Chapter 1: Una memoria de envidia
Chapter Text
En su memoria, la figura de Thomas permanecía quieta dentro de una calmada escena que no creyó fuera un sueño. Era una memoria extraña. Una que combinaba aquello que recordaba y aquello que no, como formada por un conocimiento secreto que te anticipa un hecho y tú, sin embargo, esperas, expectante. Thomas le hablaba y no podía escuchar; Thomas le extendía la mano como quien invita a alguien a caminar hacia otro lugar, y él no sabía a cuál. No importó; lo siguió sin dudar. Y, mientras sus ojos nadaban en un mar azul que lo observaba con amor melancólico, se perdió en un camino de luz.
Las mismas paredes de hace treinta años y el mismo techo fino de los últimos días de su vida lo recibieron de repente, iluminados por el brillo solar de una mañana que no se sentía tan real como aquella caminata que parecía haber tomado hace tan solo segundos. Thomas no estaba ahí y sus pies tampoco tocaban el verde césped por el cual él lo invitó a caminar. Vincent bajó la mirada a sus manos y en ellas encontró pliegues de piel arrugada que ayer ni siquiera se habían asomado. Cansado, las contempló como si entre las líneas y las manchas hubiese una respuesta oculta. Ojos fijos en su palma, vio una mano firme cubrir el cuadro de su propia piel y, cuando con aliento fatigado giró la vista a la figura de su derecha, escuchó:
— ¿Necesita algo, su santidad?
— ¿Qué día es hoy?
Unos largos mechones comenzaron a dibujarse alrededor de un rostro adulto y fino, sin expresiones que pudiera distinguir, pues sus ojos se resistían a ofrecerle una fotografía nítida del entorno. Pero lenta, su mente completaba aquello que la vista ya no podía descifrar y entonces los labios calmados de su acompañante sonrieron.
— Domingo por la mañana, su santidad.
Vincent asintió, casi aliviado de empezar a comprender su entorno. Despierto, dejó su asiento con dificultad y caminó hasta el armario donde había guardado su viejo maletín y, dentro, la homilía que escribió para el día. Como todos los días desde el inicio de su papado, un par de órdenes salieron de sus labios mientras su cuerpo se preparaba para la rutina del día. Notó que el armario parecía diferente al del día anterior. Antes de que pudiese preguntar, la misma figura lo detuvo:
— Su agenda está libre el día de hoy —dijo ella, poniéndose de pie.
— ¿Por qué? —preguntó casi en susurro, sorprendido y un tanto asustado. Nunca antes había tenido un día libre; no podía recordar la última vez que así había sido. Un día sin misa era una ocasión rara. Tal vez no tan rara si se esforzaba por recordar. En realidad, solo la guerra lo había dejado sin misa y aun así no llamaría a ese día un día libre—. ¿Qué sucedió?
— Nada grave, su santidad. Es su día libre, tal y como lo pidió.
Por unos segundos, pensó que se trataba de un error, quizás un problema de comunicación. Cuando sus labios se prepararon para preguntar, una brisa ligera le trajo a la mente la imagen del cardenal Lawrence. Dudó un momento; se dirigió hacia la ventana. Ahí posó los ojos sobre un pequeño — pero muy bien cuidado— jardín y entendió por qué había pedido un día libre.
Una parte de su alma se sentía avergonzada de dejar sus labores papales para pasar un día junto a Thomas. La otra parte, aquella que tenía todo a su favor para ganar, se agitaba con una inexplicable felicidad que por momentos se atrevía a considerar divina. Sonriente, asintió de nuevo, casi ciego a las dudas que empezaban a acumularse desde que despertó.
— ¿Dónde está Thomas?
— ¿Su santidad?
— El cardenal Lawrence. Necesito reunirme con él.
En el silencio, las aves que rodeaban el palacio apostólico volaron. En medio del sonido de las alas que decoraban la falta de respuesta, lentamente giró a ver a la mujer que lo miraba desde el otro lado de la habitación. Ella bajó la cabeza. Aunque su figura borrosa era fácil de malinterpretar, por un momento creyó que planeaba su respuesta. Inesperadamente, su voz clara y ligera no mostró indecisión:
— El cardenal debería estar regresando de su viaje en las próximas horas, su santidad. Le haré saber que desea verlo en cuanto llegue —, pero Vincent no apartó la mirada. De pie, junto a la ventana, bañado por la luz solar, contempló de nuevo su realidad a través de la silueta que lo acompañaba y ella, atenta, rompió la quietud: — ¿puedo ayudarlo en algo más? —Vincent rio.
— Siento como si él hubiese estado de viaje por largos años.
— Fue una misión muy complicada, su santidad.
— Lo entiendo. Perdona mi impaciencia.
Ni siquiera podía recordar la misión a la que Thomas fue enviado, ni el país donde estuvo o su despedida antes del viaje. No importaba; no necesitaba saber más. Thomas volvería en unas horas y entonces comprendería todo. Además, aquella habitación, a pesar de verse diferente, no se sentía ajena, ni tampoco se sentía así la presencia de la persona que lo acompañaba. Acababa de recordar su nombre y de dónde la conocía. Había cambiado un poco.
— No hay nada de qué disculparse. Sé que fueron muy cercanos —respondió ella, acercándose a la ventana para invitarlo a tomar asiento—. ¿Desde hace cuánto lo conoce?
Muchas veces le habían hecho la misma pregunta y muchas veces había él respondido como quien se aventura a relatar una de las mejores memorias de su infancia. Una sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de Vincent. Hubiera deseado empezar con un “de toda la vida”.
Un día, un papa murió y el mensaje demoró tres días en llegar a todos los destinatarios. En medio de la quietud de un paisaje donde la paz, al ser tan delicada, abría paso a una esperanza inquebrantable, un hombre recibió la noticia como si se tratase del suceso de un futuro lejano para el cual aún no se había preparado, aunque lo supiera venir.
Cuando aceptó su presente, una parte del mundo se detuvo. Cada día, cada noche, mientras su labor se desarrollaba en cada calle descubierta de compasión o mientras su voz se movía sigilosa por los elementos de un templo hecho refugio para un puñado de personas, casi precavida de que su eco no hiciera ruido, ahí estaba el recuerdo del papa, despierto como el fantasma de un hombre anciano y un padre frágil que levantaba la mirada y le preguntaba hacia donde dirigía sus pasos si ni su muerte podía llevarlo a Roma a abrazar a sus hermanos.
Y luego el fantasma se desvaneció al cruzar una pared que lo llevó a otro lado del mundo. Se posó en medio de una habitación que apenas cobijaba a un hombre de mirada cansada y rodillas colapsadas, ambas sobre el frío suelo de un pequeño apartamento, codos derribados sobre su propia cama y manos que rezaban mientras escondían su rostro. Se posicionó frente a él, flotó a su alrededor, le susurró al oído y acarició su cabeza como un padre que intenta despertar a su pequeño hijo. Pero el niño no despertó ni giró la vista a su padre. Solo musitó amén y se escondió entre las sábanas de su lecho, tal y como lo haría a diario por las próximas semanas, derramando una sola lágrima por día mientras su padre permanecía ahí, paciente al tiempo porque el cielo siempre espera.
Quizás, desde el punto de vista de un fantasma, el tiempo no es nada más que una memoria que se reproduce lentamente, como una película que no recuerdas haber visto, pero cuyas escenas se desarrollan tal y como habías previsto. Thomas continuó su labor, aunque no escuchase a su padre, y Vincent escuchó a su padre e hizo un alto a su labor. El papa esperó.
Una tarde casi sin sol, Thomas conoció a Vincent. Vincent conoció a sus hermanos no mucho después. Aquí el tiempo se divide en tres. Para Thomas, quien en las últimas horas había rogado por fuerza, el rezo parecía haberse quedado sin respuesta. Desde hacía unas cuantas semanas, si no es que meses o tal vez años, la espiritualidad escapaba de sus manos cual pez que huye de un pescador que nada en medio de la marea. La barca que debía ayudar a este pescador se encontraba cada vez más lejos y, ante las palabras del arzobispo Woźniak, simplemente comenzó a hundirse. Thomas dejó al pez y nadó hacia el bote, por cuyo costado se colaban las aguas negras a través de un discreto agujero que ni él mismo había notado al zarpar. Mientras nadaba, a lo lejos vio una figura y cada vez que volvía a girar la vista hacia ella, la silueta se hacía más clara.
Para Vincent, quien ya antes había visitado Roma brevemente y cuyo contacto con los hermanos cardenales había sido casi nulo, la seguridad con la que pisó la Casa Santa Marta se desvanecía a medida que reparaba en lo poco que conocía del clero vaticano y del cónclave. Subido en una balsa, la certeza de que el papa, en su sabiduría, lo había nombrado cardenal era el único remo que lo ayudaba a navegar en la tempestad. Este remo era débil; aunque una certeza lo dejó remar, el vacío de la incertidumbre permitía al mar quebrar su madera. Al agrietarse el remo y quedar a la deriva, vio a lo lejos a un hombre nadar y, detrás de él, una brisa ligera que rápidamente se hizo ráfaga para conducir su balsa a una barca cada vez más maltrecha.
Para la memoria de un fantasma, Thomas, cansado, abrió los brazos una vez más. Vincent, dudoso, no temió equivocarse y seguir. Aquí el recuerdo se vuelve omnisciente.
Hay pecado en todo aquel que vive como el creador lo ideó. Si en la sabiduría divina hubo espacio para hacer al humano libre en pensamiento y acción, entonces se le hizo libre de dejar los brazos de su padre y conocer los caminos del hogar que este creó para él. Incluso si entre tantos caminos no volviera la vista a su padre nunca más, eso no hace menos divina a la humanidad. De ese modo hay virtud en el pecado, y cuando incluso en el pecado, sin guía o creencia, un corazón encuentra el camino del bien, entonces hay santidad.
Cuando el hombre que nadaba en la tempestad distinguió al hombre sobre la balsa y este, luego de ver los labios del extraño convertir la duda en fe, conoció al hombre que nadaba en medio del mar, ambos envidiaron la posición del otro. Qué feliz es aquel que, aunque golpeado por las olas de la incertidumbre, sigue nadando, y qué feliz es aquel que aún no ha perdido la balsa del rezo, cuya madera, a pesar de la tormenta, no se ha deshecho para dejarlo en medio de las aguas oscuras.
Aquello que se envidia, se añora y, como se añora, es casi imposible no acercarse a observar. Thomas se acercó a Vincent una calmada noche en la que solo las tortugas del papa parecían disfrutar de la quietud del cónclave. Cuando se encontró caminando a su lado, en su envidia por una espiritualidad viva, creció un poco de admiración. Por su lado, Vincent ya había cultivado la admiración por el decano desde la homilía y cuando Thomas lo guio por los jardines, los frutos ya habían disuelto la envidia en dulzura.
Otra noche, cuando inesperadamente Thomas tocó su puerta y tan solo la tela de una sotana cubrió su desnudez, vio de cerca al hombre que admiraba y a la virtud perder su valor. Pero si a aquel hombre lo había admirado en la luz, ahora no lo apreciaba menos porque por un momento caminase en la sombra. Thomas no quería su voto, pero entre sus razones solo escuchó excusas. Primero fue su espiritualidad, luego los escasos votos a su favor, después la imagen de la iglesia, finalmente el cardenal Tedesco. Thomas no quería su voto, pero al rechazarlo, lo cimentó. Aquel que mira a la oscuridad necesita de alguien que lo ayude a girar hacia la luz. Thomas tenía su voto; Vincent ya no necesitaba la luz de sus velas para meditar.
Luego de unos minutos, Thomas dejó su asiento y apagó otra vela. Aún con dudas en el rostro, se acercó a Vincent y se perdió en sus ojos. Podía verse reflejado en ese cálido tono marrón que pintaba la profunda mirada de su colega, cansada, bondadosa y resiliente; una mirada bella. Por un momento, mientras varado en la mirada de Vincent admiraba y envidiaba aquello que perdió hace mucho, creyó ver al papa sentado en la silla que hace poco él ocupó. Giró la cabeza hacia aquel lugar y el papa no estaba ahí; volvió la mirada y encontró el silencio de su colega. Gracias —susurró sin regresar a sus ojos—. Y despacio, poco a poco, besó su mejilla.
El sonido de una puerta que se cierra volvió a dejar la habitación en un meditabundo silencio. Aún frente al baño, Vincent tomó una de las velas que acababa de apagar y al acercarla a su rostro, percibió un suave aroma dulce que lo invitó a cerrar los ojos. Qué felices aquellos que pueden amar en cuerpo y alma, porque han explorado todos los caminos del señor. Sintió envidia; no supo por qué.
Thomas volvió a su habitación. Tomó asiento, intentó rezar y no encontró respuesta. Caminó y recorrió el espacio de su pequeña residencia. Volvió a tomar asiento, cerró los ojos y, al abrirlos, decidió dejar la habitación. Sus pasos lo llevaron hasta la hermana Agnes y, un tanto dubitativo aún, preguntó por la hermana Shanumi. Agnes cerró el asunto con una pequeña actualización y no se atrevió a decir más. Pero entonces Thomas, aquel de débil espíritu como así mismo se había llamado frente a Vincent, osó invocar el espíritu del papa. Sin guía, sin orientación, un hombre siguió nadando en la tempestad y un pequeño salvavidas flotó cerca de él. La hermana Agnes lo dejó a solas junto a la verdad.
Pensó que la verdad, dicha cruda, podía salvar a la barca de hundirse. Confrontó a Tremblay y cuando lo hizo, confió en que, dentro del cardenal, una vez la verdad fuera dicha, habría arrepentimiento y reflexión. Tremblay negó la verdad tres veces y la barca continuó hundiéndose. Cuando el cardenal lo dejó a solas, y luego de unos minutos que gastó mirando al suelo como en busca de una respuesta, creyó ver de nuevo la figura blanca del papa caminando por el mismo pasillo por el que Tremblay había escapado. Esta vez le pareció verlo venir hacia él.
Thomas fue hacia el papa, hacia la habitación que alguna vez el hombre habitó y más allá del sello que él mismo había ordenado poner. Ahí moraba el papa aún, vivo en cada objeto que alguna vez formó parte de su día, como el perfume que deja el incienso incluso después de haberse consumido. Sentado en la cama del anciano, de repente sintió que su voz revivía, cual mesías que al tercer día resucita y no deja el mundo hasta haber entregado un último mensaje a sus discípulos. Thomas lloró ante el último susurro del padre que no había podido escuchar desde incluso antes de su muerte; esas eran sus últimas palabras. Ahora el cielo no esperaría más, pues él se dirigía a su luz. Su padre finalmente dejó el mundo.
Al secar sus lágrimas, instintivamente y casi creyéndose loco, giró hacia la estructura de la cama. Junto al distinguido detalle bordado, fibras blancas salían de la madera. La madera tambaleó levemente y al moverla, encontró papeles. Los papeles pasaron de sus manos a las de Aldo. Las de Aldo los rechazaron y Thomas vio a la barca con más agujeros de los que había anticipado. Siguió nadando.
Frente a la máquina de copias, las aguas se hicieron un tanto complicadas. La hermana Agnes le ofreció otro salvavidas. Ciento ocho sobres llenaron las mesas del comedor y antes de que todos sus hermanos llegaran, impávido, se sentó en medio del salón. Las figuras rojas empezaron a arribar; el murmullo creció con el paso de los minutos. Sabbadin fue el primero en convertir el eco indescifrable en palabras claras. Thomas volvió a ahogarse en la duda.
Un plato de comida se posó frente a él y la melodía de una voz suave detuvo la tempestad por unos instantes. Era Vincent, extendiendo las manos hacia él como quien rescata a un sobreviviente en medio del agua. Pero la barca aún debía ser reparada y quizás la verdad, cruda y ahora también palpable, ayudaría a hacerlo. Esta vez encontró un poco de tiempo para respirar antes de reparar. Aquí la memoria se hace una.
El murmullo se apagó, pero ni Thomas ni Vincent recuerdan por cuánto tiempo. Thomas miró a Vincent y, como la última vez, se detuvo en sus ojos y dentro de ellos encontró su reflejo. Vincent miró a Thomas por unos segundos, le sonrió y le pidió comer. Su compañero, aún perdido, pero ya no en una tormenta, le preguntó si había hecho lo correcto. El cardenal giró la vista hacia el mar calmado que se movía en los ojos de Lawrence y asintió. Aún en silencio, tomó la mano del hombre que lo acompañaba y, con una leve caricia sobre la piel y para el oído, dijo: “Nadie que siga su conciencia está equivocado, eminencia”. Bajo la mesa, Thomas sujetó la mano de Vincent con fuerza. En esa fuerza, ambos reconocieron amor. Nadie dijo mucho más.
Ambos recuerdan ver al barco hundirse un poco antes de volver a verlo flotar. La hermana Agnes había ayudado a reparar el daño más crítico. Una explosión en medio de la capilla volvió a herir la estructura, aunque más bien solo parecía haber revelado sus falencias. Thomas no podía reparar más, pero Vincent sí. Entonces Thomas tomó su mano y subió a la balsa que él mismo había logrado atraer con el viento de su primera homilía, aunque aún no lo supiera. Subido sobre esa balsa, sintió que el mar era cálido.
Aquí una nueva memoria empieza; la balsa se rompe bajo sus pies y ambos caen en aguas oscuras, mas no existe ni frío ni desesperación, solo calidez. Quizás, y a pesar de la inmediata vorágine de sensaciones violentas que surgieron al escuchar las palabras temblorosas de Ray, ya era muy tarde para volver a la superficie. Soy lo que Dios me hizo —respondió Vincent con una serenidad casi divina—. Pero incluso si no lo hubiera hecho, incluso si la respuesta hubiera estado falta de toda gracia, bajo el agua no podía ver más que admiración; quizás, amor.
Dos hombres en completo silencio, con la cabeza baja y la vista en el suelo, se hallaban sentados uno frente a otro. En medio, sobre unas rodillas a punto de enredarse debido al poco espacio que las separaba, sus manos se entrelazaban. De lejos, parecía que ambos rezaban. De cerca, nadie decía una sola palabra; solo los ojos, ambos fijos en las manos del otro. Thomas y Vincent levantaron la vista y, al mirarse el uno al otro, descubrieron que en verdad la memoria del pecado eran miles de espinas hechas una sola corona.
Thomas y Vincent no recuerdan quién se aproximó primero. Solo recuerdan el aroma del otro, abrazando su mundo a ojos cerrados; dulce, sereno, lleno de paz. Luego, la sensación de una piel cercana a la suya, a veces suave, a veces cálida. Finalmente, la humedad de una boca, hecha la sangre, y unos suaves labios mordidos, hechos el cuerpo. No existía sentido del tacto, pues sus manos estaban llenas al sujetar al otro; no existía sentido del gusto, pues sus bocas estaban llenas de dulzura; no existía sentido del olfato, pues el aroma agudo del incienso ocupaba su entorno; no existía sentido de la audición, pues solo escuchaban jadeos; no existía sentido de la vista, pues, aunque sus ojos se hallaban cerrados, la luz del otro era suficiente para cegar sus días.
— Tú ya no eres Vincent —susurró Thomas al oído, su frente recostada en la sien de un papa. Luego lo miró, manos sujetando un rostro sagrado, y con dolor disfrazado de fortaleza dijo: —. Sé Inocencio.
Aquí cayeron las primeras lágrimas de Inocencio XIV.
Chapter 2: Una memoria de avaricia
Notes:
Canciones que me ayudaron a escribir:
1. Senza un perché – Nada
2. The Night We Met – Lord Huron
No tiene beta read
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
El color naranja del atardecer se despedía de una habitación cubierta en estantes y papeles sueltos. Detrás del naranja, desfilaba un profundo azul. Antes de irse, el color más cálido pasó por el salón principal de la residencia y acarició la mejilla de un hombre sentado sobre un sofá. Luego, salió por la ventana y la noche de azules cayó como cubeta de agua sobre la mitad de un rostro. La otra mitad brilló en diversos colores, según la imagen de la tableta de su izquierda.
Muchos años antes de su viaje y meses después de la primera aparición del papa en el balcón, Thomas Lawrence compartía el sofá con las primeras imágenes de Inocencio XIV. El decano escondía los ojos detrás de su palma, privándose de las tomas hacia la plaza San Pedro y, en compensación, completamente atento a cada ruido que surgía de la escena.
