Chapter Text
Daniel baja del autobús con el cuello del abrigo subido, no tanto por necesidad como por costumbre. El aire es templado pero seco, con una brisa persistente que aún recuerda al final del invierno, a pesar de estar en Septiembre.
La Villa Olímpica de Pekín lo acoge con fotos de deportistas famosos y sus sonrisas perfectas, tan impersonales que casi parece un decorado. Observa carteles en cada pared de eslóganes optimistas y marcas patrocinadas por atletas que lo quintuplican en seguidores en Instagram. Daniel piensa que si la motivación olímpica estuviera proporcionada en el grado de su jet lag, probablemente ya habría ganado el oro.
Le encanta.
La sensación de pisar una ciudad donde va a competir nunca dejará de ser emocionante, aunque esta vez venga acompañada de un crujido silencioso en la rodilla izquierda y la duda de que podría ser la última.
Tiene treinta y tres años, un número que suena más a retiro que a gloria. La mayoría de chicos de su equipo tienen al menos cinco años menos que él y la piel todavía les brilla, llena de colágeno, sin haber cometido errores suficientes. Daniel, en cambio, ha tenido años de mierda. Años de caídas, de saltar de un equipo a otro, de preguntas y titulares de periodistas entrometidos, de silencios con su entrenador, de dudas. De ese tipo de entrenamientos donde se mira al espejo al terminar y no reconoce quién le devuelve la mirada.
Y sin embargo, ahí está.
Respirando un aire con olor a césped recién cortado, con un jet lag de mierda tras once horas de vuelo, arrastrando su bolsa de hockey que pesa como un muerto y con esa vieja ansiedad que le grita: venga, una vez más.
A su lado, Scotty resopla, los ojos medio cerrados, los pasos arrastrados por el asfalto de la calle.
—Joder, ya era hora de llegar. No aguantaba más horas de viaje —murmura Daniel, con voz rasposa por el cansancio.
—Nos estamos volviendo mayores Danny, tantas horas en avión acaban con nosotros.
—Habla por ti. Ahora mismo echaba una carrera con la maleta encima —dice Daniel, con ironía.
Scotty ríe por lo bajo, dándole una palmada en el hombro. Pero Daniel seguirá bromeando, aunque sea sólo para sí mismo. Aunque parte de él ya esté en otro lugar, en la pista y en la presión. En ese momento inevitable en el que todo inicie.
Todo el equipo australiano comienza a caminar hacia el interior de la Villa Olímpica. Es enorme. Mucho más grande que Pyeongchang 2018, y más moderno. Aún tiene recuerdos de las paredes metálicas que dejaban pasar cualquier ruido insoportable que lo despertara en la madrugada. Donde algunas sillas del comedor estaban rotas y los colchones de las habitaciones crujían como el demonio.
Esa parte sí la recuerda bien.
Aquí, los edificios son gigantescos y simétricos. Hay banderas de todos los países en las entradas, murales con colores chillones, y un grupo de atletas muy jóvenes moviéndose de un lado a otro como si supieran exactamente a dónde van. Daniel los observa mientras camina, intentando seguir el ritmo de su grupo.
Echa un vistazo a un par de ellos, que no deben tener apenas veinte años y que ríen como si el mundo no pesara. Como si solo fuera a pasar el rato y vivir la competición por la experiencia.
Daniel sonríe para sí mismo.
Qué distinto era toda la primera vez.
Hace ocho años, en Sochi, cuando Daniel tenía veinticinco, sólo quería comerse el mundo. Y no con cuchillo y tenedor, precisamente. Iba con los ojos brillantes, la cabeza llena de sueños dorados y un entusiasmo tan infranqueable que podría haber iluminado una ciudad entera. Era su debut en los Juegos, su momento, su película.
Y lo vivió como si lo fuera. Fiestas, risas, carcajadas de madrugada. La euforia de estar donde siempre había querido estar.
Y muchas, muchas camas ajenas.
Sonríe por lo bajo al recordarlo. La Villa Olímpica, para él, era un buffet libre de personas hermosas, y él entró con hambre. Hombres, mujeres, no hacía distinciones. Las únicas constantes eran la química y su sonrisa.
Siempre esa maldita sonrisa suya que abría puertas, bocas y, con suerte, pantalones. No se arrepiente, en absoluto.
Pero sí… se pregunta qué habría pasado si, entre todo ese frenesí, hubiera encontrado algo más que noches prestadas. Si, en lugar de correr detrás del oro, se hubiera detenido a mirar lo que tenía en las manos.
