidamente.

—Entonces ayúdame a entenderlo. Explícamelo, porque no entiendo cómo puedes ser esta presencia enorme, este tipo grande, directo, de “me- importa-un-carajo-lo-que-la-gente-piense-de-mí”, y al mismo tiempo estar completamente atrapado bajo esto.

Permanece en silencio por un momento, mordiéndose el labio inferior, atrapándolo en el centro y royéndolo suavemente.

—Bien, esta es la mejor manera que conozco de explicarlo. Creciste pensando que eras hetero, ¿verdad? ¿O casi heterosexual?

—Correcto.

—Bueno, yo no. Sabía que era gay desde que tenía seis años. Nunca me sentí confundido o pensé que podría sentirme atraído por mujeres, y lo que eso significa es que me sente en innumerables mesas, en innumerables bancos y en vestuarios, incontables lugares donde sabía que soy gay, y nadie más lo sabía. Escuche lo que la gente dice de personas como yo cuando creen que no estamos escuchando, y cada vez que sucedió, no sólo lo escuché. Simplemente me senté allí, sabiendo que estaban hablando de mí. Y sí, entiendo lo que decís. No es fácil para mí relacionarme con las personas. No me gustan particularmente, ni estar rodeado de muchos de ellos a la vez, y en muchos sentidos, no me importa lo que piensen porque la mayoría de las veces, creo que son un montón de pelotudos de todos modos. Pero al mismo tiempo... —Spreen hace una pausa como si no estuviera seguro de poder dar el siguiente salto necesario para decir lo que quiere decir, o como si no estuviera seguro de si debería hacerlo—, todo lastima mis sentimientos. Todo. Mierda realmente estúpida y sin importancia que la mayoría de las personas ni siquiera recuerda, todo me jode. Lo odio, pero no puedo evitarlo.

Lo agarro y lo aplasto contra mí, aprisionando su cabeza entre mis manos.

¿Así es como se siente? ¿Así es como se siente Spreen Buhaje? ¿Ni enfadado ni a la defensiva? Tiene miedo a ser lastimado. Mierda, eso me mata más de lo que me mató que no me mirara en el bar.

—No sabía que te sentías así, Spreen. Lo siento. No quiero eso para ti. No dejaré que nadie te lastime, ¿está bien? Guardaré tu secreto todo el tiempo que quieras.

Al principio, lucha contra el agarre de acero que tengo sobre él. Mis manos y brazos son una prisión hecha de huesos, tendones y piel contra la que él se resiste. Lucha hasta que ya no puede más. Hasta que está desgastado, erosionado, corroído por la vida y por años de esconderse, por la realidad y, sobre todo, creo, por el hecho de que me está mirando a los ojos y puede ver lo mucho que quiero decir lo que acabo de decir.

Deja caer la cabeza y entierra su rostro en mi cuello, tomando una respiración entrecortada e irregular.

—No estoy llorando —dice—. Sólo suena como si lo estuviera.

Sujeto su cabeza con fuerza, pasando mis dedos por su cabello y besando su coronilla hasta que se tranquiliza.

—Esa ni siquiera es la cosa más importante. Solía serlo, pero ya no lo es — dice Spreen, su voz pequeña e infantil—. Sos vos, Roier. Ahora sos vos. Sos tan jodidamente dulce y tan agradable, y las personas son idiotas, y yo sólo... no puedo soportar la idea de que te hagan daño. No puedo soportarlo, ¿si? No puedo soportar saber que si salimos del armario, una puta tonelada de personas va a tener mierda que decir por eso, y vos vas a leerlo, oírlo y verlo. No quiero eso para vos. No quiero ser la persona que te haga eso. Por favor, no me hagas ser la persona que te haga eso.

 

 

Chapter 25: Spreen

Chapter Text

Roier no se mueve. Sólo sigue abrazándome, su respiración es lenta y constante mientras espera a que me quede quieto. Cuando lo hago, inclina mi cara para poder verme. No sé qué ve en mis ojos, pero lo que veo en su cara me impacta y me sorprende. No es el chico dulce cuyos besos me marean. No es el hombre imposible que hace que mi presión arterial suba. Es el hombre que veo sobre el hielo. Una fuerza dura e imparable. Un chico al que una vez llamaron bola de demolición y que ahora se convirtió en un hombre. Un hombre con tiempos de reacción en fracciones de segundo y la capacidad de hacer que las cosas sucedan si él quiere.

Un hombre que actualmente me sostiene mientras mis entrañas tiemblan.

—Nunca te presionaré para que salgas, Spreen. No te pediré que lo hagas ni pondré presión sobre ti. Personalmente, no me importa que las personas sepan lo nuestro. No me importa lo que piensen. Quiero que lo sepan, y ni siquiera por una gran razón. Sólo quiero poder tomarte de la mano cuando vayamos por la calle y no tener que soltarte porque alguien podría vernos. Eso es algo que quiero, pero puedo esperar todo el tiempo que necesites, porque salir del armario es algo que te pertenece, y quiero que lo hagas cuando tú quieras. Quiero que lo hagas cuando estés listo, y ni un segundo antes. Quiero eso para ti. Pero tienes que saber esto... —Me mira de la forma que solía asustarme como el carajo, y me doy cuenta de forma distante de que ya no lo odio tanto— , estaré a tu lado cuando lo hagas. Estaré ahí como lo estoy ahora. Seguro. Orgulloso. Porque estoy seguro y orgulloso de ti. Estoy seguro y orgulloso de mí mismo cuando estoy contigo. Y estoy seguro y orgulloso de nosotros.

Empiezo a forcejear en sus brazos, luchando porque por muy asustado que esté, también estoy seguro y orgulloso de él. Pero también estoy seguro de que las personas son idiotas y la idea de que alguien lastime a Roier y yo sea la causa, me hace sentir que voy a vomitar.

Me somete con una pequeña sacudida que es lo suficientemente fuerte como para recordarme que cada vez que lo he superado, ha sido porque él me lo ha permitido.

—¿Quieres saber por qué estoy tan seguro? —me pregunta.

Asiento una vez y respiro por la nariz mientras mis ojos y mi garganta arden.

Todo en él se suaviza. Sus ojos, su postura, el agarre que tiene sobre mí.

Incluso su voz es diferente.

—Es porque ya estuve enamorado antes.

Aunque sé que me hace ver patético, no me gusta oír eso. Me las arreglo para no gruñir, pero una mueca de enojo se extiende por mi rostro y me cuesta reprimirla.

—Es verdad, lo estuve, así que conozco las señales y las reconozco. Sé lo que se siente enamorarse.

Se inclina y me besa tan suave y profundamente que mi garganta deja de doler y se me humedecen los ojos. Odio sentirme así. Nunca debí dejar que pasara. Lo empujaría y me largaría de su habitación si no fuera por cómo me está mirando. Como si yo fuera algo. Algo grande e importante, algo que le importa.

—Sé que estoy enamorado de ti, Spreen. Lo sé, realmente lo sé —suspira suavemente. Se ve intensamente vulnerable, su corazón abierto y expuesto, latiendo en su cavidad torácica sin protección, pero no parece débil. Está desnudo, pero, a diferencia de mí, hace tiempo que aceptó su condición y, en lugar de considerarla una debilidad, la ve como una fortaleza—. Pero también sé que esta vez es diferente. Es diferente a las otras veces que me enamoré, porque esta vez... —Me besa de nuevo, más suave. Más profundo—. Esta vez, es la última vez. La última vez que me enamoraré. Somos tú y yo, cariño, desde ahora hasta el final. Tiene que ser así porque nunca sentiré esto por nadie más.

