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Oscar apoyó el lápiz sobre el escritorio y estiró los brazos con un suspiro. Matemáticas no era su fuerte, pero tampoco tenía muchas opciones si quería mantener el promedio. Afuera, el cielo de Buenos Aires se teñía de naranja con los últimos rayos de sol, mientras su habitación permanecía en ese silencio tranquilo que solo se logra entre ejercicios de álgebra y el zumbido suave del ventilador.
Hasta que, como era costumbre, la paz se rompió con el clic de la cerradura y el chirrido inconfundible de la puerta abriéndose sin permiso. Era Franco, quien entró en su habitación como si fuera la suya propia. No debería sorprenderle, y bueno, ya ni lo hacía. Además de ser vecinos, eran mejores amigos que se conocían desde que Oscar, de pequeño, se mudó al país con su mamá.
—¡No sabés de lo que me acabo de enterar! —gritó Franco, con el dramatismo que siempre lo caracterizaba, mientras se arrojaba de espaldas sobre la cama de Oscar como si fuera un sofá de película.
El australiano apenas se inmutó. Giró lentamente la silla giratoria y lo miró con la ceja arqueada. Franco estaba boca arriba, con un brazo tapándose los ojos como si hubiera presenciado el fin del mundo.
—Hola, Fran. Qué bueno verte. Yo también estoy bien. —dijo el australiano con una media sonrisa, casi imperceptible apareciéndole en el rostro.
—Ay, sí, hola, ¿cómo estás, cómo estuvo tu día? Bla, bla. ¡Lo importante acá es lo que te voy a contar!
Oscar se cruzó de brazos esperando.
—¿Qué hiciste ahora?
El menor se incorporó con lentitud, como si le pesara el alma.
—No hice nada. El problema es lo que hizo Lando.
Oscar frunció el ceño.
—¿Qué hizo?
—¡TIENE NOVIA! —gritó, casi indignado.
Oscar arqueó una ceja, perplejo.
—¿En serio?
—¡Sí! ¡Desde hace dos semanas! ¡Y recién me lo dice ahora! Estábamos tomando una Coca en el kiosco de la esquina, todo normal, y de la nada me suelta: "Che, estoy saliendo con Magui, ¿no tenes idea de que le puedo regalar?" —lo dijo imitando una voz nada parecida a la de su amigo, exagerando la seriedad. — Así, como si me estuviera contando que se compró un par de medias nuevas.
—Wow ...—fue lo único que soltó el australiano con su habitual tono tranquilo, que rozaba la indiferencia. —Esta bien, alguien tenía que ser el primero. —dijo el mayor, jugando con el lápiz entre los dedos. — Entonces eso te molesta... —Oscar cruzaba internamente los dedos, esperando que Franco dijera que no le importaba.
—Sí… No sé, es raro, ¿no? O sea, Lando es el primero de nosotros en salir con alguien… y siento que todos van a tener sus primeras veces antes que yo. No sé si alguna vez voy a tener novia. ¿Y si me muero solo? ¿Y si nunca me enamoro? ¿Y si mi primer beso llega cuando tenga treinta años y ya no valga la pena?
Oscar lo miraba con una mezcla de ternura y resignación, se mordió el labio para no reírse. Le encantaba verlo así, exagerando, gesticulando, dándole una importancia desmedida a las cosas. Pero en el fondo, Oscar entendía que para Franco esto no era sólo una queja; había algo más, algo que quizás ni Franco sabía poner en palabras.
—Pero, ¿por qué él? —Franco volvio a quejarse dejandose caer nuevamente sobre la cama— ¡Yo también quiero una novia! ¡Quiero mi primer beso, mis primeras citas, quiero todo eso! ¡Pero no pasa nada! ¡Nada, Osc!
—Tranquilo, Fran. No es una competencia.
—¡Obvio que lo es! —protestó el menor, señalándolo con un dedo acusador. —Vos seguro vas a conseguir novia antes que yo. A vos te da igual todo, pero seguro un día te vas a aparecer con alguien y me vas a decir: "Che, estoy saliendo con fulana" como si nada. Así como hizo Lando.
Oscar sintió que el corazón le daba un vuelco. Si Franco supiera que, en realidad, no era "fulana". Que era él. Siempre había sido él.
—¿Y vos por qué estás tan seguro de que voy a tener novia primero?
—Porque vos sos más tranquilo, sos de esos que parecen misteriosos sin querer. A las chicas les gusta eso. Yo en cambio soy un desastre. Hablo mucho, me desespero, me pongo nervioso... Seguro me voy a quedar solo para siempre.
Oscar se inclinó un poco hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas.
—No te vas a quedar solo, Fran.
—¿Cómo lo sabés?
—Porque alguien se va a enamorar de vos. No es tan difícil quererte.
Franco se quedó en silencio, sorprendido por la seriedad en la voz de su amigo. Lo miró, pero Oscar desvió la mirada enseguida, como si no hubiera dicho nada importante.
—¿Y si no? —insistió el argentino, bajito, casi como un niño asustado. — ¿Y si me quedo para siempre como el amigo simpático que nunca le gusta a nadie?
"Entonces yo voy a estar ahí..." Quizo decir.
Oscar tragó saliva. Sentía un cosquilleo en el estómago, una mezcla de nervios y algo parecido a la tristeza. No quería que Franco se sintiera así. No quería verlo dudando de su valor. Pero tampoco podía decirle todo lo que sentía. No todavía.
Franco se dio vuelta y se tumbó boca abajo, la cara hundida en la almohada.
—Nunca voy a tener mi primer beso. —murmuró, la voz amortiguada por la tela.
—Ya va a llegar. —dijo el mayor, pero el tono tranquilo con el que solía decir todo ahora sonaba casi molesto.
—No, no va a llegar. —siguió Franco, dándose la vuelta de nuevo para mirarlo— Mirá, Lando ya tiene novia, vos seguro vas a tener alguna pronto. Y yo... yo me voy a quedar así. Con dieciséis años y sin haber besado a nadie. ¿No te parece triste?
—Fran, nadie muere solo a los dieciséis por no haber besado jamás. Es ridículo. —replicó Oscar, rodando los ojos.
—¿Y si me pasa? Osc, ¡no estoy bromeando! ¿Y si mi primer beso es horrible? ¿Y si soy malísimo?
Oscar apoyó los codos sobre sus rodillas, dejando que su peso descansara hacia adelante mientras lo observaba.
—¿Por qué te importa tanto?
—Porque… no quiero quedarme atrás. Vos y Lan siempre parecen tan tranquilos con todo. Y yo… yo siempre estoy como... esperando. Esperando que me pase algo. ¡Es que me trauma, Osc! —Franco se sentó en la cama y apoyó las manos sobre las piernas. —¿Y si cuando me toque besar a alguien soy un desastre? ¿Y si nunca le gusto a nadie? ¿Y si...?
Oscar se levantó de la silla de golpe, cruzó la habitación en dos pasos y se paró frente a él.
—¡Fran, basta! —dijo, con una seriedad que pocas veces usaba.
Franco lo miró, desconcertado.
—¿Qué?
Oscar soltó un suspiro, como si lo que estuviera a punto de hacer fuera más por cansancio que por otra cosa.
—Si tanto te molesta no haber tenido tu primer beso... —Oscar se inclinó levemente, sin quitarle la mirada de encima. — Te ayudo a tacharlo de la lista.
Y sin darle tiempo a reaccionar, sin más aviso, Oscar le robó un beso, su primer beso.
Sin previo aviso, sin rodeos, sin pedir permiso. Solo se inclinó y presionó sus labios contra los de Franco en un beso rápido, fue breve, apenas un roce, pero lo suficientemente firme como para silenciarlo por completo. Pero para Oscar, ese instante fue suficiente para que el mundo se desacomodara por completo. Su corazón latía con fuerza, sus manos temblaban un poco y por dentro una voz le gritaba que quizás había arruinado todo. En cambio el tiempo se congeló para Franco, que tardó varios segundos en procesar lo que acababa de pasar
Cuando Oscar se apartó, mantuvo esa expresión neutral, aunque por dentro, su corazón latía con tanta fuerza que temía que Franco pudiera escucharlo , solo fingió indiferencia, como si nada hubiera pasado.
—Listo. Primer beso solucionado. ¿Ves que no es gran cosa?
Franco seguía mirándolo, boquiabierto, como si se le hubiera reiniciado el cerebro con las mejillas encendidas y el corazón golpeándole las costillas..
—¿E-Eso… eso fue en serio? —balbuceó.
—Fue un beso, Fran. No es para tanto. No significa nada. —se encogió de hombros, dándole la espalda mientras volvía a sentarse en la silla, como si acabara de hablar del clima.
Pero para Franco, sí había significado algo.
Se tocó los labios, aún sintiendo el calor del contacto. Y mientras Oscar retomaba su lápiz como si nada hubiera pasado, Franco se encontró pensando —para su propio desconcierto— que se había quedado con ganas de más. No sabía por qué, no lo entendía, pero había algo en ese beso que lo había dejado curioso, con ganas de volver a sentirlo. ¿Cómo se sentirían los labios de Oscar en un beso más lento? ¿Cómo sería hacerlo de verdad, sin la excusa de callarlo?
No dijo nada más. Se dejó caer sobre la cama otra vez, esta vez con una sonrisa pequeña, mientras su corazón seguía latiendo rápido y desordenado.
Y por primera vez, Franco no estaba tan seguro de querer un beso con cualquier otra persona.
Se sorprendió pensando en Oscar.
Y se sorprendió, aún más, queriendo volver a besarlo.
Chapter 2: Dos
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El día siguiente amaneció con un cielo encapotado, de esos que prometían lluvia pero se quedaban en amenazas. Oscar y Franco caminaban juntos hacia la escuela, como siempre, pero algo en el aire era diferente. Una especie de electricidad invisible que hacía que cada roce de hombros, cada mirada fugaz, se sintiera mucho más intensa que de costumbre.
