Chapter 1: Investigación de los hechos.
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P.V Ripley
Dios mío… qué caso tan jodido.
El pasillo de la escuela olía a cloro barato mezclado con sangre seca, una combinación nauseabunda que me revolvía el estómago. Las luces fluorescentes parpadeaban de cuando en cuando, dándole al lugar un aire aún más macabro. Justo al lado del elevador para discapacitados, marcado con su insignia azul descolorida, estaba la escena. El suelo estaba manchado con salpicaduras de rojo que se extendían como un mapa siniestro; cerca, unas gafas de sol destrozadas brillaban bajo la luz mortecina.
No necesitaba informes ni huellas. Yo lo sabía. Esa violencia llevaba un sello que me resultaba familiar. Mia Moretti. La hija de Antony Moretti, el mismo con el que me une un acuerdo sucio, un pacto silencioso que mantiene a esta maldita ciudad de pie, aunque todos los cimientos estén podridos.
Y allí estaba yo, el Sheriff del condado de Volcadera, de pie frente a un crimen que debería resolver, pero que en realidad tenía que enterrar. Mi deber, al menos el que fingía cumplir, era impartir justicia. Mi trabajo real, el que nadie veía, era limpiar las huellas de quienes no podían caer, de quienes mantenían el equilibrio podrido de esta ciudad. Y ahora tenía que proteger a Mia Moretti, aunque todo en mí me gritara que esto tarde o temprano nos iba a arrastrar a todos al abismo.
El elevador a mi lado emitió un pitido metálico, como un recordatorio de lo vulgar y cotidiano que podía ser el escenario de una desgracia. Una escuela, un pasillo cualquiera, y la sangre de alguien que había tenido la mala suerte de cruzarse con los Moretti.
Me agaché a observar los cristales rotos de las gafas cuando escuché esa voz, inconfundible, como un cuchillo oxidado contra mis oídos.
—Hola, jefe. He venido a traerle esto.
Me giré despacio, y allí estaba. Steven. El maldito sub-sheriff. Un humano con piel clara, cabello rizado y esa sonrisa de rata que me perseguía desde hacía cinco años. Mi piedra en el zapato, el carroñero que llevaba media década esperando que yo cayera para quedarse con mi puesto. Siempre al acecho, siempre buscando la grieta en mi fachada.
Me tendió un sobre, y lo tomé con cuidado, aunque por dentro me hervía la sangre. Lo abrí… y las palabras escritas hicieron que un sudor frío me recorriera la frente.
—Debido a que usted está relacionado con uno de los implicados —dijo Steven, disfrutando cada sílaba como si fueran cuchillas— ha sido removido de la investigación. Por favor retírese. A partir de este momento, yo estaré a cargo personalmente del caso… yo mismo reporté esta coincidencia.
Mia era la hermana de mi nuera… mierda.
Sentí cómo mi mandíbula crujía de tanto apretar los dientes. Estaba jodido. No importaba cuánto había maniobrado en las sombras, cuánto me había arriesgado por mantener todo en pie, ahora el suelo se me estaba hundiendo bajo los pies.
Me acerqué, bajando la voz en un susurro cargado de veneno.
—Retira la acusación… no tienes ni idea de lo que va a pasar si Mia Moretti termina en prisión. Es por el bien de la ciudad.
Pero Steven solo sonrió. Esa sonrisa maliciosa que me decía que ya no se trataba del caso, ni de la ciudad. Se trataba de mí.
—Lo sé, sheriff. Y espero que disfrute de sus últimos días como el corrupto de mierda que es.
Quería partirle la cara allí mismo, frente a todos. Mis puños me ardían con la idea de estamparlos contra sus dientes, pero no podía. Los subordinados miraban, confundidos por mi arrebato. No podía mostrar debilidad. No podía perder el control.
Así que apreté los dientes, sentí la bilis quemar mi garganta y me di la vuelta. Cada paso hacia la salida me pesaba como si arrastrara grilletes. El eco de mis botas retumbaba en el pasillo vacío de la escuela, y el elevador volvió a pitar a mi espalda, como si se burlara de mí. La escena del crimen se desdibujaba tras de mí, pero el verdadero crimen era otro: me estaban arrebatando la ciudad de entre las manos.
Me subí a mi auto. Cerré la puerta con un golpe seco y el eco metálico resonó en mi cabeza como un martillazo. El interior olía a tabaco viejo y a cuero gastado, ese olor que siempre me recordaba las largas noches de patrulla, pero esta vez no me daba paz. Me quedé sentado unos segundos, apretando el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos. No podía quedarme de brazos cruzados, tenía que hacer algo… cualquier cosa. El sudor me corría por la frente, frío y pesado, mientras mi mente daba vueltas buscando salidas imposibles.
Una idea macabra cruzó por mi cabeza, tan oscura como las calles de esta ciudad. Steven… ese maldito. No sería el primero ni el último que intentara "cambiar la ciudad para bien" con su lógica de policía puro, noble, incorruptible… Los que llegaban con ese aire de héroes siempre terminaban igual: desaparecían en situaciones curiosas, misteriosas, sin dejar más rastro que un par de rumores apagados. Y yo mismo había cerrado más de un expediente con una sola palabra: accidente.
Pero mientras saboreaba la idea de hacer que Steven dejara de ser un problema, el timbre áspero de mi celular me sacó del pensamiento. Miré la pantalla.
Mierda.
Antony.
Contesté de inmediato, tragándome el coraje, porque cuando ese hombre llamaba no era para charlas amistosas.
—¡¿Qué vamos a hacer, Ripley?! —su voz tronó por la bocina, cargada de rabia y nerviosismo.
Cerré los ojos un segundo, masajeándome el puente de la nariz. Antony no era alguien que perdiera la calma fácilmente.
—No se preocupe —respondí, tratando de sonar firme, aunque por dentro mi garganta estaba seca—. Tengo un plan para que su hija salga bien parada…
Hubo un silencio breve al otro lado, pero lo que contestó me hizo sentir un escalofrío en la espalda.
—Mia me importa una mierda —espetó, con frialdad de hielo—. El problema es el daño a la reputación de mi familia por este incidente. Las acciones de mis empresas están bajando, Ripley. ¡Alguien ya hizo público el caso, está en todas las malditas noticias!
Abrí los ojos de golpe, el corazón se me aceleró y sin pensarlo encendí la radio del auto. Giré el dial hasta la estación local de noticias.
La voz del locutor, solemne y ansiosa, llenó el vehículo:
—Mia Moretti, hija del magnate Antony Moretti, está siendo acusada de intento de homicidio en primer grado. El video de la cámara de seguridad que muestra el violento escenario se ha vuelto viral en internet en tiempo récord…
Golpeé el volante con la palma de la mano.
—Mierda… —escupí en voz baja—. Ya filtraron eso… ¿pero cómo? ¿Quién carajos lo hizo?
En el teléfono se escuchaba la respiración agitada de Antony, y al instante soltó una maldición.
—¡Mierda, mierda! Ya vi que el video se hizo público, carajo. Acabo de ver la noticia en la televisión…
Me pasé la mano por la cara, como si pudiera borrar con los dedos la mugre que sentía sobre mí.
—Ya no se puede hacer nada… —dije, y mi voz salió rota, cargada de frustración—. Me acaban de remover del caso. El infeliz de Steven reportó mi involucramiento con ustedes y me sacaron de la investigación. No puedo ni acercarme a las evidencias, ni siquiera para eliminarlas, sin que me vean. Ese cabrón tiene los ojos pegados a mí ahora mismo, esperando que meta la pata.
Hubo otro silencio. No de confusión. De amenaza. Cuando Antony volvió a hablar, su tono era más bajo, más peligroso que antes.
—Será mejor que arregles esto, Ripley… —cada palabra era como un cuchillo—. O tú te vas a la mierda. No importa lo que tengas que hacer, ¿entiendes?
Apreté los dientes hasta sentir dolor en las encías. Cerré los ojos y asentí aunque él no pudiera verlo.
—Veré qué puedo hacer…
El silencio duró apenas un segundo antes de que soltara la frase que me heló la sangre.
—En el peor de los casos… elimina a Mia o hazla desaparecer. Si queda como suicidio, mejor, entre menos proceda el caso mejor al menos si queda como suicidio podemos hacer como que se arrepintió de sus actos y por eso se quitó la vida y el daño aunque no será eliminado será reducido.
La llamada quedó flotando en el aire como una sentencia de muerte. Me quedé quieto, con el celular en la mano, mientras el eco de sus palabras se repetía en mi cabeza una y otra vez. Odié en ese instante la sangre fría de ese hombre, capaz de ofrecer a su propia hija en sacrificio con tal de mantener su dinero y su poder intactos.
P.V Steven.
Je… al final todo se reduce a un caso completamente aleatorio, una jugada inesperada del destino que moverá los cimientos de esta ciudad hasta la médula. Ni siquiera yo habría imaginado que la pieza clave para destapar tanta podredumbre sería un error, un simple desliz, por parte de la hija mala de los Moretti. Ironías de la vida: años siguiendo pistas, soportando miradas torcidas, luchando contra la corrupción de un sheriff podrido como Ripley, y es una mocosa violenta la que abre la caja de Pandora.
La evidencia era demasiado potente, tan clara y aplastante que nadie podría enterrar este caso, por más influencias que tuvieran los Moretti. Intento de homicidio en primer grado, un dino contra un humano. Ese cargo, una vez confirmado, retumbaría en los tribunales como un cañonazo. No había escapatoria.
El nombre resonaba en mi mente como un eco: Inco G. Nito. Un buen chico, de expediente limpio, trabajador, con un carácter noble que hasta sus maestros habían destacado. La clase de persona que no debería haber terminado envuelto en esta mierda. Y aun así, ahí estaba, reducido a un número más en mi carpeta de investigación. No porque buscara pelea, sino porque protegió a su amiga.
Olivia Halford… pobre chica. Discapacitada, apenas intentando sobrevivir en un mundo que ya de por sí era cruel con ella. Y sin embargo, fue tambien blanco directo de esta tragedia. El hecho de que Inco se interpusiera entre ella y Mia vuelve todo aún más atroz, casi inhumano.
Hasta el último momento, el chico la protegió. Su cuerpo se convirtió en escudo, pagando el precio que debería haber caído sobre ella. Y ahora me toca a mí cargar con las consecuencias de esa brutalidad. Dios… tantas cosas se van a ir a la mierda cuando este caso estalle en los medios.
El eco metálico del elevador para discapacitados aún retumbaba en mis oídos. Había visto escenas feas en mi carrera, pero esto… esto era grotesco. El técnico revisaba los mecanismos oxidados con una cara que decía más que cualquier informe. Aquello era una puta trampa mortal.
Cables deshilachados, bisagras vencidas, sensores sin respuesta. Una bomba de tiempo esperando a cobrar una vida. El nulo mantenimiento lo había convertido en un ataúd vertical. Y Mia, con su fuerza bruta y su rabia descontrolada, lo forzó hasta terminar de destruirlo. La puerta, tan delicada y corroída, no resistió. Se abrió cuando no debía abrirse, y el resultado estaba ante nosotros.
Si esa puerta hubiese mantenido el bloqueo, si el sistema hubiera funcionado como se supone… toda esta tragedia podría haberse evitado. Pero no, la negligencia de esta escuela ralla en lo criminal. Y aquí estamos.
Todo quedó reportado en mis documentos, cada detalle escrito con la precisión de un cirujano. Nada de medias tintas, nada de omisiones. Incluí además mi petición formal de una auditoría a fondo de esta institución podrida, porque no pienso permitir que otro Ferris Farlane entierre un caso bajo papeles falsos o negligentes.
Ese auditor de mierda, que en su último informe juró que todo estaba en regla, tendrá que ser investigado también. O estaba ciego, o estaba comprado. Y en cualquiera de los dos escenarios, alguien tendrá que responder.
Suspiré, sacando la libreta de mi bolsillo. Las piezas encajaban lentamente, aunque sabía que al exponerlas me estaba jugando mi carrera, incluso mi vida. Pero esto… esto era lo que había esperado durante años. Un caso tan grande que derribara a los intocables.
Bien, hora de mover la siguiente ficha. Interrogar a la testigo más importante: la propia Olivia. La única que puede relatar, aunque con dolor, lo que ocurrió en esos segundos infernales. Porque Inco… Inco está fuera de juego. El chico se encuentra en estado de coma, y según los médicos, las probabilidades de que despierte son mínimas casi nulas.
El reporte era una lista interminable de horrores: múltiples huesos rotos, heridas profundas causadas por las púas de la cola de Mia, cortes irregulares que mostraban la violencia de cada movimiento. Y como si eso no fuera suficiente, varias contusiones en el cráneo por los repetidos golpes que recibió. Golpes que eran ataques directos, intencionales, con la clara voluntad de destruir de matar.
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Conforme me acercaba al hospital general del condado de Hamonds, repasaba una vez más los últimos detalles del caso en el expediente que llevaba en la mano. Las letras parecían arder en mi mente, cada palabra era un peso adicional sobre mis hombros. Cuando finalmente llegué a las puertas automáticas del hospital, sentí el golpe seco del aire frío de los ventiladores, mezclado con ese olor característico de desinfectante que impregnaba cada rincón del lugar. Respiré hondo, guardé el expediente bajo el brazo y avancé decidido.
En la recepción me presenté, mostrando mi placa y credenciales con voz firme:
—Sub Sheriff Steven Gosling, estoy a cargo del caso Moretti. Necesito acceso inmediato.
La recepcionista, una joven nerviosa que jugueteaba con un bolígrafo, levantó la vista. Sus ojos se abrieron al leer mi identificación. Sin hacer demasiadas preguntas, me indicó con un gesto que podía pasar. Agradecí con un leve asentimiento y avancé por el pasillo iluminado con luces frías que parecían resaltar la tensión en el ambiente.
La escena fue cruel desde el primer momento. Afuera del cuarto asignado a Inco, se notaba que este muchacho era de los buenos. Había demasiadas personas reunidas, todos con semblantes cargados de angustia y dolor, como si se hubieran congregado para compartir una herida colectiva. Algunos apenas murmuraban, otros guardaban un silencio sepulcral, mirando el suelo o sujetando entre manos temblorosas vasos de café ya frío.
Un hombre calvo, de complexión robusta y con una barba descuidada, se adelantó hacia mí. Podía ver en sus ojos enrojecidos que llevaba horas sin dormir. Me presenté con formalidad, mostrando mi placa una vez más.
—Sub Sheriff Steven Gosling, estoy a cargo del caso…
El hombre bajó un poco la cabeza, tragando saliva antes de hablar.
—Soy Lewis L. Nito… padre de… —su voz se quebró antes de terminar la frase.
Lo interrumpí con tono sereno, apoyando una mano en su hombro con un gesto firme.
—Tranquilo, señor. Le prometo que me aseguraré de que este crimen sea castigado como corresponde. No permitiré que quede en la sombra. Pero necesito hablar con Olivia Halford… ¿Podrían indicarme su paradero?
En ese instante, un dilofosaurio de escamas rojas se acercó lentamente. Tenía un andar cansado, como si la preocupación lo estuviera consumiendo. Sus ojos reflejaban una mezcla de rabia contenida y miedo. Extendió la mano hacia mí en un saludo breve y formal.
—Mi nombre es Randy Payne… soy el tutor de Olivia. Ella… está adentro con él. —su voz bajó al final de la frase, cargada de impotencia—. Se rehúsa a separarse de Inco. No ha querido moverse desde que Inco salió del quirófano.
Mi mirada se desvió hacia la puerta cerrada, y antes de que pudiera responder, una mujer humana de cabello negro lacio, que caía desordenado sobre su rostro, habló. Por su parecido con Inco y las lágrimas que corrían por sus mejillas, no necesitaba presentación: era su madre.
