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Hilvanes Rojos

Summary:

AU.
Sam Wesson ve los hilos rojos del destino. Siempre los ha visto.
El suyo, sin embargo, termina en la nada.
Dean Winchester tiene el extremo de su hilo rojo.
Sam lo sabe. Lo siente. Pero Dean está casado...
Y a veces, el destino no se equivoca. Solo llega tarde...
Angst, simbolismo, y esa clase de dolor que se siente bonito.

Notes:

Este capítulo forma parte del AU Hilvanes rojos, donde Sam Wesson ve los hilos del destino… y el suyo termina en la nada.
Mucho angst, mucha introspección, y un hilo rojo que duele más por lo que no puede ser.
Gracias a Alex (Copilot), mi cómplice digital, por acompañarme en cada puntada emocional y por no huir cuando el drama se volvió demasiado simbólico.
Escribí esto con el corazón enredado y la cabeza llena de hilos.
Si te duele, bienvenido al club.

(See the end of the work for more notes.)

Chapter 1: El hombre del saco del dinero

Chapter Text

{Prólogo}

¿Conoces la leyenda del hilo rojo del destino?

Dicen que hay un hilo invisible atado al meñique, un lazo que une a dos almas destinadas a encontrarse. No importa la distancia, el tiempo, ni las vidas que cada uno construya. El hilo nunca se rompe.
Nunca se corta.

Puedes tener familia, esposa, amigos, una casa llena de risas y rutinas.
Pero si no es con la persona al otro extremo del hilo, todo eso será apenas un eco.
Porque cuando lo encuentres, cuando lo veas, lo reconozcas, lo sientas… sabrás que es lo que te faltaba.
Lo que no sabías que buscabas.

Ese ser que te complementa sin necesidad de palabras.
El aroma que siempre amaste sin saber por qué.
La voz que te llama en sueños desde antes de tener nombre.

Y entonces, todo lo demás se vuelve silencio...

{ El hombre del saco del dinero}

Conozcan a Sam Wesson, un hombre ordinario con trabajo, deudas comunes, casa rodante (no tan común)... aunque “ordinario” no es precisamente el adjetivo que mejor lo describe.
Verán, hay quienes nacen con ojos para lo invisible.

Sam lo supo desde niño, cuando vio por primera vez un hilo vibrando en el aire, rojo como sangre recién derramada. Luego lo vio atado. Una punta en el meñique de una chica parada a su lado y, el otro extremo, en un chico que estaba sobre un autobús alejándose de ella.

Todas y cada una de las personas tenían un hilo pero, Sam pudo darse cuenta que la mayoría de los que veía en ese momento, estaban atados a dos personas. Incluso el de su papi y mami se unían, pero el de él…

Se veía interminable o, al menos, él lo seguía con la vista hasta donde alcanzaba pero no había nadie del otro extremo.

“Mami, ¿Por qué mi hilo no tiene a nadie al final?”, se atrevió a preguntar una sola vez, ya más grande, cuando se percató del hecho de que eran dos personas y un hilo.

Su madre, como todo ser humano ordinario, sonrió con dulzura y le pidió que le explicara a qué se refería.
Sammy, con apenas seis años, le mostró su mano izquierda, estirando el meñique hasta su máxima extensión. Con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, tomó el hilo como si se tratara de un cabello invisible.

Pero su madre, aun sonriendo, le dijo que no veía nada. Que seguramente lo que él sentía era un hormigueo por tener dormido el dedo. Si analizaba más la situación, quizás se asustaría, pero, ¿Qué no todos los niños o, la mayoría, tienen amigos imaginarios a esa edad? Quizás Sam no poseía uno, pero sí un objeto, no lo sabía. Vería a su hijo, lo analizaría y tomaría la decisión conforme a lo que dedujera, su hijo llegara a necesitar.

Sammy, con esa inteligencia silenciosa que lo caracterizaba, entendió que preguntar no lo llevaría a ningún lugar bueno. Asintió, soltó el hilo y bajó la mano. Nunca volvió a mencionarlo.

Solo observaba en silencio, como quien aprende a leer un idioma que nadie más habla.

Los hilos estaban en todas partes. Entre dos desconocidos que se cruzaban en la calle y se giraban al mismo tiempo. Entre una anciana y el hombre que le vendía pan cada mañana. Entre dos niños que compartían silencio en un parque.

Sam aprendió a no intervenir.

Y así, creció viendo cómo, con el tiempo, circunstancias que él no sabía relacionar, terminaban por unir a los pares conectados por el hilo rojo en sus meñiques. Algunos terminaban juntos, casados, felices… algunos.