Nunca consiguió el oro, ni la plata. Su mejor resultado fue un cuarto lugar en Pieongchang, hace cuatro años. Le dolió, claro, pero siguió compitiendo y entrenando. Siguió tirando del carro como si su cuerpo no empezara a crujir como los colchones de Corea.
Y ahora, a los treinta y tres, con la sonrisa un poco menos afilada y las rodillas un poco más tercas, se pregunta si esta será su última vez, su última Villa y su último invierno de gloria.
Daniel respira hondo mientras entra al edificio asignado a su delegación. Escucha los gritos del equipo de snowboard desde otro ala, ve a una de las chicas del curling lanzando selfies con mucha energía, y luego se gira a Daniel y le saluda con demasiado entusiasmo. Él le guiña el ojo y sigue caminando, sin pensar en la reacción que le haya podido provocar.
Pronto llegan a los pasillos de los dormitorios. Su habitación para los próximos nueve meses es pequeña, funcional. Deja la bolsa sobre la cama y se quedan unos segundos de pie. Observa el techo, las paredes sin fotos, sin nada. Una habitación sin historia, como todas en la Villa.
Pero tal vez, en unos días, esta tenga la suya. Tal vez deje algo suyo en este lugar. Una medalla, una huella, una despedida digna.
O tal vez —y es lo que teme más que nada—, no deje nada. Se sienta en la cama y mira sus manos. Vamos, Ric. A ver si todavía sabes volar piensa. Aún así, a pesar del frío, del miedo, de todo, una parte de él sigue creyendo que puede hacerlo.
⋯⋯⋯ ⊰ ❆ ⊱ ⋯⋯⋯
Daniel está en uno de los siete comedores de la Villa Olímpica. Al menos este, el de la planta baja, es un festival de contrastes: bandejas de todo tipo de comida, banderas de cada país sobre mesas de plástico, gente desayunando a las cinco de la tarde y otros cenando, todo dependiendo del jet lag. Una especie de caos armónico para cuerpos perfectos.
Daniel entra con la chaqueta abierta y el gorro hecho una bola en el bolsillo. El ambiente está tan caldeado dentro que parece haber cruzado de Siberia a Bali en dos segundos. Un par de jugadores de curling pasan corriendo a su lado —¿por qué cojones corría alguien en el comedor?—. A su izquierda, una mesa entera del equipo canadiense de esquí nórdico devora pasta como si fuera el último día antes del Apocalipsis. Al fondo, una pantalla gigante retransmite en bucle vídeos motivacionales con frases en letras blancas, “The moment is now” o “Push beyond your limits”. Daniel rueda los ojos. También podría poner “No olvides lavarte las manos después de tocarte los huevos” y sería igual de útil. Más honesto, incluso.
Entre el caos multilingüe, ve una mano agitarse desde una de las mesas del fondo.
—¡Danny Ric! ¡Eh, Canguro! ¡Aquí!
La voz de Lando es inconfundible, incluso a través del murmullo general. Daniel esboza una sonrisa automática, que sale sin pensar. Se acerca, esquivando mochilas y bandejas.
Lando está ahí, por supuesto. Con su gorro mal puesto,el pelo sobresaliendo por un lado y una chaqueta de snowboard abierta pareciendo el protagonista de algún videojuego que tanto le gusta a él. A su lado, Carlos come su bocadillo enorme de jamón, y Lewis hojea un cuaderno de notas mientras sorbía un batido verde que tenía pinta de saber a césped mojado.
—Vaya trío de desgraciados —saluda Daniel, dejando caer su bandeja en la mesa—. Me alegro de ver que la vida no os ha mejorado ni un poco.
—Mira quién habla —replica Carlos dándole una palmada en la espalda—. El tipo que llegó a su tercer Juego Olímpico con ojeras hasta las rodillas.
—Son marcas de guerra, amigo. Tú no sabes lo que es eso porque en el esquí os pasáis más tiempo posando para las cámaras que compitiendo.
Lando suelta una carcajada mientras le da una palmada a Daniel en el hombro.
—Joder, qué gusto tenerte de vuelta. ¿Cómo está la rodilla vieja?
—Más estable que mi salud mental, lo cual no es decir mucho —respondió con una sonrisa torcida.
Lewis alzó la mirada del cuaderno. —Te veo bien, Daniel. No todo el mundo llega con esa energía después de tantos años.
—Gracias, ahora tengo aún más ganas de tirarme al hielo —murmura, dándole un trago a su café.