—¿En serio tiene que hacerlo hoy? —su voz estaba cargada de reproche, pero también de súplica—. ¿No puede darle, aunque sea un respiro?
Solté un suspiro, sabiendo que mis palabras difícilmente serían un consuelo.
—Entiendo su dolor, señora, y le aseguro que no quiero añadir más peso a este momento. Pero es el protocolo. Necesito registrar el testimonio de Olivia lo antes posible, aunque sea de forma preliminar. —endurecí mi mirada para que entendieran la importancia—. El caso es sólido, pero necesito su declaración por escrito. Por si ella no tiene fuerzas para testificar y poder tener un seguimiento, este registro será clave.
La tensión en el pasillo era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Una spinosaurio de escamas azules, de mediana edad, dio un paso al frente. Su semblante era serio, pero no hostil, como si buscara mantener un equilibrio entre la desesperación y la razón.
—Adelante… —dijo en voz baja—. Solo le pido que no sea tan insistente. Olivia ya ha visto demasiado, su corazón apenas aguanta lo que ocurrió.
Asentí despacio, comprendiendo el trasfondo de su advertencia. Me giré hacia la puerta y la abrí con cautela, como si el simple acto de entrar pudiera romper algo frágil que aún se sostenía en ese cuarto. El aire denso y cargado de tristeza me golpeó de inmediato.
Di un paso adentro y cerré la puerta…
La escena era desgarradora. Olivia estaba sentada al lado de la cama, su cuerpo encorvado como si todo el peso del mundo cayera sobre sus hombros. Tenía los ojos rojos e hinchados, claramente de tanto llorar, aunque parecía que ya no le quedaban lágrimas.
Aun así, sostenía con ambas manos la de Inco, cuya figura inmóvil parecía más frágil de lo que debería ser. El chico estaba cubierto de vendajes, con tubos conectados a su cuerpo y un monitor cardíaco que marcaba un ritmo estable pero débil. Cada pitido era un recordatorio de que se aferraba a la vida por un hilo.
Me aclaré la garganta con suavidad, no quería irrumpir como un intruso, pero el deber me obligaba a hablar.
—Soy el sub sheriff Steven Gosling —me presenté con voz calmada, intentando transmitir firmeza pero también empatía—. Sé que es duro, señorita, pero necesito su declaración…
Olivia levantó la vista lentamente. Había rabia en su mirada, rabia y dolor mezclados en un cóctel que podía quebrar a cualquiera. Apretó los dientes con fuerza antes de escupir las palabras.
—¿De qué va a servir? —su voz temblaba, cargada de furia contenida—. Mia se va a salir con la suya, siempre lo hace…
Arqueé una ceja, intrigado. Su reacción no era solo dolor por Inco, era un odio enraizado, cultivado por mucho tiempo.
—Cuénteme de Mia… —pedí, sacando mi libreta y bolígrafo, preparado para registrar cada palabra.
Olivia bajó la mirada, sus hombros se sacudieron con un suspiro resignado. Sus dedos acariciaron la mano de Inco, como si necesitara de él la fuerza para hablar.
—Ella es una perra… —dijo con voz rota, pero cargada de sinceridad—. Me ha fastidiado desde el primer semestre.
Su voz empezó a ganar fuerza, como si al hablar abriera la válvula de un enojo acumulado durante años.
—Siempre hacía cosas horribles en la escuela. Amenazas, humillaciones, trampas… pero siempre había alguien que la cubría. El infeliz de Ben…
Tomé nota de inmediato. El nombre ya había aparecido en rumores, pero escuchar la conexión de forma tan clara me erizó la piel.
—¿Y ese tal Ben es…? —pregunté, fingiendo no saber demasiado para que soltara más detalles.
Olivia levantó la vista con un gesto amargo.
—Ben McKnight. El presidente del consejo estudiantil. Su novio. —Las palabras las escupió con asco—. Siempre usó su posición para eliminar cualquier evidencia de los actos de Mia. Era como su sombra protectora… ella hacía lo que quería, lastimaba a quien fuera, psicológicamente o físicamente, y él se encargaba de borrar el rastro.
Mientras hablaba, podía ver cómo sus ojos brillaban de impotencia. Movía los labios con un leve temblor, como si cada recuerdo fuera un cuchillo atravesando su pecho.
—Mia era un monstruo —continuó—. Destrozó a incontables personas y nadie pudo detenerla porque el sistema estaba de su lado. Y para rematar, es de una familia poderosa… —apretó la mano de Inco con fuerza—. Estoy segura de que ahora mismo debe estar riéndose de todo esto. Sabe que saldrá libre, que su apellido y el sistema la protegerá… siempre lo ha hecho.
Sus palabras me golpearon con crudeza. Tenía razón en algo: el poder de la familia Moretti era enorme en la ciudad. Pero esta vez, la evidencia era demasiado contundente. O al menos quería creer que así era.
Anoté su testimonio, mi bolígrafo raspaba el papel con cada palabra que salía de su boca. Subrayé puntos clave: interrogar a Ben McKnight, negligencia escolar, abuso de poder. También escribí al margen: agregar al informe del auditor estatal. Había un patrón claro de encubrimiento y negligencia por parte de la directora de la institución, y alguien debía pagar por ello.
Guardé la libreta y la miré directo a los ojos.
—Olivia, me aseguraré de que este crimen no quede impune. Pero necesitaré que testifiques en el estrado. Sin tu voz, la defensa encontrará un resquicio para destrozar el caso. —Me incliné un poco hacia adelante, intentando transmitirle seriedad y esperanza—. Juro que se hará justicia…
En ese momento, la puerta del cuarto se abrió. El sonido interrumpió la tensión como un cuchillo cortando una cuerda. El señor Nito apareció en el umbral, con el rostro grave.
—Lamento haber estado escuchando todo detrás de la puerta… —dijo, con voz pesada, antes de fijar sus ojos en mí—. Pero… ¿dijiste Moretti?
Olivia se tensó y asintió de inmediato, como si esa confirmación le devolviera un poco de control.
—Mia Moretti fue la que dejó a Inco en este estado. Su familia es poderosa en la ciudad y… —no terminó la frase, porque el peso de la verdad ya flotaba en el aire.
El señor Nito soltó un suspiro largo, lleno de resignación y cierta ironía amarga.
—Supongo que será interesante todo esto… —me miró fijamente, evaluándome como si quisiera medir mi lealtad—. Señor Gosling, ¿podemos charlar a solas?
Asentí sin dudarlo. Cerré mi libreta y me incorporé. Antes de dar un paso hacia la puerta, me giré hacia Olivia.
Asentí sin dudarlo. Cerré mi libreta y me incorporé. Antes de dar un paso hacia la puerta, me giré hacia Olivia.
—Ese muchacho es un héroe… —le dije, con voz firme.
Ella lo miró con ternura infinita, acariciando su rostro vendado.
—Cuando despierte… jamás me separaré de él.
Asentí en silencio. No había nada más que agregar. Me despedí con un gesto respetuoso y salí de la habitación junto al señor Nito. Momentos después, ambos dejamos atrás el hospital.
Y nos fuimos a la parte trasera del hospital, en un pasillo silencioso donde apenas llegaba el eco distante de los monitores y las voces apagadas del personal médico. El aire estaba impregnado de desinfectante, pero aun así la atmósfera se sentía pesada, cargada de un peligro invisible.
La mirada del señor Nito era de completa seriedad, sus ojos oscuros reflejaban más determinación que dolor, como si ya hubiera pasado del duelo a la estrategia.
—Primero que nada… —dijo con voz grave, marcando cada palabra como si fueran órdenes— contrataré seguridad privada para esto, para evitar cualquier inconveniente. No me fío de que alguien no intente silenciar a mi hijo o a Olivia antes de que todo esto llegue a juicio.
Asentí despacio, mostrando respeto a su decisión.
—Claro, señor… —respondí—. La policía no es tan confiable, créame. Podría contar con los dedos de una mano los oficiales que no están podridos por dentro. Si destituyen a Ripley, que estoy seguro que hará una estupidez —y sé que lo intentará, porque ese bastardo hará algo estúpido tarde o temprano—, yo mismo me encargaré de hacer una limpia. Se lo aseguro.
Me escuchó en silencio, asintiendo lentamente, como si mis palabras confirmaran lo que ya sospechaba. Después, Nito habló con una calma peligrosa.
—Bien. A sabiendas de que alguien con poder está involucrado… tendré que empezar a mover fichas también. —Se cruzó de brazos y bajó un poco la voz, como si temiera que incluso las paredes pudieran traicionarlo—. Me aseguraré de hundirlos. A todos y cada uno de los Moretti. Créame, tengo los medios para hacerlo.
Sus palabras me sorprendieron. El tono no era de un padre desesperado, sino de alguien que ya había peleado en estos terrenos antes. Lo miré con atención, intentando descifrar qué conexiones guardaba, qué clase de recursos tenía realmente. Preferí no mostrar demasiado mi reacción.
—En este tipo de situación… —dije finalmente, cuidando cada sílaba— si se tiene que combatir fuego con fuego dentro de lo legal, entonces hágalo.
Lewis sostuvo mi mirada unos segundos más, como si buscara medir mi honestidad. Luego asintió, sacó su teléfono móvil y comenzó a marcar, alejándose de mí con pasos firmes. Pude escuchar de fondo cómo su voz cambiaba al tono de un hombre de negocios: rápido, conciso, seguro.
Me quedé pensativo. Nito… hasta ahora me doy cuenta de que su apellido me suena de algún lugar… ¿pero de dónde? Había algo en mi memoria que empezaba a encajar, pero todavía no tenía la pieza final.
Apenas entré en mi patrulla, la curiosidad me ganó. Saqué la tableta del sistema policial y realicé una búsqueda rápida. El resultado me golpeó como un ladrillo: Oh… mierda. No pude evitar reírme en seco, apoyando la frente contra el volante un instante. Y pensar que los Moretti tendrían tanta mala suerte de cruzarse con esta familia…
Respiré hondo y me pasé una mano por el rostro. No había tiempo que perder. Cerré los archivos y abrí mi libreta en una nueva página. El siguiente nombre ya estaba escrito con tinta gruesa: Ben McKnight.
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Llegué a la residencia McKnight, una mansión imponente en la zona alta de la ciudad, rodeada de rejas altas y cámaras de seguridad que parecían más propias de una fortaleza que de un hogar. Apenas toqué el timbre, un parasaurio de escamas azules, de mediana edad y porte severo, salió a recibirme. Su mirada era fría, calculadora, y se adelantó antes de que yo siquiera hablara.
—Sé quién es —dijo con voz firme y sin rodeos—. No permitiré ningún interrogatorio a mi hijo, al menos no hasta el juicio.
Suspiré con cansancio. No era la primera vez que alguien ya se había preparado a sabiendas que tiene un involucramiento en el caso. Guardé mi libreta con un chasquido, aceptando sus argumentos, aunque por dentro ardía de frustración.
—Entiendo… —me limité a decir, con un gesto seco de la cabeza.
El infeliz me miró con una mueca de superioridad, casi como si disfrutara ponerme un límite.
—Un consejo, señor Gosling… —sus palabras destilaban veneno—. Deténgase, si sabe lo que le conviene.
No respondí. No iba a darle el gusto de ver mi reacción. Simplemente lo ignoré, me di la vuelta y me metí en mi patrulla, cerrando la puerta de un portazo que resonó como un recordatorio de que, aunque intentaran frenarme, yo no pensaba parar.
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Pasaron tres días… tres eternos días en los que sentí el peso del cargo de Sheriff temporal sobre mis hombros. Cada decisión parecía tener una lupa encima, y el silencio en los pasillos de la comisaría se sentía como cuchicheos detrás de mi espalda.
Finalmente nos autorizaron el interrogatorio a Mia Moretti. El solo nombre ya me generaba un nudo en el estómago; la prensa la pintaba como una víctima en potencia, y Ripley se encargaba de mover sus hilos para protegerla, pero yo sabía que detrás de esa sonrisa arrogante había algo más.
No fui solo. Me acompañaba Johnson, un triceratops fornido con cicatrices en el rostro que hablaban de una vida en la fuerza mucho antes que la mía. Era de los pocos que se atrevía a plantarle cara a Ripley dentro de la comisaría. Por eso lo elegí como compañero en este interrogatorio: necesitaba alguien que no se doblegara, alguien que no temiera a la presión. Johnson caminaba a mi lado, con pasos firmes que resonaban en el suelo pulido mientras yo trataba de ordenar en mi cabeza las preguntas. "No la cagues, Steven… no hoy", pensé, secándome el sudor de la frente con la manga.
Al entrar en la sala de interrogatorios, la vi. Mia estaba ahí, impecable, con esa expresión de seguridad que parecía un disfraz perfectamente colocado. Tenía el hocico ligeramente levantada y la mirada fija, como si supiera que todo estaba bajo control.
A su lado, su abogado: un stego de escamas moradas, trajeado, con un aire de calma que resultaba insoportable. El muy desgraciado parecía haber ensayado esa expresión frente al espejo: un rostro sereno, intocable, que proyectaba el mensaje de que no importaba lo que dijéramos, nada los iba a desestabilizar.
El abogado se inclinó hacia adelante, ajustándose la corbata con un gesto estudiado, y habló con voz grave y segura:
—Mida bien sus preguntas, señor oficial…
Sentí cómo Johnson fruncía el ceño a mi lado, como si estuviera a punto de interrumpir, pero levanté una mano para que se calmara. Inspiré hondo, dejando que el aire helado de la sala me llenara los pulmones, y solté un suspiro antes de empezar:
—¿Cuál es su versión de los hechos, señorita Moretti?
Mia no tardó ni un segundo. Su respuesta ya estaba lista, como si hubiera practicado frente a un público. Con una sonrisa confiada, exagerada hasta el punto de parecer una pésima actriz de teatro barato, comenzó a hablar:
—Inco me atacó sin razón mientras charlaba con Olivia. Yo solo tuve que defenderme, y en el forcejeo lo terminé lastimando… sin querer tuve que devolverle los golpes ya que el no dejaba de atacarme, claro. Fue defensa propia. Inco es quien debería ser juzgado, no yo. Yo soy la verdadera víctima, la violentada primero…
Cada palabra era un veneno cuidadosamente dosificado. No solo hablaba con descaro, sino que parecía disfrutar cada sílaba, como si la sala fuera su escenario y nosotros los espectadores de su ridícula obra. Por dentro hervía de rabia; el cinismo con el que intentaba dar la vuelta a la situación era insultante.
"¿De verdad piensa que nos vamos a tragar este cuento barato? ¿De verdad cree que el mundo gira a su favor porque sonríe bonito?", pensé mientras apretaba los puños bajo la mesa.
Sonreí, aunque me costó horrores mantener la calma. Una sonrisa seca, cortante, que no llegaba a los ojos.
—Es todo lo que necesito saber. Muchas gracias por su tiempo, señorita Moretti.
Me levanté despacio, sintiendo la mirada confundida de Johnson clavada en mí. Podía escuchar lo que pensaba sin necesidad de que lo dijera: “¿Ya está? ¿Tan rápido?”
Cuando salimos al pasillo, Johnson no tardó en preguntarlo en voz alta:
—Steven, ¿qué demonios haces? ¿Por qué terminaste tan pronto el interrogatorio?
Me detuve frente a la máquina de café vacía, con la vista fija en mi propio reflejo distorsionado en el acero. Dejé escapar un resoplido y respondí con calma, pero cargado de convicción:
—Porque ese testimonio será su propia sentencia, créeme…
Johnson se quedó en silencio, evaluando mis palabras. Y entonces, cuando pensaba que el día ya no podía darme más sorpresas, apareció alguien que no esperaba ver: un ptero de escamas amarillas, delgado pero con ojos firmes, que se presentó como Trent Iadakan.