Mi corazón tiene espasmos, se contrae tan fuerte que duele, y luego late. Duele y late. Apretando mi pecho tan fuerte que me estrangula, y me hace imposible formar palabras.

Me abraza y me mece suavemente, susurrando—: Te amo —una y otra vez. Lo dice hasta que empiezo a creer que es real. Que está ocurriendo de verdad. Que lo dice en serio. Que esta es mi vida.

Lo dice hasta que empiezo a creerlo.

—No tienes que decirlo de vuelta —me dice cuando se aparta, moviéndose en mi regazo para verme mejor. Tal vez sentiría un poco de alivio si no fuera porque tiene ese brillo loco en los ojos. El brillo que hizo que pasen muchas mierdas extrañas y fuera de control en mi vida últimamente. Me deja verlo y me deja ver el segundo en que cambia de suave y dulce a jodidamente imposible—. Porque sé que tú también me amas, Buhaje.

—Maldita sea, Roier —grito—. Así no es cómo funciona esto. No podés decir “te amo” de vos a mí y también de mí a vos. Eso no es algo que exista. Todo el mundo sabe que...

—¿Ah, no? ¿Entonces cómo se supone que funciona?

—Se supone que tenés que decir que me amas y luego dejarme decir que te amo.

Lo escucho tan pronto como lo digo. Él también. El aire de la habitación deja de moverse. Por lo que sé, el planeta deja de girar. La única diferencia entre Roier y yo en este momento es que él no está ni siquiera un poco sorprendido.

Pero entonces enredo mis dedos en el cabello que cayo sobre sus ojos y se lo echo hacia atrás, dejando al descubierto su rostro. Su hermoso rostro. Su boca. Sus pómulos. Sus ojos y todas las cosas buenas que contienen, y a la mierda, cómo se me ocurrió que podría acercarme a menos de 30 metros de ese chico y no enamorarme de él. Debo haber estado jodidamente loco.

No tuve oportunidad. Ninguna opción en absoluto. Nunca la tuve. Miro dentro de grandes ojos cafés, observando cómo se agitan. Las sombras moteadas que veo en ellos deletrean claramente mi nombre. Me llaman suavemente al principio y luego cada vez más fuerte. Respondo a la llamada. Respiro hondo y me sumerjo sin mirar atrás.

—Yo también te amo, Roier. Intenté no enamorarme de vos. En serio lo intente. Pero no pude evitarlo.

 


Es el primer partido de regreso de Roier. Estamos a punto de salir al hielo, y Juan está de pie cerca de la puerta, repartiendo cascos jaula como si fueran confeti.

—¿Qué pasa con la jaula, hermano? —pregunta Jeff Sams, uno de los novatos—. Esto no es la universidad.

—Um —dice Juan, moviendo la cabeza con fastidio—, Roier tuvo una conmoción cerebral grave, y no vamos a dejar que salga ahí usando un casco jaula solo. Se llama ser un jugador de equipo. Búscalo.

—No necesita un casco jaula. Nadie más usa uno después de sufrir una conmoción cerebral.

Los novatos en general pueden ser irritantes, pero este en particular es un gusto adquirido.

Y no puedo decir que haya adquirido el gusto.

—Bueno, Jeffery —dice Juan, ralentizando sus palabras para hacerlas más fácilmente comprensibles—, la madre de Roier es médico, ¿sabes? Así que creo que descubrirás que ella sabe un poco más que tú sobre los peligros de las lesiones cerebrales.

—Sí, idiota —le digo al novato mientras me pongo mi propio casco jaula de mierda en la cabeza, atándomelo de forma enfática—, es una cuestión de salud y seguridad.

Missa y Rubius también agarran un casco jaula. Ambos parecen un poco reacios, y no puedo culparlos. Me siento como un completo pelotudo usando la maldita cosa, pero Roier es terco con eso, y cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que su madre tiene razón. Es una locura que las personas jueguen este deporte con sus rostros expuestos.

Especialmente las personas con rostros locamente hermosos. Rostros con los que quiero despertarme por las mañanas.

Rostros que quiero que sean la última cosa que vea por la noche. Rostros que no quiero, bajo ninguna circunstancia, que salgan lastimados.

—Esto es jodidamente ridículo —refunfuña Roier. Juan y yo lo ignoramos, vigilando atentamente mientras se pone el casco.

No es que no me agrade Juan. Mierda, en la última semana vi un lado suyo que respeto muchísimo, así que puede que me equivoque, pero sospecho ligeramente que hay una leve competencia sucediendo entre nosotros. No estoy seguro al cien por cien, y espero equivocarme, pero tengo la sensación de que estamos compitiendo por el puesto de yerno favorito del Sr. y la Dra. Brown.

No yerno, obviamente. Eso sería una locura. Es demasiado pronto para pensar así.

Dios. No. Quiero decir, novio favorito de un hermano Brown. Eso existe. Y aunque no lo hiciera, a eso me refiero.

Roier se desliza sobre el hielo como pez en el agua. No hay vacilación, ni un atisbo de duda o un parpadeo de incertidumbre en su desempeño a pesar de lo que pasó la última vez que jugó.

Tenerlo de vuelta se siente realmente bien. Sorprendentemente bien. Incluso mejor de lo que pensaba. Como meter tu mano en un guante en un día frío. Un guante cálido que se ajusta perfectamente. Un guante hecho para vos.

Lo retomamos justo donde lo dejamos. Una máquina bien engrasada. Una mano izquierda y derecha. Velocidad y fuerza. Luz y oscuridad.

Dos mitades de un mismo todo.

Vamos ganando uno a cero, y tengo que decir que estoy bastante impresionado de estar jugando tan bien. Tener a Roier de vuelta es genial y todo, pero es distractorio como el infierno. Y no estoy del todo convencido de que sea un accidente. Es Roier Brown, después de todo. Le gusta hacer que mi presión arterial suba.

Estamos a punto de entrar en el tercer periodo, y miro el reloj con nostalgia antes de que empiece a correr. Quedan veinte minutos. Veinte minutos de hockey. En otras palabras, toda una vida.

Tenés esto, Buhaje. Vamos, Buhaje. Mantén la calma.

Hago lo que puedo para mantener mi cabeza en el juego, pero es casi increíble lo sexy que es Roier cuando juega al hockey. No puedo creer que exista un ser humano tan atractivo.

Está jugando como un demonio esta noche. Un hombre hecho para la velocidad. Para la victoria. Un hombre que se mueve como una flecha disparada por una ballesta. Un hombre que juega como vive, como si fuera fácil y divertido. Un hombre con una cara bonita y una sonrisa blanca asesina.

Una sonrisa que está haciendo todo lo posible por ocultar. Una sonrisa que sé que es para mí, y sólo para mí.

Lo discutimos de antemano y acordamos una serie de protocolos para el partido. Celebraremos los goles como siempre, porque que se joda quien intente pararnos. Jugamos para ganar, y vamos a celebrarlo cuando lo hagamos. Intentaremos mantener nuestras interacciones al mínimo y evitaremos las cámaras en la medida de lo posible. Si tenemos que hablar entre nosotros en el banquillo, nos taparemos la boca con los guantes e intentaremos no mirarnos, porque esa mierda es munición para el espectáculo de mierda que se nos viene encima.

