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Cacería Estelar

Summary:

En Krypton, la biología Omegaverse no es solo instinto: es tradición, poder y destino. Cuando un hijo de casa real alcanza la mayoría de edad, es enviado a la Cacería Estelar, un rito donde debe reclamar a su igual... o regresar vacío, marcado por la vergüenza.

Kal-El, heredero de la Casa de El, ha cumplido su tiempo. Y es presentado ante el pueblo Kryptonita como un "Enigma" un ser superior capaz de doblegar las castas a su voluntad.

Guiado por la sangre de su linaje y la sed de conquista, viaja por el universo en busca de aquel que despierte sus sentidos. Pero nadie es digno entre mundos y estrellas consumidas. Su camino lo lleva a un planeta insignificante: la Tierra. Un lugar de cielos azules, mares inquietos... y humanos que apenas rozan la grandeza.

Curioso por la estrella amarilla el sol.

Kal-El descubre un guerro. Un hombre mayor marcado por los años.

Bruce Wayne. Un Beta.
Una presa imposible.

Pero el príncipe de Krypton no sabe de imposibles. Y en el juego entre cazador y presa, alguien terminará cayendo en la red.

Notes:

Hola, lectores 💖

Antes de que se adentren en la historia, quiero compartirles algunos detalles importantes:

La biología Kryptonita en este universo sigue los roles del Omegaverse, definiendo dinámicas únicas entre Alfas, Betas y Omegas.

Krypton sigue existiendo, y su sol otorga poder a los Kryptonitas, aunque en mi historia su efecto es más sutil que el que podrían esperar.

Kal-El y Clark Kent son personajes distintos, y más adelante entenderán por qué esta elección es tan crucial para la trama.

Bruce Wayne, por otro lado, es mucho más maduro que Kal-El. Me lo imagino con la presencia y fuerza que Dan Mora le imprime en sus dibujos.

Y sin más, los invito a continuar… espero leer sus comentarios, sugerencias, quejas o aportaciones.

Gracias por leer y disfruten.

Chapter Text

En Krypton, cada respiración era un canto a la perfección.

Columnas de cristal se alzaban hacia cielos atravesados por los anillos de luz de Rao, el sol sagrado que bañaba a su pueblo con dones imposibles.

Alfas y Omegas poderosos dominaban con su fuerza, con el cuerpo y con la mente, elevando a su sociedad a una altura donde nada parecía alcanzarlos.

No conquistaban mundos. No sometían especies. Su orgullo estaba en algo más esencial y vital: el linaje.

Rao les había bendecido con fuerza, con ingenio, con belleza… y con el deber de preservar esa gloria en cada generación.

Para ello existía el ritual más antiguo de su civilización: la cacería estelar.

Los jóvenes de casas nobles, al alcanzar la mayoría de edad, emprendían un viaje hacia otras galaxias. Allí buscaban Alfas y Omegas de razas lejanas, seres con una biología compatible, en donde solo los dignos eran tomados como consortes.

No les importaba mezclar su sangre: lo único que deseaban era que sus crías fueran guerreros invencibles, líderes capaces de defender Krypton en caso de guerra.

Y ahora, había llegado el turno del hijo de la Casa de El.

Jor-El, vestido con la armadura de su linaje, caminaba junto a su hijo a través de los corredores iluminados por cristales de energía.

El padre lo observaba con orgullo, los ojos brillando con un fuego que apenas contenía.

—Kal-El… —su voz resonó, grave, solemne—. Rao te ha bendecido como no lo ha hecho con ningún otro en eras. No eres Alfa. No eres Omega. Eres Enigma, y tu deber está más allá de cualquier guerrero o de cualquier madre de Krypton. Rao mismo te reclama.

Jor-El se detuvo ante las puertas del observatorio, que se abrieron como pétalos de cristal. Afuera, el cosmos palpitaba. La ciudad flotaba sobre pilares de roca, bañada en la marea rojiza de Rao que se ocultaba en el horizonte.

—Debes formar un harén, hijo mío. Uno digno de un dios. Alfas de mundos distantes con una fuerza inimaginable. Omegas con vientres benditos. Cada uno de ellos será un pilar para tu descendencia. Tu sangre debe convertirse en ejército.

Kal-El no respondió de inmediato, siguiendo los pasos de su padre en perpetuó silencio. Sus manos se cerraron sobre los barrotes de cristal, su mirada perdida en el abismo estelar.

En el reflejo, sus ojos contenían tanto la calma del cosmos como su furia.

—Un harén… —repitió en voz baja, casi con desdén.

Detrás de ellos, Lara se había mantenido en silencio. Su figura esbelta, envuelta en túnicas blancas, dio un paso al frente.

Sus feromonas, suaves pero firmes, impregnaron la estancia como una brisa cálida. Una Omega de Krypton no era frágil: Lara podía doblegar ejércitos con su sola voluntad.

—Jor-El… —su tono fue un reproche apenas audible, pero lo bastante para que su hijo lo notara—. Sabes que Kal no comparte ese destino.

El príncipe apartó la vista del cielo y la dirigió hacia su madre. Un destello de complicidad cruzó entre ambos, un secreto compartido en silencio durante años.

Kal-El inspiró hondo. Rao descendía hacia el otro lado del planeta, bañando las torres en tonos escarlata y dorado. El ciclo se cerraba, y con él, un capítulo de su vida.

Había sido entrenado toda su vida para un propósito, pero no lo compartía.

—No tendré un harén —dijo al fin, su voz grave, cargada de certeza.

Jor-El lo miró, incrédulo. La bendición que Rao había otorgado con orgullo a su familia no debía ser tomada a la ligera.

—¿Qué has dicho?

—No tomaré docenas de cuerpos como si fueran trofeos de caza. No necesito un ejército de hijos para probar mi fuerza. —Sus ojos azules, oscuros como el firmamento, destellaron con una luz desconocida—. Encontraré uno. El más fuerte del universo. Y ese será suficiente.

Un silencio espeso cayó sobre el observatorio. Los sirvientes se arrodillaron, temerosos del pulso de energía que emanaba del Enigma.

Incluso Jor-El, por un instante, sintió que Rao mismo observaba a su hijo a través de esos ojos.

Lara sonrió apenas, un gesto tenue, orgulloso.

Kal-El volvió su atención al cielo, a las galaxias que esperaban más allá de Krypton. En su pecho, el poder vibraba, reclamando.

Un viaje estaba por comenzar.

...


El cielo de Krypton ardía en tonos carmesí.

Los anillos de energía que envolvían el planeta con un resplandor solemne, como si el mismo Rao inclinara su rostro para presenciar la ceremonia.

Cada ciclo, cuando un hijo de noble casta emprendía la cacería estelar, las ciudades enteras se vestían de cristal y fuego para despedirlo.

La explanada central de Kandor estaba colmada. Alfas con armaduras bruñidas, Omegas envueltos en túnicas de hilo solar, Betas en lo alto de las torres portando antorchas de energía pura. El aire mismo ardía con feromonas entrelazadas en un cántico de respeto, devoción y obediencia.

El estruendo de los cuernos de guerra anunció la llegada de la Casa de El.

Jor-El encabezaba la procesión, su capa blanca ondeando como si un viento invisible lo siguiera. A su lado, Lara caminaba con el porte de una Omega que no conocía la sumisión, sino la fuerza de quien había llevado a Krypton en su vientre. Y detrás de ellos, con pasos firmes que resonaban sobre el mármol cristalizado, avanzaba Kal-El.

Los murmullos recorrieron la multitud al verlo.

—Enigma… —susurraban los guerreros.
—Rao lo ha bendecido… —decían las madres.
—El destino de Krypton está en sus manos. —clamaba el pueblo.

El príncipe vestía la armadura ceremonial, forjada en un metal imposible que absorbía la luz y la devolvía multiplicada en destellos rojos y dorados. Su capa plateada ondeaba a cada paso. No portaba armas: un Enigma no necesitaba mostrar acero para infundir temor.

La procesión se detuvo al pie del Altar de Rao, un coloso de piedra y energía donde la estatua del dios solar se alzaba con los brazos extendidos sobre el pueblo.

A sus pies ardía la Llama Primordial, encendida desde los orígenes de Krypton, jamás apagada ni en catástrofes ni en guerras.

El Sumo Sacerdote, un anciano Alfa de túnicas negras, se inclinó profundamente. Su voz, amplificada por los cristales flotantes del altar, retumbó en cada rincón de la ciudad:

—Hoy, Rao contempla a su hijo. Kal-El de la Casa de El, nacido Enigma, portador de la llama imposible, aquel que puede alterar el orden de las castas. Hoy abandona el regazo de Krypton y parte a reclamar lo que el universo le niega: un consorte digno de su sangre.

El pueblo entero se inclinó, los cuerpos doblándose como un solo organismo, mientras los anillos del cielo se encendían con más intensidad.

Kal-El permaneció erguido. Sus ojos se alzaron hacia la estatua de Rao. Sintió el calor de la llama, el murmullo de millones de feromonas, la expectativa aplastante de un mundo entero sobre sus hombros.

Sus padres se colocaron a sus costados. Con solemnidad retiraron de sus hombros la capa plateada, símbolo de juventud, y la sustituyeron con una capa roja que brillaba como estandarte de guerra. En ella resplandecía el símbolo de la Casa de El, bordado con hilos de sol.

Luego, ellos mismos se inclinaron, agachando la cabeza con reverencia, rindiendo honor no al hijo, sino al futuro que había marcado en él.

El sacerdote alzó un cáliz de cristal que contenía la Sangre de Rao, un líquido ardiente destilado del corazón de los volcanes sagrados. Lo sostuvo frente al príncipe.

—Bebe, heredero. Que Rao bendiga tu viaje y que tus descendientes sean eternos.

Kal-El tomó el cáliz. El líquido abrasó su garganta y encendió sus venas como fuego líquido, estallando en su pecho. Por un instante, la multitud lo vio envuelto en un resplandor imposible: un aura oscilante entre la calma y la tormenta.

Jor-El asintió con orgullo, y Lara esperaba con benevolencia.

—Con este juramento —proclamó el sacerdote—, Rao te concede el derecho a cazar, a reclamar, a poseer. Tu harén será el reflejo de tu grandeza.

Pero antes de que el anciano terminara, la voz de Kal-El atravesó el aire como un rayo.

—No tendré un harén.

El murmullo se convirtió en rugido. El pueblo levantó la mirada, desconcertado. Alfas gruñeron; Omegas se cubrieron el rostro tras sus velos. El sacerdote retrocedió, como si esas palabras lo hubieran herido.

—¿Qué… has dicho, hijo de El?

Kal-El avanzó hasta el borde del altar. Su aura brillaba con más fuerza, y por primera vez, todos comprendieron lo que significaba estar frente a un Enigma: las feromonas se agitaron, los rangos se quebraron, y Alfas y Omegas por igual se inclinaron, no por costumbre, sino por instinto.

—No coleccionaré cuerpos para demostrar mi fuerza. Rao no me creó para desperdiciarme en un harén. —Su voz doblegaba sin buscar imponerse, imponía porque era inevitable
—. Encontraré solo uno. El más fuerte de todos. Y con ese vínculo, Krypton tendrá un linaje que ningún ejército podrá igualar.

Lara cerró los ojos, sonriendo apenas, orgullosa.

Jor-El contuvo la furia en su pecho, sabiendo que ni siquiera él podía desafiar lo que emanaba de su hijo.

Las campanas de energía repicaron. El pueblo no sabía si temblar de miedo o rendirse en veneración.

Y cuando Kal-El extendió la mano hacia el cielo, su cuerpo se elevó. Una nave de guerra descendió, bañada en luz escarlata, lista para llevarlo hacia las estrellas.

El Enigma de la Casa de El había hablado.
Y el universo entero, tarde o temprano, escucharía su voz.

La cacería estelar había comenzado.

Lara lo despidió con la bendición sagrada, sus ojos alzados al firmamento, aguardando la mayor hazaña de su primogénito, que había cargado por años en brazos.

Y así fue como el heredero Kal-El se embarcó en su búsqueda.

Una travesía marcada por los relatos que desde niño había escuchado: conquistas gloriosas narradas junto a las llamas ancestrales, duelos que duraban ciclos enteros, uniones tan férreas que forjaban clanes inmortales.

Pero el camino del Príncipe Enigma fue distinto.

No hubo rival que lo doblegara.
No hubo Omega que soportara su mirada.
No hubo Alfa que resistiera el peso de su instinto.

En el planeta de los guerreros de hierro, los campeones cayeron de rodillas antes siquiera de blandir sus lanzas.

En las lunas de los vástagos acuáticos, los Omegas nadaron hacia él, dóciles, suplicantes, como si su sola presencia los reclamara.

En los desiertos de fuego, los Alfas más salvajes retrocedieron, humillados, incapaces de sostener el contacto con su aura.

Kal-El no sintió orgullo en aquellas victorias. Sintió vacío.

Ciclo tras ciclo, galaxia tras galaxia, su nave surcó horizontes estelares con la misma decepción creciendo en su pecho.

La IA de a bordo, programada con la sabiduría de mil generaciones, registraba cada encuentro en un silencio imperturbable. Mientras tanto, el Enigma se hundía en la certeza de que Rao, en vez de bendecirlo, lo había condenado a una soledad imposible.

Una noche estelar, cuando los cristales de la nave teñían la cabina en tonos azulados, Kal-El habló por primera vez en ciclos enteros:

—Ninguno es digno. Ninguno puede mirarme de frente. —Sus manos se aferraron al borde del panel, la frustración tensando cada fibra de su cuerpo—. ¿Acaso Rao me hizo Enigma para condenarme a vagar sin propósito?

La IA respondió con voz calma, sin emoción:

—Príncipe Kal-El. Hemos recorrido setenta y dos sistemas. Hemos enfrentado ciento treinta y cuatro especies. Las probabilidades de encontrar un consorte equivalente se reducen en cada salto. La estadística indica que el retorno a Krypton es lo más lógico.

El príncipe apartó la mirada hacia el vacío, donde galaxias enteras brillaban como brasas. El regreso significaba aceptar un destino de harén, cuerpos impuestos, un linaje que no deseaba.

Significaba traicionar la promesa que había pronunciado ante Rao.

Entonces, un destello recorrió los cristales. La IA titiló con una nueva variable.

—Sin embargo… existe una anomalía registrada en la Espiral Occidental.