Oscar intentaba aparentar normalidad, como si el beso de la tarde anterior no le hubiera dejado la cabeza girando toda la noche. Como si no hubiese repasado mil veces la expresión sorprendida de Franco, sus labios rosados ligeramente entreabiertos, sus ojos color avellana clavados en los suyos. Como si no hubiera sentido el calor persistente en sus propias mejillas hasta quedarse dormido.
Franco, por su parte, había pasado la noche entera dándole vueltas a lo ocurrido. Al principio había estado confundido, luego molesto, después divertido y finalmente… curioso. Muy curioso. ¿Así se sentían los besos? ¿Siempre eran así? ¿O había sido diferente porque era Oscar? Había algo que no lograba sacarse de la cabeza; el modo en que los labios de su mejor amigo se habían adaptado a los suyos, la calidez, la suavidad. Había sido breve, sí, pero el recuerdo se le pegó a la piel como si hubiese sido mucho más largo.
—¿Dormiste bien? —preguntó el mayor, sin mirarlo, mientras pateaba una piedra por el camino.
—Más o menos. —respondió Franco, encogiéndose de hombros— Estuve pensando.
—¿En qué?
Franco lo miró de reojo, midiendo sus palabras.
—En… lo de ayer.
Oscar tragó saliva, intentando mantenerse sereno.
—¿Ah, sí? ¿Y qué pensaste?
—Que no es justo.
—¿No es justo qué?
—Que me hayas robado el primer beso. Así, sin avisar. Vos ya sabés cómo es, ya lo experimentaste, y yo apenas lo probé.
Oscar arqueó una ceja, disimulando la punzada de celos que le atravesó el pecho.
—¿Y? ¿Querés que te devuelva el beso? —bromeó, pero su tono le salió más seco de lo que esperaba.
Franco sonrió con picardía.
—No, pero…
Se detuvo en la vereda, forzando a Oscar a frenar también.
—Estuve pensando… ¿Qué tal si me ayudás a practicar?— Oscar lo miró, desconcertado.
—¿Practicar qué?
—Besos, obvio. Digo, si algún día llego a salir con alguien, no quiero ser un desastre. Y vos ya tenés experiencia, ¿no?
—¿Y por qué yo?
—Porque sos mi mejor amigo. Porque ya pasó una vez, y porque… me siento cómodo con vos.
Oscar quiso decir que no. Quiso decir que era una pésima idea, que no era un juego, que besarlo no era algo que pudiera tomarse tan a la ligera. Pero la idea de que Franco pudiera besar a alguien más, de que pudiera descubrir esos "otros besos" con otra persona, le quemó por dentro.
—Bueno… supongo que puedo ayudarte. —dijo finalmente, con fingida indiferencia.
Franco sonrió como si acabara de ganar un partido de fútbol.
—Genial. Pero hay que hacerlo bien. Nada de besitos robados como el de ayer.
—¿Y cómo querés que sea?
—Como en las películas. Como se supone que debe ser un beso de verdad.
Oscar sintió que el estómago se le apretaba.
—Cuando quieras. —le dijo, casi desafiándolo.
—Después de clases, en mi casa. —propuso Franco sin perder el tiempo— Mis viejos no vuelven hasta la noche.
El resto del día pasó en una extraña mezcla de anticipación y nervios. Oscar apenas pudo concentrarse en las clases, y Franco se la pasó escribiendo garabatos en su cuaderno mientras espiaba al mayor cada tanto, como si quisiera asegurarse de que no se iba a arrepentir.
Cuando las últimas campanas del día sonaron, caminaron juntos hasta la casa de Franco. El trayecto fue más silencioso que de costumbre. El aire estaba cargado de tensión, de esas cosas no dichas que flotan y pesan aunque ninguno las mencione.
Franco abrió la puerta de su casa con su llave, la dejó entreabierta para Oscar y entró directamente a su habitación. Oscar lo siguió, sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho.
—Bueno, ¿cómo empezamos? —preguntó Franco, sentándose al borde de la cama con las manos apoyadas a los costados.
Oscar se quedó de pie, cruzado de brazos.
—Vos sos el que quería practicar.
—No seas así. No te pongas a la defensiva.
Oscar suspiró y se sentó a su lado, dejando un espacio prudente entre ambos. Prudente, pero insuficiente para contener la electricidad que parecía conectarlos.
—¿Seguro que querés hacer esto? —preguntó el australiano, todavía con la última esperanza de que Franco dijera que era una broma.
—Quiero saber cómo es. Quiero entender qué se siente bien, qué se siente mal. Quiero… —hizo una pausa, bajando un poco la mirada, sus mejillas coloradas lo hacían ver aun más lindo de lo que ya era.— Quiero que vos me enseñes.
Oscar tragó saliva, sintiendo que el cuerpo se le tensaba.
—Está bien. Pero no te burles.
—No me voy a burlar.
Ambos se miraron por un momento que se sintió eterno. Oscar se inclinó primero, despacio, dándole espacio a Franco para retroceder si quería. Pero Franco no se apartó. Al contrario, cerró los ojos y se acercó un poco más.
El beso fue suave, más largo que el primero, más consciente. Oscar sintió la respiración de Franco acelerarse, notó cómo sus labios se movían con torpeza, buscando aprender, buscando entender. Se separaron apenas unos centímetros, sus narices aún rozándose.
—¿Así? —susurró Franco, su voz apenas un hilo.
Oscar asintió, incapaz de hablar.
—De nuevo. —pidió Franco, y antes de que el mayor pudiera responder, volvió a acercarse.
El segundo beso fue más atrevido, más curioso. Franco parecía querer memorizar cada sensación, cada movimiento, como si quisiera absorber todo lo que no sabía.
Cuando se separaron, ambos respiraban agitadamente.
—¿Y? —preguntó Oscar jadeante, intentando mantener el tono casual. — ¿Estás aprendiendo?
—Creo que sí. —respondió Franco, bajando la mirada con un leve sonrojo que trató de ocultar— Pero… todavía no me convence.
—¿No te convence?
—No estoy seguro de que haya entendido del todo cómo se supone que se siente…
Oscar entendió el juego. Y le dolía un poco que Franco lo viera como una práctica, pero el egoísmo pudo más.
—Entonces seguí probando hasta que estés seguro.
Franco sonrió, y lo besó una vez más, y otra, y otra. Cada beso traía consigo más seguridad de su parte, pero también algo más. Una chispa que Franco no había previsto. Algo que lo hacía querer seguir y seguir, no tanto por aprender, sino porque… se sentía bien. Porque quería sentir más de Oscar.
Oscar también lo notaba. Sentía cómo las manos de Franco se apoyaban con más firmeza en sus hombros, cómo su respiración se hacía más urgente. Sentía cómo el corazón le latía tan fuerte que temía que Franco pudiera escucharlo.
—¿Y ahora? —preguntó Oscar, entre besos, sin poder evitar que su voz se volviera un poco más ronca.
—No sé. —admitió Franco con una sonrisa ladeada. —Pero… no quiero parar todavía.
Siguieron besándose por varios minutos, hasta que Franco finalmente se dejó caer de espaldas en la cama, jadeando con una mezcla de sorpresa y emoción.
—Creo… creo que voy a necesitar más práctica —dijo, mirando al techo.
Oscar se tumbó a su lado, con las manos entrelazadas sobre el pecho, intentando calmarse.
—Cuando quieras. —respondió, con un hilo de voz.
El silencio se instaló entre ellos, pero era un silencio distinto al de la caminata de la mañana. Este era más íntimo, más cómodo, como si los uniera un secreto compartido.
Franco giró el rostro para mirarlo.
—¿Sabés algo?
—¿Qué?
—Pensé que iba a ser raro. Pero no lo es. Es…
—¿Natural? —completó Oscar, mirándolo de reojo.
Franco sonrió, asintiendo.
—Sí, natural.
Pero lo que Franco no dijo, lo que apenas empezaba a entender, era que también se había quedado con ganas de más. No solo por curiosidad, no solo por práctica. Había algo en esos besos que le hacía querer buscar más de el mayor, algo que no sabía cómo nombrar, algo que le dejaba un cosquilleo persistente en los labios.
Y mientras Oscar cerraba los ojos, sintiéndose invadido por una calma dulce y peligrosa a la vez, Franco se quedó mirándolo, preguntándose en qué momento su plan dejó de ser una simple excusa para aprender… y se convirtió en algo que ya no podía ni quería detener.
Chapter 3: Tres
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El plan era simple. Como cada viernes, Franco, Oscar y Lando se reunirían en la casa de Oscar para pasar la noche entre películas, juegos improvisados y risas que duraban hasta el amanecer. Un pacto no escrito que los tres respetaban casi religiosamente. Hasta hoy.
—Oigan, chicos —anunció Lando con una media sonrisa torcida mientras se acomodaba la mochila sobre un solo hombro—, lo de esta noche... va a tener que esperar. Magui me invitó a su casa. Está sola. Ya saben.
Franco frunció el ceño.
—¿Y eso qué tiene que ver? Pensé que esto era sagrado.
Lando alzó una ceja, divertido.
—Vamos, Fran. No somos niños vírgenes. Ya fue eso de las noches de pijamada. Hay cosas más interesantes que hacer cuando te dejan una casa libre.
"No somos niños vírgenes" había dicho con ese tono altanero que usaba últimamente cada vez que hablaba de su nueva relación, como si por tener novia hubiese alcanzado un escalón más alto en la vida. La frase hizo arder algo dentro de Franco. Una rabia chiquita pero insistente, como brasas bajo la lengua.
Franco no le había dejado pasar la frase. Lo miró fijo, con los ojos entrecerrados y los labios apretados, y sin levantar la voz. —porque la rabia verdadera no siempre grita— le dejó claro lo que pensaba.