Estuve bien, creo. Me estuve manejando bien, y Roier estuvo haciendo un trabajo decente apegándose a los protocolos. Si seguimos así, podríamos estar bien. Todo esto podría pasar pronto. Estaremos bien...

Oh, mierda.

Hablé demasiado pronto. No estoy bien.

Sea lo que sea lo contrario de bien, eso es lo que estoy.

Roier está en cuatro sobre el hielo. Decidió hacer un buen estiramiento antes de que empiece el período. Por qué se está estirando en esta etapa tardía del juego está más allá de mí. Tiene su palo entre las manos y lo está usando para sujetarse. Sus rodillas están muy separadas, los patines casi tocándose.

Mueve las caderas, haciéndolas ondular lentamente.

Una vez.

Y otra vez.

Está dibujando círculos grandes y lentos en el hielo con sus rodillas. En el sentido de las agujas del reloj.

En sentido contrario a las agujas del reloj.

Se colocó justo delante de mí. Todo lo que puedo ver es un mar de blanco. Blanco puro. Blanco nieve. Hielo, hasta donde alcanza mi vista. Y Roier. La parte de atrás de Roier. La parte trasera de su casco. La parte de atrás de sus musculosas piernas. Y su culo.

Dios santo. Su culo.

No puedo respirar.

Está sobre sus manos y rodillas, con la espalda ligeramente arqueada. Su culo apuntando directamente en mi dirección.

Estira la ingle. Luego los glúteos. Luego los isquiotibiales. Por el amor de Dios, ¿cuánto puede estirarse un hombre?

Empiezo a sudar en mi puto casco jaula. Más de lo que suelo sudar en un partido. Mi cuero cabelludo hormiguea con calor y gotas saladas recorren mis sienes. Mi corazón late más fuerte de lo que suele latir en un partido. Más fuerte y más rápido.

Siento que me estoy resbalando.

Es una de esas cosas que suceden lentamente y luego de golpe.

—Brown —siseo cuando ya me fui y él finalmente se levanta del hielo y tiene su hermoso culo en el banquillo junto a mí. Me llevo el guante a la boca. Él mantiene la cabeza lejos de mí, como habíamos acordado, y yo hablo en voz baja. Tan bajito que ni siquiera el chico que está sentado detrás de mí puede escucharme, pero hablo de todos modos—. Cuando lleguemos al hotel, te quiero así —Muevo el dedo índice de la mano que tengo sobre el regazo y señalo el lugar donde se estaba estirando.

No asiente ni se mueve, pero se aclara la garganta para mostrar que me escuchó, así que continúo:

—Te quiero en cuatro. El culo al aire para que cuando abra la puerta, sea lo primero que vea —Muevo ligeramente mi pierna hacia él. No quiero hacerlo, pero no puedo evitarlo—. Te quiero en cuatro para poder enseñarte lo que les pasa a las putitas que simulan coger en el hielo.

—Vaya, Spreen. Siento que pienses que actué como una puta —Resopla detrás de su guante, pero rápidamente se contiene. Su voz destila una inocencia fingida que roza peligrosamente el sarcasmo, pero aún así consigue sonar como música para mis oídos—. Sólo intentaba hacerle saber a mi novio que estaba pensando en él.

Mi pecho se infla involuntariamente. Tampoco puedo evitar eso. Me da algo súper embarazoso cada vez que Roier me llama su novio.

Sé que debería dejar de hablar, pero sea lo que sea que se apodera de mi mente y mi cuerpo cuando estoy cerca de Roier Brown, ahora está al mando.

—Te quiero así, pero te quiero desnudo —La sangre retumba en mis oídos, rugiendo mientras corre por mis venas—. Te quiero preparado —digo, y él tararea en señal de acuerdo.

Su tiempo de reacción es un poco más lento de lo habitual, pero no mucho. Aún así, me doy cuenta de que lo estoy afectando, y me gusta. Más que gustarme. Me encanta—. No sólo limpio, ¿si? También te quiero abierto. Te quiero en el suelo, con las piernas bien abiertas. Quiero tu agujero estirado y previamente lubricado... como una buena putita.

Su rostro sigue inclinado lejos de mí, pero hay una sonrisa enorme y arrogante en su voz cuando habla.

—Trato hecho, número ocho.

Luego se lanza sobre la pista y entra de lleno en el juego. Como si no bastara con que me haya excitado tanto que apenas puedo ver el disco, el pequeño hijo dr puta tiene el descaro de marcar un gol impresionante y hacerlo parecer fácil.

 


Vuelvo a revisar el vestíbulo. Está bien iluminado pero completamente desierto, así que empujo la puerta para abrirla lo suficiente como para deslizarme por ella. La cierro rápidamente detrás de mí.

La habitación es como cualquiera de las miles de habitaciones de hotel en las que me aloje por todo el país. Decoración sobria y práctica con un toque lujoso e iluminación suave y ambiental que hace que el espacio resplandezca.

Sin embargo, es diferente, porque esta habitación se completa con un Roier Brown casi totalmente desnudo sobre sus manos y rodillas, con las piernas lo suficientemente abiertas como para mostrar la hendidura de su culo y una oscura y sombría insinuación de su agujero. Hay montones y montones de piel a la vista. Tanta piel. Piel estirada sobre los músculos tensos de su espalda, brazos y piernas. Piel suave al tacto. Sedosa. Caliente. Una vista perfecta y sedosa sólo interrumpida por un par de calcetines de puta subidos hasta sus pantorrillas y un suspensorio de encaje rosa intenso que corta los montículos perfectos de su culo.

No me esperaba el encaje.

Pierdo el equilibrio y me tambaleo hacia atrás, desplomándome brevemente contra la puerta mientras lucho por recuperar la compostura. Me llevo la mano al corazón, agarrándome el pecho, y balbuceo las palabras:

—Dios. Sps tan jodidamente hot.

Roier me mira por encima del hombro y sonríe. Es la sonrisa más dulce y pecaminosa que vi en mi vida. Me pierdo en ella. Ahogándome. Nadando.

Viviendo. Sólo consigo volver a incorporarme completamente cuando él arquea la espalda con fuerza. Una línea profunda se hunde en su espalda, subiendo por su columna, y sus nalgas se abren. Su agujero está resbaladizo, reluciente de lubricante, justo como le dije.

Eso me saca de mi estupor.

Me arranco la ropa. Chaqueta. Camisa. Zapatos y calcetines en el suelo. Me bajo los pantalones y los calzoncillos, empujándolos hacia abajo mientras caigo de rodillas y me arrastro hasta Roier. Estoy adolorido, temblando de necesidad, enredado en mis calzoncillos y pantalones, sin poder ni querer hacer nada al respecto.

Hago un sonido bajo y aborrecible cuando llego hasta él. Un sonido nacido del tipo de hambre y lujuria que ahoga mi humanidad.

Escupo salvajemente sobre mi pija y la acaricio dos veces.

—¿Estás listo?

—Estoy listo.

Suena lejano y cercano al mismo tiempo. Como si tal vez él hubiera dejado de existir como algo separado de mí hace un tiempo, y yo fuera tan idiota que acabo de darme cuenta del cambio.