Kal-El frunció el ceño.

—¿Una anomalía?

—Un planeta menor. Catalogado como insignificante por las casas exploradoras. Sus habitantes se autodenominan humanos. Frágiles, longevidad limitada. Su casta biológica: Beta universal.

El príncipe arqueó una ceja, intrigado.

—¿Todos Betas?

—Carecen de feromonas jerárquicas. No poseen dones de Rao. Son débiles, vulnerables. Una especie primitiva al borde de su propia extinción. Sus guerras internas los consumen. Su planeta agoniza por su propia mano.

Kal-El se inclinó sobre el holograma. La esfera azul y verde apareció flotando, envuelta en mares y nubes. Un orbe insignificante. Inútil.

—¿Entonces por qué lo mencionas? —preguntó, con un dejo de ironía.

La IA respondió, imperturbable:

—Su estrella. Clasificación: enana amarilla. Registro: Sol. Una radiación distinta a la de Rao. Los cálculos indican que esa radiación alteraría la fisiología kryptoniana. Incremento potencial de fuerza, velocidad, sentidos y longevidad. En otras palabras… en ese planeta, un kryptoniano sería un dios.

El silencio cayó en la cabina. Kal-El observó el pequeño sol amarillo proyectado frente a él. Sintió, por primera vez en mucho tiempo, una chispa. No esperanza. No fe. Sino curiosidad.

—Un mundo de Betas… —murmuró, con desdén—. Una especie sin valor.

Pero en lo profundo de su pecho, una idea lo atravesó: si ese planeta no le entregaba un consorte, al menos podría darle algo que no había sentido en ciclos enteros: desafío.

Kal-El reclinó su cuerpo en el asiento, mientras la luz del sol amarillo se reflejaba en sus pupilas.

—Muy bien. —susurró, con una sonrisa peligrosa—. Vamos a esa Tierra.

La nave atravesó la atmósfera con un rugido metálico, envolviendo al pequeño planeta azul en un resplandor de fuego. A bordo, Kal-El se inclinó hacia el cristal de observación y, por primera vez, lo sintió: el toque del sol amarillo.

La energía descendió sobre él como un océano desatado. No era la calma solemne de Rao, ni la férrea estabilidad de la radiación roja que lo había alimentado toda su vida. Esto era distinto: vibrante, feroz, salvaje. Cada célula de su cuerpo se encendió, como si el astro mismo quisiera mezclarse con su sangre.

El príncipe Enigma descendió de su nave, dejando que la gravedad lo reclamara. A cada paso en la hierba, sentía el peso ligero del planeta, la brisa que acariciaba su rostro, el murmullo de vidas frágiles a su alrededor. Betas. Todos Betas.

Recordó la humillación de sus viajes: rivales que se arrodillaban antes de luchar, Omegas que se ofrecían dóciles como presas fáciles. Y ahora estaba en un mundo donde no existían castas, donde no había un solo ser digno de Rao. Un planeta muerto en cuanto a propósito.

Y, sin embargo… el sol.

Kal-El cerró los ojos y dejó que la radiación lo llenara. Su respiración se volvió profunda, su pulso atronador. La piel le ardía, los músculos se expandían, los sentidos se desplegaban en infinitas capas.

Cuando los abrió, sus pupilas se contrajeron como las de un depredador.

El salto fue instintivo. La fuerza lo catapultó a los cielos, y una risa inesperada escapó de su garganta. Volaba. Atravesaba montañas y mares en un parpadeo, corría sobre el viento como si el universo entero lo celebrara. Circundó el planeta una, dos, tres veces, hasta que la euforia lo llevó a caer.

El estruendo lo condujo a un lugar distinto: un corazón de sombras. Una ciudad cubierta por nubes pesadas, con rascacielos y un hedor a humo que impregnaba el aire. Sus luces de neón apenas arañaban la oscuridad.

Kal-El descendió suavemente sobre un tejado, observando con ojos agudos. Escuchó gritos lejanos con su nuevo oído agudo, el estrépito del crimen, el pulso de un pueblo que sobrevivía a la penumbra.

—Una ciudad quebrada… —murmuró con fascinación—. Y, sin embargo, tan viva.

Sus instintos se tensaron. No era el eco del miedo ni el olor de la violencia. Era algo más. Una presencia.

Se giró, seguro como un cazador que huele a su presa. Entre las sombras, algo se movía con precisión letal: una figura deslizándose entre tejados, veloz, silenciosa. Atacaba y se desvanecía con la violencia contenida de un depredador.

Kal-El observó con diversión cómo aquel humano enfrentaba a varios de los suyos. Eran violentos, como la IA había dicho, pero aquel no los mataba. Los dejaba tendidos, rotos… pero vivos.

Eso llamó su atención.

Intrigado, descendió unos metros más, flotando en silencio.

La figura alzó el rostro de inmediato, como si lo hubiera sentido. Entonces, con una rapidez que lo sorprendió, lanzó un objeto extraño al cielo. El proyectil cortó el aire directo hacia él.

Kal-El lo esquivó con gracia, el movimiento tan natural como respirar. Y, contra toda expectativa, rió. Una carcajada limpia, feroz. Nadie lo había desafiado así en ciclos enteros.

Curioso, descendió por completo, plantándose frente a aquella sombra.

Lo recorrió con la mirada sin disimulo: traje oscuro delineando músculos tensos, un cuerpo entrenado al límite, la respiración contenida de un guerrero. El rostro, oculto tras la máscara, sólo revelaba dos ojos fijos en él, duros como acero.

—Interesante… —murmuró Kal-El, con una sonrisa torcida.

Y así comenzó el juego.

Con la elegancia marcial de su linaje, el kryptoniano lanzó el primer ataque.

Sus movimientos no eran meras embestidas: cada golpe llevaba la herencia de generaciones guerreras, perfeccionada ahora por la fuerza bruta que el sol amarillo derramaba sobre su cuerpo. Ráfagas de velocidad rasgaron el aire; los puños descendían como martillos capaces de pulverizar huesos y acero por igual.

Pero, para su creciente asombro, la figura esquivaba cada intento con precisión. Se deslizaba entre sus ataques como si pudiera anticiparlos, como si conociera el ritmo de sus músculos antes incluso de que estos se tensaran. Era como pelear contra una sombra que respiraba al compás de su propio instinto.

Kal-El no buscaba matarlo. No todavía. El combate lo embriagaba demasiado. Había algo hipnótico en esa resistencia, en el descaro de aquel humano que no se arrodillaba ni temblaba. Fascinante. Demasiado fascinante.

Decidió aumentar la apuesta. Inhaló con violencia y se lanzó a una velocidad imposible, trazando un arco letal para sorprenderlo.

El aire estalló en torno a él, pero entonces ocurrió lo impensable.

Un golpe.
Seco.
Certero.
Directo.

El puño de la sombra impactó en su boca con una fuerza milimétrica, tan precisa que la vibración recorrió su cráneo y un hilo de sangre se deslizó lentamente por la comisura de sus labios.

Kal-El se quedó quieto, atónito, con la humedad caliente resbalando por su piel. Una sensación que ardía como una brasa viva.

Jamás… nunca jamás nadie lo había herido.

Y mientras él probaba por primera vez el sabor metálico de su propia sangre, la sombra ya se escabullía entre las azoteas, desvaneciéndose en la penumbra sin mirar atrás.

El príncipe pasó la lengua por el labio ensangrentado y, en lugar de ira, una sonrisa ancha y peligrosa iluminó su rostro.

—¿Quién eres tú? —susurró, con el corazón latiendo al ritmo de la lava misma de Rao.

La ciudad permanecía muda. El humo de los callejones se arrastraba como si intentara ocultar a la figura que lo había desafiado.

Suspendido en el aire, Kal-El miró el rastro rojo en su pulgar. Su propia sangre. La observó como si fuese un tesoro, incrédulo y extasiado.

Por primera vez en toda su existencia, alguien lo había alcanzado.

El recuerdo del impacto lo atravesó: la precisión, la fuerza calculada, el ángulo imposible. No había sido un golpe desesperado, sino la acción de un guerrero que había leído cada movimiento suyo, que lo había comprendido y cortado con una frialdad inhumana.

Kal-El sonrió de nuevo, y sus ojos se encendieron con un fulgor febril.

—Que belleza… —murmuró, la palabra arrastrándose con el acento grave de su lengua natal.

Alzó la vista hacia los tejados, buscando entre las luces intermitentes y los destellos de neón. Nada. Solo quedaba el eco de la figura encapuchada, un recuerdo borroso de músculos tensos bajo un traje oscuro, una silueta que jamás revelaba el rostro.

¿Qué criatura se oculta bajo esa máscara?

La pregunta retumbó en su mente. Y ya no era solo curiosidad: era hambre.

Kal-El descendió suavemente hasta una cornisa, sus botas rozando el concreto como si intentara absorber las huellas de su adversario. El suelo aún vibraba con la resonancia de aquellos pasos, como si la ciudad misma lo recordara.

“No puede ser humano”, pensó, aunque todo indicaba lo contrario. Ningún hombre debía ser capaz de resistirlo, de esquivar embates que rozaban la velocidad de la arrogancia.

Y, sin embargo, lo había hecho.

Una chispa peligrosa creció en su sonrisa, como si en esa herida diminuta hubiera germinado algo mucho más vasto.

El sol le había regalado poder. Pero esa noche, Gotham le había dado algo más: propósito.

Elevó el vuelo con calma, contemplando la ciudad como un océano de luces y respiraciones. Millones de almas, millones de latidos. Pero solo uno le interesaba. Solo una sombra había osado trazarle sangre en los labios.

Cerró los ojos y dejó que el viento lo golpeara, sabiendo que su presa seguía allí, oculta en el vientre de la ciudad.

Cuando los abrió de nuevo, brillaban con un fulgor distinto. Ya no eran los ojos de un príncipe alienígena asombrado por el sol. Eran los ojos de un cazador.

—Mi cacería apenas comienza… —susurró con un deleite que helaba el aire.

Chapter Text

La cueva estaba sepulcral, suspendida en un silencio que pesaba tanto como la piedra que la sostenía. Apenas sobrevivía a la penumbra gracias al resplandor azul de los monitores y al zumbido constante de las máquinas, como un corazón metálico que se negaba a detenerse.

El eco de unos pasos descendía con un compás lento, cada golpe de bota arrastrando consigo el peso de la noche.

Eran las seis de la mañana en Gotham; la ciudad, adormecida y frágil, apenas respiraba.

En contraste, la sombra que se adentraba en la cueva parecía demasiado viva, demasiado cargada de algo más que cansancio.

La silueta, envuelta en la capa que rozaba el metal helado, mantenía la postura erguida de un guerrero. Sin embargo, en el puño cerrado, había un temblor apenas perceptible, un indicio de debilidad que Bruce Wayne no podía permitirse.

El guante de cuero, chamuscado y resquebrajado, dejaba entrever un rastro de piel enrojecida, marcada por un calor antinatural. No era una herida común: era la huella de algo imposible.

Al retirarse la capucha, el rostro que emergió no era el de un mito ni el de un héroe. Era un hombre marcado por demasiadas batallas, con arrugas prematuras grabadas en la frente y sombras permanentes bajo los ojos. Un hombre que sobrevivía más por obstinación que por esperanza.

De un movimiento brusco, se arrancó el guante dañado. El aire frío lo mordió de inmediato. La piel estaba inflamada, los nudillos atravesados por grietas sangrantes que ardían como brasas recién encendidas.

—Maestro Bruce… —la voz grave de Alfred rompió el silencio, pero cargada de un timbre distinto: preocupación.

El mayordomo apareció impecable, como si la madrugada no lo afectara, sosteniendo dos tazas de café humeante. Sus ojos, sin embargo, lo traicionaban.

Había visto heridas, había visto noches terribles, pero esta era diferente.

Colocó las tazas sobre la mesa más cercana y dio un paso hacia su amo, estudiando con minuciosidad la rigidez de sus hombros.

—¿Está todo bien?

Bruce no respondió de inmediato. El peso de su cuerpo recayó sobre la consola principal, como si las pantallas fueran el único muro que aún podía sostenerlo. Gotham se proyectaba frente a él: su reino quebradizo, su cárcel eterna y su razón de ser.

—Alfred… —dijo al fin, su voz grave, vibrando con algo que rozaba la incredulidad mientras apretaba las manos.

—Esta noche vi algo que no pertenece a este mundo.

El mayordomo arqueó apenas una ceja, entre cauto e incrédulo.

—¿Un metahumano, quizá? ¿Algún experimento del gobierno?

Bruce negó despacio, y en su gesto había una sombra que ni siquiera él lograba descifrar.

—No. —La palabra cayó como una sentencia—. Era un hombre… o algo que pretendía serlo. Flotaba sobre la ciudad, imponente, diferente a cualquier cosa registrada. No seguía ningún patrón. No encaja en nada que conozcamos.

El aire pareció helarse entre los dos. No era solo la amenaza lo que lo perturbaba; era la certeza de que aquello escapaba a toda lógica.

Bruce giró, extendiendo la mano desnuda hacia Alfred. El mayordomo se inclinó, estudiando la piel marcada. Sus cejas se fruncieron ante la sorpresa.

—¿Se quemó con algo, señor?

Desvió la mirada hacia el suelo, como si le costara admitirlo.

—Le golpeé en el rostro. —Su confesión fue un murmullo acerado, cargado de ira y algo parecido al desconcierto
—. Sangró. Pero su sangre… me quemó.

El silencio que siguió fue absoluto. Ni siquiera las máquinas parecían atreverse a interrumpirlo. La capa oscura cayó sobre su espalda con solemnidad, como el manto de un rey condenado a un destino que no había elegido. Sus dedos rozaron distraídamente el borde metálico del Batimóvil, como buscando anclarse a algo tangible mientras sus pensamientos lo arrastraban lejos.

En la pantalla, el amanecer comenzaba a teñir de gris la ciudad. Bruce no apartaba la vista de ese resplandor débil, como si en él se escondiera alguna respuesta.

—Eso… —su voz volvió a sonar, más baja, más tensa—. Eso no era humano...

El mayordomo, sereno incluso en lo insólito, apoyó una mano firme en su hombro. Un gesto simple, pero tan antiguo y necesario como la primera vez que lo sostuvo de niño.

—Entonces… ¿qué hará, señor?

