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Masa de buñuelo y aceite hirviendo

Summary:

Mientras arrugaba su falda blanca y se escondía tras sus largos mechones de cabello ondulado, a Viktor le informaron la noticia.

Había sido asignado a un alfa. Específicamente, un inventor. Jayce Talis.

(En un Piltover militar que ha esclavizado a Zaun con el fin de usar a los omegas como madres forzadas, Viktor es entregado al brillante inventor Jayce Talis, y por un momento, cree que ha encontrado la felicidad. Pero debajo de sus encantos y promesas, Jayce sigue siendo un alfa. Pronto, Viktor descubre que los cuentos de hadas no existen).

Notes:

Por favor, revisa las tags y cura tu experiencia.

(See the end of the work for more notes.)

Chapter Text

Como otras tantas cosas de la vida, Viktor no había decidido volverse el omega de Jayce Talis. Por supuesto, Viktor tampoco había decidido nacer omega, con una pierna débil y pulmones frágiles, y mucho menos había decidido nacer en Zaun, un país que ya no era más que cenizas y susurros tras la invasión de Piltover.

Pero como con todo en la vida, había que empezar por el principio.

Viktor había sido el cuarto de cinco hermanos, el primer hijo omega de sus padres, y el único con un cuerpo débil, lo que le ganó ser el favorito de madre por varios años hasta que nació su hermana menor, el vivo retrato de la abuela, y quien se volviera la favorita de la casa sin chistar. En todo caso, Viktor había tenido una vida relativamente normal, o tan normal como se podía tener en un lugar como Zaun, siempre lloviendo y con una costa cuyas olas parecían empecinadas en tumbar toda casa y edificio del pueblo.

Silco, su madre, siempre había dicho que Viktor era como ese mar. Imposible de parar, fluyendo libre y hermoso sin importarle lo demás. Era una linda forma de decir que Viktor no tenía ninguna actitud característica de los omegas, pero, a decir verdad, Silco tampoco las tenía, y cuando pasaban de la mano en el mercado local, usando cabello corto y pantalones, podrían jurar que eran un beta y su hijo. Claro está ese no era el caso, pues Silco había parido cinco hijos; tres alfas y dos omegas, y bajo la ropa, en su cuello, llevaba la mordida de Vander.

Vander, su padre, era un humilde pescador. Pero sus ojos eran suaves, disfrutaba jugar con sus hijos y siempre volvía con una sonrisa así la tormenta hubiese arruinado su pesca. Vander había hecho el bastón de Viktor con sus propias manos, de dura madera de un árbol cercano a su choza, y cuando los pulmones de Viktor se negaban a funcionar, Silco se quedaba a su lado por horas, bajándole la fiebre y colocando velas en su pecho para ahuyentar al frío.

La vida en Zaun era sencilla, hasta que un día de invierno, y sin avisar a nadie, Piltover desembarcó en la costa y masacró a cuantos pudo.

Viktor, de tan solo ocho años, fue arrojado con otros tantos omegas a un barco que los llevó lejos de su hogar. Al principio, siguió a lado de su madre y su hermana pequeña, Powder, pero pronto fue arrebatado de sus brazos y enviado a otro barco. Sin importar cuanto llorasen, gritasen o arañasen, los soldados no mostraban ningún tipo de piedad, y pronto, Viktor comprendió que no había salida. Para él, un omega discapacitado y enfermo, sería prácticamente imposible encontrar a su madre y hermana, y ni hablar de su padre y hermanos alfa, quienes quizás ya no estaban con vida.

No eran los mejores recuerdos de Viktor, y como muchas otras víctimas de Piltover, no le quedó más que bajar la cabeza, callar su tristeza, y vivir un día a la vez.

La explicación al ataque militar de Piltover era, tan extraño como podía sonar, que en Piltover habían dejado de nacer omegas. Nadie sabía porqué, ni encontraban forma de arreglarlo, y tras dos décadas de reformas políticas que obligaban a sus pocos omegas a ser tratados como animales de crianza y de intentar mil opciones médicas, decidieron que no era suficiente. La conquista de Zaun tenía por único motivo tomar a todos los omegas de todas las edades como esclavos, para que algún día, dieran a luz a los futuros soldados de Piltover.

Todo esto le fue explicado a Viktor poco a poco, sentado en silencio junto a otros omegas en una de las muchas academias para omegas que Piltover había construido. El único propósito, la única utilidad que ellos tenían en las tierras de Piltover, era parir hijos para sus alfas.

La academia donde Viktor pasó los siguientes nueve años no era diferente a las demás. Los omegas debían verse bien y estar saludables, y Viktor no era el único que recibía miradas de desdén ante la antítesis de su belleza y la fragilidad de su cuerpo. Sin embargo, Piltover no estaba en condiciones de romper sus propias políticas: Todo omega capturado debía ser formado en una futura madre, así tuvieran asma y una pierna débil que impidiera correr.

“Tal vez sea bueno. No puede correr con esa pierna, así que no tenemos que preocuparnos de vigilarle,” fueron de las primeras palabras que Viktor tuvo dirigidas hacia él, cuando fue su turno del examen médico en su primera semana en la academia. Le habían hecho confesar cuántos hijos había tenido su madre, cuántos de esos habían sido alfas, le desnudaron y tocaron, verificando que fuera virgen a pesar de su corta edad y revisando su pierna que cojeaba y sus pulmones tan delicados. Su discapacidad le quitaba atractivo a ojo de unos doctores, mientras que otros consideraban era una condición útil para aquellos alfas que no quisieran tomar omegas rebeldes con sueños de libertad.

Al final, a Viktor lo habían colocado como un omega de categoría media. Viktor no era vanidoso, pero los inspectores de la academia le habían considerado lindo y femenino, y ser un omega masculino, quienes eran tan solo el 33% total de los omegas a nivel global, le añadía cierto tono exótico. Su pierna y pulmones, sin embargo, le rebajaban su calidad, y no era poco común que algún doctor, durante las revisiones mensuales, gruñera que Viktor no era tan lindo.

“Perras zaunitas,” decían varios médicos durante las revisiones y demás, mirando con asco a los omegas provenientes de la costa. Piltover había atacado también a Shurima y Demacia, y según el gusto y pensar de muchos en Piltover, los omegas de Zaun eran la categoría más baja que podía existir. Por otra parte, los instructores de la academia eran claros en el sistema: Un omega debía de ser tomado por un alfa acorde a la calidad del omega. Los omegas de más baja categoría estaban destinados a empleados, soldados sin rango y demás; el gobierno subsidiaba parte de lo que implicaba ser dueño de un omega, pero claro, toda propiedad implicaba gastos y costos. Solo los alfas de más dinero y estatus podían permitirse tener un harem de omegas que le dieran hijo tras hijo.

En todo caso, Viktor perdió la esperanza muy rápido. Los doctores, maestros e inspectores tenían razón; no podía llegar muy lejos con su pierna derecha cojeando y sus pulmones que le traicionaban en invierno. Tras los primeros dos años en la academia de omegas, se resignó a que su única opción era bajar la cabeza y rezar a Janna que su destino no fuera tan cruel.

Había alfas que trataban a sus omegas como animales, haciéndolos parir una y otra vez, y después cambiándolos con otros alfas para no aburrirse. No era anormal que los alfas separasen a los omegas de sus cachorros, de sus hijos; a los bebés omegas los enviaban a las academias sin ningún tipo de remordimiento, a los betas y alfas los mandaban con sus nanas. Pero claro, los alfas querían herederos alfas, pues a los betas se les consideraba inferiores – aunque claro, por encima de los omegas –. Al final del día, no era anormal que los omegas fueran tratados peor que una mascota.

Pero no todos los alfas eran así; en sus años de escuela, Viktor había escuchado varias historias de casos considerablemente decentes: Alfas que conservaban a sus omegas para siempre y dejaban que criasen a sus hijos.

Y algunas veces, se hablaba de cuentos de hadas. Alfas que decidían tener un solo omega, y que, además, se casaban con ellos. Una ceremonia ya antigua y olvidaba casi, votos que hablaban de amor y lealtad, y mordían a sus omegas tal y como era costumbre en Zaun.