— ¡Habemus Papam! —dijo una voz desde el aparato, sucedida por el rugido de una multitud.
No era la primera vez que presenciaba, escuchaba o reproducía el primer saludo de un papa. Usualmente, cuando regresaba a esas grabaciones, saltaba todo lo dicho por el cardenal protodiácono y pasaba a enfocarse en las primeras palabras del pontífice. En ocasiones, podía encontrar pequeños presagios dentro de los discursos o discretas advertencias hacia un asunto en específico. Si alguien se lo hubiese preguntado unos años antes, habría dicho que ese era su pasatiempo favorito.
Esa noche, como muchas otras, el protodiácono pudo cumplir su rol sin que Thomas lo saltase. Tampoco saltó los vítores del público, ni los comentarios sueltos de unos presentadores de TV, ni los minutos incómodos de una producción que luchaba por conseguir una fotografía del cardenal Benítez. Ni siquiera omitió las reacciones de un panel de invitados que perdió el habla, ni la respiración ahogada en horror de quienes vieron Kabul junto al nombre del papa.
— Dios nunca estará en un campo de guerra —declaró una figura de blanco y carmesí que examinaba cada rostro de una plaza muda—. Hoy más que nunca, amen a sus enemigos. Hagan el bien a quienes los han herido. Oren por quienes los maldigan. Si alguien toma lo que les pertenece, que no sean sus manos las que luchen, sino su corazón.
El silencio permanece unos segundos más. Nadie en la plaza se atreve a decir algo. Pequeñas figuras bípedas comienzan a dejar el lugar. Otros, en medio, no pueden decidir qué corriente los llevará de ahora en adelante. Solo una paloma ignora al mundo humano y se posa sobre el balcón, frente al papa. Aquellos que ya han decidido dejar la plaza, no vuelven más; otros deciden ahí su lealtad y el nombre de Inocencio XIV comienza a ser aclamado.
Aquel día, Thomas dejó los terrenos del Vaticano en cuanto le fue posible. Empacó sus pertenencias, pasó por una pequeña tienda con réplicas de La Pietà en el escaparate, dobló por la esquina y, unos pasos más allá, desapareció en un discreto edificio al tiempo que el protodiácono apenas abría la boca para recitar la famosa frase. Al ingresar a su vieja residencia, cerró cada ventana y cortina. Cuando estuvo en completa oscuridad, Thomas durmió.
Pasadas unas horas, abrió los ojos. Aún podía ver un poco de luz solar intentando traspasar sus cortinas. Volvió a dormir, despertó unas horas después y repitió el proceso. La tarde del día siguiente, Thomas dejó la cama para darse un baño. Fresco y listo para volver a descansar, no pudo evitar girar la vista hacia su teléfono móvil, ocupado por la imagen de Ray frente a lo que parecía ser el esqueleto de un dinosaurio. El símbolo de un teléfono en verde bailaba junto a un teléfono en rojo. Desde entonces, poco había cambiado, y lo que había cambiado no lo había hecho para bien.
Cada día, entre el naranja de la tarde y el primer azul de la noche, Thomas repetía la misma rutina. La grabación duraba casi dos horas y, al inicio, el decano no se perdía un segundo. Cuando llegó diciembre, el video se redujo a una hora y perdió los monótonos comentarios de un panel súbitamente experto en asuntos internacionales. Ya escuchaba los mismos comentarios en la calle y de personas que no se vanagloriaban en un título universitario.
«¿Qué pretende causar?, ¿otro cisma?», exclamó Aldo por teléfono unas horas después de la llamada de Ray. El cardenal sonaba especialmente indignado y derrotado. Por más de 24 horas, un austero salón de Santa Marta se había convertido en su pequeño cuartel, y un viejo teléfono su única herramienta para defender lo que quedaba de una iglesia unida. Thomas no se había dignado siquiera a dar un signo de vida. Aldo se lo reclamó en cuanto se contactó con él. Tenía razón. Por al menos un día, Thomas había colocado la vieja estatuilla de Cristo en la cruz debajo de su cama y así concilió el sueño.
Ahora, meses después, Aldo estaba menos disgustado, pero igualmente preocupado por la situación. A las pocas horas del baño de azules, el cardenal se apareció en la puerta del decano con una maleta en manos y el rostro cansado de quien acaba de aterrizar en otra zona horaria.
— ¿Cuándo le darás nuestro mensaje? —preguntó desde el sofá del salón.
— Aldo, él está tan al tanto del problema como nosotros.
— Pues no parece actuar como tal.
— Francamente, no entiendo tu sorpresa ni la del resto. Él fue muy claro en Santa Marta, —recalcó mientras dejaba una copa frente a su amigo— antes de que 92 de nuestros hermanos cardenales votaran por él.
— En Santa Marta, él era un cardenal dirigiéndose a sus hermanos. Hoy es la cabeza de la iglesia, dirigiéndose al mundo. No hay comparación—Thomas bajó la cabeza.
Los ataques a diferentes puntos de la ciudad no cesaron y muchos ya se repetían en otros países de Europa. Con cada ataque, las palabras de Inocencio pesaban aún más. El día de su primer saludo, cierto porcentaje de los presentes esperó un mensaje certero y claro contra los ataques. Otro porcentaje hubiese estado feliz con tan solo una bendición tradicional. Solo un muy pequeño porcentaje tomó las palabras del nuevo papa con el corazón. El resto del mundo giró con ira hacia las armas.
Thomas fue diseccionado y las partes principales llegaron a bandos distintos. El corazón se quedó con la minoría que creyó en las palabras del pontífice. Sentados a solas junto a la grabación, sus latidos apoyaron por completo cada frase que salió del balcón. Unos metros más allá, su mente ocupó un asiento en la mesa redonda de Aldo y un grupo de cardenales. Solían charlar al menos una vez al mes, desde aquel primer discurso. Incluso celebraron año nuevo juntos, en una estresante discusión que hasta la fecha no había producido más fruto que una amarga certeza: a veces la verdad necesita esperar su momento para ser oída.
— Thomas, no dudo del papa. Estoy de acuerdo con él. Una intervención militar sería una tragedia. Pero, si él quiere evitar una masacre, debe entender que sus palabras pueden decidir el futuro de cientos.
— Y él lo sabe. Pero la verdad no puede maquillarse para ser más… aceptable.
— ¿Y qué solución propones, entonces?
— Que todos lo apoyemos. Somos una iglesia unida, demostremos que estamos unidos y que apoyamos al hombre que nosotros escogimos para esta tarea —Aldo dejó salir un bufido y negó con la cabeza. Ambos quedaron en silencio.
Uno a uno, el cardenal tomó los aparatos que había depositado sobre la mesa y los empujó dentro de la maleta que llevaba consigo. Como Thomas, él tampoco tenía la energía para continuar esa charla. Suspiró hondo y luego miró a su viejo amigo a los ojos, como siempre lo hacía cuando se preparaba a decir una verdad cruda pero llena de afecto.
— ¿Quieres una verdad sin maquillaje? Esta es la verdad: la mitad del mundo lo ve como un aliado del terror —Thomas fijó la mirada en su copa—. Desde que me puso al mando de la segunda sección, no he dejado de viajar y veo lo mismo en cada lugar al que llego. Ciudadanos, líderes, incluso sacerdotes y obispos; todos ellos. Algunos ni siquiera creen que en verdad sea católico, o al menos cristiano.
El decano permaneció callado. En otras ocasiones, cuando aún sentía la luz de Dios sobre sus pasos, la respuesta llegaba rápido. Ahora, se adaptaba al nuevo color del mundo, pintado en tonos chocolate cálido, y caminaba con cuidado, ponderando qué preguntas en verdad requerían respuesta.
— El papa necesita de nuestra protección y no podemos ayudarlo si no está dispuesto a cooperar.
— ¿Qué esperas que el pobre hombre haga? Ha visto la crueldad de la guerra de cerca y…
— ¡Tiene que olvidar su pasado! —Thomas volvía a sentirse como en otro cónclave, esta vez uno que muy seguramente duraría años y que le dejaría flores al cabo de unas décadas, al visitar su lápida solitaria—. Él ya no es Vincent Benítez. No puede actuar como el cardenal Benítez. Tiene millones de fieles que guiar y, sobre todo, una guerra que evitar.
Los ojos de Lawrence se cerraron por unos segundos. No quería creer que la situación fuera tan grave como Aldo la hacía ver, pero su amigo no era un alarmista. Si Aldo creía que las palabras del papa habían dividido al mundo, la situación realmente era así. El temor empezaba a acumularse sobre su espalda, como un inesperado chorro de agua helada que se desliza por los músculos más difíciles de tocar.
— Tienes que hablar con él. No hay más tiempo que perder.
— No puedo hacerlo, Aldo — «¿Por qué?», quiso preguntar Bellini, como si realmente fuese ingenuo. «Ojalá lo fuera».
— ¿Quién más lo hará, Thomas? En todo el Vaticano, tú eres la persona que ocupa más horas en la agenda del papa.
Thomas cerró la puerta. Volvió al sofá y tocó su tableta un par de veces. El aparato estaba muerto; el día había terminado. Mientras lo conectaba a la fuente de energía más cercana, sobre una mesita de madera decorada con la fotografía del antiguo papa y un pequeño cuadro de su madre, pudo escuchar a lo lejos la melodía de una estación de radio que se despedía de sus oyentes. Apagó las luces. Esa noche no seguiría la música.
Las calles de la mañana estaban llenas de murmullos indescifrables y personas al teléfono. Mientras caminaba hacia la plaza San Pedro, podía ver el movimiento de las masas aumentar gradualmente. No había tenido oportunidad de escuchar las noticias o leer el periódico digital, pero suponía que algo sucedía. Apresuró la marcha a la sala de audiencias privadas.
Unos pasos antes de llegar a su destino, distinguió la figura de Sabbadin en medio de un grupo de colegas. Thomas siguió su camino de manera discreta, sin mostrar su creciente perturbación o crear más impresiones de las necesarias. Algunos cardenales ya empezaban a reparar en su presencia y, al hacerlo, procuraban bajar la voz y cerrar aún más sus espacios. Giulio se retiró de su círculo para alcanzarlo en la parte más aislada del corredor.
— Debimos actuar antes. Ya es demasiado tarde —le dijo casi sin abrir la boca.
— ¿Qué sucede? ¿Por qué hay tantos cardenales aquí?
— Los atentados de la madrugada…—hizo un pequeño gesto hacia el gran grupo de cardenales que se concentraba junto a la puerta de un salón—. Ahora son partidarios de la intervención. Tedesco los representará frente al papa.
Parecían ser solo dos botes contra una marea de hombres de escarlata. Algunos otros cardenales merodeaban sin unirse a grupos en concreto, quizás a la espera de las palabras del papa o del patriarca de Venecia. Aldo llegó a los pocos minutos, remando entre olas de miradas agudas. Lucia pálido e inquieto, visiblemente forzado a ver la pantalla táctil del móvil que llevaba en manos. Thomas recordó revisar el suyo. El aparato estaba lleno de titulares; ninguno pintaba bien.
— Atentados en todo el continente americano… la gota que faltaba para colmar este vaso —musitó Aldo mientras le daba la espalda al mar rojo que iba creciendo detrás de él—. Debí haber visitado al papa al regresar de mi viaje.
— Quizás, si intentamos que te reciba primero...
— A estas alturas, recibirme antes que a Tedesco sería aún peor para su imagen.
El sonido de dos puertas que se abren de par en par impuso quietud en la marea. Decenas de cabezas giraron al mismo tiempo y todas callaron al unísono. Solo el chorro de agua helada que se paseaba por la espalda del decano prosiguió su camino, extendiéndose a los huesos y ahí, al alcanzar temperaturas crudas, formó las primeras estalactitas.
Cuando era muy pequeño, en la víspera de Navidad, Thomas prestó atención por primera vez a las palabras de una misa de medianoche. En el altar, un anciano relataba la historia de un bebé que, como Thomas, pasaba la noche en una cama de paja y madera. Un ángel del señor descendió del cielo para reconocer al bebé como el salvador del mundo y Thomas, al sentir que el bebé del relato bien pudo haber sido él, empezó a llorar agobiado. El anciano, sin dejar de leer el libro que llevaba en manos, descendió del altar y al acercarse a Thomas, mirándolo a los ojos, repitió las palabras del ángel: «No temas».
«No temas, Thomas», le decían ahora los ojos de una figura blanca, de pie al otro extremo del corredor y serena, incólume a pesar de la tempestad que mordía sus ropas. Aldo y Giulio, con rostros grises, se apresuraron a ir al encuentro del pontífice, guardando distancia entre sí porque supusieron que el decano caminaba con ellos. Thomas, sin embargo, permaneció en su espacio, preguntándose si este nuevo ángel conocía realmente a qué le temía.
Inocencio XIV y el patriarca de Venecia intercambiaron un frío saludo y entraron a uno de los viejos salones, pero las puertas no se cerraron. Thomas se aproximó al lugar, un tanto confundido, y al cruzar el dintel de la puerta, se vio transportado a un tribunal. Al frente, el pontífice tomaba el asiento central; a su derecha, Giulio Sabbadin y a su izquierda, Aldo Bellini. Thomas se deslizó discreto hacia la esquina que ocupaba Ray. El arzobispo sostenía en manos un pesado maletín, cuya correa empezaba a arrugar el púrpura de sus ropas. Ray saludó a Thomas con la mirada y vigiló su alrededor. Cuando se supo completamente ignorado por el salón entero, extendió a Thomas una cartilla con un número de teléfono y diversos datos. El decano asintió y ambos callaron junto al auditorio.
— Mi estimado patriarca, concuerdo con usted. Este asunto compromete a toda nuestra iglesia y, como tal, me parece justo invitar a todos los cardenales a escuchar nuestra charla.
Tedesco mostró una sonrisa irritada desde la silla que ocupaba en la primera fila. Movió la cabeza sin mirar al papa. Luego, tomó su maletín y con enigmática paciencia empezó a buscar entre los papeles que llenaban la bolsa de cuero caramelo. A los segundos, mostró la portada de un periódico del día, completamente cubierta por la fotografía de un cine derruido. Las luces vibrantes de unas ambulancias iluminaban el cuadro en rojo. En medio del retrato del dolor, personas lloraban al lado de la calle, palpando una pequeña torre de cuerpos. Goffredo dejó su asiento.
— Il Suo gregge —dijo alzando la portada mientras señalaba los cadáveres—. I Suoi agnelli. I più giovani. ¿Qué más tiene que ocurrir para que la iglesia se encargue de sus ovejas? ¿Dónde está el sucesor de Pietro? No se la ha escogido para ser solo la piedra —arrugó el papel que llevaba en manos—. Ubi Petrus ibi Ecclesia, ma Petrus no aparece y, sin Petrus, ¡no hay iglesia!
Un gran grupo de cardenales aplaudió las palabras del patriarca. Algunos de los que se habían acercado sin una posición oficial comenzaban a tomar decisiones. Y mientras el salón asumía la forma de un retrato de guerra, Inocencio solo observaba en profunda reflexión, como quien al observar la naturaleza ve a un animal moribundo y se acerca, dispuesto a sanar sus heridas. El silencio demoró en llegar, pero el papa no apartó la vista de Tedesco.
— ¿Y cómo es que Pedro hace iglesia, su eminencia? —el ruido volvió a morir.
Solemne, Tedesco dio unos pasos más hacia el papa e, ignorando su pregunta, declaró: —La iglesia es la esposa de Cristo y es nuestro deber defenderla, por la mano de Dios o la mano del hombre—. Más tarde, Thomas recordaría aquella quietud como la de un vaso de cristal que cae y cuyo ruido es anticipado mucho antes de que el vidrio golpee el suelo. La palabra «intervención» estaba en la mente de todos, pero nadie osaba ponerla en su boca.
— La mano del hombre —repitió el papa, meditando cada palabra—. ¿Y con esas manos manchadas de sangre conducirá su rebaño?
— ¿Qué rebaño le quedará a Pietro si no defiende sus paredes?
— Sus paredes no se construyeron para apuntar a sus hermanos.
El sonido del cristal golpeando el suelo y los fragmentos rebotando por doquier nunca llegó. Al menos, el cristal no se rompió en ese salón. Thomas vio al hombre de blanco inspeccionar cada semblante que hace unos minutos aplaudió vivazmente. Al terminar, el hombre abandonó su asiento, y el decano creyó que este finalmente se había hartado del grupo indolente que lo rodeaba.
En cambio, Inocencio XIV abrazó a Goffredo: — Nuestras paredes están seguras porque dentro de ellas ha nacido un hermano que no teme dar la vida por su rebaño —manifestó sin dejar de mirar a Tedesco a los ojos, ambas manos sujetando los hombros del patriarca—. Pero hoy solo la fe puede salvarnos.
El mar rojo se retiró con suaves olas. Thomas se quedó en la orilla, observando a lo lejos al ángel que se había detenido a admirar una onda iracunda y sedienta de acción. Como en la medianoche de Navidad, volvió a verse en el personaje de otra historia. Ahí permaneció mientras los cardenales dejaban el salón de audiencias. Tedesco besó el anillo del Pescador y salió del lugar sin decir nada más. Rápidamente, los secretarios empezaron su labor, compitiendo contra un reloj que ya había dado demasiadas vueltas.
— Los planes han cambiado —dijo Aldo, reemplazando el lugar de Ray sin que Thomas lo hubiese notado siquiera—. Estaba equivocado.
— Tedesco no obedecerá —advirtió Sabbadin uniéndose a los dos hombres—. Nadie habla en nombre de un grupo de cardenales sin estar convencido.
— Bueno, yo hablaré con su santidad. Giulio, si es posible seguir a Tedesco durante el día, hay que hacerlo. Thomas…
— Ya lo sé, Aldo.
Bellini sostuvo su mirada, con más preguntas de las que Thomas quería o podía responder. Al verse descubierto, el decano musitó un «lo siento», tomó su maletín y marchó al Palacio del Santo Oficio. Debía hacer algunas llamadas, procurar que sus hermanos recordaran dar consejo antes que deslealtad; esperar al final del día, quizás a las ondas de la radio de medianoche. Y mientras armaba el discurso que repetiría decenas de veces al teléfono, caminando a paso avergonzado, sus ojos traicionaron a Inocencio, porque dentro del traje del pontífice solo vio a Vincent.
La memoria de la avaricia empezó así: el día de la ceremonia de inauguración papal, Thomas rezó de rodillas hasta que la luz de las primeras horas del día le cegó la vista al colarse inesperadamente por una grieta en lo alto de un templo. Entendió que era Dios, cansado de escuchar sus disculpas. Horas después, el cardenal Lawrence recitaba en medio de la plaza San Pedro, vestido con una casulla de tono alabastro—clara pero no luminosamente blanca—. En aquel momento, el mundo aún tenía más colores.
«Beatissime Pater…», entonó Thomas aquella mañana, con un vacío en el estómago que no lo había dejado desde su paso por el templo. A su lado, un joven diácono sostenía un libro abierto, mientras otro muchacho llevaba el anillo del Pescador dentro de un cofre, sobre un pequeño cojín de terciopelo.
«Sé Inocencio», dijo alguna vez un hombre en la desesperación por mantener al deber por encima del deseo. Cuando este hombre era joven y vivía la primavera de la fe, siempre había agradecido poder encontrar deseo en el deber; gozo en hacer lo correcto. Al llegar el invierno, este viejo cardenal conoció al deber como clavos que te atan a un principio y, aunque sangres, el final no se ve alterado. Ya estás unido a la madera sobre la cual tú mismo te tendiste. En la última etapa de su vida, este hombre descubrió que los clavos pueden caerse.
El sol de la mañana dejó caer un rayo sobre el dorado del anillo y su resplandor volvió a atacar la mirada de Thomas. Cada palabra que había recitado, la abrazó por cuanto tiempo pudo, y al dejar salir la última sílaba de su boca, dirigió la mirada al frente, listo para ser consumido por la luz que ya en el templo lo había castigado. Esta vez el sol no volvió a brillar.
Inocencio XIV debía esperar el anillo del Pescador desde el trono blanco que el maestro de ceremonia colocó en el altar. Entonces, el decano llegaría a él y le presentaría el cofre sobre el cojín, permitiendo al pontífice colocarse a sí mismo la sortija. El protocolo podía cambiar y la ceremonia podía modificarse al agrado del pontífice, pero Inocencio no dijo una palabra al respecto. Cuando Thomas levantó la mirada, vio a una figura blanca de pie, bloqueando al astro rey. Sin luz que iluminara su camino, el mundo se volvió del color de los ojos de Vincent.