Bruce alzó la vista hacia las pantallas. El reflejo del amanecer en sus ojos se mezclaba con un brillo endurecido, frío y determinado.

—Lo seguiré. Descubriré qué es lo que quiere.

Y mientras el sol terminaba de abrirse paso entre las sombras de la ciudad  comprendió que la noche no había terminado. Que lo que había visto no era el final de una batalla, sino el inicio de una cacería en la que, sin saberlo, él no era el cazador. Era la presa.

...


Kal-El permaneció inmóvil en aquel callejón mucho después de que la sombra desapareciera.

La sangre que manchaba su labio se enfriaba con la brisa nocturna, pero en su pecho ardía el fuego de Rao que lo consumía con cada latido.

Esa criatura no era como las demás.
Esa lo había hecho sangrar.

En Krypton, eso no era casualidad: era destino.

Para los kryptonianos, ser desafiado durante la cacería era símbolo de reconocimiento; prueba irrefutable de que la otra criatura era digna de cortejo. Mientras que los débiles se eliminaba sin miramientos. Pero alguien capaz de marcar la sangre de los hijos de Rao… debía ser reclamado cuanto antes.

El enigma alzó la vista hacia las luces, escuchando el pulso de la ciudad como si fuese el latido mismo de su presa.

Aquella que pudo haberla seguido, marcarla, reclamarla de inmediato. Pero no. Una criatura así no se doblegaba con violencia: había que conocerla, estudiarla… comprenderla.

Y para eso, debía quedarse en la Tierra hasta que el ritual de la cacería estuviera completado.

Maravillado ante la idea de un consorte digno desaparecido en un parpadeo.

Tenía que empezar su conquista con un primer paso.

El viento helado de la Antártida lo recibió con tormentas de hielo azotando su rostro. Pero como si la misma Tierra temblará ante su presencia, los campos se quedaron en silencio cuando sus botas tocaron el suelo gélido.

Los frágiles cristales de hielo reflactaban el sol, trayendo le calma, y a la vez nutriendo sus venas.

Allí, entre un desierto blanco y virgen, halló un escenario perfecto para empezar de nuevo.

Levantó su fortaleza: un refugio, un trono.

De sus manos y de la tecnología de mil generaciones de Krypton nacieron torres cristalinas que emergían como agujas de luz entre los glaciares; pasadizos imposibles que atravesaban hielos eternos; laboratorios ocultos que respiraban con la energía del sol y del núcleo de la Tierra.

Cada detalle respondía a un único propósito: conservar su poder, resistir cualquier amenaza… y preparar el estudio de su presa.

Cuando la obra estuvo terminada, Kal-El descendió al corazón de la fortaleza. Columnas de cristal proyectaban mapas estelares y hologramas del planeta.

Su asistente artificial, Kelex, emergió de las sombras de cristal y lo saludó con una inclinación impecable.

—Señor —dijo con voz neutra—, todos los sistemas están activos. ¿Desea enviar un mensaje?

El príncipe detuvo su andar. Sonrió con la calma de un depredador que respira antes de abalanzarse. Recordó el golpe, la criatura que había osado desafiarlo, y hacerlo probar el sabor de su propia sangre.

—Sí —respondió, voz serena pero cargada de expectación
—. Informa a mis padres que, tras ciclos de búsqueda, he encontrado un consorte digno. Envía mis coordenadas… y prepara nuevos guardianes para vigilar esta fortaleza.

La máquina asistió con un gesto mecánico de referencia. Mientras el mensaje se transmitía hacia los confines del cosmos, Kal-El recorrió el brillo helado de su creación. En su reflejo ya no había un príncipe exiliado, sino un cazador paciente.

Su mirada estaba fija en Gotham. En el humano que lo había cautivado.

Pero para conocer a su presa, primero debía estudiarla.

Se sentó ante su panel de control, anteriormente de su nave. La IA comenzó a alimentarlo con información de sólo segundos: aprendió los idiomas humanos, su historia, política, ciencia y cultura.

Observó sus guerras, sus armas, su hambre de poder. Y cuanto más estudiaba a los betas de aquel planeta, más comprendía que ese ser no pertenecía a ese mundo… o que este mundo no la merecía.

En la soledad de su fortaleza se permitió sonreír. No era la sonrisa de un príncipe que busca la conquista, sino la de un amante que sabe que, tarde o temprano, su consorte será suyo.

Una sonrisa fría. Romántica en la forma que es una condena.

Esa noche, volvería a la cacería.
Esa noche, iniciaría el cortejo hacia su consorte.

Un paso preciso para medirlo aún más y ver su digno actuar.

...

 

La noche en Gotham estaba impregnada del hedor metálico de la lluvia ácida que azotaba a la ciudad.

Entre la oscuridad y el silencio, el Enigma volvió. No como un viajero curioso, sino como un cazador que había nutrido su mente de datos, mitos y palabras humanas; un depredador que ahora podía nombrar aquello que lo obsesionaba: su sombra.

Haciendo uso de las nuevas habilidades que apenas comenzaba a despertar, lo encontró allí, entre los suyos.

La figura encapuchada que descendía como un cuervo sobre carroña, defendiendo a los débiles de una jauría armada.

Kal-El se detuvo, invisible a los ojos humanos, contemplando el espectáculo. La sombra no solo combatia. Cada golpe, cada esquiva, cada respiración… era una coreografía de dolor y disciplina.

Lo vio acertar golpes, pero también ser herido por el impacto de un arma. Aún así su espíritu no se doblogaba.

El cazador se fascinó. Su presa no solo tenía fuerza, sino una voluntad inquebrantable. Eso lo hacía más apetecible. Para él, cada encuentro, cada choque, cada roce de cuerpos era un preludio: un ritual que su naturaleza  entendía como cortejo, y al mismo tiempo apareamiento.

Cuando el último enemigo cayó, la sombra se deslizó entre callejones y azoteas, persiguiendo un destino invisible. Lo siguió Kal-El, silencioso, dejando que la tensión en sus venas ardiera como el sol que lo fortalecía.

El murciélago se detuvo sobre un edificio abandonado, respirando en la penumbra. Fue ahí cuando el Kryptonita supo que la cacería debía continuar.

Se lanzó con un ataque limpio, un golpe directo para derribar.

Pero la sombra no cayó.

La capa oscura giró con violencia, esquivando como si hubiera anticipado el movimiento segundos antes de que ocurriera. El Enigma se congeló un instante, maravillado. Esa anticipación no era humana. Ese instinto… era perfecto.

Los dos se midieron, apenas a metros de distancia. Los golpes comenzaron.

No era una pelea, era una danza brutal. El aire silbaba con cada impacto, los tejados temblaban bajo sus pasos. Para Kal-El, cada contacto, cada resistencia, era parte del ritual: la excitación de la caza mezclada con el deseo de reclamar, de marcar, de poseer.

El príncipe probaba la fuerza de su presa, y esta respondía con ingenio, velocidad, una rabia contenida que desbordaba más que cualquier poder.

Sonrió. Sus ojos brillaban con hambre.

—Hermoso… —susurró entre el eco de un golpe bloqueado, su voz cargada de un calor de instintos primitivos.


El combate, feroz y preciso, terminó con ambos estrellándose contra el muro húmedo de un edificio olvidado.

El murciélago jadeaba bajo la capucha, el vapor de su aliento chocando contra la lluvia fría. Sus músculos ardían, sus puños aún se alzaban buscando un ángulo perfecto para un contraataque. La disciplina lo mantenía en pie, pero algo más comenzó a quebrarlo.

Entonces lo vio.

Por un instante, las sombras no pudieron ocultarlo: el rostro de su enemigo se iluminó bajo un destello de un relámpago lejano, revelando facciones imposibles de ignorar. Y esos ojos. Un azul tan profundo, tan vivo, que por un segundo todo pareció desvanecerse.

Bruce sintió cómo sus manos temblaban dentro de los guantes, un estremecimiento que nada tenía que ver con el frío ni con el esfuerzo. Su pecho se contrajo, y contra toda lógica, contra todo entrenamiento, bajó la guardia.

—…Clark. —El nombre se escapó en un susurro quebrado, una herida abierta en su voz.

Ese instante de vulnerabilidad fue todo lo que Kal-El necesitó.

Con una velocidad brutal, lo tomó de las muñecas con una sola mano y lo alzó contra la pared. La fuerza era monstruosa, imposible de resistir. Los ladrillos crujieron bajo la presión, y Batman soltó un grito ahogado cuando el agarre se endureció, atravesado entre el miedo, la sorpresa y algo que no quería nombrar.

Kal-El lo sostuvo como si la ciudad entera desapareciera a su alrededor, sus ojos brillando de un reconocimiento salvaje. Para él, ese temblor en las manos… era más que debilidad. Era confirmación.

El murciélago no solo era su igual.

Era suyo.

Kal-El inclinó el rostro apenas, los ojos ardiendo con ese fulgor extraño,  escuchó el nombre que segundos atrás había salido de los labios de su consorte. Clark. No comprendía el significado.

Su agarre se endureció. El kryptonita acercó sus labios al oído de su presa y dejó que el aliento abrasador lo envolviera como un hierro candente.

Inhalo el aroma de su cuello. Ese aroma a tierra que lo enloquecía.


—Esh’ka nor vel’ru… —murmuró en su lengua natal, cada palabra pesada como un juramento—. Consorte mío.

Bruce se estremeció, no por el calor ni por la fuerza, sino por el tono reverente, casi devoto, con que esa criatura lo nombraba. Como si no fuese un enemigo, sino un destino grabado en fuego.

—Suéltame… —gruñó, con un hilo de voz cargado de furia, aunque su cuerpo le temblaba.

Kal-El lo observó en silencio, su sombra proyectándose como un eclipse sobre la figura encapuchada. Sus ojos recorrían el cuerpo de su presa con lujuria: el vientre marcado oculto bajo el traje negro, la tensión en los músculos, la anchura de las caderas… cada línea perfecta diseñada para un ritual que ahora cobraba vida.

Se inclinó más cerca, tan cerca que Bruce sintió el calor extraño que irradiaba, como si ese cuerpo llevara consigo la furia de un sol.

—Rao me lo dio… —susurró en un inglés roto, áspero, con la cadencia de un amante.

Bruce forcejeó con violencia, sus rodillas y hombros tensándose hasta el límite, pero todo era inútil. Cada intento de liberarse solo lo hacía sentir más atrapado, más marcado por la fuerza sobrehumana que lo contenía. Y mientras más luchaba, más se encendía la mirada de Kal-El, brillando con hambre y con certeza.

El principie sonrió apenas, extasiado por la furia y la resistencia de su presa. Para él, cada lucha era parte del cortejo, cada roce, cada intento de escape, encendía el fuego del ritual que su sangre exigía.

Batman no bajaba la cabeza, y eso lo hacía más apetecible, más deseable. No era humano, no podía serlo. No con esa vibración en su sangre que lo enloquecía.

El murciélago veía un monstruo dispuesto a matarlo.

El Enigma veía al consorte que Rao le había prometido.

Sus pupilas se dilataron, benevolencia y fascinación entrelazándose. Para él, aquella batalla no era solo un enfrentamiento: era un ritual de apareamiento, un cortejo, una danza primitiva donde la presa y el depredador se medían al límite.

En su mente, la decisión ya estaba tomada.

Esa criatura era suya. Su consorte. Su presa perfecta. Finalmente esta ahí frente a el.

El príncipe bajó aún más, hasta que su aliento ardiente rozó la piel expuesta entre el cuello y la mandíbula de su presa. El murciélago tensó los músculos, dispuesto a partirle el cráneo si lograba liberar un brazo. Pero no hubo escape.

Un murmullo gutural emergió de su pecho, un cántico en kriptoniano que resonaba como un rezo y un juramento a la vez.

El emblema en su pecho brilló con intensidad, no por la luz de la ciudad, sino por algo mucho más antiguo. Un sol interno, desgarrador.

Bruce apenas alcanzó a gruñir, a sacudir las muñecas atrapadas, cuando sintió cómo un calor abrasador de la palma de la mano del alienígena le atravesaba el esternón, directo al corazón. No era un rayo, no era fuerza: era un pulso, un latido que no le pertenecía.

La piel de su pecho ardió, y bajo ella, como tatuadas en su interior, se dibujaron constelaciones que ningún humano había visto jamás: el mapa celeste de Krypton, grabado en su alma.

Kal exhaló, con la voz temblando de devoción.

—Ahora… Rao sabe que eres mío.

Bruce jadeó, doblándose por el dolor y la sensación extraña de estar ardiendo desde dentro. Y lo más aterrador no fue el dolor, sino esa segunda respiración en sus pulmones, ese segundo pulso en su sangre. Como si cada fibra de su cuerpo llevara ahora un eco ajeno, una huella imposible de arrancar.

Kal no lo había marcado.

Lo estaba fundiendo consigo mismo.

Y en el silencio entre ambos, Bruce supo que lo acababan de condenar a un destino del que nunca podría escapar.

En un último acto, sus labios se cerraron con violencia sobre el pulso de su presa, sus colmillos apenas hundiéndose lo suficiente para quebrar la piel. La sangre se mezcló con su aliento, no como ataque, sino como sello invisible.

Bruce gruñó de dolor, más rabia que sufrimiento, golpeando con la rodilla. Pero Kal-El no retrocedió.

Lo contemplaba con adoración, como quien encuentra un milagro en medio del caos.

— Me perteneces… —murmuró, mezclando su lengua natal con el inglés que había aprendido de los humanos.

Apretó las muñecas un instante más, no para someterlo, sino para sentir cada pulso que vibraba contra su piel, un mapa de fuerza y resistencia que lo fascinaba. Sus ojos brillaban con un fulgor primitivo, poseedor y decidido: ya no había vuelta atrás.

—Vienes conmigo —dijo, la voz grave, áspera y cargada de promesa—. Rao me entregó un cuerpo fuerte y fértil. No te dejaré en este mundo débil.

Bruce arqueó la espalda, pataleó, intentó liberarse. Pero los brazos de Kal eran como grilletes de acero. La tensión entre ambos se volvió casi palpable: dos depredadores midiendo límites, uno con instintos ancestrales, otro con orgullo  que se niega a ceder.

Las manos de Kal-El mantenían clavado contra el muro como si fuera un trofeo, el pecho aún brillando con aquel fulgor imposible. El calor seguía latiendo dentro, quemándole bajo la piel, haciendo que cada respiro pareciera un préstamo de un corazón que ya no era suyo.