Viktor no era tan ingenuo para creer que ese sería su caso, pero tenía fe en que, si se comportaba según lo que esperaban, tal vez no tendría que soportar a un alfa violento que le viera como un agujero. Fue así como, a sus todavía dieciséis años, a Viktor lo citaron con la directora de la academia y un guardia le guio por los pasillos tras su clase de cocina.

Mientras arrugaba su falda blanca y se escondía tras sus largos mechones de cabello ondulado, a Viktor le informaron la noticia.

Había sido asignado a un alfa. Específicamente, un inventor. Jayce Talis.

 

 

Ese mismo día en la noche, le llevaron al hogar de su nuevo alfa. En la academia, no se tenían muchas pertenencias, y la maleta de Viktor solo contenía algunas prendas esenciales (pues los uniformes pertenecían a la academia y debían devolverse), un par de vestidos sencillos que la academia brindaba como buena voluntad y un par de libros sobre buenos modales, cocina y jardinería.

Viktor había sido un omega silencioso durante todo su tiempo en la academia; ¿qué más podía hacer? Incluso los omegas con piernas funcionales y de mejor salud eran atrapados en sus intentos de escapar, y todo cuanto eso te conseguía era ser castigado. A algunos incluso les habían llegado a arrebatar la voz, y les volvían la clase más baja de omega que existía: Omegas para burdeles.

Tomando eso en cuenta, en realidad Viktor no consideraba apropiado que la directora, una beta de entrada edad llamada Babette, le felicitara por sus años de excelente educación. La mujer fue tan lejos como darle un beso en la frente, diciendo que, incluso si Viktor era lisiado, era un omega de excelente calidad, y que estaba seguro daría luz a muchos hijos alfas. Tristemente, ese gesto tan deshumanizante fue la mayor muestra de amabilidad que Viktor recibió en años atrapado en ese lugar, y casi podía sentir las lágrimas salir de sus ojos mientras le subían al auto que lo llevaría al hogar de su nuevo dueño.

Por primera vez desde que lo llevaran del puerto a la academia, Viktor veía Piltover y sus calles doradas. Al principio no había nada, claro, pues la academia de omegas estaba aislada de la capital, pero pronto llegaron a los barrios más cercanos, que eran también los de mayor ingreso económico. Políticos, militares de alto rango, nobles y empresarios adinerados disfrutaban vivir en la opulencia cerca de las montañas, donde era más fresco, verde y claro, libre del desorden de la clase trabajadora. Viktor no pudo evitar maravillarse con las altas casas de portones dorados con piedras preciosas y lujosos autos en sus jardines, inclinándose a la ventana y, quizás algo infantil, colocando su mano contra el cristal.

Por supuesto que Viktor no había sido adquirido por un alfa de tal fortuna. Pronto, el vehículo de la academia los llevó a una zona que, Viktor supuso, era clase media. Las casas eran lindas y claramente una nueva construcción, pero humildes en su estilo y de jardines más angostos, sin fuentes o portones intimidantes que le recordaran a Viktor que él era un simple omega hijo de un pescador.

Tras lo que fueron tres horas de viaje, a Viktor lo hicieron bajar en una casa particularmente inmaculada, de blancas paredes, jardín sin flor alguna y lo que, a pesar de la ignorancia metida en él por la academia, Viktor pudo identificar como uno de esos famosos y modernos automóviles híbridos. El orgullo de Piltover era su ciencia y tecnología, incluso cuando lo lograban a costa de muerte y abuso.

El soldado que había acompañado a Viktor durante el camino tocó la puerta, y detrás de Viktor se colocó uno de los muchos abogados de la academia. Uno podría haber pensado que era para evitar que Viktor escapara, pero en realidad, los omegas eran tan deseados que, cuando se entregaban a un alfa de clase media, el gobierno vigilaba lo que pasara. Un alfa rico y poderoso podía matar a su omega si le venía en gana, pero un médico o arquitecto no; si les disgustaba su omega, era su deber patriótico regresarlo intacto al gobierno y así apoyar la crisis de natalidad.

Este sería el caso del alfa de Viktor, lo que el omega consideraba la única piedad que le brindaba el sistema. Al menos sabía que el alfa no podía matarle, o que, si lo hacía, sería castigado también con la pena de muerte. De haber sido entregado a un político, Viktor podría ser asesinado tras dar a luz y nadie diría nada.

Todos esos pensamientos comenzaban a marear a Viktor, y casi no reaccionó cuando la puerta se abrió, permitiendo ver a una altísima alfa de cabello grisáceo y vestida con ropas de caza.

“Señora Kiramman,” dijo el soldado, haciendo una reverencia, así que Viktor le imitó lo mejor que su espalda y pierna le permitían; “Hemos traído al omega.”

“Muy bien, adelante,” indicó la alfa, invitándolos a pasar. Pronto, Viktor pasó de curiosidad y nerviosismo a una ansiedad latente; ahí, en la sala de estar, había una camilla médica y un hombre vestido de médico.

“Lady Kiramman, el omega ya ha sido revisado,” comentó el abogado, ignorando lo bizarro del asunto y sentándose en otro de los sofás, dejando su maletín en la mesa de té y sacando unos papeles y bolígrafos, “¿Realmente es necesario?”

“Claro que lo es,” dijo Kiramman con un chasquido de dedos, la cabeza señalando a la camilla. Viktor podría haber dicho algo, pero solo se estaría arriesgando a una bofetada y a enojar a una alfa cuya relación con el tal Jayce Talis Viktor no conocía. ¿Sería su tía? ¿Su prima? No era anormal que los parientes alfas de mayor edad y patriarcas o matriarcas de las familias (porque lo que Piltover tenía no podían ser llamadas manadas, basadas en abuso y nunca en amor) eligieran a los omegas que les darían hijos a sus propios descendientes alfas, pero a Viktor le había dado la impresión que Jayce Talis le había elegido personalmente.

(O tan personalmente como lo era revisar el catálogo de la academia y cotizar a un omega como si fuese un mueble o auto).

“¿Tu nombre, omega?” preguntó Kiramman mientras le veía sentarse en la camilla, dejando su bastón a un lado bajo la mirada fría de la alfa.

“... Viktor, señora,” respondió con la voz baja. No por docilidad nata como el gobierno quería hacerle creer a los omegas y alfas, sino por simple temor a lo que podía ocurrir siendo recibido por una alfa que no era su dueña. Años atrás, Viktor se habría presentado como Viktor de Zaun, que era la forma en que todos se nombraban en casa.

Viktor de Zaun, hijo de Vander y Silco.

Aquí, en Piltover, solo era Viktor.

“A partir de ahora serás Viktor De Talis, eso lo sabes, ¿no?” dijo la alfa con calma, como si fuese obvio, “Cuando te presenten a la gente, deberás de decir que eres De Talis, y solo si te insisten por tu primer nombre, se los dirás.”

“Sí, señora,” dijo Viktor, mordiéndose la lengua para suprimir las ganas de decirle que claro que lo sabía. Había estado en la academia por casi nueve años, ¿acaso creía que no le habían enseñado algo tan básico?

“Caballeros, si pudieran pasar al estudio...” dijo la alfa tras varios minutos, cuando el médico ya había terminado de limpiarse las manos con una toallita y ponerse unos guantes de látex. El soldado y abogado rodaron los ojos, pero se fueron de la sala, y pronto, Viktor estaba acostado en la camilla, el médico entre sus piernas y la alfa supervisando.

Incluso cuando fuera al médico, a Viktor le tendría que acompañar su alfa, o un alfa que representara los intereses de Talis; de otra forma, la gemnte decía que los omegas se dejaban ir por sus instintos animales y seducían incluso a los betas.

“Solo voy a palpar tu vientre,” habló el médico con una voz extrañamente suave. Era un hombre beta de mayor edad, con arrugas en los ojos, cabello rojo que empezaba a escasear, e increíblemente delgado. A pesar de ello, le transmitía a Viktor una mayor confianza que los médicos jóvenes y crueles de la academia, “Soy el doctor Singed Reveck, por cierto. El señor Talis me ha contratado para ser tu médico de cabecera.”

“No tienes que hablarle,” bufó Kiramman, el ceño fruncido, “El omega sabe cuál es su deber. Revísale bien, sabes que Talis es... Distraído.”