—¿Así que ahora somos un chiste? ¿Una tradición de "niños vírgenes"? —repitió con sorna, cruzándose de brazos. —¿Qué sigue? ¿Nos vas a decir que maduremos porque preferimos ver películas con amigos antes que cogernos todo lo que se mueva? —Oscar, como era habitual en él, se mantuvo al margen. Sus ojos pasaban de Lando a Franco sin emitir juicio, como quien observa una tormenta formarse con calma, por si acaso debe abrir el paraguas.
Lando se encogió de hombros.
—Tampoco te pongas intenso, Fran. Es solo una noche.
—Sabes que? Vos podés hacer lo que quieras con Magui, pero no te da derecho a tirarnos abajo. Se supone que esto era de los tres. Siempre lo fue.
Pero para Franco no era solo una noche. Era la grieta que empezaba a abrirse en lo que pensaba que era una amistad inquebrantable. Era la forma en que Lando lo hacía sentir pequeño por seguir valorando cosas simples. Era, sobre todo, esa sensación de ser desplazado. Otra vez.
—Ya está, no te preocupes. No te vamos a molestar. Anda a... madurar, o lo que sea. —escupió con frialdad. Y sin pensarlo dos veces, tomó a Oscar de la muñeca y tiró de él.
Oscar apenas opuso resistencia. Se dejó arrastrar con naturalidad, como siempre, se había mantenido callado. Observador. Pero cuando Franco le tomó de la muñeca para irse, no dudó en seguirlo. Antes de girar completamente, le dedicó a Lando una mueca fugaz de descontento. No dijo nada, pero fue suficiente.
Franco caminaba rápido, como si el enojo le ardiera en los talones. Sostenía a Oscar de la muñeca, no con fuerza, pero con determinación. Lando había quedado atrás, con su burla barata flotando en el aire como una cachetada invisible.
Caminaron en silencio unas cuadras mas. El sol caía lento sobre el asfalto agrietado y teñía las paredes con tonos ámbar. Franco soltó la muñeca de Oscar solo cuando llegaron a una plaza arbolada, ya lejos del ruido del centro.
Se sentaron en un banco de hierro, algo apartado. Y el silencio se estiró entre ellos como una manta tibia. No incómodo, sino necesario. El tipo de silencio que uno necesita para acomodar lo que arde por dentro antes de dejarlo salir.
Oscar fue el primero en hablar.
—¿Estás bien? —preguntó Oscar de pronto, sin mirarlo.
Franco soltó una risa breve, sin alegría, clavando la mirada en los cordones de sus zapatillas.
—Sí... Bah, no sé. No pienso cancelar mis planes por un pibe tonto como Lando. Que haga lo que quiera.
No sonó del todo convencido. Pero Oscar no insistió. Solo asintió con suavidad, como si le creyera... o como si supiera que mentía y aún así respetara su decisión de no abrirse más.
Se quedaron así un rato más, viendo cómo pasaban los autos, las luces de la calle encendiéndose de a poco. Y cuando el viento empezó a enfriar el aire, Franco se levantó primero.
—Vamos a buscar algo para comer. Si vamos a pasar la noche juntos, mínimo que haya papas y algo con chocolate. —dijo, intentando devolverle algo de ligereza al momento.
Oscar soltó una pequeña risa por la nariz.
—Bien. Hay un minimarket frente a la plaza.
Frente a la plaza había un minimarket con luces frías y estanterías repletas. Entraron juntos, todavía en ese limbo entre el enojo y la calma. Empezaron a recorrer los pasillos como siempre, señalando cosas que les gustaban, comparando precios, inventando combinaciones asquerosas de comida solo para reírse. Oscar logró arrancarle a Franco una carcajada real cuando puso en el carrito una bebida energizante y un frasco de aceitunas con ananá diciendo: "Cena de campeones".
Franco lo miró con una mezcla de horror y ternura.
—Estás enfermo.
—Lo sé. Pero me tenés cariño igual.
Cuando llegaron a la caja, todo parecía estar volviendo a la normalidad. Hasta que apareció la cajera. La chica que los atendía no debía tener más de veinte, con un intento de flequillo y rímel marcado. Sonrió apenas vio a Oscar, una de esas sonrisas cargada de intenciones, de esa forma en la que alguien no puede evitar mostrar interés.
—¿Algo más, bombón? —dijo, arrastrando la última palabra con suavidad.
Oscar ni se inmutó. Ni levantó la mirada. No le devolvió la sonrisa, no le sostuvo la mirada, pero eso no evitó que Franco sintiera algo que le recorrió el estómago como un golpe bajo.
No fue celos por la atención que Oscar generaba. Ya estaba acostumbrado a eso. Oscar tenía algo que atraía a las personas sin siquiera intentarlo. Lo que lo sacudió fue otra cosa, más primitiva, más punzante. Una especie de... impulso de propiedad. Un pensamiento fugaz y violento que no supo de dónde salió: "No lo mires así, él no es para vos. Es mío."
No "mío" en voz alta. No en el sentido claro de una relación o un título. Era más bien un reclamo silencioso que brotó desde algún lugar escondido de su interior. Como si solo él pudiera mirar a Oscar así. Como si solo él pudiera reírse con él, caminar con él, dormir a su lado.
No entendía por qué se sentía así, pero el calor que le subió al rostro y el nudo que le apretó el pecho le dejaron en claro que algo había cambiado. O tal vez siempre estuvo ahí, y recién ahora se animaba a sentirlo.
—No, gracias. —respondió con tono plano, mientras sacaba su billetera.
Oscar tomó las bolsas y se las extendió a Franco sin decir nada, como si no hubiera notado el súbito cambio de humor. Pero sí lo había notado.
Porque Oscar siempre notaba todo cuando se trataba de Franco.
Salieron del local y Franco volvió a ponerse el capuchón de la bronca, pero esta vez no contra Lando, ni contra la cajera. Era una bronca confusa, sorda, que no sabía bien a quién apuntar. Ni siquiera sabía por qué había aparecido.
—¿Qué pasa? ¿Otra vez estás con cara de culo?
Franco apretó los labios. Negó con la cabeza. Mentira.
—Nada. —Silencio. Luego murmuró. —Estaba todo bien hasta que se puso a babear por vos esa mina.
Oscar lo miró, con esa media sonrisa torcida que le salía cuando algo lo divertía más de lo que admitía.
—No la miré. Ni siquiera me acuerdo cómo era.
Franco bufó.
—No tenés que hacer nada. Te miran igual. Como si fueras...
—¿Un sex symbol adolescente? —bromeó Oscar, dándole un codazo suave.
Franco se encogió de hombros, sin gracia. No dijo nada más. Pero Oscar, en ese momento, le sostuvo la mirada con más intensidad de lo habitual. Algo en su expresión se endureció. Como si, por fin, hubiese entendido algo.
Y entonces, en ese segundo donde ambos se quedaron quietos en la vereda, bolsas en mano, sin hablar... el aire pareció cargarse de algo más que noche y viento. Algo que venía creciendo hacía rato y que, sin darse cuenta, los estaba arrastrando a los dos.
Franco no hablaba mucho, y Oscar tampoco lo presionaba. Caminaron en silencio hasta la casa de Oscar, con una bolsa cargada de snacks, bebidas y ese silencio espeso que parecía decir más de lo que cualquier palabra podía transmitir.
La madre del australiano no estaba. Había dejado una nota sobre la mesa: "Guardia nocturna, no me esperen despiertos. Los quiere, mamá". Franco apenas le echó un vistazo antes de dejarse caer en el sillón con un suspiro. Oscar fue a poner algo de música de fondo, una playlist de lo-fi que solían usar para relajarse mientras jugaban.
Se acomodaron con los mandos frente a la tele y comenzaron una serie de partidas de videojuegos. Oscar ganaba. Siempre ganaba. Franco, frustrado, no paraba de gruñir, lanzar insultos juguetones y resoplar cada vez que su personaje era vencido.
—¡No puede ser! ¡Me estás haciendo trampa! —gritó Franco entre risas.
Oscar soltó una carcajada que resonó por la sala. —Que no te quieras aceptar como un perdedor no es mi culpa, Fran.
Franco frunció el ceño, sin poder ocultar una sonrisa, y se lanzó sobre él para intentar arrebatarle el control. Oscar retrocedió riendo, estirando el mando hacia un lado mientras Franco lo perseguía sobre el sillón. Empezaron a forcejear, empujándose, entre risas ahogadas y empujones suaves, uno intentando recuperar el mando y el otro simplemente disfrutando de la pelea.
—¡Dámelo, tramposo de mierda! —gritó Franco mientras se lanzaba sobre él.
Oscar cayó de espaldas al sillón, y Franco, en su intento de recuperar el control, terminó sentado a horcajadas sobre su regazo. Ambos se quedaron congelados por un instante, respirando agitadamente, aún sonriendo, pero con los labios entreabiertos y las mejillas rojas. El mando de videojuego cayó al suelo con un golpe seco que ninguno de los dos escuchó.
La risa murió entre ellos.
Los ojos de Franco se deslizaron lentamente por el rostro de Oscar. La forma en que su labio inferior estaba ligeramente mordido. Cómo su respiración aún agitaba su pecho. Cómo sus manos, que un segundo antes lo empujaban juguetonamente, ahora descansaban sobre sus propias piernas, inmóviles.
Oscar tragó saliva. Sus ojos también bajaron, inconscientemente, hasta los labios de Franco. Volvieron a mirarse.
Y Franco, sin pensarlo, sin pedir permiso, se inclinó hacia adelante.
El beso no fue perfecto. No fue limpio. Fue torpe, tembloroso, casi como un error. Pero también fue real. Lleno de algo más profundo, más crudo. Oscar se quedó inmóvil por un segundo, sorprendido, con los ojos muy abiertos. Luego cerró los ojos y sus manos se deslizaron por las caderas de Franco, aferrándose con suavidad, como si por fin algo que llevaba demasiado tiempo deseando se hubiese hecho realidad.
Los labios se buscaron con más decisión. Más hambre. Más sentimiento. Franco no sabía qué estaba haciendo, sólo que quería hacerlo. Quería probar, entender, descifrar ese fuego que le recorría el pecho. La boca de Oscar era cálida, suave, temblorosa como la suya. Era tan fácil perderse en eso, tan fácil dejar de pensar.