El ritual de la cacería estaba casi completo… hasta que un grito rompió la escena.

—¡Suelta a mi padre! —Nightwing irrumpió entre las sombras, los bastones electrificados encendidos como relámpagos en la penumbra.

Kal-El alzó el rostro, los ojos azules encendidos de furia. Un rugido gutural salió de su garganta.

Intrusos. Rivales. Su cacería estaba siendo interrumpida.

La mandíbula del kryptoniano se tensó. Aquello no era una simple pelea: era un ritual sagrado que nadie debía interrumpir.

Red Hood apareció detrás, disparando balas especiales que rebotaron inútiles contra la piel indestructible del alienígena. Cada impacto era como gotas de lluvia contra una montaña. Aun así, no se detuvo, apretando el gatillo con rabia.

Bruce apenas pudo girar el rostro, los ojos desenfocados bajo la capucha, viendo entre destellos de luz azulada las siluetas de sus hijos.

El príncipe estaba furioso.
—Se atreven… —susurró con ira —. ¡¿Se atreven a interrumpir nuestro ritual?!

Nightwing saltó con un giro perfecto, descargando sus bastones electrificados contra el cuello de Kal-El. Las chispas chisporrotearon, el aire se llenó de ozono. Kal apenas se movió, los músculos tensándose un instante… antes de lanzar un manotazo que mandó a Dick volando contra un contenedor metálico. El golpe retumbó por toda la calle desierta.

—¡Dick! —Jason gritó, aprovechando el instante para lanzarle una granada de humo directo a la cara del alienígena.

El humo envolvió a Kal-El, pero en lugar de retroceder, lo inhaló con calma. Sus ojos brillaron rojos por un segundo, cortando la niebla con rayos de calor que incendiaron el pavimento.

Jason apenas alcanzó a cubrirse tras un muro a medio caer. El calor le abrasó el costado y aún así salió disparado, girando con rabia, hasta chocar de frente contra el gigante que tenía atrapado a su padre.

—¡Suéltalo, maldito!

Kal-El lo miró de reojo, sin apenas inmutarse, y con un movimiento seco lo apartó de un empujón brutal. Jason rodó por el suelo, la armadura crujió, pero no soltó el arma. Disparó de nuevo, directo a los ojos.

Una chispa mínima. Un segundo de irritación. Kal-El gruñó, la mandíbula crispada.

—Molestos insectos.

El brillo de su pecho volvió a intensificarse, preparado para sellar por completo la marca sobre Bruce. Pero justo entonces, el rugido del motor del Batimóvil cortó el caos.

Las luces del vehículo barrieron la oscuridad, y Robin al volante apretaba los dientes, con los nudillos blancos sobre el volante.

—¡Ahora! —gritó Red Hood, que se impulsó con todas sus fuerzas, clavando en el rostro de Kal-El un trozo de metal de plomo arrancado de la obra en construcción.

El impacto no lo hirió, pero lo cegó al instante. El kriptoniano rugió, la visión bloqueada por completo. Bruce cayó entre los brazos de Jason, el cuerpo débil, apenas consciente, mientras Nightwing se levantaba tambaleante para cubrir la retirada.

—¡Vamos, vamos! —Tim abrió la compuerta del Batimóvil, maniobrando con precisión.

Red Hood cargó con Bruce, subiéndolo de un salto, mientras Dick cubría la espalda. Kal-El arrancó el plomo de su rostro con furia, y un estallido de rayos de calor barrió la calle, atravesando muros,  y edificios abandonados en un radio imposible. El suelo vibró, el aire se quebró en una oleada de energía que iluminó la ciudad entera.

No los alcanzó. Pero la visión de ese poder desatado quedó grabada en los tres.

Dentro del Batimóvil, Bruce temblaba, con la respiración irregular. Bajo su traje, el corazón llevaba un segundo pulso, extraño, ajeno que comenzó a desvanecerse. Nightwing lo sostuvo de los hombros, con la voz quebrada:

—Papá… ¿qué te hizo?

Red Hood, aún jadeando, no apartaba la mirada del retrovisor, donde Kal-El se alzaba en la distancia como una sombra imposible de destruir.

Kal rugió en la calle vacía, la mirada encendida de furia y deseo.

Su ritual había sido interrumpido.
Su consorte le había sido robado.

Chapter Text

En la vasta sala de los cristales cantores, la proyección azulada del mensaje de Kal-El se desvaneció lentamente. El silencio quedó suspendido hasta que el ceño de Jor-El se endureció.

—¿Un consorte… en ese planeta? —su voz retumbó, grave, cargada de incredulidad que rozaba la furia.

Tras siglos de incertidumbre, había recibido al fin un mensaje de su hijo. Cuando las luces de la sala de control anunciaron la transmisión, una chispa de emoción atravesó su pecho; pero aquella esperanza se quebró en el mismo instante en que leyó el paradero de su primogénito.

Las coordenadas eran claras: la Tierra. Un mundo de betas. Criaturas frágiles, atrapadas en la ignorancia de sus propios cielos.

Se volvió hacia los ventanales de la fortaleza, las manos firmes tras la espalda, como si el hielo eterno de Krypton pudiera enfriar la indignación que lo devoraba.

—¡Es insultante! —tronó con el rostro sombrío—. El heredero de la Casa de El, el gran Enigma destinado a perpetuar nuestro linaje, rebajado a buscar entre una especie débil que ni siquiera entiende el orden de las castas. ¡Allí no hay alfas ni omegas! No hay estructuras biológicas que nuestro pueblo pueda reconocer. ¿Cómo puede imaginar que un simple beta humano resistirá su cortejo, sus feromonas, su calor?

El eco de su voz se perdió entre los cristales como un juicio inapelable.

Lara, sentada en el trono menor, lo observaba en silencio. Sus ojos brillaban con una calma serena que solo ella podía mantener frente a la tormenta de su esposo.

—Jor-El —intervino suavemente, aunque con firmeza—. Hablas como si Kal no fuera tu hijo. Tú sabes lo que significa su elección. Él no se entrega a caprichos ni a distracciones. Si eligió a ese mundo… significa que encontró a alguien digno, debemos confiar en él.

El científico frunció el entrecejo y se volvió hacia ella, la capa blanca arrastrándose sobre el cristal.

—¡¿Digno?! ¡¿Acaso entiendes lo que dices, Lara?! —su voz era como un látigo—. Si vuelve a Krypton con un consorte humano, nos convertiremos en la burla de cada consejo, de cada casta. Dirán que el heredero de la casa de El sucumbió ante una especie que ni siquiera puede engendrar con nosotros.

Su mirada se endureció, el orgullo quemándole en las venas.

—En ese planeta, solo las hembras dan a luz. Pero no hay estructura dual que se asemeje a la nuestra. Ni la ciencia ni la biología ofrecen puente alguno entre Krypton y la Tierra. ¿Qué unión puede forjarse ahí, salvo un vínculo estéril y risible?

Lara se levantó despacio, avanzando hasta colocarse frente a él. Su mano se posó en el brazo de Jor-El, un gesto firme, casi desafiante.

—Eres brillante, mi amado, pero también ciego cuando dejas que tu orgullo hable por ti. Kal no busca la aprobación del consejo ni la burla de las castas. Él busca lo que siente. Y si ese sentimiento lo ha llevado a un planeta de betas, entonces tal vez los débiles tienen algo que nosotros, los supuestos fuertes, hemos olvidado.

El silencio se volvió espeso. Jor-El apretó la mandíbula, el corazón dividido entre su deber y la fe que aún le quedaba en su hijo.

—Más vale que esa espera valga la pena, Lara —susurró finalmente, con un tono que era amenaza y súplica al mismo tiempo—. Porque si Kal-El trae un consorte incapaz de elevar nuestro linaje, la casa de El no solo será cuestionada… será ridiculizada en todo Krypton.

Lara, sin apartar la mirada, respondió con voz serena pero cortante:

—Prefiero ser ridiculizada por todo Krypton antes que ver a mi hijo sin la libertad de elegir a quien su corazón reconoce como suyo.

El eco de sus palabras llenó la sala, y en el aire helado quedó flotando el nombre de un mundo distante, un planeta azul donde el destino de su hijo ya se estaba sellando.

Lara lo observó un momento en silencio, antes de acercarse con pasos suaves. Su voz fue un susurro que se coló en el aire frío, cálido como el recuerdo de un verano perdido.

—Hablas de honor, de linaje y de ciencia, Jor-El… pero olvidas tu propia historia.

Él giró apenas el rostro, irritado, pero la dulzura firme en los ojos de Lara lo contuvo.

—Cuando tuviste la oportunidad de hacer tu cacería en otro planeta, de escoger entre Omegas de otras casas y especies que habrían elevado tu prestigio… ¿qué decidiste? —sus labios se curvaron en una sonrisa tenue
—. Me escogiste a mí, aquí, en Krypton.

Los ojos de Jor-El se suavizaron, aunque su postura siguió rígida.

—Eso fue distinto —replicó, su voz grave, pero con un matiz de duda—. Yo era un Alfa jóven, y tú… tú eras un Omega que me correspondía. Era un vínculo lógico, fuerte, aceptado.

Lara dio un paso más, obligándolo a mirarla de frente. Levantó una mano delicada y con ella trazó un gesto antiguo, una curva sobre el aire que se cerraba en su pecho: el signo de unión kryptoniano, un símbolo de amor eterno que solo se compartía entre consortes.

—No fue lógica, Jor-El —susurró, con ternura que desarmaba—. Fue amor. Tú lo sabes.

El corazón del científico pareció tambalearse por un instante. Sus labios se apretaron, incapaces de negar la verdad en sus recuerdos.

Lara inclinó la cabeza apenas, su voz grave de convicción maternal y de Omega que sabía cómo tocar lo más profundo del Alfa que tenía delante.

—Si nuestro hijo eligió, es porque también se enamoró. Y si es así… debemos tener fe en él. En su fuerza. En su corazón.

El silencio volvió a caer en la sala, pesado y solemne. Finalmente, Jor-El cerró los ojos, dejando escapar un suspiro áspero.

—Que Rao nos amparen, Lara… porque si lo que dices es cierto, Krypton tendrá que aprender a aceptar un destino que jamás habría imaginado.

Ella entrelazó sus dedos con los de él, manteniendo el signo de amor brillando en la penumbra de la sala. Y, aunque el miedo seguía ardiendo en los ojos de Jor-El, por primera vez desde que recibieron el mensaje, la dureza de su rostro se quebró lo suficiente para dejar entrever la esperanza.

...


La Fortaleza de la Soledad se alzaba  entre el hielo frío y las luces cristalinas, el silencio era solemne, pero Kal-El no podía encontrar paz. Su consorte había sido arrebatado, y ese simple hecho encendía un fuego en su interior que, como príncipe Kryptonita, debía aprender a contener.

La rabia aún lo quemaba, como un sol en su pecho apuntó de estallar. Kal-El caminaba entre las columnas cristalinas, cada paso retumbando como un eco de su furia contenida. Habían osado arrebatarle lo suyo. A él, príncipe de Krypton, heredero de un linaje que jamás se inclinaba ante nadie.

Debía serenarse. Recordaba las enseñanzas de su casa: los Kryptonitas eran un pueblo pacífico, guiados por la dignidad. No podían perderse en la cólera ni en el instinto.

Pero entonces, como un aguijón en su memoria, volvió el recuerdo del instante de la confrontación. Sus labios se apretaron.

"Clark."

Su consorte lo había llamado así. Y no solo eso… Antes de que lo apartaran, escuchó otra palabra. Una que lo desarmó más que cualquier ataque:

"Padre"

El eco de aquellas voces jóvenes, quebradas por la urgencia, lo persiguió. Sus pupilas se dilataron al recordarlo, su corazón acelerado.

Eso significaba que los intrusos eran cachorros. Los cachorros de su consorte.

Se detuvo, clavando la mirada en el horizonte blanco de hielo y cristal. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, mezcla de furia y desconcierto. En Krypton, los cachorros eran sagrados, el reflejo más puro del vínculo. ¿Cómo era posible que su consorte, ya poseyera descendencia?.

— Kelex… —su voz era grave, cargada de autoridad resonó en la habitación.
—. ¿Qué significa “Clark”?

La IA respondió con su voz calmada, y precisa:

—“Clark” es un nombre utilizado por los seres humanos. Su etimología proviene del inglés antiguo Cleric o Clerk, que se interpreta como “hombre instruido” o “sabio”.

Kal-El frunció el ceño, sus manos todavía tensas a los lados de su cuerpo. Sabía que el nombre no era de su mundo, ni de la cultura Kryptoniana. Pero algo en el tono de su consorte, en la forma en que lo pronunció… lo hizo dudar.

—¿Me llamó así porque me reconocía como suyo? —murmuró para sí mismo, como si temiera admitir la posibilidad—. ¿O acaso… es parte del cortejo humano?

El silencio de la Fortaleza lo envolvió una vez más. El hielo parecía guardar sus pensamientos, testigo de un príncipe que empezaba a obsesionarse con una verdad que apenas rozaba con los dedos.

—. Explícame el cortejo de los betas humanos. ¿Cómo se doblegan? ¿Qué rituales siguen?.—la voz del príncipe volvió pero era una orden vestida de duda.

La esfera luminosa titiló un instante antes de responder con su neutralidad artificial:
—Registros incompletos. En las castas  clasificadas como beta, no existe un proceso de cortejo biológico. Carecen de feromonas, de rituales de apareamiento reconocibles por nuestra especie. La información disponible es insuficiente.

Kal-El entornó los ojos, la tensión marcando sus pómulos afilados.
—¿Estás diciendo que… no tienen cortejo?

—Correcto —replicó Kelex—. A nivel biológico son incompatibles con la raza kryptoniana. Es por ello que nuestros archivos sólo conservan protocolos de interacción con alfas y omegas de especies externas, nunca con betas.

El príncipe soltó un bufido.
—Un consorte sin cortejo… ¿cómo entonces puedo reclamarlo? — el hielo bajo sus pies quebrándose en líneas finas, como si el planeta mismo temblara con él.

El silencio lo acompañó un momento, hasta que su memoria trajo de nuevo aquella escena: los pequeños que irrumpieron entre él y su presa, llamándolo padre. Cachorros humanos, protegiendo a su consorte como si fueran la prolongación de su sangre.