Agarro sus nalgas con las dos manos y se las separo, gimiendo de nuevo cuando un hilo de lubricante sale de su interior. Me cubro el pene con él y froto mi cabeza en su apretado calor con la yema del pulgar. Su anillo está suave y relajado. Preparado tal y como le pedí. Me traga entero, sus músculos tirando de mí y empujándome hacia dentro. Me succiona y me catapulta directamente al cielo. Empujo una vez. Dos veces. Golpes largos y profundos que llegan a mi interior y estrangulan mi verga. Mis bolas. Mi cerebro. El placer es una locura. Es agudo. Una avalancha. Más bondad concentrada de la que jamás haya sentido. Tanta, que no puedo contenerlo.

No puedo.

Oh, mierda. Oh, mierda.

No puedo contenerlo.

Mis caderas se agitan y todo mi cuerpo empieza a tener espasmos. El placer sale de mí como un infierno. Arrasa conmigo, quemándome hasta la médula, sacudiéndome por dentro y dejándome débil e inmóvil cuando termina.

—Oh, mierda —jadeo—. Mierda. Lo siento, Roier.

Gira la cabeza y me lanza la misma mirada que me lanzó más temprano cuando marcó su gol. Una sonrisa arrogante y sexy que me golpea justo entre los ojos.

—Está bien —dice.

Me siento sobre mis talones, tirando de él conmigo para que se siente en mi regazo, completamente empalado.

—No, no lo está. Lo siento. Sé que prepararse es un trabajo, y te mereces que te coja mejor que eso después de lo que haces para prepararte para mí — Envuelvo mis brazos alrededor de él y acaricio su cuello—. Te lo compensaré.

—Mm... —Se gira todo lo que puede y agita las pestañas en mi dirección—. ¿Y cómo vas a hacer eso?

Acaricio su cabello e intento colocárselo detrás de una oreja. No es lo bastante largo, así que vuelve a caer sobre su cara.

—Voy a besar cada centímetro de tu piel —murmuro—, y luego te la voy a chupar. Luego te besaré y te la chuparé un poco más. No voy a parar hasta que se me ponga dura otra vez. Y cuando lo esté, voy a cogerte como te mereces.

Le doy un golpecito en el muslo y un empujoncito para que sepa que tiene que levantarse mientras empiezo a salir de él.

—Aprieta —le digo—. Aprieta fuerte. No derrames ni una gota.

Hace lo que le digo, riéndose y haciendo un leve gesto de dolor mientras se dirige a la cama. Se acuesta boca arriba y me mira mientras me quito los pantalones y me estiro a su lado. Abro sus piernas y miro entre ellas. A pesar de sus esfuerzos, hay un delgado hilo de semen goteando de él.

Lo recojo con dos dedos y lo vuelvo a introducir en su interior, repitiendo el proceso hasta asegurarme de no desperdiciar ni una gota.

—Sabes —bromea—, si no lo supiera mejor, pensaría que estás intentando dejarme embarazado.

—Eso es exactamente lo que intento, princesa.

—P-pero no es así como funciona para nosotros —balbucea y empieza reír sin poder evitarlo—. Los dos somos hombres cis.

—Que aún no haya pasado no significa que tengamos que rendirnos, cariño. Significa que lo intentamos con más fuerza. Eso es todo.

Sus ojos se cierran mientras me inclino para besar la sonrisa de su rostro.

 

 

 

Chapter 26: Roier

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Spreen tiene la boca sobre mí y sus dedos siguen en mi interior. Su lengua y sus dientes también están sobre mí. Están por todas partes. Besos suaves y fantasmales por toda mi cara. Una lengua ligera y burlona en mis pezones. En mi cuello. En mi mandíbula y en mi boca. También hay besos profundos. Besos hambrientos. Besos que me calan hasta los huesos y me vacían el cerebro.

Desciende por mi pecho, por mis abdominales, deteniéndose para atormentarme cuando está a un pelo de mi pene. El calor de su aliento se filtra a través del endeble encaje rosa y hace que mis caderas se arqueen de frustración. Mi agujero tiembla alrededor de sus dedos. Llevan tanto tiempo dentro de mí que estoy sensible. Excesivamente sensible. Estoy sintiendo tanto que ya no puedo quedarme quieto. Mi cuerpo se agita, brazos y piernas revoloteando, golpeando el colchón con un ritmo sin sentido mientras mis bolas ansían liberarse.

Spreen retira el encaje, dejando mi erección al descubierto. Es de color roja oscura. Inflamada y goteando profusamente. Sonríe y la toma en el calor de su boca.

Lo que sea que me estuvo manteniendo unido empieza a deshilacharse.

Los bordes de mí se doblan, se arquean y comienzan a derretirse.

Yo comienzo a derretirme.

Dejo de ser yo mismo y me derrito.

Spreen hace lo que dijo que haría. Me besa y me chupa, y cuando estoy seguro de que nunca me recuperaré, me dice que vuelva a apretar, saca sus dedos de mí y los sustituye suavemente por su pene.

Nos movemos juntos en la noche. Él, luego yo. Él y yo. Mi cuerpo responde a todas sus preguntas. El suyo hace lo mismo. Ninguno de los dos habla, pero nos transmitimos un canto primitivo.

Para cuando por fin nos corremos, mi corazón, mente y cuerpo se han abierto por completo. Me dejo ir con una fuerza espectacular y el placer brota de mí en oleadas densas y embriagadoras. Un torrente constante de dicha que hace que se me enrosquen los dedos de los pies. Y sigue y sigue. Toda una vida de placer enrollada en sí misma y vertida directamente en mi alma.

Antes de que tenga tiempo de recuperarme, Spreen me pone de lado y se acurruca tan cerca como puede. Todavía no puedo hablar, así que gimo para decirle que soy feliz. Él responde de la misma manera.

 


Han pasado semanas desde que salió la noticia sobre Spreen y yo, y todavía es casi imposible pasar un día sin ser acosado por eso. Está afectando a Spreen, aunque intenta ocultarlo, y también al equipo. En cierto modo, nos ha unido, porque muchos de los chicos nos rodean y forman un estrecho círculo de cuerpos cuando estamos en público. Sin embargo, es difícil, porque todo depende de esta gran cosa tácita. Algo que pienso que es hermoso, pero que proyecta largas sombras de secretismo cuando la luz no le da bien. Nadie nos ha preguntado directamente sobre eso, pero la pregunta flota en el aire del vestuario. Espesa y pesada, levantándose como el vapor de las duchas.

Realmente nunca entendí el término “el elefante en la habitación” hasta que me convertí en el elefante. Digamos que no es tan bueno ser un elefante.

Un grupo de periodistas nos espera después del entrenamiento. Rubius, Juan y un puñado más forman filas a nuestro alrededor y nos mantienen en movimiento mientras nos dirigimos a los vestuarios. Mientras pasamos, nos lanzan las preguntas habituales y, aunque Spreen y yo somos capaces de ignorarlas, algo de lo que dicen desencadena a Rubius, normalmente un profesional consumado, y pierde la calma.

Se da la vuelta y le gruñe al periodista de una forma muy poco habitual en él.

—Búscate una vida, idiota —dice bruscamente.

Spreen me llama la atención en cuanto ocurre. Ninguno de los dos sonríe.

Tampoco hablamos. No hace falta. Estamos de acuerdo. Podemos lidiar con esta mierda por nosotros mismos, pero hay un límite a lo que podemos hacer pasar al equipo sin ser directos con ellos.

Bueno, no directos, exactamente.

El rostro de Spreen cambia ante mis ojos. Hay algo nuevo allí. Algo que no había visto antes: resignación. No, no resignación. Algo más. Algo mejor.

Aceptación.

Levanta un hombro ancho hacia mí, haciéndome la pregunta que llevaba tiempo esperando que me hiciera.

