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Rin estudiante de Jujutsu Kaisen

Summary:

Rin está exhausto; no puede más. Su hermano lo desprecia y se siente un extraño en su familia. El fútbol ha dejado de ser divertido; ahora es una cadena que lo asfixia.
Rin está harto, así que toma una decisión. No tiene miedo, ya que nadie lo extrañará.
En el último momento, lo salva una llamada que cambiará su vida y hará que su existencia, al menos, valga la pena.

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Chapter 1: Capítulo 1

Chapter Text

La multitud había rugido en el estadio, un estruendo que parecía eterno. Los flashes de las cámaras iluminaban la noche como fuegos artificiales, y los gritos de los fanáticos llenaban el aire con una energía casi palpable. Todo indicaba que el partido entre Blue Lock y la selección sub-20 había sido un espectáculo inolvidable.

Frente a ellos estaba el equipo más talentoso de jóvenes en Japón, encabezado por Sae Itoshi, el hermano mayor de Rin y una figura casi legendaria en el fútbol. En un movimiento sorprendente, Sae había elegido al impredecible Shidou Ryusei para reforzar a la sub-20, convirtiendo el partido en una batalla personal para Rin.

El campo había sido una arena de fuego, donde cada jugador dejó su alma. Bachira danzaba con el balón, Nagi convertía jugadas imposibles en goles posibles, y Barou imponía su presencia con una ferocidad implacable. Isagi, como siempre, había sido el estratega, viendo jugadas donde nadie más podía.

Pero fue ese gol final, ese último momento cuando Isagi logró superar a todos y marcar el tanto decisivo, lo que selló la victoria de Blue Lock. El estadio estalló en un rugido ensordecedor. Para los demás, esa era la culminación de todo su esfuerzo, el resultado de innumerables días de trabajo. Pero para Rin, no fue más que otro vacío.

Cuando el árbitro pitó el final del partido, Rin no levantó los brazos ni se unió a las celebraciones. Se limitó a mirar al suelo mientras el sudor le caía por la frente. Su cuerpo estaba exhausto, pero su mente lo estaba aún más.

El vestuario estaba en caos. Gritos de celebración, bromas, música, todo mezclado en un ambiente de euforia colectiva. Rin, en cambio, se había sentado en un rincón, con las vendas aún en sus manos y la camiseta empapada de sudor. Observaba a los demás sin realmente verlos.

Sae había estado en el campo. Durante el partido, lo había enfrentado cara a cara. Habían intercambiado palabras, miradas, e incluso algunos roces físicos. Pero cuando todo terminó, Sae lo desprecio como siempre, acaso nunca será suficiente. Esa indiferencia era más dolorosa que cualquier derrota.

"¿Qué más se supone que haga?"

El pensamiento cruzó su mente como un rayo. Había entrenado más duro que nadie, hasta que sus músculos le duelan, pero no recibió nada, no sentía la satisfacción que siempre creyó que llegaría. Su meta era destruir al estúpido de Sae, en lugar de eso, había una especie de agujero en su interior, uno que no dejaba de crecer, sin importar cuánto intentara llenarlo.

Mientras el resto de sus compañeros salía del vestuario, llamándolo para unirse a las entrevistas y las celebraciones, Rin se quedó atrás. No quería hablar con nadie. Nadie era importante y nunca lo serán, solo un montón de NPS que por desgracia del destino los tuvo que conocer.

Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. La mujer de gran busto que siempre acompaña a Ego, con una carpeta bajo el brazo esperando afuera.

— Rin, todos te están esperando para la rueda de prensa. Los periodistas quieren hablar contigo.

Rin levantó la vista lentamente y salió lentamente encontrándose al frente de Anri, ¿así se llamaba, ¿verdad?, con una expresión que dejó al asistente desconcertado.

— No voy.

La mujer parpadeó, sorprendida.

— ¿No...? ¿Estás seguro? Es importante para...

— Dije que no voy.

La firmeza en su voz cerró cualquier posibilidad de discusión. Anri lo miró durante unos segundos antes de encogerse de hombros y salir. Rin volvió a quedarse solo, con el sonido lejano de los pasos de la mujer desapareciendo por el pasillo.

Se quitó los guantes, sintiendo la rigidez en sus dedos después de tanto esfuerzo. Cada movimiento era lento, casi ritual. Mientras lo hacía, su mente daba vueltas a la misma conclusión, una que había estado evitando desde hacía tiempo:

"No quiero esto."

Por primera vez, las palabras resonaron en su cabeza con una claridad abrumadora. Todo el tiempo que había dedicado al fútbol, toda la presión, las expectativas, la competencia... todo lo que había soportado lo estaba aplastando. Ya no era suficiente.

Respiró hondo y se levantó, dejando los guantes en el banco. Miró a su alrededor, al vestuario vacío, y supo que estaba tomando una decisión que cambiaría su vida.

No volvería a este lugar. No volvería al campo. Estoy harto.

Chapter 2: Capítulo 2

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Ego nos había dado dos semanas de descanso por la victoria… bueno, ellos ganaron. Ignoré todo ese discurso grandilocuente de Ego —y los halagos vacíos de esos NPC sin importancia—, pero aun así declaré a Isagi mi rival. ¿Cómo pudo ese insecto lograr lo que yo llevo años persiguiendo? No tiene sentido. ¿Acaso me he matado entrenando y destrozado mi cuerpo para nada? Pura mierda.

Sin embargo, ahora que lo pienso con la cabeza fría, nombré a Isagi mi rival en el peor momento: justo cuando estoy pensando en abandonar el fútbol. También me preocupa el “después”. ¿Qué haré si dejo esto? He dedicado mi vida entera al futbol, sin dudar en aplastar a quien se interpusiera. No tengo otras aficiones. ¿Qué será de mí?

Sali tarde de las instalaciones Blue Lock, pero por fin podía respirar tranquilo. Fue un largo viaje, pero al fin llegué a casa, abrí la puerta sin tocar; sabía que no había nadie, nadie quiere vivir con el Itoshi defectuoso. Los entiendo ni yo me soporto. Mis padres llegaran mañana por la llegada de Sae, así que, por lo menos, tengo la noche para pensar.

El eco de mis pasos en el pasillo vacío me hizo sentir más solo. Cada habitación cerrada detrás de mí, menos la mía, era un recordatorio de lo aislado que estoy. Soy el único que se apega a esta casa cuando todos ya se fueron y siguieron con su vida y yo aun me apego a migajas.

Entre a mi cuarto y dejé mis cosas tiradas. Me cambié de ropa a una más cómoda y me acosté en mi cama en forma fetal, hoy el día no paso como yo quería, bueno lo único rescatable es que desperte el Flow, aunque ahora me arden los ojos. No es tanto para estar quejándome. Quizá sean efectos secundarios. Mejor decidí dar un paseo y despejar mi cabeza que siento que va a explotar. Me pare con mejor actitud, me puse una sudadera que en las noches hace un frio horrible y agarré mi celular y salí sin más de mi habitación.

Al abrir la puerta me encontré cara a cara con Sae. No me duro ni media hora mi paz ¿Qué hace aquí? ¿Qué hago ahora? Se supone que mis padres deben recibirlo… no yo. Tenía el puño levantado, estaba a punto de tocar. Nos quedamos mirando sin pestañar. Me hice a un lado y lo dejé pasar en silencio.

Vi su mirada, era impenetrable: ni reproche, ni cariño, nada. Solo la certeza de que no encajamos. Cada segundo ahí congelado me taladraba el pecho. Y en ese mismo instante supe que mi hermano se había rendido conmigo, y eso dolía más que cualquier derrota en la cancha.

Subió sin decir palabra, con su maleta. Suspiré y regresé a mi cuarto y cogí algo de dinero. Mejor saldré a cenar; no quiero estar solo con él.
La soledad que había en mi habitación era suave, casi reconfortante. Pero la idea de enfrentarme cara a cara con Sae me desgastaba.