Un paso adelante y recordó al cardenal apagando las velas de una habitación. Dos pasos más y él sujetaba su mano en medio del comedor. Tres pasos y él revivía en sus labios. Un hombre iba a morir en medio de la plaza San Pedro y el arma del asesino era un anillo. Lawrence tenía una sola bala; no la desperdició dejando que otro la disparara. Aquel día, Thomas tomó la joya mientras el hombre de blanco nadó con la corriente. Al continuar su trayectoria, notó que el río se dividía en dos caminos. De pronto, Thomas ya truncaba un torrente.
«Manda, Deus, virtuti tuæ…», cantó el coro frente a dos figuras petrificadas en el altar, cuyas formas aparentaban haber sido moldeadas de la sal de una antigua historia. En los dedos del cardenal, el anillo giró suavemente hasta deslizarse en la mano del nuevo Pedro, y Thomas dio por cerrado el asesinato de Vincent, como el deber mandaba.
«Voté por usted», susurró alguien a su oído y nunca descubrió quién. Guiados por ese arrullo, sus ojos buscaron al sobreviviente y en él vio a un hombre, antaño sonriente, llorar. Entonces Thomas, súbitamente consciente de que aquel hombre bien podría haber sido él, cayó de su cruz con las manos llenas de sangre.
Un domingo de noviembre, cuando el mundo brillaba en chocolate cálido, Lawrence asesinó a Inocencio XIV y, con un beso que reconoció su hogar en la piel de una mano, Thomas revivió a Vincent.
Aquella misma noche, preparó el documento de su renuncia y lo tuvo listo para ser firmado por Vincent a primera hora de la mañana. En segundos, compró un pasaje a Reino Unido sin siquiera meditar en el alojamiento. Las maletas estaban preparadas y solo debía dejar el sobre amarillo en una posición privilegiada. Sigiloso, salió de su apartamento con dirección al Palacio Apostólico, cruzando por calles a penas vivas gracias al sonido lejano de una radio.
Thomas se escabulló en la oficina principal, dejó el documento, cerró la puerta y suspiró hondo. Nunca había apartado el tiempo suficiente para admirar la belleza del edificio que tantas veces recorrió entre risas o lágrimas. Tal vez, si existía misericordia en el mundo, el decano merecía un paseo.
Por los terrenos del Vaticano, vagaba un fantasma aún vivo, recorriendo los pasos de toda una vida clavado en la cruz. Pero los terrenos de la Santa Sede, como la vida, son complicados. Cuando uno quiere ir hacia el camino correcto, pronto encuentra una distracción que lo lleva a otra dirección. Thomas no había notado que su corazón dictaba la marcha hacia atrás, a la memoria de una noche de cónclave frente a una fuente.
Si Vincent hubiese aparecido con la sonrisa serena de siempre, como aquella vez, y sus ojos hubiesen estado concentrados en la ternura de unos pequeños caparazones que saltaban y jugaba en el agua, tanto como en esa otra ocasión, entonces Thomas habría dado media vuelta y terminado su historia en ese instante. Esta vez la memoria era un déjà vu confuso, como algo que recordaba y al mismo tiempo no. Una película que había visto, pero cuyas escenas eran contadas desde otra perspectiva, con otros desenlaces y nuevas figuras. Vincent no sonreía, las tortugas no jugaban y Thomas no se atrevió a dar media vuelta.
— ¿Thomas? —llamó una voz tanto en el presente como en el pasado, al tiempo que Thomas, bañado por el naranja de la tarde, recordaba la medianoche en la que encontró a Vincent llorando frente a la fuente, aquella donde alguna vez lo conoció sonriente.
«Lo siento. Pensé que nadie caminaba por aquí a estas horas», le recordó decir mientras se secaba las lágrimas y tomaba a la pequeña tortuga que desde hacía unos minutos buscaba subirse a su regazo. Ambos escucharon una radio sonar a la distancia, entre los chapoteos repentinos de un grupo de vivaces caparazones.
— Vincent, ¿cómo has estado? —lo saludó Thomas desde el presente y el pasado. En la medianoche, Vincent sonrió, suspiró con un corazón cansado y ambos cuidaron de las tortugas hasta que la hora del desayuno llegó. Al terminar, Thomas pasó por su carta de renuncia y la destruyó en miles de retazos que se perdieron en el fondo de un cesto de basura. A la siguiente medianoche, cuando la radio volvió a sonar, ambos volvieron a la fuente.
En la tarde naranja, Vincent respondió: — Escribía una carta para mi madre. No he podido conversar con ella tanto como hubiese querido — Thomas asintió.
Como en muchas otras ocasiones, su mente, desde la mesa redonda de Aldo, preparó el mensaje del cardenal y sus colegas. Las palabras se formaron en la lengua de Thomas y, cuando estuvo a punto de decirlas de manera clara y directa, el corazón simplemente ahogó su voz. Era la avaricia; la avaricia por Vincent.
— Thomas, ¿puedes rezar conmigo? —preguntó casi en susurro—. ¿Puedes tomar mi mano?
El mensaje de Aldo y todos los cardenales fieles a Inocencio nunca hubiese podido llegar de la boca del decano. No habría podido hacerlo, porque el papa ya no existía frente a Thomas, y Thomas así deseaba que fuera. Por cuanto tiempo tuviera, por cuantos minutos pudiera conseguir, en tanto Vincent pintara su mundo de colores cálidos, sin importar si tropezaba y se perdía a causa de la nueva paleta del día, la cruz debajo de la cama se quedaría ahí.
— Por su puesto —pero el reloj siguió girando.
«Padre nuestro, que estás en el cielo…»
A lo lejos, la radio inició su transmisión mucho más temprano que de costumbre. La música era la de siempre, quizás debido al repertorio limitado de la estación. Manos entrelazadas observaban a las tortugas nadar mientras labios cansados entonaban su oración. Y, de repente, la tonada paró.
«Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra…»
Un anciano golpeó su vieja radio con la esperanza de recuperar las notas musicales de una antigua melodía que años antes escuchó cuando estudiaba para un examen. Frente a él, la ventana de una casa vecina se encendió con los colores azul pálido de una TV. Entonces, su radio y la pantalla plana corearon al unísono: —…estos ataques constituyen una amenaza al pueblo cristiano y a la soberanía de todo occidente.
«Danos hoy nuestro pan de cada día…»
— Ningún gobierno desea enviar a sus ciudadanos a la guerra —dijo el coro digital a un joven que caminaba solitario por la calle, perturbado por el creciente sonido distorsionado de miles de voces familiares. El muchacho se detuvo frente a una cafetería y, al girar su cabeza hacia el interior, como en el mito de la Gorgona, un hombre en una pantalla lo petrificó junto a cientos de almas.
«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos…»
En la oficina del secretario, Giulio veía su teléfono girar por efecto de la vibración de una llamada y miles de notificaciones que llegaban una tras otra. Ray, a su lado, subió el volumen de una radio que gritaba: «No será este gobierno el que vea a sus ciudadanos morir con los brazos cruzados». Arrepentido casi al instante, apagó el estéreo y, en su lugar, dejó correr una vieja melodía irlandesa que su madre solía cantar.
«No nos dejes caer en la tentación…»
Aldo admiraba el cielo cuando una iglesia a las afueras de Roma tocó sus campanas. Por instinto, bebió de la copa que sostenía en manos. El líquido borgoña se deslizó por su garganta y, a la par, otras campanadas se unieron a la sinfonía que llegaba del horizonte. «¡No será este el pueblo al que Dios le dé la espalda!», dijo la tableta desde la mesa. Entonces, cuando la última gota hubo abandonado la copa para dejarla limpia, de pie, en un balcón que nadie veía, Aldo lloró en medio de la melodía de guerra de un número creciente de iglesias.
«Líbranos del mal…»
Alrededor de Santa Marta, ningún alma respiró. «Guerra en nombre de nuestra soberanía», era la única voz que se propagaba por los pasillos, desde una modesta pantalla de computadora. De espaldas al equipo, la hermana Agnes saludaba a la pequeña ave que cantaba ligeramente en su jaula, invitándola a posarse sobre sus manos. Juntas, caminaron unos pasos más allá de las oficinas hasta que Agnes encontró unas ventanas. Subida sobre un banco, las abrió de par en par y alzó las manos al aire, acompañada por un aleteo.
«Amén».
— Guerra en nombre de Dios.
Thomas recibió a un hombre de blanco en sus brazos, rodeado de un coro de sirenas y gritos de temor; sonidos confundidos entre campanas y aves que lloraban al partir. La radio se apagó.
Antes de desaparecer entre un laberinto de fibras, las lágrimas de Vincent dibujaron un sendero hacia una pelvis teñida en rojo sangre, como si las gotas de ambos bandos lucharan por encontrarse en medio del vientre de un hombre que ahogaba quejidos de angustia en el pecho de un cardenal. Thomas, tembloroso, tomó la cartilla que Ray le entregó en la mañana y, mientras intentaba ayudar a Vincent a ponerse de pie, al mirarlo a los ojos, descubrió que su mundo era chocolate y carmesí.
Notes:
PERDÓN, voy a intentar no demorar en las actualizaciones de capítulos 🥺🥺🥺🥺🥺
Próximo cap: Una memoria de lujuria
Gracias por leer :3 si alguien se ofrece para ser beta estaré muy agradecida 💝
Chapter 3: Una memoria de lujuria
Notes:
Canciones que me ayudaron a escribir:
1. Little Dark Age – MGMT
2. Bye Bye – Vilma Palma e Vampiros
Alternativa clásica: Les plaisirs ont choisi pour asile. Ópera de Armide, por Lully (sobre todo esa con subtítulos para entender que crjs pasa aquí jiji)
No tiene beta read
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Al inicio, nada cambió. El sol del verano de julio, aquel que acariciaba Roma todos los años, continuó su marcha mientras una nueva colonia de gaviotas echó raíces en inmediaciones de la plaza San Pedro. Por aquellos días, la comida aún invadía los suelos entre cientos de zapatos que iban de un lado a otro, huyendo de la brisa de otoño que inevitablemente los alcanzó junto a una miríada de nidos. Cuando los vientos de noviembre llegaron, una plaza vacía ya esperaba las lluvias de diciembre.
En el vuelo de Navidad, cansada de buscar comida para un nido de huevos sin eclosionar, una de las gaviotas aterrizó en el balcón del papa y agitó las plumas, bañadas en las gotas de todo un día de caza. Esperaba dormir entre los barandales de travertino antes de enloquecer de necesidad. El invierno era crudo y mezquino, hecho de látigos gélidos que obligaron a las aves a esperar la muerte por hambre en sus nidos. Aun así, una paloma ya esperaba ahí. La gaviota se acostó junto a las plumas blancas, ocultó su pico en el cuello y juntas observaron el telón del mundo abrirse lentamente. Debajo, en la plaza, las primeras escenas de una memoria de lujuria.
Como ya había ocurrido antes, pequeñas figuras bípedas se reunieron en medio de la plaza hasta formar una masa que alzó carteles en medio de bramidos. A diferencia de otras semanas, hoy los rostros eran jóvenes y sus banderas un mar de colores; una pincelada vibrante sobre el cuadro gris de la Roma y el mundo de los últimos meses.
Un joven saltó el enrejado que lo separaba de las escalinatas de la basílica. Con el final de la misa, la figura de blanco de todos los días apenas empezaba a asomarse cuando el muchacho apareció en su vista. Era ágil; su paso veloz agitaba la bandera amarilla que llevaba en la espalda, como la capa de un caballero que elige a un círculo púrpura como corona y a un pañuelo blanco como estandarte.
— Me odias, pero yo te apoyo. ¡No a la guerra! —gritó el joven al papa antes de ser consumido por cinco hombres de corbata que lo derribaron al pie de las escalinatas, ahogándolo con el peso de sus cuerpos. Mientras, a lo lejos, Inocencio XIV ordenaba furiosamente que se detuvieran. Aquel día la manifestación terminó en una trifulca.
En su juventud, tomó una misión en un paisaje que conocía plagado de violencia. Trabajó de la mano con la comunidad, luchó junto a ellos y, al cabo de los años, esa era su nueva familia y ese el nuevo sentido de la vida. Apenas su piel sintió el calor de la paz, le tocó irse. En su segunda misión, Vincent llegó con una escalada de violencia. El tiempo pasó, construyó una nueva familia y, al cabo de los largos años de trabajo, en cuanto la paz rozó su piel, le tocó irse. Al llegar a su nueva misión, el mismo ciclo de trabajo, familia, paz y despedida. Siempre la guerra y de nuevo la guerra, como una maldición que llegaba y se iba con él.
«Así son los ciclos de Dios», pensó para él en alguna de esas noches de violencia que pasó en vela, cuidando del rebaño que ya sentía suyo. «Como en la naturaleza, siempre habrá un invierno y al invierno eventualmente le seguirá la primavera». En este último ciclo, los vientos de confusión del otoño lo llevaron hasta Roma y ahí lo empujaron sobre el cáliz del papa. Naturalmente, al otoño pronto le seguiría la estación fría; eso casi logró que rehúse el trono de Pedro. Pero dios siempre le otorgó una misión al inicio de invierno y al final dios siempre le hizo ver la primavera. Eso era lo que Vincent creía.
Pensó que el frío sería el luto de dejar atrás a sus ovejas, el peso de guiar una barca hecha de maderas quebradas o, quizás, la profunda soledad de vivir tras rejas de oro. Finalmente, resultó que el invierno incluyó todas esas cosas y una guerra.
— ¿Recuerda haber llevado un tratamiento médico en la infancia? ¿Es posible que su ciudad natal conserve su historial médico?
— Lo dudo —exclamó Vincent mientras terminaba de abotonarse la sotana detrás de un biombo improvisado—. El dinero apenas bastaba para comer.
Solo en tres ocasiones se vio rodeado de medicinas o médicos: en la operación al apéndice, al prepararse para su tratamiento en Ginebra y aquel día, cuando las ondas de radio anunciaron la guerra. Cubierto por la sotana negra de Thomas, cuyo color ocultó la gran mancha de sangre en su ropaje blanco, Vincent caminó apoyado en el decano, esquivando siluetas, miradas y voces. «El médico llegará pronto», anunció su compañero mientras Vincent negaba con la cabeza, metido en una tina de baño llena de agua caliente y desesperado, perdido en los ecos de una voz distorsionada que orgullosa pintaba a dios como el espíritu de la muerte. «Vincent», continuó Thomas con firmeza, «necesitas un médico, pronto». La misma firmeza había vuelto hace unos días, cuando el decano le pidió dejar de empujar las visitas del médico a semanas distantes.
— La pobreza siempre ha tenido el mismo rostro —respondió el médico del otro lado del biombo.
Era un hombre muy anciano, pero lúcido; de mirada sabia y voz profunda. «Estamos en guerra, pero eso a usted no lo ha detenido antes», expresó férreo frente al espíritu destrozado que emitía quejidos ahogados en la habitación asignada al papa. «Al-lāh sabe que no lo ha detenido antes».
— ¿Qué sucedió con los exámenes que le practicaron? Las ecografías, las pruebas.
El grito del joven volvió a sonar en su cabeza, como el canto delator de una verdad incómoda. — Las destruí —confesó de pie frente al médico, con una sonrisa triste que intentó dar explicaciones.
Vincent se convenció una y otra vez de los ciclos de dios. La tierra podía ser árida, llena de espinas, pero el trabajo duro de la fe sembraba verdor y, después de tantas estaciones viendo crecer a cada planta, la primavera solo podía ser la felicidad de un padre que ve prosperar a sus hijas. De ese modo, servir daba vida a su nueva familia y solo así podía llegar la primavera a su vida. Mas hoy trabajaba día y noche, y las semillas no brotaban de la tierra. Cada día las veía desaparecer, sepultadas bajo una nueva capa de nieve teñida en sangre.
Tal vez divagaba demasiado. Olvidó que Vincent no existía para aquel muchacho. Solo era Inocencio XIV y, por tanto, la iglesia; no hacía falta decir que la iglesia ya había hecho suficiente para proyectar una imagen de completo desprecio hacia las comunidades más vulnerables.
— ¿Su santidad? —llamó Agnes desde el otro lado del escritorio en la oficina principal. Una serie de dosieres ocupaban la superficie, perdidos entre balances de crisis y guerra.
— Perdona, Agnes. Me perdí en mis pensamientos.
Agnes se acomodó los lentes y continuó su exposición. Ya casi era marzo y el canto del joven no se iba. Por el contrario, se vio fortalecido por los rostros grises de la Navidad pasada, cuando la misa que celebró la llegada del salvador se llenó de fieles que lamentaron la partida de sus seres queridos. Este era el precio de la guerra: ver a quienes amas marcharse y rogar por que, a su regreso, estos sean asesinos en lugar de asesinados.
— ¿Y los orfanatos? —inquirió Vincent.
— Como mencioné —Agnes cerró el dosier—, solo podemos estimar un futuro en extremo austero.
Todos sabían que, una vez llegado el año nuevo, las casas tendrían al menos una habitación vacía. Ya en el ojo de la guerra, las primeras víctimas tocaban la puerta de los conventos y hospicios. Eran niños que llegaban solos, si un padre, o niños que llegaban de la mano de un padre, para quedarse solos. Quienes tenían una mano amiga cerca, marchaban a la guerra esperando lo mejor para sus hijos. Otros no tenían a nadie más en el mundo.
— Pero mi misión es llevar un pan a la boca de esos inocentes, su santidad, y la cumpliré.
— Gracias, Agnes. Nuestro señor te dará la fuerza —. «Aunque no la necesites», pensó Vincent.
Agnes, ahora prefecta de la Secretaría de Asuntos Económicos, trabajaba al menos una vez por semana junto a Inocencio XIV. La misión no era simple: la crisis los llevó a revisar cada centavo del tesoro total con la esperanza de que alguna de esas cifras pudiera reajustarse y así asegurar al menos una manta más para quien necesitara abrigarse.
El timbre de un teléfono móvil interrumpió la acostumbrada quietud entre cientos de papeles. El papa se disculpó, caminó unos metros más allá y respondió la llamada con tono amable. Agnes podía entender lo que decía, aunque él hablara en su lengua materna. Le causó cierta alegría oírlo animado después de tantas desgracias. Decidió ignorar la conversación y seguir explorando los balances. Era hora de darle un respiro al santo padre; dejarlo conversar por cuanto tiempo quisiera.
En tiempos de guerra, la normalidad se vuelve desagradable. Cuando el día a día está lleno de llanto, la sorpresa es la risa y entonces lo familiar se vuelve aterrador, como el nuevo tono en la voz de Inocencio. Agnes sintió de pronto una sensación de vacío, como si su corazón hubiese abandonado su pecho, tropezado por un barranco y entrado en una eterna caída libre. Para cuando dejó su asiento, monseñor O'Malley ya asistía al papa, ahora un simple hombre de blanco que ocultaba su rostro entre manos temblorosas.
Ray, al teléfono, empezaba a pedir datos que hábilmente anotaba en un papel arrugado, apenas extendido sobre el vidrio de la ventana, y lanzaba miradas atribuladas hacia Agnes, perfectamente dividido entre instinto y confusión. Ella llamó al cardenal Lawrence.
Al inicio de su papado, llamar a su madre le costó al menos cuatro días. En aquel pueblo alejado, oculto entre caminos distantes que ni siquiera habían sido propiamente pavimentados, la señal telefónica podía ser difícil de captar y las tormentas no hacían la situación más sencilla. El punto con mejor recepción del área estaba a unos kilómetros de la comunidad, en un municipio al que su madre se dirigió para esperar la llamada. De alguna forma, las noticias sobre el nuevo deber de Vincent llegaron a sus oídos. Ya casi cumplía noventa años; Vincent juzgó que definitivamente no podía exponerla a viajes tan extenuantes. La comunicación continuó por carta, pero la última voz de su madre se quedó en esa llamada.
— Ve con Dios, Vincent. Yo me haré cargo de todo en tu ausencia —aseguró Thomas antes de despedirse de él. Vincent intentó sonreír—. Discúlpalos. Es muy fácil olvidar que el papa también es un hombre.