Kal-El bajó la cabeza, analizando la escena con la mente estratégica de un depredador.

—Actuaron como una manada… —susurró, y algo casi parecido a una sonrisa oscura se dibujó en sus labios
—. No era defensa ciega, era instinto.

Para su raza la manada era sagrada. Si quería estar cerca de su amado, primero sus crías debían aceptarlo como parte de la madriguera, o el vínculo jamás enraizaría.

Kal-El levantó la mirada, los ojos ardiendo con convicción.
—Para estar cerca de él… debo conquistar a su manada.

Se llevó una mano al pecho, donde aún sentía el eco de la voz de su consorte llamándolo Clark.

—Y cuando esos cachorros me acepten, su cuerpo y su espíritu no tendrán más remedio que reconocerme.

En su mente, la estrategia comenzó a formarse: un cortejo nuevo, uno nunca antes practicado por kriptoniano alguno. Un Enigma que no sólo reclamaría al consorte, sino que domaría la manada entera para que lo ofreciera a él por voluntad propia.

Era un desafío desconocido. Y por eso mismo, irresistible.

...


El ruido del Batimóvil se expandía por los túneles, vibrando contra la piedra húmeda de la Baticueva. Tim sujetaba el volante con tanta fuerza que sus manos sudaban debajo de los guantes, los ojos fijos en la oscuridad que se abría frente a ellos, como si pudiera forzar al camino a conducirlos hacia la salvación.

—¡Resiste, padre! —Dick gritó desde el asiento trasero, sosteniendo el cuerpo inerte de Bruce. El traje, empapada por la lluvia de Gotham, aún goteaba sobre su capucha, y bajo ese peso, el murciélago temblaba con espasmos descontrolados.

El calor que desprendía era inhumano. Un ardor febril que se escurría poco a poco, como si su cuerpo se apagara desde dentro.

—Se está deshaciendo… —murmuró Jason, con la mandíbula tensa, pero la voz rota—. Lo siento en su piel. ¡Se está apagando!

El Batimóvil chirrió al frenar en seco sobre la plataforma metálica. No hubo tiempo para protocolos: Jason abrió la compuerta de un tirón y cargó a Bruce en brazos. Cada paso hacia la camilla resonó en el pecho de los demás. Lo depositó con brusquedad, con la respiración agitada chocando contra el jadeo débil de su padre.

Alfred apareció en lo alto de la escalera, todavía con el delantal de cocina. La bandeja de té que llevaba en las manos se precipitó al suelo, destrozándose en un estallido de porcelana que quebró el silencio como un disparo.

—¡Bruce! —su voz, firme y quebrada al mismo tiempo, se alzó como un filo en la penumbra.

Bruce estaba demasiado pálido, demasiado frágil para ser Batman. Un resplandor rojizo latía bajo la piel de su pecho, como brasas que se apagaban a cada respiración. Tim ya desplegaba la tableta médica, los hologramas verdes proyectándose sobre la camilla.

—No tiene sentido… —balbuceó con las manos temblorosas—. Había… había dos pulsos. ¡Dos! Como si otro corazón latiera dentro de él. Pero ahora… ahora solo queda uno.

Jason lo miró incrédulo, como si no comprendiera el idioma.
—¿Qué demonios significa eso? ¿Qué era esa cosa? ¿Qué le hizo?

Dick arrancó los guanteles, y presionó los dedos contra la arteria de las muñecas, rezando que la máquina se equivocara. Sintió el latido, débil e irregular, pero aún presente.

—No es sangre lo que pierde… —murmuró, la voz quebrándose—. Es como si lo hubiera marcado, Jason. No era una pelea. Era un ritual.

—¿Un ritual? ¡Esa maldita cosa casi lo mata!— Grito Red Hood.

—¡Callense ya! —Tim explotó. Su grito reverberó en toda la cueva, cargado de lágrimas. La tableta vibraba en sus manos, su voz rota
—. Si seguimos discutiendo, ¡se va a morir!

Bruce gimió. Su espalda se arqueó en un espasmo violento. El resplandor en su pecho se extinguió de golpe. El monitor cardíaco lanzó un pitido agudo que heló a todos. Un latido. Otro. Y después, silencio.

—¡NO! —Jason se abalanzó sobre él, empujando su pecho con furia desesperada—. ¡No te atrevas, viejo terco! ¡No nos dejes!

Alfred lo apartó con una firmeza serena, apoyando ambas manos en el rostro helado de Bruce. Sus ojos azules, cargados de lágrimas que jamás permitía mostrar, se clavaron en su cuerpo inerte.

—Bruce… escúchame, hijo mío. No te vayas. Vuelve conmigo.

El murciélago abrió los ojos apenas un resquicio. Sus labios temblaron intentando pronunciar algo, pero el aire se quebró en un susurro inaudible.

Bruce se arqueó de nuevo, un grito ahogado desgarrándole la garganta. Dick y Jason lo sujetaron por los hombros, Alfred no soltó su rostro, sosteniéndolo como ancla en medio del naufragio.

—¡Hijo! ¡Resiste! —su voz temblaba.

Batman ahora respiraba entre  escalofrío, cada jadeo más irregular que el anterior. El cuerpo se agitaba como si luchara contra un enemigo invisible.
Atrapado en su fiebre. Sus labios se movieron en un murmullo casi imperceptible, que Alfred lo escuchó como si le gritara en el alma:

—…Clark…

La respiración irregular de Pennyworth se cortó por un instante, no por la edad ni por el esfuerzo de estabilizar a Bruce, sino por lo que había escuchado. Ese nombre.

El mayordomo sintió un escalofrío que le recorrió los huesos.

Bruce se retorció en la camilla, un grito rasgándole la garganta antes de desplomarse con el pecho agitado. El monitor, después de ese silencio aterrador, volvió a pitar, irregular, caótico, que no encontraba su ritmo.

—¡Mierda, mierda, mierda! —Jason apretó los puños, las venas tensándose en su cuello.

Tim, con las manos temblando, presionó los dedos contra la tableta médica. Su voz quebrada fue apenas un hilo.

—Su… su pulso… ¡está regresando! —tragó saliva, sin poder creerlo—. El calor también… pero… se está disparando. Es fiebre. Una fiebre… humana.

Dick lo miró como si la palabra misma fuese un salvavidas en medio de la tormenta.

—Entonces todavía podemos traerlo de vuelta. ¡Vamos, rápido, conéctenlo a un suero ya!

El murmullo de la cueva se llenó de un torbellino de pasos y manos, que trataban de hacer lo que fuera para salvar a la vida que había tendida en la camilla. Tim forcejeó con el equipo médico, buscando desesperado la aguja, el suero, cualquier cosa que le devolviera estabilidad. Sus dedos temblaban tanto que casi dejó caer la bolsa.

—¡Concéntrate, Drake! —rugió Jason, arrebatándole el suero para sostenerlo en alto mientras Tim clavaba la aguja en la vena de Bruce
—. ¡No es momento de perder la maldita cabeza!

El líquido comenzó a descender en un goteo lento, demasiado lento. Alfred se inclinó sobre Bruce, su voz firme pero temblorosa en el fondo.

—Respira, muchacho… porfavor respira.

—¡Su piel está ardiendo! —Dick pasó el dorso de su mano por la frente de Bruce, y el calor casi lo quemó—. ¡Hay que bajarle la fiebre ya!

Jason ya había arrancado un recipiente con agua fría de una bandeja metálica. Sin pensarlo, empapó una toalla y la presionó contra el pecho sudoroso, maldiciendo por lo bajo.

—No me vas a ganar, viejo terco. Ni de coña.

El monitor lanzó otro pitido agudo. Tim casi se desplomó, sujetando el cable como si con eso pudiera sostener el corazón de su mentor.

—Está… está estableciéndose. ¡Se está regulando!

Las gotas de sudor en la frente de Alfred brillaron bajo la luz de la cueva. Sus manos, firmes pero temblorosas siguieron acariciando el rostro de Bruce como si fuera lo único que lo mantenía en este mundo.

Jason bajó la cabeza, mordiéndose el labio con furia al recordar la maldita criatura que casi mata a su padre.

—Si lo vuelvo a ver… juro que lo vuelo los sesos a ese bastardo.

—No puedes, Jay —murmuró Dick, con amargura helada
—. Le vaciaste todo tu arsenal y esa cosa ni siquiera se inmutó. Si regresa… no podremos detenerlo.

Tim, aún aferrado a la tableta, habló en un hilo de voz:
—No va a volver.

Jason lo fulminó con la mirada.
—¿Qué demonios insinúas?

—Que no volverá. Richard lo dijo, esa "cosa"  estaba haciendo un ritual.—Tim levantó la vista, los ojos rojos por el llanto.

—Lo que sea que hizo… casi se lo lleva.

Un silencio sepulcral envolvió la cueva. El eco de las máquinas, el goteo de las estalactitas en ritmo con el suero, todo se desvanecía ante esa certeza que los rompía por dentro.

— Va a regresar...— Dick aseguró con la voz temblorosa. — No logró que quería y volverá hasta llevárselo.—

Tim y Jason temblaron ante la verdad.

Alfred cerró los ojos, sus dedos temblando apenas al recorrer el cabello sudoroso de Bruce.

—Entonces… —murmuró, más para sí que para los demás— tendremos que luchar contra algo que no entendemos. Porque si esa criatura lo cree suyo… nunca lo dejará en paz.

El monitor, al fin, marcaba un ritmo débil pero constante. Bruce estaba inconsciente, el suero goteaba lento, la fiebre aún lo consumía, pero al menos respiraba. La tensión, sin embargo, no se disipó.

Tim se dejó caer contra la pared, las manos cubriéndose el rostro. Su llanto, contenido hasta ese momento, brotó en un gemido roto.

—¡Es mi culpa! —sollozó—. ¡Lo dejé solo! Tenía que resolver el caso del East End y pensé… pensé que él estaría bien… ¡Es Batman! Y yo… yo no estuve para cubrirlo…

Jason giró hacia él con un rugido, la mandíbula crispada de rabia.
—¡Eres un maldito estúpido! —le espetó, los ojos brillando de furia
—. Ningún Robin deja a Batman solo. ¡Nunca! Estamos para cubrirle la espalda, no para jugar a detectives con nuestros propios casos. ¡Míralo! —señaló el cuerpo febril en la camilla
—. Esto pasa cuando uno de nosotros falla.

Drake se encogió aún más, como si el peso de las palabras lo aplastara. Sus hombros temblaban, ahogado en su culpa.

—¡Basta! —Richard interrumpió con voz firme, atravesando la tensión como un látigo. Los miró a los dos, la mirada grave, sin margen a réplico
—. No es momento de pelear entre nosotros. Papá necesita que estemos unidos.

Se giró hacia la camilla, el rostro endurecido bajo la sombra de la cueva.
—Esta noche saldremos a patrullar. Nadie puede saber que Batman está herido. Si el crimen lo descubre, Gotham se convertirá en un infierno.

Jason bufó, pero no discutió. Tim, aún con lágrimas en los ojos, asintió débilmente.

Richard apretó los puños.
—Yo seré Batman hasta que se recupere.

El silencio cayó como un juramento en piedra. Ninguno lo cuestionó. Sabían que alguien debía cargar con el peso, y que esa carga sólo podía sostenerla el mayor de los hermanos.

Mientras tanto, Alfred se había apartado un instante. Sus manos, aún manchadas de sudor y agua, abrieron un cajón oculto en la pared de roca. Dentro, guardada con un cuidado casi sagrado, descansaba una fotografía amarillenta. Bruce, apenas un adolescente, aparecía en ella junto a un chico de cabello rizado y gafas grandes. Ambos sonreían, inconscientes de los años que les aguardaban.

Alfred la sostuvo entre sus dedos, su pecho apretándose. Clark Kent. El chico que había muerto hacía tantos años. El chico que Bruce había amado en silencio.

Guardó la foto en el bolsillo de su chaleco, con un pensamiento amargo que no se atrevió a compartir con nadie:

Aquel ser que hirió a Bruce… tiene sus mismos rasgos.

Ese detalle, más que cualquier herida, fue lo que realmente quebró su guardia… y solo él lo sabía.

 

Chapter 4

Notes:

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Chapter Text

Era casi mediodía en Metrópolis.
El sol caía sobre los ventanales de la torre LexCorp, filtrándose a través del vidrio que bañaba el despacho con un resplandor casi cegador.

La ciudad, desde esa altura, parecía un tablero de ajedrez brillante: predecible, y controlado. Tal como a Lex Luthor le gustaba.

El magnate estaba sentado detrás de su escritorio de cristal, impecable en su traje oscuro. Sosteniendo un ejemplar del Gotham Gazette, el papel crujía con el leve movimiento de sus manos. En la portada, una fotografía granulada mostraba un sitio de construcción reducido a casi cenizas: acero retorcido, concreto derretido, edificios partidos como si un rayo del infierno los hubiera atravesado.

Una sonrisa fina —más curiosa que divertida— se dibujó en su rostro.

—“Fenómeno extraño en Gotham” —leyó el título en voz baja y con ironía, recostándose en su silla
—. Como si eso fuera una novedad.

Soltó una risa vacía, mientras dejaba el periódico sobre la mesa. Frente a él, el Dr. Elias Orr, su socio más cercano y responsable de los proyectos más confidenciales de LexCorp, lo observaba con una mezcla de respeto y cautela.

Elias se inclinado hacia adelante con las manos entrelazadas sobre sus piernas, se ajustó en un movimiento las gafas de montura fina, analizando las expresiones su jefe.

—Los reportes preliminares —empezó con voz medida — hablan de un incendio industrial. Pero los testigos… —hizo una pausa, bajando el tono
— juran haber visto un haz de luz roja que derritió el acero en segundos.

Lex no respondió de inmediato. Hizo una mueca victoriosa, mientras doblaba el periódico, giró su silla hacia las pantallas holográficas que proyectaban datos de sus satélites privados. Líneas de código, lecturas de energía y mapas orbitales se proyectaban en tonos azulados, reflejándose sobre su rostro. La luz fría acentuaba sus rasgos, volviéndolos casi inhumanos.

Puso una mano sobre su barbilla, analizando las variables.

—No fue un incendio —dijo al fin, con una calma que sonaba peligrosa, hizo un ademán con su mano señalando las lecturas sobre la pantalla.
—. Mis satélites detectaron algo días atrás. Un proyectil… o más bien, un objeto no identificado… atravesó la atmósfera a una velocidad que no debería ser posible.