Bajando las escaleras lo encontré viendo televisión en la sala. ¿No debía estar en su cuarto? Viéndolo mejor, aún estaba con las maletas. Es verdad, todos los cuartos, excepto el mío, estaban cerrados con llave. Le digo o lo dejo dormir en el sillón. Me dirigí a la puerta en silencio.

—“¿A dónde vas?” —preguntó con voz neutra.

¿Por qué me trata así? ¿Le respondo o lo ignoro?

—“Voy a dar un paseo. Llegaré tarde”, —decidí responder—, “la llave está en la cocina, en el gabinete”.

Noté cómo su mirada se tambaleó un segundo al oír mis palabras, como si esperara que le ofreciera algo más que una información fría. Pero no hay nada que ofrecer, no queda nada más que decir.

Dicho esto, abrí la puerta y salí. El aire chocó con mi rostro; por fin puedo respirar, aliviado. Ahora, ¿a dónde voy? La tienda que suelo frecuentar cierra temprano hoy; decidí solo caminar para pensar.

Recapitulemos: mi hermano, quien antes me quería, ya no lo hace. Se ha dado cuenta que soy un desperdicio, un error, reemplazable… Habría sido menos doloroso si lo hubiera escuchado de otra persona, pero que viniera de mi propia sangre del único ser con el que me sentía cómodo, protegido, no me hacía sentir como el bicho raro, el esquizofrénico, duele el doble. Ni siquiera mis padres lograron esa conexión. Les guardo un poco de cariño, pero casi no están. La casa parece ser más mía que suya, así que la arreglé a mi gusto. Tengo todo el derecho, ¿no?

Dios, ¿ya llegué a la etapa de pelear por los terrenos? Dejando eso… ¿dónde estoy?
Alcé la mirada y me encontré en el puente con vista al mar. Me acerqué al borde y contemplé el horizonte nocturno mientras el viento helado me golpeaba la cara.

—Hermoso, ¿no? - pregunte

Yo venía aquí con él cuando éramos niños. Pero esos tiempos nunca volverán.

—Sí… el mar es hermoso. Yo… venía aquí con mi hermano de niño.

Entumecido por el frío, me alejé. Necesitaba comer. Entré a un restaurante pequeño. La gente seguía riendo, conversando, como viven de esa manera teniendo esas cosas pegadas. Observé; tal vez yo soy el raro, no puedo entender a los demás. Tal vez debería ser como la gente normal: vivir y no preocuparme por lo que nos rodea.

Pedí un plato sencillo. Comí despacio, permitiéndome sentir cada bocado, cada textura, como si fuera mi primer sabor. Las risas ajenas retumbaban en mis oídos como un murmullo ajeno, sin conexión. ¿Qué me faltaba para sentirme parte?

—¿Tú qué crees?

Chapter 3: CAPÍTULO 3

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—¿Tú qué crees?

Pregunté siguiendo con la mirada a la cosa que me seguía desde el partido de la Sub‑20. Es una sustancia verdosa y asquerosa, con múltiples bocas y tentáculos conformados por la misma masa viscosa y ojos en todos los lugares y tamaños asomando entre su superficie. Está adherida a mí y no me suelta; siento cómo sus fluidos infectos se esparcen por mis brazos. ¡Qué asco! Se me fue el hambre.

—No te cansas. Te he estado ignorando como todos lo hacen, pero me es difícil hacerlo cuando estás esparciendo tus horribles fluidos por mi cuerpo. Al menos responde mi pregunta —dije, mirando enojado mi plato. Había dejado de comer; la cosa esa se dignó a hundir sus asquerosos… ¿miembros? ¿tentáculos? o lo que sea, en mi comida.

—Joven, ¿está todo bien? —me preguntó la sirvienta con voz aburrida. La miré de reojo, notando su gesto de desagrado.

Levanté la mirada; si quería hablar me lo decía de frente. Nos quedamos mirándonos. Ella, viendo mi rostro tenso, bajó la mirada y se arregló el uniforme rápido; alzó la falda y trilló su falda con un movimiento minucioso.

—Jejeje… hola, ¿necesita que lo ayude con algo? —dijo ahora con voz forzadamente dulce, intrínsecamente coqueta.

Mi pulso se tensó y observe un rubor en su rostro: —No necesito nada, puedes irte —dije con sequedad sonora, hablando al plato más que a ella. Miré la comida, y noté un ojo en la sustancia que había invadido mi plato que ahora parecía una sopa, una muy asquerosa. El ojo miraba a la sirvienta, voltee a verla.

La observé: su falda tan corta que dejaba ver parte del muslo y ese escote exagerado que ella aprovechó inclinándose aún más hacia mí. Su aliento rozaba mi cara. Sentí incomodidad hirviendo en la sangre. Femineidad calculada. ¿Es en serio? ¿Qué edad tiene?

—¿Hay algo malo con la comida? —la escuché decir, inclinada, se sentó a mi lado, como si la hubiera invitado, invadiendo mi sagrado espacio personal—. Si quiere… puedo traerle otra mejor —añadió luego, más suave, su pecho contra mi brazo.

Mi mente bramaba: Asco. Eso no era insinuación inocente: era acoso, oculto bajo el disfraz de “servicio”, que me obligaba a apartarme y a forzar una cortesía que no sentía. Lo sabía: era menor, él sofisticado y el objetivo perfecto para una joven adulta.

Intenté apartarla sutilmente: moví mi brazo hacia atrás, pero ella lo siguió, cada centímetro más cerca, cada roce una explosión en mi interior. Respiré y traté de hablar tranquilo:

—Por favor, aléjese… si quiere ayudarme, saqué esta cosa del plato— Señalé la masa viscosa en mi comida.

La mujer no se movió. Me habló otra vez, pero mis oídos solo escuchaban su respiración. Mis ojos buscaron ayuda a cualquier lado, pero nadie prestaba atención, no se daban cuenta o simplemente ignoraban la situación.

Bueno, lo intenté hacer a las buenas… y fallé. Todo indicaba que será por las malas.

Justo entonces la cosa se expandió hacia la mujer, y uno de sus tentáculos formó púas afiladas apuntando directamente hacia ella. El tiempo pareció estirarse. Sentí mi corazón acelerarse: cada fibra de mi cuerpo se tensó.

Reaccioné sin pensar: sujeté el tentáculo antes de que tocara a la sirvienta. Mi mano temblaba. Preparado para el dolor que me causaría al contacto con las púas, estas nunca llegaron: simplemente se licuaron en mi mano. Se sentía como tocar fango… o vísceras descompuestas, pero no era eso, era algo diferente y repugnante. Se pegó a mi mano como si perteneciéramos, insinuando que penetraba mis poros y se adhería a mi piel.

La sirvienta se quedó inmóvil, los ojos abiertos, congelada en la mesa. Su rostro, apenas iluminado por la luz tenue del restaurante, reflejaba una mezcla de sorpresa y confusión. Me miró como si viera un demonio en mi mano.

—Disculpe —dijo con voz temblorosa—. ¿Es un mosquito gigante que atrapó? —intentó bromear, intentando despejar la tensión, pero su voz traicionaba el miedo—. Detestaría que me picara… qué vergonzoso sería.

La ira se encendió en mi pecho. Mi sangre hervía.

—¿Qué mierda te pasa? ¿Te atreves a decir eso cuando esta cosa casi te perfora la cabeza? —repliqué, sin suavidad. Cada palabra fue un golpe dirigido a su indiferencia.

Hubo un silencio terrible. La gente en el restaurante me miraba: solo me miraban a mí, ignorando que a mi lado hay una criatura extraña salido de los libros de lovecraft y que intentó lastimar a alguien. El mundo seguía, indiferente. Esa indiferencia fue como una bofetada adicional.

—Ey, ¿Qué pasa? ¿Por qué tanto ruido? — dijo alguien irritado, parecía que era el dueño del local, una figura cargada de autoritarismo tardío.

—Muchacho, ¿Qué haces con mi ayudante? —su voz retumbó en la sala—. Vete si no quieres problemas. ¿Te hizo algo, Sora? —preguntó, mirando a ella con reproche, como si ella fuera la víctima de mi “crueldad”.