— Te lo agradezco, Thomas.
En otro contexto, habría comprado el boleto más barato para llegar a México. Siempre creyó en el buen hábito de no gastar más de lo necesario. Pero el mundo veía a Inocencio XIV tomar un vuelo y, aunque se explicara mil veces que volaba hacia un funeral, el mundo siempre creería que volaba a una visita pastoral. Era mejor que el mundo creyera que Inocencio seguía en Roma, costase lo que costase. Ya dentro del avión privado, vestido de civil y con la vista cubierta por lentes oscuros, el último rostro que Vincent intentó ver por la ventana fue el de Thomas.
Al llegar a su país por la madrugada, esperó otro avión privado a Veracruz. La oficina principal de migraciones y unos diplomáticos charlaron con él, reiterando que no divulgarían su llegada. Luego de unas cuantas palabras de apoyo —no a Vincent, sino a Inocencio—, el avión despegó; a los minutos, lo dejó en la siguiente parada. Otra oficina prometió completa discreción y Vincent abandonó el lugar, escoltado por un grupo de agentes que lo llevaron hasta un auto blindado y de lunas polarizadas.
Justo como Ray se lo explicó, una camioneta esperaba en la pequeña plaza del municipio más cercano a la comunidad. Por suerte, el lugar estaba desierto. Las únicas almas de la zona permanecían de pie junto a un gran vehículo de llantas gruesas. Vincent había pedido expresamente que ningún tipo de agente de seguridad siguiera sus pasos y, sin embargo, ahí estaban dos hombres de corbata. La luz del sol ya se asomaba; solo quedaba dejar al mundo girar —por ahora—.
Hace un tiempo, aquellos caminos borrosos y de amplia naturaleza fueron explorados por un sector de la prensa del país. Iban en busca de la comunidad donde nació el papa, específicamente la casa de su infancia y su familia —su primera familia—. Después de varias vueltas por la zona, preguntas a personas que a veces veían pasar por los senderos y consultas a mapas satelitales, la noche cayó sobre ellos.
Frente a la fogata, más de un par de equipos decidió regresar a la ciudad para cubrir las celebraciones. A la siguiente mañana, cuatro camionetas continuaron el trayecto hasta que, subidas en una colina, divisaron a lo lejos un pequeño vecindario alzado alrededor de un viejo templo de tejas y adobe.
En cada casa, al menos una persona aseguraba alguna vez haber jugado, regañado o cuidado del pequeño Vincent. Como era de esperar, los más jóvenes no lo recordaban, pero conocían a la madre del papa: doña Vicenta. Se trataba de una dama amable que, en tiempos difíciles, dio parte de su huerto a la comunidad para asegurar que nadie pasara hambre. También tejía zapatos para los nuevos bebés del vecindario, ofrecía trabajo a los jóvenes que acababan de terminar la escuela y, siempre que podía, llenaba la iglesia con las flores primaverales de su propio jardín.
Vicenta tenía una hija, Isidora, quien hace décadas celebró una gran boda a la que toda la comunidad estuvo invitada. Lo primero que mostró a los reporteros fue un pequeño álbum de fotografías junto a su dama de honor. El matrimonio no lo ofició Vincent, pero su carta de felicitaciones descansó en la caja de recuerdos que Vicenta colocó sobre la mesa al recibir a las cámaras en su hogar. Entre todas las instantáneas, una curiosa imagen acaparó la atención: era un pequeño de no más de tres años de edad, parado frente a las puertas de la iglesia para observar a un hombre celebrar misa en el altar.
Ahí estaba Vincent ahora, de pie frente a las puertas de una iglesia golpeada por el tiempo, enteramente absorbido por la imagen de un cuerpo que descansaba rodeado de flores. La anciana dormía cerca del altar, sobre distintas telas de lana que intentaron proteger su fragilidad. Mujeres de negro, entre velas delgadas, bordeaban el lecho, todas rezando entre sollozos. Solo una joven miraba a Vincent, biblia abierta en manos. Su rostro mostraba una expresión de terror, la misma que se desvaneció a medida que la silueta del hombre se hizo clara.
Isidora, tomada de la mano con una mujer que Vincent no logró reconocer, permaneció en silencio — incluso cuando su hermano, arrodillado junto a las flores de tajibo del lecho de su madre, le sonrió entre lágrimas—. Ella solo bajó la vista para continuar su rezo.
— Vincent, tenemos que enterrar el cuerpo antes de terminar el día —fueron las primeras palabras entre ambos, después de largas horas frente a una madre ausente. Vincent asintió, estrechó la mano pálida y besó la frente. El dolor, amable, solo le permitió decir: «quédate en mi corazón, mamá».
La procesión caminó frente a las mismas fachadas que alguna vez aparecieron a todo color en la televisión. Si el grupo de jóvenes periodistas bailó en medio de calles vivas, Vincent caminó a paso lento por senderos grises, ventanas rotas y paredes sin vida; rostros que ya ni conocía.
Un viento gélido fue apagando cada vela a medida que las siluetas negras avanzaban como serpiente hasta una pequeña casa sobre un terreno elevado, edificada al final de un paisaje de pastos verdes. Atrás de la vivienda, un gran huerto se extendía más allá de la vista, cubierto por frutos rebosantes de color y flores de aroma dulce, cada elemento bajo la luz de la tarde y la sombra de los árboles. Para la Tierra, ya era primavera.
— Hoy, mientras buscaba un versículo para despedir a doña Vicenta, descubrí que mis propias palabras son la mejor manera de expresar lo que siento —declaró la joven del templo cuando la procesión hubo arribado a la sepultura—. Es difícil vivir en un mundo sin amor. Y es difícil amar cuando todo lo que alguna vez has amado desaparece —continuó mientras pétalos caían a la fosa, sobre un cuerpo perdido en lo profundo—. Nuestros cuerpos son polvo y al polvo regresan. Pero yo les aseguro que nosotros somos eternos cuando vivimos en el corazón de alguien más. Más allá de la muerte, está el amor que nos llevamos del mundo y el amor de quienes aún permanecen en él. Y seremos felices cuando decidamos amar… incluso cuando eso signifique aceptar que un día tendremos el corazón roto.
Una flor blanca sobre la tumba de su madre decoró la piedra donde se talló el epitafio. La tierra, aún fresca y removida, albergaba pequeñas semillas que más tarde darían fruto bajo el sol de la primavera del siguiente año. Vincent rezó junto a la sepultura un momento más. Sostenía en manos el rosario que su madre le regaló en su primera misa, cuidadosamente perfumado por las flores que solían crecer alrededor de su hogar. Nunca pudo preguntarle cómo lo logró, pero seguramente su madre habría sonreído y guardado el secreto hasta el final. Si no hubiese asistido al cónclave, hoy sabría la verdad.
— Perdóname, sé que debí llegar mucho antes —dijo Vincent bajo una higuera, las manos puestas sobre el viejo columpio donde jugaba junto a su hermana hasta la hora de la cena. Cada día, cuando el sol empezaba a ocultarse, los dos se tomaban de la mano y cantaban mientras despedían al astro. Luego, su madre los llamaba desde casa y ambos corrían, ligeramente azotados por las hojas del huerto.
— Lo sé.
— Quizás deba irme en unos días.
— Entiendo.
Cuando Vincent partió al seminario, su hermana aún era muy joven. Por esos años, la muerte de su padre había cambiado por completo la dinámica familiar. En esas circunstancias, Vincent descartó seguir su vocación sacerdotal; su familia lo necesitaba más. Un día, su madre apareció con las maletas hechas y un taxi listo para llevarlo a la ciudad. Entre lágrimas, ella le pidió dejar la casa. Desde entonces, vio a su hermana crecer a grandes saltos: primero una niña risueña, luego una joven intrépida y ahora una mujer adulta, de faz seria y ojos fríos.
— ¿Quién es la joven que dirigió la ceremonia? Me gustaría darle las gracias.
— Julia. Ayudó a nuestra madre a cultivar el campo.
— ¿Fueron cercanas?
— Sí, como una hija más.
El silencio volvió a caer sobre los hermanos, justo como el sol empezaba a caer del cielo, seguido por un manto azul y naranja parecido a aquel que tiñe las tardes de Roma en las que Vincent piensa en Thomas. — Vincent, ella no dejó más posesiones que esta casa —mencionó su hermana de pronto, al prender un cigarrillo. Nunca la había visto fumar antes: — No sé si lo sabes, pero el gobierno empezará a reclutar mujeres solteras y sin hijos. Tengo que dejar este pueblo mañana por la mañana —.
Contigua a la preocupación cruda que empezaba a formarse en su corazón, una duda gélida y asfixiante crecía en su mente a la par que recapitulaba a toda velocidad los últimos eventos familiares. No entendía qué empujaba a su hermana a dejar la comunidad con tanta urgencia. Al llegar, no preguntó por el esposo de Isidora, porque asumió que el hombre ya había partido a la guerra. Incluso si la muerte lo alcanzó en la trinchera, uno podía argumentar que Isidora, al ser viuda, no calificaba para ser reclutada. Quizás le preocupaba ser una mujer sin hijos.
— No creo que la mejor opción sea escapar sin rumbo. Además, estás casada con un…
— Pero mi pareja no lo está.
Después de tantos años de llamadas esporádicas a su madre, cartas que llegaron cada mes y fotografías de todas las nuevas familias que echaron raíz en su corazón, ahora tenía tantas preguntas que hacer a su hermana, arrepentido de no haber iniciado una sola conversación en casi cinco décadas de vida. Las habría hecho todas en ese mismo instante, empeñado en reiniciar la vida con la escena de su último canto al sol, pero Isidora negó con la cabeza, como quien piensa «ya es tarde» y toma otro camino.
— Mamá nunca les hubiera cerrado la puerta.
— Lo hizo, Vincent.
Y finalmente, su madre se despedía para siempre, sin poder ser inmortal, ya que el amor se diluye con la duda y Vincent dudaba más que nunca, intentando descifrar qué mujer lo había criado desde la infancia si la que sepultó hace unas horas resultó tener un rostro tan distinto que ya ni podía asegurar que en verdad fuera su madre. Quedó el corazón vacío, apenas colgando de una última esperanza de amor.
— Me quedaré aquí, entonces. No reclutarán a nadie en mi presencia.
— El ejército viene sin avisar. Tú no conoces cómo actúan.
— Conozco cómo actúan.
— ¿Y aun así quieres que nos quedemos aquí?
— Podrían mudarse a otro lugar.
— ¿A dónde?
— A Roma, conmigo. Con tu hermano.
Entonces, una mirada de profunda extrañeza, como si en lugar de haber afirmado el lazo que los unía, Vincent hubiese dicho algo descabellado: «la noche es egoísta, el cielo es amargo, el dolor es blanco». Ella sacudió la cabeza, tomó su cigarrillo y lo frotó entre las manos hasta destruir cada elemento en pequeñas partículas que se fueron con el viento. Mientras, sus labios hicieron una amarga sonrisa.
— Si no quieres ir a Roma, está bien. Pero déjame ayudarte, en nombre del amor que mamá… — la punzada de la realidad lo detuvo, como una corriente de agua helada que cae sobre un hombre dormido.
— Te amó a ti, Vincent. El hombre de la casa —replicó su hermana con voz cansada, carente de emoción, porque de aquello que estaba a su alrededor ya nada le interesaba—. No somos hermanos. Somos extraños.
La noche tomó su trono al lado de una luz de luna que avanzó suavemente por cada fruto hasta pasar por encima de un hombre solitario, sentado bajo un árbol de higo. Luego, lo siguió hasta perderlo en la entrada de una vieja casa de adobe, donde finalmente Vincent durmió sin una sola alma alrededor, tal y como la noche usual del Vaticano.
Cuando despertó por la madrugada, el sol aún no salía del todo. La luz apenas iluminaba un viejo sobre abandonado en la mesa de la cocina, abierto como si alguien no hubiese tenido el tiempo de cerrarlo y continuar con su día. Un par de hojas y pétalos secos sobresalían del interior, abrazados por un papel escrito en tinta azul. Era la última carta de la madre de Vincent, aquella que nunca pudo llegar a Roma. Esperó esa misiva por semanas y ahora la encontraba ahí, como enviada por un mensajero del cielo. Si la leía, Vincent estaba seguro de que ya no encontraría a su madre entre las letras.
Con el sobre en manos, caminó hasta la habitación de Vicenta, ubicada en el corazón de la casa. Una cama, una mesa y una silla llenaban la recámara, rodeadas de flores, canastas de mantas y pequeñas cajas de lata repletas de ovillos, pastillas y corazones de lana. Guiado por su memoria, Vincent buscó la caja de recuerdos de la anciana. Cuando la encontró, dejó en el interior la última carta y el rosario que hace años ella bañó en lágrimas. Luego, salió de la casa y observó el horizonte, cuyos colores dieron base al retrato de unas mujeres enamoradas galopando hacia el sol. Una joven las miraba marchar, de pie sobre un vasto campo verde.
— ¿Predicas para el pueblo? —preguntó Vincent al unirse a ella, abrazada a una pequeña biblia.
— No quedan hombres que puedan asumir ese rol, señor —. «Tampoco los hay en la iglesia», dijo para sí mismo.
— ¿Tienes algún familiar que cuidar? ¿Un hogar?
— No hay nadie más.
— Entonces puedes venir conmigo.
La joven no respondió al instante. Su mirada, a punto de perder dos figuras a caballo en el horizonte, reflexionó por largos minutos en los que Vincent pudo sentir duda y miedo. A pesar de todo, todavía sin mirar al hombre, con mucha seguridad le confesó: — No creo en dios.
— Pero crees en algo. Crees en el amor y la vida eterna.
— No quiero ser una monja.
— No lo serás.
— ¿Y qué pasará con mis vecinos? —terminó por preguntar, con voz quebrada y ojos valientes, puestos sobre Inocencio XIV como si no fuera un papa, sino tan solo otro humano más que debía explicar por qué valía la pena seguir luchando en este mundo.
— No volveré a dejarlos solos.
El rostro del papa lleva una máscara que sonríe con benevolencia a todos los necesitados del mundo, y su voz entona siempre una melodía elocuente que expresa aquello que el mundo necesita oír, tal y como Inocencio XIV hizo al ver llegar un mar de camionetas de prensa en esa mañana de cielo azul. Así era su misión: dejar de ser humano para una humanidad que rogaba por un destello de divinidad.
Y, cuando cansado por los últimos acontecimientos de la vida, el personaje empezaba a quebrarse, Vincent se decía a sí mismo que si no era por el mundo que lo hacía, entonces por Isidora, su pareja y su nueva vida. Mientras más tiempo acaparase la atención del país, menos ojos explorarían los alrededores de la región, ignorantes de un par de caballos a punto de desvanecer en algún rincón.
Al llegar el medio día, después de declarar su intención de convertir la iglesia de su comunidad en un santuario para los desamparados de la guerra —y así asegurar que ningún grupo de reclutamiento se acerque al lugar—, Inocencio terminó por denunciar la precariedad de la vida en ese pequeño centro que intentaba sobrevivir alejado de la ciudad. Las autoridades, quizás un tanto avergonzadas o simplemente atentas a la oportunidad, no demoraron en llenar las casas de medicinas, ropa y comida. Antes de la llegada de la tarde, el papa se iba del país junto a una silueta joven que lo siguió hasta Roma, viró en la plaza San Pedro y descansó en una residencia en la colina del Vaticano.
Hace meses, cuando aquel joven gritó «me odias», Vincent estuvo seguro de que no lo odiaba. Ahora estaba seguro de que tampoco lo amaba. Cómo puede crecer una planta si a la sequía del mundo se le une un benefactor que no tiene más agua que dar. Su propio rostro era idéntico al de su madre: alguien que amó a un hijo mientras le dio la espalda a otro; alguien que aún tenía el corazón en Kabul y los ojos ciegos, lejos del mundo. De pie, bajo la inmensidad de la basílica, temió que fuera tarde, que cuando girara la vista a su nuevo rebaño solo viera a un joven de mirada fría, corriendo con el viento hacia un gran horizonte de sangre sobre campo helado.
— ¿Vincent? —llamó Thomas, cerrando tras de sí la puerta de la oficina principal—. Vincent, lo siento mucho. Fue mi error. Debí anticipar que esto sucedería.
A dónde fue el amor con el que cobijó a cada familia que hizo a lo largo de toda su vida—se lo preguntó durante todo el viaje de regreso; por doce largas horas, por minutos eternos en los que picó cada fragmento de hielo en busca de fuego—. Y al final del viaje, después de encontrar nada, solo la ausencia de un rostro derritió el invierno. Desde entonces, Vincent anticipó más que Thomas.
— Realmente lo siento, Vincent.
— Thomas —susurró frente a la ventana, iluminado por la luz de luna que volvía a pasar por encima de él y más allá, hacia su deseo—. Mi querido Thomas.
Era como caminar al altar, aunque supiera que se alejaba. Sin embargo, el amor estaba ahí, intacto como el día en que lo olvidó en la Sala de las lágrimas. No amaba al mundo aún, no como lo merecía, pero a Thomas lo amaba con toda su alma y su propio mundo; de mil maneras: antiguas, nuevas y futuras. Esos eran los frutos de la primavera.
— Ella está con Dios, Vincent… —murmuró Thomas al verlo derramar lágrimas que confundió con tristeza. «Yo estoy con Dios, porque en el amor encuentro la paz eterna», pensaba Vincent para sí, cuando se aseguró que Thomas supiera que sus lágrimas sabían a felicidad.
Abrir la boca para transmitir fuego, sin saber si la flama morirá en tus labios o encenderá otra alma, es subir a la cima del mundo y creer que uno será feliz incluso si cae al vacío. Las manos de Vincent estaban en la cima, admirando las marcas de edad en el rostro de Thomas, como si cada una de ellas fuera una medalla de vida. También sus cabellos grises y dorados, la piel madura en sus mejillas y el calor de sus labios, donde se hallaba el abismo.
Ahí las aguas siempre fueron cálidas y sus olas siempre fueron lenguas, enredadas pero serenas, como buscando su lugar en el océano más profundo de la Tierra. Vincent a penas se sostenía del cuello de Thomas con una mano. Intentaba soportar los latidos de su corazón acelerado. Este le pedía sentarse, recordar que ya no era tan joven como para exponerse a la marea en la que nadaba. Qué importaba. Valía la pena nadar y ahogarse si por un momento podía volver a probar la miel en la boca de Thomas.
Nunca nadó solo. Thomas lo tomó por sorpresa, con olas que se intensificaron en su boca y manos que dejaron de mover el agua para sujetarlo del pecho y la cintura, incitándolo a retroceder hacia la pared de la oficina. Una cama de cortinas de seda lo recibió al chocar contra el mármol frío, pero él no se sintió menos caliente. Ardía aún más con Thomas disperso entre sus labios y su cuello. Eran besos que lo recorrían con ansias, como si Vincent fuera efímero, un fenómeno que desaparecería a los segundos. Y, sin embargo, los ruegos de Vincent pedían que sea el mundo el que desapareciera junto al tiempo, para que ambos pudieran estar solos por el resto de la eternidad.
Eran unos hombres seniles, probando por primera vez el fruto de la humanidad cuando hace un buen tiempo debieron haberse cansado de él. Hasta ahora solo habían acariciado el exterior, sin conocer el jugo de la pulpa ni descubrir el color detrás de la cáscara. «Que sea ahora», suplicó Vincent a Thomas, jadeante y unido a él por un hilo de saliva a punto de romperse sobre labios rojo sangre. El hombre sucumbió, derribado sobre una anatomía con olor a incienso y primavera.
En la corriente, el anillo del Pescador se deslizó poco a poco de las manos de Vincent hasta caer por accidente en los pantalones de Thomas. Las manos habían llegado ahí después de luchar contra un sinfín de botones. Al liberarse del peso dorado, continuaron su batalla en el cinturón, luego la hebilla y finalmente vencieron sobre la bragueta, donde dedos tersos buscaron riqueza en un falo dormido.
El milagro del mundo mortal se manifestó en las manos de Vincent, cuyas caricias devolvieron la vida a Thomas, cada vez más duro a causa de un tacto entretenido desde la base hasta la punta. Sintió la respiración agitada detrás de los besos con los que Thomas reclamó su piel, y los mordiscos que grabó en su cuello, trofeos en honor al roce de sus dedos sobre el glande.