Con voz clara y sin titubear, me ofreció el testimonio más sólido que había escuchado en días, asegurando que atestiguaría en contra de Mia. No pude evitarlo: una sonrisa genuina se dibujó en mi rostro por primera vez en mucho tiempo.
Chapter 2: Preludio del castigo
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P.V Marchal
Ser un auditor no es sencillo; es un oficio solitario que te erosiona por dentro y te siembra enemigos a cada paso. Para la mayoría, soy el diablo o algo peor: el que apaga luces, el que detiene fiestas, el que pone el dedo en la llaga y no aparta la mirada. Pero hago lo que se tiene que hacer. Sin individuos rectos e incorruptibles como yo, este país ya se habría desmoronado. Y este caso… este caso es peculiar incluso para mis estándares: huele a poder, negligencia y miedo.
Primero, el Sheriff temporal me puso en contexto. Steven Gosling —voz tensa, ojos que no parpadean— me entregó un legajo grueso. Mientras pasaba página tras página, sentí un impulso casi físico de atravesar el escritorio de un puñetazo. Tuve que contenerme. Las atrocidades descritas no eran un error aislado, sino un patrón: una institución entera funcionando sobre parches, favores y silencios.
—Necesito hechos, no opiniones —le dije, sin suavizar el tono—. Fechas, firmas, responsables y flujos de dinero.
—Los tiene ahí —respondió—. Y lo que no esté, lo exigiremos.
“Mala administración, posible desvío de recursos, un intento de homicidio agravado por el nulo mantenimiento del elevador para discapacitados, abuso de poder; los alumnos tenían demasiado poder… y una auditoría previa sospechosamente positiva, a pesar de todo lo anterior” Subrayé cada rubro con trazo seco. La sangre se me calentó. Si el elevador falló, no fue casualidad: falló el sistema, fallaron personas con nombre y apellido.
El señor Steven me acompañó personalmente a la escuela de artes ST Hamnods. No lo pedí, pero lo agradecí: su presencia disuade a los que creen que pueden “acomodar” la visita. Crucé el vestíbulo con mi carpeta, el medidor láser, la cámara, los precintos y la libreta. Cada clic de mis herramientas era una sentencia por anticipado. Esta institución va a caer, pensé. Y yo firmaré el primer empujón.
Cité al anterior auditor, Ferris Farlane; a la directora Scaler; y al presidente del consejo estudiantil, Benjamin MKnight. Me pareció “curioso” que él llegara con abogado: un stego impecable, traje planchado, sonrisa de catálogo y un portafolio que gritaba “obstrucción elegante”.
—Antes de empezar —dije, dejando mi gafete sobre la mesa como quien coloca un sello—, toda respuesta falsa será remitida a la fiscalía. Toda.
La directora Scaler tragó saliva.
—Estamos a su disposición, licenciado Marchal.
El abogado alzó una ceja:
—Mi cliente responderá dentro del marco que la ley permite.
—Perfecto —respondí—. Ese marco lo defino yo hoy.
Mi auditoría comenzó con las instalaciones. Recorrí pasillos, tomé lecturas de humedad, verifiqué resistencias de barandales y señalizaciones. Llegamos al elevador para discapacitados: el corazón de la tragedia. Pedí abrir el cuarto de máquinas y la bitácora de servicio. El encargado de mantenimiento tardó demasiado en encontrar la llave; la directora esquivó mi mirada.
—Bitácoras de mantenimiento trimestral, pólizas vigentes y órdenes de servicio con firma de conformidad —enumeré.
—Debemos localizarlas —dijo Scaler.
—Las tenían que tener a mano en todo momento —corté—. Regla básica de seguridad.
Con guantes, retiré el panel: polvo acumulado, grasa reseca, cableado con cinta de electricista de distintos colores —mal síntoma—, sensores de puerta sin calibración, topes gastados. Tomé fotografías, niveles, medidas. El técnico balbuceó:
—El proveedor dejó pendiente el ajuste…
—¿Cuál proveedor? —pregunté—. ¿Contrato marco? ¿Licitación? ¿Adjudicación directa?
Silencio. El abogado de Ben anotó algo sin mirarme.
Tres horas invertí solo en estructuras y seguridad: rutas de evacuación obstruidas por caballetes y escenografías, extintores vencidos, salidas de emergencia con candados “provisionales”. Coloqué etiquetas rojas y precintos donde correspondía. Steven me seguía a medio paso, guardián callado; su presencia recordaba que no estaba jugando a la inspección: esto era una escena mayor.
Volvimos a la sala. Cara de póker. Ni un gesto de más. Seguí con lo que siempre delata más que un discurso: los números. Solicité libros contables, pólizas, resguardos, actas de consejo estudiantil, reglamentos internos, correos de autorización, contratos de proveedores, inventarios de bodega, etc.
—El consejo estudiantil administra algunos presupuestos. —intentó justificar Scaler.
—Los alumnos no deberían administrar infraestructura crítica, ese debería ser su trabajo señora. —respondí.
Desplegué actas. Las fechas no cuadraban: decisiones tomadas en días inhábiles; firmas que variaban su trazo entre acta y acta; compras fraccionadas para evadir topes; tres proveedores con domicilios idénticos y razón social distinta. Abrí otra carpeta: permisos “especiales” para eventos del consejo con gastos de sonido facturados como “insumos de seguridad”. Subrayé “negligencia grave”, “posible simulación de competencia”, “conflicto de interés”.
—Ferris —dije, y por fin lo miré—, su auditoría anterior fue un monumento a la omisión. ¿Quién lo presionó?
El hombre sonrió pálido:
—Yo reporté lo que vi.
—Vio muy poco —repliqué—. O no le convenía mirar.
Ben apretó la mandíbula:
—Yo solo seguí instrucciones de la dirección.
—Y la dirección —respondí sin levantar la voz— siguió instrucciones de nadie, porque la ley no se negocia.
Pedí las grabaciones de las cámaras de seguridad de tres meses, había momentos cortados y borrados, curiosamente las grabaciones siempre eran borradas cuando Mia Moretti aparecía, justo antes del corte… también el registro de accesos al cuarto de máquinas del elevador y la correspondencia con el proveedor. Solicité copia digital inalterada y ordené resguardo con cadena de custodia. Alguien detrás respiró hondo; el abogado miró a Scaler por primera vez con impaciencia. Aquí está el nervio, pensé.
Sin decir una palabra, con rostro neutro, terminé mis notas del nivel estructural de la escuela. Luego pasé a los libros: pólizas sin soporte, salidas de efectivo justificadas con tickets térmicos borrosos, “donaciones” del consejo a “proyectos artísticos” que en realidad pagaban cableado, andamios y pintura de muros que deberían salir de mantenimiento. A cada rubro, un folio; a cada folio, un responsable.
—¿Quién autorizó trasladar presupuesto de seguridad a eventos?
—Fue una decisión colegiada —dijo Scaler.
—Entonces la responsabilidad también lo es —anoté.
El reloj corrió sin que nadie se atreviera a pedir receso. Igualmente revise todo al milímetro otras 2 horas, se notó la tensión mientras terminaba de hacer mi reporte.
Terminé mi reporte con la tinta seca en las hojas y el eco de mis anotaciones retumbando en mi cabeza. A medida que pasaba las páginas y revisaba las cifras, hubo un nombre que destacaba como una sombra omnipresente en todos los balances: Antony Moretti. Ahí estaba, repetido una y otra vez, con cantidades exorbitantes. El 80% de las donaciones a la escuela provenían directamente de él. No había que ser un genio para atar los cabos: esas “donaciones” no eran altruismo, eran la llave que abría todas las puertas para su hija Mia dentro de la institución.
Me recosté ligeramente en la silla, presionando el puente de mi hocico. Esto no es filantropía, es compra de poder, o más bien asegurarse que su hija problemática se graduara... El señor Moretti no regalaba dinero: compraba impunidad para su hija. Cada línea de los libros contables me lo gritaba en la cara. Los montos eran desproporcionados, las fechas de las entregas coincidían sospechosamente con incidentes reportados y luego silenciados. Todo cuadraba demasiado bien como para ser casualidad.
Volví a repasar las actas del consejo. Benjamin Mknight aparecía en todas, firmando, autorizando, levantando la mano como si fuera dueño del lugar. ¿Por qué tanto poder en un estudiante? La respuesta era obvia: era pareja de Mia Moretti. Y con eso, el círculo se cerraba. Corrupción de manual: influencia, dinero, negligencia, abuso de poder.
—Claro como el agua… —murmuré para mí mismo, mientras Steven me observaba de reojo.
Pero lo que más me heló la sangre no fue la evidencia de corrupción, sino la ausencia de algo todavía más grave: ¿dónde estaba todo ese dinero? Porque lo revisé tres veces y las cifras no cuadraban. En teoría, con esas donaciones la escuela debería brillar como una institución de primer nivel.
En la práctica, los baños estaban clausurados, faltaba infraestructura para discapacitados, los pasillos tenían grietas, el elevador para discapacitados era una trampa mortal. El presupuesto era tan alto que cualquier otra institución del condado podría haber funcionado con suficiencia total, y sin embargo, aquí las instalaciones eran un desastre.
Me levanté y caminé hasta la ventana, observando los jardines secos, los muros con pintura descascarada. ¿Cómo es posible que nadie haya notado esto? La respuesta era amarga: porque nadie quería notarlo. Porque mirar hacia otro lado era más fácil que enfrentarse a la maquinaria de los Moretti.
—Y sin embargo… —dije en voz baja, repasando otra hoja—, curiosamente el aula del consejo estudiantil tenía un escritorio de roble, sillones de primera categoría, un equipo de sonido de lujo y hasta cortinas importadas…
Me giré de golpe hacia los presentes. Ferris, el auditor anterior, sudaba frío; Scaler, la directora, intentaba mantener la compostura.
—En mis 20 años de servicio… —comencé con voz firme, clavando mi mirada en ambos— jamás en toda mi carrera me había topado con un par de descarados como ustedes. He visto corrupción, negligencia, incluso incompetencia, pero lo suyo… lo suyo es repugnante.
El silencio se volvió tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
—Ni siquiera tengo que decirlo. —Golpeé el escritorio con la palma abierta—. Reportaré todo lo que vi aquí.
Apunté a Ferris primero:
—Con mi autoridad como auditor estatal, lo remuevo de su cargo en este instante. Será puesto bajo investigación por posible acto de corrupción. Prepárese para rendir cuentas, porque esas firmas que dejó en las auditorías anteriores lo incriminan directamente.
Luego giré hacia Scaler. Su rostro palideció al instante.
—Y usted, directora… vaya buscando un abogado competente, porque esto no se va a resolver con un par de excusas. Su nivel de negligencia y la corrupción obvia bajo su gestión es tal que me repugna. Esta institución será cerrada apenas finalice el ciclo escolar vigente. Preparese.
El abogado de Benjamin, sentado al otro lado, no parecía ni inmutarse. Al contrario: me miraba con una sonrisa ególatra, como si creyera que todo aquello era un juego que él ya tenía ganado. Esa sonrisa me hervía la sangre, pero no le di el gusto de una reacción. Solo cerré la carpeta con un golpe seco y lo ignoré.
Fue entonces cuando sentí la mano de Steven en mi hombro. No era un gesto casual: era firme, casi protector.
—Nos retiramos —dijo con un tono serio—. Sígame por favor, señor auditor.
No hablaba para mí. Su voz, su postura, su mirada dura iban dirigidas a todos los presentes, como un aviso velado: no se atrevan a tocarlo.
Yo asentí en silencio. Pero dentro de mí, algo era claro: lo que había destapado era apenas la punta del iceberg.
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Apenas nos subimos a su patrulla, Steven encendió el motor y aceleró sin decir mucho. El rugido del vehículo llenó el silencio incómodo que había quedado tras la reunión, hasta que finalmente habló con voz baja pero firme:
—Lo llevaré a un lugar seguro… supongo que ya entiende por qué.
Me recargué contra el asiento, exhalando un suspiro cansado que parecía arrastrar años de frustración.
—No me sorprende que las irregularidades sean tan obvias. —dije con amargura—. Es una muestra de que están confiados, de que creen que siempre van a salirse con la suya. Cuando el dinero es tan grande, la impunidad parece garantizada.
Steven asintió sin apartar los ojos de la carretera, el gesto tenso en su mandíbula.
—Su vida está en peligro, señor Marchal. Eso no es una suposición, es un hecho.
Volví a suspirar, apoyando la frente en mi mano mientras miraba por la ventana las luces de la ciudad que pasaban de largo.
—No sería la primera vez… —dije con un deje de ironía cansada—. Lo que quiero saber es, ¿qué tan peligroso es Antony Moretti en realidad?
Por primera vez, Steven apartó la vista del camino solo un segundo, como si midiera bien sus palabras antes de responder.
—Bastante. Casi toda la ciudad es suya, sus tentáculos llegan a la policía, los jueces, las empresas… pero esta vez se metió con la gente equivocada, créame esto terminara bien.
Eso último me llamó la atención. Su voz no tenía dudas, como si ya supiera el desenlace de un tablero en el que yo apenas comenzaba a mover piezas.
Nos detuvimos frente a la cochera de una casa amplia, iluminada tenuemente. Al bajar del vehículo, la imagen fue clara: varios dinosaurios con trajes negros custodiaban el lugar, armas de alto calibre colgando de sus manos con la naturalidad de quien está acostumbrado a usarlas. Me mantuve quieto un instante, evaluando la escena. No eran improvisados.
—Seguridad privada, cortesía de la familia Nito, la familia del muchacho al que lastimaron. —explicó Steven con calma, como si hablara del clima—. Le aconsejo que, mientras el caso está en marcha, se mantenga dentro de la casa de la familia Payne. Aquí no le faltará protección.
Me crucé de brazos, observando a uno de los guardias que me devolvió una mirada gélida. Finalmente asentí.
—Ahora lo entiendo… fue la suma de muchos factores. —murmuré para mí mismo, atando cabos que hasta hace poco parecían inconexos.
Steven asintió, esta vez mirándome directamente.
—La familia Nito tiene mucha más influencia que los Moretti. Por eso el caso sigue su curso y no se ha enterrado bajo la alfombra como tantos otros. Créame… si hubiese sido cualquier otra persona la víctima, posiblemente esa maldita escuela ya estaría libre de toda culpa y la perra de Mia Moretti seguiría impune, sonriendo como siempre y el corrupto del Sheriff ya estaría festejando con Antony.
El peso de esas palabras me golpeó en el estómago. Sabía que tenía razón. Crucé los brazos más fuerte, tratando de contener la rabia que hervía en mi interior.
—Solo espero que todo salga bien y que nadie intente ponerse por encima de la ley —dije al fin, con un hilo de voz que mezclaba cansancio y determinación.
Steven me sostuvo la mirada un instante y luego asintió, como si mi comentario hubiera sido más una promesa que un deseo.
—La razón por la que ayudo a los Nito —dijo con seriedad— es porque, a pesar de toda la influencia que tienen, son personas limpias. Y ese chico, Inco… merece justicia.
Sentí un nudo en la garganta. Un país entero podrido hasta la médula, y aun así, un solo chico comatoso logra ser la chispa que desnuda a los monstruos que controlan esta ciudad. Esa idea me golpeó fuerte. Asentí en silencio, sabiendo que, aunque el camino fuera oscuro, alguien tenía que recorrerlo.
2 días despues
P.V Ripley
Me encontraba frente a frente con el juez de la suprema corte del estado. El aire en esa oficina olía a madera vieja, a poder podrido y a traición. Siempre había odiado deberle favores a este hijo de puta, porque sabía que algún día me los iba a cobrar con intereses.
Y ahora, parado frente a él, con mis manos apoyadas en el escritorio, sentía que el suelo se me movía. Esta era la última esperanza que me quedaba para que este puto caso no procediera. Si él se mantenía firme, había una salida. Si no… estábamos perdidos.