Cuando se separaron, apenas unos milímetros, Franco se quedó con los ojos cerrados, como si temiera que todo se deshiciera si los abría. Oscar respiraba contra sus labios, con su frente apoyada en la de él.
Franco no se movió de encima suyo. Oscar tampoco se atrevió a apartarlo.
Solo estaban ellos dos, el zumbido leve del televisor encendiendo la tensión que crepitaba en el aire. Las manos de Franco descansaban sobre los hombros de Oscar, y las de Oscar se mantenían sujetas a sus caderas, como si no supiera cómo había llegado hasta ahí pero tampoco quisiera soltarlo.
Se miraban.
Se miraban como si todo el mundo fuera ese instante.
Como si la única certeza que quedara en el universo fuera la respiración desordenada que compartían entre esos centímetros.
Y entonces Franco se inclinó otra vez.
No como antes, no como aquel primer beso dudoso.
Esta vez no hubo risa ni juego, ni excusa alguna. Solo deseo. Un deseo que había estado contenido, disfrazado, ignorado… y que ahora quemaba.
Los labios se encontraron.
Ya no eran torpes, ahora sabían lo que buscaban.
El beso fue profundo, húmedo, con esa desesperación de quien quiere memorizar a la otra persona con la boca, con la lengua, con cada roce de piel.
Oscar respondió como si lo hubiera estado esperando.
Como si el silencio que tanto guardaba al fin encontrara voz en el roce de los labios de Franco.
Sus manos se aferraron a su cintura, lo acercaron más, como si necesitara comprobar que Franco estaba ahí de verdad, con él, sobre él, besándolo con una entrega que no cabía en palabras.
Franco soltó un suspiro en su boca, una especie de gemido bajo que hizo que Oscar se estremeciera.
Lo sintió. En el pecho, en los brazos, en la boca del estómago.
El calor se volvió denso, tangible.
La urgencia palpitaba en la sangre de ambos.
Franco se movió ligeramente sobre su regazo y los dos se estremecieron.
Fue casi instintivo cómo sus cuerpos comenzaron a buscarse más allá del beso.
Las manos se volvieron más firmes, más seguras.
La lengua exploró con descaro.
Los dedos acariciaron la piel que se asomaba bajo las camisetas, como si no soportaran el espacio que aún los separaba.
Oscar jadeó entre beso y beso, sus manos temblaban contra la espalda de Franco.
Franco bajó una de sus manos hacia el cuello de Oscar, lo acarició con suavidad antes de enredar los dedos en su cabello. Tiró levemente. Lo besó más profundo. Como si quisiera arrancarle un suspiro del alma.
El deseo era tangible.
Estaban ahí, vibrando con algo que no sabían si entendían, pero que ardía entre ellos con una fuerza imposible de negar.
No había confesiones.
No había explicaciones.
Solo estaban ellos, sus cuerpos, la noche, y esa necesidad de tocarse, de descubrirse, de perderse un poco en lo que fueran el uno para el otro, aunque no supieran aún qué era.
Y durante un largo rato… se dejaron llevar.
Chapter 4: Cuatro
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El sol de la mañana se filtraba por la ventana, cálido y difuso, tiñendo las sábanas de un color ámbar suave. Franco entreabrió los ojos con lentitud, sintiendo la pereza aún aferrada a su cuerpo. Tardó unos segundos en ubicar dónde estaba. El techo era distinto. Las paredes, también. No era su habitación. No era su cama.
Parpadeó, desconcertado.
Y entonces, los recuerdos vinieron como un destello suave pero firme; los dedos de Oscar acariciando su cintura, sus labios devorando los suyos con ansiedad contenida, el jadeo entre risas, el roce de sus cuerpos encajando como si hubieran sido hechos para encontrarse justo ahí, en esa noche. El beso que lo inició todo, la manera en la que Oscar lo sostuvo, lo tocó, lo miró. Todo revivió como un eco sagrado que retumbaba dulce y cálido en su pecho.
Franco sonrió. Lo hizo sin pensarlo, sin contenerse. Una sonrisa verdadera, nacida en lo más hondo de su ser.
El aire olía a café recién hecho, y también a algo dulce… ¿panqueques? El estómago de Franco gruñó en respuesta, como recordándole que no había comido nada desde la tarde anterior.
Se incorporó lentamente. Solo entonces notó que no llevaba puesta su ropa. En lugar de eso, vestía una remera grande, visiblemente ajena, que le caía hasta los muslos. Sonrió otra vez, mordiéndose el labio. La prenda olía a Oscar. A él. A noche compartida. A algo que ya no podía —ni quería— deshacer.
Se pasó una mano por el cabello y salió de la habitación. La casa estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de una espátula chocando contra una sartén. Siguió el rastro del olor hasta la cocina, bajando los escalones con pasos medidos, casi ceremoniosos.
Y ahí estaba él.
Oscar estaba de espaldas, moviéndose con esa naturalidad que siempre le salía sin esfuerzo. En una mano sostenía una sartén, y en la otra, revolvía algo en una cacerola. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba ver las líneas de la noche anterior en su espalda y un short de algodón. La luz de la ventana lo envolvía como un marco dorado.
Franco se quedó mirándolo un momento, como si sus ojos intentaran memorizar cada ángulo de esa imagen. Sintió una emoción tibia subirle por el pecho, algo tan intenso y sereno a la vez que lo hizo tragar saliva.
Entonces avanzó, descalzo, sigiloso, como si no quisiera romper el encanto. Se acercó por detrás y, con suavidad, rodeó la cintura de Oscar con los brazos. Apoyó la frente contra su espalda. El mayor se tensó apenas, sorprendido, y luego se relajó.
Franco dejó un beso, pequeño y sincero, entre sus omóplatos.
—Buenos días. —murmuró, con la voz aún ronca por el sueño y cargada de algo más— Creo que me desperté en el lugar más bonito del mundo.
Oscar soltó una risa baja, cálida. Apagó la hornalla y se giró un poco, solo lo justo para mirarlo por encima del hombro.
—¿En serio? Y eso que aún no probaste mis panqueques. —dijo, sonriendo.
Franco le sostuvo la mirada, y fue como si el aire entre ambos se volviera más espeso, pero no incómodo. Era esa tensión dulce, electrizante, que nace cuando alguien ya forma parte de tu mundo sin pedir permiso.
—Creo que ya probé algo mejor anoche... —respondió, apoyando la mejilla contra su espalda— Pero puedo hacer espacio para el desayuno.
Oscar se giró por completo y lo abrazó también, con una lentitud que parecía nacida del mismo silencio que compartían. Se miraron en el centro de la cocina, los ojos aún somnolientos pero vivos, y sin decir nada más, Oscar rozó su nariz contra la de él. Un beso esquimal.
Franco cerró los ojos un segundo. Todo su cuerpo vibraba con esa presencia. Se sentía cuidado. Deseado. A salvo.
La cocina era pequeña, y sin embargo parecía contener un mundo entero. Las tazas humeantes, el olor dulce del desayuno, el suelo frío bajo los pies descalzos, y esa calma que solo llega cuando estás exactamente donde querés estar.
Mientras se sentaban a la mesa, Oscar le alcanzó una taza y se inclinó para dejar un beso en su sien. Franco apoyó la barbilla en su mano y lo miró.
—¿Esto es real, no?
Oscar se detuvo un segundo, lo miró con esa seriedad suave que tenía a veces, y asintió.
—Más real que nada.
Y Franco, con el corazón palpitando como un tambor tranquilo, supo que sí. Que lo era. Que lo que estaban viviendo no tenía nombre aún, pero tenía forma. Y se sentía bien. Se sentía como la mejor mañana de su vida.
Una mañana que no iba a olvidar jamás.
Después de desayunar juntos, Franco regresó a su casa con el corazón latiéndole en las orejas y una sonrisa boba que no podía, ni quería, ocultar. Sentía las mejillas tibias, como si el calor de la cocina de Oscar todavía le quemara la piel. Todo en él parecía estar vibrando con la misma intensidad que sus pensamientos. Apenas cerró la puerta detrás de sí, se dejó caer sobre el sofá del living, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Cerró los ojos y revivió cada instante; los panqueques, el café, el aroma dulce del jugo de naranja, la remera holgada que aún llevaba puesta cuando bajó las escaleras, el beso que le dejó entre los omóplatos a Oscar mientras él cocinaba. Todo parecía salido de un sueño.
El domingo por la tarde, ya sin poder resistir las ganas de verlo de nuevo, Franco y Oscar mantenían una conversación casual por mensajes. Franco estaba tirado en la cama, el ventilador de techo girando con pereza mientras su cuerpo entero parecía pegarse a las sábanas del calor. Tecleó en su celular sin pensarlo mucho:
Franco:—Me estoy derritiendo. Siento que vivo en un horno.
Oscar:—Podrias venir a mi casa, a nadar a la pile...
Franco:—¿No será que ya me extrañas?
Franco se llevó el celular al pecho, riéndose en silencio. Tres puntos suspensivos aparecieron al instante. Oscar estaba escribiendo. Luego se detuvieron. Volvieron a aparecer. Franco sonrió, sabiendo que lo había hecho pensar. Un segundo después, su celular vibró.
Oscar:—¿Y vos qué responderías si te digo que sí?
Franco se mordió el labio inferior antes de responder.
Franco:—Solo me queres ver en cuero, por eso me invitas...
Oscar:—¿Tengo que tener una excusa para admirarte?
Franco se cubrió la cara con una almohada, entre avergonzado y emocionado. Había algo en la forma en la que Oscar lo decía todo; sin vueltas, sin adornos, sin necesidad de hacerlo más grande de lo que era, y aún así, lo hacía sentir enorme.
Le contestó:
Franco:—Preparo el bañador y el toallón. En diez estoy ahí.