Asiento y susurro:

—Sí. Hagámoslo.

En cuanto todos están en el vestuario, Spreen se aclara la garganta. Cuando eso no atrae la atención de inmediato, grita—: ¡Eh! —con todas sus fuerzas, y eso es todo.

Toda la sala se queda en silencio y todos los ojos se fijan en nosotros dos. Estoy de pie al lado de Spreen, de repente muy consciente de que aproximadamente cuarenta ojos están parpadeando en nuestra dirección. Mentiría si dijera que no estoy nervioso. Lo estoy. Claro que lo estoy. Estos chicos son mi equipo. Mis hermanos. Me importa una mierda el resto del mundo, pero sí me importa lo que la gente de esta sala piense de nosotros.

Resulta que no necesito estar nervioso, y Spreen no necesita lanzarse al discurso que sé que lo ha mantenido despierto noche tras noche, preparándose mentalmente. En cuanto captamos la atención de todo el mundo, se oyen gritos y silbidos lobunos, se dan palmadas en la espalda y el dinero pasa de mano en mano mientras nosotros miramos con asombro y desconcierto.

Me tomo un segundo para entenderlo. Los dos lo hacemos.

—¿Qué carajo? —murmura Spreen cuando cae se da cuenta.

Apuestas.

Estos cabrones estuvieron haciendo apuestas sobre nosotros. Llevan Dios sabe cuánto tiempo detrás de nosotros.

—Gracias. Gracias —trina Missa mientras recoge grandes montones de dinero de los jugadores a su alrededor. Ladea la cabeza alegremente hacia Spreen y hacia mí y dice—: Los estuve shippeando desde el día en que dejaron de golpearse.

—Yo me di cuenta en el juego de trece a tres —dice Sapnap, asintiendo sabiamente—. No había ninguna puta manera de que tuvieran tanta química sobre el hielo y no fuera de él.

—Yo soy un poco lento —admite Rubius—, así que no fue hasta la conmoción cerebral para mí. En serio, Spreen. ¿Estás bien, bebé? ¿Durante un partido? ¿Con cámaras por todas partes? ¿Sabes cuántas veces he tenido que decirle a los periodistas que “bebé” es el apodo que el equipo le dio a Roier?

—Bebé sería un gran apodo para Roier —dice Juan.

Todo el vestuario estalla en carcajadas, y algún listo se toma la libertad de poner nuestra canción de goles, pero en lugar de poner la versión de “it´s raining goals”, elige la letra original.

Cuando las risas finalmente se desvanecen, Spreen dice:

—No vamos a hacer una declaración pública sobre esto porque, bueno, odio esa puta mierda. Pero agradeceríamos que si les preguntan por nosotros, se apeguen al comentario acuñado y pronunciado con confianza por el hombre al que todos llamamos Capitán, y es: “Búscate una vida, idiota”.

Cuando las risitas se apagan, la gente dirige su atención a cambiarse y ducharse. El entrenador me toca el hombro y dice:

—Buhaje. Brown. ¿Podemos hablar?

Ver al entrenador marchar por el pasillo diez pasos por delante mientras caminamos desde los vestuarios hasta su oficina me da una fuerte sensación de déjà vu. Spreen también debe de sentirlo, porque me mira, frunce el ceño exageradamente y gesticula—: Ni una palabra, princesa —antes de esbozar la mayor sonrisa que vi hasta ahora.

Cuando pongo los ojos en blanco, se acerca a mí por detrás y me da uno de esos golpecitos con dos dedos justo en el culo.

Salto torpemente por los aires y contengo un graznido al aterrizar. Le doy un par de manotazos y, cuando eso no consigue disuadirlo, acepto la derrota y me uno a él, dándole unos cuantos golpecitos perfectamente dirigidos antes de llegar a la oficina.

—Entonces... —El entrenador cierra la puerta y toma asiento. Por primera vez, nos hace un gesto para que nos sentemos también—. Supongo que esto está pasando, ¿eh?

—Sí, entrenador —decimos casi al unísono.

—De acuerdo. Bien. Bueno, antes de nada, quiero que sepan que les cubro las espaldas. Soy un aliado de toda la vida de la comunidad LGBTQ +, y esto me importa. Es importante, y quiero que se sientan seguros, así que me aseguraré de que todo el equipo directivo también los respalde. No espero ningún problema por parte del equipo, pero si se encuentran con alguno, mi puerta está abierta. Sólo díganme qué necesitan y me aseguraré de que lo tengan.

—Gracias, entrenador —digo, girando la cabeza para buscar la cara de Spreen cuando su voz no se une a la mía. Está mirando al frente, con las mejillas sonrojadas y los labios apretados. Traga duro y asiente una vez. Es uno de esos asentimientos que van acompañados de una respiración suave y entrecortada. El tipo de aliento que se apresura a salir cuando sueltas algo que has estado conteniendo desde que eras un niño.

—Dicho esto —continúa el entrenador—, como entrenador de este equipo, sería negligente por mi parte no planificar las posibles implicaciones de esta relación a medida que avanzamos. Creo que es importante que mantengamos un diálogo abierto al respecto. Está claro que las cosas están bien entre ustedes dos ahora, pero son nuestros jugadores estrella. La realidad es que habrá serias repercusiones para los Vipers si las cosas no funcionan entre ambos. ¿Qué hacemos si las cosas se complican entre ustedes?

—No lo harán —dice Spreen.

El entrenador sonríe de una manera que me hace pensar que podría ser un romántico de corazón.

—Bueno. Verás, la cosa es, Spreen, esto es nuevo. Son felices y las cosas son perfectas ahora, pero necesitamos tener un plan preparado por si eso cambia.

—No lo hará —vuelve a decir Spreen.

—No puedes saberlo, hijo.

—Puedo, y lo sé —suspira, encogiéndose de hombros con impotencia. — ¿Cree que esto sólo pasó, entrenador? ¿Cree que no luché contra eso? Porque lo hice. Hice todo lo que pude. Lo intenté. Hice todo lo que se me ocurrió para librarme de este pelotudo —Me mira con ojos suaves que tintinean con humor. Hace una pausa y apoya suavemente su hombro contra el mío antes de mostrarle al entrenador las palmas de sus manos levantadas—. No se que más hacer.

—Spreen tiene razón —confirmo con cero arrepentimiento—. Está atrapado conmigo.

El entrenador sacude la cabeza, la apoya en su mano un momento y luego suelta una carcajada.

 

 

Notes:

Alv mañana ultimo capitulo + epílogo 🥺 pense que faltaba más

Chapter 27: Spreen

Chapter Text

La temporada está llegando a su fin. Nos queda un solo partido por jugar y es un poco agridulce porque hemos jugado increíblemente bien desde que Roier volvió de su conmoción cerebral. Hemos batido récords y aparecido en encabezados. Si hubiéramos sacado nuestras cabezas de nuestros culos a principios de temporada, y si Roier no hubiera estado fuera durante dos semanas, no hay duda de que tendríamos una oportunidad real de ganar la Copa Stanley este año. Resulta que estuvimos a punto de calificar, pero no lo logramos.

Estoy fingiendo estar súper deprimido por eso, pero la verdad es que, por primera vez en toda mi carrera, me alegro de que no estemos jugando.

No se lo digas a Roier porque su ego no puede soportarlo, pero este año, por primera vez, la idea de tener una larga temporada baja me atrae.