La sirvienta bajó la cabeza, temblando. Yo sentía la tensión aumentar.

—No se preocupe, ya me iba —respondí sin mirar a nadie, pagué despacio, dejando el billete con cuidado y firmeza.

La criatura en mi espalda, que había quedado retraída, pareció reaccionar con un estremecimiento. Me levanté sin decir más. Con pasos rápidos, salí del restaurante.

Afuera, la noche me golpeó con su silencio helado. Caminé enfadado por las calles vacías, sintiendo el eco de cada palabra dada. Esa mujer… o esa hija de puta y su jefe. Me escabullí entre calles y esquinas, intentando sacudir la rabia y el malestar.

Saqué el celular: casi las 11. “Con razón hace más frío”. Me dije, con la respiración cargada y el cuerpo tembloroso. Me apresuré a correr hacia casa, intentando olvidar el episodio.

Mientras corría, la sustancia verdosa reapareció en mi brazo. Esta vez, sus ojos me escrutaban con curiosidad. Los ignoré. Me obligué a seguir, pisando fuerte, por el puente por el que tantas veces caminé solo.

De pronto me detuve en seco. La cosa había crecido, pegada al borde del puente. Mi cuerpo cayó al suelo, llevándome el brazo vibrando del impacto.

—¿Qué haces? Es tarde, tengo que regresar —replique, sobando el punto de dolor. Maldita cosa sin sentido.

La criatura me miraba, sus múltiples ojos violáceos brillando en lo oscuro. No había un alma a mi alrededor. Solo el crujir del viento y el murmullo del mar.

Sentí un poco de miedo: ¿Qué me haría esa cosa en la soledad, si ya casi mató a esa mujer? ¿Era una amenaza? Pensé que podría haber sido más fuerte, más rápido.

Reflexioné: “Mi vida ha sido una mierda”. Las palabras dolieron incluso pronunciadas en silencio. Ansié morir de un modo dramático, pero la amarilla evidencia era que apenas había vivido.

—Quizá reencarne donde no exista Sae Itoshi ni Yoichi Isagi, y no tenga padres con métodos de crianza bastante cuestionables… —murmuré con amargura.

Ya no más pastillas

Sabía que dependía de ellas para calmar la ansiedad, el miedo, el insomnio. Pero hoy esas pastillas no eran suficientes. Caí de rodillas, la espalda contra la baranda metálica del puente. Sentí que la cosa y yo éramos la misma montaña de destrucción mutua.

Me quedé en silencio, mirando el suelo. Los Itoshis nunca bajan la mirada, pero no había ojos que me viesen. Solté mi orgullo con furia: que se la lleven por los huevos, me dije. Aproveché el silencio para escuchar. ¿El viento? ¿El agua? No. Escuché la cosa gemir, un pequeño gemido casi imperceptible, pero estaba ahí, mezclado con el viento creciente.

Solo éramos tu y yo

Me levanté, el viento me golpeaba el rostro como siglos de reprimidas emociones. Apreté los puños, alcé la mirada hacia el cielo nocturno – ¿Qué quieres hacer? – le pregunté a la criatura. Lo dije con voz suave, una mezcla de cansancio y determinación.

Me acerqué al borde del puente. La sustancia se quedó atrás, mirando al mar. Su forma ondulaba al ritmo de las olas. Yo la observé durante un instante que duró una eternidad.

Para ser un bicho asqueroso, es una buena compañía.

Chapter 4: CAPÍTULO 4

Summary:

En casa

Chapter Text

Caminaba despacio, sin prisa, con esa criatura ahora encogida cubriéndome todo el brazo. Era repugnante, pero supuse que tendría que acostumbrarme… ella no me soltaba. Era la única persona transitando las calles desiertas de la noche. Este engendro gemía, intentaba comunicarse, pero solo emitía unos pequeños gruñidos ininteligibles.

—Oye, ¿tienes nombre o prefieres seguir siendo “Cosa”? —pregunté al brazo, la voz áspera por el cansancio.

La cosa replicó con otro gemido lastimero. Vale, lo tomé como un no definitivo.
Caminé despacio, respirando el aire frío. Sentí los faroles como testigos indiferentes de mi propio agotamiento. Cada paso sobre el asfalto me dolía, cada momento me costaba más. Quería llegar ya a mi casa.

Al llegar, las luces apagadas me dieron la bienvenida. Miré el reloj: sobrepasaba la medianoche. “Mañana vuelven mis padres”, pensé. Ojalá lleguen tarde y me dejen dormir un poco más…

—Mira lo que hiciste —dije, levantando el brazo infectado—. Me arruinaste el horario de sueño.

La cosa empezó a gemir de nuevo, pero esta vez con más fuerza y sus tentáculos se movían de una manera torpe. Parecía querer defenderse, pero no podía usar palabras y solo gemía.

—Cállate —le ordené—. Solo yo hablo aquí y quiero que guardes silencio absoluto cuando entremos.

La puerta estaba cerrada. Avancé hacia el tapete y lo aparté con el pie. Mi mano alcanzó la llave de repuesto. Justo entonces, ella se estiró y atrapó la llave, gimoteando con un orgullo minúsculo.

—Oye —le regañé—. Dámela.

Obediente, me otorgó la llave en mi palma. Cerré los dedos firmemente sobre ella.

—Gracias —murmuré con sequedad—. Y no hagas ruido.

Introduje la llave con dificultad. La cerradura emitió un chirrido traicionero. Me contuve.

—Silencio —susurré al entrar y cerrar la puerta.

Dentro, el silencio era sepulcral. El aire estático me atravesaba. La criatura se enroscó alrededor del brazo, su masa viscosa descendió por mi camisa y me caló hasta los zapatos. Cada paso hacia las escaleras se volvió una tortura controlada; mis nervios vibraban con cada crujido de madera.

Con cuidado subí peldaño tras peldaño. La sustancia se expandía: mis pies pisaban un suelo convertido en alfombra verdosa. El frío me recorrió los tobillos, pero la siniestra presencia se mantenía callada, obediente.

Pasé junto a la puerta de Sae, sin girar la cabeza. Nada debía interrumpir esta misión silenciosa. Al llegar a mi habitación, la abrí con delicadeza. Inhalé profundo y me dejé caer en la cama.

—Listo. Misión cumplida —susurré—. Ahora voy a dormir. Tú, cállate.

La cosa permaneció completamente quieta. Cerré los ojos. Sentí el sudor frío en mi espalda, la respiración se hizo profunda. Por primera vez desde hace mucho, mi cuerpo aceptó el descanso.

Afuera, la noche seguía reinando. Un auto negro, con ventanas polarizadas, apareció frente a la casa Itoshi. Una figura oscura descendió, permaneció unos segundos, se giró y se alejó en la madrugada.

Dentro, el silencio se reforzaba. Sae seguía durmiendo tranquilamente en su cama. Yo, en la mía, descansaba… vigilado por millones de ojos suspendidos en la manga y el charco verdoso que se formaba en el suelo a mi alrededor. Sus diminutos brillos relucían con cada parpadeo, reflejando una adoración muda hacia mi carne temblorosa.

El amanecer rompió el manto nocturno. Sae se levantó como cada día: se duchó, se vistió, bajó a la sala, tomó su celular y deslizó sin mirar. Su cereal frío en la mesa parecía tan normal como el silencio inofensivo frente a él.

Termino de desayunar y siguió en el celular, no tenía nada más que hacer y salió a correr y regreso a las 10, al entrar escucho un grito del segundo piso

—¡AAAAAHHHH, la puta madre!

El grito resonó con potencia, escaló contra el techo, atravesó las paredes y floreció en un eco brutal. Era un grito empapado de miedo y furia. Cuánta rabia contenida en una sola exclamación.

—¿Te caíste de la cama? Bueno… ya era hora de que despertaras —ironizó Sae, al ver el mensaje de padre informando que ya venían de camino.

Mientras con Rin en su cuarto, estaba en el piso, lanzando maldiciones en todos los idiomas contra “la cosa”.

¿Qué paso?