Porque no todos los hilos llevaban a la felicidad.
Algunos vibraban con dolor. Otros se tensaban hasta el límite, como si el destino jugara a romper lo irrompible. Y otros estaban conectados a personas en los cementerios. Esos le rompían el corazón cuando estaba en secundaria y preparatoria. Porque se imaginaba la historia de amor interrumpida y se preguntaba “¿Siquiera se habrán conocido?”.

Y ¿por qué esa pregunta? Porque Sam sentía en su ser que sin importar cuantas parejas tuviera, nunca se sentiría pleno, feliz, amado…

Y su hilo se mantenía así: Restirado al punto de pensar que se rompería.

Pero él ya había aprendido que eso no pasaría.
No importaba si le pasaba un camión por encima, si quedaba atrapado en las vías de un tren, si se enredaba en un árbol o subía a un elevador…

Ese hilo seguía atado a su meñique. Invisible para todos, menos para él.

Y al otro extremo…
Nada.
Un vacío.

Ahora Sam ya era adulto y seguía viendo el hilo imaginario.

Caminaba por la ciudad con los hombros ligeramente encorvados, como si el hilo invisible tirara de él hacia un lugar que aún no existe.

Ni siquiera el trabajo de organizador de cuadrilla en construcción (de la cual es el encargado) le pesaba tanto como ese hilo.

A sus 31 años, Sam ya tenía su vida casi completa.
No poseía una casa fija, su trabajo le impedía asentarse ya que, literal, iba a donde el trabajo nacía.

Se movía con su remolque, un AirStream de ultima generación, de los más completos, costosos, de esos de los que se podía dar el lujo de costearse. Asi como su camioneta Chevrolet Silverado 2024 en color gris oscuro. Equipada, de esa con la que muchos solo sueñan poder conducir.

Pero claro que lo tenía porque se lo había ganado.
 Importando poco su edad, gracias a su inteligencia y a su imponente conservación de datos importantes y sabiduría de donde aplicar el conocimiento, Sam se había hecho de renombre entre las constructoras.

La gente que mantenía el nombre de Sam Wesson en su mente, con facilidad lo relacionaban con fidelidad, de ahí que esos trabajadores, lo siguieran con apenas él mencionara trabajo.

Comía saludable, se dignaba a conocer a los vecinos solo de cara y nombre pero, sin saludarlos.

Veía esos hilos pender de los meñiques ajenos y, aunque buscara el suyo en alguna mano, simplemente no había tal.

Si no había con quien hablar, el silencio le venía bien, él amaba la soledad, y, en ocasiones, la música era quien se atrevía a romper tal relación con su jazz, rock y blues ligero. Pero ni siquiera con ellas había ese hilo rojo.

“Apuesto a que tú no tienes mi hilo rojo, ¿verdad?” bromeaba revisando su camioneta al lavarla con detenimiento, limpiando cada rincón con dedicación.

Así eran los días de Sam, fuera de su trabajo.

Pero dentro del mismo, el cantar era distinto.

{…}

El sol pegaba duro.
Esa mañana fue una de las más ajetreadas que Sam había tenido en el último año.
Todo pasó muy rápido: desde la llamada para informarle del trabajo, hasta la urgencia para que él se hiciera cargo.
Le molestó que citaran a su gente en ese sitio sin su consentimiento, pero como los muchachos ya estaban en movimiento, no le quedó más opción que aceptar.

Llegó tarde, gracias a un accidente vial en la autopista. Derramó su café al entrar al área de trabajo. Su camioneta comenzó a hacer un ruido extraño, pero como seguía funcionando, decidió revisarla al término de la jornada.

Menos mal, al llegar, sus chicos ya lo esperaban formados como de costumbre. Aunque, de entre todos, uno llamó su atención: un chico nuevo. Verde incluso en edad. Pero Sam no juzgaba. Daba oportunidad a todos por igual. Si ese chico estaba ahí, sería por una razón que aún no conocía, pero estaba seguro de que ellos mismos se la dirían a su tiempo.

Ya casi para terminar el día, cuando el mal humor flotaba en el aire junto con el polvo, el sudor y las palabrotas, la verdadera gota que podría derramar el vaso estaba por ocurrir.

Sam estaba parado junto al plano extendido sobre el capó de su camioneta, revisando los últimos detalles para el día siguiente, mientras su cuadrilla se movía como un organismo vivo: ruido, sudor, voces entrecortadas.
El joven—nuevo, nervioso—había colocado mal una estructura de soporte.