— Thomas… —susurró con maniobras cada vez más aceleradas, ahogado de nuevo por los labios y la lengua que deshicieron sus palabras.
— Perdóname, Vincent… —respondió Thomas luego, en voz tenue. Él lo tomó con ternura de las caderas, giró su cuerpo y colocó su pecho contra la pared, donde empezó a destruir la unión de botones en un traje inmaculado. Vincent se había asegurado de que, a su regreso, el amor lo encontrase de blanco.
Nunca antes se preguntó si alguien podría amarlo de tantas maneras como él amaba. Antes del viaje, dio por sentado que su madre siempre lo habría amado sin importar qué, y aunque nunca le reveló la nueva visión a través de la cual contemplaba su propia vida, jamás dudó que ella la aceptaría. Quizás más tarde rezaría por Vicenta, por que su alma pudiera alcanzar el cielo, y por que arriba alguien la disculpase por haber tenido un corazón de madre demasiado pequeño.
Con Thomas descubrió que alguien lo amaba más allá de lo que fue, era o sería. Ahora sentía una respiración lasciva en su nuca, como un cosquilleo placentero, y la firmeza de una entrepierna, la que aún no se atrevía a poner toda su pasión sobre él. Su amante era un hombre de manos gentiles que parecían pedir permiso a cada centímetro de piel y, aunque Vincent sintió ansia de decirle que ignorara cualquier barrera y dejara, por un día, al impulso libre, disfrutaba de la devoción con la que Thomas lo amaba en cuerpo y alma —incluso a su edad, cuando la belleza muchas veces solo alcanzaba para el alma—.
Thomas paseó por su pecho, donde se entretuvo en pequeñas colinas de halos sensibles. Siguió a su vientre, tenso ante la proximidad de un tacto vehemente, y ahí descendió hasta la base de una pasión dura, rígida desde el primer instante en el que Vincent sintió los labios de Thomas obedecer su ritmo. Quiso reír de felicidad, pero de su boca solo brotaban gemidos de elación. También lloraba; sentía paz, como si el mundo finalmente hubiese acatado sus plegarias y desaparecido bajo sus pies, dejándolos en el limbo de la creación, en una época donde todo era mucho más simple.
— Thomas… —clamó cuando el tacto gentil encontró una pequeña cavidad, oculta entre el cuerpo duro y la base lasciva—. Thomas, quédate conmigo.
La piel era delicada, abrasadora y húmeda. Un refugio hecho de humanidad; el fruto de ser uno mismo al final del día. Thomas fue dominado por esta nueva maravilla, hecha de caminos discretos y campos prósperos que aró una y otra vez. Y cuando hubo labrado por intensos minutos, una lluvia de placer santificó sus dedos, los primeros en construir su hogar en este nuevo paraíso.
— Thomas… —volvió a gemir Vincent, sintiendo a su amante abrir el fruto y explorar el interior—. Quédate.
— Perdóname, Vincent —murmuró otra vez la voz sin aliento, víctima de un remolino de lujuria que lo obligó a poner toda su devoción sobre el sexo de su acompañante—. No debí decir tu nombre frente a la fuente. No debí quedarme a tu lado.
— Quédate esta noche —rogó Vincent, girando un poco para poder ver una vez más el mar sereno—. Solo una noche…
— Y luego será otra noche y otra noche… ¿Cuándo parará?
Antes, nunca pudo admirar la noche de azules. Haya sido por el amor al sol o la tragedia en la mitad de la penumbra, la noche siempre le fue una dimensión ajena. Pero, en esa oscuridad romana, inusualmente quieta, la noche le pareció hermosa, más cálida que cualquier aurora y más dichosa que cualquier primavera: — Cuando tú quieras… —.
El decano levantó la vista, como quien intenta ver el cielo y ruega por una respuesta. Al hacerlo, sus ojos chocaron contra un escudo brillante que adornaba la parte superior de la pared, cuyo reflejo creó un hermoso retrato de Vincent enredado en ropa y manos, cada trazo hecho con los pinceles de la luz de la luna. Cerró los ojos: — Seré tu ruina.
— Yo quiero que lo seas.
Vincent escapó del retrato junto a Thomas, hacia la seguridad de un escritorio donde horas antes Ray y Giulio dejaron las cartas de unos cardenales, todas a la espera de una firma; todas finalmente perdidas en el suelo, dando paso a dos cuerpos desnudos, a penas escondidos entre sotanas, y manos cálidas, ungidas por las gotas de santos óleos.
El fruto se consumió lentamente, en pequeños mordiscos a los que les precedieron lamidos. Como una última cena en la que el cuerpo se saborea con fervor desde antes de tocar las paredes de una boca. Como un sacramento inédito, donde la hostia se baña en aceite santo antes de penetrar un hogar de carne viva, a cuya puerta llaman roces tórridos con la esperanza de tentar la entrada.
Vincent imploró que ese fruto no muriera en su boca. Lo deseaba vivo dentro de él, proliferando en su vientre, donde siempre encontraría tierra fértil. Por eso lo esperó entre sus piernas, enredadas tras la cintura de Thomas, tal y como sus brazos se enredaban tras el cuello y sus manos acariciaban cabellos finos. Pronto su amante estuvo atrapado en él, fundido después de una calmada y larga aleación que supo esperar, aunque la noche tuviera que irse en breve.
— No pares… —logró decir con dificultad, embestido por la vesania de Thomas que su propia voz gobernaba—. Más rápido…
Nunca le temió al amanecer, hasta que los días del Vaticano llegaron a su vida. Cada día era despertar con una nueva desgracia, una nueva muerte, un nuevo campo de hombres bañados en sangre y lágrimas; cada día un ruego que nadie respondía. Esa mañana, cuando el azul de la noche empezaba a despedirse, volvió a temer al amanecer, porque ahora le quitaba la última felicidad de su vida. Si hubiera podido tomar la manta nocturna entre sus puños y sujetarla por la eternidad, para permitir que Thomas se moviera dentro de él por cuanto dure la vida en esa preciosa tierra, gustoso lo habría hecho. Ahora solo le quedaba sujetarse a la joya de sus sueños y rogar que el amanecer no volviera con otra tragedia.
— Thomas… dios… —y Thomas lo arrulló cada vez que lo vio girar la vista a la ventana. Un susurro de amor, su tacto en su mejilla, un pequeño beso que le pedía ignorar al sol; mil maneras de derretir el hielo y volverlo miel—. Sigue, mi amor…
Thomas arremetía con intensidad, de espaldas al primer rayo de la mañana que visitaba la oficina a paso ligero, como si benevolente intentara darles la oportunidad de parar su locura. Vincent no miraba. Estaba siendo consumido por una corriente de vida que lo llenaba de deleite; era la semilla de Thomas intentando llegar a lugares inalcanzables. No le molestaba. Era exactamente lo que había pedido. —Más duro, mi vida —musitó al sentir su propia corriente acumularse en la punta, erecta por la fricción de Thomas que ya empezaba a despedirse con embestidas cada vez más profundas.
«Te amo, Thomas», intentó decir al esparcir su semilla sobre la tierra de un nuevo mundo. No lo logró. Su voz se ahogaba en gemidos y palabras inconexas, interrumpidas por jadeos y luego por la boca de Thomas, a la cual besó cuando el sol de la mañana, al colarse por la ventana, lo dejó ciego.
En la última escena, una gaviota y una paloma volaron rumbo a la costa más alejada. A medio camino, la gaviota recordó que había olvidado preguntar si las palomas podían sobrevivir en el litoral.
Notes:
Ya sé que dije que iba a ser un capítulo feliz, pero a veces no se puede con estos viejos 😔
Gracias por leer :3 si alguien se ofrece para ser beta estaré muy agradecida <333
Chapter 4: Una memoria de gula
Notes:
Canciones que me ayudaron a escribir:
1. You Spin Me Round (Like a Record) – Dead or Alive (la version slowed)
2. Bizarre Love Triangle (2015 Remaster) – New Order (sobre todo esta!!!)
No tiene beta read
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
En medio de una habitación cerrada, a penas iluminada por velas divididas que buscaron multiplicar su luz, un hombre con sotana reunió a un grupo de niños en un círculo. A su alrededor, monjas de azul guiaron a unos ancianos hacia la rueda humana. Cuando cada espalda infantil estuvo cubierta por la sombra de un pariente o vecino, algunos rostros jóvenes añadieron la última capa al círculo. Solo entonces, el sacerdote animó a las voces a llenar el espacio con una canción sobre despedida y esperanza.
Durante las primeras notas, el ruido de una bomba contra el suelo ahogó la melodía. Pero eso no detuvo al hombre. Sonrió a su rebaño, los alentó a seguir cantando y, discreto, desplegó una serie de órdenes que condujeron la rueda a la esquina más segura del lugar. Al caer la segunda bomba, algunos jóvenes ayudaron a mantener la música por encima de los lamentos que vinieron del otro lado de las paredes. Llegada la tercera bomba, cada anciano cantó para un niño en lágrimas.
A través de rostros bañados en el naranja salamandra del fuego, el sacerdote caminó hasta llegar a la última capa humana. Con ojos de fe, miró a cada semblante. Un extraño viento lo invitó a dar media vuelta y rezar en silencio. Al terminar su ruego, sintió que un coraje sobrenatural le daba la mano para enfrentar el retumbar de una puerta maltrecha. Entre las fotos de aquellos que quebraron el cerrojo, destacó la imagen de un hombre cubierto en polvo, parado frente a un grupo de personas que nadie nunca podría tocar sin pasar por su cadáver primero.
Luego, mil imágenes más que desaparecieron de la pantalla al pasar los segundos. Thomas las contempló, cautivado por la chispa familiar que veía en cada fotografía de aquel joven sacerdote. — Es un gran hombre. Mucho más que cualquiera de nosotros; mucho más de lo que su padre soñó ser alguna vez —lamentó una voz que lo trajo de vuelta al mundo.
El hombre de las imágenes no era el cardenal Benítez y nadie en el mundo lo sería, sin importar cuánto desease encontrar un mendigo que permitiera a su príncipe huir inadvertido. — Joshua… —susurró Thomas de vuelta en su papel de decano. — Solo los grandes de espíritu se enfrentan a sus pecados. Ten confianza en que el señor te ayudará y también a tu hijo —.
Joshua asintió lentamente junto a lágrimas que secó con una mano. Aclaró la garganta, sacudió su sotana y entonces el cardenal Adeyemi expresó: — Sé que su santidad se encuentra fuera de Roma. Lamento mucho su situación, pero mi renuncia no puede esperar más tiempo —depositó una carta en las manos del decano—; debo irme pronto —.
— No te detendré, pero pido que examines tus motivos…
— «Los grandes de espíritu se enfrentan a sus pecados», Thomas. Yo debo enfrentar los míos, como todos lo harán eventualmente.
Dos mil días después, Thomas Lawrence aún no se enfrentaba a los suyos. Había encontrado un lugar cómodo sobre ellos y solía tenderse sobre sus suaves plumas negras para soñar con un mundo donde el paraíso seguía al alcance de sus manos. En ocasiones —como le sucedía en ese preciso instante— las palabras de Adeyemi vagaban por su mente a modo de ecos suaves que emulaban el sonido de una ráfaga. Solo si prestaba atención, escuchaba a su colega repetir las últimas palabras que ambos compartirían en vida.
Hace años, Joshua pidió confesarse. Su relato inició junto a fotografías y vídeos de la vida de un niño que se transformó en hombre con el pasar de las imágenes. «Mírame, Thomas. Un triste anciano que ha pasado sus últimos años creyendo que puede borrar sus pecados desde la comodidad de una ermita de mármol», exclamó Adeyemi tras perderse en la sonrisa amable del joven envuelto en ropas de sacerdote. En las expresiones más humanas del muchacho, solo se veían vestigios del rostro de la hermana Shanumi.
Desde entonces, Adeyemi moraba en las tierras más azotadas por la guerra. Thomas soñaba con él en sus peores días. Lo imaginaba delgado, golpeado por el hambre, el frío y la pobreza; un hombre que recoge sus pasos junto a una cubeta de la que no puede beber, porque cada gota podría ser otra mancha de pecado borrada.
— ¿Qué puede estar apartando tus ojos de mí, Thomas? —susurró una voz gentil desde lo alto, extendiendo su amor por medio de caricias que se perdieron en finos cabellos. Una sonrisa tomó el lugar del cielo; era Vincent, intentando calmar la marea que ahogaba a Thomas cada vez que el eco de Adeyemi gritaba: «como todos lo harán eventualmente».
Los frondosos árboles del Vaticano bajo el sol del verano bañaban al hombre de blanco en colores tan únicos como el dulce tono chocolate de sus ojos. Cuando la naturaleza decidía mezclar todas esas tonalidades, entonces Thomas volvía a soñar con el paraíso, y olvidaba al mundo más allá de las verdes praderas.
Un frasco de pastillas azules viajó a la oscuridad de un viejo maletín. Unas manos firmes designaron al bolsillo más recóndito como el hogar de las píldoras. Al cerrar la cremallera, las manos continuaron su trayecto por la piel de una muñeca, donde unos dedos dieron varias vueltas hasta decidir que querían descansar en un cuello fino, cubierto de cabellos grises y negros. Tras ocupar su nueva morada, Thomas besó a Vincent a modo de plegaria.
— ¿Ahora…? —rio Vincent al ser invadido por una serie de roces que carecían de sentido—. ¿Qué excusa le daré a Janusz si regreso con otra sotana cubierta de hojas y tierra?
— Dile que adoras trepar árboles —respondió Thomas entre actos erráticos que Vincent correspondió con cada vez más entusiasmo.
Cinco años antes, Thomas regresó a casa con el germen del deseo oculto en su saco. Colocó las esporas en medio de los trofeos de su vida y delimitó el espacio con una línea escarlata. Cuando aquello cruzase el límite, se marcharía. En los primeros meses, el deseo no salió de su celda escarlata en la oficina del papa. Por seguridad, movió la línea a la habitación del pontífice. Quizás, en medio de la mudanza, olvidó los primeros límites. Continuó despreocupado porque el nuevo espacio parecía lo suficientemente adecuado para el tamaño de un deseo sano.
En vísperas de año nuevo, horas antes de las doce, Thomas decidió que sus trofeos merecían descansar lejos del centro. Al dejar los recuerdos de victoria en una esquina, se sintió momentáneamente aliviado. Entonces dejó la residencia con una botella de aguardiente que, tras olvidar la tradición de huir por la madrugada, amaneció vacía en la habitación del papa. Junto a ella, una pluma escarlata cuya última gota de tinta voló hasta la casa de Thomas para celebrar el primero de enero con nuevos límites para el deseo.
Por esos días, cada despertar junto a la silueta desnuda de Vincent era otro día de regresar a casa, borrar la línea y repetir el trazo con un límite más amplio.
«Si nunca hubiera hecho mis votos, ¿esta sería nuestra vida?», preguntó Vincent cuando la línea se hizo lo suficientemente grande como para despertar en la residencia de Thomas. La brisa de otoño jugaba con las cortinas de la habitación, pero el viento nunca entró ni se atrevió a acariciarlos. «Esta es nuestra vida», respondió Thomas.
La brisa de nuevo; la brisa que siempre sopla lejos, pero cada vez más cerca. Escuchó su paso agitar las hojas de los arbustos más alejados y ahuyentar el canto de las aves. — Deberíamos volver —murmuró, súbitamente perturbado por el viento que parecía emular a un verdugo en busca de sus reos.
Mas Vincent presionó la cumbre de un pecho con manos firmes que se convirtieron en roces sedientos. Tras ellos, llegaron besos, y tras los besos llegaron mordiscos que dieron espacio a arrullos: — Thomas… —arrullos que bien podrían haber sido órdenes. — ¿Te veré al final del verano? —.
En un verano lejano, se declaró el alto al fuego. Thomas vio a Vincent, al cardenal Benítez y al fantasma de Inocencio XIV celebrar al mismo tiempo. Uno de los tres hombres lo invitó a pasear y el decano Lawrence, sin saber qué espíritu le hablaba, tuvo que aceptar. En el camino, dejaron a Inocencio en las inmediaciones de la basílica. Benítez los acompañó hasta la fuente del águila, donde decidió quedarse para saludar a las tortugas. Vincent tomó su mano y echó a correr hasta el lugar más recóndito entre los árboles de la pequeña espesura del Vaticano.
«Renunciaré. Cuando hayamos firmado el acuerdo de paz para la fe, anunciaré mi renuncia», confesó Vincent mientras descansaban bajo la sombra del árbol más antiguo. En aquel momento, con el corazón convencido, Thomas agregó: «renunciaré contigo». Desde entonces, dejó de dibujar límites en el salón de su hogar.
Los dos mil días de espalda a sus faltas le enseñaron a amar a Vincent mejor. Tras un beso sobre la mano derecha, deslizó el anillo dorado fuera de los dedos del hombre que todos reconocían como papa. Solo entonces, cuando el peso de oro desapareció, Vincent pudo deshacer su cinturón y sus botones para Thomas.
Ahora ropas blancas montaban un regazo negro y escarlata, jugando con la lujuria a través de movimientos circulares de tela contra tela. Bajo la danza, Thomas esperó el rapto del alzacuello y la liberación de su hambre voraz, que lo conminaba a probar el interior de Vincent a pesar de haber jurado que nunca consumiría otra carne que no fuera la de Cristo en la hostia.
Aprendió a besar, esconderse, medicarse, seguir el ritmo, jugar con lo que su cuerpo tuviera al alcance, y aunque siempre dijo que aprendió porque era lo que Vincent disfrutaba, cuando lo veía tomar su alzacuello y echarlo a la hierba, Thomas sabía en el fondo que era él quien había deseado aprender. Dos mil días después, volcaba todas las lecciones dentro del cuerpo que embestía lascivamente, disfrazando al ansia como obediencia.
Una gota resbaló por su frente mientras su amante jadeaba cerca de él, presionando contra la firmeza de su entrepierna como quien intenta obtener más a pesar de estar completamente lleno. — Mi luz… —suspiró, orgulloso del éxtasis en su cuerpo desnudo— ¿Estás pensando en mí? —. Y si Vincent lo desafiaba así, entre gemidos, Thomas no tenía más opción que pasar otros mil días en el sueño.
De pronto tenía el vigor de poseer cada centímetro entre las piernas de Vincent, de moverse vehementemente hasta lograr que se derritiese en sus brazos, y de morderle los pechos junto al sabor del metal de una pequeña cruz. Solo cuando Vincent se enredaba en cabellos finos, alabando un nombre en medio de los temblores del clímax, Thomas notaba que su propio arrebato también era parte del juego. Por eso lo amaba más; por estar un paso delante de su locura y un paso atrás de sus miedos.
— ¿Te veré mañana?
— Vincent, ya lo has preguntado tantas veces —sonrió Thomas, recolectando aliento sobre el pecho que pronto cubriría de blanco.
— ¿En verdad? —una risa lo acompañó por unos segundos. Luego, el tono regresó al color gris del mundo: — Rezo para que el verano no termine —.
— Estaré contigo cuando termine.
— Pero no con tanta frecuencia.
Para Thomas, fue como el mito de Orfeo y Eurídice. El alto al fuego por el que Orfeo rogó, dios se lo concedió. Perdonó sus errores y perdonó que cayera una y otra vez sobre ellos. A cambio, solo pidió que continuara caminando hacia adelante, sin volver la mirada, porque cuando sus pies tocaran los pastos verdes del mundo bajo el sol del mediodía, cuya luz destruye toda sombra, entonces Orfeo y Eurídice serían libres.
Y, sin embargo, fue la voz de Thomas la que animó a Vincent a mirar atrás por medio del susurro de un «renunciaré contigo». Vincent volvió su mundo entero hacia Thomas, porque cuando estuvieron desnudos bajo el verde del bosque, el nuevo color del mundo emuló al sol del mediodía. Desde entonces se hallaban petrificados entre los árboles, detrás de las mismas ramas que permitían a Vincent soñar con un mundo donde el alto al fuego pudo vivir más que las escasas cuatro semanas que duraron en la vida real.
Un guardia suizo lo recibió con una gran sonrisa de alivio después de notar que no se trataba de un fantasma de negro y escarlata acercándose a embrujar la noche. «Buòna séra, Eminenza», saludó mientras Thomas abandonaba el Vaticano. El decano sonrió y continuó el camino hasta llegar a la entrada de su residencia, a la que encaró con una mueca que delató cinco años de absoluto arrepentimiento. Al cerrar la puerta, giró hacia una casa invadida por una memoria de gula, la última etapa del germen del deseo.