“Las academias son estrictas en sus revisiones, señora,” comentó Singed casi como haciéndolo sonar a casualidad, sus manos enguantadas levantando la blusa blanca en la que habían vestido a Viktor tan solo lo suficiente para exponer su vientre. Sus manos comenzaron a palpar, suave y profesional, nada como los exámenes que realizaban los ginecólogos del gobierno; “El chico está intacto, y sus celos son regulares. ¿Has tenido algún problema además del asma, muchacho?”

Viktor negó con la cabeza.

“No debería haber problemas, para ser sincero,” dijo Singed suavemente, palpando una última vez justo donde Viktor sabía que estaba su útero, y después bajándole la blusa; “La sensación en los ovarios me dice que su celo está próximo. ¿Estará el señor Talis disponible? Debe asegurarse que no le de fiebre.”

“¿Nos consideras idiotas, Reveck?” gruñó la alfa, perdiendo su elegancia por un momento, “Todos saben que debes follarte al omega o empastillarlo. No pretendas suavizar esto.”

“... No pretendo nada, señora. Los celos en las academias son manejados con medicamentos que evitan la fiebre y peligros asociados, pero si se busca un embarazo, las píldoras pueden disminuir las posibilidades de fertilidad.”

“Eso lo sabemos, Reveck.”

“En ese caso no veo la necesidad de esto, señora.”

“El himen, Reveck,” siseó Kiramman, sacando de su abrigo un cigarro, “Revísale. No me fío de la academia, sabes muy bien quiénes tienen influencia en ellas, así que verifica que este omega no esconda otro defecto además de su pierna.”

Singed suspiró, sus manos bajando para levantar la larga falda de Viktor. No era un procedimiento anormal para un omega salido de la academia, pero el médico le miró con pena.

“Lo siento, muchacho. Puede que moleste un poco.”

Al final le realizaron el examen, lo normal de doloroso. Le vistieron de nuevo, y tras unas dos horas de Kiramman revisando papeles y de Singed escribiendo una ficha médica donde declaraba que todo en Viktor coincidía con el expediente (sano una vez ignorando el asma y su cojera, libre de cicatrices, virgen), el abogado y soldado se fueron.

Pasó otra media hora, de Singed y Kiramman en silencio y mirando el reloj, los ojos de la alfa revisando a Viktor cada tanto, labios fruncidos cada que le miraba los pechos pequeños o el bastón en sus manos.

“No eres tan bonito,” declaró de la nada, ladeando la cabeza, “No te hagas esas tontas ideas de omega, mocoso. Estás aquí para parir, no para vivir esos estúpidos cuentos que les gustan en Zaun.”

“Sí, señora.”

Así, de pronto, la puerta se abrió, y entró el alfa más encantador que Viktor hubiese visto jamás.

 

 

Jayce Talis era un alfa joven, de piel morena y ojos avellana verdoso. No parecía tener más de treinta años, y era alto, fornido, oliendo a un delicioso picor amaderado con toques de fuego y canela.

“Jayce, al fin llegas,” masculló Kiramman, poniéndose de pie, “Deberías haber estado aquí hace horas.”

“Lo sé, lo sé, Cassandra,” habló el alfa, una voz masculina y profunda, pero no por ello menos educada. Viktor no pudo evitar bajar la mirada y tragar saliva; no, no podía empezar a delirar tan solo porque Jayce parecía un alfa salido de una pintura con una voz que le hacía querer ronronear. “La junta directiva se extendió demasiado... Ah, ¿él es...?”

Jayce señaló a Viktor con la cabeza, con una timidez rara para un alfa, sus mejillas tomando lo que parecía ser un tono rosado. Kiramman sonrió de lado, y se giró, indicando a Viktor que se pusiera de pie.

“Preséntate, omega.”

Viktor obedeció, inclinando la cabeza hacia abajo, repitiendo el saludo que tanto les habían metido en la cabeza en la escuela.

“Soy Viktor De Talis, mi señor. Le pido indulgencia conmigo, y espero estar a la altura de sus expectativas.”

“Viktor, ya veo,” rio Jayce con suavidad, y en lugar de seguir con la conversación con la formalidad debida, se acercó y le tomó la mano izquierda, la cual no sujetaba su bastón. Era un estrechado de manos, un gesto de alfas, y Viktor no pudo evitar parpadear confundido al tiempo que Jayce agitaba su mano; “Un gusto, Viktor. Pero dime solo Jayce.”

“... El gusto es mío,” respondió Viktor, evitando mencionar el nombre de su dueño. ¿Esa gentileza sería de verdad o solo fachada?

Cassandra Kiramman soltó aire de forma ruidosa, y entonces se quitó el abrigo, empezando su camino hacia fuera, seguida del doctor Reveck.

“No hagas tonterías, Jayce.”

“Trataré.”

Fue así como tras varios minutos y el sonido de la puerta cerrándose, Viktor se descubrió a solas con su dueño. Nunca su alfa, o al menos no de la forma en que su madre había llamado así a su padre. En Piltover, la idea de alfas y omegas marcándose mutuamente era peor que tabú, era simplemente imposible, impensable. Los alfas morirían antes que dejarse marcar por un omega cuya única función era parir bebés.

“... Viktor,” habló Jayce en un carraspeo, aclarándose la garganta. Tosió un poco en su puño, como si estuviera avergonzado y con gripa a la vez, sus ojos mirando alrededor de la habitación antes de volver a mirar a Viktor.

“¿Sí?” preguntó Viktor tan cordial como podía; era difícil sonar con la debida formalidad si el alfa insistía en no ser llamado señor.

“¿Tienes hambre?” preguntó Jayce, y lentamente, comenzó a caminar hacia lo que Jayce supuso era la cocina, “Lo siento, debí - es tarde. Déjame preparar algo.”

“Disculpe, mi señor...”

“Janna, no me digas así,” rio Jayce, entrando a la cocina de la casa, pulcra y algo vacía, como si realmente no pasara mucho tiempo en ella; “Me haces sentir viejo.”

“Es parte de los deberes del omega cocinar,” comentó Viktor, todavía confundido e incluso mareado ante la actitud tan extraña de Jayce, “¿No desea que le cocine?”

“Debes estar agotado, no quiero que te canses aún más,” argumentó Jayce, señalando una silla en la barra de desayuno, “Anda. Creo que tengo sobras de ayer, solo es cuestión de calentarlas.”

“Pero mi señor...”

“Solo Jayce, por favor,” y Jayce se giró para verlo de frente, cortando la distancia entre ellos, su mano sujetando el hombro de Viktor con cuidado, “Te lo pido, Viktor.”

“... Jayce,” pronunció Viktor, el nombre sintiéndose extrañamente cómodo en su lengua, sus mejillas ardiendo ante la cercanía con el alfa. Podía sentir las feromonas de Jayce viajando a su nariz, diciéndole a su cerebro que era un alfa viril, atractivo, y el simple hecho de mencionar que le daría de comer hacía que algo en el interior de Viktor se calentará en halagos y agradecimiento. Era un alfa que estaba proveyendo casa, alimento, y era encantador.

“¿Lo ves? Suena mucho mejor,” susurró Jayce, acariciando el hombro de Viktor un momento más antes de, con una sonrisa, dirigirse hacia el refrigerador. Si bien Viktor no era ajeno a los refrigerados, microondas o teléfonos, era raro verlos de forma tan cotidiana, especialmente porque eran artículos caros, e incluso la academia, subsidiada por el gobierno, solo tenía los mínimos para mantener los alimentos. Jayce, sin embargo, los tenía en su cocina de su casa, y parecían ser recientemente comprados.

“¿Te gusta el pay, Viktor?” preguntó Jayce mientras sacaba una vasija del refrigerador, cerrando la puerta con el pie y caminando hacia la esquina donde el microondas descansaba sobre le maesa de granito de la cocina; “Es de calabaza.”

“... No he tenido la oportunidad de probarlo,” admitió Viktor. En la academia, mantenían a los omegas en estricta dieta, y aunque les daban clases de cocina, lo único azucarado que llegaban a preparar era pan tostado casero con margarina. Según las escuelas, los omegas debían mantenerse alejados del azúcar o lo grasoso, pues esto perjudicaba la fertilidad; como postre les daban fruta, casi siempre naranjas o uvas. En una ocasión Sky, la única amiga que había tenido en la escuela hasta que se la llevaron, robó fresas de la cocina de maestros.