Bueno ni bien abrí los ojos después de un buen sueño, no esperaba que lo primero que vería fuera un ojo gigante viéndome y tan cerca de su rostro.

Ahora, Rin se había ido al baño a cepillarse los dientes y bajo luego para tomar algo.
En la cocina, me encontré a Sae, que tomaba té mirando el celular. Lo saludé de pasada, preparé mi cereal, y me dirigí a mi cuarto para comer allí.

—Mis padres ya están por llegar —dijo Sae.

—Qué bien —respondí con voz neutra y ronca, y seguí caminando.

Al subir por las escaleras, lo escuché decir que me arreglara, “que apestaba”. Pensé: “Sí, claro… No me cambié desde anoche. Mejor me daré una ducha rápida”.

—Tú te quedas aq —empecé a decir, pero me interrumpí al notar que estaba solo. La cosa había desaparecido. Un alivio, pensé.

En la ducha. Me metí bajo el agua caliente. El vapor se alzaba en cortinas borrosas que confabulaban con mi respiración para distorsionar los contornos del baño. Cerré los ojos mientras el agua golpeaba mis hombros, intentando arrastrar consigo la carga nocturna. Pero era inútil: el hedor persistía como un eco indeleble.

Tomé el jabón entre mis manos y me lo froté en los brazos. Su textura, resbaladiza y ligeramente pegajosa, me recordó inmediatamente a la sustancia que infestaba mi brazo. Empezaron a trepar los recuerdos de la noche, con su peso viscoso y esa demostración de escucharme y que me conoce, me entiende. Me obligué a respirar profundo y continúe lavándome.

Me centré en limpiar bien la nuca y la espalda, áreas por donde la masa había escalado tan fácilmente. Agaché la cabeza para enjuagar el cabello, dejando que el agua lavara el gel. Un escalofrío hormigueó en mi piel: en ese momento, decreté que ya había terminado. El agua hirvió contra mi cuerpo, pero aun así parecía fría.

Desactivé la ducha y el silencio invadió el baño. Las gotas que caían de mi cuerpo trazaban senderos en el suelo. Enjugué los charcos con un trapo y salí.

Caminé hacia el lavabo, cada paso considerando el equilibrio: mi cuerpo aún estaba temblando. Tomé una toalla suave y me sequé con lentitud, desde el cuello hasta los tobillos. Al llegar a los hombros, me detuve. El tacto de la toalla era un refugio mínimo, pero insistí hasta secarme por completo y me até la toalla en la cintura.

Un resplandor tenue del espejo captó mi atención. Saqué el peine del estante y lo pasé por mi cabello aún húmedo, alineando los mechones que caían sobre la frente. Luego solté el peine y me acerqué al espejo de frente, sin apuro.

El reflejo se veía borroso por el vapor. Di dos pasos más, aspiré y limpié la superficie con un dedo. La imagen se aclaró… y fue entonces cuando explotó todo.

Vi el rostro de mi hermano, odiaba mi rostro, los mismos ojos, la cara, las pestañas, lo odio todo, odio mi rostro especialmente a él.

Cuando la gente me ve solo pueden decir que soy como la copia perfecta de él, su hermanito menor, acaso no podía ser único, diferente, porque nadie puede reconocer mi esfuerzo, siempre seré la sombra de Sae.

¿Sae por qué ya no me quieres? Ya no me importa que hayas cambiado de sueño, solo quiero a mi Nii-chan

Chapter 5: Capítulo 5

Chapter Text

La primera campanada fue leve, apenas un golpeteo en la puerta. Sae la abrió y lo primero que apareció en el marco fue la silueta de sus padres, arrastrando maletas.
—Hijo —dijo mamá, abriendo los brazos con una sonrisa lista—. ¡Qué gusto verte!
Sae la abrazó con rigidez, apenas correspondió el gesto.
—Lo mismo digo —contestó con voz fría.
El padre, con una sonrisa más dura, se acercó.
—Yo también estaba deseando verte. —dijo, inclinado un poco. Sae puso los ojos en blanco, pero lo abrazó.
— Hola, papá.
Los adultos entraron en la sala, dejaron las maletas en un rincón y empezaron a hablar del viaje: detalles triviales del clima, del tráfico, del cansancio. Sae asentía o respondía con monosílabos.
—¿Y Rin? ¿Por qué no ha bajado a saludarnos todavía?
La voz de mi madre sonaba suave, pero el cuchillo del reproche estaba escondido justo en el “todavía”. Los padres Itoshi miraron a su hijo mayor, buscando respuestas.
—Debe estar cambiándose... recién se estaba bañando.
Hubo un silencio lento.
—Está bien —dijo la madre, recuperándose rápido—. Mejor preparo el almuerzo para que comamos en familia.
El sonido de su delantal contra el borde de la mesa se mezcló con la cadencia monótona de una olla al ser movida. Mientras su mano agitaba cuchillos y platos, mi padre hablaba sin prisa sobre trivialidades: el olor de la comida, el tráfico, alguna broma leve.
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Minutos después salí de mi cuarto, escuché mis propios pasos deslizarse por la escalera: cada crujido era un golpe contra mi cabeza. Bajé con lentitud irregular; mi respiración se agitaba en pausas. El cabello aún mojado dejaba caer gotas frías sobre mi espalda. Nadie me notó al principio; ellos giraban en su propia órbita familiar, demasiado luminosa para mí.
Quise retroceder, pero mi sombra ya había entrado en la sala. Entonces mamá me vio al fondo del pasillo.
—Hijo —dijo con voz entusiasta—, ven, dale un abrazo a tu mamá.
Me acerqué sin pensar y la abracé con torpeza; el sabor de silencio era áspero en mi boca.
—Hola, mamá —dije bajo, sin entusiasmo, casi sin aire.
Ella soltó una risa pequeña, incrédula. Como si el eco de mi saludo hubiera sido un chiste extraño.
—¿A dónde ibas? —preguntó dulce, insistente.
—Solo iba a salir un rato —respondí con voz distraída, sin volver la mirada. Mi pie se movía en círculos pequeños, buscando una salida.
—No, acabamos de llegar y es hora de almorzar —se corrigió, guiándome por el brazo me llevaba al comedor—. Ven, familia, a la mesa.
Nos sentamos en automático. El mantel flotó bajo mis manos, superficies suaves que no decían nada. El tintineo de los cubiertos, el aroma sutil del arroz cocido, el sonido amortiguado de vasos sobre porcelana fría… Todo contrastaba con el vacío que sentía dentro. Mis padres conversaban animadamente sobre el viaje con Sae.
—Muy buena jugada, Sae. Estoy muy orgulloso de lo que has mejorado — Dice mi padre con una sonrisa y un brillo acogedor.
El comentario rebotó en mí. ¿Y yo?
—Gracias —contestó él con fugacidad.
—Rin también lo hizo bien —dijo mamá, dulce.
—Gracias —mi voz salió casi sin eco
—Pero Sae te superó —añadió papá, seco.
El arroz sabía a nada en mi boca.
—El talento no basta, hijo; está el esfuerzo —sentenció.
Mis palillos se movían solos. Hubo un latido breve, un impulso en mi garganta: Ya me estoy esforzando. Pero la frase se ahogó en mí.
—No puedes confiar solo en tu talento. También está el trabajo duro —repitió papá.
Asentí, sin mirar a nadie.
—¿Sae, cuánto tiempo vas a estar en casa? —preguntó mi madre con voz dulce.
—Cinco días —contestó él.
—Tan poco, hijo; creí que te ibas a quedar más tiempo —replicó ella con una puntada de pena.
—Tengo cosas que hacer en España.
Ella suspiró, pero recuperó rápido su sonrisa:
—Hijos, vamos a salir a comprar. Sería bueno que nos acompañaran.
—Pasaremos un tiempo en familia —añadió mi padre—. Sae, si no puedes ir no te preocupes; debe ser molesto que la gente te persiga.
—Ni te lo imaginas —respondió Sae—, pero iré. Necesito comprar unas cosas.
—Es un gusto volver a pasear todos juntos —comentó mamá con brillo en los ojos.
—¿Tengo que ir también yo? —pregunté casi sin querer.
—Sí —respondió papá terminando de comer.
La respuesta cerró el tema.
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El aire de la calle nos recibió tibio. El cielo estaba despejado, y la ciudad se movía con la calma lenta de los sábados. Subimos al coche: papá al volante, Sae en el copiloto, yo a lado de mamá. El asiento trasero olía a colonia y tela nueva, un olor doméstico que, por un instante, me calmó.
Durante el trayecto mamá no dejó de hablar, enumerando tiendas, recordando atajos, señalando escaparates. Papá respondía con alguna broma ligera. Sae miraba la ventana, distante. Yo escuchaba en silencio. Es sorprendente cómo la llegada de una sola persona puede convertirlos en padres de película.
El trayecto fue corto. Aparcamos cerca de un centro comercial. Dejamos el coche y nos internamos en la primera calle de tiendas: escaparates con ropa de temporada, un puesto de frutas que exhibía colores vivos, una zapatería con su característico golpe de suela de goma. Mi padre caminaba con el paso lento de quien disfruta de salir; mi madre tironeaba de la bolsa con energía, anotando mentalmente lo que faltaba. Sae con ropa más cubierta, caminaba a mi lado, en silencio.
No habíamos hablado en todo el viaje.
Caminamos entre perchas de ropa brillante y bolsas de compras llenas de promesas. Papá avanzaba con paso tranquilo; mamá elegía vestidos que guardaría en el armario hasta un evento especial; Sae estaba detrás de mí, ausente. Me sentí fuera de lugar, como un intruso en una filmación donde todos sabían su papel excepto yo.
Mamá se detuvo frente a un espejo de cuerpo completo y se probó un abrigo rojo. Papá asintió con paciencia resignada; su humor era suave, falso. Miré las perchas, sus colores se fundieron con mis emociones, todos invadidos por ese ponzoñoso silencio que me sigue.
De reojo noté que Sae ya no estaba. Me quedé solo; sentí ese nudo plateado de desesperación.
—Vaya sorpresa —me dije, con sarcasmo acomodándose en mi voz.
Caminé sin rumbo entre percheros. La ropa me parecía ridícula. Entonces lo escuché:
—Pero qué coincidencia encontrarte aquí, Itoshi Rin.
Me paralice al instante que escuche una voz desconocida decir mi nombre, voltee, y lo vi, y quede sorprendido, no era una persona común o algo que haya visto en Japón, ¿cómo me explico?
El chico frente a mí no era común. Un hombre alto, cabello blanco como la nieve, tez blanca como porcelana sin ninguna imperfección, una belleza exótica, demasiado perfecta para este país. Vestía un uniforme negro, y unos lentes del mismo color.
Me di cuenta que lo estaba viendo por mucho tiempo, y retrocedí un paso y decidí decir algo.
—¿Eh, te conozco? —pregunté, tono neutro, alarma oculta.
—No, no me conoces a mí. Pero a ti sí. Dios, sí que jugaste como un monstruo, me encanto —sonrió.
Con razón me conoce, bueno esta interacción ya duro mucho.
—Bueno, me voy —dije con voz fría, girando para escapar.
Pero él me alcanzó en un paso, puso la mano en mi hombro tan suave que molestó.
—Lo siento, no quiero parecer raro —su voz murmuraba bajo, pero la sonrisa no cambiaba.
—Ya lo lograste —respondí, quitándome la mano bruscamente
El estremecimiento que sentí no fue físico, fue algo en mi piel.
- okey, okey, sin contacto, ya entiendo.
- ¿Qué quieres? – pregunto ya arto.
- Nada, solo paseaba por aquí a comprar unos dulces y justo me encontré a ti que coincidencia – dice el loco canoso.
Para después darse cuenta que el niño ya estaba caminado a la salida.
- Hey espérame.
El extraño corrió a detenerme justo cuando había cruzado la salida, otra vez me sujeto por el hombre.
- Lo siento, lo siento – repite aun con esa sonrisa – Solo quiero tu autógrafo, a mi pequeño le gusto tu jugada. Vamos no seas malo – dice lo último mientras pone una libreta al frente de mi cara – No serias tan cruel en romper el corazón de un niño, ¿verdad?
- ¿qué está pasando aquí? – pregunto alguien detrás de nosotros, volteamos y hay estaba Sae, mirándonos con neutralidad, pero en sus ojos tenía un brillo extraño.