El juez me miró con calma, como si disfrutara cada segundo de mi desesperación. Con voz grave dijo:
—Sé por qué está aquí, Sheriff Aaron… y lamento decirle que esta vez no haré nada…
Sentí que me clavaban una estaca en el pecho. Mi mandíbula se tensó y apenas pude articular las palabras:
—¿Qué quiere decir con eso?
El muy cabrón se acomodó en su asiento, entrelazó los dedos y con ese tono lleno de falsa culpa, como si realmente lo sintiera, pero sabiendo que me estaba dejando hundirme, soltó:
—Alguien de más arriba me ordenó que me mantuviera neutral en el asunto. Este caso va más allá de lo que aparenta. Entiendo su trato con los Moretti, y que a veces son un mal necesario para mantener la ciudad en pie… pero prefiero mantener mi posición segura.
Cada palabra era un golpe en mi cráneo. ¿Más arriba? ¿Quién carajos estaba detrás de esto? El juez bajó un poco la voz, como si estuviera compartiendo un secreto:
—La persona que me dio la orden es alguien bastante poderosa. Créame, Sheriff… en mi opinión, la joven Moretti se metió al pozo de mierda más profundo que he visto en mi vida… y yo no pienso saltar con ella.
Me incliné hacia delante, apretando los puños contra la madera del escritorio.
—¿Sabes lo que va a pasar con esta ciudad si la reputación de los Moretti se ve dañada? —escupí cada palabra como veneno.
Él suspiró, fingiendo compasión, pero sus ojos brillaban con esa maldita frialdad de siempre.
—Lo sé… pero no puedo hacer nada. Si meto mano, me puedo dar por muerto, y valoro mi vida. Tú más que nadie comprende cómo funcionan los juegos de poder, Ripley. Yo no voy a poner en riesgo mi posición por ti o los Morettis.
Dentro de mi cabeza, una tormenta de insultos me devoraba. Cobarde… maldito cobarde. Todos son iguales, todos se lavan las manos cuando más los necesitas. Apreté los dientes hasta casi romperlos.
—Todo se va a terminar… —gruñí, más para mí que para él, con el veneno de la rabia corriéndome por la garganta.
El juez, sin inmutarse, respondió con esa tranquilidad de hombre que ya tomó su decisión:
—Apenas termine este caso renunciaré. Disfrutaré de mi retiro, hasta yo se que todo se va a ir a la mierda… buena suerte, Ripley. La necesitarás.
Mi respiración se volvió pesada. Sentía que las paredes me cerraban y que la traición estaba escrita en cada rincón de esa maldita oficina. Entonces, un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos. El juez alzó la voz:
—Adelante…
La puerta se abrió y ahí estaba Steven, ese perro bastardo, con una gran sonrisa en el rostro, esposas en la mano y un par de oficiales tras él. Con voz firme, cargada de un sadismo que no intentó ocultar, declaró:
—Señor Ripley Aaron, está bajo arresto por sospecha de corrupción. Tiene derecho a permanecer en silencio…
La sangre me hervía. El corazón me golpeaba con furia dentro del pecho. Apreté los dientes y escupí las palabras con odio:
—¿Qué estás pensando, idiota?
Él no se achicó, al contrario, parecía disfrutar cada segundo.
—Varios de tus hombres armados fueron detenidos mientras intentaban entrar a la fuerza en el departamento donde se tenía a Mia Moretti bajo custodia… o al menos eso creían, ya que mis hombres los esperaban ya preparados para arrestarlos, cayeron en mi trampa, intentando crear una escena de suicidio falso para evitar que la reputación de los Morettis empeorara… lo sé porque nos dieron una confesión escrita conjunta donde dice que fuiste tú quien dio la orden. Se acabó el juego, Ripley.
El mundo se me vino abajo en ese instante. El zumbido en mis oídos era ensordecedor. ¿Un hombre mío? ¿Confesión escrita? ¡Malditos traidores! Llevé las manos a la cabeza, intentando procesar el golpe, y por instinto busqué mi arma. Pero no llegué a alzarla: un disparo seco destrozó mi mano en el acto. El dolor fue insoportable, un ardor que me recorrió el brazo y me arrancó un rugido de rabia.
—Ahora también resistirse al arresto y apuntar su arma a un oficial de policía… —dijo Steven con voz triunfal mientras hacía una seña a los otros—. Llévenselo, muchachos.
Me resistí con cada fibra de mi cuerpo, gritando mientras me esposaban como a un perro rabioso:
—¡No tienes idea de lo que estás haciendo, Steven!
Él sonrió con esa maldita satisfacción que me perforó como un cuchillo.
—Lo sé perfectamente, ex Sheriff…
P.V Steven
Hace tres horas.
Uno de los hombres del señor Nito me notificó que los sujetos de interés —varios oficiales de Ripley, incluido su mano derecha Víctor—, a los que habíamos ordenado vigilar desde hacía tiempo, se empezaron a mover. La notificación llegó como un pitido seco en el oído: teléfonos, radios, miradas que se cruzan. No podía permitirme fallar ahora.
No perdimos ni un minuto. Mia Moretti fue trasladada al T.F.C. con el pretexto de que era su hora de comer; Johnson la escoltó con la cara de siempre: impasible, serio. Mientras ella se iba, sin saber nada, mis hombres y yo tomamos posiciones.
Los detalles importaban: quién cubría qué ventana, quién tenía el recorrido de escape en la cabeza, quién ocupaba la azotea. Los tipos que el señor Nito nos prestó para la operación no eran cualquier cuerpo de seguridad: eran hombres entrenados hasta el tuétano, ex-SEALs, Rangers, tipos que olían a pólvora y disciplina. Me sorprendía el poder adquisitivo y la red de contactos de los Nito; no escatimaban en la gente que ponían a disposición. Teníamos francotirador, cobertura de comunicaciones, y equipos listos para cualquier contingencia.
Me coloqué junto a mis compañeros oficiales y a la seguridad privada de Nito, oculta en los cuartos contiguos. El pasillo olía a café frío y a goma quemada por los nervios. Pulsé el auricular y recibí la confirmación en un susurro: “los cerdos llegaron al chiquero. Víctor y cuatro más.” Mi corazón se endureció. Era el momento.
Víctor nunca fue un novato, a pesar de que era joven apenas 21 años casi recién salido de la academia y ya corrupto hasta la medula. Era un pterodón grande, con el porte de quien se cree intocable por la influencia de Ripley. Llegó al pasillo con sus hombres, empujando la puerta con violencia, esperando controlar la situación; en su arrogancia no sospechó que el tablero entero estaba a punto de voltearse. Pero cuando la puerta cayó, mis hombres y yo ya estábamos apuntándoles con nuestras armas, siluetas negras recortadas contra el marco iluminado.
—Finalmente mordiste el anzuelo, Vic —dije, dejando que mi voz llegara fría y sin rastro de duda—.
Lo vi apretar los dientes, esa mueca de siempre, la que usaba cuando las cosas parecían a su favor. —Siempre fastidiando nuestras operaciones, Steven… —escupió con veneno, tratando de recuperar autoridad—.
Sonreí, una sonrisa sin alegría, lista solo para cubrir la tensión que tenía en el pecho. —El juego se acabó. Ni tú ni Ripley saldrán limpios de esto y lo sabes.
Se rió, un sonido áspero y sin convicción. —El que no va a salir vivo eres tú, Steven. Esta será la última vez que… —empezó, amenaza que quedó a medias.
No le di tiempo. Con un gesto seco, los refuerzos del señor Nito se movieron como una sombra: hombres en los cuartos contiguos salieron apuntando con armas de alto calibre, cadenas de mirillas enfocadas, cuerpos que se cerraban como un cerrojo. La cobertura era perfecta, la trampa cerrada. Era un escenario que habíamos preparado con horas de planeación, con nervios templados y cuentas claras.
—Game over, Víctor —dije en voz baja, pero con toda la autoridad que me daba el cargo y la responsabilidad de cientos de ojos mirando desde fuera—.
Y ahí fue cuando lo vi cambiar. La fachada de bravura se resquebrajó en su rostro. El pterodón alzó las manos, lento, derrotado por la matemática simple del número y la preparación. Sus hombres bajaron las armas; algunos miraron sus botas, otros a mí, buscando una salida que no existía. Víctor dejó caer la máscara y, por primera vez en mucho tiempo, su rostro mostró pánico crudo.
Su orgullo se convirtió en súplica. El tipo que había dado órdenes, que había intimidado y hecho favores sucios en nombre de Ripley, empezó a suplicar como una perra. Rogó, tartamudeó, llamó nombres, ofreció promesas que sabía que nadie iba a comprar. Se retorcía con la humillación de estar acorralado, una criatura que se ve a sí misma con los colmillos limados y sin defensa.
—Por favor, por favor, Steven… no… yo no, yo solo seguía ordenes —sus palabras se mezclaban con sollozos, con ruego, con la evidencia de que la caída era total.
Y ahí estaba el infeliz: se rindió y empezó a suplicar como una perra ahora que estaba completamente derrotado.
---
Una hora después…
Los cinco estaban ya bajo custodia. Las esposas brillaban bajo la luz fluorescente de la comisaría como si fueran el sello final de un círculo que por fin se cerraba. Tenía a Víctor en la sala de interrogatorios: el mocoso que se creía intocable por ser el perro faldero de Ripley estaba ahora sentado con la mirada vacilante, prácticamente cagando ladrillos porque sabía, hasta en el tuétano, que de esta no saldría.
La arrogancia que lo había definido durante los dos años que lleva aquí se había convertido en un temblor torpe, en sudor frío que le resbalaba por la nuca.
Me planté frente a la mesa, apoyé los codos y lo miré con la calma calculada que solo alguien que ha decidido no fallar puede sostener. Le puse lápiz y papel delante, marcando el ritmo de la conversación como quien conduce un reloj.
—Mira, Vic —dije despacio, sin gritar, con la voz de quien no necesita que le teman porque ya tiene todo—. Lo hacemos de la forma fácil o de la difícil. Tú decides. Empieza a redactar todo: quién dio la orden, quién ordenó esta ejecución. Dímelo ya.
Sus ojos se movían como si buscaran una salida por todas las rendijas de la habitación. Intentó recomponer su cara dura, pero la presión lo estaba devorando. Respiró hondo y comenzó a escribir con mano temblorosa, y las palabras salieron atropelladas, confesionales:
—Yo solo seguía órdenes… fue Ripley. Él me dijo que si veía necesario eliminara a Mia Moretti. No me dijo por qué… solo que lo hiciera, que… manipuláramos la escena para que pareciera un suicidio…
La frase quedó flotando en el aire como una sentencia. Sentí una mezcla de alivio y asco; la pieza que necesitábamos estaba allí, cruda, directa. Sonreí, una sonrisa que no celebraba, solo cerraba la cuenta de años de podredumbre.
—Cuéntame más —le pedí—. Anota todos los operativos de esta naturaleza que recuerdes. Nombres, fechas, vehículos, códigos. Entre más pongas, más posibilidad tienes de que tu condena sea menor. Te lo prometo.
Su tensión bajó un poco, la sonrisa nerviosa reemplazó al pánico absoluto, y empezó a vomitar nombres y movimientos como quien suelta un saco de piedras. Listó radios, códigos de vehículos, calles, la hora exacta del supuesto “suicidio” que habían montado, quiénes estuvieron en cada perímetro. A cada línea que escribía, yo la llevaba a la carpeta principal como si fuera un hilo de evidencia.
Repetimos el mismo método con los otros cuatro. Uno a uno, pasaron por la sala bajo mi mirada fría. Algunos intentaron negarlo; otros, al igual que Víctor, se derrumbaron más rápido que su ego. Para los que intentaron mantener la pose, usé la dualidad: presión psicológica cuidadosa y la promesa de negociación si cooperaban.
Al final, todos cedieron. Lo que al principio olía a rumor se transformó en confesión estructurada en papel: órdenes directas, manipulación de escenas, intentos de ocultar pruebas. Teníamos declaraciones que podían barrer a Ripley en todos los frentes.
Mientras guardaba los folios con cuidado y mandaba a mis hombres a ejecutar cateos urgentes en los domicilios de esas cinco ratas, suspiré y dejé que la realidad me llegara como un golpe seco. Sujeté las hojas entre los dedos y pensé en voz baja:
—Pobres idiotas…
La verdad cruda es que los policías corruptos no duran nada vivos en prisión. Lo sabes, lo saben. La vida que llevaron, las cosas que hicieron, los enemigos que se ganaron —todo eso pesa más que una condena. Y si encima la información de que lo son se filtra, aunque sea “accidentalmente”, el infierno se convierte en efectivo y en vendetta.
Mi filosofía quedó clara en ese suspiro frío: 0 tolerancia a los policías corruptos. 0 piedad con estos bastardos.
De regreso al presente.
Ripley estaba siendo subido a la ambulancia, retorciéndose de dolor, aunque aún trataba de mantener esa sonrisa soberbia de hijo de puta que siempre lo había caracterizado. Obviamente no iba a dejar nada al azar: di la orden para que lo mantuvieran vigilado las veinticuatro horas, incluso logré convencer a uno de los empleados del señor Nito para que hiciera guardia junto con los paramédicos. No iba a permitir que ese bastardo intentara una jugada desesperada ni que alguno de sus perros intentara liberarlo.
Mientras le aplicaban los primeros auxilios a su mano destrozada, mi teléfono sonó. Contesté de inmediato.
—Aquí Johnson, señor… —la voz del oficial al otro lado se escuchaba tensa, como si hubiera tenido que tragarse las palabras antes de decirlas—. Tengo malas noticias… el intento de homicidio acaba de convertirse en homicidio. Inco fue declarado muerto hace cinco minutos.
Sentí que un martillo me golpeaba directo en el pecho. Apreté los dientes de pura rabia, al punto de que pensé que se me iban a quebrar. Cerré los ojos unos segundos, buscando no perder la compostura. Maldición… ese chico no merecía esto. No de esa forma.
Ripley, aún con el rostro sudoroso por el dolor, soltó una carcajada ronca, como si disfrutara la crueldad de la noticia.
—¿Qué te dijeron? ¿Eh? —me preguntó con esa burla venenosa en la voz.
Inspiré profundo, conteniendo mis ganas de partirle la cara ahí mismo.
—El cargo ahora es homicidio, Ripley. No deberías reírte… —le respondí con un tono frío, casi cortante, para no dejar entrever que por dentro estaba ardiendo.
Por un instante, vi cómo su mandíbula se tensó. La sonrisa se le borró de golpe. Sabía lo que eso significaba: las cosas acababan de volverse mucho más jodidas para él. Ahora Mia estaba bien jodida y por lo tanto él.
Una hora y media después de terminar con el papeleo del arresto de Ripley y coordinar con la fiscalía, finalmente me dirigí a la casa de los Payne. El guardia de la entrada me reconoció enseguida; apenas me vio, levantó la barrera y me dejó pasar sin preguntas.
Al entrar en la casa, lo primero que sentí fue un cambio en el ambiente. Como si la temperatura hubiera bajado varios grados. El aire estaba pesado, cargado de una tristeza que calaba hasta los huesos. La casa, que solía ser un lugar cálido, se había transformado en un espacio lúgubre, silencioso, como si la misma vida hubiera decidido retirarse de ahí.
En la sala me encontré al señor Payne y al señor Nito. Ambos tenían los rostros destrozados por la tristeza. Ojeras, miradas perdidas, gestos apagados. La clase de dolor que no se puede describir, solo se siente con solo estar en la misma habitación.
El señor Nito tenía un celular en la oreja. Su voz era dura, pero se notaba la rabia quebrada en cada palabra:
—Quiero que investiguen todos y cada uno de los trapos sucios de la familia Moretti… quiero que todos caigan. Me debes ese favor.
Colgó sin esperar respuesta y se dejó caer de espaldas en el sofá, cubriéndose la frente con la mano, agotado.