Viktor recordaba el azúcar en Zaun; recordaba las galletas que madre horneaba, los helados que padre compraba en verano, los caramelos que regalaban en el templo durante las fiestas a Janna.

“... ¿De verdad?” preguntó Jayce, casi incrédulo, metiendo la vasija al aparato y usándolo de forma tan natural que Viktor no pudo evitar preguntarse cuántas veces este alfa había cocinado para sí mismo, una actividad que se consideraba apropiada solo para los omegas o betas, al punto que incluso había negocios de betas dirigidos específicamente a alfas solteros que, claramente, no iban a cocinar más allá de un pan con mermelada.

Ese no parecía ser el caso de Jayce, quien no dejaba de tararear mientras preparaba los platos.

“Eres tú quien debe ser indulgente conmigo,” dijo Jayce una vez se sentó a lado de Viktor, colocando ambos platos en la barra de granito y mirando a Viktor con ojos – nerviosos, quizás. Como si realmente no supiera como tratar al omega, o como si esto fuera nuevo para él en lugar de instinto y crianza de décadas.

“... Gracias, Jayce,” dijo Viktor, sorprendido ante su propia voz. Estaba sonriendo, tranquilo, sintiéndose seguro en esa pulcra cocina en un barrio de clase media lleno de pasto artificial y amas de casa. Afuera comenzó a caer una sueva lluvia veraniega, y Viktor pensó que quizás, por primera vez en mucho tiempo, había sido afortunado.

El pay de calabaza se derritió en su lengua; era casi tan dulce como las galletas que Silco horneaba en aquellas memorias sagradas que Viktor no se permitía olvidar.

 

 

“¿¡Quién te crees que eres?!” gritó Jayce furioso, jalando a Viktor de los hombros a pesar de la fuerte lluvia y de la falta de bastón del omega; estaba gruñendo, enseñando los colmillos como nunca antes, las pupilas oscuras del enojo. “¡No te vas a llevar a mi hijo a ningún lado!”

Viktor, quien escondía a Alexei en sus brazos debajo de varias mantas, gruñó de regreso.

“¡No es tu hijo!”

“¡Es mi hijo!” Jayce le jaló con más fuerza, obligando a Viktor a girar, tomándolo entre sus brazos violentamente y evitando que el omega pudiera siquiera pensar en seguir su huida; “¿Crees que puedes llevártelo, maldita perra?”

Como parte del plan, Dmitri salió de entre los árboles del jardín, arma en mano y gruñendo como el alfa que era a pesar de su falta de colmillos.

Las ropas grises de Dmitri que indicaban su estatus como empleado estaban manchadas de sangre, y Viktor notó sus nudillos morados y el corte en su mejilla; parecía que ya se había encargado de los guardias de la puerta trasera también, y todo cuánto quedaba era deshacerse de Jayce. Eso sería más fácil si el bruto no estuviera sujetando a Viktor y su bebé como un lobo hambriento.

“Suéltalos,” masculló Dmitri, y aunque no producía aroma alguno, su sola presencia era suficiente para hacer girar el cerebro del omega en instinto de supervivencia: Dmitri era la única opción para huir, y Jayce significaba toda la tortura que podía seguir a su vida si no lograba salvarse.

“¿O qué?” siseó Jayce, y sin ningún tipo de duda, jaló a Viktor del cabello, obligando al omega a agacharse para no dejar caer a su bebé, en su lugar cayendo sobre sus rodillas con un gritito de dolor. Jayce le estaba lastimando, y el toque de su rodilla mala cubierta de metal chocando con el suelo era tortuoso. “Debí saber que estabas detrás de esto. Un jodido beta jardinero que no sabe su lugar.”

“¡Dije que lo soltaras!” gritó Dmitri, sujetando la pistola con ambas manos ahora, apuntando a la cabeza de Jayce, “Aquí el único villano eres tú, ¡no voy a dejar que le hagas más daño!”

“¡Qué romántico!” se burló Jayce, jalando el largo cabello de Viktor todavía con más fuerza, para después obligar a Viktor a levantar el rostro y escupirle; “¿Te acostaste con él, perra? Seguro no te importó estar preñado con tal de que alguien te cogiera.”

“Estás borracho,” fue lo que Viktor respondió, lágrimas corriendo por sus ojos, la mandíbula temblándole de ira, enfocado en no soltar a su bebé y cubrir su vientre hinchado.

“Borracho o no, ¡soy tu alfa! ¡Eres mío!”

“¡No! ¡Tú mataste al Jayce que amaba! ¡No eres mi alfa!”

O quizás nunca había existido. Tal vez Jayce Talis siempre había sido, en el fondo, un alfa cruel y hedonista que simplemente había sido forzado a vivir como un empleado humilde por años. Quizás Piltover y Noxus no habían hecho más que simplemente despertar ese lado durmiente. Tal vez esto no era culpa de Mel Medarda ni Cassandra Kiramman ni Hoskel ni la familia Giopara. Tal vez esto era simplemente lo que Jayce siempre había sido, y Viktor había amado a una ilusión que se esfumó tan pronto Jayce tuvo la oportunidad de abusar de los demás.

Pero también estaba la bebida, las amantes, las fiestas y las drogas.

Viktor no podía decir lo que había pasado, no de forma exacta, pero podía decir que su sueño se había vuelto una pesadilla, y que no podía soportarlo.

Era extraño que las mismas manos que les habían acariciado y enseñado el placer de la piel fueran las mismas que después le habían violado, humillado, golpeado... Las mismas manos que ahora lo mantenían de rodillas, evitando que huyera lejos de Piltover y del gobierno.

Dmitri gruñó de nuevo, y todo pasó en cámara lenta.

El arma disparó, pero no a la cabeza de Jayce ni a su mano libre, sino a su pierna izquierda. Durange el forcejeo, Jayce había jalado a Viktor hacia su mado derecho, y sin darse cuenta, el ángulo era perfecto para lo que pasó: La bala penetró su rodilla, y luego otra bala le atravesó el muslo; en tan solo unos segundos, Dmitri le había destrozado la pierna a Jayce Talis.

El grito fue horrendo, y una parte de Viktor quería girarse y ver al alfa. Quería sentarse a su lado, llorar, pedir ayuda y que alguien detuviera el dolor. La otra parte suya, más fuerte y atrevida, notó que Jayce había caído hacía atrás, y ahora nada detenía a Viktor de ponerse de pie. La parte de Viktor que era madre y que cargaba a sus dos bebés en su cuerpo, reaccionó por encima de aquel joven omega que se había enamorado y dejado llevar por la fantasía.

“¡Vámonos!” gritó Dmitri mientras corría para sujetarle con cuidado; no le estaba cargando, sino que dejaba que Viktor le usara de soporte; “Tenemos veinte minutos o se irán.”

Viktor asintió, poniendo una mano sobre su vientre por un momento para después sujetarse de Dmitri también, cargando a Alexei con su brazo izquierdo. Estaba cansado, y percibía el fuerte olor de la sangre bajo la lluvia; pero la policía pronto llegaría a la casona, y Viktor tenía que huir ahora o nunca.

“¡Viktor!” gritó Jayce detrás de ellos, un sonido gutural y doloso, como si se estuviera ahogando con su propia sangre y saliva; “¡Viktor!”

El corazón del omega se encogió; le dolía el tan solo escuchar a Jayce gritar, y tuvo que morderse el labio entre sollozos. “No mires atrás,” le susurró Dmitri al oído, guiándolo entre los árboles, arma en mano; olía a pólvora, sangre y sudor.

Los gritos de Jayce se perdieron entre la lluvia y truenos, y antes de darse cuenta, Viktor estaba cruzando la reja que marcaba el territorio del estado Talis. Ahí, como prometido, estaban Violet, Caitlyn y Ekko en un auto militar, armados hasta los dientes y manchados de sangre carmesí que no era suya. 

Vi corrió a levantarlo del suelo con todo y Alexei en brazos; la alfa olía, debajo de todo lo demás, a ese tono de agua miel al que solía oler Vander.

“Vamos a casa, hermanito,” y así, en una tormenta de verano, Viktor dejó a Piltover y Jayce Talis atrás.