Chapter 6: CAPÍTULO 6

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—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una voz detrás de nosotros.
Volteé y lo vi: Sae, parado con la calma que siempre lo envuelve, mirándonos con neutralidad. Pero había algo extraño en sus ojos: un brillo contenido, afilado como una hoja. No encajaba con la quietud de su rostro; era otra cosa, algo que me erizó la piel.

—¿Y tú eres? —la pregunta del hombre canoso me sacó del trance. Era imposible que no conociera a Sae; todo el mundo lo conocía, lo adoraban, era un tesoro nacional. Entonces ese tipo… ¿qué hacía ahí?

El silencio se espeso. El extraño y Sae se miraban como dos piezas que ya sabían su movimiento. Era una guerra de miradas muda, y yo me sentía en medio, un objetivo sin defensa.

La mano del extraño seguía apoyada en mi hombro; la retiró con una calma que parecía calculada. Lo miré: sonreía con una tranquilidad que me resultó irritante y falsa.

—Rin, ¿Qué está pasando? —preguntó Sae, dirigiéndose a mí con esa voz neutra que tantas veces me heló. Sus ojos estaban vacíos, pero en su hombro había algo: una mancha negra, como tinta seca que se hubiera pegado a la tela y vibraba imperceptiblemente.

No supe qué responder. No sabía si mirar a mi hermano o a esa mancha que se movía a su manera. El hombre habló primero, con total serenidad.

—Hola —dijo—. Solo le pedía un autógrafo. Espero no estar interrumpiendo nada.

Su calma contradecía la tensión que se respiraba. A su alrededor, la gente retrocedía apenas, como si presintiera que algo se rompía.

—Por esa inutilidad hacen tanto escándalo —murmuró Sae, y vi a nuestros padres acercarse por detrás suyo; papá con bolsas en las manos y una expresión cortante que parecía una daga. No tuve tiempo de reaccionar: cogí la libreta del extraño a impulso, garabateé mi nombre sin pensar y la devolví.

—Por favor, vete. No me metas en problemas —susurré al hombre.
Él me miró con una expresión extraña, como si hubiese esperado otra respuesta. Entonces dijo algo que me dejó en blanco y me descolocó del todo:

—¿Por qué les tienes miedo, si tienes el poder para hacerles arrodillarse? ¿Por qué te doblegas ante los débiles y les permites que te pisoteen?

¿Poder? ¿De qué hablaba ese hombre? Las palabras me golpearon por lo absurdas y, aun así, por lo punzantes. ¿Qué poder? ¿Desde cuándo me consideraban capaz de humillar a quien quisiera?

No esperé explicación; el extraño se apartó con una reverencia mínima. Intentó tomar la mano de Sae en un gesto de despedida, pero Sae no respondió. El extraño volvió a posar su mano por puro reflejo o por costumbre en el hombro de Sae, y vi lo imposible: la mancha negra se desvaneció al contacto. Se licuó, se rindió como cera al calor de una llama. ¿Cómo lo había hecho?

—No me toques —dijo Sae, apartando la mano del hombre con brusquedad.

Nuestros padres llegaron en ese instante con bolsas colmadas. El extraño ya se estaba marchando; se volvió a mirarme por un segundo. Sus ojos se clavaron en mí como un alfiler, y sus últimas palabras quedaron gravadas en mi cabeza mientras cruzaba la puerta:

—Piensa en quién eres.

—¿Quién era ese? —preguntó mi madre con la voz de quien quiere mantener la calma en público.

—Nadie —respondió Sae, tocando el punto donde el extraño había posado la mano.