El lunes de aquella semana, Thomas inició la memoria casi al mediodía. Monseñor Haas —recientemente honrado con el título después de haber servido al decano ya casi seis años— llegó con un mensaje escrito que el cardenal Lawrence leyó y rompió en mil pedazos. Haas depositó las piezas en una copa con agua. La tinta tiñó el cristal de azul, un fragmento se pegó al borde y al caer un rayo solar de los últimos días de verano, una débil proyección de luz dibujó «Bellini». La sombra de Haas siguió a Lawrence hasta Santa Marta.
Alrededor de las calles colindantes al Palacio del Santo Oficio, el tiempo se quedó atrapado en las escenas de la vida antes de la guerra. Siempre fue un lugar poco concurrido, a penas vivo en las épocas más altas de turismo, pero vivo al final del día. Antaño, Lawrence había visto pasar las décadas a través de los modelos de cada auto, y ahora los veía permanecer en el mismo instante, anclados al estacionamiento a pesar de las multas que se acumulaban en los parabrisas.
Una furgoneta negra adelantó su paso. Se detuvo a unos metros más allá, frente al edificio del Cementerio Teutónico. Unos hombres de negro se formaron detrás de las puertas traseras. El chófer bajó para abrir el compartimiento y Thomas presenció el desfile de una serie de féretros que desaparecieron detrás de unas rejas antiguas. Eran los religiosos que regresaban de la guerra; quizás alguno, en vida, dejó su vehículo en el estacionamiento.
El decano sintió al viento caminar por su lado. La ráfaga no lo tocó, pero jugó con los cabellos de Haas y una delgada hoja de papel que paró cerca. «Tregua d'estate», decía el panfleto en letras oscuras, «Ravviviamo la fierezza». Junto al mensaje, una imagen ficticia de un soldado sonriente abrazado a su familia, evidentemente generada por inteligencia artificial.
Lawrence se preguntó si eso era lo que el mundo realmente había deseado. Si realmente las masas rogaron por una realidad donde las imágenes felices tuvieran que ser fabricadas en lugar de ser genuinas; si los religiosos que apoyaron la guerra rezaron por templos vacíos y cementerios llenos; si ese mundo de sufrimiento y muerte era el futuro por el que Tedesco los había traicionado.
— Antonio, espera por mí en el Palacio apostólico, por favor —el joven monseñor asintió con cierto velo de sorpresa aún grabado en su rostro. Aunque el ambiente era tenso, pensó en saludar a los otros dos cardenales sentados junto a una pequeña mesa. El bufido del decano hizo que desapareciera sin decir más palabras. Cuando fue claro que el reloj era la única entidad con deseos de expresar algo, Thomas preguntó con amargura: — ¿Desde hace cuánto, Aldo? —.
Bellini, en un profundo silencio meditativo, pareció seleccionar sus palabras antes de apoyar la espalda sobre el cuero del sillón en el que años antes leyó las pruebas de simonía contra Tremblay. Luego, con el coraje reunido, se dirigió a Thomas: — Eminencia Tedesco, aquí presente, ha expresado su intención de unirse a nuestros esfuerzos, bajo ciertas condiciones.
— ¿Condiciones? ¿En sus circunstancias?
— Estamos en tregua, Tommaso.
Thomas condujo su expresión ofuscada de Goffredo a Aldo. Aún esperaba la respuesta a su primera pregunta. Sin embargo, Bellini no retrocedió en sus intenciones. Mantuvo la mirada sobre el cardenal Lawrence por tantos segundos como fueron necesarios para provocar un rápido vistazo de irritación al cielo, un rostro cubierto entre manos frías y el hartazgo de un hombre que descubrió que —en esos momentos— la pared era su único soporte.
— Esta guerra lleva seis años apoyándose en las faldas de la iglesia y no podemos seguir permitiéndonos el privilegio del orgullo —exclamó Aldo sin apartar la vista de su viejo amigo.
— Una guerra que no existiría si Tedesco no hubiera traicionado al santo padre después de prometerle obediencia frente a todo el clero.
— Non l'ho mai promesso.
— Y, aun así, te arrodillaste frente a él y besaste el anillo del Pescador antes de dar tu bendición al asesinato de tus hermanos.
— Thomas, no discrepo contigo, pero ahora necesito de tu cooperación…
— Debiste advertirle lo que sucedería esa tarde, incluso si a tus ojos él no es el papa.
— Pero lo es —dijo Goffredo tras dejar escapar una estela de vapor—. Yo voté por él.
Después de tantos años de aventuras —si bien no tan duras como esa, pero igualmente pesadas para el ánimo de cualquiera— Aldo sabía reconocer los ojos de la ira en Thomas. Antes de que el decano pudiera dar un paso más, Bellini ya lo tomaba de los hombros para llevarlo de vuelta a la pared.
— Thomas… Thomas —repitió en busca de control—. Goffredo solo pide una señal de confianza — «¡¿Goffredo?!», pensó Thomas, ahora capturado por un horrendo desconcierto—. Tan solo una señal y volveremos a ser un solo clero.
— ¿Señal de confianza? Aldo, ¿escuchas lo que estás diciendo? Ningún sacerdote de honor se sentaría a cumplir los caprichos del hombre que envió a todo su prójimo a la guerra. Es él quien debe recuperar el respeto de sus hermanos.
Tedesco, desde su asiento, observó a los hombres entre pequeñas nubes de vapor que ocultaron su expresión. Por momentos, concentró su ánimo en los ojos fieros de Aldo, de cuya boca salieron las explicaciones más crudas que en tres años no osó ni pensar frente al decano. Pero Goffredo estaba cansado de reunirse con Bellini en sesiones secretas, como si esa tierra gris necesitara de más almas que fingen ser enemigas. Un pequeño silbido desvió la atención de Lawrence hacia él. Goffredo giró la mirada hacia la ventana.
Thomas lo observó en silencio. No podía verlo por completo; el vaho que lo rodeaba se había vuelto espeso. Sin embargo, suponía que esa era la intención de Tedesco: guiar sus ojos hasta la mano herida que tomó la tela de una sotana, el dobladillo de un pantalón y la elasticidad de una media roja, bajo la cual surgió una prótesis gastada.
— Perdí todo. Esta es la menor de mis pérdidas.
De estar en la misma escena, al lado de Lawrence, uno podría haber visto las lágrimas caer por el rostro inexpresivo del cardenal Tedesco. El hombre era una figura congelada en el frío de la batalla que le arrebató la pierna. Ciertas sanciones de dios son astutas: hasta el final de sus días, Goffredo padecería las heridas de los que murieron por su mano, y viviría para avergonzarse de sus palabras, cuando frente a él desfilaran los cadáveres de aquellos que nunca bendijeron una guerra. Empezó a fumar frenéticamente al sentir su expresión romperse en muecas de angustia.
— Necesito tu ayuda —rogó Aldo para retomar la atención de Thomas—. Convence al papa de oficiar una ceremonia de adelfopoiesis.
— No —respondió Thomas al instante, de nuevo invadido por una sensación de absoluta aversión—. Si el cardenal Tedesco tiene una cruz que llevar, que la lleve solo. No estás en posición de unirte a él, mucho menos cuando eres uno de los rostros más importantes contra la guerra.
— Millones de muertos se acumulan en las trincheras y tú sabes bien que detrás de las treguas de verano está el miedo al colapso económico. Ningún bando soportará la guerra por más años. Convence al papa. Hazle saber que se nos acaba el tiempo.
— Nadie verá con buenos ojos tu unión a Tedesco. Serás el nuevo traidor del clero y él será repudiado por las personas que alguna vez lo apoyaron.
— Qué fácil es para ti, Thomas; llamar traidores a otros sin sentir el peso de tus propias faltas.
A unos metros de la entrada lateral de Santa Marta, al escuchar el viento soplar por otros caminos estrechos, Thomas lanzó su maleta contra la pared. Tras unos segundos de patadas, tomó la bolsa y siguió su camino. Necesitaba hablar con Giulio.
La oficina de la Secretaría de Estado, usualmente llena de papeles que Ray ordenaba antes de ir detrás del papa, lucía vacía. Por un momento, una caja sobre el escritorio distrajo a Thomas de su furia. Cierta intuición le pidió mirar el contenido, pero Haas llegó antes, con una sonrisa que se desvaneció lentamente al mirar el maletín maltrecho del decano. — Antonio, ¿dónde está eminencia Sabbadin? —.
— Cerca de los jardines, decano —Thomas hizo un gesto de disgusto—. ¿Necesita ayuda?
— No —apenas podía ocultar su irritación—. Gracias. Volveré en unas horas.
Le pareció que caminar entre los jardines, después de la tarde del día anterior —después de las palabras obvias de Aldo—, era suficiente castigo divino. A veces los modos de dios operaban con mucha crueldad. Aun así, elevó una petición para que Giulio estuviera lejos del pequeño bosque.
Su plegaria, quizás de modo irónico, llegó directamente al cielo y fue respondida con el eco de unas voces que vinieron desde el jardín a La Italiana, en el lado más elevado de esa diminuta ciudad de arbustos. Thomas caminó cuesta arriba, cubierto por una pared de tierra que dio paso a barandales de travertino. Cuando pudo ver a través de los ornamentos, Giulio y Ray unían sus manos sobre el mismo rosario. El instinto volvió a gritarle y Thomas se ocultó.
— ¿Cuándo partirá, eminencia? —preguntó Ray, sin mirar a Giulio.
— Tres días.
El monseñor, perdido en los adoquines debajo de sus pies, retiró sus lentes con manos temblorosas. Tras ello, siguió un silencio que, poco a poco, como la melodía suave de un coro de misa que inicia, desapareció entre los sollozos de Ray.
— Hubiera deseado que me lo comunicara antes.
— ¿Eso te habría ahorrado las lágrimas? —cuestionó Giulio antes de regresar la vista a Ray—. No quise arruinar tu buen humor. Han sido semanas muy tranquilas.
Ray intentó esconder su dolor. Era el gesto que siempre repetía cuando estaba ansioso. Girar la cabeza, evadir la mirada, abrir la boca, dudar y encontrarse sin palabras. Pero Giulio secó las gotas sobre la mejilla del monseñor; parecía una caricia. Ray se aferró a ella por cuanto duró. Luego, se deshizo del protocolo: — ¿Podrías reconsiderarlo? —.
Giulio negó con la cabeza. — Hice cuanto pude. Aconsejé, guie, luché por seis años... pero ya no es tiempo de diálogo —.
— … ¿Regresarás?
Una sonrisa sincera apareció en Sabbadin, detrás del cigarrillo que se apresuró a dejar de lado: — Por supuesto. Incluso si muero, lo mínimo que espero de Dios es que me permita volver a verte —.
Y el viento de la tarde anterior entró al jardín, con ráfagas frías que caminaron junto a las hojas de un cercano otoño. La brisa recorrió los arbustos a través de los caminos de pavés, los mismos que aún guardan las huellas de Giulio y Ray. Thomas, sin entender por completo los misterios que a veces unen la naturaleza y la divinidad, teorizó que los céfiros buscaban víctimas. Cuando los vio arrancar dos solideos, se preparó para presenciar los eventos de una tragedia.
— ¿Puedo besarte? —rogó Ray, completamente quebrado por una naturaleza que acarició su rostro como un padre que consuela a un hijo. El decano lo entendió entonces. Los vientos de dios ya no soplaban de su lado, y al verlos chocar contra el resto del mundo, empezó a temer el día en que volvieran a su vida.
Thomas dio la espalda a la escena. De haberse quedado, habría visto a dos hombres compartir el último beso de sus vidas. Después, habría notado que la brisa los envolvió con ternura, como si hiciera una promesa en nombre de su sacrificio. A pesar de no haberlo visto, Thomas conocía todo eso. Era consciente de lo que habría visto al girar y por eso había decidido irse, antes de que el dolor de la culpa se uniera al dolor de un alma perforada por estalactitas.
Los siguientes días marcaron el final de una estación. Con el sol del verano cada vez más frío, las escasas figuras del paisaje romano retomaron el estilo tradicional del otoño. También se retomaron las acciones militares, justo como ocurría cada año al final de los tiempos de luz y calor. Durante esos días, el cardenal Lawrence limitó sus pasos al Palacio del Santo Oficio. Haas, su fiel mensajero, fue la única figura que caminó del edificio hasta el Vaticano. Al tercer día, Thomas se apoyó en el muchacho para dejar su retiro. La juventud de Antonio se sentía como un alivio; conocía mucho de la doctrina, y cuando creciera —como Thomas— seguramente conocería demasiado del clero.
Dejó a Haas frente a la fuente de la plaza Santa Marta, donde sus caminos se separaron como una extraña profecía: Antonio hacia el Palacio apostólico y Thomas hacia la estación de tren de la Ciudad del Vaticano. Sin embargo, no sería él quien se marchase de Roma aquel día.
Un grupo de religiosos caminó de un lado a otro antes de subir al vagón con una pequeña maleta. El gobierno los esperaba en la frontera del país con una valija un poco más grande, la cual los acompañaría hasta la zona de guerra que les asignasen. Ninguno de ellos conocía su destino, pero todos partían con la esperanza de ayudar a los desamparados; tal vez, en el mejor de los casos, abogar por la paz.
Aquellos con familiares permanecían en la estación esperando la última llamada antes de subir al tren. La realidad de ese pequeño espacio era ligeramente más oscura que la de las otras estaciones alrededor de la nación. Para algunos, saber que un ser querido parte a la guerra junto a un arma con la que defenderse podría ser un consuelo. Los religiosos del Vaticano no solo partían directo a la batalla, también iban sin armas. Todos las rechazaban al registrar su solicitud de voluntariado.
Poco a poco, la estación se fue quedando sin figuras. A lo lejos, casi ocultos entre columnas, Giulio y Ray rezaban juntos. Thomas no se acercó. Permaneció en su lugar, como una sombra discreta que ve el pasar del tiempo a modo de película. Lawrence ignoraba la historia que unía a ambos hombres, pero Thomas sospechó que no era tan distinta a la suya, solo más virtuosa. Si entrecerraba los ojos, podía ver al cardenal Benítez y a un decano intercambiar cruces junto a besos en la mejilla. Luego de dar un gran abrazo a su colega, Benítez desaparecía de la escena y el tren avanzaba con una promesa de esperanza. Así habría sido su historia.
Thomas se unió a Ray cuando el tren casi se desvaneció en el horizonte. Tras unos minutos, las únicas almas en el lugar fueron ellos, sentados en el piso para reflexionar en silencio sobre el deber y la vida. — ¿Puedo ayudarte con algo, Ray? Quizás unos días libres, encargarme de tus deberes…
— No, eminencia —el monseñor secó sus lágrimas y volvió a colocarse los lentes—. Debo continuar, justo como el cardenal Sabbadin lo haría.
Al escuchar el silbido de un tren a lo lejos, Thomas decidió que él debía continuar también. No mucho después, se encontró frente a la puerta de la residencia del papa. Haas, anotando las últimas tareas del día a su lado, pareció estar seguro de que no vería al decano hasta la mañana siguiente. O'Malley, quien compartía algunas palabras con el papa antes de permitirle la entrada, tampoco se mostró sorprendido por el repentino pedido de Thomas de reunirse con Inocencio. Tal vez era momento de preguntarse cuántos ojos habían percibido lo mismo que Aldo.
— … Y ella me regaló esta cámara por mi ordenación. Creo que haré lo mismo en el próximo consistorio…
— El cardenal Lawrence, su santidad —anunció O'Malley para cubrir el silencio de la joven que acompañaba al papa, ocupada ahora en una afilada mirada hacia el decano.
— Thomas, esperaba tu visita.
— Lamento mi ausencia, su santidad —si Thomas hubiese podido leer la mente de Vincent, habría descubierto que ambos recordaron la misma escena cuando el decano besó el anillo de oro.
La quietud que siguió la conocían todos. Era Inocencio dando una orden tácita a la joven que aún permanecía en su asiento. Ella, contra toda su voluntad, guardó la cámara que hace unos minutos compartió con el papa. Tomó su bolsa, sacudió su sotana de bordados cerúleos y obedeció con tono frío: — Nos vemos, Vincent. Buen día, eminencia —.
Cuando la joven hizo un gesto de burla para Haas, detrás de la puerta que Ray se apresuró a cerrar, Thomas sonrió levemente al notar que ya casi anochecía. También notó que repetía exactamente la misma fórmula de hace cinco años: ahora besaba a Vincent en medio de la residencia, como si hubiese olvidado que venía a convencer a Inocencio. Ya podía comprender la reacción de sus colegas.
Se encontraba en el último día de verano. Lo pudo advertir por la brisa que bailaba detrás de las cortinas. Lo pudo ver en el rostro melancólico de Vincent y sentirlo en la fricción de manos bajo la ropa. También lo sintió en su boca, cuyo sabor a desesperación y pasión despertó la voracidad del hambre. Thomas supo que iba a fallar nuevamente, mas esta vez el mundo tenía colores más claros que lo animaron a creer que un hombre no podía fallar por siempre.
El frasco de pastillas resbaló torpemente de sus manos mientras consumía un cuello perfumado en incienso. Intentó buscar con el tacto hasta que se vio obligado a usar los ojos. Las pastillas cubrían la alfombra debajo de una pequeña mesa. Sobre esta, descansaban dos copas de cristal pulido, cuya superficie reprodujo los crucifijos de la pared. En medio, una botella de vino dio marco al retrato del cardenal Lawrence y el papa, pintados en tonos rojo sangre.
— ¿Thomas?
— Tengo una petición que hacerte.
Cada palabra quitó un fragmento de Vincent y añadió otro de Inocencio. No notó al hombre dejar el sofá, pero cuando finalizó su petición en favor de Aldo, Thomas vio al pontífice de pie, iluminado por las cálidas luces de la habitación. Le recordó a una antigua película de Pascua, una sobre la resurrección del mesías. Esta vez el salvador le daba la espalda.
Antes, escuchó a otros hablar de Inocencio XIV como un líder severo que castigaba con palabras amables; como eran amables, dolían mucho más que lo que dijera cualquier otra figura. Algunos, sobre todo políticos y sacerdotes, describieron al pontífice como un padre sumamente decepcionado que te hacía conocer su descontento. Sin embargo, incluso en sus palabras crudas, uno sentía amor. Era común ver a personas llorar después de una reunión privada con el papa.
Otros, los indefensos y necesitados, retrataron a Inocencio como una figura de profundo amor maternal. Un papa que aparecía en cualquier momento del día para mancharse las ropas con el sudor de las pequeñas comunidades que intentaban sobrevivir en tiempos de guerra. Su sonrisa amable, a pesar de los días grises, nunca desaparecía. Y aunque lo vieron llorar junto a su rebaño, mil veces más lo vieron doblegar a grandes en favor del débil.
Frente a Thomas, Inocencio era miles de artistas con distintas paletas, todos intentando llegar a un consenso que les permitiera unir sus colores en una sola obra final. Por ello, su mirada era fría, pero su voz encantadora como siempre. Una criatura sobrenatural hecha de piezas que no encajaban y, sin embargo, tan hermosa que Thomas sintió al deseo arañar sus sentidos en busca de alimento.
— ¿Por qué el cardenal Bellini no me ha comentado nada sobre este plan? —inquirió con la mirada de nuevo en Thomas.
— Considera que soy el más indicado para plantear el tema.
— ¿Más que él, la persona involucrada en la ceremonia?
Ante el silencio de Thomas, Inocencio dejó escapar una sonrisa amarga. Caminó tranquilo hasta la mesa, donde se detuvo a admirar la botella de vino que originó esa escena inédita al final de cinco años de completa confianza. Ahí estaba de nuevo la orden tácita de hablar y decir lo correcto.
— El cardenal Bellini conoce nuestra cercanía —confesó Thomas.
— Hubiera estado igual de dispuesto a escucharlo —sentenció antes de dejar la mesa y caminar hasta su recámara.
Thomas dudó. A Vincent podía seguirlo hasta el fin del mundo, seguro de que jamás daría un paso en falso. El cardenal Benítez dejaba claro el final de una conversación. Con el papa, sospechaba que las conversaciones nunca terminaban realmente. Muchos decían que hablar con Inocencio era revivir toda una vida de pecados, porque el hombre no olvidaba ni una sola falta.