La simulación que proyectaba a la tierra, señalaba las coordenadas con flechas por las diversas direcciones que aquel misterioso objeto, dio la vuelta al mundo. Elias entrecerró los ojos, prestando atención a lo que se proyectaba al frente.

—¿Un misil?— Orr tocó su barba sin poder creer que aquello fuera real.

—Eso dicen los noticieros —replicó Lex, con una sonrisa sin humor
—. Un misil que, curiosamente, dio la vuelta al planeta varias veces y luego se detuvo en Gotham. No explotó. No dejó cráter ni escombros. Fascinante, ¿no lo crees?

La tensión de lo mencionado llenó el despacho. Afuera, el sonido lejano de un helicóptero cruzando el cielo se mezclaba con el zumbido suave de los servidores ocultos tras las paredes, creando un ambiente cargado de misterio.

Luthor se levantó. Su silueta se recortó frente al ventanal. Observó la ciudad por un largo instante, con las manos cruzadas detrás de la espalda.

—Algo llegó a la Tierra —murmuró
—. No sé qué. No sé de dónde. Pero estuvo en Gotham… y nadie más lo sabe.

Giró lentamente, posando una mano sobre el periódico otra vez. Sus dedos  recorrieron la fotografía, casi acariciando con lentitud el destino de que lo podía ser un descubrimiento nuevo, y continuó.

—La diferencia entre ellos y yo, doctor Orr, es que mientras el resto ve un misterio… yo veo una oportunidad.

Elias lo miró, intrigado, aunque ya conocía el brillo peligroso en los ojos de su jefe. Se recosto sobre el sillón mientras asistía con la cabeza. Debía de admitir que estaba lo suficientemente maravillado para querer saber más.

—¿Y qué propones Luthor?

Lex caminó de nuevo hacia la ventana. La luz del mediodía lo envolvía en un resplandor casi divino. Sus ojos concentrándose en el final de los edificios de Metrópolis, mientras planeaba el siguiente movimiento.

— Enviaré un equipo a Gotham. Nada oficial, nada que lleve mi nombre. Quiero un barrido completo del área del supuesto impacto. Radiación, muestras de suelo, residuos metálicos… cualquier rastro.

Se detuvo un momento, midiendo sus palabras.

—Gotham es una ciudad podrida, pero hasta en la mugre puede esconderse un diamante… o un arma.

Elias cruzó las piernas, analizando el tono de su voz. Su jefe tenía razón; sin embargo podrían tener problemas con cierto héroe que odiaba que forajidos extraños estuvieran en su ciudad.

—¿Y si Batman interviene?.

Luthor giró despacio. Sabiendo que el único problema aquí era el murciélago. Pero eso, no era algo que no pudiera controlar.

— Ese no es un problema Dr.— Luthor entrecerro los ojos divertido.
— Puedo eliminar lo si es necesario.

De su bolsillo izquierdo saco un cigarro que encendió con un mechero de plata. El humo se elevó en espirales suaves. Luthor lo inhaló despacio, disfrutando el silencio que él mismo había creado.

—Gotham cree que es una ciudad maldita —dijo finalmente —. Pero no hay maldición que no pueda aprovecharse… si se tiene el poder suficiente.

Elias no respondió. Solo asintió, sabiendo que lo que acababan de presenciar no era curiosidad científica, sino el inicio de otra obsesión de Lex Luthor.

Afuera, la ciudad seguía respirando, ajena a la mirada del hombre que ya planeaba convertir un misterio en su siguiente conquista.

...

En Gotham, la tarde también apenas iniciaba. Pero en la Bati-cueva había un silencio pesado. El eco del agua filtrándose entre las rocas era el único sonido que acompañaba la respiración débil de Bruce, tendido sobre la camilla metálica. El suero colgaba a un lado, goteando de manera lenta. Su piel seguía pálida, el pulso irregular… pero estable.

Batman seguía vivo.

Dick estaba de pie junto a él, todavía con el traje de Nightwing puesto, los guantes colgando a medio quitar. Las ojeras le marcaban el rostro; la mandíbula, tensa y sería. Sus ojos no se apartaban de la mascarilla de oxígeno.

—La fiebre ha bajado un poco —murmuró, tocando con cuidado la frente de su mentor con cierto alivió.

Del otro lado, Tim sostenía aún la tableta. Las luces del monitor se reflejaban en sus ojos cansados mientras rastreaba datos e informes de la policía que había llegado a acordonar el sitio desde temprano.

—Los escáneres muestran rastros de radiación infrarroja en la zona del impacto —dijo, con la voz ronca por el cansancio

—. Las lecturas no coinciden con ninguna fuente conocida.

Suspiró, dejandose caer en cuclillas y se frotó el rostro. Los chicos guardaron silencio, intentando buscar respuestas ante la lógica humana, mientras Alfred empapaba el paño para bajar la fiebre del cuerpo de Bruce, observando los de reojo de vez en cuando.

—¿Crees que esa cosa sigue en Gotham? —Jason se apoyaba contra una de las columnas de roca, los brazos cruzados y la capucha roja colgando en su nuca. El brillo de las luces azules delineaba su silueta, junto con el reflejo de las cicatrices emocionales que no lograban sanar del todo.

Dick no lo miró.

—No lo sabremos hasta el anochecer —respondió, con ese tono medido que usaba cuando intentaba mantener el control
—. Pero no pienso esperar a que vuelva a atacar.

Jason soltó un bufido, casi una risa amarga. Ni el, ni sus hermanos estaban preparados para la llegada esa noche, una en la que Gotham no sabía que su salvador estaba herido.

—¿Y qué piensas hacer, Grayson? Ni siquiera sabemos si eso se puede matar.

Dick giró ligeramente la cabeza, fulminándolo con la mirada. Entendía el dolor de Todd por las circunstancias ocurridas, pero se contuvo. No iba a caer en la provocaciónes.

—No voy a discutir eso otra vez. Si llegamos a descubrir que “esa cosa” tiene una debilidad, el código de Batman sigue en pie. No matamos.

Jason descruzó los brazos, su rostro se volvió sombrío, sus dientes rechinaron, y

camino despacio hacia él. Sus botas resonaron en el suelo húmedo como un aviso.

Estaba completamente cansando de ese maldito código. El mismo ya había pagado las consecuencias de esa estupidez, y ahora su padre era la víctima, todo porque había decidido no asesinar. Pero el no era como Bruce, y no iba a permitir que le quitaran lo poco que le quedaba.

Se acercó a escasos centímetros de Richard mientras lo retaba con los ojos.

—A la mierda ese código —escupió, con los dientes apretados

—. ¿Vamos a dejar que mate a nuestro padre entonces?

El eco de su voz se perdió entre las paredes de piedra. Tim, desde el otro extremo, levantó la vista de los informes en la tableta, pero no dijo nada. Había aprendido que, cuando Jason y Dick discutían, era mejor no intervenir..

Alfred observaba junto a la camilla de Bruce. Su mirada iba del cuerpo inmóvil de su hijo adoptivo a los otros tres. Y por un instante, el hombre viejo sintió un dolor punzante en el pecho: había criado soldados, no niños. Héroes, no hijos.

Dick bajó la cabeza, respirando con dificultad.

—Escucha, Jason —dijo al fin, con voz baja pero firme —. Cuando te perdimos, pensé en cruzar esa línea. Quise hacerlo. Y fue papá quien me detuvo. Me dijo que era mejor que él.

Levantó la mirada, encontrándose con la furia en los ojos de su hermano.

—Tú, Tim y yo… somos eso. Lo que él no pudo ser. Lo que todavía cree que vale la pena intentar.

Jason apretó los puños, el músculo en su mandíbula temblando. Dio un paso más cerca, y por un momento, Dick creyó que lo golpearía. Pero no lo hizo.

—¡A mí me importa un carajo ser “mejor”! —gruñó, con la voz temblándole entre la rabia y algo más que no quería admitir

—. Somos diferentes, Richard. ¡Todos!. ¡Así que no me vengas con tus sermones de reemplazo!.

El silencio volvió, pesado, sofocante.

Dick lo sostuvo con la mirada, pero no respondió.

Ninguno de los dos cedió.

El eco del agua goteando entre las rocas fue lo único que se atrevió a interrumpirlos.

Alfred los observó unos instantes. Había atendido a Bruce en sus peores noches, pero lo que le dolía ahora no era solo ver al hombre herido, sino a también a los muchachos destrozados.

Tan jóvenes, tan endurecidos. Ninguno estaba preparado para ver caer al hombre que siempre creyeron invencible.

Se aclaró la garganta, con ese gesto discreto que siempre precedía a una orden disfrazada de sugerencia y control.

—Caballeros —dijo con calma

—, creo que ya es momento de que descansen un poco.

Dick levantó la vista, los ojos sombreados por la falta de sueño.

—No podemos, Alfred —respondió con voz grave

—. Aún tenemos que preparar el plan para esta noche.

—Precisamente por eso, maestro Richard —replicó el mayordomo con calma —. Porque si van a patrullar, necesitarán estar lúcidos. Y ahora mismo, ninguno lo está.

Tim alzó la cabeza, con los dedos temblándole por el agotamiento y el miedo.

—Puedo quedarme un rato más… solo quiero revisar un par de registros —murmuró con los ojos enrojecidos.

—No, maestro Timothy —respondió Alfred, esta vez sin dejar espacio para protestas —. Los tres deben dormir al menos unas horas. Yo me quedaré aquí. Vigilaré al señor Wayne.

Jason soltó una risa breve, amarga, sin mirar a nadie.

—Alfred, déjanos en paz. No eres más que un viejo mayordomo.

El hombre giró lentamente hacia él, arqueando una ceja. Su voz no subió, pero su autoridad llenó toda la cueva.

—El “viejo mayordomo”, como usted dice, ha pasado más noches en vela que los tres juntos. Créame, maestro Todd, sé perfectamente cuándo un cuerpo está a punto de colapsar.

Jason bajó la mirada avergonzado.

—Tiene razón, Alfred —intervino Dick, rompiendo el momento con un suspiro

—. Pero usted también necesita descansar. No ha dormido nada… además fue una noche terrible para todos.

Alfred esbozó una sonrisa cansada, apenas con un destello de ternura.

—He sobrevivido a demasiadas noches terribles, maestro Richard. Esta no será la excepción.

Se acercó al otro extremo de la camilla donde Bruce descansaba, ajustó con cuidado el suero y le tocó la frente con suavidad. La piel aún estaba caliente, y húmeda. Luego volvió hacia los tres jóvenes, su mirada suave pero firme en lo que sostenía.

—Vayan arriba. Coman algo, dúchense, y traten de dormir. No les servirán de nada los remordimientos si se desmayan en plena patrulla.

Dick asintió, derrotado por la razón.

—Está bien —dijo al fin, con voz baja —. Pero en cuanto despierte, quiero que me avises.

Acarició con cuidado el cabello oscuro de Bruce, apartando un mechón sudado de su frente. Su gesto fue breve y luego se dio la vuelta hacia el elevador.

—Por supuesto, señor —respondió Alfred con un leve gesto de consuelo, inclinando la cabeza.

Tim guardó la tablet en silencio, dejándola sobre la mesa metálica.

Jason se acercó finalmente a la camilla. Observó el rostro de su padre, el vendaje en el cuello, el leve movimiento de su respiración. Se mordió el labio, mientras sus ojos se humedecieron levemente, un gesto que usualmente no se le permitía.

—No debiste salir solo, viejo —susurró, la voz apenas un hilo

—. No sin nosotros.

Después sus pies siguieron a sus hermanos.

El eco de sus pasos resonó entre las paredes de piedra, hasta que el sonido del elevador se tragó la distancia.

Solo entonces, Alfred permitió que el aire escapara de sus pulmones en un suspiro largo, y hondo. Se acercó al lado de Bruce y lo miró en silencio.

El hombre que yacía allí no era el vigilante imbatible, ni el símbolo que Gotham veneraba. Era solo Bruce. El niño que había perdido todo, el hijo que él había criado con paciencia y miedo. Pero que prometió sostener hasta su último aliento.

—No se preocupe, maestro Bruce —murmuró mientras acomodaba la manta sobre su pecho

—. Voy a cuidar de sus hijos… hasta que usted despierte.

Sacó del bolsillo interno de su saco la vieja fotografía, amarillenta por el tiempo. En ella, Bruce sonreía con una luz que Alfred no había vuelto a ver en años. A su lado el joven de lentes y sonrisa amable, lo abrazaba del hombro.

El mayordomo la sostuvo con cuidado, sus dedos temblando apenas.

Clark Kent… —susurró, como si el nombre pesara más que lo que quisiera admitir

—. Hace tanto que no escuchaba ese nombre.

Su mirada se desvió hacia el rostro inconsciente de Bruce.

—Me pregunto por qué volvió a hablar de él, señor. —

No hubo respuesta, y el tampoco la esperaba. Solo el pitido constante del monitor y el lento ascenso y descenso del pecho de Bruce.

Alfred exhaló despacio.

—Sea lo que sea, bajó la guardia por algo— murmuró —. Y usted nunca baja la guardia, no sin una razón.

Acomodó la fotografía junto a la mesa metálica, y se quedó un instante más observando el rostro inconsistente de su amo.

Mientras Alfred se hacía muchas preguntas, arriba en la mansion el sol se filtraba por las cortinas que estaban cerradas.

Richard estaba de pie en el pasillo principal, se quitó los guantes con un suspiro. Drake estaba sentado en las escaleras, con la mirada fija en el suelo, mientras Jason se apoyaba contra una columna, cruzado de brazos, mordiéndose el interior de la mejilla.

—Tenemos que descansar —dijo Dick, finalmente, con voz grave
—. No vamos a servirle a nadie si caemos de sueño en plena patrulla. Alfred tiene razón. Esta noche será larga.

Tim levantó la mirada, las ojeras marcadas.

—¿Y si vuelve antes del anochecer? Las cámaras no detectaron nada desde la última vez, pero… —su voz se quebró un poco
—, si “eso” reaparece y Bruce sigue así…

—Por eso mismo necesitamos estar listos —interrumpió, tratando de sonar firme, aunque el cansancio también se notaba en él —. Tim, quiero que revises los protocolos y los ajustes del sistema de vigilancia. Esta noche trabajaremos con tus ojos.