—Hablando de hielo —interviene Carlos—, ¿has visto ya a los patinadores? El entrenamiento de los individuos fue esta mañana. Algunos nuevos parecen salidos de una pasarela de moda ¿Verdad Lewis? —Carlos se gira hacia Lewis, pero este lo ignora mirando su móvil—. Están que no se puede ni parpadear. Hay un monegasco que da miedo de lo bueno que es. Y Max Verstappen está aquí también, ¿lo sabías?
Daniel alza una ceja. El nombre le suena como una cuerda que vibra en el fondo del pecho. No lo espera, o tal vez lo teme un poco. —Verstappen? ¿El chico neerlandés?
—Sí —dijo Lando—. Está en artística individual. Lo rompió todo en el Mundial del año pasado. Fue campeón europeo con veintidós, veintitrés y veinticuatro años y ahora está aquí, con todo el mundo mirándolo como si fuera el nuevo dios del hielo. Aunque es amigo mío desde hace años y se está volviendo muy borde.
—¿Max borde? No me digas —Daniel sonríe, fingiendo sorpresa—. Qué giro de guión tan inesperado.
Lando le mira con atención, intentando leer más allá de la broma. —Lo conoces, ¿no?
—Hace tiempo. Coincidimos en unas campañas… —responde encogiéndose de hombros—. Fue hace unos años.
Carlos frunce el ceño con ese gesto típico suyo de haber disociado a mitad de conversación. Lewis no dice nada, pero desvía la mirada un segundo.
—Pues está por aquí —añade Lando, sin darle más importancia—. Lo vi esta mañana con su equipo. Va de azul marino, cara de pocos amigos. Igual le das tú algo de sol, Danny.
Daniel sonríe por inercia pero no contesta. Mira hacia la pantalla gigante un momento, luego a los cristales empañados por el calor del comedor. Fuera, la niebla sigue colgada como una cortina helada. Aún así, siente como algo cálido dentro de él se mueve.
Un recuerdo o algo que se parece demasiado. Y no está seguro de si quería tocarlo, no todavía.
⋯⋯⋯ ⊰ ❆ ⊱ ⋯⋯⋯
En realidad, colarse en la pista vacía fue idea de Lando.
Bueno, vacío en el sentido de que no hay gente. Porque hay luz, hay frío y la calefacción está encendida. Huele a humedad, a esfuerzo, a deporte que requiere horas de entrenamiento, sudor, y una cantidad de paciencia que Daniel desde luego no tiene.
— ¿Estamos seguros de que esto no es ilegal? Ahora multan por todo —murmura Daniel, encogiéndose dentro de la chaqueta.
—Tú no debes entrenar ahora, así que técnicamente eres un civil.
—Y tú técnicamente eres un snowboarder, no un abogado.
— ¿Y tú acaso eres periodista? ¿O un fan?
Daniel le da un empujoncito, medio en broma. Lando no se inmuta, con la confianza de quien se ha colado en muchos sitios y rara vez ha sufrido las consecuencias. Caminan por el pasillo hasta que la pista se abre delante de ellos, blanca y brillante bajo las luces, como el interior de una piscina helada. Al fondo, hay una figura sobre el hielo.
Y ahí dejan de hablar.
Max Verstappen se desliza con la ligereza de alguien que ha dejado atrás la lógica de la gravedad. Cada movimiento suyo parece demasiado fácil, demasiado limpio, como si no estuviera patinando, sino reescribiendo la superficie del hielo con su cuerpo. Los giros, los saltos, incluso los pasos intermedios tienen una precisión que da rabia. Y claro, lo está haciendo en mallas.
Daniel lo observa en silencio, apretando la mandíbula.
Solo es admiración profesional. Técnica. Una apreciación objetiva del talento deportivo. Y de los muslos. Y del… No. Se está fijando únicamente en la técnica.
—Está fuerte, ¿eh? —suelta Lando, como si leyera su mente con un megáfono.
—No estoy mirando eso.
—Claro que no. Estás analizando su pisada.
—Exacto. La pisada. Y la rotación de...
—¿Y el pecho? ¿También lo estás analizando?
Daniel no contesta, optando por darle un puño a Lando en el hombro. Porque sí, también. El pecho, los brazos, el cuello, el perfil y ese ceño fruncido mientras pátina, tan concentrado. Tiene una energía que no tenía hace años, como si le hubieran apretado todos los tornillos, madurez, podría llamarlo. Ya no parece un chico que quiere impresionar a patrocinadores. Ahora parece un hombre que quiere superar su propia sombra.