— ¿Me seguirás a todos lados antes de irte para siempre? —bromeó Inocencio frente a la ventana de su alcoba, bañado en la luz de la noche.
— Aldo tiene toda su esperanza puesta en esta alianza, y yo también empiezo a hacerlo.
— Las alianzas y las guerras son mi sacrificio. Estaré agradecido de que transmitas esas palabras al cardenal Bellini.
— Él ya ha asimilado la idea.
— Mi respuesta sigue siendo la misma.
— Ya has cambiado a casi todas las cabezas del clero. La mayor parte de los dicasterios tienen a una mujer como prefecto. Creaste una orden de diaconisas y pronto harás a la hermana Agnes un cardenal. ¿Qué te puede impedir revivir esta ceremonia?
Inocencio giró con severidad, castigando al decano con una expresión de angustia en la que Thomas pudo ver vestigios de Vincent por primera vez: — ¿Crees que no me duele, Thomas? Ver a mis hermanos cargar las cruces que yo debería estar cargando —.
Qué es la culpa sino la revelación de que amamos de manera injusta. Para ambos, esa fue la memoria de la gula: amar hasta olvidar la sensación de saciedad que nos aleja de la tiranía. — A todos nos espera una cruz, Vincent. Solo aguardamos su llegada —susurró Thomas, obligado por la gula a volver al cuerpo que le daba vida y a la sangre que le daba fuerzas. Ambas cosas sabían a miel en los labios de Vincent.
— ¿Te quedarás esta noche?
Como todos los finales de verano desde hace dos mil días, incluso en varios días más del otoño, Thomas se quedaría. Seguiría el mismo ritual de todas las noches. Pronunciaría las mismas palabras. Dejaría que Vincent depositara una pastilla azul con un beso en su boca. Bebería del vino de una copa de cristal. Liberaría a un cuerpo de inmaculadas ropas blancas. Y cuando la luz tenue de la mesa de noche iluminara el sudor sobre un cuerpo desnudo, Thomas probaría la pasión entre las piernas de Vincent con la misma lengua con la que probaba sus labios.
Había algo especial en hacer el amor con Vincent mientras ambos esperaban su destino. Un limbo entre la culpa y la indolencia que les permitía llorar mientras gemían en el éxtasis de embestidas aceleradas. Tal vez así fue siempre; cubrían el arrepentimiento con la euforia de estar fundido en el otro. Quizás por eso lo hicieron en tantos lugares y momentos inesperados, durante tantas horas como fueran necesarias para memorizar cada detalle.
Incluso el viento parecía soplar menos. En ocasiones, lo escuchaba jugar con las cortinas, como si supiera dónde encontrarlos y solo estuviera a la espera del momento preciso para el ataque. — Thomas… mírame —jadeó Vincent debajo de él, cuando lo vio distraído por la brisa—, piensa en mí… —continuó, con las caderas elevadas para sentir a Thomas mucho más dentro.
También era el juego que disfrutaban más. Acostarse como si la siguiente mañana trajera el final de su aventura, y, por tanto, experimentar toda la noche sin límites. Tomar y comer; ese era el cuerpo de la lujuria, consagrado en Vincent a través de órdenes que abandonaban su boca en forma de arrullos. — Vincent… no puedo más —y consagrado en la presión vehemente contra el cuerpo de Thomas, que obligaba a un hombre a dejar toda pasión dentro de su amante.
— Quédate…—gimió Vincent en busca de los labios de Thomas, en los cuales descansó mientras sintió al amor dejar su recuerdo con olas de embestidas que tomaron cuanto quisieron.
Una línea de besos sobre la espalda de Vincent desató el nudo que los unía. Como de costumbre, Thomas extendió la mano para tomar las tollas que solían llevar a la tina de baño. Vincent, por su parte, se reincorporó junto a una bata que pretendía protegerlo del clima de la Roma de otoño. Mientras se la colocaba, contempló el paisaje exterior, aún cubierto por el azul de la noche. El reloj marcaba las tres de la madrugada de un jueves, quince días después de haber aceptado oficiar la ceremonia de adelfopoiesis.
— ¿Sucede algo, Ray? —escuchó desde la cama. Thomas sonaba avergonzado—. Sí… supongo que su santidad está despierto.
Las luces de los barrios lejanos estaban encendidas. También las de las residencias más cercanas al Vaticano. Santa Marta lucía totalmente iluminada. Una brisa gélida, propia del invierno, peinó sus cabellos y Vincent cerró la ventana, aún confundido.
Thomas seguía sobre la cama, atento a las palabras de Ray. Tal vez, demasiado frío e inexpresivo. Tras terminar la llamada, solo musitó: — Vincent, siéntate, por favor.
— ¿Qué sucedió?
— Es una situación delicada —dijo con una voz extremadamente neutral que Vincent reconoció como falsa calma—. Por favor, necesito que me escuches.
A pesar de haber cerrado la ventana, la brisa gélida siguió envolviéndolo. Se apresuró a tomar su propio teléfono móvil. Thomas intentó impedirlo, pero una mirada severa de Inocencio XIV retiró las manos del cardenal. El frío trepó por su espalda; los céfiros se disiparon alrededor de su cuerpo. Solo el móvil iluminó su rostro, acompañado del timbre de cientos de notificaciones que llegaron de golpe.
Entonces, un lamento de horror que Thomas jamás olvidaría. Luego, la sensación de hallarse capturado por el viento. Y después, una memoria de ira que inició con la fotografía de una masacre bajo el titular: «Bombardeo en Kabul. La ciudad entera desaparece. Comunidades aledañas bajo el mismo ataque».
Notes:
Perdón por demorar en actualizar. Me distraje haciendo fanarts del capítulo anterior jiji
Gracias por leer :3 si alguien se ofrece para ser beta estaré muy agradecida <333
Chapter 5: Una memoria de ira
Notes:
Canciones que me ayudaron a escribir:
1. Look What You've Done – Jet
2. Valerie – Joy (esta más que todas)
3. Ghosts and Creatures - TelekinesisNo tiene beta read
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Si por amor defendió un mundo, por odio arrasó ciudades enteras. Y tras seis años de matar para volver a vivir, para este joven soldado fue imposible distinguir qué latía dentro de sí mismo cuando escuchó al franciscano plantado frente al capitán.
Antaño, antes de que la vida se detuviera frente a la televisión de un viejo café, amaba las mañanas y tardes de Roma, cubiertas por el aroma de la comida de su madre, las risas de sus amigos en el liceo o los ronroneos de su gata, acostada en el sofá en el que dormía hasta que su padre le recordaba que había una cama en la habitación al final del pasillo. Por ellos fue a la guerra y por ellos peleó dos mil días o más.
Pero si por amor caminó entre sangre y balas, qué lo llevaba ahora a detestar al hombre que les hacía frente, si la pasión con la que este defendía la entrada a un campamento de refugiados era similar a la pasión que lo llevó a pelear.
En cuanto sus manos casi dejaron caer el fusil que sostenía, el sabor pútrido de una boca infectada le recordó que, si hombres como aquel religioso hubiesen permitido el paso de capitanes y soldados, él ya estaría de regreso, bajo el techo de una casa, lejos del gatillo que apretó a pesar del «¡Estúpido, es un cardenal!», perdido en el ruido de la ira.
Ahí se quedó, junto a millones de cuerpos y el sabor de unos dientes a punto de caerse tras meses comiendo lodo o cuero. Todos y todo sobre una misma tierra, hasta el instante en el que una estrella cayó sobre el mundo para transformar la noche en día y la carne en cenizas.
Bajo la bomba, todos eran iguales. Sin ropas que los clasificasen, sin pieles que los separasen, sin arrugas, cabellos o marcas que contasen su historia. Una sola humanidad, por fin, pero muy tarde. Se preguntó entonces por qué amaba a sus enemigos al final de su vida, solo para escuchar la respuesta desde el eco del franciscano sobre un suelo ensangrentado: «Que no sea tarde cuando descubras que transformaron todo tu amor en odio».
Al principio, no creyó estar muerto. Parecía un sueño, como esos que solían acompañarlo en las noches antes de la guerra. No había dolor, ni frío o calor. No hambre, ni saciedad y, en realidad, ni siquiera un cuerpo que pudiese experimentar aquello que hace al vivo. Solo observó al universo a través de ojos inexistentes, ajeno al pasar del tiempo o a la inmensidad del espacio. Aquello era la muerte: ser parte de todo y sentir nada.
De repente, en medio del vacío, un latido de conciencia. Desde su país, por las calles de su ciudad y sobre el rostro detrás del cristal de un féretro, en cuyo interior descansaba el hombre que asesinó. Al morir, vio a todos hechos polvo. Sin embargo, aquel fraile estaba intacto, sin heridas, quemaduras o cualquier mancha que afectara su valeroso semblante. E inmaculado avanzó en medio de una procesión de religiosos que impidieron a un mar de fieles tocar el ataúd, alzado en hombros hasta desvanecerse tras las murallas de Ciudad del Vaticano.
Su alma, no obstante, atravesó columnas y puertas, caminos de adoquines y jardines, mares de personas y la soledad de una silueta, cuyo rostro lloró bajo las hojas de otoño de una gruta envuelta en hiedras; el último hogar del cardenal Sabaddin.
— ¿Dónde está su cruz?
— En sus manos. No fue posible separarlo de… —Wilhelm Mandorff se detuvo. Monseñor Raymond O'Malley sujetaba con fuerza el pendiente que colgaba de su cuello. En algún momento antes del final del verano, ambas cruces cambiaron de pecho—. ¿Sabes, Ray? Las hojas de hiedra también simbolizan el amor eterno.
Un hondo sollozo escapó de los labios de Ray; luego, lamentos que solo le dejaron decir: «Gracias, Willi» antes de olvidarse del tiempo, tendido sobre un panel que más tarde reflejó la llegada de nuevas figuras en negro, púrpura, azul y escarlata.
El latido de conciencia se fue con Ray, distraído en imágenes del pasado que podía ver atadas al presente como cintas superpuestas. Al final, frente a una gran puerta de madera cortada hace cientos de años, todas las escenas coincidieron en Giulio, sonriente junto a un cigarrillo y la ventana de un pasillo, desde el cual dijo: «Está bien. Nunca seremos santos».
— No estaba destinado a ser —de cualquier forma, ya había callado durante siete años—. Al-lāh decidió que esta semilla no fuera fruto, pero eso no implica que la dulzura jamás volverá a su vida — y tal vez callaría por más, como hizo cada vez que escuchó a aquel médico anciano revelar que no existía lugar más humano que esa ciudad de mármol—. Tome las medicinas. Él lo necesita de pie.
«Y tú prometiste continuar», creyó escucharlo decir al abrir la puerta, acompañado por un viento familiar que revivió la memoria del último beso de Giulio. En un parpadeo, el médico ya no estaba. Con él se fue la brisa, abarrotada de detalles que hicieron que Ray se preguntara cómo había logrado encontrar a aquel hombre en primer lugar.
En el recinto, vio al pontífice bajo la oscuridad, encogido sobre un sillón de terciopelo donde muchos otros hombres de blanco se dejaron caer. A su lado, un anillo de oro: — ¿Hay alguno con vida? —preguntó él, exactamente como todas las mañanas, armado de una voz raspada por la crudeza del duelo.
— No, su santidad —musitó Ray, próximo a un rayo solar que, al colarse por la ventana, retrató el rostro de Inocencio XIV, esa silueta inexpresiva abrazada al camino de telas carmesí que llevaron a O'Malley a la gran mancha de sangre sobre la cama del papa.
— Todos mis hijos… muertos.
Tiempo después, el mar siguió quieto. Vio sus olas, pequeñas y débiles, romper en una playa desierta, bajo nubes grises que ocultaron el pasar del día hasta que, de pronto, uno se veía dentro de la noche o muy temprano en la siguiente mañana. En la orilla, como único vestigio de vida, los cadáveres abrazados de una paloma y una gaviota.
Tras ver la última pluma volar al horizonte, supo que el mundo aún giraba y suspiró, como si el peso de la vida hubiese vuelto a su alma. Pero él era un fantasma, nada más que un rastro de conciencia varado en la playa de su infancia, y más tarde un extraño en otro paisaje de su ciudad, perdido en una de las memorias de sus veintiséis años.
A pesar de todo, en cada escena permanecían los latidos y el llanto de un recién nacido. Los escuchó al despedirse de la costa, donde se enamoró por primera vez de la naturaleza. Los escuchaba ahora, aunque se hallase en medio de una calle abarrotada de personas y gritos. Al menos esta vez podía reconocer que se trataba de la calle que recorría antes de llegar a casa.
Su primer instinto fue caminar hacia su hogar, un edificio apenas a unos metros de la esquina. El camino era corto y, por ello, por largos minutos, no le molestó esquivar multitudes ni escuchar voces gritándole al oído. Al cabo de un tiempo, después de escurrirse entre dos desconocidos, paró para mirar a su alrededor. Estaba exactamente en el mismo punto del inicio. Volvió a suspirar, cansado.
Si no podía llegar a la puerta de su casa, tal vez podía observarla desde lejos. Un farol hizo la tarea sencilla, aunque apenas distinguía las ventanas o las cortinas rosa pálido de la habitación de su madre. Trepó un poco más hasta llegar a la cima y posarse sobre la luz naranja, aún encendida a esa hora de la mañana debido a la horrible niebla que cubría toda la ciudad. Ya podía ver la fachada, descuidada por el tiempo, y la puerta, cubierta por las cintas amarillas que alguna vez vio en la televisión alrededor de la escena de una tragedia.
Incluso si aún poseyese los músculos necesarios para emitir un grito de dolor que detuviera al mundo, el mundo era él y él era nada. Solo un bramido desde miles de bocas al unísono, los latidos de ira de una muchedumbre lastimada, los escupitajos a un sacerdote que escoltado caminaba rápidamente hacia un automóvil, el fuego de una bomba casera rompiendo la ventana y las marcas pintadas en la pared, repitiendo el coro: «Leccaculo, traditore».
Hubiese preferido quedarse entre las voces de la rabia, porque solo a través de ellas podía sentir y deseaba sentir ira. Tal vez ese era el destino de los muertos: ser arrastrados a través del mundo por un viento que no escucha y sigue sus propias reglas, completamente privados de emociones, sensaciones o la oportunidad de llorar por los que alguna vez amamos.
Volvió a la ciudad de esculturas, entre paredes de cientos de años de antigüedad que de pronto ya no podía admirar tanto como antes. Seguía la sombra del religioso que vio huir de la protesta. Lo conocía; lo odió en vida. Sus camaradas solían burlarse del hombre interpretándolo como un cobarde afeminado, pero él siempre sintió el suficiente asco como para no querer siquiera escuchar su voz, aunque fuese una imitación mal lograda.
Era simple. El cardenal Bellini era un hombre anciano que criticaba la guerra desde la comodidad de una lujosa suite en el Vaticano; él era un muchacho que apenas pisaba la universidad cuando se vio obligado a embarrarse de suciedad y sangre en nombre de su hogar. Uno de ellos tenía mucho más que perder.
Ahora tampoco era diferente. Los desafortunados seguían en las calles, gritando con la necesidad en la boca, y Bellini seguía entre el privilegio de unas paredes refinadas, junto a un séquito de sacerdotes que lo acompañaron hasta una suite en el tercer piso, la cual abandonaron tras dejar cajas forradas en seda.
Bellini cerró la puerta, caminó a la recámara y se apresuró a convertir el lugar en una especie de hogar temporal con los pequeños objetos que trajo en un maletín abultado. Apenas tuvo tiempo de tomar lo necesario y huir a Santa Marta: un cepillo, pasta dental, toallas, un par de zapatos, ropa, su computadora personal. El resto de cosas las dio por perdidas.
En minutos, las cajas estaban sobre la cama, perfectamente alineadas en orden de uso. Terciopelo, satín, algodón; cada vestimenta en una paleta de blanco inmaculado, escarlata intenso y dorado antiguo. Lo único viejo era la cruz que colgaba de su cuello, la misma que pronto descansaría sobre otro pecho.
Empezaba a deshacerse de sus ropas cuando escuchó la puerta principal abrirse. No se detuvo. Continuó, impávido a pesar del ruido del picaporte, las llaves sobre la mesa y el caminar de su nuevo compañero. Lo escuchó sentarse, dejó que viera sus prendas caer al suelo y, cuando solo tuvo una camisa encima, giró:
— ¿Hablaste con él?
— Neanche una parola.
Aldo gruñó y volvió la vista a las cajas: — Esta ceremonia simboliza la unidad de la iglesia. Si no será pública, ¿cómo espera que nos posicionemos como una fuerza sólida en contra de la guerra? —.
— ¿Y qué harás al respecto? —replicó Tedesco con el vapeador en los labios—. Aún puedes detener la ceremonia.
Una risa amarga escapó de sus labios mientras deslizaba las manos sobre la fina tela de un alba. Negó con la cabeza; ya estaba acostumbrado a ese comportamiento. Esta vez, sin embargo, no estaba seguro de poder tolerarlo. Después de todo, acababa de perder su casa. — ¿Al menos te recibió? —.
— Oh, claro que pude verlo —respondió Goffredo con la mirada en la ventana, acompañado de una sonrisa que Aldo no supo reconocer si genuina o falsa—. De blanco luminoso bajo los rayos de la mañana, rezando por las almas de cada víctima del bombardeo mientras las aves cantan a su alrededor y caen las hojas de otoño —posó la vista sobre Aldo—. Si tuviera alas, creería que es un ángel.
— Esa no fue mi pregunta.
— Sei geloso?
— ¿Por qué tendría celos del hombre más cuestionado de las últimas semanas?
Goffredo volvió a sonreír, tomó el vapeador y concentró su atención en las escenas que veía a través del cristal. Esa era la nueva Santa Marta: una residencia y uno de los pocos hospitales con una cama y un médico disponible; aun así, llena de heridos. — ¿Debo suponer que ni siquiera te acercaste a él? —continuó Aldo.
— La cardenal Agnes impidió que me acercara. Dijo que comunicaría mis inquietudes al papa —Goffredo ya podía imaginar la expresión de disgusto en su compañero—. Di che ti sorprendi? Ahora mismo soy la última persona que desearía ver. Tu amigo Tommaso sería mejor opción.
En unas horas vestiría la casulla dorada para unirse al hombre que años antes ni imaginó llamar aliado. Concluida la ceremonia, sus secretos serían de Goffredo y los de Goffredo serían suyos. Reflexionarían en la mente del otro, decidirían con la misma mano, hablarían con la misma boca. Mas hasta entonces, aún era Aldo Bellini, un hombre con sus propias lealtades y de Thomas no revelaría más que lo necesario: — Tampoco ha podido conseguir una audiencia con Inocencio —.
— Lui? —Tedesco rio con burla—. Incredibile, el hombre más cercano al papa de repente es un extraño.
— Tiene asuntos que atender. Lo creas o no, asuntos más pesados que los nuestros.
El vaho del vapeador se deslizó suavemente entre sus dedos, ocupados en los botones de la camisa que empezaba a soltar. Densa, la esencia del tabaco transformó su sinuosa forma en una caricia sutil que, cuando se detuvo sobre su nuca, susurró amenazante: — ¿Por eso pasas tantas noches a su lado? —y, al final, sobre sus labios, el sabor a néctar de melocotón.
— ¿Y tú me llamas celoso?
Otras emociones se acumulaban en la mente de Bellini. No las experimentaba. El viento que lo arrastró parecía tener otro objetivo, o al menos eso teorizó al verse desnudando al cardenal Tedesco. Tras caer sobre la cama, contra cajas de seda que cedieron a su fuerza, supo que, de cierta forma, también desnudaba al mundo. Se dejó llevar por el instinto de sus labios, atados a un cuello en el que revivió las memorias de la ira, ahora teñidas del escarlata de Bellini en el Vaticano.
Era odio. Rabia hacia el hombre que destruyó el legado de un padre y arrebató la calidez de un amigo. Ira hacia la boca que juró paz y por la tarde alabó la guerra. Furia hacia el cielo, por haberle dado un corazón que lo ancló a Roma: — No lo hago por ti, Goffredo. Es por ellos —.