El chico asintió sin protestar.

Richard se giró hacia Todd, que mantenía la mirada clavada en algún punto invisible del suelo.

—Y tú, Red Hood, quiero que duermas. Vas a cubrir nos la espalda, y darnos aviso si "esa cosa" llega a parecer.
—Lo dijo con cierta ironía, sabiendo que era inútil, que su hermano no descansaria.
—. Necesito que estés en condiciones cuando salgamos.

Jason soltó una risa corta, amarga.
—¿Dormir? No puedo dormir sabiendo que hay algo ahí afuera que casi mata a papá. No voy a cerrar los ojos mientras ese monstruo siga respirando.

—Jason… —intentó Richard, pero el otro ya había dado media vuelta.

—Haz lo que tengas que hacer, hermano mayor —murmuró sin mirarlo
—. Yo tengo mis propios métodos para estar listo.

El sonido de sus pasos se perdió por el pasillo hasta que se escuchó la puerta del salón de entrenamiento cerrarse con un golpe seco.

Tim exhaló despacio.
—No va a descansar.
—Lo sé —respondió Dick, mirando la puerta con el ceño fruncido.
—. Pero al menos no está afuera.

El silencio volvió a adueñarse de la mansión.

Tim se levantó y subió las escaleras, arrastrando los pies, mientras Richard se quedó un momento más, observando el retrato familiar sobre la pared. Bruce, con esa mirada impenetrable, lo observaba desde el lienzo.

—Prometo mantenerlos a salvo —susurró
—. A todos.

Luego, dio media vuelta y se perdió por el pasillo, dejando a la vieja casa en su habitual quietud, solo interrumpida por el eco lejano de los golpes en la sala de entrenamiento.

Ninguno de ellos querían admitirlo, pero después de tantos años volvían a sentir miedo.

...

 

Kal-El permaneció inmóvil, los brazos cruzados, observando las auroras boreales con ojos que parecían atravesar el tiempo. La noche se acercaba, y con ella, la oportunidad de volver a acercarse a su consorte.
Pero primero debía entender… debía conocer a su manada.

Ser hijo de los "El" no solo le había legado un poder extraordinario, sino también un método de pensamiento rígido, sus padres después de todo eran científicos. Desde pequeño le habían enseñado a analizar, a medir, a observar. Si quería reclamar aquello que le pertenecía por derecho y astucia, no podía lanzarse sin un plan. Cada movimiento debía estar calculado, cada reacción prevista.

Los cachorros eran el obstáculo pero también la llave. No había feromonas, no había rituales para los betas humanos; solo instinto, miedo, y lealtad hacia su consorte. Para Kal-El, eso significaba estudiar. Observar cómo se movían, cómo se comunicaban entre ellos, qué señales los alertaban, cuáles los calmaban. Cada gesto, cada mirada, cada mínima tensión en sus músculos era un dato. Y él iba a recopilar todo.

Cerro los ojos un momento y se imaginó la noche: la ciudad dormida, las sombras extendiéndose, y él deslizándose con cuidado, invisible y silencioso. Analizaría primero desde lejos: horarios, rutinas, patrones de interacción. Una vez tuviera el mapa completo de sus comportamientos, planearía la interacción. Una aproximación medida, firme, pero respetuosa de la jerarquía de la manada. No podía permitirse un error: un paso en falso y no solo perdería a su consorte, sino que rompería la confianza de esos pequeños que lo desafiaban con tanta valentía.

Kal cerró los ojos, dejando que la visión se grabara en su mente. Cada acción sería un experimento, cada reacción una variable. Sería el observador, el analista… y luego, cuando los datos fueran suficientes, el ejecutor de su cortejo

—Esta noche —susurró, la voz apenas un eco en su propio pensamiento

—. Volveré. Y esta vez… no habrá resistencia que no pueda predecir.

El hielo crujió bajo sus pies mientras sus dedos se cerraban con determinación. Sabía que no bastaba la fuerza; debía conquistar la confianza, el respeto… la aceptación.

Esperaría pacientemente el momento para regresar a la ciudad dormida, y le quitaría lo que le correspondía por derecho.

...

La sala de entrenamiento estaba sumida en penumbra. Solo las luces del suelo —esas líneas blancas que Alfred solía mantener encendidas por seguridad— marcaban los contornos de los equipos. El sonido de los golpes de Jason era lo único que rompía el silencio.

Golpeaba el saco una y otra vez, sin pausa, sin respiración. Sus nudillos estaban vendados, pero la piel ya mostraba manchas rojizas debajo de la tela. Cada impacto sonaba más fuerte que el anterior, más frustrado, más cargado de rabia.

—Maldita sea… —gruñó, soltando un último golpe que hizo balancearse la cadena del saco.

Se quedó quieto un momento, el pecho subiendo y bajando rápido. El sudor le caía por las sienes, el aire que entraba por su nariz ardía.

No podía dejar de pensar en su padre, en la imagen de su cuerpo inerte sobre la camilla. En cómo lo habían encontrado. En la forma en que había bajado la guardia, algo raro en él pero que les dolía.

El sonido de la puerta abrirse lo hizo girar. Tim apareció en la entrada, recién duchado, con el cabello húmedo y una bandeja entre las manos. Llevaba una camiseta gris y pantalones deportivos demasiado grandes. La luz de la sala lo enmarcó, dándole ese aire frágil que siempre irritaba a Jason, aunque en el fondo sabía que era pura fachada.

—Te traje algo —dijo el chico, dejando la bandeja sobre una de las mesas cercanas. Había dos sándwiches, una botella de agua y una manzana.

Jason lo observó por el rabillo del ojo y luego se volvió hacia el saco, sin responder.

—No tengo hambre.

Tim suspiró, cruzándose de brazos.
—Claro que no. Lo tuyo es romperte los huesos antes de aceptar que estás cansado.

Jason soltó una risa seca, sin humor.
—No puedo dormir.— Dijo finalmente queriendo ser escuchando.
— Cada vez que cierro los ojos veo a ese monstruo… —se interrumpió, mordiéndose la lengua.

Tim guardó silenció, lo comprendía demasiado bien. Jason era demasiado sobreprotector con ellos, porque al final eran la única familia real que les quedaba.

El silencio se instaló, pesado.
Drake se acercó lentamente, apoyándose en una de las barras paralelas suspirando.

—Yo tampoco puedo dormir —admitió en voz baja.

—. No tengo la mínima idea de qué vamos a hacer si eso vuelve a aparecer y Bruce no despierta.

Todd giró apenas la cabeza hacia él. En la mirada de Tim había cansancio, pero también miedo. Un miedo que él conocía demasiado bien.

Al final solo eran huérfanos que se cuidaban entre huérfanos.

—Vamos a hacer lo que siempre hacemos —dijo con voz grave, apoyando las manos en las rodillas, jadeando un poco—. Sobrevivir.

—¿Y después? —preguntó Tim, casi con un susurro
—. ¿Qué pasa si sobrevivir ya no es suficiente?

Jason apretó la mandíbula.
El saco seguía balanceándose frente a él, como si esperara otro golpe, pero por primera vez, Jason no lo dio. Se acercó a la mesa y tomó la botella de agua. Le dio un trago largo, dejando que el líquido helado bajara por su garganta y apagara un poco el fuego que sentía en el pecho.

—Entonces hacemos lo que haría él —murmuró al fin
—. Nos levantamos. Aunque duela. Aunque no sepamos cómo.

Tim asintió despacio, bajando la mirada.
Y se sentó en el borde del banco de entrenamiento, con las manos entrelazadas. La comida seguía intacta. Jason lo observó un momento en silencio, y sin decir nada, le empujó la bandeja hacia él.

—Come tú. Si te desmayas, Dick me va a matar.

Tim dejó escapar una risa leve, apenas un respiro.
—¿Tú preocupándote por mí? Debe ser el fin del mundo.

—Tal vez lo sea —replicó Jason, encogiéndose de hombros.

Por un momento, ninguno habló. Solo se oía el zumbido tenue de las luces y el golpeteo del saco que aún se movía suavemente, como si respirara con ellos.
Dos hermanos distintos, perdidos entre el peso del legado y el miedo a no estar a la altura.

Y en medio del silencio, Jason pensó —solo por un instante— que quizás el verdadero infierno no era solo perder a Bruce… sino tener que reemplazarlo.

Desde la azotea de la mansión, Dick observaba el horizonte con los brazos cruzados y el peso del mundo en los hombros. El viento movía su cabello húmedo. La tarde empezaba a morir sobre Gotham. El cielo, teñido de un naranja opaco, se fundía con el humo que salía de las fábricas al sur.

Abajo, las gárgolas de piedra parecían mirarlo, como si esperaran órdenes que no terminaban de llegar. La ciudad lo llamaba —siempre lo hacía—, pero él no podía responderle todavía.

Dick cerró los ojos unos segundos, dejando que la brisa helada le cortara el rostro. Llevaba el comunicador en el oído, el traje medio preparado, pero no se movía.

Cada pensamiento volvía a lo mismo: Bruce, tendido en esa camilla, apenas respirando. Y la sensación de que, sin él, Gotham era un cuerpo sin alma.

Escuchó el eco de unos pasos detrás.
Era Tim, ya cambiado de nuevo, con su traje de Robin.

—Jason sigue abajo —dijo el muchacho, acercándose despacio
—. Está entrenando otra vez.
—Lo sé —respondió Dick sin volverse
—. No puede quedarse quieto.

Tim se detuvo a su lado. 

—¿Crees que él… ese monstruo… volverá esta noche? —preguntó Tim, con la voz apenas audible.

Dick respiró hondo.
—Va a volver —respondió con seguridad—. Y cuando lo haga, no vamos a fallar.

Tim asintió, aunque la duda seguía en su mirada.
—No somos como Batman.

—No —dijo Dick, girándose hacia él
—. Pero él nos entrenó para esto. Nos enseñó a no depender de nadie… ni siquiera de él.

El más joven bajó la cabeza.
—A veces creo que eso es lo que más duele.

El silencio volvió. Solo el viento y el rumor lejano de sirenas.
Dick caminó hasta el borde de la azotea y se agachó, pasando los dedos por la superficie fría del barandal metálico. Las luces de la ciudad se reflejaban en sus pupilas.

—Cuando era niño —murmuró—, solía mirar las calles desde el trapecio, antes de saltar. Mi padre siempre decía que el truco no era volar… era saber cuándo soltar las manos.

Hizo una pausa, y el aire le tembló en la voz.

—Batman me enseñó lo mismo, a su manera. Y ahora tengo que soltar.

Tim lo observó en silencio.
La noche empezaba a apoderarse del cielo, y con ella, esa sensación vieja de que algo —o alguien— los estaba mirando desde la oscuridad.

Dick se enderezó, tomó aire y miró a su hermano con determinación.
—Ve con Jason. Quiero que revisen los puntos de vigilancia y preparen las rutas de escape. En cuanto caiga la noche, salimos.

Tim asistió despacio, pero se devolvió apenas un segundo.

—¿Y tú?— Pregunto sin mirarlo.

—Yo… necesito un minuto —respondió, sin quitar la vista del horizonte.

Tim dudó, pero asintió marchándose. El sonido de sus pasos se desvaneció entre la azotea.

Remplazar a Batman no era una tarea fácil. Pero esperaba al menos estar a la altura, aunque se sentía como un polluelo que todavía no sabia exactamente en qué momento abandonar el nido.

Dio una última mirada a la ciudad desde lo lejos, se dio la vuelta y se puso la capucha, esta noche sería una de las más difíciles en su vida.

...

El sonido de las botas resonaba por el ascensor mientras las luces de la cueva se encendían una a una. La penumbra se deslizaba sobre los rostros de los tres jóvenes descendiendo hacia el corazón de la Bati-cueva.

Richard iba al frente, con el traje de Batman abrazando su cuerpo.
A cada paso, la capa rozaba el suelo, pesada, heredada. Su respiración era firme, pero en sus ojos había algo más: el peso de un título que todavía dolía pronunciar.

Tim lo seguía, ajustando los guantes del traje de Robin, los dedos temblando apenas. La máscara cubría sus dudas, pero no lograba ocultar el brillo de nervios en su mirada. Caminaba concentrado, repasando coordenadas, frecuencias, rutas. Detrás de ambos, Jason caminaba sin prisa, la mascarilla roja colgando de una mano y el rifle apoyado en la otra. Sus pasos eran distintos, duros, como si cada uno marcara una pequeña protesta contra el silencio que había dejado Bruce.

Alfred ya los esperaba. Sentado en la vieja silla frente a la consola, los monitores reflejaban su rostro cansado y las ojeras que los años de servicio no habían logrado suavizar. Aun así, cuando los vio, sonrió.

—Supongo que decirles “tengan cuidado” sería tan inútil como siempre —murmuró, levantándose despacio y poniendo sus manos detrás de su espalda.

Richard esbozó una media sonrisa bajo la sombra de la capucha.

—Aun así… se siente bien escucharlo, Alfred.

El mayordomo los observó con detenimiento. Eran tres sombras de un mismo legado, tres fragmentos de un nombre que pesaba como una promesa.
—Estaré pendiente de las cámaras. Si algo ocurre, sabrán de mí antes de que puedan siquiera pedir ayuda.

Tim asintió, revisando la tablet conectada al sistema de vigilancia.
—Gracias, Alfred. Pero tengo el control remoto de todos los vehículos. Si algo se sale de control, puedo replegarlos o detonarlos desde la red.

—Me alivia saberlo… aunque preferiría no tener que comprobarlo —respondió Alfred con un suspiro, acomodando su saco
—. Y, señor Todd… intente no hacer explotar nada esta vez.

Jason soltó una leve risa nasal, encajando el cargador de su rifle con un clic seco.
—No prometo nada, viejo. Pero haré lo posible por no arruinar tu noche.

El motor del Batimóvil llenó el espacio. Las luces frontales se encendieron, bañando la cueva en un destello blanco. Tim tomó posición en el asiento del copiloto, mientras Dick ajustaba el cinturón, su silueta fundiéndose con la sombra del murciélago grabada en el techo.

Alfred los observó por última vez antes de que partieran. En su mirada había orgullo… y miedo.

— Nos vemos señores. Porfavor tengan cuidado.

Richard le dedicó una última mirada por el retrovisor.

—Gracias por todo, Alfred. Prometo que volveremos antes del amanecer.