Mis padres no insistieron. Salieron con bolsas y sonrisas prácticas; los seguí, sintiendo la mirada de Sae clavada en mi nuca todo el camino. La incomodidad me subió la piel. Cuando nos quedamos a solas en el corredor, Sae se acercó y, sin avisar, me agarró de la muñeca y me empujó contra la pared. Mi espalda chocó con la superficie fría; el mundo se redujo a su presencia.

—Me das asco —dijo Sae con voz baja pero cortante.

—¿Qué? ¿De qué hablas? —respondí, aturdido por la agresividad repentina.

—Tan joven y ya te dejas tocar por cualquiera —continuó—. ¿Qué clase de mierda eres?

Me quedé helado. ¿Qué demonios decía? Sólo había sido un autógrafo, una molestia mínima.

—¡Qué demonios! Solo quería un maldito autógrafo —respondí con rabia, zafándome de golpe de su agarre—. ¿Por qué actúas así? ¡Deberías agradecerle que te libró de-!

—¿De qué? ¿De los monstruos? —dijo él, la voz como una cuchillada—. Creí que ya te habías curado de esa porquería.

Mi ira estalló en un insulto, pero algo cambió en el aire. Fue como si una presión invisible se cerrara alrededor del pecho; el mundo se estrechó. Una energía densa, fría y sucia nos rodeó. No era la presencia mucosa que llevo pegada; era algo mucho más grande, más viejo y con intención.

Respiré con dificultad. El zumbido de la tienda, las voces de la gente, todo se amortiguó hasta hacerse un rumor distante. Busqué el origen de esa sensación: venía de todas partes y, a la vez, de un punto concreto que no lograba localizar. Era una asfixia que no permitía pensar.

—¿Rin? —escuché la voz de mamá, pero lejos, como a través de agua.
Mis piernas temblaron. Los colores se oscurecieron en el borde de mi visión. Sentí como si una mano invisible clavara frío en mi nuca. Mi respiración se aceleró, la garganta se cerró; traté de tomar aire y me faltó.

—Rin —dijo alguien más cerca, la voz de Sae ahora llena de algo que no supe definir.

Y me desplomé.
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Desperté con la cabeza martillando. Abrí los ojos y supe inmediatamente dónde estaba: el asiento trasero del coche. Mis padres no estaban a mi lado; el único rostro conocido era el de Sae, clavado en la pantalla de su celular en el copiloto. La luz del mediodía se colaba por la ventana y me dolía la vista.

Me esforcé por incorporarme y todo restalló; me dolía el cuello como si alguien lo hubiera estrujado. Sae alzó la vista un segundo, sin apartar del todo los dedos de la pantalla.

—¿Ya estás despierto? —dijo con la voz fría— Bien. Procura ser más discreto. No quiero que me metan en rumores falsos por tu culpa.
Por un instante, pensé que me preguntaría si estaba bien, si me dolía algo, si recordaba... pero no. No hubo preocupación en su tono. Solo control. Podría haberme roto un hueso y él igual habría hablado así.

La puerta del coche se abrió detrás de mí y mis padres subieron sin demasiadas palabras. Mamá me dejó un pomo de agua en la mano sin pronunciar más que un gesto imperceptible; papá se acomodó en el asiento del conductor, encendió el motor y pisó el acelerador con esa calma típica de quien tiene todo calculado. No hubo preguntas, solo la rutina de volver a casa.

Miré por la ventana sin querer mirar a nadie. La ciudad pasaba en tiras de luces y anuncios, pero mi visión estaba empañada por el zumbido en la sien. Intenté ordenar las palabras del extraño, su pregunta sobre el “poder” que yo supuestamente tenía. Sonó a tontería... y a advertencia.

Mi vista ahora en mi reflejo, la cosa apareció —pequeña ahora— pegada a mi hombro. Un único ojo minúsculo relucía como una luciérnaga herida. Lo miré con esa mezcla de aversión que siempre me recorre los huesos y algo más extraño: ternura. No era lógico. La sustancia ahora se reducía a un punto húmedo, casi perfecto, que parpadeó y escudriñó el interior del coche con curiosidad inocente.

Cerré la mano alrededor de mi pierna para evitar rozarla y que me delatara con algún movimiento involuntario. La mirada del ojo era franca, no había maldad inmediata en ella; era simplemente... atenta. Me recordaba a cuando era niño y Sae me enseñaba a no temerle al mar: observaba, paciente, sin intención de tragarte.

—¿Qué demonios tienes ahora? —murmuré para mí, pero la cosa inclinó ese solo ojo como si me entendiera.

Intenté recordar la última imagen antes de perder el conocimiento: la mancha en el hombro de Sae, la reacción del extraño, sus palabras: “tienes el poder para que se arrodillen”. Ahora, la cosa en mi hombro era un pequeño faro de calma en medio de ese ruido. ¿Tal vez no era la amenaza, sino otra cosa? ¿Un aliado grotesco?

—No hagas nada raro —Escuché decir mi madre, la vi de reojo y la cosa también la observo, vi que tenía las manos entre sus piernas apretadas entre sí, con una mirada perdida—. ¿Me oíste?

Asentí sin palabras. La verdad es que no sabía si lo oí. Pensé en arrancarme la cosa de un tirón, en gritar, en dejar el coche y correr hasta que me doliera la respiración. Pensé también en qué me había dicho el extraño, en Sae apartando la mano cuando él lo tocó y en la sombra que se volvió agua.

El coche redujo la velocidad al acercarse a un semáforo. Las luces se pintaron en el cristal frente a mí; la ciudad respiraba, indiferente. La cosa se movió más a mi cuello. Por primera vez desde que esto empezó, la sensación no fue de asco: fue de compañía. Me pregunté si podía confiar en esa sensación.
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Ya habíamos llegado. Me encerré en mi cuarto y, aun con el golpe en la cabeza coleando en la sien, empecé a mover los dedos despacio. La cosa respondió con la misma lentitud, deslizándose entre mis falanges como si marcara el pulso de mi pensamiento. Al principio era un hilo, luego una gota, y en mis manos el truco de la moneda se convirtió en otra cosa: una masa viscosa que imitaba el gesto con obediencia húmeda.

Me acerqué al escritorio, cogí una hoja arrugada y un lápiz. Empecé a rayar sin pensar: líneas torpes, círculos mal hechos, garabatos que no buscaban sentido. Le pasé el lápiz a la cosa. Se extendió un poco, engordó, aparecieron ojos diminutos y bocas minúsculas lubrificadas por dentro de su superficie. Entonces imitó mi mente: cuando yo pensaba en un círculo, ella dibujaba un círculo; cuando imaginaba tres líneas paralelas, las trazaba con esa puntería repugnante que me dejaba sin aliento. Era como tener un títere que no necesitaba cuerdas.

Jugamos así un rato. Yo pensaba; ella lo ejecutaba. Cada sonido que emitía -un ronroneo húmedo, de orgullo- me removía algo que no sabía nombrar. No era temor ni consuelo. Era una extrañeza que se pegaba a la lengua y me hacía dudar si sentirme acompañado era una traición para mí mismo.

El llamado de mamá atravesó la casa como una campana doméstica.

—¡Rin, a cenar! —gritó, con esa voz que mezcla orden y cariño.

«Desaparece», le ordené sin pensarlo y, como siempre, obedeció. Se hundió en mi piel con un suave resuello. Cerré la libreta, guardé el lápiz y bajé al comedor con pasos medidos.

La escena era una pintura familiar: mamá vertiendo café, humeante, sonrisa pegada; papá cortando la carne con la concentración de quien disfruta de lo seguro; Sae fingiendo atención y, sin embargo, sosteniendo una conversación con la naturalidad aplastante de quien pertenece al mundo.

Me quedé en el umbral un segundo, observando. No era parte de aquello, ni siquiera una pieza rota: era un vidrio al lado de una vitrina. Ellos reían, hablaban del clima, de la ruta, de cosas que no me rozaban. Intenté buscar un hueco, una invitación mínima, pero nadie me la ofreció. No me ofrecieron nada porque yo no era importante en ese cuadro; yo era el ruido que soportaban.