 

Chapter 2

Notes:

¡He actualizado un poco las tags! Si bien aún no llegamos a un dark Jayce, hay implicaciones de grooming debido a la diferencia de edad así como temas sexuales.

Sin más, ¡que lo disfruten!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

“Mami, ¿cómo supiste que amabas a papá?” preguntó Viktor un día mientras dibujaba con sus colores sobre el cuaderno de mariposas que Vi le había regalado. Era un día caluroso y soleado, pero Viktor, a la corta edad de siete años, ya había comprendido que jamás podría correr como sus hermanos alfas, o como los demás niños, incluso. Era algo que le ponía algo triste, incluso si Vander le cargaba en sus brazos y le decía que no se preocupara, que tenía un padre que lo llevaría a donde ocupase.

Silco, que estaba alimentando a una Powder de tan solo tres meses, le miró con curiosidad.

“Hm, ¿de dónde viene esa pregunta, Vitya?”

“Finn me regaló una flor,” confesó Viktor. No sabía porqué le daba vergüenza, o porqué Finn había estado tan sonrojado al hacerlo, mejillas y manos llenas de tierra que indicaban que conseguir la perfecta rosa blanca entre sus dedos no había sido fácil. No le había dicho mucho a Viktor, simplemente pidiendo que Viktor tomara la flor y, tan pronto Viktor la tuvo entre sus propias manos, corriendo lejos.

‘Debes gustarle mucho,’ se había reído Vi. Ella no solo era la mayor de sus hermanos, sino que ya tenía trece años, por lo que iba a la secundaria y, según Silco, estaba en la edad en que los cachorros dejaban de serlo. Vi había sonreído con sus filosos colmillos, su rosado cabello meciéndose con el viento mientras cargaba a Viktor a casa, ‘Mi hermanito es muy popular... ¡Qué envidia!’

Viktor no estaba seguro qué había para envidiar en todo el asunto, aunque la flor le parecía de lo más linda. Era fresca y de suaves pétalos, y Viktor la había llevado a su nariz, preguntándose qué podía motivar a Finn, un chico beta que siempre se la pasaba jugando a la pelota y haciendo gestos a los maestros, a darle una flor.

Papá le regalaba flores a mamá, así que todo ello llevó a Viktor a recurrir al método infalible para conseguir una respuesta: Hablar con Silco.

“¿Finn? ¿El chico que rompió la ventana de Benzo?” se rio Silco, “¿Y te dijo que te quería?”

“No.”

“... ¿Y te gusta ese niño?” preguntó Silco con cierta diversión, alzando su ceja y mirando a Viktor con un tono de picardía, “Tranquilo, no le diré a tu papá.”

“No conozco mucho a Finn,” murmuró Viktor, dejando sus colores sobre la mesa y, cansado, atrayendo al viejo perro de la casa hacia él para abrazarlo cual almohada; “Es chistoso.”

“¡Chistoso!” rio Silco, todavía más divertido, “Parece que corre en la familia, entonces. Tu padre me hacía reír tanto que olvidaba mi propio nombre,” Silco ladeó la cabeza, apartando a Powder lentamente de su pecho y después cerrando su camisa. Los primeros días después de que Powder nació, Silco había estado en cama, y a Vander le habían permitido quedarse en casa por un par de días; para Viktor había sido extraño ver a su mamá tan cansado, o a su papá tan preocupado. Fue Vi, llevándolo al jardín, quien le contó a Viktor que cuando él nació las cosas no fueron tan tranquilas.

Había nacido muy débil, y el doctor del pueblo se había tenido que quedar con ellos por días, pues se rehusaba a que el entonces bebé Viktor perdiera la vida. Incluso los religiosos del templo les visitaron, llevando comida y plegarias a la diosa Janna, implorando que Viktor mejorara. Claro estaba que Viktor no recordaba nada de ello, pero según Vi, mamá había tenido mucho miedo de tener otro bebé debido a casi perder a Viktor.

Powder, aunque aún más pequeña de lo que había sido Viktor, parecía tener pulmones fuertes. En cuanto a sus huesos, no podían saberlo todavía, pues incluso Viktor no había mostrado su cojera hasta los dos años.

A veces Viktor envidiaba un poco la incertidumbre; él ya no tenía ilusiones, no realmente. A veces el doctor del pueblo le decía que sonriera, que pronto Zaun tendría un puente hacia Piltover, la ciudad del progreso, y que ahí hacían inventos de todo tipo. Según el médico, en uno de sus viajes, había visto que forjaban aparatos ortopédicos que permitirían a todo tipo de personas estar erguidos y caminar a paso firme.

“Bueno, venga, tampoco lo pienses mucho,” dijo Silco con una sonrisa, poniéndose de pie para ir a la cocina, “Créeme, Vitya, sabrás que quieres a alguien cuando eso ocurra. Así te lleve flores o no.”

 

 

La casa de Jayce Talis constaba de dos pisos, y aunque Viktor no era fanático de las escaleras, estas eran más cortas y menos anguladas que las de la academia. Eran una secuencia algo cuadrada, prefiriendo la eficiencia a la estética, y contaban además con un barandal metálico que las acompañaba de inicio a fin. Después de las escaleras, uno se encontraba con tres habitaciones, una de mayor tamaño que las otras, y que Viktor supuso debía ser la habitación del alfa de la casa.

Jayce, que había tomado la maleta de Viktor en su mano sin preguntarle, le guio a una de las habitaciones, cuya puerta había sido decorada con una linda plaquita de madera colgante que leía “Viktor.”

Claro estaba que el alfa había realizado su adquisición con cierto tiempo de anticipación; era lógico, pues los alfas debían evaluar diversos temas antes de tomar a un omega, sin mencionar que, para los alfas de clase media como Jayce que no contaban con sirvientes beta, era necesario registrar a sus omegas en las áreas mixtas permitidas. Viktor sabía, gracias a las insistentes clases de la academia, que Jayce se había tomado muchas molestias para adquirirle, y que en realidad nada le obligaba a ser amable con Viktor.

“No sabía muy bien qué te gustaría,” carraspeó Jayce algo nervioso mientras entraban al cuarto, sus mejillas con un tono rosado adorable que le hacía ver más joven y hasta aniñado; “Mi madre me ayudó a decorar.”

La habitación, contrario al resto de la casa, estaba pintada de un lindo azul pastel. Pegada a la ventana, estaba una amplia cama llena de almohadas y una colcha que lucía de lo más calientita; había una cómoda, un tocador, e incluso una diminuta mesa de té con una silla donde había una montaña de estambres de colores y agujas de punto. Era extraño, ya que a Viktor le habían enseñado que dormiría con su alfa al menos las primeras semanas, de forma que el alfa pudiera probar su adquisición y comenzar el proceso de esperar un hijo. Los omegas eran más fértiles durante sus celos, pero los alfas asalariados no siempre tenían el tiempo para quedarse en casa tantos días; esa era la razón de los comentarios del doctor Singed, puesto que muchos alfas recurrían a darle las mismas pastillas supresoras a sus omegas que se usaban en la academia, pero claro, estas reducían las posibilidades de concebir. ¿La solución según los alfas más prácticos? Tomar al omega desde la primera noche y las que siguieran, jugando con aquellos porcentajes más pequeños pero reales de un embarazo fuera del celo.

Así eran las reglas. Los alfas podían cogerse a los omegas cuando quisieran, y los omegas debían agradecerlo.

‘Gracias por darme un cachorro, alfa,’ era lo que les hacían repetir en la academia una y otra vez, asegurándose que supieran el tono correcto y la forma delicada de sonreír. Qué irónico que les hicieran perfeccionar aquellas palabras cuando serían ellos quienes darían luz a tantos bebés como le fuera posible a su cuerpo.

“... Es muy linda, gracias,” suspiró Viktor, sintiendo sus mejillas arder y mirando al suelo que estaba cubierto por una linda alfombra color vino, soportando su peso en su bastón. No podía procesar que Jayce estuviera mostrando tal gentileza, y esperaba un cambio de actitud a la vez que se avergonzaba de la forma en que su corazón se estaba derritiendo. ¿Cómo era que Viktor se encontraba con un alfa amable y atento cuando tantos otros omegas mucho más hermosos que sanos que él habían sido entregados a alfas mayores y crueles?