Jason se colocó la mascarilla en la boca, y el antifaz cubriendo sus ojos azules. Para posteriormente colocar el rifle de francotirador detrás de su espalda.

—Nos vemos del otro lado —dijo antes de girarse hacia el túnel
—. Yo tomaré la ruta de la torre. Si esa cosa aparece, la veré primero.

Richard y Tim asistieron.

El motor rugió, el viento se arremolinó. El Batimóvil salió disparado entre chispas y polvo, devorando el túnel hasta desaparecer en la oscuridad.

Jason observó el rastro de humo por un instante antes de lanzarse hacia su moto.
Alfred se quedó en silencio, con la mano apoyada sobre el escritorio y el eco del motor resonando en su pecho.

—Descanse mientras pueda, señor Wayne… —murmuró con un suspiro cansado, observando el cuerpo inerte de del otro lado.
—. Sus hijos están peleando por usted.

Por un instante, el corazón de Bruce se agitó levemente bajo los monitores, como si desde algún rincón de su conciencia hubiera escuchado esas palabras.

Pero el seguía varado hacia las memorias vivas del pasado.

...


Bruce abrio los ojos —o sueña que lo hace—  pero se encuentra otra vez dentro de la limusina, está detenida, inmóvil como un ataúd negro en medio de un camino de terracería.

Los edificios quedaron atrás hace mucho; ahora solo hay un sendero mojado, un paisaje lavado por la lluvia, donde los charcos reflejan un cielo despejado con un sol calido, los hojas de los árboles se inclinan bajo el peso del agua.

Para cualquier niño, aquello sería un alivio: el fin de la tormenta, marcaba el inicio del juego. Pero para él, la luz después de la lluvia tiene algo siniestro, como si el sol lo observara desde arriba, juzgándolo.

Sus pequeñas manos tiemblan sobre sus rodillas. El cuero del asiento cruje bajo su peso. Afuera, Alfred intenta cambiar la llanta pinchada, su silueta difuminada detrás del cristal empañado. El motor apagado deja oír el zumbido distante de los insectos.

Bruce no se mueve. Se queda contemplando su reflejo en la ventana: sus ojos grises, sin brillo, demasiado viejos para su edad miran con cautela hacía afuera.

De pronto una voz se alza, clara y amable, rompiendo el murmullo del campo.

—¿Necesita ayuda, señor?

Alfred se gira, sorprendido. Un hombre se acerca desde la curva del camino, con pasos firmes y una sonrisa franca. Lleva una camisa de mezclilla, los pantalones salpicados de barro y una serenidad que parece ajena a ese día.

—Oh… le estaría muy agradecido,  caballero —responde Alfred, con alivio—. Esta vieja carretera no perdona a nadie.

—Jonathan Kent —se presenta el hombre, arrodillándose junto al neumático—. Déjeme echarle una mano.

—Muy amable de su parte, soy Alfred Pennyworth —dice el mayordomo, limpiándose las manos con una franela vieja.

Jonathan examina la llanta viendo que está ponchada, entendiendo que debería ir por su caja de herramientas, pero al levantar la vista, nota algo dentro del vehículo: la figura silenciosa de un niño.
—¿Es su hijo? —pregunta, con curiosidad sincera.

Alfred vacila apenas un segundo. Mirando de reojo a Bruce desde dentro, que ante la mirada de los ojos azules de señor Kent retrocede suavemente ante la inevitable sensación de un extraño.

—En cierto modo —responde con suavidad—. Es alguien a quien prometí cuidar.

Jonathan asiente, comprensivo pero no pregunta más. Sabe que el niño es alguien importante solo con notar el auto, pero a pesar de eso sonrie alegremente.

—Yo también tengo un hijo —dice, mirando hacia su camioneta roja que está aparcada justo en la curva debajo de un árbol.
—. ¡Clark!

Una risa infantil responde desde la distancia. Un muchacho de rizos oscuros baja con cuidado del asiento del copiloto y corre hacia ellos, salpicando lodo con cada paso. Su risa resuena en el aire junto al canto de las cigarras, como si el mundo volviera a respirar por un instante.

El niño con los ojos azules como los de su padre, se acerca hacia los adultos viendo el auto. Jonathan pone una mano sobre su cabello rizado alborotando lo con cuidado, y se agachó un momento a su altura.

—Clark, este caballero y su hijo están varados —dice Jonathan, sonriendo
—. ¿Por qué no los saludas?

El chico le da la mano a Alfred, quien la estrecha con cortesía y una amable sonrisa, al notar la alegría que trae con sigo el niño.

Clark después se acerca al coche, curioso, poniéndose de puntitas y asoma la cabeza por la ventanilla.
Sus ojos azules se encuentran con los de Bruce. Y por un instante, todo se detiene.

—Hola — Saluda Clark con inocencia
—. ¿Quieres venir a jugar mientras arreglan el auto?

Bruce no contesta. Solo lo mira, rígido, con ese miedo que no se dice, pero que nace en los huesos. Aprieta las manos sobre sus rodillas, sus los labios se muerden, y su corazón se detiene. Quisiera moverse, abrir la puerta, pero no puede. Sólo retrosede aún más pegándose hacia el otro extremo de la puerta asustado.

—Lo lamento —susurra Alfred notado la distancia que pone el niño.
—. Es solo que… Bruce…

—Está bien —responde Clark, bajando la voz. Se sienta en el suelo, frente a la limusina, y empieza a dibujar círculos en el barro con un palito
—. Puedo quedarme aquí.

Alfred sonrie al notar la comprensión del chico, y continúa hablando con el señor Kent para arreglar la llanta de la limusina.

Clark vez en cuando levanta la mirada, y Bruce la sostiene desde adentro.

Entonces, el sueño se diluye.
Los colores se disuelven como tinta en agua.

La limusina se desvanece. El camino, el barro, la risa.

Bruce se retuerce sobre la camilla, la piel sudorosa, el cuello vendado. Las máquinas emiten un pitido constante, y Alfred quien se había dormido apenas un instante despierta de un sobresalto.

—Señor Wayne… —susurra, inclinándose hacia él—. Tranquilo, hijo mío. Todo está bien.

Pero Bruce no lo oye.
Entre respiraciones rotas, sus labios forman apenas un nombre, un susurro que se cuela entre los latidos de las máquinas.

—…Clark…

Alfred se queda inmóvil, la garganta cerrada. El eco del agua en la cueva acompaña el sonido intermitente del monitor cardiaco. Y, en algún rincón de su mente, Bruce sigue atrapado en aquel camino bajo el sol. Donde un niño de ojos azules lo miró por primera vez.

...

 

La noche había caído sobre Gotham, pesada y espesa. Desde las alturas, el cielo parecía arder en un rojo sucio, teñido por la contaminación que ascendía desde las fábricas y los callejones. La ciudad respiraba veneno.

Richard avanzaba sobre los tejados del distrito financiero, el traje de Batman fundiéndose con la oscuridad, una sombra entre sombras. A su lado, Tim se movía con agilidad, entre las cornisas.

—Sensores en línea —murmuró Robin, ajustando su visor—. Ninguna señal térmica anómala hasta ahora.

Richard aterrizó en silencio sobre un tejado y observó el horizonte: Gotham se extendía con sus luces tóxicas desde arriba.
—Sigue rastreando el cuadrante oeste —ordenó con voz grave—. Si esa cosa aparece, debemos estar listos.

El zumbido de los drones se colaba entre los edificios, flotando sobre el asfalto con destellos azulados que parpadeaban en la niebla. Tim revisaba la pantalla de su muñeca; sus dedos se movían con la precisión de quien intenta sostener el caos antes de que estalle.

—Todo limpio… por ahora —susurró—. Pero eso no me tranquiliza. Si fuera un depredador, no atacaría dos veces en el mismo sitio. Esperaría a que bajemos la guardia.

Richard giró el rostro apenas, lanzándole una mirada que equivalía a una sonrisa de aprobación.
—Exacto. Así que no la bajemos.

En lo alto de la torre Wayne, el viento golpeaba con fuerza.

Jason estaba allí, inmóvil, el rifle apoyado contra la barandilla, el visor térmico encendido. Desde esa altura,  cada punto caliente, cada movimiento en las calles, era una señal para ponerse alerta.

—Aquí Red Hood —gruñó por el comunicador—. Nada fuera de lo normal… al menos, nada más jodido de lo habitual.

—Mantente alerta —respondió Richard—. No quiero sorpresas esta noche.

Jason dejó escapar una risa corta, sin humor.
—Ya sabes que las sorpresas son mi especialidad.

Apretó la mandíbula, los nudillos tensos sobre el gatillo. El frío del metal se filtraba a través de los guantes mientras giraba la mira. Si esa cosa aparecía, sería él quien le destrozaria los sesos. Al carajo el plan de contingencia.

El viento rugió, y un pitido en el comunicador quebró el silencio.

—Movimiento en el banco del norte —informó Tim, con la voz tensa—. Detecto varias firmas térmicas, todas humanas.

—Vamos allá —dijo Richard sin dudar
—. Red Hood, cúbrenos desde tu posición. Si el monstruo aparece, nos avisas.

Jason asintió, aunque ellos no podían verlo.
—Recibido. Buena suerte, niños.

En cuestión de segundos, el Batimóvil rugió en la distancia, abriéndose paso entre la niebla recogiendo los. El reflejo de sus faros atravesó los cristales de los edificios antes de perderse en el caos urbano.

Una explosión estalló al norte, iluminando el cielo con humo y cenizas.
Un auto salió volando desde el interior del banco, envuelto en llamas. Jason ajustó la mira con rapidez, el ojo clavado en el visor.

—Contacto visual. Furgoneta con hombres armados, doce... tal vez trece —informó, con voz baja pero controlada.

Tim y Richard emergieron de las sombras. Coordinados, letales. Dos siluetas entre el fuego.

—¡Llántas primero! —ordenó Richard.

Los batarangs cortaron el aire impactando los neumáticos. El vehículo derrapó con violencia, estrellándose contra un poste. Los hombres salieron disparados, algunos intentando disparar, otros simplemente huyendo.

El motor del Batimóvil retumbó al detenerse en seco. Richard avanzó con la capa extendida como un ala negra; Tim giró a su lado, lanzando una ráfaga de humo cegador.

Desde lo alto, Jason mantenía el ojo fijo en la mira, respirando despacio, con la paciencia de un cazador. Desde su posición en la torre Wayne, los movimientos de sus hermanos parecían coreografiados: Robin se movía con Batman —o más bien, Richard— imponía una autoridad que casi lograba emular la del verdadero.

Jason observaba todo, el dedo firme en el gatillo por sí era necesario disparar y cubrir a sus hermanos. Pero no fue el movimiento de los mafiosos lo que lo alertó. Fue algo más. Algo grande.

Una silueta en el cielo.

El viento cambió de dirección.

Y por un segundo, Gotham entera pareció contener la respiración.

Kal-El.

El príncipe kryptoniano flotaba sobre la ciudad, su capa roja ondeando con el viento. Desde las alturas, sus ojos brillaban con un fulgor que hacía temblar los rascacielos más que el viento. Observaba. Analizaba.

Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible… que pronto se desvaneció.

Había algo mal.

No vio a un su consorte.
Vio una imitación.

Un cachorro que llevaba la piel de su amado, una sombra torpe usurpando el lugar del verdadero. Lo notó en la rigidez de los hombros, en la respiración descompasada antes del ataque, en la falta de instinto.
Ese no era él.

Kal-El ladeó la cabeza, intrigado. Su mente, entrenada para la observación y el control, se activó.

El cachorro era ágil, sí. Ágil en el aire, rápido en los reflejos. Pero carente de alma en los movimientos. No tenía esa fuerza silenciosa, ese fuego contenido que solo su consorte poseía.

Y si no era él…
¿dónde estaba?

Un destello de molestia recorrió su espina dorsal, frío y punzante, pero se mezcló con algo inesperado: un pulso de alarma. Una sensación antigua, instintiva.

¿Lo había herido?
¿Había dañado a su consorte sin querer?

Kal-El cerró los ojos, extendiendo los sentidos más allá de la vista. Escuchó el rumor eléctrico de las cámaras de seguridad, el golpeteo de los corazones humanos, el crujir metálico de los neumáticos deshechos… pero no el sonido que buscaba.
No el de él.

“Está vivo,” se dijo, aunque no lo sabía con certeza.
“Debe estarlo.”

Si su consorte no estaba allí, lo encontraría.
Y hasta entonces… los observaría. A esos pequeños imitando a su padre, el motivo, seguro no lo tenía pero deseaba entender y comprender porque lo hacían.

El hijo de la Casa de El debía aplicar el método de su linaje:

Observación directa. Hipótesis. Análisis del comportamiento.
Un estudio de campo con sujetos humanos.

—Entonces los observaré, pequeños cachorros… —murmuró con un tono de  amenaza.

Abajo, Richard y Tim seguían luchando contra los hombres del Pingüino. El estruendo de los disparos resonaba entre los muros del banco, el humo y el fuego envolvían la escena.

Y desde la torre Wayne, Jason lo vio.

Una silueta suspendida entre las nubes, irradiando calor como un sol… y algo que su instinto reconoció al instante. No humano.

—Mierda… —susurró, el rifle temblando entre sus manos.

El corazón le golpeaba tan fuerte que el sonido del viento desapareció.
Apretó los dientes, el dedo sobre el gatillo.

Podría dispararle. Podría intentarlo.

Pero el ser ya no estaba allí.

Desapareció en un parpadeo.

Jason bajó lentamente el rifle, las pupilas dilatadas, la respiración entrecortada.

—Grayson… —susurró en el comunicador, la voz apenas un hilo quebrado—. Tenemos compañía.

Del otro lado, el ruido de la pelea.
Pero en el cielo…
Solo quedaba el silencio.

El verdadero juego entre ellos y aquel monstruo apenas comenzaba.

 

Notes:

Hola, disculpen por actualizar hasta apenas. Pero fue un mes cargado para mí, tuve una salida de campo por un par de días en la materia de entomología, fue muy bonito ver los insectos en la selva maya, pero sufrí haciendo el reporte.

Aparte fue mi cumpleaños justamente en el día latinoamericano del murciélago, me puse muy feliz cuando me entera me sentí Batman literalmente jaja.

También me enferme del estómago, por lo que les pido que porfavor cuiden su alimentación, agradezco por la espera.

Nos leemos un próximo capítulo.
🦇🌿