— Idem —y también era amor. Pasión en los ojos de Aldo, fijos en la mirada torturada de Goffredo. Fascinación al ver cada cicatriz alrededor de su antiguo enemigo, porque si un hombre como Tedesco, marcado en cuerpo y alma por sus enemigos, podía dar media vuelta, verse al espejo y concluir que fue su propio odio el destructor de su vida, entonces el mundo también podía. Y él, bajo el mismo velo de esperanza, también podía dejarse llevar por sus movimientos, enredados hasta desaparecer en un gemido.
Otra vez por su cuenta, apareció en medio de una plaza vacía bajo el sol del atardecer. No demoró en descubrir que esta vez podía moverse con un poco más de libertad, aunque nunca más allá de las murallas. Tal vez su nuevo destino era convertirse en el fantasma de Ciudad del Vaticano; no sonaba alentador. En realidad, nada emitía sonido. Tan solo era él, un complejo de espacios vacíos y el silencio que se alteraba a medida que sus pasos se acercaban a unos jardines.
Latidos, el llanto de un recién nacido y el viento. Los latidos cada vez más fuertes al vagar por un bosque; el llanto cada vez más vivo al concentrarse en las doncellas de piedra junto a una fuente; el viento hecho remolino frente a una pequeña iglesia custodiada por guardias suizos.
Dentro, olas de sensaciones que, al no ser ni de amor ni de odio, no pudo experimentar. La luz era tenue, apenas ayudada por las velas que adornaban un largo pasillo envuelto en el aroma de la mirra y el sándalo. Frente al altar, figuras de dorado unidas por un cinturón que ataba sus manos a una biblia abierta, sobre la cual se juraron hermandad.
Creyó que volvería a unirse a las emociones de Bellini, mas el hombre era ahora una escultura impenetrable que solo podía observar desde lejos. Pensó entonces que era el turno de Tedesco, aquel cardenal que alguna vez admiró mientras lo vio bendecir el lote de fusiles con el que se convirtió en asesino. Nada sucedió; permaneció congelado, testigo de una escena que observó transcurrir como una película.
Sin embargo, el latido seguía vivo, cerca de la pareja que intercambia cruces en medio de miradas de duda. Buscó en los ojos de ambos, seguro de que en algún momento volvería a sentir la vida bajo sus pieles, pero aquello era tierra estéril para su espíritu. Árido a pesar del toque de Bellini sobre el corazón de Tedesco; seco a pesar del beso de Tedesco en la boca de Bellini.
Y frente al beso, inesperadamente, una figura de blanco que, como él, observó con un alma completamente despojada de sensaciones. Al parpadear, de pie sobre un altar elevado que le permitió contemplar ciento siete rostros sumidos en el miedo, sintió el aire de la vida llenar los pulmones del pontífice.
Inocencio contuvo la respiración, como si súbitamente hubiese despertado en una escena que no reconocía. Rostros de hace siete años se mezclaron con rostros completamente nuevos, todos bajo una niebla de olvido que solo le permitió recordar quién era, mas no lo que había perdido. Los registró con detenimiento; sus miradas, frías y distantes, parecían completar el rompecabezas de una vida de siete décadas. Cuando encajó la última pieza, al posar los ojos sobre un asiento vacío, giró herido, arrepentido de haber recordado.
Tras largos segundos, un pequeño gesto acercó a Janusz Wozniak al papa. Tembloroso, recibió el cáliz que albergaba el vino de la eucaristía, mientras, a la derecha de Inocencio, Willi recogía el pan sacramental en una bandeja de oro. Ambos descendieron del altar para ofrecer la comunión a la pareja y al resto de congregados. Pero Inocencio no volvió la espalda.
— Su santidad —susurró Ray al terminar la ceremonia—, los cardenales esperan que los acompañe en el rezo por la paz.
— ¿Dónde está el decano?
— Decidió ausentarse —Inocencio, en completo silencio, posó la mirada sobre Ray—. P-pensé que no le importaría. Me ordenó negarle cualquier audiencia.
— Ordené que se mantuviera lejos de las audiencias, no de las ceremonias. ¿Dónde está?
— Su santidad, tal vez sería mejor dejar pasar esta ausencia —intervino Agnes, rodeada de un grupo de diaconisas que pronto asistieron a Ray; tras un par de señales, algunas abandonaron el templo—. El decano debe estar ocupado en algún asunto de gran urgencia, dado el contexto en el que nos encontramos.
— ¿Tan urgente que no puede asistir a la ceremonia que él mismo impulsó?
Entonces todo fue silencio. La mirada sutil de Agnes coincidiendo con la de Ray; las cabezas bajas de Willi y Janusz; el último grupo de cardenales, petrificados para no atraer la mirada del papa. Ante la quietud, una voz se alzó entre ellos: — No hay razón para seguir preguntando por su paradero —y el corazón de Inocencio latió con una memoria de ira. — Aquí cualquier otro cardenal podría suplir sus funciones —.
— Y por eso pregunté por nuestro único decano—replicó Inocencio, dejando atrás a la joven silueta que se abrió paso entre las demás diaconisas.
— ¿No cree que necesite un reemplazo?
— Nadie es reemplazable.
— Pero tú nos reemplazaste a todos, Vincent —luego, una pausa. Escenas del último viaje a la tierra de su infancia; Thomas, un funeral, gritos, una carta. Y al final, en el horizonte veracruzano, una muchacha—, por ese hombre. Alguien que te mantiene en la sombra, conspira con traidores, toma decisiones en tu nombre, te impide actuar y lo llama diplomacia, abandona a su comunidad cuando le conviene…
Pudo oír el cese de los murmullos de aquellos que ya habían abandonado el templo, reunidos alrededor de Bellini y Tedesco. También escuchó la voz de la joven Julia, cuyas ondas ya caminaban más allá de las paredes. Escuchó el viento, sus recuerdos, leves arrullos; y a pesar de todo, solo indiferencia. — Entonces tal vez sea su turno de dar el ejemplo, diaconisa —sentenció al volver sobre sus pasos—, y regresar a su lugar —.
Antaño, habría admirado los ojos tenaces que no le rehuyeron la mirada. Pero lleno de hartazgo, cuando el viento gélido apagó las velas y se llevó sus palabras, creyó ver frente a él las imágenes de un joven hombre junto a un grupo de personas en medio de los parajes del Congo: — Como ordene, su santidad —y de pronto, la sensación de verse mas no reconocerse.
— Rezaré en mi recámara —declaró, presionado por un grupo de emociones que se aglomeraron en su garganta—. A solas —Ray asintió, los guardias suizos permanecieron en su lugar e Inocencio caminó, completamente aislado del mundo, pero no de las brisas frías que lo siguieron hasta dejarlo en su residencia. Ahí rompió su rostro inexpresivo, abatido sobre una pared de fotografías al lado de la cama.
Cajas de metal y lana carmesí dibujaban la silueta de Vincent tras un grito ahogado, derribado como todos los días sobre un suelo lleno de instantáneas desechadas. Alguna vez, por amor al mundo, lloró en la Sala de las lágrimas. Muchas otras veces, lloró por amor al pasado, oculto entre paredes de mármol. Sin embargo, ahora lloraba al amor, sumido en las memorias de todo y todos aquellos a quienes perdió. Al resbalar lentamente del mural, tras él, una estela de imágenes que retrató la pasión asesinada cuatro semanas atrás.
Despojado de amor y pasión, solo le quedó empuñar las hebras a su alrededor. El púrpura de la noche empezaba a teñir el cielo, pero un brillo del ocaso encontró un espacio entre las cortinas. Apenas recuperaba el aliento cuando el último rayo de sol cayó sobre una caja de metal que, a causa de un latido de ira, salió volando por la habitación. Para entonces, Vincent no lloraba más.
Limpió las pequeñas gotas de sangre que cubrían sus nudillos. Volvió la vista a las fotografías. Ninguna de ellas capturó su atención. El cofre abandonado en la esquina, por otro lado, aún brillaba para sus ojos, exhibiendo la huella de su puño y otras abolladuras de otros atardeceres. En cada una de ellas, una razón para olvidar.
Tras el fin del ocaso, un ruido discreto al lado de su puerta: — Puedo escucharte, Thomas —y con este, el miedo al viento del otoño que toma todo a su paso para dejar la tierra servida al invierno.
— Siento interrumpirlo, su santidad —murmuró el decano—. Lamento mi ausencia durante la ceremonia. Estaba ocupado…
— ¿Preparando tu renuncia? —la habitación se vistió de quietud. Luego de unos segundos, Inocencio suspiró levemente, tomó la caja de metal y caminó hasta su cama—. Discúlpame. Continúa.
La mesa de noche, sobre la cual depositó la caja, tenía los colores pálidos de la luna. Vincent los observó durante largos segundos. Tras ello, tomó un frasco de pastillas antes de dar por terminado el día. — Nadie me lo informó, Vincent —exclamó Thomas detrás de él, con la voz quebrada. — No quise… yo habría deseado poder… —.
Optó por callar. Tomó de excusa sus ropas, las cuales retiró lentamente para evitar volver a perderse en aquel mar azul que brillaba tanto como sus memorias más hirientes. «Vincent», susurraba Thomas, como si no supiera que sentir ese tierno aliento lo llenaba de esperanza; como si ignorara que lo peor de su pasión revivía al tenerlo a solas en una noche bajo el color de la luna. Como si no recordara que bajo las sombras suelen romper sus promesas:
— Vincent… —volvió a escuchar, conminado por una fuerza invisible a tomar esas manos y guiarlas hasta su vientre congelado, despojado de vida, como todo lo que una vez amó—. Vincent, no creí que fuera posible… yo… no lo sabía…
— Pero hubo asuntos que sí conocías —susurró después de besar a Thomas—. Sé que encubriste a Adeyemi y callaste el maltrato que sufrió la hermana Shanumi. Sé que fuiste parte de las intrigas de Bellini y Sabbadin. Sé que estás enterado de mucho y aun así guardas silencio frente a mí. Lo sé desde hace mucho tiempo —un gemido discreto acompañó la lascivia de sus labios y caderas—: pero pude perdonarte; a los otros no.
Y si los labios de Thomas dejaban de corresponder a sus besos, y si el mar de esos ojos no volvía a sus costas, entonces él se movería en esa boca hasta ganarla, y se ahogaría en esas aguas, hasta perder de vista al mundo y al juramento que hizo hace cinco años: «Cuando tú quieras…».
— No puedo firmar tu renuncia, Thomas —jadeó, abrazado por roces sedientos que lo empujaron a creer que por amor era posible ser feliz sobre promesas rotas. — Yo renunciaré… —y tal vez, perdido en el frenesí de Thomas contra ropas inmaculadas, sobre un cuello desnudo y acompañado de lágrimas, olvidó que alguna vez, con el viento a lo lejos, el amor le juró: «Renunciaré contigo».
De latidos de amor, volvió al vacío: — ¿Qué? —exclamó Thomas, petrificado por el eco de cada palabra. — No, tú no puedes dejarlos ahora —.
Vincent enmudeció, de nuevo invadido por una sensación iracunda que, esta vez, condujo su vista hacia el escudo de Inocencio; nada más que un recuerdo amargo en medio de la oscuridad. Dejó los brazos de Thomas, abotonó sus ropas y caminó a la puerta. — ¿Les has dado la espalda por semanas y ahora los abandonas? —.
— ¿Por qué te vas, Thomas? —inquirió Inocencio debajo del dintel—. ¿Es por ti? ¿Por la iglesia? ¿Por Bellini? ¿Por mi torpeza? ¿Por mí?
— Vincent, yo nunca… —sacudió la cabeza—. Tenemos un deber…
— ¡¿Por qué?! —bramó con una especie de ira tangible que empujó al decano contra el velador, a una caja contra el suelo y a unas instantáneas contra la alfombra. Sobre esta, escenas alineadas por el viento para contar una historia de indiferencia: fotografías del bosque, los jardines, Vincent y Thomas; nada más que eso.
Thomas giró hacia el mural, lleno de los rostros que acompañaron a Benítez en sus misiones; volvió al suelo, carente de las tradicionales figuras de los fieles de Roma. Ahí permaneció, atacado por mil memorias de Vincent y el carmesí en lo profundo de sus ojos, cuyo vibrante tono pintó entero al hombre de blanco que aún llevaba la marca de sus besos en el cuello: — Tú los odias, Inocencio —.
— Millones muertos y ellos celebran…
— No, tú los odiaste desde hace mucho antes.
— … y luego me sonríen como si no tuvieran sangre en las manos…
— Nunca los has amado.
— ¡Intenté amarlos!
El viento gélido marchaba con fuerza. Tras abrir otra ventana, violento, arrasó con la residencia en una ráfaga que arrojó fotografías y periódicos a los pies de Inocencio, un hombre creado años atrás en medio de emociones incoherentes.
Eventualmente tendría que despertar y verlo; darse cuenta de que moraba en un paisaje yermo desde hacía más de dos mil días. Pero Inocencio llegó a él con un beso de amor desesperado y el joven Vincent resucitó tras el ruido de un corazón hecho pedazos. Inocencio tomó sus temores, Vincent su dolor. No obstante, aunque uno fuera la perfección del cielo y el otro la vehemencia de la Tierra, al final él era Benítez. No divino, no terrenal; simplemente un humano en el limbo de la creación.
— Es culpa mía, Vincent —dijo Thomas frente a él—; me negué a verlo. Me negué a aceptar que llorabas junto a ellos, pero no por ellos.
Tras él, la tragedia del odio: despojar a un corazón de emociones. Y tal vez lo intuyó desde hace semanas, cuando caminó inexpresivo entre los muros de mármol, incapaz de sentir al mundo sin lastimarse con otro recuerdo de su vida. Ahora, sin pasión ni ira, latía vacío, desgarrado por aquellas páginas de periódico que acunaron el retrato de la nueva Roma, un rebaño torturado al que ya no podía odiar, aunque hubiese querido.
Una mano tomó la suya; unos ojos sin mar miraron los suyos; un viento los acarició después de semanas entre golpes. Abrazó a Thomas por última vez, rogando al cielo por un deseo que sabía no habría de cumplirse. No importaba; tan solo quería creer—por tan solo un minuto—que mañana despertaría envuelto en aquel cuerpo, sobre otra cama, en medio de otro escenario.
Entonces, a modo de final, otra señal de certeza: — ¡Su santidad, hay un sobreviviente! — como aquel último toque a la puerta que llega para preguntarte qué elegirás.
Se lo prometió alguna vez hace cinco años, así como también juró no abandonar al mundo. Incluso, tiempo atrás, en el balcón de la basílica, pidió a otros perdonar. Ya era momento de asumir su verdad: — Te he amado, Thomas. Te amo aún —.
— Y volverás a amar a este mundo —respondió Thomas—. Tú, Benítez. No Inocencio.
A la muerte del odio, el milagro del amor: que después de tantos años de pie sobre tierra muerta, un beso fuera suficiente para amar y de amor, volver a respirar. Otra vez sobre el mismo paisaje que lo vio partir, de nuevo bajo la misma estrella que caía al mundo. Una vez más junto a la humanidad, al lado de todos sus hermanos, a quienes hubiese deseado abrazar. Mas esta vez, a su izquierda, la figura de un fraile.
«¿Es tarde?», pareció preguntarle, con una mano sobre la cruz que llevaba en el pecho y una leve mueca que interpretó como una sonrisa. — No, no es tarde aún —respondió mientras el aire consumía su cuerpo. En el último latido, un grito a un aparato que permitió que su voz se quedara en la Tierra aun cuando él partiría en segundos.
Eran sus palabras las que salían de aquella radio en la ventana. Desde la noche anterior hasta la tarde de esos últimos días de otoño, tan solo interrumpido por el comentario indignado de distintas personalidades y en repetición infinita alrededor de todos los medios digitales. Tal y como una vez sucedió hace seis años.
Le gustaba pensar que aquellos que alguna vez lo paralizaron frente a ese café, ahora estaban paralizados en sus casas, aterrados al escucharlo denunciar que fueron ellos, sus aliados, quienes surcaron el cielo antes del impacto de la bomba. Ahora que sabía que fue la carnada, todo tenía más sentido.
Por otro lado, sentía cierto alivio. No por él, que seguramente enfrentaría sus crímenes cuando todo hubiese terminado, sino por el mundo que ahora, por su voz, podía presenciar —antes de que fuese tarde— cómo la ira transforma el amor en odio.
Lo que pasara después no estaba en sus manos. Tan solo era un fantasma, sentado al lado del pontífice y un recién nacido, a quien escuchó llorar cuando el hombre de blanco la dejó sobre los brazos de una monja: — Es una niña muy dulce, se lo aseguro —dijo con una sonrisa antes de dejar la habitación. A dónde iba, no lo sabía. Él, por su parte, solo quería darle un último vistazo a la vida.
Fuera de la pequeña guardería, estaban los pasillos de Santa Marta, abarrotados de rostros similares a aquellos que alguna vez se reunieron en la plaza San Pedro para ver a Inocencio. Benítez caminó entre ellos, apuñalado por miradas abatidas que se repitieron durante varios corredores más. Antes de desaparecer tras unas puertas, tomó unos segundos para contemplarlos a todos. Con de ese nuevo rebaño, reunido en una imagen inédita, construyó la base de sus nuevas memorias, hechas con escenas de amor por el mundo.
— Les he pedido virtud, cuando siempre debí pedirles humanidad —declaró el nuevo papa frente a las cámaras—. En ese sentido y en muchos otros, les he fallado. Y ahora que eventualmente olvidarán y volverán a marchar sobre el sufrimiento de sus hermanos, yo no volveré a fallarles.
«La paz no es neutral. No se funda en la finalidad de satisfacer a todos, sino en la necesidad de traer justicia al mundo».
Antes de irse, pasó por el mural. Un hilo carmesí unía cada fotografía. Al mirarlas todas, podía observar el inicio de una película donde un joven sacerdote bailaba a través de las décadas hasta saltar de su mundo y tomarlo de la mano.
«No busca paz aquel que prioriza el bienestar de los suyos en detrimento de otros, así como no busca paz aquel que está dispuesto a olvidar todo agravio y pasar la página».
Acarició su piel, admiró aquellos ojos calmados que lo veían desde otra época y, finalmente, al separarlo de la gran obra que era la vida de Vincent Benítez, descubrió que incluso en los recuerdos uno puede amar, aunque en medio esté la distancia, el tiempo y el deber.
«No hay justicia para el agraviado, si, aun después de tanto, se le pide ceder más. No hay humanidad alguna en pretender que, aun después de tantas muertes, es correcto recibir al culpable y considerar que tiene derecho a demandar. No hay paz en esta indiferencia que queremos llamar neutralidad».
Thomas guardó la instantánea en el bolsillo interior de su gabardina. Suspiró, cerró la puerta de la residencia, abandonó la basílica y partió rumbo a un nuevo destino. Al llegar al tren, tomó una caja de metal de su maleta y contempló el atardecer junto a mil memorias de amor. Mientras, a lo lejos, las últimas ondas de una radio romana.
«No habrá paz, ni comunión, ni salvación, ni vida eterna para aquellos que creyeron, crean y continúen creyendo que su odio e ira los dejarán convivir con alguna alegría».
Frente a un escritorio en la residencia, rodeado de la repetición de su discurso por la radio local, Benítez firmó los últimos decretos de exilio y excomunión. Tras derramar un poco de tinta azul, distraído en limpiar las gotas, observó por la ventana a una joven diaconisa y a un joven sacerdote bailar en medio de la plaza. Sonrió con melancolía; pronto los tendría que separar.
«Y para el resto de nosotros, roguemos al cielo por que aprendamos a volver a amar».
En último lugar, la renuncia de Thomas y, antes del final del día, la firma de Innocentius XIV. Nunca más Inocencio.
Notes:
Lo siento por demorar en actualizar. Sí le echo ganas lo juro TwT
Gracias por leer :3 si alguien se ofrece para ser beta estaré muy agradecido <333
IzzyV on Chapter 1 Tue 20 May 2025 05:39AM UTC
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T_Rex_Escribe on Chapter 1 Wed 21 May 2025 02:34AM UTC
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jetstream_dan on Chapter 1 Sat 07 Jun 2025 05:47PM UTC
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T_Rex_Escribe on Chapter 1 Mon 09 Jun 2025 04:16AM UTC
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Lady_Trotsky on Chapter 2 Sat 31 May 2025 03:49AM UTC
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T_Rex_Escribe on Chapter 2 Sun 01 Jun 2025 01:43AM UTC
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