---
El agua de la piscina brillaba bajo el sol de la tarde como un espejo de cristal turquesa. Oscar ya estaba esperándolo con una bermuda azul oscuro y una sonrisa que le daba sombra a todas las preocupaciones del mundo. Franco se quitó la remera y saltó al agua de un impulso. El impacto lo envolvió por completo, refrescante, liberador. Al salir a la superficie, sacudiendo el pelo y resoplando como si acabara de despertar de un trance, Oscar se lanzó detrás de él.
El juego comenzó como algo torpe: empujones suaves, carreras nadando de un extremo al otro. Oscar lo atrapaba por la cintura, Franco lo zambullía tomándolo de los hombros. Gritaban, se reían, salpicaban hasta quedar exhaustos. En un momento, Franco se dejó flotar de espaldas, con los ojos cerrados, sintiendo el sol en la cara. Oscar se acercó en silencio, deslizando sus manos por los costados de su torso hasta abrazarlo por detrás.
—Te ves feliz. —murmuró junto a su oído.
Franco giró levemente la cabeza y lo miró, con el agua resbalando por sus pestañas.
—Es porque lo estoy.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue cálido. Cómplice. Uno de esos silencios donde uno sabe que las palabras ya no hacen falta.
Oscar lo empujó suavemente hacia la orilla. Apoyados contra el borde, con el agua hasta los hombros, se miraron un largo rato sin decir nada. Los ojos del mayor recorrían su rostro con esa calma que a Franco le sacudía el pecho. Le rozó la mejilla con el dorso de los dedos, y Franco giró un poco el rostro, buscando ese contacto. Lo encontró. Lo sostuvo.
El beso que siguió fue lento, tierno, como si el agua misma los meciera. No había apuro, no había urgencia. Solo ellos. Las bocas se encontraron una y otra vez, y las risas se colaban entre beso y beso. Oscar le acariciaba la nuca, Franco le tomaba la mandíbula con una seguridad recién descubierta.
Luego se tumbaron juntos sobre una reposera al sol, compartiendo una toalla, las piernas entrelazadas. Franco apoyó la cabeza sobre el pecho de Oscar, escuchando su corazón. Oscar le acariciaba el pelo como si cada hebra mereciera su atención.
La tarde se había vuelto perezosa, envuelta en la tibieza del sol que comenzaba a bajar. Estaban acostados sobre la reposera, todavía húmedos por la piscina, con las piernas entrelazadas de manera tan natural como si sus cuerpos llevaran años aprendiéndose. Oscar tenía un brazo detrás de su cabeza, los ojos entrecerrados por la luz dorada que le tocaba el rostro, y Franco estaba recostado de costado, con la cabeza apoyada contra su pecho.
La respiración de Oscar era constante, tranquila. Y Franco, sin pensar demasiado, empezó a trazar líneas imaginarias con la yema de sus dedos sobre su piel. Dibujaba figuras abstractas, suaves espirales, líneas sin sentido, caricias disfrazadas de juego que hacían cosquillas leves a cada tanto. Sentía el calor del cuerpo de Oscar, su cercanía, el leve tambor de su corazón bajo su mano.
Franco levantó la mirada, con la mejilla aún pegada a su torso. Sus ojos buscaron los de Oscar, tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás, disfrutando del calor aún suave que quedaba del día.
—No quiero que se acabe este día.—dijo, casi en un susurro, como si decirlo más fuerte pudiera romper el momento.
Oscar abrió los ojos despacio y giró el rostro hacia él. Sonrió, esa sonrisa pequeña y sincera que parecía hecha solo para Franco.
—Yo tampoco.
Se hizo un breve silencio, como si los dos intentaran estirar el tiempo, convencerlo de que no pasara.
—Mañana otra vez la escuela… —añadió el mayor con una leve mueca. — Matemática a primera hora, el examen de historia que todavía no estudié…
Franco soltó una risa nasal, bajando la mirada al agua.
—Ojalá nos dejaran vivir en una burbuja, así… todo el tiempo.
Oscar lo miró por unos segundos más, y luego bajó la mano hasta encontrar la de Franco. Juntó sus manos despacio, entrelazando los dedos con firmeza, como si pronunciara una promesa sin palabras. Como si al hacer eso pudiera sellar lo que sentían, asegurarlo en el tiempo.
Oscar tardó apenas un instante en responder, pero cuando lo hizo, lo dijo con una seguridad tranquila, como si fuera la cosa más sencilla y verdadera del mundo:
—No se va a acabar, Fran.
Franco cerró los ojos un momento, sintiendo el peso dulce de esas palabras en el pecho, y dejó escapar una exhalación leve.
Sí.
Le creyó.
Chapter 5: Cinco
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La semana, aunque lenta, no pasó con grandes cambios. Las clases se apilaron una sobre otra como si alguien las hubiera arrojado sin cuidado, y Franco a veces tenía la sensación de estar caminando sobre papeles arrugados, intentando no tropezar. Sin embargo, había algo —o alguien— que suavizaba cada día.
Estudiaron juntos. En los recreos, cuando los demás corrían por los pasillos y reían en voz alta, ellos se refugiaban en la biblioteca, entre los estantes polvorientos que olían a páginas viejas y a historias ajenas. Allí, se sentaban en el mismo rincón apartado, como si fuera suyo desde siempre. Oscar llegaba primero y le guardaba el lugar. Franco lo encontraba con la cabeza gacha, fingiendo leer, aunque en realidad solo esperaba sentir los dedos de él rozarle la rodilla debajo de la mesa.
En ese escondite, compartieron besos robados, suaves como secretos. Franco solía cerrar los ojos por unos segundos después, como si el mundo necesitara reiniciarse cada vez que Oscar lo besaba.
Al mediodía, compartían su hora del almuerzo en la terraza. Esa terraza alejada, donde solo llegaban los que sabían que existía, se convirtió en su lugar seguro. A veces hablaban poco. Comían despacio, intercambiando miradas por encima del pan o las tazas de plástico con café tibio. En otras ocasiones, se reían sin parar por tonterías: una ardilla que apareció de la nada, una historia absurda que Oscar inventó sobre un profesor que en realidad era espía. Franco, en esos momentos, se sorprendía pensando: “Si esto fuera todo, estaría bien.”
Pero no era todo.
Había una ansiedad contenida, invisible, que lo atravesaba mientras la semana avanzaba. Por las noches, se acostaba en su cama, recordando el roce de los dedos de Oscar en su cintura cuando lo abrazaba de improviso en la biblioteca. Sentía cómo su pecho se encogía un poco, como si extrañarlo en esos ratos fuera una necesidad más biológica que emocional.
Y, sin embargo, el miedo todavía vivía en alguna parte. No de Oscar. No de lo que tenían. Sino de todo lo que podía venir desde afuera.
El miércoles, mientras caminaban hacia la salida, un grupo de chicas pasó cerca, riéndose entre ellas y lanzándole miradas descaradas a Oscar. Había algo en esas sonrisas, en la forma en que lo miraban, que le provocó a Franco una punzada de incomodidad, como si ellas supieran algo que él todavía ignoraba. Oscar, en cambio, no pareció inmutarse; apenas les devolvió una sonrisa perezosa antes de seguir caminando.
—No les prestes atención. —dijo con un tono tan despreocupado que, por un momento, disipó cualquier duda. Franco lo miró, y como siempre, bastó con verlo para que todo lo demás perdiera importancia. Lo dejó pasar. Porque estaba tan segado por Oscar que no veía lo demás.
El jueves amaneció con lluvia. Franco llegó tarde al colegio, empapado hasta los huesos. Al entrar al aula, lo vio; Oscar tenía su campera seca, el pelo en orden, la sonrisa intacta. Le guiñó un ojo desde su banco, y Franco sintió una oleada de alivio ridícula por dentro, como si solo con verlo el día ya estuviera salvado. En el recreo, volvieron a esconderse. Oscar lo abrazó por la cintura, hundiendo la nariz en su cuello.
—Ya casi es viernes. —le dijo.
Franco cerró los ojos. Asintió.
Ese "casi" fue un bálsamo. Porque sí, aunque la semana había sido tranquila, cotidiana, estaba sostenida por una expectativa callada que flotaba entre los dos como un hilo invisible.
El viernes era el secreto que compartían sin nombrarlo demasiado. Oscar había murmurado algo sobre una escapada. Franco no preguntó. No hacía falta. Ambos sabían que necesitaban un momento solos, lejos de los pasillos, de las miradas, de las rutinas, de los relojes.
Durante esos días, Franco se descubrió atento a los gestos mínimos. La forma en que Oscar le acariciaba los dedos por debajo del pupitre, el modo en que lo miraba cuando se reía de algo, o cómo se inclinaba hacia él cuando le hablaba, como si le costara no acortar distancias. Sentía que su cuerpo había aprendido a esperarlo. Como si llevaran años juntos. Como si lo conociera desde siempre.
La emoción que crecía en él no era violenta ni urgente. Era lenta. Cálida. Como el sol que entra por la ventana en una mañana de invierno y te calienta los pies sin que lo notes. Pero también era intensa. Porque cada cosa que sentía lo atravesaba entero. A veces tenía que cerrar su cuaderno a mitad de clase, respirar hondo, y obligarse a no mirar a Oscar. Porque si lo miraba, todo se le desarmaba.
Y al mismo tiempo, lo amaba un poco por eso.
Lo amaba, sí. Aunque todavía no supiera cómo decirlo.
El jueves a la noche, Franco no pudo dormir bien. Se dio vueltas mil veces en la cama, con la cara enterrada en la almohada. Había escrito a Oscar: “¿Seguro que mañana va a salir todo bien?”
Oscar respondió con una foto: un papelito escrito a mano que decía “Confía en mí. Yo me encargo de todo.”
Franco se quedó mirando esa imagen mucho tiempo. La guardó en su galería. Sonrió como un idiota.
Y al final, se quedó dormido pensando en él, con la esperanza acomodada entre las sábanas, como si fuera un abrazo invisible que lo esperaba del otro lado del sueño.