Sky, tan linda como un jardín de gardenias en primavera, había sido entregada a un alfa que contaba con un harem. Viktor lo supo por ella misma, mientras recogía sus casi nulas pertenencias en plena tarde, así como Viktor haría después, recién informada de su adquisición y con los ojos opacos. Viktor creyó que si una omega tan hermosa como ella, con piernas sanas y de habilidades impecables al tejer era entregada a un alfa mayor y que ya tenía otros, entonces Viktor no podía esperar un cuento de hadas.

“... Siento que debería decir que lo lamento,” tartamudeó Jayce, todavía rojo y nervioso, jugando con lo que parecía ser un brazalete en su mano izquierda, “E-Es decir, me habría gustado presentarme antes.”

“No es necesario que se disculpe, Jayce.”

“Por Janna, no me hables así, me haces sentir viejo,” se rio el alfa con ligereza, mirando al suelo y después a Viktor. Jayce Talis no era para nada como los alfas del gobierno o empresarios que visitaban la academia, y tampoco tenía la indiferencia de los betas; era lindo, y le recordaba a Viktor a un lindo y regordete perrito al que habían adoptado por unos meses en la academia a escondidas de los profesores. Un día, claro, encontraron al pobre en el cuarto en turno, y le echaron. Probablemente no era una comparación halagadora, pero Jayce tenía los mismos ojos dulces.  

“... Sería muy inapropiado, Jayce,” comentó Viktor, aunque en realidad el simple hecho de señalar lo obvio ya era grosero de su parte. Un omega jamás debía corregir a un alfa, pero este alfa frente suyo parecía no tener mucho recato. Viktor sonrió y, lentamente, fue a sentarse a la cama, permitiéndose acariciar las sábanas con sus manos; no había tenido una cama tan suave incluso en casa de sus padres, y el algodón olía a dulce detergente de lavanda. Jayce no había simplemente comprado una cama, sino que buscó un muble que combinara con la pintura, madera firme y cara, un colchón tan suave que Viktor no imaginaba el material, sábanas que habían sido lavadas antes de colocarse. Era demasiado cuidado, y Viktor se preguntó si había estado soñando y si despertaría en el vehículo de la academia, siendo llevado a un alfa cruel y ruin.

“Bueno, no sería lo más incómodo aquí, ¿no?” bromeó Jayce, y lentamente, se sentó a lado de Viktor; de cerca, el alfa era todavía más guapo, y Viktor podía apreciar una pequeña cicatriz en su ceja. Seguramente le había dolido mucho, pues parecía el tipo de cortada mal suturada, pero le hacía ver muy masculino. “Me hubiera gustado presentarme antes.”

“¿Antes?”

“Yo, ah,” Jayce se llevó una mano a la nuca, avergonzado, “Te vi en la academia cuando... Bueno, cuando quedó asentado el arreglo. Estabas leyendo en el jardín, y la señorita Babette me indicó que eras tú. No me dejó ir a verte, algo sobre el protocolo.”

“Antes los omegas trataban de huir,” explicó Viktor, tratando de pensar en cuál de todas las tardes que pasó leyendo durante los calurosos almuerzos fue cuando Jayce pasó por los pasillos de la academia. Tampoco era como que hubiese muchos libros por leer una vez terminados aquellos de buenos modales o religión, pero la pierna de Viktor tenía un límite de caminatas que podía soportar, y a veces simplemente era deprimente hablar con los demás. Una vez cumplían los catorce años, la vida se volvía similar a la de un prisionero esperando en el pasillo de la muerte.

“... No los culpo,” bufó Jayce, y sonaba terriblemente honesto, las manos nerviosas y mirando de reojo a Viktor; “Me hubiera gustado – conocerte de otra forma.”

Eso era cursi, pero también era peligroso. Con cada palabra, Jayce dejaba ver un descontento con el sistema de castas, y de cierta forma, con el arreglo. ¿Quién había escogido a Viktor? ¿Este alfa tan suave o la fría señora Kiramman?

La academia no había preparado a Viktor para un alfa gentil, y mucho menos para un alfa que mostraba oposición al gobierno y sus leyes.

“No sé qué decirte,” admitió Viktor, dejando su bastón contra la pared y mirando la noche a través de las blancas ventanas del cuarto; era tarde, y tras tantas emociones y una cena deliciosa, el sueño comenzaba a escabullirse en los huesos de Viktor. Un reloj en la pared marcaba las once de la noche; apenas habían pasado unas trece horas de que a Viktor le anunciaran que debía irse a servir a su nuevo alfa, y, sin embargo, se sentía como si hubiera sido toda una vida. “Eres muy gentil, Jayce.”

“Qué va,” respiró Jayce, y aunque era claro que se estaba divirtiendo, Viktor no pudo evitar mirar a otro lado al cachar un vistazo a los filosos colmillos del alfa; “Soy pésimo en esto. Y... Me pones nervioso.”

“¿Nervioso?”

Jayce se puso de pie, sacudiéndose la camisa y mirando hacia otra puerta que, desde el inicio, Viktor supuso era el baño.

“Ese es el baño, y, ah, mi mamá te escogió un poco de ropa. Está en el closet y en la cómoda,” Jayce por fin se volteó, mordiendo su labio inferior y manos detrás de sí; todo un chico bueno, y definitivamente nervioso a pesar de ser el alfa en el cuarto. Su aroma, picante, tomó un toque dulzón que le recordó a Viktor el aroma de los cachorros que se perdía poco a poco al crecer. “Y Viktor...”

“¿Sí?”

“Eres mucho más lindo en persona.”

Jayce se sonrojó todavía más, asintió fuerte, y salió del cuarto, cerrando la puerta detrás de sí con prisa. Viktor se llevó una mano a la frente; juraba sentir una fiebre venirle, pero no, parecía que ese ardor no era una gripe estacional, sino su cuerpo sonrojado y halagado ante Jayce Talis y sus encantos.

(La habitación olía a detergente, manzana, al aroma picante de Jayce y al aroma dulzón y floral de Viktor. Era una linda mezcla).

 

 

“¿Qué estás haciendo?” preguntó Jayce a la mañana siguiente, entrando a la cocina, el cabello aún mojado y ajustando su camisa. Lógicamente, Viktor sabía que un día ese alfa lo tomaría, pero de todas formas se sintió avergonzar; jamás había estado con un alfa a solas, no de esta manera, y menos esperando a que le aventaran al suelo y lo follaran hasta que se embarazara.

Jayce parecía más elegante que eso.

“El desayuno... Jayce,” respondió Viktor, el nombre todavía extraño en su lengua. Le habían instruido casi a golpes a que cuando tuviera un alfa, este sería señor, amo, alfa; ¿qué tan común serían los hombres como Jayce, queriendo ser tratados con una cercanía inapropiada y que hacía a Viktor tener recuerdos de su casa? “Me tomé la libertad de preparar omelets.”

Jayce, contrario a lo que Viktor esperaba, no le había dado indicaciones para el día siguiente. Afortunadamente, a Viktor lo despertó la costumbre a las seis de la mañana, y como había tomado un baño en la noche antes de dormir para quitarse la sensación del examen médico y el aroma a las calles, inmediatamente se vistió y bajó a revisar qué podía preparar. La casa le seguía desconcertando, y el ruido de la regadera de Jayce le había puesto la piel de punta; algún beta andaba repartiendo periódicos en bicicleta, y el golpe del mismo contra la puerta había hecho saltar a Viktor, casi derramando el plato. Era hasta ahora que Viktor consideraba que la academia sí que tenía un fallo, pues les criaban con un enfoque de soledad y silencio que claramente no era posible para los alfas de clase trabajadora; Jayce Talis no tenía empleados beta, lo que hacía que la mente de Viktor no dejara de dar vueltas al hecho de que sí, él saldría de la casa. Él saldría, vería a otros omegas, respiraría aire fresco si se comportaba y mantenía la paz en su hogar.

Era un terrorífico imaginar.

“Vaya, huele muy bien,” y sin ningún tipo de vergüenza, Jayce pasó detras suyo, haciendo suspirar a Viktor, quien sujetó la sartén con más fuerza; el alfa tomó un champiñón del platillo donde Viktor los había cortado junto con un poco de jamón y queso; “Pero debiste decirme. Pensaba llevarte a desayunar.”