Y eso, joder, eso es atractivo.
— ¿Cuántos años hacía que no lo veías?—pregunta Lando.
—Tres.
—Pues te aviso que ya no usa camiseta interior con dibujitos.
—No necesitaba esa imagen, gracias.
—¿Y qué tal la otra? La de ahora. El Max de músculos y misteriosos.
—Eres muy gracioso, Lando.
Max aterriza un triple salto como si fuera lo más normal del mundo y se desliza hacia la banda. Coge una toalla que le extiende su entrenador, un hombre calvo y sonriente, que parece bastante orgulloso de Max, —quién no lo estaría— y escucha lo que le dice, asintiendo con la cabeza. Su pecho sube y baja, tiene el pelo empapado. En ningún momento mira hacia las gradas.
Daniel siente algo en el estómago, como un nudo. Como si su cuerpo supiera algo que su cabeza aún no está preparada para procesar.
—¿Quieres saludarle? —pregunta Lando, en voz baja.
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
Silencio. El tipo de silencio que suele preceder a decisiones estúpidas.
Pero Daniel se queda quieto. Porque no es el momento.
Porque lo que ve ahí abajo no es el Max que dejó atrás. Es un atleta que no tiene tiempo para pensar en el pasado, porque está demasiado ocupado luchando por su futuro.
—Vamos —dice Daniel, dándose la vuelta—. Antes de que llamemos la atención.
—Amigo, ya estás teniendo un ataque existencial.
Daniel suspira por la nariz, breve, como si el aire fuera más pesado ahí dentro. Da un paso, luego otro. La misión de espionaje terminó. El eco de sus zapatillas sobre el suelo resuena en el pasillo vacío de las graduadas. Lando camina a su lado, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y el gorro mal puesto y sigue hablando, porque hay personas que aún no saben cuándo dejar de hacerlo. Spoiler: Lando es una de ellas.
—Aunque nunca entiendo lo que hacen los patinadores de élite con el sistema nervioso ajeno —sigue diciendo, sin que nadie se lo pida—. Uno los ve girar dos veces en el aire y ya está reconsiderando cosas que ni sabía que tenía que reconsiderar. Tú por ejemplo.
Daniel ríe para rellenar el silencio y se limita a seguir caminando.
Pero Daniel gira la cabeza.
Solo una fracción de segundo. Solo para mirar, por última vez.
Y lo ve.
Max ha girado ligeramente el rostro. Solo lo justo para que sus ojos se crucen a lo lejos. Como si una fuerza invisible le hubiera susurrado que mirara. Que mirara ahora.
Max lo ve.
Y se queda congelado.
Literalmente. El gesto de sorpresa se le queda clavado en la cara, pareciendo su cuerpo no hubiera terminado de procesar lo que está viendo. Como si su cerebro estuviera demasiado ocupado diciendo que acaba de ver a Daniel.
Daniel se queda quieto, cree que por dos segundos.
Después, se obliga a seguir caminando. Gira la cabeza al frente, como si no lo hubiera visto. Como si no se le hubiera encogido algo en el pecho. Como si no hubiera sentido, con la precisión de una puñalada, el momento exacto en que los ojos de Max lo reconocieron.
—¿Sabes qué necesitas? —sigue diciendo Lando, sin haber notado nada— Podrías quedarte jugando a Call Of Duty conmigo en la Play de la sala.
—Antes prefiero que Lewis me obligue a comer hamburguesas veganas.
La puerta del estadio se cierra tras ellos con un golpe sordo.
El aire del pasillo de fuera y su luz agresiva demasiado blanca y artificial, se siente mucho menos cálido que el que dejó atrás y mantiene fría una pista de hielo.
⋯⋯⋯ ⊰ ❆ ⊱ ⋯⋯⋯
Daniel patina en la pista de hielo con el stick en mano, zigzagueando entre conos como si la estabilidad fuera algo natural y no una habilidad que se le resiste a las ocho de la mañana.
El casco le aprieta una ceja, el protector bucal está demasiado masticado y lleva el mismo par de calcetines desde hace dos entrenamientos porque bendita sea la lavandería rota del complejo olímpico. Y sin embargo, sonríe, aunque el mundo se le esté cayendo encima. Aunque por dentro se sienta destrozado.
Repite los movimientos que en otro momento habría hecho dormido, con una mano atada a la espalda. Pero ahora no. Ahora siente cada pase como un examen final, cada fallo como si le hubieran puesto una diana en la espalda y todos esperaran que fallara el triple axel para gritar te lo dije .