La semana había sido rutina, estudio, silencios compartidos, besos escondidos y corazones que se buscaban en lo cotidiano.
Pero el viernes, el viernes era para ellos.
Y estaba a punto de comenzar.
La mañana del viernes comenzó con una ráfaga de sol colándose por la ventana y una sensación distinta en el cuerpo de Franco, como si ese día, sin saber por qué, fuera a quedarse para siempre en su memoria. Franco se despertó sin sobresaltos, con una sonrisa tonta aún pintada en el rostro antes de abrir los ojos. Había soñado con Oscar. No recordaba del todo qué habían hecho en el sueño, pero la sensación persistente de alegría y deseo le revoloteaba el pecho como si lo hubiese besado de verdad en medio de la noche.
Eligió su ropa con más cuidado que de costumbre, sin que pareciera demasiado evidente. Al llegar al colegio, el corazón le dio un vuelco cuando vio a Oscar esperándolo en la entrada, con su mochila cargada y esa sonrisa que parecía hecha solo para él.
—Buenos días, dormilón. —le dijo Oscar, acercándose.
Franco sonrió, acomodándose el pelo con una mano.
—No dormí tanto. Me desperté antes del despertador, en realidad.
Oscar alzó las cejas con picardía.
—¿Ansioso por verme?
Franco se mordió el labio inferior y negó con la cabeza, aunque sus mejillas traicionaban la verdad.
No entraron al aula. Ni siquiera lo intentaron. Oscar lo había planeado, y Franco, aunque lo supo solo por la forma en que Oscar lo tomó de la mano y lo guió hacia la salida trasera del colegio, no dijo nada. No lo necesitaba. No hacía falta hablar cuando uno confiaba de esa forma.
No hubo protestas. No esa vez. Franco lo siguió como si siempre hubiera sabido que iba a hacerlo.
Caminaron sin rumbo fijo al principio, hasta que Oscar reveló que tenía un plan. Lo llevó a un parque semi escondido, una reserva urbana con árboles altos y senderos que olían a tierra mojada. Ahí, junto a un claro donde apenas llegaba el murmullo de la ciudad, Oscar dejó caer la mochila en el césped y desplegó una manta que llevaba en su mochila.
—¿Trajiste una manta?
—Y eso no es todo... —respondió el mayor, abriendo los cierres de su mochila con una sonrisa triunfal. —Preparé algo. —anunció con orgullo mientras sacaba una botellita de jugo de naranja, frutas cortadas, y dos sandwiches envueltos en papel aluminio. Franco lo miraba con asombro, pero también con una ternura que se le desbordaba de los ojos.
—No me vas a decir que todo esto lo preparaste vos...
Oscar infló el pecho.
—Con mis propias manos. Hasta corté el durazno sin que se me deshiciera. Estoy aprendiendo. Además te prometí que íbamos a hacer algo especial, ¿no?
Franco se sentó sobre la manta y estiró las piernas, observando el cielo. Oscar se acostó a su lado y apoyó la cabeza sobre su regazo. Durante unos segundos no dijeron nada. El canto lejano de los pájaros, el roce del viento en las hojas, el sonido amortiguado de la ciudad a lo lejos. Todo parecía quedarse suspendido alrededor de ellos.
Oscar se incorporó y tomó un trozo de mango con los dedos. Lo acercó a la boca de Franco con una sonrisa ladeada.
—Probalo. Está dulce.
Franco entreabrió los labios y lo dejó alimentarlo. El jugo se deslizó un poco por su labio inferior y Oscar lo secó con el pulgar, sin apuro. Franco se rió bajito.
—¿Estás intentando seducirme con fruta?
—¿Funciona?
Franco lo besó. Fue lento, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si no hubiera prisa, ni obligaciones, ni lunes que llegaran a interrumpirlos. Se besaron hasta que el mundo se les olvidó.
—Si, te está funcionando. —murmuró el menor con una risa contenida y un rubor visible que no podía disimular. En un momento, Oscar se sacó las zapatillas y se tendió sobre el mantel, invitando a Franco a apoyarse sobre su pecho. Así pasaron un rato largo, entre caricias suaves, risas bajas y silencios cómodos.
La tarde avanzó con lentitud hasta que el cielo comenzó a cambiar. Una brisa fresca empezó a correr entre los árboles, levantando las hojas secas del suelo. Franco se incorporó un poco, sintiendo un escalofrío leve en la piel.
—¿Sentiste eso?
Oscar asintió, pero no alcanzó a decir nada más. Unas gotas aisladas comenzaron a caer. Primero tímidas. Luego, sin aviso, la lluvia se desató como una cascada que nadie había anunciado.
Ambos se miraron, incrédulos. Según el pronóstico, no había ni una nube en agenda. Sin embargo, ahí estaban; empapándose.
—¡Vamos! —dijo Oscar, tomando la mochila a las apuradas.
Corrieron bajo la lluvia riéndose, como si fueran dos chicos escapando del castigo divino por haberse saltado las clases. Oscar, con un gesto instintivo, se sacó la campera y la extendió sobre ambos, cubriendo sus cabezas como un techo improvisado. El olor a tierra mojada se mezclaba con el del cabello húmedo de Franco.
—No quiero que te enfermes. —dijo Oscar, con la voz un poco agitada por la corrida.
Franco lo miró. No le importaba mojarse, ni el frío, ni nada que no fuera la presencia de Oscar ahí, tan cerca, tan suyo por esas horas robadas.
Oscar lo miró con seriedad repentina. Una pausa, como si algo lo preocupara desde antes y hubiera decidido decirlo ahora, en medio de ese momento suspendido entre la lluvia y el cielo plomizo.
—Este finde no voy a estar... Me tengo que ir a Australia. Es algo familiar, no es grave, pero no voy a poder verte hasta el lunes.
Franco parpadeó, como si la noticia lo sacara de su burbuja.
—¿Todo el finde?
Oscar asintió.
—Sin vos me voy a aburrir un montón...—murmuró Franco, bajando la mirada.
Oscar le acarició la mejilla, con ternura y firmeza a la vez.
—Yo también me voy a aburrir. Si pudiera, te metería en la maleta y te llevo conmigo. Aunque sea escondido entre la ropa sucia.
Franco soltó una risa suave, y antes de que pudiera responder, Oscar lo besó.
No fue un beso como los otros. Fue más profundo, más húmedo, más urgente. Un beso cargado de todo lo que no iban a decirse en los días que estarían lejos. Las bocas se encontraron como si buscaran memorizarse, con la lengua acariciando despacio, los dedos de Oscar enredándose en la nuca de Franco mientras la lluvia seguía cayendo, indiferente.
Franco sintió que el tiempo se detenía ahí, entre los labios de Oscar y la humedad del mundo entero sobre su ropa. No quería que terminara. No quería que se fuera. No quería dejar de sentir esa mezcla de deseo, ternura, y tristeza que se le clavaba en el pecho como una espina dulce.
Cuando se separaron, fue solo para tomar aliento. Oscar apoyó su frente contra la de Franco, cerrando los ojos por un momento.
—Prometeme que me vas a esperar. Que no te vas a enamorar de nadie más en estos tres días.
—Prometido. —susurró Franco, todavía con la voz temblando.
Y lo era. Prometido en la forma más pura en que dos chicos pueden prometerse algo; con las manos húmedas entrelazadas y el corazón latiendo demasiado fuerte para no ser verdad.
Chapter 6: Seis
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El lunes llegó con una ligereza inusual.
Franco caminaba por los pasillos del colegio con esa extraña sensación de bienestar que solo trae los recuerdos que todavía calientan el pecho.
El fin de semana había sido irreal.
O tal vez demasiado real.
No habían hablado de lo que eran.
No se habían sentado a definir nada.
Pero tampoco hacía falta.
Oscar lo había llamado dos veces el sábado por la tarde y otras tantas el domingo. Mensajes a toda hora, videollamadas absurdas a la madrugada.
Franco no paraba de sonreír cada vez que la pantalla se encendía con su nombre.
Ese chico que conocía de toda la vida, con el que había jugado, tardes compartidas, silencios… ahora lo miraba distinto. Ahora lo quería cerca de otra forma.
—Voy a volver el lunes a la noche. —le había dicho Oscar, la voz cansada, suave—. Apenas llegue, te escriba. Lo prometo.
Y Franco lo creyó. Le creyó todo.
Se sentó en la galería exterior, entre la brisa tibia de la mañana, sacó su teléfono, leyó el último mensaje de Oscar por quinta vez.
No era nada especial. Solo un "Llegamos bien, más tarde te llamo".
Pero Franco sonrió igual.
Porque el subtexto decía otra cosa.
Decía "te extraño". Decía "quisiera estar ahí".
Estaba en eso, hundido en su propio mundo, cuando alguien se sentó sin permiso a su lado.
—Hola, Fran.
La voz era conocida.
Y sin embargo, Franco sintió que algo se quebraba apenas la escuchaba.
Lando.
Alzó la mirada. Lo vio ahí, con esa media sonrisa de quien cree tener el control de la situación, como si su ausencia del viernes a la noche o de toda la semana anterior no hubiera significado nada, como si todavía pudiera aparecer y pretender que todo seguía igual.
Franco no dijo nada al principio. Solo lo observaré.
—Mirá, —empezó Lando, encogiéndose de hombros— estuve pensando en lo del viernes. La verdad… me colgué. Viste cómo es esto del amor —agregó, como si fuese una excusa universal.
Franco desvió la vista, volvió al celular.
Pero Lando no se detuvo.
—No sé si te enojaste porque no fui, o… —hizo una pausa, de esas que se sienten ensayadas.— porque pensaste que me olvidé de vos.
Franco le apretó los dientes.
—Me enojé porque fuimos siempre los tres. Y de repente te dio igual.
Lando lo miró como si eso no tuviera sentido.
—Bueno, Fran. No te pongas intenso. Pensé que habías reaccionado así por… no sé, celos o algo.
Franco lo miró con el ceño fruncido.