Retrocedí sin ruido. Subí las escaleras despacio, como si cada escalón pudiera delatar mi abandono. Cerré la puerta de mi cuarto con el seguro, el click sonando a ceremonia. Me dejé caer en la cama. Miré el techo y no vi baches ni motivos: sólo una superficie plana donde proyectar preguntas que no tenían respuesta.

La cosa palpitó bajo la piel, un latido que parecía sincronizarse con el mío. Por un momento, entre el silencio y el ronroneo, apareció la frase del hombre de la tienda: ¿Por qué les tienes miedo, si tienes el poder para que se arrodillen? La repetí en mi cabeza hasta que se volvió un hilo oxidado que raspaba mis pensamientos. ¿Poder para qué? ¿Por qué se arrollarían a mí? un error que no tuvo que nacer.

Me incorporé, arrastré los pies hasta la mesa de noche y encendí la lámpara. Miré la mano donde la cosa dormitaba: un punto oscuro, como una sombra que respira. Quise arrancarla, acabar con esa cercanía que me avergonzaba y me protegía a la vez. Pero mis dedos no obedecieron; se limitaron a rozarla despacio, sintiendo la humedad.
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En otro lugar, la luz era poca y se arrastraba. Lámparas desparramadas en el suelo proyectaban sombras largas que temblaban como dedos; el aire olía a papel quemado y a incienso rancio. Millones de ofudas cubrían las paredes y colgaban del techo, una lluvia inmóvil de papeles sellados que susurraban cada vez que alguien respiraba.

En el centro, un joven encorvado permanecía sentado en una silla. Sus manos estaban atadas detrás de la espalda por una cuerda gruesa. La cuerda vibraba con cada pequeño movimiento, como si quisiera memorizar sus temblores.

Delante de él, vestido todo de negro, un hombre observaba con una sonrisa que no llegaba a los ojos. No había prisa en su postura; su calma era la de quien conoce las reglas de un juego que el otro aún no comprende.

—¿Y cuál de los dos serás ahora? —preguntó el hombre, dejando que la cuestión flotara en el cuarto como una provocación.

El joven alzó la mirada con lentitud. Sus ojos estaban hundidos, el blanco velado por la fatiga y algo más profundo. Su voz salió quebrada, seca, como si cada palabra le costara sangre.

—Creo que tú eras.

Chapter 7: CAPÍTULO 7

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El sol ya se alzaba en todo su esplendor, pero su luz parecía demasiado brillante para mí. Los pajaritos gorjeaban afuera, una melodía aguda que me picaba en los oídos como si quisieran despertarme de algo que no estaba listo para soltar. Escuché pasos en el primer piso, tablas crujiendo, la casa entornando sus ojos al nuevo día.

No tenía ganas de salir de la cama. Estaba cómodo, cobijado en mi propia inmovilidad; cada fibra de mi cuerpo protestaba al pensamiento de moverme. Pero no puedo quedarme todo el día aquí —me dije—. Así que empujé la manta con lentitud y arrastré mis piernas frías fuera del refugio.

Miré la hora: pasaban las nueve. Me detuve unos segundos viendo la sombra que proyectaba la cortina en la pared, estirada como una mano que intenta asir algo. Finalmente me obligué a avanzar. Caminé hacia el baño, sintiendo el suelo frío bajo mis pies desnudos.
Encendí el grifo, dejé que el agua fluyera mientras me lavaba los dientes. El sabor del dentífrico era mentolado, frío; la espuma se expandía, burbujeante.

Sentí un roce en el hombro. Ahí estaba la cosa, adherida como siempre, una masa viscosa que ya no sorprende, pero que tampoco puedo ignorar. Sostenía una peinilla con uno de sus tentáculos finos. Intentaba ser útil, mover la peinilla entre mis mechones. Pero uno de esos filamentos rozó mi cuero cabelludo con un borde áspero.

—Auu, cuidado —dije, frunciendo el ceño.

La cosa emitió un pequeño sonido, húmedo, sonaba como si se disculpaba, miré al frente evitaba ver mucho me reflejo, pero vi a la cosa y recién me di cuenta que sus ojos eran idénticos a los míos un verde azulado

Me quedé mirándolo más tiempo, mientras la cosa intentaba peinar mi flequillo con torpeza. Se enredaba en mis mechones húmedos. Le quité la peinilla antes de que una de sus púas me clavara en el ojo. La dejé caer junto al espejo y salí del baño con los dedos aún húmedos, temblando un poco.

Bajé a la cocina. Cogí un tazón de cereal y serví leche, el líquido frío salpicó un poco, el sonido fue pequeño, casi un choque contra mi silencio. Comí despacio, sin hambre realmente, pero era algo que hacer. El silencio doméstico me envolvía, cada cucharada parecía un paso en falso entre la normalidad y lo que me sigue persiguiendo.
La cosa se deslizó fuera de mi cuerpo, reptó por mi brazo como si quisiera ver mejor, alcanzó una nota pequeña pegada en la nevera y me la ofreció con cuidado.

Leí la nota: “Hijo, salimos a visitar a tus abuelos. Regresamos pronto.” La letra de mamá, pequeña, redonda, tan ordenada. Sonreí, una mueca tenue, pero algo adentro se contrajo.

Terminé mi cereal, dejé el tazón sin lavar, sin ganas de siquiera arrastrarme hasta el fregadero. Subí las escaleras, cada paso resonando, mis pies pesados. Me cambié de ropa por algo más cómodo; mis auriculares colgaban sobre mi cuello. Cogí algo de dinero, lo guardé. Bajé al primer piso, pasillo silencioso.
Mientras bajaba por las escaleras dije en voz alta para romper el silencio:

- vamos a salir abre la puerta – dije y automáticamente un tentáculo viscoso emergió de mi costado, tanteó el pomo de la puerta y lo abrió.

Salí. El aire mañanero chocó contra mi cara, frío y limpio, pero no lo respiraba plenamente. Caminé despacio, con pasos que trataban de abrir un hoyo en mi mente para oxígeno. Pasé junto a un parque infantil: niños riendo, correteando, padres observándolos. Me dolió verlos. Tuve que apartar la mirada.

Seguí por una calle casi desierta. Mis pasos eran un eco de mis pensamientos. Todo era silencio hasta que una voz interrumpió:

—Hola.
¿Eh?

Más adelante mío, estaba ese loco canoso de ayer, saludando con una mano, aquella sonrisa escandalosa bajo la luz matinal. Mi corazón dio un vuelco: lo ignoré, seguí caminando, con la mirada fija en el suelo intercalado de sombras.

Doblé por una esquina y seguí caminando, acelerando el paso. Mis piernas pesaban como si arrastraran algo. La calle estaba desierta, ventanas cerradas, persianas bajadas, como si todos se escondieran de mí.

Pero al doblar otra esquina lo vi de nuevo: parado, sonriendo. No sé cómo sabía dónde giraría, pero ahí estaba.

—Hola —repitió.

El aire se tensó en mi pecho. Sentí sudor helado en la nuca.

Esto es raro, tal vez sean gemelos —pensé mientras seguía caminando sin mirarlo— y aceleré el paso hasta correr. Crucé otra esquina, todas las calles estaban vacías como si el mundo se hubiese borrado, como si la gente hubiese desaparecido. Pasé por una esquina y ahí estaba otra vez, esperándome y sonriéndome.

¿Qué? ¿Son trillizos? pensé; no me di cuenta que casi chocaba con él, a último segundo lo rodeo y en ese momento alcancé a escuchar: Vaya, sí que tiene reflejos rápidos. Sentí mi puño arder al retener el golpe.
No quise escuchar más y corrí lejos de este pervertido, pero me detuve de golpe, miré atrás y vi que me sujetaba por mi sudadera por mi espalda. Un tirón punzante que me arrancó un alarido ahogado.

Volteé todo mi cuerpo al hombre y le solté un puñetazo en la cara, pero me sorprendió al ver cómo mi puñetazo no llegaba, empujaba, pero no importa cuánta fuerza le ponga, no llegaba a su cara. La frustración quemó mi brazo.