Cada vez que hablamos de los playoffs, me lanza una mirada de acero y dice—: El año que viene, bebé. El año que viene te conseguiré esa copa.

Tal vez sea por lo bien que lo conozco ahora, o tal vez porque tiene un historial probado de hacer que la mierda que quiere suceda a su alrededor cuando se ve así, pero de cualquier manera, cuando lo dice, le creo.

El mundo sigue siendo un basurero, por supuesto, y hay un montón de idiotas por ahí si los buscas, pero en general, las cosas han estado mejor desde que le contamos nuestro secreto al equipo. Obviamente, no todo el mundo está de acuerdo al cien por cien. La mayoría lo está, pero vi alguna que otra mirada. Capte una vibración aquí y allá.

Es lo que es.

No me molesta tanto como pensé que lo haría. Roier dice que no es asunto nuestro lo que la gente piense de nosotros, y no sé, tal vez tenga razón. Dice que debemos enfocarnos en el hecho de que un montón de chicos han estado ahí para nosotros en repetidas ocasiones desde que les hablamos de nuestra relación, y eso es cierto.

Rubius es una sólida pared de ladrillos. Impenetrable mientras hace guardia para nosotros, y Missa no perdió una sola oportunidad para lanzar el comentario oficial sobre nuestra relación. Lo hace con gusto, y su “Búscate una vida, idiota” suele ir acompañado de una doble dosis de su dedo medio.

Mi favorita es la forma en que Juan afronta la situación. Aunque le encantaría ser un tipo duro como Missa, no lo es. No está hecho para eso. Siempre que le preguntan por nosotros, responde con un balbuceante:

—Búscate una vida, p-por favor.

Es el p-por favor lo que me mata. A Roier también. Nos morimos de risa cada vez que ocurre.

Fue un viaje salvaje llegar hasta acá, y nadie se sorprendió más que yo por lo que le paso a mi vida esta temporada.

Mantengo mi postura: no creo que nadie le deba a nadie una explicación sobre su sexualidad. Lo creo de verdad. Sigo creyéndolo. Lo siento profundamente, y me molesta que la gente no haya dejado de escribir y especular sobre nuestra relación. Es sólo que ahora estoy en casa de Roier, en uno de los sofás nuevos, y él está dormido sobre mi pecho. Ahora mismo, mi enojo se siente más como una construcción distante y ficticia que algo basado en la realidad.

Estaba cansado antes de desmayarse, así que está profundamente dormido. Tan profundamente que cada vez que exhala, hace este pequeño pfft cuando el aire entra o sale de él. Su cabeza es pesada. Esta cortando la circulación de mi brazo izquierdo. Mis dedos están zumbado, medio entumecidos, medio hormigueando.

Sé que debería moverlo, pero no lo hago porque, en unos minutos, se agitará y, cuando lo haga, me inclinaré y besaré su mejilla. Sé que cuando lo haga, él sonreirá en medio de su sueño.

Lo sé porque lo hizo la última vez que lo besé. Y la vez anterior.

Hasta que se mueva, voy a quedarme quieto, enterrado bajo él, y a pensar en el día que me dijo que nos amábamos. Estuve pensando mucho en eso. Todo el tiempo, en realidad. Lo pienso una y otra vez, día y noche.

Pienso en su preciosa cara, tan bonita y desafiante y dulce, y en su mirada cuando me dijo que lo único que quería era tomarme de la mano y no tener que apartarse porque alguien pudiera vernos.

Cuanto más pienso en eso, más me doy cuenta de lo mucho que yo también quiero eso. Lo quiero tanto. No es mucho pedir, y es nuevo para mí querer cosas así, pero lo quiero.

Quiero su mano en la mía.

Lo quiero tanto que empece a sospechar que lo quiero más que mi derecho a la privacidad. Más de lo que quiero defender mis principios. Más de lo que quiero que la gente recuerde mis estadísticas.

Lo quiero porque, por mucho que el mundo siga siendo lo que es, yo soy diferente ahora.

Sé lo que importa más que la opinión pública, más que los fanáticos, más que el hockey, más que nada. Es el suave pfft-pfft del aire entrando y saliendo del hombre que amo. Es el hecho de que está aquí. El hecho de que es real. Que él es mío y yo soy suyo.

 


Todo el estadio está en pie. Hay un mar de caras a nuestro alrededor. Un borrón de tonos color carne. Las bocas están abiertas, las manos en alto. La gente grita. Pisan fuerte. El aplauso es atronador, un estruendo constante que sacude los cimientos sobre los que patinamos.

Han puesto nuestra canción de goles tantas veces que casi perdí la cuenta.

Vi a Roier en su mejor momento antes, seguro, pero santa mierda, nunca así. Salimos esta noche sabiendo que una victoria no hará nada por nosotros. No hemos clasificado para la copa y no hay nada que nadie pueda hacer al respecto. Lo hecho, hecho está, pero es difícil no sentirse derrotado. Muchos de nosotros lo sentíamos antes de salir. Había un ambiente sombrío y silencioso en el vestuario antes del partido.

No Roier.

Y sé por qué. Para bien o para mal, fuit añadido al chat grupal de la familia Brown, y digamos que explica mucho acerca de por qué Roier es como es.

Dra. Brown: ¡Buena suerte, chicos! Recuerden, lo principal es divertirse.

Sr. Brown: Jueguen como si nadie los estuviera viendo.

Dra. Brown: Pero por favor, reconsideren los cascos jaula.

Roier: No, mamá.

Dra. Brown: ¿Por qué no, cariño? Se estaban poniendo de moda...

Ari: Mamá, deja de hablar de cascos jaula.

Ari: Buena suerte, Roier y Spreen. llámenme si alguien es un idiota con ustedes, iré a patearles el culo.

Ari: Para su información, si dejan que alguien lastime a Juan, iré a patear SUS culos.

Sr. Brown: Ari, por favor, deja de decir culo. Spreen es nuevo en el grupo.

Están todos aquí esta noche. Angie también. Está sentada con los Brown, y no puedo esperar a oír su opinión sobre ellos después del partido. Espero completamente que ella esté en un estado profundo de shock para cuando la vea.

Sólo quedan unos minutos antes de que se acabe el tiempo y la temporada termine oficialmente. Estoy en el banquillo recuperando el aliento, bebiéndome un Gatorade y pensando en la burla que Roier estuvo haciendo de la defensa del otro equipo. Es contagioso verlo. No puedo quitarle los ojos de encima. Pase tanto tiempo tratando de no mirar que es un alivio ceder y permitirme hacerlo. No le quito los ojos de encima. Tampoco intento no sonreír. Tampoco hago ningún esfuerzo por contener la mirada de amor que hay en mis ojos.

Él ya está en el hielo cuando paso por la zona de banquillos. Está cansado, pero no se queda atrás, porque es Roier Brown y está hecho de otra manera. Se ríe de pura alegría. Porque es feliz. Porque ama la vida y el hockey.

Juan tiene el disco y me lo pasa. Le pega tan rápido y tan fuerte que se oye un ruido sordo cuando entra en contacto con mi palo. El reloj está corriendo, y hay una sensación de urgencia en todos nosotros. Una prisa. Una determinación. Queremos lo mismo. Lo mismo de siempre.

Un gol más.

Se lo paso a Rubius. Es un buen pase. Sólido y rápido. Elude al primer jugador, pero el siguiente lo bloquea. Roier está allí para atraparlo. No estaba hace un segundo, pero como es mágico, está ahí ahora. Choca con el ala contraria y gana el disco. Lo controla y lo hace parecer fácil. Lo golpea de izquierda y derecha mientras vuela hacia la portería. Lo persigo con todo lo que tengo.