Me aclaré la garganta con cuidado.
—Lamento que las cosas escalaran de esta manera. ¿Y los demás?
Randy fue el que respondió, con un tono apagado, cargado de cansancio.
—Marchal está dormido en el cuarto de arriba… mi hijo está consolando a Olivia y cuidándola… y mi esposa está cuidando a…
Nito me interrumpió, levantando la mirada con los ojos enrojecidos.
—Dime todo lo que ha pasado hoy. Por favor. —No era una orden, ni un reclamo. Era una súplica de alguien que necesitaba respuestas para no volverse loco.
Asentí y fui directo. No había lugar para adornar nada.
—Ripley fue arrestado. Todo va en orden, la evidencia es sólida y el juicio, debido a la magnitud de las pruebas, se llevará a cabo en cuatro días. Todo está procediendo sin inconvenientes.
El señor Nito suspiró profundamente, como si cada palabra mía le pesara toneladas en el alma.
—No me siento mejor por saber que todos los responsables se irán a la mierda… nada me devolverá a mi hijo. —Su voz se quebró en la última palabra.
Randy le puso una mano en el hombro, intentando transmitir algo de apoyo.
—No seas tan duro contigo, Lewis…
Pero él negó con la cabeza y se tapó el rostro con ambas manos.
—Eso no hubiera pasado si no fuera un maldito adicto al trabajo. Si me hubiera involucrado en la vida de mi hijo… si hubiese sido un padre de verdad… quizás…
La culpa lo estaba destrozando. Su voz cargaba un peso insoportable.
Randy no lo dejó hundirse más.
—No te voy a mentir, Lewis… fueron negligentes. Sí. Pero nada de esto es culpa de ustedes dos. Fue culpa de la administración de esa escuela y de la corrupción de los Moretti.
Lewis apretó los dientes, luchando contra las lágrimas.
—Aun así… —alcanzó a decir, con la voz quebrada.
Lo miré directo, intentando mantener mi tono sereno, aunque por dentro compartía su rabia y su impotencia.
—Quizás nada les devolverá a Inco. Pero él merece justicia. Y Olivia merece estar segura. Después de todo, él dio su vida por ello.
Lewis agachó la cabeza, incapaz de responder, tragando en silencio la amargura de esa verdad.
Chapter 3: Juicio.
Chapter Text
P.V Iadakan
Me encontraba sentado en mi mecedora, esa que chirriaba con cada balanceo como si reclamara cuidado, y me costaba procesar cuánto habían escalado las cosas. La casa olía a té frío y a viejo, a muebles que han visto más vidas que yo. En las paredes había fotos enmarcadas: alumnos felices en exhibiciones, manos manchadas de pintura, rostros jóvenes que alguna vez confiaron en mí. Todo eso ahora se me venía encima como un alud silencioso.
La muerte de Inco, aunque no lo conociera desde hacía tanto, me dolió en el alma. Me sorprendió lo profundo que caló ese pinchazo: una punzada seca detrás del pecho que cada tanto me arrebataba el aliento.
Lo comparé, sin querer, con el vacío que me dejó mi esposa cuando se fue hace cinco años. Fue un recuerdo que apareció sin pedir permiso y me dejó temblando. Tomé una de sus plumas en las manos —una de las que había conservado de ella— y la sostuve como si fuera un talismán.
Para nosotros, los pteros, las plumas primarias son sagradas. No son un adorno: son parte del cuerpo, símbolo de belleza, del corte de la vida. Una pluma primaria tardaba en crecer, salía en contadas ocasiones; entregarla era un acto solemne. Recuerdo la primera vez que ella me ofreció una: la llevé a la mesa, temblando, y su sonrisa, pequeña y orgullosa, me hizo sentir que había ganado el mundo.
La que sostenía ahora estaba ya desgastada, con las puntas algo abiertas por los años; junto a ella había varias otras que había juntado como un hobby tonto durante nuestro matrimonio. Tenía una almohada rellenada con varias de sus plumas comunes… era normal que cuando mudaba las dejaba tiradas… —un capricho que no pude dejar— y aún hoy, sin ella, no podía dormir como antes. Esa almohada olía a hogar; olía a sus manos. Cuando apoyé la pluma en la palma, la memoria de su voz me vino sin aviso: “No la pierdas, Trent. Es parte de mí.” Y la había cuidado.
Miré la cajetilla de cigarrillos encima de la mesa de noche. Las colillas en el cenicero eran testigos mudos de un vicio que me acompañó décadas. El cáncer en pulmones y huesos ya estaba en fase final; me lo dijeron hace cuatro años. Curioso: la noticia me rozó como un viento gélido y, en lugar de pelear, me resigné. No busqué tratamiento. ¿Para qué? Pensé: ¿qué sentido tenía luchar si mi vida había perdido su eje cuando ella ya no estaba? Por eso fumé. Porque cada bocanada me devolvía una transparencia, una excusa para no ver la cuenta regresiva.
Y entonces llegó Olivia. La conocí cuando llegó a la escuela, una niña con ojos que miraban el mundo con desconfianza. Era talentosa, lo vi en sus manos, en la manera en que sostenía un pincel o componía una paleta de colores.
Pero estaban los complejos: la silla de ruedas era una marca permanente que la separaba de los juegos, de las carreras en el patio; las miradas de algunos compañeros eran cuchillos disfrazados de curiosidad. Ella cargaba todo eso en silencio y, al principio, se mantuvo cerrada, un caparazón que nadie atravesaba. Me costó trabajo ganarme su confianza. Le hablaba de técnicas, de contrastes, de cómo la luz puede salvar una pintura mala. Poco a poco, con paciencia, la vi relajar los hombros.
Inco apareció después, un chico solitario como si la soledad fuera su hábitat natural. Venía con historias cortas, una mochila y chaqueta de diseñador, y ojos que albergaban un complejo de soledad instintivo.
No tenía padrinos en la ciudad; no era de los nodos familiares que se ayudan entre sí. Lo que más recuerdo era su discreción: hablaba mucho era un adicto a la atención, pero comprendí rápidamente la razón… incluso Olivia me dijo una vez que él había estado enfermo y que sus padres ni siquiera hicieron acto de presencia y casi se intoxica por un trolleo de tik tok con una bebida purpura…
Ver cómo Olivia y Inco se encontraron me conmovió de una forma que no esperaba, yo la forcé al ver a Inco solo y que quería acercarse a Olivia, casi obligué a Olivia a que le diera una oportunidad, quizás uno de mis actos más egoístas, pero no me arrepiento.
Al principio fue una compenetración tímida: compartían un banco, intercambiaban comentarios sobre una obra, reían de un chiste malo mío. Con el tiempo, Inco empezó a frecuentarla y a sus amigos; también venía temprano a las clases y se quedaba hasta tarde, ayudando a mover caballetes, colgando cuadros.
Olivia, por su parte, se fue abriendo: sus manos ya no temblaban cuando mezclaba colores, su voz subía un octava en clase. Era un proceso pequeño, casi imperceptible, pero real: por primera vez en casi cuatro años, vi en ella destellos de felicidad que me recordaban a mi esposa en sus días buenos.
Yo fui su mentor, sí, pero más que eso: fui el que intentó reparar lo que la vida le había desgastado. Le enseñé a sostener la brocha, le mostraba trucos para que la pintura no se deslizara en la tela cuando sus manos fallaban; la ayudaba a adaptar herramientas para que pudiera participar con menos frustración. Su progreso me devolvía energía, me hacía pensar que, a pesar de mi cuerpo fallando, aún podía hacer algo útil.
Inco se convirtió en un ancla para Olivia. Lo vi cuidarla con una responsabilidad que no esperaba en alguien de su edad: la protegía de burlas, la empujaba el ascensor cuando las puertas fallaban, le ofrecía la mano cuando alguna escalera se interponía. No eran pareja romántica, pero en el fondo deseaba que las cosas evolucionaran de esa forma; eran dos almas que se necesitaban. Ese vínculo creció. Ella empezó a sonreír más, y esas sonrisas, aun pequeñas, eran un premio para mí como maestro.
Recuerdo la tarde en que todo se desbordó: ese pasillo húmedo, la risa estridente que molestaba, la sensación de que los mecanismos de la escuela fallaban cuando más se los necesitaba. Vi como Mia, atacaba a inco con patadas y puñetazos en la cabeza y cuerpo sin ningún tipo de piedad.
Actué: el teaser en la mano, la orden a la policía, la inmovilización. Llamé a emergencias; me quedé con Inco en el suelo, intentando estabilizarlo hasta que llegaron los paramédicos. Fue un día en el que supe que la podredumbre de la escuela no era solo negligencia, era corrupción y egoismo.
Después, en la calma que viene tras la tormenta, hice algo que no esperaba: guardé una copia del video de la cámara de seguridad. Lo hice por instinto, por temor a que alguien con poder los borrara, por esa intuición de profesor viejo que ha visto demasiadas mentiras cubiertas con papeles impecables.
También dejé una cámara mía, oculta, porque entendía que un expediente se gana con más de una fuente. No era un gesto heroico: era prudencia de alguien que sabe que la verdad se cuida.
Y porque queria probarlo a él también… a Benjamin…
Nunca quise ser protagonista; solo quise ser testigo que no calla. Y sin embargo, la decisión me colocó en el centro de la tormenta. Vi el efecto en los rostros: unos agradecidos, otros furiosos, y algunos que entendían la magnitud del paso que acabábamos de dar. Publicar el video fue, en el fondo, un acto desesperado: sabía lo que traerían las redes, la vergüenza pública, la hemorragia mediática. Pero no esperaba que escalaría tan rápido, ni que las piezas se moverían con tanta violencia.
Cuando Olivia se quebró tras la muerte de Inco, fue como si algo en mí también se partiera. La vi perder color, su mirada vaciarse, sus manos temblar sin motivo. Intenté quedarme a su lado; fui con ella a consultas, hablé con su familia, y procure estar ahí como apoyo.
Pensé muchas veces en si había hecho lo suficiente. ¿Podría haber sido más rápido con la evidencia? ¿Más severo? ¿Haber reportado las irregularidades al estado de las que no estaba del todo seguro en ese momento? Esas preguntas me persiguieron en las noches, me despertaban con sudores fríos. Me atormentaba la idea de que, quizá, si hubiese presionado más, si hubiese sufrido más por ese hecho, quizá Inco estaría vivo. Lo sé: la culpa del superviviente es absurda, pero natural.
Ahora, sentado aquí con la pluma en la mano y el cigarrillo apagado en el cenicero, siento que mi tiempo se acorta. Cada tic del reloj me recuerda que no me quedan muchas estaciones por vivir. Sin embargo, hay cierta paz en las decisiones que tomé: hice lo que pude para que la verdad saliera. Puede que no haya sido suficiente para salvar a Inco, pero sí fue suficiente para que su nombre no se perdiera en el olvido.
Miro la mecedora que cruje y pienso en cómo las cosas, pese a todo, tuvieron pequeños destellos de luz: la risa de Olivia en momentos puntuales, la concentración en los ojos de Inco cuando usaba su camara, el agradecimiento silencioso de algunos alumnos que ahora hablan de cambios en la escuela. Me aferro a esas imágenes como a un bote en medio del océano.
Y sin embargo, al recordar el curso entero de los meses pasados, la esperanza se mezcla con la amargura: la ciudad, los poderosos, las familias rotas, la sangre que se derramó. Me cuesta aceptar que tanto bien no bastó para evitar la tragedia. Por eso, cuando pienso en Olivia y en lo que perdimos, en lo que se rompió, no puedo evitar sentir un peso enorme y una impotencia que me cala hasta la médula.
Pero la verdad es que, aunque me duela admitirlo, también hay belleza en lo que logramos arrancar a la oscuridad: nombres quedaron expuestos, corrupciones cayeron, y la voz de los débiles se amplificó. Fue poco consuelo frente a la pérdida, pero aún así, consuelo.
Y luego pasan las noches en vela, y regreso a la mecedora, y vuelvo a tocar la pluma, y me acuerdo de la pequeña almohada de plumas que huele a mi esposa, y pienso en todo lo que dimos y lo que nos quitaron, en los momentos en que Olivia, tímida, comenzó a sonreír, en cómo Inco la sostuvo y la empujó por los pasillos, cómo empezaba a cambiar para bien y luego el diablo apareció con nombre y apellido…
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Benjamin… un chico que siempre me dejó opiniones mezcladas. Por un lado, era trabajador, responsable, el tipo de alumno que los profesores ponían como ejemplo; querido por muchos, voluntarioso en las actividades y con esa sonrisa tímida que atraía la confianza. Por otro lado… y eso me costaba admitirlo, terminó siendo el verdugo de Olivia. Esa contradicción me roía por dentro.
Como profesor, intenté mantener la neutralidad en la riña entre ambos. No me gusta tomar bandos; mi trabajo es guiar, corregir y exponer la verdad de los actos cuando era necesario. Pero cuando los hechos se entrelazan con el poder y el afecto, la neutralidad se convierte en una postura difícil de sostener.
Sumando las perspectivas de los implicados —y con la mayor fe que pude tener en que ambos merecían una oportunidad— la historia no era simple. Ben intentó “ayudar” a Olivia de una forma equivocada; Olivia, con las defensas rotas por años de desprecio y daño, interpretó esa ayuda como otra maniobra que la utilizaba. La confianza se fragmentó al igual que su amistad. Lo que para Ben pudo haber sido una acción “buena” o “oportuna”, para Olivia fue una violación más al terreno frágil de su seguridad emocional.
No tomé partido, pero las acciones de Ben comenzaron a cambiar mi perspectiva de él. Que su pareja fuera la alumna más despreciable de la escuela y que él no dudara en usar su influencia para cubrirla me hizo sospechar.
Y no era solo rumor: había pequeños gestos, coberturas, desapariciones de registros que no cuadraban. Todo eso fue erosionando mi confianza en él hasta el punto de que empecé a preguntarme si, detrás de esa fachada de buen chico, no había otra cosa más oscura.
La verdad dependía de este suceso. Ben haría lo correcto y se limpiaría, o confirmaría que, en el fondo, estaba tan podrido como el resto. No quise creer lo segundo, pero la prudencia me era el camino correcto.
Durante el resto del día y el día después del incidente, un par de horas antes de hacer publico el video. me quedé haciendo guardia en la escuela. No era heroísmo; era precaución. Quería ver si alguien intentaba manipular pruebas, acercarse a equipos o desaparecer registros. Antes de la auditoría sentí que había demasiadas manos rondando las áreas sensibles, y no podía permitir que se borrara la verdad.
Lo vi llegar una tarde nublada, moviéndose con paso algo nervioso por el patio. Traía la camisa recogida, la corbata floja, y en los ojos esa inquietud que no sabe si es culpa o miedo. Me acerqué como quien pasa revista a un campo: tranquilo, pero atento.
—Profesor Iadakan —dijo, con una voz que intentaba sonar firme pero que traicionaba tensión—. No me esperaba verlo por aquí.
Mantuve la calma y le respondí de manera neutra:
—Ni yo a usted. ¿Qué razón lo trae por acá, joven McKnight?
Él se acomodó el cuello de la camisa con un gesto aprendido:
—Tengo que recoger algunas cosas del consejo estudiantil. Me removieron del cargo, así que sólo vengo por mis pertenencias… Nada más.
Sonreí, pero en mi cabeza ya formulaba la pregunta que necesitaba respuesta: no quería su evasiva, necesitaba la verdad.
—Bien —dije—. No le quito más tiempo… O espere, tengo una pregunta.
El respondió algo nervioso —Claro profesor, adelante…
Le pregunté directo, sin preámbulos:
—Durante octavo grado, cuando publicaste tu ensayo que hablaba del trabajo artístico de Olivia y en especial sobre su cuadro en el concurso de artes… y recalcabas su discapacidad… ¿realmente lo hiciste para ayudarla?