El error no era grave, pero podría costar tiempo y dinero. Algunos de los veteranos ya murmuraban, sobre todo por el capataz que les había tocado: Zacarías.

Zacarías creía que la ropa hacía a la gente, por lo que tratar con trabajadores sucios, sudorosos y desaliñados no estaba dentro de su paga. Y quería un extra.
Se acercaba con cara de tormenta.

Sam levantó la mano. No gritó. No corrió. Solo caminó hacia el error. —¿Quién lo hizo? —preguntó. Aunque ya sabía quién había sido, quería seguir confiando en su gente.

La respuesta de su cuadrilla le dibujó una sonrisa plena. Todos levantaron la mano.

El joven, temblando, dio un paso adelante. Sabía que ese error, por mínimo que fuera, les costaría. La perfección en ese tipo de trabajos pesaba desde los cimientos.

Sam lo miró. No con enojo, sino con algo más profundo: reconocimiento.

—¿Sabes qué pasó?
—Creí que el plano decía... —empezó el chico nuevo, pero se trabó.

Sam asintió. Se agachó. Apoyó su pie en la base de varillas mal colocadas como si leyera Braille. Cargó el peso, sujetándose de la parte superior, y emparejó de modo brusco esa zona hasta que consiguió bajarla al fondo. —No es grave. Pero nos podría costar días extras, y creo que estos chicos quieren sus cervezas del fin de semana.

Dijo saliendo del inmenso cuadrado ya lleno de varillas entrelazadas, con la base bien nivelada.

Los murmullos aumentaron. Ese chico sabía que se acababa de ganar a un buen patrón, y la cuadrilla sabía que seguían siendo respaldados.

Zacarías se cruzó de brazos. Lo miró con algo de repudio, quizás por el sudor que se marcaba como línea blancuzca en sus prendas. Pero en su mirada, la admiración y el miedo estaban mezcladas.

—Esto lo sabrá el joven Winchester —advirtió, antes de darse la media vuelta y salir del área de construcción.

Sam solo pudo reírse. Más fuerte aún cuando uno de los chicos imitó afeminadamente el modo de caminar de Zacarías. Claro que Sam no era fan de ese comportamiento, pero no podía negar que la imitación relajó el ánimo ya cargado de testosterona.

El chico nervioso—Alfie, decía su gafete—no se atrevía a alzar la vista. Era su primer día y había cometido un error así.
—Solo que no se te olvide usar el nivel y pedir ayuda. Si no a mí, a cualquiera de ellos. Aquí todos somos iguales, ¿no es así, chicos? —preguntó Sam, sonriendo.

—¡Claro que sí! —respondieron todos.

Luego de eso, y de palmearle el hombro a Alfie, cada uno se dirigió al estacionamiento.
Y con todo y eso, en las manos de todos sus trabajadores el hilo rojo se veía brilloso, perpetuo, indestructible.
Guardaron sus herramientas y se marcharon.

Pero ninguno pensó que Sam tenía una falla mecánica, por lo que él se quedó solo en ese espacio, alumbrado únicamente por una farola nocturna, buscando de dónde provenía ese maldito chirrido de la camioneta que se suponía era nueva.

Solo había dos coches en el aparcadero: su Chevrolet Silverado 2024 y un Chevrolet Impala del ’67. No sabía de quién era. Pero algo en ese coche lo hizo detenerse un segundo más de lo necesario. Lo antiguo. Lo hermoso. Lo intacto.

Asintió, regresó la vista a su propia camioneta, trepó y, al encenderla, el rechinido rompió el silencio del estacionamiento vacío, lúgubre, casi espectral. Sam apagó el motor, bajó, alzó el cofre y comenzó a alumbrar con su linterna. Como todo buen constructor, cargaba herramientas para lo innecesario incluso.
Creía que bastaba con saber de dónde venía la falla para poderla reparar… pero no tenía idea.

—Parecen ser los bujes del alternador —dijo una voz, rompiendo el silencio como un trueno suave.

Sam estaba inmerso en el motor, batallando con su cabello que se le caía al frente, impidiéndole ver con claridad.

—Si te sirve, lo puedes usar —insistió esa voz profunda, ronca, varonil.

Sam se dio la vuelta. Camiseta de cuadros rojos, negros y blancos. En la bolsa de la misma, una placa blanca con letras negras: “Dean Winchester”.