—¿Celos?
—Sí, boludo. Digo… yo con Magui, vos sin nadie… —alzó las cejas, como si estuviera revelando una verdad profunda, aunque Franco ya tenía a alguien.— Me puse a pensar. Y se me ocurrió algo. Escucha.
Franco ya podía anticipar que no le iba a gustar.
—Hoy a la tarde, después de clases, cita doble. Yo y Magui… y vos con una amiga de ella. Una re copada. Linda, simpática. Te va a encantar.
—¿Qué?
—Dale, Fran. No te hagas el difícil. Te va a venir bien distraerte. Capaz hasta te olvidás un poco de… bueno, de estar tan encima mío… —soltó con una risa entre dientes.
Franco lo miró, incrédulo.
¿Era posible que no entendiera nada? ¿O fingia no entender para no tener que ver la verdad?
—No quiero. —dijo al fin, seco.
—Pero ya están acá. En la cafetería. No seas así, Fran, porfa. No las vamos a dejar plantadas. Dale, queda un ratito.
—Lando…
Pero ya lo estaba arrastrando del brazo, como si eso arreglara todo, como si pudiera obligarlo a volver a un lugar que Franco había dejado atrás hacía días.
Y él lo dejó.
No porque quisiera.
Sino porque en algún punto aún dolía.
Dolía que Lando creyera que podía volver, sonreír, hablar de citas y chicas, como si Franco fuese el mismo de antes. Como si nada hubiera cambiado.
Como si Oscar no existiera.
La cafetería estaba demasiado iluminada para lo que Franco sentía.
Luces, risas que se mezclaban con el sonido de las bandejas blancas y los pasos, todo tan fuera de sintonía con su cabeza.
Lando caminaba adelante con paso seguro, saludando a medio mundo como si fuera el dueño del colegio. Franco lo seguía con las manos hundidas en los bolsillos del buzo, los hombros encogidos. Sentía que su cuerpo entero pedía dar la vuelta y volver a casa.
Lo peor vino cuando se sentaron.
La chica que Magui le había "presentado" se llamaba Estelle.
Y en menos de tres minutos, Franco ya sabía que se había ganado cinco medallas en patinaje, que había tenido tres ex novios ("uno más tóxico que el otro"), que su foto favorita en Instagram tenía 3.200 me gusta, y que los domingos no se levantaba por menos de un brunch.
Franco asentía por reflejo, como si sus neuronas estuvieran apagadas.
Cada tanto forzaba una sonrisa.
Pero en el fondo, lo único que quería era mirar el celular.
Lo hizo.
La pantalla no tenía notificaciones nuevas.
Solo la última llamada de Oscar, la del domingo por la noche.
Y un mensaje clavado ahí desde hacía horas: "Ya en el aeropuerto. Nos vemos cuando vuelva 🛫"
Oscar probablemente ya estaba volando.
Un vuelo largo, desconectado del mundo.
Y Franco se sintió ridículo ahí, atrapado en una cita que no había pedido, con una chica que no paraba de hablar de sí misma y un mejor amigo que lo miraba como si le estuviera haciendo un favor.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Estelle de repente, frunciendo el ceño—Te quedaste callado.
Franco parpadeó.
—Eh… nada, todo bien. —dijo, y buscó la forma más rápida de salir sin explotar.
Se levantó abruptamente.
—Voy al baño.
Ni siquiera esperaba respuesta. Caminó con pasos rápidos, atravesando el comedor entre sillas y mochilas tiradas. Sentía la garganta cerrada, el estómago revuelto.
El baño estaba vacío. Frío.
Abró la canilla, dejó correr el agua helada y se mojó la cara. El agua fría le corría por las mejillas, pero no alcanzaba para despejarle la cabeza. Respir hondo. Se miro en el espejo.
No se reconoció.
Se apoyó contra el lavamanos y se quedó ahí, mirándose en el espejo, como si buscara a alguien que ya no reconocía.
El chico que lo devolvía la mirada parecía confundida, agobiado. Como si todo lo que había vivido la semana anterior hubiera sido un sueño y ahora lo estarían obligando a volver a una versión antigua de sí mismo. Una que ya no le quedaba.
La puerta del baño se abrió de golpe.
Lando.
— ¿Qué carajo te pasa? —soltó, cerrando detrás de sí—¿Qué fue eso? ¿Te pensás que podés levantarte así, como si nada?
Franco no respondió. Secó la cara con una toalla de papel, sin apurarse.
—¡Te estoy hablando! —insistió Lando, cada vez más alterado—Loco, te conseguí una minita linda, simpática, la mejor onda, ¿y vos te haces el pelotudo?
—No quiero eso. —murmuró Franco, sin mirarlo.
—¡¿Cómo que no!? ¿Qué mierda quieres entonces?
Franco se giró finalmente. Lo miré serio.
—No me interesa eso, Lando.
—¿Qué no te interesa qué? ¿Hablar con una mina linda? ¿Salir con amigos? ¿Pasarla bien? ¿Desde cuándo sos así?
Franco respir hondo. No quería gritar, pero sentí las palabras quemándole la lengua.
—Desde que me empecé a sentir incómodo con todo esto. Con vos, con tu forma de ver las cosas, con la forma en que te metés en mi vida como si supieras lo que necesito.
Lando frunció el ceño.
—Y ahora yo soy el problema?
—No sos el mismo de antes, boludo. Antes… no sé, eras distinto. Me escuchabas más. Me entendías.
Lando chasqueó la lengua, soltando una risa seca.
—Yo no cambié, Franco. El que se quedó atrás fuiste vos.
Esa frase le cayó como una piedra al pecho.
Franco se quedó helado.
— ¿Atrás? —repitió, entre dientes. — ¿Decís que me quedó atrás por no seguirte la corriente? ¿Por no querer estar en una cita con una piba que no conozco, solo porque vos decidiste que era buena idea?
Lando se cruzó de brazos, sin bajar la guardia.
—No sé qué te pasa, Fran. Estás raro. Antes eras divertido, te copabas con los aviones, no estabas todo el día con esa cara de que te querés ir. Ahora vives colgado del teléfono, como si estuvieras en otro planeta.
—Tal vez sí. —disparó Franco. —Tal vez esté en otro lugar, uno donde me siento mejor que acá. Tal vez vos ya no entendés quién soy.
Lando entrecerró los ojos, lo estudió.
—Esto tiene que ver con Oscar, ¿no?
Franco no respondió.
El silencio fue suficiente.
—No me jodas, Franco. ¿Vos y Óscar?
Otra pausa.
Y ahí vino la carcajada.
Una risa cargada de burla, de incredulidad.
—¿En serio te comiste ese cuento? El pibe ese te hace creer que es distinto, que es puro y bueno… Te tiene atrapado como a todos.
Franco dio un paso hacia él.
—No hables de Oscar. No sabés nada de él. Y menos de nosotros.
Lando lo observó en silencio por unos segundos.
Ya no estaba enojado. Ahora hablaba con otro tono. Uno más bajo, más frío. Con algo que parecía demasiado al veneno.
—Sabes cuál es tu problema, Franco? —dijo finalmente—. Que vivís enamorado de una idea. Y Piastri… Piastri no es esa idea.
Franco frunció el ceño.
—¿Qué carajo quiere decir con eso?
Lando dio un paso más cerca, como si fuera a darle una revelación.
—Te pensás que Oscar es el chico bueno. El que te escucha, el que está para vos. El que se sonroja cuando le hace un chiste o el que todavía vive con la fantasía de cuando ustedes tres eran mejores amigos. ¿Pero sabés qué? Oscar ya no es ese pibe. Capaz nunca lo fue.
Ya estaba más adelantado que nosotros desde hace rato.
Franco sintió cómo algo se le apretaba en el estómago.
—No te entiendo.
—Sí que me entiendes. —Lando se cruzó de brazos. — Solo que no quiero aceptarlo. Oscar... se comió a varias minas, Franco. Muchas veces. Mientras vos te quedabas en casa hablando por llamada o esperando que te escriba como un nene bueno, él estaba afuera, haciendo lo que quería. ¿Te pensás que ese perfume que olías a veces era porque se lo probaba en una perfumería?
Franco se quedó callado.
Sintió cómo su garganta se cerraba.
—No te creo.
—No tengo que creerme a mí. —Lando se encogió de hombros—Preguntale a cualquiera. No es un secreto. Solo para vos lo era.
El corazón de Franco empezó a retumbarle en el pecho. Las palabras no le salían.
Lando lo miró con una mezcla de lástima y sarcasmo.
—Y ahora me venís con que te gusta. Que Oscar es lo mejor que te pasó… ¿Estás seguro de que él siente lo mismo? ¿O solo se está entreteniendo un rato con vos? Capaz sos otro pasatiempo para él. El chico sensato que lo espera.
Franco lo miró con furia. Pero no dijo nada. No porque no quisiera.
Porque no sabía qué decir.
La imagen que tenía de Oscar empezó a tambalear en su cabeza.
Se acordó de esas veces que lo vio llegar con una marca rara en el cuello. O con otro perfume. De las veces que sonreía como si viniera de otro lado, de otra historia que él no conocía. O de esa vez en la semana pasada que las chicas esas miraban a Oscar como si supieran algo más, algo que el recién caía en cuenta.
¿Y si Lando tenía razón?
¿Y si él había sido un boludo iluso todo este tiempo?
No dijo una palabra.
Solo se fue.
Salió del baño, salió de la escuela, salió del día.
El resto de la tarde la pasó encerrado en su habitación.
La persiana baja, el celular apagado.
Tampoco quise comer. Ni hablar. Ni pensar demasiado. Pero no pude evitarlo.
Las palabras de Lando lo perseguían como un eco venenoso.
Óscar.
Las marcas.
El perfume.
Las salidas.
Las sonrisas.
Lo quería, sí.
Pero ahora lo dudaba todo.
Ya era de noche cuando alguien tocó la puerta de su habitación.
Franco no se movió. Pensó que era su mamá, a punto de regañarlo por su encierro.