Un defensa se le acerca. Su central también está cerca. Mi estómago se aprieta mientras espero el inevitable golpe. Pero no llega. Roier me pasa el disco y se detiene, enviando hielo por los aires. El jugador que lo estaba atacando se estrella contra las tablas por su propio impulso.

Le devuelvo el disco a Roier y él me lo pasa. Lo hacemos porque podemos. Porque es divertido. Porque en estos días, cuando uno de nosotros marca, el otro también lo hace.

Yo meto el disco en la red esta vez, sabiendo muy bien que la próxima vez, será Roier quien lo haga.

Es una victoria fácil, pero eso no significa que no sepa dulce. La multitud está eufórica. Aullando. Rugiendo. ¿Y quién puede culparlos? No es frecuente ver a tu equipo ganar por seis goles en casa.

Como siempre, el hielo se llena rápidamente de jugadores cuando suena el pitido final. Manos y puños me son ofrecidos. Golpecitos en el casco y palmadas en la espalda. Me abro paso a través del equipo, consciente de Roier todo el tiempo. Está a mi izquierda. Unos pasos por detrás de mí. Una presencia ardiente que me calienta la piel.

Me giro hacia él y le sonrío. Él también sonríe, pero rápidamente baja la mirada y mira hacia otro lado. Patino hacia él y le paso un brazo por los hombros. Tararea y se inclina hacia mí por un segundo, luego se va.

Está siguiendo nuestro protocolo. No pone un pie en falso.

La cuestión es que no hay ni una maldita cosa mal en lo que él es para mí o yo soy para él, así que extiendo la mano y agarro su brazo con firmeza, tirando de él hacia mí y apoyando mi casco contra el suyo.

Los flashes de las cámaras saltan y los jugadores que están cerca de nosotros reducen la velocidad.

Hay miles de ojos clavados en nosotros mientras me llevo la mano a la boca y me arranco el guante con los dientes, tirando de él y dejándolo caer sobre el hielo. Agarro la mano de Roier entre las mías, tomándome mi tiempo para aflojar su guante y deslizarlo por su hermosa mano. Una mano cálida, venosa y fuerte. Una mano que empuña un palo de hockey como si fuera una extensión de él. Una mano hecha para encajar en la mía.

Se queda inmóvil, con los ojos muy abiertos y esperanzados mientras el mundo a nuestro alrededor se queda en silencio.

Mantengo mi cabeza inclinada hacia él, cerca, porque juro por Dios que no puedo soportar que haya espacio entre nosotros ni un segundo más, y entonces tomo su mano entre las mías y entrelazo nuestros dedos con fuerza.

Se queda boquiabierto, sus labios se separan.

—¿Estás seguro?

Levanto su mano hasta mis labios, estampando un beso largo y suave justo donde se unen su pulgar y su índice, y digo:

—Nunca estuve tan seguro, ni tan orgulloso, de nada.

 

 

Chapter 28: Spreen (Epílogo)

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Fue un verano largo y perezoso. El jardín está más crecido de lo que estaba, y de vez en cuando, hablamos de hacer algo al respecto, pero hasta ahora, no nos hemos movido a tomar medidas. La verdad es que empezo a gustarme su aspecto. Me acostumbré al suave golpeteo de las ramas de los árboles en la ventana de nuestro dormitorio cuando sopla el viento del norte. Hay algo protector y acogedor en estar rodeado de tanta vegetación. No digo que no lo vayamos a hacer en algún punto, pero por ahora, estamos felices de sacar la manta de picnic al jardín trasero en las tardes cálidas y acostarnos al sol hasta que estamos tan somnolientos que ninguno de los dos puede moverse.

Pasamos los primeros días después de salir del armario enclaustrados en mi casa. Juan y Rubius vinieron esa noche y confiscaron todos los dispositivos que teníamos conectados a internet. Pasamos dos días en una burbuja completa. Angie voló, los Brown trajeron comida casera, y mi madre y mi padre llamaron todos los días durante más de una semana para preguntar cómo estaba el clima en Seattle. Juan imprimió una larga lista de comentarios de apoyo de la gente e hizo que Roier y yo los leyéramos dos veces antes de devolvernos nuestros teléfonos.

A los dos nos encantó el gesto, y una desintoxicación de los medios de comunicación fue sin duda lo correcto en ese momento, pero sabes qué, ahora que está hecho y estoy fuera, es sorprendente lo poco que me importa lo que piensen los demás.

Tengo a Roier. ¿Qué me importa todo lo demás?

Al principio, tratamos de dividir nuestro tiempo entre su casa y la mía, pero seguíamos gravitando hacia su casa.

Qué puedo decirte, mi casa es jodidamente de diseñador.

Pase tanto tiempo en casa de Roier que hace un tiempo me di cuenta de que vivo acá. Uno pensaría que darme cuenta de eso me estresaría, de verdad, pero nah. Lejos de eso. Cuando Roier dijo—: Contrataré a los de la mudanza para que traigan el resto de tus cosas aquí —un sábado por la mañana al azar, no entré en pánico. Ni siquiera empecé a sudar.

Sólo dije:

—Buena idea, bebé.

¿Buena idea, bebé? ¿Podes creerlo?

Eso fue hace un mes. Desde entonces, hemos tenido a trabajadores acá reparando el techo y arreglando el porche.

Hemos salido con algunos de los chicos del equipo y sus familias, vemos a los Brown con regularidad y Angie volvio a pasar el rato con nosotros. Ari y Juan son una presencia tan habitual que han reclamado una de las habitaciones como suya. Han empezado a traer comestibles cuando vienen, y preparan comidas juntos. Roier y yo funcionamos como catadores. Han dejado claro que no consideran aceptable lo que cocinamos.

Supongo que no creen que el chocolate caliente sea una comida, aunque sea el mejor chocolate caliente que haya visto este planeta.

Estoy seguro de que habrán pasado otras cosas, porque hace meses que terminó la temporada. Simplemente no puedo recordar cuáles son ahora mismo.

Lo que sí sé es que Roier y yo hemos estado pasando mucho tiempo en casa. Ha estado desnudo mucho. Mucho, mucho. Y cuando no lo está, usa calcetines de puta con pantalones cortos de puta y camisetas de corte recto que muestran un atisbo de sus canales de semen cuando levanta los brazos.

Mi tensión estuvo por las nubes. Me sorprende seguir en pie.

Fuí un desastre caliente con una única cosa en mi mente: Roier Brown. Estoy casi tan agotado como cuando estoy en temporada, y definitivamente estoy más deshidratado. A este punto, dudo que pudiera distinguir entre arriba y abajo si me preguntaras bajo tortura, pero pídeme que dibuje un mapa de cada peca en el cuerpo de Roier, y te juro que sería el 10 más fácil que conseguiría.

Eso no quiere decir que seamos completamente ajenos al mundo exterior. Somos conscientes de que la vida pasa a nuestro alrededor. El otro día, por ejemplo, tuvimos un nuevo vecino, y ambos nos dimos cuenta. Es cierto que nos tomó unos días, pero aun así.

Causó un poco de emoción porque había algo familiar en él, algo en su forma de moverse, o en su complexión. Me tomó un minuto ubicarlo, y no podía creerlo cuando lo hice.

—¡Roier! —grité—. Trae tu culo acá. No vas a creer quién se acaba de mudar al otro lado de la calle.