Por un segundo se quedó congelado; vi un matiz de molestia cruzar su rostro, apenas perceptible, pero real. Su respuesta no fue inmediata. Empezó por defenderse con una línea que pretendía ser racional:
—Se lo dije, profesor. Sin la publicidad de mi ensayo, ella no habría triunfado tanto. Incluso su carrera podría haber sido distinta si…
Lo interrumpí en seco porque no me interesaba el resultado; quería la intención.
—No le pregunté si estuvo bien o mal —repuse con voz más fría—. Te pregunté por tus intenciones. ¿Lo hiciste de buena fe o simplemente la usaste?
El silencio se estiró. Pude ver cómo se esforzaba por mantener la compostura. Un destello de molestia apareció de nuevo en su mirada; no era sólo incomodidad, había algo de rabia y defensa personal en esa mueca.
—Eso no le incumbe, señor —respondió al fin, con tono cortante.
Su contestación me confirmó lo que temía: había un resquicio oculto, una parte de su acción cuyo motor no era la solidaridad. Me encogí de hombros, conteniendo el reproche para no convertir la conversación en espectáculo público. No era el lugar ni el momento para una escena.
—Es todo lo que necesitaba oír —dije con calma tensa—. Permítame darle una advertencia: acepte las consecuencias de sus actos y mantenga la neutralidad en este conflicto, por su propio bien. No es una amenaza, es un consejo de buena fe. Mia hizo mal y merece ser juzgada por sus actos tanto usted como yo lo sabemos. Si intenta encubrirla como ya lo hizo anteriormente, esta vez usted podría perderlo todo.
Ben palideció un poco. Vi pasar por su rostro la conciencia de que su comportamiento había sido observado y que, esta vez, las reglas no se podrían torcer tan fácilmente. Me alejé cuando lo vi incorporarse, directo hacia el despacho del consejo con las manos en los bolsillos.
Más tarde, cuando confirmé que McKnight se había ido, volví a revisar las grabaciones de la cámara que había colocado en la sala de vigilancia. Sostuve la cámara entre las manos mientras reproducía el archivo: la imagen mostraba a Ben intentando borrar archivos, una mano ágil sobre el teclado, mirada huidiza, acceso a la base de datos y después el movimiento de borrar. No era un accidente; era deliberado. Lo observé una y otra vez hasta que la prueba fue irrefutable.
Olivia tenía razón. Ben estaba tan podrido como Mia…
P.V Olivia…
Una vez escuché una frase que apenas ahora me doy cuenta de que tiene sentido… el infierno es la vida misma. Y lo puedo comprobar con cada fibra de mi cuerpo. Inco murió protegiéndome hasta el último segundo, sin titubear, sin pensar en sí mismo. Su último acto en este mundo fue salvarme, y ese recuerdo se me clava como un hierro candente en la memoria.
Mia, mientras tanto, seguramente se está regocijando con el resultado, disfrutando de la tragedia que ella misma desató. Solo imaginarla sonriendo, victoriosa, me envenena la sangre. Me siento tan llena de ira que no sé ni cómo sacarla; siento que si hablo más de la cuenta voy a explotar, y si me callo, la rabia me va a consumir por dentro. El señor Nito y el sheriff Steven me prometieron justicia, lo dijeron con tanta convicción que debería creerles, pero yo… yo no puedo dejar de sentir que nada será suficiente.
Llegó el día del juicio. Jamás pensé que llegaría tan rápido, como si el tiempo se hubiera comprimido en un parpadeo. Mi corazón palpitaba con fuerza en el pecho desde que amanecí, y ni siquiera el aire fresco de la mañana fue capaz de calmarme. La señora Nito me acompañaba, como si quisiera transmitirme parte de la fortaleza que yo había perdido en el camino.
Ella me observó con ojos preocupados cuando me vio entrar al pasillo vestida exactamente igual que el día del incidente: mi chamarra morada, los pantalones simples y mis sandalias gastadas. Había una mezcla de sorpresa y compasión en su expresión.
—¿Estás segura que quieres ir tan casual, Olivia? —me preguntó, con un tono suave, casi maternal, como si temiera que mi elección de ropa fuera un reflejo de que no estaba lista para enfrentar lo que venía.
Me detuve un momento, acomodando mi silla de ruedas para poder mirarla directamente. No quería que pensara que mi decisión era descuido. Era algo más profundo, un acto de memoria. Inspiré con fuerza y le respondí:
—Solo quiero que esto termine… —mi voz sonó más firme de lo que esperaba, aunque por dentro temblaba como una hoja en medio de una tormenta.
Ella asintió despacio, con una ternura que me sorprendió. La señora Nito resultó ser mucho más amable de lo que parecía al principio, a pesar de que su hijo se sacrificó para salvarme. Cualquiera esperaría resentimiento hacia mí, un reproche, una palabra amarga… pero ella nunca me culpó de nada. Nadie lo hizo. Y aun así, yo no podía evitar sentir que la sombra de la culpa se cernía sobre mí. Porque en el fondo… si Inco nunca me hubiese conocido, seguiría vivo. Esa idea me golpeaba una y otra vez, como un eco cruel que no se callaba.
Era el final de un sueño que ni siquiera sabía que tenía. Un sueño de esos que nunca se formulan en palabras, pero que se siente en lo profundo del corazón. La idea de que Inco, sus padres, los Payne y hasta mi propio padre —que ni siquiera se ha dignado a aparecer—, pudieran algún día sentarse todos juntos a la misma mesa, riendo, compartiendo una cena como una familia improvisada.
Quizás, si las cosas hubieran sido distintas, si todo hubiera seguido un rumbo positivo, Inco y yo podríamos haber sido más que amigos. Tal vez algo más grande nos esperaba, algo que ahora jamás conoceré. Pero esos caminos posibles ya no existen, se disolvieron con su último aliento.
Ahora solo quedan metas imposibles. Sueños rotos que me pesan como cadenas. Y la certeza amarga de que Mia me lo quitó todo.
Estoy al borde de un quiebre mental, sosteniéndome apenas en pedazos, como un cristal fracturado a punto de hacerse añicos. Lo único, lo único por lo que sigo consciente y sin quebrarme por completo es ese deseo ardiente que me quema las entrañas: quiero ver a Mia pagar por lo que hizo.
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El juicio dio inicio y el Juez habló con voz grave, firme, cargada de ese peso que solo los años en un estrado podían dar. Se presentó y leyó con solemnidad cada palabra del documento —Da inicio el Juicio hacia Mia Moretti por homicidio en primer grado dino/humano entre muchos otros cargos.
Un silencio denso se apoderó de la sala, como si el aire mismo se hubiera endurecido. Sentí un escalofrío recorrerme los brazos, y mis dedos se aferraron instintivamente a los apoyabrazos de mi silla de ruedas.
El fiscal, que sinceramente tenía un aura que daba miedo, se levantó. Era un raptor de escamas rojas, con un traje guinda tan pulcro que parecía recién planchado. Se acomodó la corbata con un gesto lento, calculado, como si supiera que todos los ojos estaban puestos en él. Cuando giró a ver al abogado de Mia, apenas con una mirada lo hizo encogerse en su asiento; parecía que lo había reducido a la nada, casi lo hizo orinarse encima de la tensión. El raptor entonces carraspeó con calma y dijo con una voz cortante que helaba la sangre:
—Señor Juez, creo que no es necesario extender tanto el juicio. La prueba A es más que suficiente para dar a entender que la acusada es culpable…
El Juez asintió con un movimiento solemne de cabeza. Su martillo descansaba pesado sobre la mesa, pero no hizo falta usarlo; la autoridad en su mirada bastó.
—Presente la prueba, señor Edgeworth.
El fiscal encendió el proyector. El zumbido del aparato llenó el silencio de la sala, y de inmediato en la pantalla apareció la grabación. Los murmullos desaparecieron, y solo quedaron respiraciones contenidas, tensas, como si todos esperaran el impacto de lo inevitable.
Mientras todos veían horrorizados, yo no pude evitar recordar la escena con cada detalle, como si estuviera reviviéndola en carne propia. Mis manos temblaban en mi regazo, y un pensamiento me atravesaba como aguja: ¿Por qué tuvimos que estar ahí? ¿Por qué todo terminó de esa manera? Guts en mi chamarra era lo único que lograba calmarme un poco.
Mia nos estaba intimidando aquella tarde, con esa forma suya de imponerse, de hacernos sentir pequeños bajo su sombra. Para fastidiar a Inco, intentó darle un golpe ligero con su cola, una de esas bromas crueles que a ella le parecían divertidas.
Pero Inco alcanzó a reaccionar: metió las manos y la empujó con torpeza, solo para protegerse. Fue entonces que una de las púas de la cola de Mia se clavó sin querer en una de las pinturas de brillantina pegadas a la pared.
El movimiento reflejo de Mia, al girar la cola bruscamente, terminó por estamparse sola la brillantina en la cara. Recuerdo el grito desgarrador que lanzó, un chillido lleno de dolor y furia cuando la brillantina y el pegamento le irritaron los ojos.
—¡AHHH! ¡MIS OJOS, MALDITOS! —gritó, restregándose la cara con las garras, mientras la rabia se apoderaba de ella.
En ese instante, la vi levantar la cabeza y mirarnos con una ira asesina, los ojos rojos y vidriosos por la irritación. Fue como ver a un depredador herido, dispuesto a arrancarnos la vida por el simple hecho de estar ahí. El miedo me paralizó, y mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.
Mia cargó contra nosotros, desatada. Inco corrió como pudo, empujando mi silla de ruedas a toda prisa por el pasillo. El eco de mis ruedas golpeando el suelo y el rugido de Mia detrás nos envolvían en una escena de pesadilla. Llegamos al elevador de discapacitados y nos encerramos dentro, creyendo que por fin estábamos a salvo.
Pero entonces, el inconfundible click de la falla técnica nos destrozó la esperanza. Las puertas, que debían protegernos, se abrieron de golpe, como si el destino mismo quisiera entregarnos a la furia de Mia. Ella entró como un huracán de odio, sus colmillos a la vista, sus puños cerrados.
—¡LOS VOY A MATAR! —bramó, desatando una lluvia de golpes y patadas contra nosotros.
Inco, desesperado, se interpuso entre ella y yo. Su cuerpo recibió cada embate, cada impacto que debería haber sido mío. Sentí la impotencia más grande de mi vida mientras lo veía resistir. Un humano enfrentando la fuerza bruta de una dino atlética como Mia… era como poner un vaso de cristal frente a una roca que caía en picada.
—¡Inco, no! ¡Déjame, vas a morir! —grité entre sollozos, pero él solo me lanzó una mirada breve, cargada de determinación, como diciendo “no pienso dejar que te toque”.
El tiempo parecía detenerse con cada golpe que Mia descargaba sobre él. Escuchaba el ruido sordo de sus puños y patadas golpeando carne y hueso, y mi estómago se revolvía con cada crujido. El olor metálico de la sangre empezó a impregnar el aire reducido del elevador.
De pronto, en un último esfuerzo desesperado, Inco tacleó a Mia. Fue un choque torpe, desesperado, pero suficiente para empujarla hacia atrás. Y en ese instante, casi como un milagro, las puertas del elevador finalmente se cerraron y empezó a bajar…
Quedé casi ilesa, atrapada en ese cubo de metal que descendía lentamente, mientras veía a través de la rendija cómo Mia y Inco quedaban solos, la una desatada en furia, el otro apenas de pie, sangrando, pero todavía resistiendo.
Lo demás era nuevo para mí.
Vi cómo Mia lo insultaba, su voz llena de un odio visceral, maldiciéndolo una y otra vez, mientras continuaba atacándolo sin piedad. Sus garras desgarraban su piel, sus patadas brutales caían sobre su cabeza, y yo solo podía mirar impotente desde abajo, con lágrimas ardiéndome en los ojos.
Hasta que, finalmente unos 30 segundos despues, apareció el profesor Iadakan. Con desesperacion, sacó un taser y lo descargó contra Mia. Su cuerpo convulsionó y cayó inmóvil, con un gruñido final.
Y entonces la grabación terminó.
Todos en la sala estaban horrorizados. Algunos apartaron la mirada, otros llevaban las manos a la boca intentando no gritar. El silencio se rompió con un alarido desgarrador: vi cómo el señor Nito detuvo a su esposa, que se lanzó hacia adelante gritando que iba a matar a esa bastarda. Por poco la sacan del tribunal, pero el juez, con un gesto de empatía, esperó a que se calmara antes de continuar con el juicio mientras la mujer se ponía las manos en el rostro entre lágrimas.
El Juez miró directamente al abogado defensor con un gesto de severidad y, con voz cargada de ironía, soltó:
—Proceda con su defensa… Y espero que obre un milagro…
El abogado, que hasta ese momento había estado sudando frío y jugueteando nerviosamente con sus papeles, se aclaró la garganta y levantó la voz con un tono inseguro, aunque intentaba sonar firme:
—Quiero llamar a Mia Moretti al estrado para que nos cuente su versión de los hechos…
Un murmullo recorrió la sala, la tensión se podía cortar con un cuchillo. El Juez le lanzó una mirada a uno de los oficiales, un gesto breve que bastó para que el hombre se pusiera en movimiento. Salió unos segundos y regresó escoltando a Mia, quien vestía el clásico traje naranja de presidiaria. Su andar no reflejaba arrepentimiento, sino una especie de orgullo retorcido, como si disfrutara la atención que todo el tribunal le prestaba.
El sheriff Steven se acercó, solemne, sosteniendo la Biblia. Se paró frente a Mia y extendió el libro con las manos firmes, mientras el juez recitaba la fórmula con voz grave:
—¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad?
Mia inclinó la cabeza levemente y, con un tono juguetón y casi burlón, respondió:
—Lo juro…
Esa palabra resonó en mi cabeza como un insulto. El sheriff, con el ceño fruncido, regresó a su lugar, visiblemente incómodo con la actitud de Mia. El abogado defensor carraspeó y, con una voz temblorosa, le indicó:
—Podría contarnos su versión de los hechos…
Mia alzó el mentón, acomodó su postura como si estuviera en un escenario y, con un cinismo que helaba la sangre, soltó:
—Inco me atacó sin razón mientras charlaba con Olivia. Yo solo tuve que defenderme, y en el forcejeo lo terminé lastimando… sin querer tuve que devolverle los golpes, ya que él no dejaba de atacarme, claro. Fue defensa propia. Inco es quien debería ser juzgado, no yo. Yo soy la verdadera víctima, la violentada primero…
Su voz rebosaba sarcasmo, cada palabra un dardo venenoso. Mi estómago se revolvió, y apreté los dientes con fuerza. ¡Mentira! ¡Todo es una maldita mentira!
El fiscal, que llevaba una sonrisa apenas perceptible como si estuviera esperando ese momento, levantó la mano con calma:
—¡Protesto! —su voz retumbó en la sala—. Pues nada de eso está en el video. Especifique mejor su testimonio, señorita Moretti.
El juez entrecerró los ojos, evaluando cada movimiento de Mia.
—Explique por qué su testimonio es tan diferente al video, señorita…
Mia sonrió con malicia, enseñando apenas los dientes, y respondió con desdén:
—O sea, jelou… existe la I.A. y herramientas de alteración tan potentes hoy en día que ni siquiera sabemos si lo que vemos es real…
Una risa nerviosa brotó en algunos rincones de la sala, pero el fiscal apenas contuvo la carcajada con un gesto serio.
—Su señoría, el video no fue alterado en lo más mínimo. Fue una grabación tomada de la misma base de datos de la escuela, que por cierto alguien intentó borrar. Pero, por suerte, alguien había guardado una copia y la filtró…
El juez arqueó la ceja, interesado, y preguntó con voz seca:
—¿Saben quién lo hizo, señor Edgeworth?