Viktor apagó el fuego, y por un momento, creyó haber oído mal.

“¿A desayunar?”

“Hay una cafetería que me gusta mucho, está cerca del área asignada para hacer las compras,” explicó Jayce, caminando hacia el refrigerador como si hubiera dicho algo tan obvio como que el agua mojaba o que el cielo era azul, “Es sábado, así que pensaba sería bueno que revisáramos todo esos... Temas.”

“... Lo lamento,” musitó Viktor, mirando su omelet con cierta pena; nunca había sido tan bueno cocinando como otros de sus compañeros, y ahora había una vocecilla en su cabeza que le gritaba que seguramente a Jayce ni se le antojaba probar su comida. ¿Realmente prefería comer fuera? ¿O era una muestra de gentileza que Viktor no comprendía?

¿Acaso en el expediente suyo mostrado a Jayce antes de la compra le colocaban como mal cocinero? ¿Mencionaban que sus tejidos siempre tenían hilos sueltos y que sus flores no eran tan lindas como las de otros? ¿Había Jayce leído sobre como Viktor en una ocasión no pudo coser una camisa en el tiempo establecido por la clase?

“¿Por qué?” preguntó Jayce con una ingenuidad que parecía de mentiras; había sacado una jarra con leche fría para ponerla en la barra de desayuno, así como dos vasos y la barra de pan blanco, “Viktor, no... No me refería que no quisiera desayunar en casa. Es que quería sorprenderte.”

“¿Pero por qué?” la pregunta dejó la boca de Viktor antes de darse cuenta, arrepintiéndose de inmediato, “Yo, eh, lo siento Jayce. Es que no comprendo.”

“Deja eso,” y de pronto, las cálidas pero rugosas manos de Jayce lo tomaron por los antebrazos. El alfa estaba detrás suyo nuevamente, su aliento golpeando la oreja de Viktor y haciéndolo estremecer; fue bueno que el fuego estuviera apagado, porque Viktor efectivamente soltó la sartén y palita, sintiéndose como un flan bajo el sol conforme Jayce le giraba con cuidado, hasta que la coronilla de Viktor estaba contra su nariz. “Mírame,” pidió el alfa de forma gutural, y así hizo Viktor.

Viktor no era un alfa bajito; por estadística, los omegas hombres eran más altos que las omegas mujeres, así como más delgados y de curvas suaves. Eran el segundo sexo más raro de todos, algo tanto exótico como curioso. A algunos alfas no les agradaba que su omega fuera de poco pecho y casi tan alto como ellos, mientras que a muchos otros les ganaba la intriga de poseer un cuerpo que vivía entre dos mundos. Las mujeres alfa eran ligeramente un caso similar, pero su posición como alfas que no parían les había permitido colocarse básicamente a la par de los hombre alfa. Independientemente de todo aquello, nada cambiaba el hecho de que los ojos de Viktor quedaban exactamente en la barbilla de Jayce, y que Talis tuvo que  tomarle del rostro, cuidadosamente haciendo que Viktor torciera su cuello hacia arriba.

“¿Puedo confesarte algo?” y Jayce sonrió, claramente era una pregunta retórica, “La verdad me aterraba todo esto. Pero cuando se llega a mi edad, se nos presiona a tomar un omega.

En realidad, hace dos años visité la academia por primera vez, y por cuenta propia. No tenía el dinero que tengo ahora,” Jayce ladeó la cabeza, como si fuera un chiste; Viktor no podía decidirlo, demasiado perdido ante la sensación tan nueva de esa mano en su mejilla, una caricia tan suave que le hacía querer ronronear. Jayce volvió a hablar, “Claro está, no podía tener al omega que quería.”

“... ¿Jayce?”

“Me da algo de vergüenza admitirlo,” gruñó Jayce, sus colmillos brillando casi de forma peligrosa, la mano que sujetaba a Viktor del brazo moviéndose a su cintura, atrayéndolo hacía sí en un agarre posesivo; sus ojos verdosos estaban oscuros, y el alfa olía aún más picante. “Lucías tan perfecto, Viktor. Tenía que volver por ti.”

Viktor se sintió despertar abruptamente, como si le hubieran dejado caer una tina de agua helada en el cuerpo desnudo. La habitación ya no daba vueltas, sino que estaba asfixiantemente silenciosa.

“... ¿Me elegiste?” preguntó Viktor, quizás de forma algo estúpida, deseando no haber dejado su bastón tan lejos de la estufa para tomarlo y apoyarse; la cabeza comenzaba a nublarse, y sentía que no comprendía las palabras de Jayce. “¿Por qué?”

“... No sé, solo... Lo sentí,” murmuró Jayce, y Viktor se dio cuenta que el alfa le miraba los labios, no los ojos; “Fue como la gravedad, supongo. Así que les pregunté qué necesitaba para poder sacarte de ahí, y aquí estoy, Viktor.”

En ese entonces a Viktor no le quedó claro, pero después, entre conversaciones aquí y allá, comprendería que Jayce había visitado la academia dos veces. La primera vez, dos años atrás, todavía viviendo en un departamento, sin el favor de la señora Kiramman y sin un auto. Jayce había visto a Viktor pasar con otros tantos alumnos por el jardín, camino a sus clases de danza – la cual, por supuesto, no era la favorita de Viktor –; el alfa había quedado, supuestamente, prendado. Pero aunque Jayce ya tenía veintinueve años y una carrera, la coordinación de la academia (una mezcla de profesores, directores y gente del gobierno) había decidido que Jayce no tenía los ingresos suficientes para un omega de su institución. Si quería, podía visitar academias fuera de la capital, cuyos omegas eran de menor categoría y preparados para vidas más rústicas. O podía soportar la soltería hasta que su estatus fuera suficiente para lo que pedía.

Jayce no había pedido a cualquier omega, había pedido a Viktor, y quizás por eso la directora Babette había lucido tan orgullosa. La segunda ocasión en que Jayce visitó la academia, era un alfa reconocido y de los más famosos de los últimos meses; tenía treinta y un años, era fundador de Hextech, y el auto que manejaba usaba una batería inventada por él mismo. El estatus le sobraba cuando se trataba de pedir le dieran a Viktor, y Jayce había pasado por el jardín y visto al omega desde lejos con papeles en mano, camino a que un notario finalizara la parte legal del asunto de la nueva propiedad.

Sería muchos días después que Viktor sabría que, justo por eso, Kiramman no había aprobado de todo el asunto. Seguramente pensó que la coordinación o los abogados habían convencido a Jayce de adquirir un omega menos digno de lo que podía tener, y por eso había estado, como madrina de Jayce y de sus inventos, tan firme en que revisaran a Viktor de pies a cabeza.

Eventualmente, todo aquello le hizo sentido a Viktor, o el sentido que podía hacer la propuesta de que el alfa había caído enamorado de forma casi mágica y predestinada. Viktor, que no pudo evitar derretirse y colgarse del cuello de Jayce cuando este puso sus labios contra los suyos en medio de la cocina, robando el primer beso de Viktor de la forma más dulce que existiese, pensó que quizás las almas gemelas sí que existían.

“Sabes tan dulce,” murmuró Jayce al romper el beso, besando ahora la mejilla de Viktor, su mano apretando la cintura del omega y ojos admirando como Viktor se sonrojaba, “Vik.”

Viktor se puso de puntitas y, en un arranque de rebeldía y falta al protocolo, puso su boca contra la de Jayce nuevamente.

 

 

La cotidianidad era una cosa peligrosa. Uno se acostumbraba a ella demasiado fácil, dando por sentado que siempre tendría aquellas comodidades que antes sonaban a lujos, llegando incluso a sentir que merecía todo aquello y que si el mundo se lo arrebataba, entonces era el mundo el que estaba erróneo. Así como uno se acostumbraba al agua caliente, a buena comida y una cama suave, Viktor se acostumbró rápidamente a Jayce Talis y su desbordante cariño.

A pesar de ser mayor que Viktor, de contar con una carrera y años luchando por abrirse camino como ingeniero (concepto que Jayce le había corregido entre risas un día mientras veían una película en la televisión de la sala, señalando a un oficinista rodeado de planos y diciendo que en realidad él era más parecido a eso que a un inventor per se en un laboratorio y rodeado de explosiones), Jayce era un alfa suave y apasionado, con tanto amor que se le salía por los dedos, los labios, los ojos y los pies; era empalagoso y ansioso, siempre volviendo de la oficina a besar a Viktor con necesidad.