Roier bajó las escaleras de dos en dos y lo hizo en tiempo récord, aplastándose a mi lado mientras mirábamos a través de las persianas como un par de vecinos chismosos.

Estaba tan embelesado como yo.

—¡¿Ben Stirling?! —gritó—. ¿El puto Ben Stirling se mudo al otro lado de la calle? ¡A la verga! No puedo creer que sea él. Tenemos que hornear una tarta y llevarla.

—Uh, estoy bastante seguro de que la gente sólo hace eso en las películas.

—Te equivocas, Spreen. Mi papá hornea una tarta cada vez que una nueva persona se muda a nuestra calle. Siempre lo hizo. Tiene que hacerlo. Sería de mala educación no hacerlo. La única pregunta es qué tipo de tarta le gustaría a una leyenda como Ben Stirling. Manzana o cereza. No sé... la manzana parece un tipo de tarta neutral, de esas para no arriesgarte, ¿no crees?

—Pero, Roier, no sabemos hacer tartas.

Me miró como si estuviera loco de remate.

—¿Qué tan difícil puede ser?

Resulta que es muy difícil. No sabemos hacer tarta. Hornear es una ciencia. Apenas podemos hacer macarrones con queso de una caja, así que cuando lo piensas, que no podamos hornear tiene mucho sentido.

Le pedimos al papá de Roier que venga la semana que viene y nos ayude con la tarta, y mientras tanto, estuve vigilando de cerca las idas y venidas al otro lado de la calle.

—Probablemente no deberíamos espiarlo —dice Roier cuando me atrapa haciéndolo por segunda vez hoy.

—Sí —estoy de acuerdo—. No deberíamos.

—Odiamos que la gente se interese demasiado por nuestras vidas.

—Sí, lo odiamos —Me quedo callado un rato, pero no puedo apartar los ojos de la escena que se desarrolla al otro lado de la calle. Ben está sentado en el porche, como todos los días desde que se mudó. Ha perdido peso desde que jugaba con los Blackeyes. Sus pálidos ojos están hundidos, atormentados, con sombras oscuras bajo ellos. Su hijo juega a sus pies. De vez en cuando, el niño dice algo, y los ojos de Ben se suavizan.

Aunque es agradable ver un destello de felicidad en la cara de Ben, no es por eso por lo que estoy mirando. En realidad, ni siquiera estoy mirando. Estoy esperando. Esperando a ver si hoy pasa lo mismo que ayer.

—¡Roier! —grito cuando la escena comienza a desarrollarse. La cabeza de Roier asoma por la puerta.

—¿Qué me perdí?

—Todavía nada.

Se aplasta a mi lado mientras los dos nos arrodillamos junto a la ventana y miramos a través de las persianas, acercando nuestras caras todo lo que podemos.

¿Estamos orgullosos de nosotros mismos? No. ¿Significa eso que vamos a parar? Lamentablemente, tampoco.

El vecino que está justo a la izquierda de la casa de Ben se acerca desde la casita de invitados. Tiene una mata de rizos oscuros que rebotan cuando se mueve, ojos azules brillantes y un andar alegre que hace que parezca que está escuchando música mientras camina. Al llegar a la verja, se detiene y mira su teléfono.

Pero no está mirando su teléfono. Ayer hizo lo mismo. Y anteayer. Está ganando tiempo.

Espera a que el chico del porche le diga algo a Ben que lo haga reír a carcajadas y, entonces, desengancha la verja y la atraviesa. Hace un trabajo totalmente mediocre al hacerse el sorprendido al ver a Ben sentado en el porche.

—Ves —le digo a Roier, victorioso—. ¿Qué te dije? El chico de al lado siente algo por Ben Stirling.


Es un gran día aquí. Un día enorme, según Roier, pero creo que eso es un poco fuerte. Estuvo cojeando por la casa durante los últimos dos días con un enorme vendaje y una resma de envoltura de plástico en el costado.

—Ya puedes quitártelo —le repito—. Ya paso suficiente tiempo.

La verdad es que podría habérselo quitado ayer, pero no quiere ni oír hablar de eso.

—¡Me estoy recuperando de una cirugía! —rompe la palabra en tres sílabas distintas—. No puedes apresurar la recuperación, Spreen. Lo sabes. El cuerpo necesita tiempo para curarse.

—Pero no tuviste ninguna cirugía —le recuerdo suavemente.

—Claro que tuve una cirugía. Me pincharon con una aguja diez mil veces, ¿no? Eso definitivamente cumple la definición de cirugía.

—Te hiciste un tatuaje, princesa —Me río—. Ahora quítate esa puta cosa y enséñame lo que hay debajo.

El no saber me esta matando. No puedo esperar a ver el diseño que eligió.

Se quita la camiseta y se acerca al sofá azul. Mi cerebro se apaga brevemente al verlo moverse, medio desnudo, frente a mí. Acomoda los cojines de forma perfecta y está recostado sobre ellos para cuando mi cerebro vuelve a funcionar.

Se estira, pasándose una mano por detrás de la cabeza, y me observa mientras rasco los bordes del vendaje y lo retiro con cuidado. Espero a que baje la mirada mientras se lo quito, pero no lo hace. Sus ojos no se apartan de mi rostro.

Admito que estoy un poco nervioso. No nervioso exactamente, más bien muy interesado. No hay ni un centímetro de su cuerpo que no ame y, aunque soy tan fan de la tinta como el que más, me cuesta imaginar un diseño que pueda mejorar la perfección de Roier Brown.

Tardo un segundo en registrar lo que estoy viendo, entonces suelto una risa sorprendida y se me llenan los ojos de lágrimas.

Resulta que la venda es al menos tres veces más grande de lo necesario para cubrir el tamaño del diseño, y algo me dice que Roier tuvo algo que ver en eso. La piel alrededor del diseño está un poco rosada e inflamada, pero se está curando bien. La posición es perfecta, por encima de su ingle y a la izquierda. Justo donde el músculo se hunde para formar la V que conduce a su pene.

Tengo cosas que decir sobre lo que estoy viendo. Muchas cosas. Las tengo. Es sólo que me está tomando un segundo formar las palabras porque allí, justo encima de la cintura de sus jeans, en una de mis partes favoritas de su cuerpo, hay una imagen que conozco. Una imagen que vi antes.

La reconozco inmediatamente.

Debería, porque soy el artista original. Es la imagen que dibujé en el vapor de su espejo del baño hace meses.

Un pequeño corazón torcido y un osito mal dibujado.

Una adición perfecta a algo que ya era más perfecto que perfecto.

Le rodeo la cintura con los brazos y me dejo envolver por él, besándolo y murmurándole palabras suaves en la piel. Hay algo correcto en ver el diseño en él. Extrañamente correcto. Extrañamente familiar y bueno. Trazo el contorno del corazón y el oso con mi dedo y me inclino para besarlo.

Su mano encuentra el camino hasta mi cabello, sus uñas romas acarician suavemente mi cuero cabelludo, provocándome un lento temblor de excitación.

—Lo logré, Spreen —dice—. Encontré algo que amaré para siempre.

 

 

fin.

 

 

Notes:

Y asi finalizamos con este libro escrito por Jesse H Re1gn. Es el primero de una serie llamado "Amor ardiente", aun no ha salido el segundo volumen lamentablemente

Me saco tantas carcajadas y momentos lindos, voy a extrañar a esta parejita :")

Gracias por leer ♡