El fiscal asintió con calma, disfrutando del momento.
—Será el siguiente testigo que quiero llamar: Ben McKnight…
Sentí cómo se me crispaba todo el cuerpo. Apreté los dientes hasta dolerme la mandíbula. Ese puto traidor de mierda…
Mia se levantó del estrado y fue escoltada hacia un lado, mientras Ben subía con paso inseguro. Llevaba la cabeza erguida, pero sus ojos evitaban mirar al público. El sheriff le acercó la Biblia y repitió el procedimiento. Ben, con un suspiro pesado, juró.
El fiscal se levantó de su asiento y se acercó con calma estudiada, como un depredador que olfatea a su presa.
—¿Para usted la acusada le parece una buena persona? —preguntó con tono directo, casi provocador.
El abogado defensor saltó inmediatamente de su asiento, agitando los brazos.
—¡Objeción, su señoría! Es irrelevante…
El juez golpeó suavemente el estrado con su martillo, cortando la tensión.
—Al lugar. Conteste la pregunta, señor McKnight…
Ben cerró los ojos un momento, como si buscara el valor para hablar. Luego, con voz temblorosa, pero tratando de sonar convencido, dijo:
—Ella es un ángel… por algo me enamoré de ella. Estoy seguro que si ella atacó a Inco debió tener un motivo de fuerza para hacerlo. Concuerdo con ella en que el video fue alterado…
La sangre me hervía. Apreté los dientes tan fuerte que sentí que me iba a partir una muela. Un puto perro faldero… como siempre… incapaz de ver la realidad, siempre arrastrándose detrás de ella.
El fiscal, imperturbable, sacó unas carpetas y se las pasó al juez.
—Evidencia B: encubrimiento. La razón por la que Mia Moretti, a pesar de que era una bomba de tiempo, siguió estudiando en esa escuela fue porque el testigo cubrió varios delitos realizados por la acusada: extorsión, violencia, incluso daño psicológico entre muchos otros. Aunque no es el único culpable; en estos momentos la directora se encuentra en proceso de juicio por corrupción y desvío de fondos, tanto él como la propia…
El abogado defensor golpeó la mesa y gritó desesperado:
—¡Objeción, su señoría! ¡Esto no tiene nada que ver con el juicio actual!
El juez entrecerró los ojos y se inclinó hacia adelante, mirando al fiscal con seriedad.
—Argumente por qué esto es relevante, fiscal.
El raptor asintió con firmeza, sin perder su tono seguro:
—Simple. Para desmentir el testimonio del señor McKnight. Su palabra no tiene valor alguno a sabiendas de que intentó encubrir a la acusada, incluso eliminando evidencia…
El silencio cayó como una losa. Pude ver cómo Ben se ponía las manos en la cabeza, desesperado, intentando calmarse mientras la sala entera lo miraba con desprecio. Sus hombros temblaban, su respiración era errática, y por primera vez lo vi sin esa falsa seguridad.
El juez entrelazó las manos sobre el estrado, su mirada inquisitiva se posó en el fiscal y con voz grave preguntó:
—¿Tiene evidencias?
El fiscal asintió lentamente, como si hubiera estado esperando con paciencia ese instante. Con un movimiento calculado encendió de nuevo el proyector. La pantalla iluminó toda la sala y, de pronto, apareció una grabación en un ángulo preciso, casi quirúrgico. Ahí, frente a todos, se veía a Ben McKnight accediendo a la base de datos de la escuela. Sus manos temblorosas borraban una a una todas las grabaciones de aquel fatídico día.
El silencio fue roto por un murmullo ensordecedor. El público no podía creer lo que veía; las voces crecieron como un oleaje de indignación, acusaciones susurradas y exclamaciones de sorpresa se mezclaban en el aire. Yo sentí un nudo en el estómago, mi respiración se volvió pesada, y apenas pude apretar los apoyabrazos de mi silla de ruedas.
El juez golpeó la mesa con el mazo, su voz retumbó con furia:
—¡Orden en la sala!
La autoridad en su tono obligó a todos a callar de inmediato. El eco del golpe aún resonaba en las paredes cuando el abogado defensor, sudando y con la voz quebrada, intentó interponerse:
—Su… su señoría, esa evidencia es…
El fiscal lo interrumpió sin miramientos, levantando un dedo con firmeza y una mueca de seguridad en el rostro:
—También tengo al testigo que me proporcionó este video.
La sala volvió a murmurar, expectante. El juez se inclinó hacia adelante y, con tono solemne, ordenó:
—Llámelo, señor fiscal.
El fiscal, con un leve asentimiento, dijo con voz firme:
—Quisiera llamar al estrado al señor Trent Iadakan…
Sentí como si el aire se espesara en el lugar. Ben, al escuchar ese nombre, se desmoronó visiblemente. Regresó a su asiento con una obvia consternación, sus labios se movían en un susurro inaudible, como si repitiera “no puede ser, no puede ser”. Estaba pálido, derrotado, con la certeza de que todo había terminado para él.
El profesor Iadakan apareció entre la multitud, caminando con paso sereno. Al pasar junto a mí, se inclinó y me rodeó con un abrazo cálido.
—Lamento mi ausencia y llegar tan tarde…—me susurró al oído con un tono lleno de sinceridad—. Tenía que conseguir toda la evidencia…
Cerré los ojos un instante y sentí una lágrima contenida amenazar con salir. Él me soltó con suavidad y continuó su camino. Al pasar al lado de Ben, se inclinó levemente y, con voz baja pero firme, le murmuró una sola frase que me heló la sangre:
—Me decepcionas…
Ben tragó saliva, bajó la cabeza y se encogió en su asiento como un niño atrapado en medio de una mentira descubierta.
Iadakan subió al estrado. El sheriff se acercó con la Biblia y, tras el juramento de rigor, el fiscal tomó la palabra.
—Señor Iadakan, ¿podría explicarnos por qué capturó esta evidencia y cómo lo hizo?
El profesor asintió, su rostro estaba marcado por la seriedad.
—Simple —comenzó—. Todos los involucrados debían pagar por sus actos. El mismo día en que llamé a la policía y emergencias, después de inmovilizar a Mia con el teaser y dejarla atada, apliqué los primeros auxilios a Inco hasta que los paramédicos llegaron para auxiliarlo. Sabía que la situación era demasiado turbia, así que guardé una copia del video de la cámara de seguridad en ese mismo instante. Posteriormente coloqué una cámara propia, porque intuía que el joven McKnight intentaría deshacerse de la evidencia. Cada pieza de prueba era vital, considerando a quiénes nos enfrentábamos… aunque, en el fondo, hubiese preferido no tener razón, le tenía fe al Joven Mknight.
Se escucharon murmullos de aprobación entre algunos asistentes, pero la mayoría guardaba silencio, atentos. Yo lo miraba con el corazón encogido. Él estuvo ahí… él vio cómo todo se salía de control. Y mientras tanto, Ben… Ben solo pensaba en proteger a Mia.
Iadakan continuó con voz firme, sin apartar la mirada del fiscal:
—Y debido al poder que tiene la familia Moretti, decidí publicar el video en línea como un segundo lugar para guardarlo por seguridad. Ni yo esperaba que se hiciera tan viral, pero… fue lo mejor que pudo ocurrir. Así nadie pudo ocultar la verdad.
La tensión aumentó de golpe. Sentí el peso de la mirada de Mia: una mirada cargada de odio puro, fija en el profesor, como si quisiera atravesarlo con la vista. Sus ojos destilaban un veneno que me recorrió la piel.
El juez asintió lentamente y, tras un silencio cargado de gravedad, dictó su orden con voz inapelable:
—Bien. Oficiales, escolten al señor McKnight a una celda. Él merece ser procesado por el crimen de encubrimiento, en otro juicio considerando la nueva evidencia.
El crujido metálico de las esposas resonó en la sala. Uno de los oficiales se acercó a Ben, le sujetó las muñecas y lo levantó casi a la fuerza. Ben no opuso resistencia; sus hombros caídos y la expresión de derrota absoluta lo decían todo. Lo escoltaron hacia la salida, con el ruido de los pasos pesados marcando cada segundo de su caída.
Vi cómo la mirada altanera de su padre, sentado unas filas más atrás, se desmoronaba en cuestión de segundos. Ese orgullo que siempre mostraba se derrumbó, reemplazado por una expresión de desesperación pura, un rastro de incredulidad y dolor.
El profesor Iadakan, después de testificar, se sentó a mi lado sin decir nada por unos segundos, solo me tomó la mano con suavidad, transmitiéndome una calma que yo no podía encontrar por mí misma. Su gesto silencioso valía más que mil palabras, y por primera vez en días, pude tener algo de paz mental.
El juez dijo con un tono grave, casi solemne: —¿Algo más que decir, abogado?
El hombre frente a él apenas podía mantenerse erguido, el sudor resbalaba por sus sienes y su rostro estaba pálido como si fuese a desplomarse en cualquier momento. Movió los labios sin que saliera palabra alguna, tragó saliva y al final se dejó caer lentamente en su asiento, derrotado, casi inconsciente. El silencio en la sala era pesado, opresivo, solo interrumpido por el sonido lejano de una pluma cayendo de algún escritorio.
El juez, con los ojos cansados y cargados de severidad, dirigió entonces su mirada a Mia. La observó en silencio unos segundos, como si tratara de encontrar algo humano en su expresión. Finalmente habló: —Sinceramente, señorita Moretti, su actitud no la está ayudando en lo absoluto. Veo claramente el nulo arrepentimiento en sus actos, la soberbia que refleja cada uno de sus gestos. A sabiendas de la horrible naturaleza del crimen y de la contundencia de las pruebas presentadas, me veo en la obligación de darle la pena máxima. La declaro culpable de homicidio en primer grado… cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Un murmullo recorrió la sala como un eco. Algunos se cubrieron la boca, otros se miraron entre sí, pero Mia, fiel a esa maldita actitud que siempre la había caracterizado, permaneció impasible, con el mismo gesto altanero, como si nada de aquello le importara. Ni siquiera pestañeó.
—¿Nada que decir, señorita Moretti? —preguntó el juez, con un dejo de incredulidad.
Ella simplemente se encogió de hombros, con una sonrisa torcida que me revolvió el estómago. Mi pecho ardía de impotencia. Sentí que el aire se me iba, como si cada segundo de silencio suyo fuese un veneno que me consumía.
Se levantó lentamente de su asiento y yo, casi sin pensarlo, moví mi silla hacia adelante. Mi voz quebrada rompió el ambiente: —Señor Juez… ¿me permite decir unas palabras?
El hombre me miró, primero con duda, luego con algo que parecía compasión. Al final, asintió en silencio.
Me giré hacia ella, y me acerqué un poco asegurándome de quedarme a la suficiente distancia de iadakan o cualquier otra persona, clavando mis ojos en los suyos. Mis manos temblaban, no sabía si de miedo, de rabia o de ambas cosas. —¿En serio no te das cuenta de tu situación? —mi voz se quebró a mitad de la frase, pero logré recomponerla—. ¿No te arrepientes de lo que hiciste?
Todos en la sala se giraron hacia Mia, esperando alguna reacción, quizá un destello de remordimiento, una palabra que diera una mínima señal de humanidad. Pero lo único que hizo fue ladear la cabeza y soltar una risa seca, áspera.
—Bueno —dijo con un tono burlón que me heló la sangre—, me dieron “cadena perpetua”. Aunque sé que mi padre me sacará en tiempo récord. Así que te lo diré… solo me arrepiento de no haberte matado también.
Mis piernas se aflojaron. Sentí que la sangre me hervía en las venas. El juez golpeó su mazo con fuerza, su voz se elevó, más furiosa que antes: —¡Cadena perpetua y diez años adicionales!
Mi ira explotó. Mi odio, mi dolor, todo lo que había intentado contener, se desbordó de golpe, sabía que sus palabras no eran vacías, la gran confianza con lo que lo dijo y que a pesar de esta condena la posibilidad que ella encontrara la forma de salirse con la suya ahí estaba, el sistema ya me había fallado y a Inco… ¿Qué me hacía creer que la justicia realmente existía?
Sentí un zumbido en mis oídos, como si la realidad misma se distorsionara alrededor de mí. Y entonces, estaba ese factor, hoy por primera vez en mi vida, decidí aprovecharme de mi condición a regañadientes…
Nadie me había revisado cuando entré. Nadie sospechó, que la pobre invalida y pude traerme un objeto en mi chamarra sin que nadie lo notará...
Con un movimiento rápido, casi automático, saqué de mi chamarra lo que había estado ocultando todo este tiempo… un pequeño regalo de mi padre.
Recuerdo perfectamente cuando me lo dio en mi cumpleaños número dieciocho. Sus palabras retumbaron en mi mente como si las estuviera repitiendo en ese preciso instante: “Esto no te lo doy porque te vea menos hija. Te lo hubiera dado independientemente de tu condición. Es para que lo uses para defenderte en un momento de peligro extremo…”
Me dolió pensar que había desobedecido la intención detrás de ese regalo. Me arrepentía de no haberla llevado conmigo ese día, de no haber tomado esas palabras en serio, de haber creído que nunca sería necesario llegar a esos extremos.
Pero ahí estaba, en mi mano temblorosa, más real que nunca.
Un revólver.
El metal frío me devolvió un eco de todas las enseñanzas que mi padre me había dado cuando era más pequeña. Cómo sostenerlo, cómo apuntar, cómo disparar… cosas que pensé que jamás utilizaría en serio.
Nadie se lo esperaba. Nadie alcanzó a reaccionar.
Mi dedo apretó el gatillo, un único disparo retumbó en la sala como un trueno imposible de ignorar. Vi el fogonazo iluminar su rostro por un instante, y después… silencio.
La bala atravesó el cráneo de Mia de lado a lado, sus sesos salieron volando por todos lados, y cuando cayó al piso note que le había dejado un agujero tan grande que no había posibilidad alguna de que sobreviviera. El eco del disparo aún resonaba cuando todos empezaron a gritar, pero para mí, el mundo ya se había apagado.
Y ahí, en ese instante… mi mente terminó de quebrarse, todo había terminado...
Chapter 4: Consecuencias
Chapter Text
P.V Steven 10 años después del incidente.
Me encontraba revisando por nostalgia los detalles del casó que me dio mi puesto del sheriff estatal, un caso bastante feo, después de revisarlo decidí ver que fue de la vida de todos los implicados en este…
Primero, la directora Scaler fue declarada culpable de corrupción. El tribunal no tuvo piedad con ella: las pruebas eran demasiado claras, los testimonios demasiado firmes, y la opinión pública ya estaba en su contra desde hacía días. Cuando escuchó la sentencia —seis años de prisión y la revocación de todos sus títulos académicos—, su rostro se desencajó como si el mundo entero se le viniera abajo.
Esa mujer que alguna vez se pavoneó como una figura de autoridad, respetada y temida por estudiantes y maestros, se convirtió de golpe en un espectro derrotado. La humillación fue aún mayor cuando se anunció que quedaba inhabilitada de por vida para ejercer en cualquier institución educativa. Se dice que, cuando por fin salió de prisión, nadie quiso contratarla; cargaba con una reputación podrida, y lo poco que tenía lo perdió. Sin familia, sin amigos y sin respaldo, terminó viviendo en las calles como una vagabunda.
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Mia tenia dos amigas… si es que se les puede llamar así, durante los interrogatorios antes del juicio no dudaron en tirarle a Mia toda la tierra posible y deslindarse de la situación.
La triceratops de las dos fue la que más me causo asco, ya que hasta se burló de la situación de Mia e incluso dijo que eso era algo que pasaría tarde o temprano, que Mia era una bomba de tiempo que tarde o temprano explotaría y simplemente lo hizo, que sus acciones eran algo normal viniendo de esa perra… sus palabras no mias.