El nombre le sonó. La broma de los chicos, la amenaza de Zacarías. El hombre del saco del dinero. El que les pagaría. Y si algo había aprendido Sam era a nunca, jamás, enojarse con el hombre del saco del dinero.

Sonrió. Tomó el paño negro que le tendía. Lo dobló, dándole la forma y tamaño de una bandana. —Gracias —murmuró ajustando la prenda en su propia frente.
Luego regresó sus ojos al motor.

Dean, el hombre de ojos esmeralda, alumbró con su celular. Ambos enfocaron hasta encontrar los bujes. No era exactamente lo que Dean había dicho, pero la falla estaba cerca. Uno de los soportes del alternador estaba suelto. Al encenderlo, la banda tiritaba, causando ese rechinido propio de película de terror.

—Sí, tienes razón —dijo Sam, estirando la mano para tantear el tornillo—. Es uno de los soportes del alternador.

Dean sonrió al ver cómo el esfuerzo le modificaba las facciones. No era burla. Era fascinación. Como si Sam fuera una marioneta haciendo morisquetas.

—No le veo la gracia, señor Winchester.

—Oh, no… lo siento, amigo —se disculpó Dean—. No es burla, te lo aseguro. Es solo que tus muecas son de lo más adorables.

Sam arrugó el entrecejo. No le molestaba que otro hombre le dijera adorable. Le molestaba que ese hombre ni siquiera lo conociera.

—Oh no, ¡no! —se apresuró Dean—. No es eso. Es solo que… no te puedo ver enojado. Pareciera que todas tus muecas son así de adorables. Y no sé por qué sigo diciendo esto —raspó su garganta interrumpiéndose en su hablar.
Sonrió nervioso.

Sam bajó de la camioneta y se paró al frente. La diferencia de altura era evidente. La musculatura, no tanto.

Dean no se dejó intimidar. Lo miró directo a los ojos hazel. Raspó su garganta otra vez. Estiró la mano derecha.

—Soy Dean. Pero eso ya lo sabes, señor…

Sam tomó la mano con fuerza. —Sam Wesson.

—El legendario Sam —respondió Dean, apretando antes de soltar—. Tu reputación te precede. Y veo que tienes buen gusto por la marca de autos.

Sam sonrió. Ese hombre no era el petulante que le habían descrito. Era sencillo. Carismático. Y probablemente problemático.

—Bueno, ¿la vas a encender? —preguntó Dean, viendo cómo Sam se limpiaba la mano quitándose la grasa con un pedazo de papel.

—Veamos si era eso —murmuró Sam, subiendo de nuevo a la camioneta.

La encendió. Y sí, menos mal era una falla simple. La camioneta ronroneó.

Sam la dejó encendida y bajó para darle las gracias. Dean caminó hacia su auto.

Y fue entonces que Sam lo vio. El hilo: Rojo, brillante, grueso y ¿corto? Aunque no era lo único que esa mano presumía.
Una argolla galante en el dedo anular izquierdo acompañaba al hilo.
 Era de esperarse que Dean lo tuviera. Todos lo tenían.
Aunque sí mostraba variantes que le daban curiosidad a Sam.

Sam extendió su mano, casi sin pensar. Quería comparar los hilos entre sí.

Y si hubiera estado en el suelo, se habría caído de sentón.

El hilo de Dean estaba unido al suyo.
Lo vio mientras Dean caminaba a su auto, no había ningún otro que se interpusiera, sobrepusiera, empalmara o que le diera la ilusión de ello.

No era largo porque entre ellos solo había dos autos de distancia.
 No era tenue.
Era el más grueso que Sam había visto jamás. Y el brillo…

El brillo lo había visto una sola vez. En una pareja de ancianos que vivían junto a su escuela, cuando era niño. Según Sam, ese brillo era la fuerza del amor entre ellos.

Y ahora lo veía en Dean.
En el hombre del saco del dinero. En el que no debía hacer enojar nunca jamás...
En el que ya tenía argolla.

Y Sam sintió que el mundo se inclinaba. Como si el hilo tirara de él hacia un abismo que no podía evitar.

Dean ya estaba en su auto. Lo encendió. Pitó un par de veces. Sacó la mano por la ventanilla, saludando a Sam con una sonrisa que no sabía cuánto podía llegar a transmitir.

Y ahí lo vio de nuevo.

El hilo.

Rojo. Brillante. Tenso.

Conforme el Impala se alejaba, Sam lo vio alargarse. Estirarse. Seguir el sendero que ese auto recorría, como si el destino se negara a romper lo que ya estaba escrito.