—¡Vamos, Ricciardo, muévete! —grita el entrenador Mark desde la banda, con la energía de alguien que desayuna cocaína.
—¡Sí, jefe! ¡Estoy calentando el motor! —grita de vuelta, levantando una mano como si fuera a despegar.
El stick le resbala entre los guantes, pero lo recupera antes de que alguien lo note. O eso quiere creer. Scotty, por supuesto, sí lo nota. Ese cabrón lo ve todo.
—Si pierdes el palo, Ric, al menos asegúrate de hacerlo con estilo —suelta el capitán al pasar a su lado, con una sonrisa ladeada.
Daniel resopla.
Pero le hace gracia. Siempre le hace gracia. Scotty tiene esa habilidad de ponerle los pies en la tierra sin pisarle la autoestima, cosa que últimamente no abunda. Porque sí, se ríe, claro que se ríe, pero a veces no sabe si se está riendo con el mundo o del mundo. O si el mundo se ríe de él.
El entrenamiento sigue. Pase corto, pase largo. Golpes de stick. El crujido constante de los patines en la pista. El sudor pegándose en la nuca como si intentara mudarse ahí para siempre. El aliento compartido, pesado, casi violento. Todo le recuerda que está vivo, que está aquí.
Pero también le recuerda que hace años, no sudaba igual, no dudaba igual.
Y esa vocecita —la de los medios, la del entrenador, la de su puta conciencia— vuelve a colarse entre sus pensamientos como un mosquito en verano:
¿Todavía tienes lo que hace falta, Daniel? ¿O sólo estás haciendo tiempo hasta que alguien más joven, más rápido y con menos dudas te quite el puesto?
—¡Daniel! —grita Scotty, devolviéndolo al presente— ¡Vuelve al centro! ¡Vamos con el drill de recuperación!
—¡A sus órdenes, Capitán!
Se lanza de nuevo al ejercicio, girando sobre el hielo, empujando con las piernas. Se siente lento y torpe. Pero sigue, porque detenerse sería peor. Detenerse sería admitirlo.
El puck se escapa. Él lo persigue. Lo atrapa con el stick y lo pasa por debajo de la pierna del defensa rival. El pase le llega a Jack, que remata al segundo poste. Gol.
Los chicos gritan y hay aplausos. Un par de palmaditas en el casco. Alguien le dice buena esa, Ric . Y Daniel se permite sonreír con un poco más de verdad.
Porque a veces el cuerpo sí responde. A veces la cabeza no es un campo minado. A veces —como esta vez— parece que todavía lo tiene. Lo que sea que signifique tenerlo. Aunque sea un momento, solo un hilo de la cuerda de la esperanza que lo haga seguir atado. Algo que le permita olvidarse sólo un instante, entre las palmadas y los gritos de fondo, de los titulares de noticias y comentaristas afirmando que “ya no es él mismo”, de los fans que lo juzgan desde el sofá de sus casas y de las miradas de decepción de su entrenador. Se olvida incluso de la última vez que lloró en secreto porque su cuerpo no se mueve como antes.
Por un instante, solo juega.
—No ha estado mal, Ric —dice Scotty, cuando todos se agrupan en la banda, respirando como caballos después de una carrera.
—“No ha estado mal” es lo más cercano a un elogio que voy a recibir de ti, ¿no?
—No te acostumbres —responde Scotty, medio riendo, medio serio—. Si te elogio más, te vas a volver insoportable.
—Agradece que no te tire el stick a la cabeza.
Y los chicos se ríen. Porque Daniel es eso. Danny Ric el que hace chistes, el que aligera el ambiente, el que pone buena cara. Pero también es el que lleva tres semanas despertándose a las cinco para entrenar solo porque tiene miedo de ser el eslabón débil del equipo.
Mira a su alrededor. Mira a sus compañeros: sudados, agotados, vivos. Mira a Scotty, que le sostiene la mirada con ese gesto, como si quisiera decirle que él está aquí .
Joder. Si va a caerse, que sea con ellos. Pero si puede no caerse, entonces que se preparen. Porque aún no está acabado. Aún no ha dicho su última palabra.
—¡Eh, Ricciardo! —grita el entrenador—. Mañana más. Y mejor.
Daniel sonríe y alza el pulgar a modo de despedida, sin querer sacar más de quicio a su entrenador.
Pero por dentro, muy dentro, una parte de él no está sonriendo. Está recordando cómo se sentía volar en el hielo.
Y él solo quiere volver a volar.