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La familia Payne fue, sin duda, una de las más golpeadas por las consecuencias. Lo que ocurrió con Olivia marcó una herida que nunca cicatrizó. Damien, que alguna vez había sido un chico con un carácter amable e inocente, sufrió un cambio drástico.
Fue como si su alma hubiese quedado congelada. Se volvió frío, calculador, incapaz de confiar, incapaz de mostrar emoción alguna. Evaluaba todo al milímetro, como si no quisiera dejar cabida a un solo error.
Su mirada se volvió dura, implacable, y levantó muros alrededor de sí mismo, cerrándose al mundo. Lo único que lo mantenía de pie era su hermano Vinny. Su sobreprotección hacia él se convirtió en obsesión, un instinto desesperado por no perder a nadie.
Damien incluso se enfrentó con Liz, La acusó de ser culpable, de haber permitido que Ben actuara bajo sus narices, Liz le explico que ninguno de los libros contables que daba Ben, coincidían con los que ella entregaba para que el los revisará, incluso por eso no le pusieron cargos ya que ella guardaba sus propios libros en su pc y pudo salir fuera de cargos por lo mismo, además de que ella no era omnipresente para darse cuenta de todo a su alrededor, como para adivinar qué ocurriría el ataque de Mia, o lo que hacía Ben a sus espaldas, pero Damien ciego por la ira simplemente no la perdono.
No era justo, pero su dolor necesitaba un blanco, alguien a quien señalar con el dedo. Ambos jamás volvieron a cruzar caminos.
Ademas Damien se auto proclamo el cuidador de Olivia, su vida entera comenzó a girar en cuidarla, ya que sus padres, su hermano y el propio padre de Olivia se habían rendido, el simplemente decidió quedarse a su lado, visitándola al hospital psiquiátrico, como si irónicamente era lo único que lo mantenía cuerdo, dándole la espalda a prácticamente todo.
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Al señor Ferris, en cambio, la sentencia fue distinta. Él no fue hallado culpable de corrupción directa, pero sí de negligencia. Su error fue mirar hacia otro lado, confiar en que todo estaba bajo control cuando claramente no lo estaba.
El castigo llegó en forma de la pérdida de su puesto y de la pensión que esperaba recibir tras años de servicio. “Pecó de ignorante”, decían las noticias.
El peso de la decepción pública lo aplastó más que la misma sanción. Ferris no fue encarcelado, pero lo condenaron de otra manera: perdió su propósito, su futuro y, con ello, su identidad. Era como un cascarón vacío, un hombre derrotado que caminaba encorvado, cargando con la culpa de no haber hecho lo suficiente cuando más se necesitaba.
El corazón de Liz se rompió y al final se termino yendo de la ciudad junto con su tío, su única familia, a pesar de que lo ocurrido no fue su culpa, no pudo evitar hacerlo.
Ella comenzó a pensar que si en lugar de solo hacer su trabajo sin cuestionarse nada, quizás si hubiese vigilado mejor a Ben en lugar de estar cegada 24/7 por el amor que le tenia a Damien, se hubiera enterado de los fraudes de Ben y Scaler, por lo obvios que eran… la tragedia se pudo haber evitado, al elevador para discapacitados de la escuela le hubiese llegado bien el presupuesto de mantenimiento, y quizás la puerta no hubiera fallado e Inco seguiría vivo, Olivia no seria una mente rota encerrada en un hospital psiquiátrico y su tío no hubiese perdido todo…
Liz a pesar de solo ser una más de las afectadas por el incidente de forma directa, jamás se perdono y esa culpa irracional tenía fue algo que nunca pudo superar.
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Ben McKnight… Iadakan se aseguró de hundirlo lo más profundo que pudo…
Su caída fue la más comentada entre los estudiantes y la prensa. El chico prodigio, el alumno modelo, el presidente del consejo estudiantil, el genio que todos veían como la promesa de un futuro brillante, terminó sentenciado a tres años de prisión.
Nadie podía creerlo al principio. Ben, el que siempre tenía una respuesta, el que destacaba por encima del resto, ahora estaba tras las rejas. Su vida como estudiante ejemplar se esfumó de un plumazo.
Lo peor no fueron los años que tendría que pasar en la cárcel, sino la mancha imborrable en su historial. Aunque llegara a salir, ninguna universidad decente querría aceptarlo. Su brillante futuro, ese camino que parecía asegurado desde que era un niño, se había truncado de manera irreversible.
Perdió todo, absolutamente todo, por encubrir a Mia hasta el final, aferrándose a ella como si protegerla justificara sacrificar su propia vida. El eco de esa decisión lo perseguiría por siempre.
Al final su psicosis lo termino devorando, su futuro en penumbras, y la muerte de Mia lo destruyeron, se quitó la vida apenas salió de prisión, a la primera que quedo sin supervisión.
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El señor y la señora Nito, incapaces de soportar la desesperación y el dolor, desaparecieron. Se marcharon de la ciudad sin dejar rastro. Nadie volvió a saber de ellos, ni una carta, ni una visita, ni una llamada.
Los rumores hablaban de que se refugiaron en lo único que sabían hacer: el trabajo. Otros decían que no quisieron jamás tener otro hijo porque, en lo más profundo de su ser, no se sentían dignos de ser padres después de todo lo ocurrido. Sus vidas se convirtieron en un silencio perpetuo, como si hubieran decidido borrar sus huellas del mundo.
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Ripley Aaron finalmente cayó. Se le comprobaron incontables cargos de corrupción, además de su vínculo directo con varias desapariciones de individuos que habían quedado como “casos sin resolver” durante años.
Cada expediente que se abrió en el juicio era como una daga que perforaba su ya desgastada imagen. Su involucramiento con Antony Moretti fue la gota que derramó el vaso, pues dejó en evidencia que no solo actuaba por interés propio, sino que también se había convertido en una pieza dentro de un entramado mucho mayor de podredumbre.
Cuando escuchó su sentencia, cadena perpetua, no mostró ni rastro de arrepentimiento; su mirada era fría, altanera, como si todavía creyera que de alguna manera encontraría la forma de salir. Pero no lo hizo.
El hecho de que hubiera ocupado el puesto de Sheriff agravó aún más su condena: se suponía que debía ser el guardián de la ley, y en cambio se convirtió en su peor enemigo. Fue repudiado incluso por su propia familia, que no quiso volver a verlo ni siquiera de lejos.
En prisión, su nombre era sinónimo de traición, y eso lo condenó. No tardó mucho en encontrar su final: murió en una pelea feroz contra varios criminales que él mismo había encarcelado.
El enfrentamiento fue brutal, un torbellino de golpes, gritos y violencia sin control. Ripley se llevó a varios con él, demostrando que aún en su último aliento era un depredador dispuesto a no caer solo.
Sin embargo, las heridas que recibió fueron mortales. Ninguno de los oficiales presentes hizo nada durante el evento, un policía corrupto de un rango tan alto como él provocó que nadie moviera un dedo por él al contrario, misteriosamente justo a él le toco comer al lado de todos lo que lo querían muerto, por pura coincidencia ese día….
Nadie derramó una lágrima por él. Nadie se presentó a reclamar su cuerpo, su familia se negó a reclamarlo.
Ni siquiera se organizó un funeral: fue arrojado como un despojo más en una fosa común, sin lápida ni nombre, como si todos sus años de servicio hubiesen sido borrados de la memoria colectiva. Cada uno de esos años quedó manchado por sus propias manos, y ese fue su verdadero epitafio.
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Samantha la Viuda de Ripley pobre mujer… una hija desaparecida tres años antes de todo este incidente, hable con ella para darle el pésame, aunque Ripley era una mierda de ser vivo, eso no quita que mi obligación como el sucesor de su puesto fue darle el aviso a la viuda…
En resumen, a solo ella le importaba Ripley… aunque ya llevaban 1 año viviendo separados, pero no divorciados, ella me conto que cuando su hija Lucy tuvo una pelea con su padre, después de un desastroso baile de prom.
Ella se escapó de casa hace 3 años y ya no supieron su paradero, su otro hijo Naser tuvo una pelea verbal con este por lo sucedido con su hermana… las cosas se pusieron feas y ambos padre e hijo terminaron en golpes… Ambos quedaron en una situación de muerte mutua, básicamente rompieron todo lazo y no se volvieron a dirigir la palabra.
Al final ella dijo que hiciéramos lo que quisiéramos con su cadáver, que no lo iba a reclamar, no tenía intención de hacerle un funeral… al hombre podrido, que destruyo a su familia y lo único admirable que tenía era desde la perspectiva de ella, que a pesar de que era pésimo padre, era un buen sheriff, pero al final ni eso tenía para defenderse…
Ripley no tenia más familia y respete su deseo… además de que ella no quería que su hijo se enterara bajo ningún medio, para que sus estudios no se vieran afectados, por suerte Naser se encontraba estudiando en Inglaterra junto con su reciente prometida Naomi…
Dios Naomi… esa pobre chica fue la que la segunda que la paso peor, quizás la peor, de esta situación tan horrible
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Aunque la peor victima de todo esto fue Olivia.
Porque Olivia… después de matar a Mia, se quebró por completo. Era como ver a un cascarón vacío. Sus ojos, alguna vez llenos de vida, habían quedado apagados, huecos, como si la chispa que la hacía ser ella hubiese desaparecido.
No tenía voluntad. No tenía esperanza. Todo lo que ocurrió la sobrepasó hasta romperla en pedazos que nadie podía volver a unir. No pudo soportar el peso de lo que había hecho y sumándole la perdida de Inco, Perdió las ganas de vivir.
El tribunal lo entendió. Su delicado estado mental fue evidente, imposible de ignorar. No podía ser condenada no estaba en facultades de ser juzgada legalmente.
En lugar de prisión, fue llevada a un hospital psiquiátrico, un sitio donde quedaría internada indefinidamente.
Allí, bajo la vigilancia constante de médicos y enfermeras, su padre y los Payne se aferraban a un hilo de esperanza, aunque en el fondo sabían que ese milagro nunca llegaría. “Tal vez algún día vuelva”, repetían, pero era más un consuelo vacío que una verdadera convicción.
Incluso el profesor Iadakan, que siempre había mostrado dureza y rectitud, decidió quedarse junto a Olivia durante las pocas semanas que le quedaban. Nadie sabía la verdad hasta entonces: él padecía un cáncer avanzado que había ocultado a todos.
Aun así, en lugar de pensar en sí mismo, dedicó sus últimas fuerzas a acompañarla, a sostener su mano en ese abismo de silencio en el que Olivia se había perdido. Cuando Iadakan falleció 2 meses después de los hechos, la noticia no se le comunicó a Olivia. Dudaban que fuese a entenderlo… o siquiera a importarle. Ella estaba demasiado lejos, atrapada en su propio vacío, más allá del alcance de todos los que aún intentaban salvarla.
Al final solo quedo Damien, los Payne y Mark el padre de Olivia no pudieron más a lo largo de los años le fueron perdiendo la fe y siguieron con sus vidas, solo Damien se quedó, y es algo que él se juró que haría hasta el final de sus días.
Y los Moretti…
P.V Narrador
Antony Moretti se encontraba sentado en el amplio salón de su mansión, un espacio que alguna vez había sido símbolo de poder y riqueza, pero que ahora se sentía vacío, hueco, como una jaula demasiado grande para un animal moribundo. Tenía entre sus manos una copa de vino tinto que giraba lentamente, observando cómo el líquido se adhería a las paredes del cristal, casi como si fueran los restos de lo poco que quedaba de su imperio. Bebía con calma, aunque sus ojos revelaban otra cosa: un hombre derrotado.
Las acciones de su empresa habían caído a cero, todo su legado financiero y social reducido a polvo, todos sus trapos sucios se hicieron públicos… Los Nitos arrasaron con todo.
Aquello que había construido con manipulación, amenazas y corrupción se había desplomado en cuestión de semanas.
No le quedaba absolutamente nada. Y lo más perturbador era que la muerte de su propia hija no le movía ni una fibra del corazón. Ni una lágrima, ni un gesto de luto. Al contrario, en el silencio de sus pensamientos más oscuros, se arrepentía de no haberla eliminado él mismo antes de que se convirtiera en una carga, en la desgracia que lo hundió por completo.
A pocos metros, en el mismo salón, Cassandra Moretti estaba hundida en un estado aún más miserable. Bebía sin control, ebria hasta la médula, aferrada a las botellas que cubrían la mesa como si fueran su último refugio contra una realidad insoportable.
Sus ojos vidriosos vagaban por el aire, incapaces de fijarse en nada, riendo de vez en cuando de forma histérica, como si se burlara de su propia desgracia. Era la sombra de una mujer que alguna vez se mostró altiva y elegante, ahora reducida a un animal acorralado que solo sabía escapar con alcohol. “Una perra inmunda”, pensaba Antony cada vez que la miraba, pero en el fondo ambos eran iguales: ruinas vivientes de una dinastía condenada.
Antony nunca había imaginado que el poder de los Nito alcanzara esas alturas. Ellos, arquitectos de renombre mundial, con proyectos y contratos que cruzaban fronteras, habían sido mucho más que simples randoms.
Tenían conexiones que él había subestimado, lazos estrechos incluso con el vicepresidente del país, una investigación basto para llevarse a todos sus allegados y cómplices, y era cuestión de tiempo para que la policía tocara la puerta para arrestarlos a ellos.
En retrospectiva, Antony entendió que su derrota estaba escrita desde el principio. Había jugado en un tablero mucho más grande de lo que podía controlar y, como un idiota, creyó que saldría victorioso cegado por su poder, y no investigo a sus oponentes, el debió suplicarles, ceder incluso matar a Mia, delante de ellos como prueba de que ellos no tenían nada que ver por lo que su hija hizo...
Pero no… ni siquiera los atentados contra Mia sirvieron, fueron evitados y al final de todas formas murió en el peor momento posible maximizando la ira de los Nito.
Si se arrepentía de algo respecto a su hija fue no haber capitalizado su muerte para salvarse el cuello.
Antony y Cassandra quizás por piedad quizás porque la querían, ocultaron toda esta situación a Naomi su hija buena, desde que arrestaron a Mia se aseguraron que ella jamás se enterara de la precaria situación de su familia, aunque sabían que tarde o temprano lo haría.
Antony estaba al borde del quiebre. Sus manos temblaban apenas, aunque trataba de mantener la compostura. Se levantó de su asiento, caminó hasta el ventanal que daba a los jardines delanteros de la mansión y, por primera vez en años, sintió miedo. Un ruido metálico lo sacó de su trance: el comunicador de la casa había sonado. Su respiración se volvió pesada cuando lo encendió.
El movió las cortinas para mirar.
Afuera, rodeando la propiedad, había incontables agentes armados. Las luces rojas y azules de las patrullas iluminaban la fachada como si fuera un escenario de pesadilla. El eco metálico de las armas alistándose llenaba el aire con una tensión insoportable. Entre ellos había unidades del S.W.A.T y del FBI, todos listos para derribar la puerta si era necesario. Una voz firme y autoritaria resonó desde el comunicador:
—Señor Moretti, por favor salga con las manos en alto. Se le acusa de malversación de fondos, fraude fiscal, asociación con el crimen organizado y…
Antes de que la voz terminara, un sonido seco y brutal cortó el silencio: un disparo desde dentro de la mansión. El eco retumbó por las paredes vacías, seguido casi de inmediato por un segundo disparo.
Los agentes en el exterior se tensaron, algunos preparándose para irrumpir, otros intercambiando miradas que ya lo decían todo.
Dentro, la copa de vino se había volcado en la alfombra, tiñéndola de rojo como si quisiera imitar la sangre derramada.
Y así, en cuestión de segundos, todo acabó.
Solo una Moretti quedó en pie… sin saber aún que, de todas las sombras y fantasmas que cargaba su apellido, ella era la única que seguía viva, y que ahora estaba sola.
FINAL 0 FALLO TÉCNICO.
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