El peliblanco sujetó la parte atrás del cuello de la sudadera y me alzó, los pies lejos del piso como si nada y no sujetara a un adolescente de 1.85 que pesa 75 kg; me sostenía como si fuera un gato y lo peor lo hacía parecer fácil. Mi estómago se encogió, la tensión en mis músculos ardía.

Hay colgado sorprendido por su fuerza, solo le atiné a darle otro golpe, pero no llegaba a tocarlo. Grité algo, mi voz seca, mis puños cerrándose al aire.

—¿Sorprendido?

—¿Qué mierda?

—Es lo único que sabes decir Rin.

—No digas mi nombre, no te conozco, bájame —dije, tratando de soltarse del amarre del peliblanco. Mi voz vibraba de rabia y miedo entremezclados.

—Jaja pareces un gato, déjate querer no te voy hacer daño —ríe escandalosamente.

—Bájame.

—Solo si me prometes que cuando te suelte no huirás.

—Sí, lo que sea. —dije, aunque no sabía cuánto quería creerlo, pero antes de soltarme, otro puñetazo al aire, la misma frustración, el espacio entre yo y él intacto.

El peliblanco al final me soltó y caigo en el piso. El golpe contra el suelo se sintió como traición. El hombre me miraba interesado con curiosidad o eso creo; la venda que lleva en los ojos no me ayuda mucho saber sus intenciones. Después mira atrás mío.

—Pero mira voz, tenemos compañía

Es obvio que quiere que mire atrás, pero no le daré esa ventaja, ese era el plan; pero un escalofrío recorrió mi cuerpo y el aire empezó a pesar a mi espalda. Escuché movimientos de pisadas fuertes y una respiración fuerte sonaba como una bestia. Mi piel se erizó, mis ojos se abrieron lentamente, temerosa la vista. Volteé mi cabeza despacio y ahí vi una mancha negra grande, mis ojos ardían, y vi que la mancha poco a poco empieza a tener forma que mancha negra.

Era un monstruo con todo lo derecho; su cuerpo era robusto de color morado oscuro, su piel tenía protuberancias y áreas de magenta neón. Numerosas púas amarillas sobresalían de su espalda, hombros y cabeza. Su característica más predominante era su único ojo grande y amarillo, su boca estaba abierta revelando dientes afilados. La luz del sol lo delineaba con bordes grotescos, y el olor a humedad y ozono llenaba el aire.

Rin se quedó quieto por el miedo; esta criatura era diferente a las otras manchas, era más fuerte; a kilómetros se sentía su sed de matar. Un rugido bajo, vibrante, se coló en mis oídos, sacudiendo el silencio. La criatura fijó su mirada en Rin.

—¡JA! Sabía que podías verlos —dice el canoso— solo necesitabas un empujoncito.

Me levanté despacio sin apartar la mirada del monstruo y retrocedí despacio atrás del hombre que seguía tranquilo ahí parado. Mis piernas temblaban, el corazón golpeándome como si quisiera salir. El monstruo dio un rugido que me lastimó los oídos y empezó a correr hacia a nosotros, retrocedí asustado al contrario del peliblanco que caminaba al frente.

—¡¡¿Qué haces?!! ¡¡Corre!! —grité con fuerza, pero el hombre hizo caso omiso y siguió caminando.

No hubo titubeo en su paso; avanzó como quien conoce un camino seguro entre llamas.

—Tranquilo, esto no es nada para mi después de todo, soy el más fuerte —dice mientras seguía con su recorrido; sus palabras parecían burla en medio del caos.

Grité que corriera, pero el monstruo ya estaba a centímetros de él. Pero al estar a un centímetro de él empezó a desintegrarse por tratar de tocar al hombre. La criatura tembló, se fragmentó en sombras, sus bordes se disolvieron en hilos de oscuridad.

Fue como ver una mancha líquida intentar absorber una piedra y romperse contra ella: el contacto no fue choque físico sino descomposición. Fragmentos de la masa se soltaron en el aire como ceniza, se disolvieron y el olor cambió, aflojando su ferocidad.

Caí al piso sin creer lo que había visto, mi respiración era agitada, estaba pálido, sentía cada latido como amenaza. El suelo se me hizo áspero bajo las manos. El hombre se volteó a verme con esa sonrisa que siempre tenía —Tranquilo pequeño, el monstruo ya se fue— lo dijo en una forma melosa como si estuviera hablando con un niño.

Su tono buscó envolverme en una calma impostada; su sonrisa no alcanzaba a cubrir lo extraño de sus actos. Sentí que mi pulso no recuperaba su ritmo normal.

Pero sus palabras no me sacaron de mi aturdimiento, al escuchar sus pasos acercarse hacia mi desperté de mi aturdimiento.

Mire arriba, me miraba sujetando su celular, sentí miedo, que me iba hacer, quien era esta persona más bien que es, mis pensamientos eran un rollo hasta que escuche un flash que venía de su celular, y me di cuenta de mi situación, esta persona me estaba tomando fotos.
Su risa estalló corta y húmeda.

- Jajaja, le enviare uno a Nanami – dice tomando miles de fotos.
El nombre le sonó como un comodín, como si hubiera pensado en alguien a quien impresionar; o en alguien que apreciaría la broma. No entendía la referencia completa en ese momento, solo sentí el asco de ser exhibido.

—ya basta, deja de tomar fotos, pervertido— dije tratando de quitarle ese mugroso celular mientras él seguía riéndose de mis pobres intentos.

—Esto servirá para el futuro —dice algo alejado de mí, después que traté de morderle.

—Oye, ¿Qué hiciste? —pronunció una voz que salió de la parte más racional de mi cabeza, como si esperara una explicación.

El canoso guardó su celular despacio, aun sonriendo. Hubo una pausa, un contacto: él se acercó, como si quisiera suavizar el ambiente con información en lugar de violencia.

—Mmm, es verdad, creo que nunca has visto una maldición de esta magnitud —dice guardando su celular.

La palabra “maldición” cayó en la calle como un nombre peligroso, una etiqueta que explica lo inexplicable.

—¿Maldición? —dije en un susurro, porque ya no sabía si creía en mis propios ojos.

—Sí, estas criaturas son maldiciones nacidas por los sentimientos negativos, como miedo, ira, desesperación, pero no todos pueden verlos —dice poco a poco acercarse a mí— solo nosotros, un pequeño porcentaje en Japón podemos verlos y hacerlos frente —pone su mano en mi hombro— nosotros somos hechiceros.
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Sonidos de teclas sonando al unísono, unos dedos gruesos moviéndose con agilidad por el teclado. Un hombre rubio con un traje de oficinista, alto con un cuerpo bien proporcionado escribía en la computadora. El traje estaba impecable, camisa clara, corbata bien ajustada; su postura era profesional, casi militar en su disciplina.

—Ah —suspiro cansado— odio los trabajos extras, ¿por qué debería hacer esto? Es mi hora de descanso.

Se reclinó un poco en la silla, apoyando la espalda contra el respaldo con un leve crujido. Miró la pantalla con ojos que ya no tenían brillo, parecía alguien acostumbrado a tareas que molestan más que motivan.

Un pequeño sonido le detiene de su trabajo; ve que le llego una notificación y ve que es un mensaje de Gojo. Al principio parpadea, suspira como resignándose, luego abre el mensaje. Ve que le envió una foto de un chico que estaba arrodillado en el piso y se veía algo enojado y un mensaje que decía: "Mira, me encontré un gatito"

Solo pude dignarme a suspirar más, prediciendo desgracias futuras y más trabajo principalmente para él, pero ahora solo podía rezar por la pobre alma del chico de la foto.

Baja un poco la mirada, aparta los dedos del teclado y frotándose una sien con el pulgar, como si el peso de lo que siempre observa fuese físico sobre su frente.

Notes:

- Soy mala escribiendo y explicarme.
- Esto ocurre después del partido blue lock vs sub-20
- Va a tener cosas canónicas y no canónicas.
- Hay una versión en ingles.
- Y no se asusten por las etiquetas al respecto con los hermanos itoshi que no ocurrirá nada malo, y tiene una explicación.
- Me gusta la temática de amor no correspondido.