—Franco... —dijo una voz, desde el otro lado.
No era su mamá.
Era Oscar.
El cuerpo entero se le tensó.
—No contestabas los mensajes. —dice desde el marco de la puerta, con el bolso colgando del hombro, ojeroso, despeinado por el viaje. —Me tenías preocupada.
Franco se dio vuelta desde su cama, no dice nada. Solo lo mira. Frío. En silencio.
— ¿Qué pasa? —pregunta Oscar, dando un paso adentro.
Pero Franco no lo miró con ternura.
No corrió a abrazarlo.
No le sonreí.
Solo lo miró, con los ojos cargados de algo oscuro.
Odio.
Oh confusión.
Las dos cosas mezcladas.
Oscar frunció el ceño, inquieto.
Franco no respondió.
Las palabras seguían ahí, flotando como una amenaza.
“Se comió a varias minas”
“Capaz sos solo otro pasatiempo”
Franco se cruza de brazos. Le cuesta sostenerle la mirada.
—¿Cuánto?
—¿Cómo?
—Las minitas. Las que “ya te comiste”. ¿Cuantos fueron, Oscar?
El rostro de Oscar se tensa. Confusión. Incertidumbre.
—¿Quién te dijo eso?
Franco ignora la pregunta.
—Pensé que esto era algo lindo, ¿sabes? Que eras distinto conmigo. Que no era uno más. Pero resulta que soy un boludo más al que te comiste porque te aburrías.
—Franco, para...
-¡No! No me frenes ahora... —le grita. — No sabés lo que fue escucharlo, ¿vale? No sabés lo que se me revolvió adentro. Porque yo te tenía allá arriba, Oscar. Yo te veía... de otra forma. Te quería limpio. Te quería mío...
Oscar respira hondo. Cerró los ojos un segundo, y cuando los abre, se le nota el temblor en la voz.
—¿Y todo lo que pasó entre nosotros? ¿Te vas a hacer creer que fue mentira?
—¿Qué sé yo ya?
Oscar se acerca, con el corazón latiéndole en el cuello. Lento. Cuidadoso, como si le costara avanzar contra la rabia que todavía vibraba en el aire. Pero su voz, ahora más baja, no tenía el filo defensivo de antes.
—Franco… —empezó—. ¿De verdad pensás que lo paso todo este tiempo no significó nada?
Franco no respondió. Solo baja la mirada, clavando los ojos en el suelo, como si fuera más fácil enfrentar el piso de su habitación que lo que Oscar estaba por decir.
—Porque yo lo sentí. Hacer. —insistió Oscar con una convicción de que no dejaba espacio para dudas. —Sentí tu risa cuando te caíste encima mío esa tarde. Sentí tus manos frías contra mi cuello cuando me empujaste jugando, y me quedé pensando en eso todo el día. Sentí tu respiración cada vez que hablábamos tan cerca que tenía que contenerme para no besarte ahí mismo, en ese sofá.
Franco apretó los labios, como si quisiera sellarlos. La mandíbula tensa. El recuerdo de esos momentos lo golpeado como una corriente eléctrica; las miradas que duraban demasiado, las roces “accidentales” que ninguno de los dos se molestaba en evitar, las noches en las que quedarse hablando hasta tarde parecía más urgente que dormir.
Pero Oscar no se detuvo, tragó saliva, la voz quebrándose apenas.
—Sentí ese primer beso como si me rompiera algo por dentro… de lo bueno que fue. Fue torpe, sí… pero tan real. No lo planeé. No fue una práctica. No fue un juego. —Su voz tembló un poco, como si recordarlo le doliera tanto como le dolía perderlo. —Y cuando seguimos besándonos después… Todo eso fue real para mí. —continúa Oscar, la voz quebrada. —Yo no estaba finyendo, Franco. ¿Vos sí? Si vos no lo sentiste, decímelo en la cara. Pero no me digas que lo inventé.
La pregunta quedó colgada entre los dos. Franco todavía no lo miraba. Pero no se movía. No se iba.
Oscar alargó la mano despacio, sin brusquedad. Sus dedos rozaron los de Franco, probando. Esperando que él se aparte. Pero no lo hizo. No opuso resistencia. No esta vez.
En un movimiento casi imperceptible, Oscar levanta la mano. No para tocarlo de golpe. Solo rosa sus dedos contra los de Franco. Una fricción mínima. Un roce lento que busca permiso antes de ser algo más. Y Franco... no se aparta. Las yemas de Oscar se deslizan por el dorso de su mano. Es como si el tiempo se contrajera ahí. Luego, lo toma con firmeza entrelazando sus dedos con los suyos. El agarre es fuerte, tibio, seguro. Como si con eso pudiera sostenerlo, devuélvalo al presente.
—No estoy jugando con vos, Franco —le dice. —Nunca lo hice. Me equivoqué muchas veces. Fui un idiota. Pero con vos... con vos no sé mentir. Me dueles en serio. Y lo que siento por vos me asusta como una puta locura. Ese fin de semana… me quedé pensando en vos todo el tiempo. —dijo con voz ronca. —Hasta cuando me reía con vos al teléfono, incluso en las madrugadas, sentía que te tenía ahí, que éramos nosotros de verdad. Yo no jugué con vos. No eras uno más. Fuiste vos. Siempre fuiste vos.
Franco traga saliva. No lo mira, pero tampoco suelta su mano. Tiene los ojos húmedos, rojos. Un nudo en la garganta.
—Y si te creo? —susurra apenas.
—Entonces me quedo. —responde Óscar, sin dudar. —Me quedo hasta que vos decidas qué hacer conmigo. Pero no me voy si todavía me quieres un poco.
Oscar dio un paso más, todavía con sus manos entrelazadas. Con la otra, llevó los pulgares a las mejillas de Franco, y con una delicadeza inusual para sus dedos grandes, limpió cada lágrima que resbalaba.
Franco cerró los ojos con fuerza. Y en ese gesto, todo el peso de los días, las dudas, la confusión, se le cayó encima. Pero no se apartó.
Entonces Oscar se rozó la nariz con la de él, un gesto suave, casi infantil. El contacto de sus frentes se mantuvo apenas unos segundos, hasta que las narices se encontraron de nuevo en un pequeño beso esquimal. Un roce tibio, sin apuro, sin intención más allá de estar cerca.
Ambos respiraban agitados, pero no era por la rabia. Era por el alivio que empieza a asomarse cuando las verdades se dicen de frente. Cuando las manos ya no se sueltan. Cuando el miedo empieza a rendirse al amor.
Franco dejó escapar un suspiro tembloroso, la tristeza aún empañando sus ojos, pero ya no con la misma intensidad. Era una herida que estaba empezando a sanar, que ya no dolía tanto, aunque su voz aún cargaba con ese peso.
—No quiero ser uno más. —dijo, las palabras finalmente escapándose de su boca como una confesión a medias, como si de alguna forma, dijera algo que ya no podía ignorar, algo que se le había quedado dentro por demasiado tiempo.
Oscar lo miró fijamente, pero no respondió de inmediato. No había más excusas que dar. Solo miró a Franco, profundizando en sus ojos, buscando en sus palabras, en sus silencios, la verdad que compartían. Después, con una certeza rotunda, apretó las manos de Franco con más fuerza, como si sellara una promesa, algo que ya había estado escrito para ellos.
—Siempre vas a ser solo vos. Nadie más. —dijo Oscar, suave, sin vacilar.
Franco dejó que esas palabras calaran hondo en su pecho. Ya no necesitaba que se repitieran. Oscar no había mencionado en todo este tiempo. Y ahora, por fin, el dolor había dejado paso a una aceptación silenciosa de lo que era, de lo que compartían.
Un largo suspiro escapó de Franco, como si soltara un peso invisible que había cargado demasiado tiempo. Oscar no lo soltó. Lo atrajo hacia él, con el cuerpo, con el corazón, y se quedaron así, sin que ninguno de los dos dijera una palabra más. Solo respirando juntos, como si el simple hecho de estar ahí bastara para darles la calma que tanto buscaban.
El tiempo avanzó, como siempre lo hace, y con él, las cosas cambiaron. Los días se hicieron semanas, las semanas se convirtieron en meses y los meses en años. Pero entre ellos, ese lazo, esa promesa callada que se había forjado aquella noche, se mantuvo fuerte, imparable. Fue creciendo, madurando, como un pacto no escrito pero eterno.
Y aquí estaban, ahora. En la iglesia, rodeados de amigos, familia, todos los que los habían apoyado desde el principio, mientras ellos permanecían de pie frente al altar. Franco, con su traje oscuro, sus manos algo temblorosas pero firmes, mirando a Oscar con la misma intensidad que lo había hecho en aquella noche. Oscar, por su parte, estaba tan sereno como siempre, pero con la mirada tan fija en Franco, como si solo él existiera en ese momento.
El sacerdote, con su voz suave y cálida, les hablaba de amor, de compromiso. Pero Franco ya no necesitaba palabras. Sabía que lo que había entre ellos no necesitaba promesas verbales. Lo que había crecido entre ellos ya era suficiente. En ese silencio, en ese lugar tan lleno de luz y esperanza, sentí que finalmente todo lo que habían pasado, todo lo que habían construido, ya era real.
Cuando Franco miró a Oscar, un leve gesto de complicidad pasó entre ellos, un pequeño gesto con los ojos, como una sonrisa privada que solo los dos entendían. Y en ese instante, Franco comprendió que todo había valido la pena. El dolor, la confusión, las noches de duda... todo había sido necesario para llegar hasta ahí, para estar frente a Oscar, en ese altar, en ese momento que significaba el principio de todo lo que viniera.
Oscar apretó su mano con fuerza, como si quisiera transmitirle todo lo que no podía decir con palabras. Y Franco, con una sonrisa que era pura tranquilidad, le apretó la mano de vuelta.
En ese instante, sin más que un roce de manos y corazones entrelazados, sabían que el resto de sus vidas les pertenecían.