En tan solo tres semanas, Viktor se acostumbró al cariño, y a una libertad a medias que vivía debido a sus deberes. Como Jayce no ganaba tanto para tener empleados en casa, Viktor salía una vez por semana a hacer las compras; claro que esto no era como en Zaun, donde su madre le tomaba de la mano el día que fuese y caminaban al mercado. Para los omegas como Viktor, que necesitaban adquirir productos básicos y cuyos alfas trabajaban todo el día, el gobierno había instaurado un pequeño sistema – o al menos para el barrio de la capital donde vivían; Viktor no tenía ni idea de cómo se manejaban en las zonas rurales – : Dos veces al día, en la esquina, pasaba un camión del gobierno custodiado por betas que los llevaba a la llamada zona mixta. La zona era una pequeña área controlada que consistía de un enorme supermercado, una clínica y una iglesia.

Era llamada la zona mixta porque estaba llena de betas y omegas, pero los alfas podían entrar y salir mientras no hicieran un escándalo. A pesar de todo esto, la zona no era precisamente libre, sino que era un espacio controlado y vigilado donde la tarea de los omegas que visitaban era meramente adquirir los productos aprobados por sus alfas. Ningún omega llevaba dinero, sino que daban el nombre de su alfa y un folio que, como Jayce le explicó el día que lo llevó a conocer la zona, era la forma en que les hacían llegar la cuenta por pagar. Para muchos omegas debía ser tedioso, pues muchos alfas les apretaban el cuello a sus omegas y exigían una cena de reyes comprada con apenas unas monedas. Este no era el caso de Viktor, a quien Jayce paseó por el lugar, echando flores, chocolates y maquillaje al cesto con una sonrisa.

“Tu alfa gana buen dinero,” le había dicho Jayce al oído con arrogancia, rozando sus húmedos labios contra la piel de Viktor bajo la fría mirada del beta encargado de hacer la cuenta, “Puedes comprar lo que gustes, siempre.”

Hace un mes, Viktor jamás habría considerado que hubieran alfas cariñosos que adoraban a sus omegas, o que, si los había, estos eran solo príncipes millonarios que tomaban omegas hermosos y finos por pareja. Pero aquí estaba Viktor, un omega discapacitado raptado de Zaun, recibiendo mimos de un alfa gentil y romántico que creía en el amor a primera vista.

Era la tercera semana de Viktor en la casa Talis. Jayce no le había tocado más que para besarlo y abrazarlo, y como el médico Singed había comentado, el celo de Viktor llegó de forma sutil pero firme durante la tarde de un miércoles. Primero fue simple calor, por lo que Viktor tomó otra ducha y regresó a preparar la cena, pero para cuando las verduras y pasta estuvieron listas, la fiebre había debilitado a Viktor al punto de acostarse en el sofá, echándose aire con un abanico de mano antiguo que Jayce le había regalado hace días.

“Pasé por la tienda de antigüedades,” explicó esa noche mientras dejaba que Viktor le guardara el saco en el clóset, mostrando el abanico en su cajita de madera con emoción, “Pensé que te gustaría.” Era un lindo abanico, hecho de bambú y seda, un lindo diseño de flores bajo la lluvia teñido de forma artesanal; estaba algo opaco, un claro efecto de sus años, pero seguía siendo un artefacto exquisito. Usarlo para abanicarse el sudor del cuerpo mientras trataba de juntar voluntad para ponerse de pie, ir a su cuarto y hacer un nido era – poco digno, quizás.

Era la primera vez en años que pasaba por un celo sin pastillas bloqueadoras de por medio; en la academia, solo les dejaban pasar su primer celo al natural, encerándolos en cuartos poco cómodos con sábanas sin aroma y después, hasta el día que se iban, tomaban pastillas que reducían la fiebre y la duración del celo a tan solo tres días. Viktor, por supuesto, había notado la cercanía de su celo tal y como lo hacía desde hace años. Había robado uno de los sacos de Jayce y lo tenía en su cama, la cual era un lío de cobijas y de las almohadas puestas alrededor en lugar de en la cabecera, además, había estado aceptando sin pensar todo el dulce que Jayce le ponía en los labios. En la academia, lo único dulce que les dejaban comer era mantequilla o frutas, pues se consideraba que las calorías y estimulantes eran malos para la fertilidad.

No había sido hasta hace un par de días, que Viktor había probado el café. Jayce le había hecho una taza, diluyendo el café cargado que el alfa preparaba con leche, crema y azúcar. Había sido delicioso, y Jayce le había besado la nariz, diciendo que era adorable.

“¿Viktor?” se oyó la voz de Jayce de pronto, despertando a Viktor de sus sueños y memorias febriles; maldición, ¡la cena! ¡Y él lucía tan poco atractivo con el sudor y el simple vestido celeste!

(De no ser por las hormonas que abrumaban su cuerpo, Viktor se avergonzaría de sus pensamientos. Haber bajado la cabeza y aceptado su destino no significaba que le agradara la idea de solo ser una cara bonita y un útero, y no le agradaba tampoco que su mente se fuera directamente a preguntarse qué pensaría Jayce de su ropa, su rostro, de su aroma).

“Oh, Vik...” suspiró Jayce, apareciendo frente a los ojos del omega en la sala; Viktor le miró, y vio al alfa respirar lento peor profundo, pasando saliva con dificultad y comenzando a sonrojarse, “Perdóname, Viktor, debí quedarme contigo,” y en un gesto del que Viktor jamás había oído hablar, Jayce se arrodillo a su lado, tomando su mano para quitarle al abanico y, delicadamente, besarle los nudillos.

“Jayce,” llamó Viktor con necesidad, decidiendo que no quería pensar en la humedad y cosquilleo entre sus piernas ni en si era efecto de las hormonas o de Jayce Talis.

“Dime lo que necesitas, mi amor,” murmuró Jayce, besándole la mano, subiendo poco a poco a su muñeca, sus ojos mirando fijamente a Viktor con lo que el omega, a pesar de su poca experiencia, sabía que era deseo; “Omega, ¿quieres ir a tu nido?”

Viktor jamás consideró el efecto afrodisiaco que tendría sobre él que un alfa tan perfecto como Jayce le pidiera su permiso y su confirmación; Jayce era, legalmente, dueño de Viktor, pero estaba arrodillado, esperando que Viktor le diera indicaciones de que hoy era el día que consumaban su unión.

En la academia, los profesores betas salían a fumar en la noche, y se contaban historias sobre omegas encontrados muertos tras sus celos, abusados por sus alfas a tal punto que sus pobres cuerpos no lo soportaban. Viktor siempre temió terminar como ellos, temió caer en garras de un alfa que tuviera el poder para salir inmune o bien decidiera que el crimen valía el castigo. Viktor temió que Jayce, tan grande como era, simplemente le arrojara a la cama y le abriera las piernas.

El mundo le estaba mostrando a Viktor una generosidad que pocos omegas llegaban a recibir, y Viktor no sabía cómo estar más agradecido.

Alfa, por favor, alfa,” se permitió lloriquear, gimiendo cuando Jayce, con un gruñido, le tomó en brazos para cargarlo. Viktor no disfrutaba mucho de que le levantaran sin permiso, pero Jayce tenía permiso para eso y mucho más; “Jayce, te quiero.”

“Mi lindo omega,” murmuró Jayce entre besos, subiendo las escaleras en un parpadeó, “Tu aroma me empezó a enloquecer desde el jardín. ¿Sabes a lo que hueles, mi omega?”

Viktor se sintió caer suevamente en una amplia cama de sábanas de seda; era la cama de Jayce, no la de Viktor, pero apenas y pudo mirar el cuarto antes de que Jayce le besara de nuevo, diferente a todas las ocasiones anteriores. Este beso fue apasionado, profundo, la lengua de Jayce colándose en la boca de Viktor y succionando el labio inferior del omega. Claro que todos sabían que el sexo podía sentirse bien, a fin de cuentas, por algo los alfas eran a veces llamados bestias guiadas por el instinto, pero saber que el acto podía ser disfrutable era diferente a de hecho experimentar deliciosos espasmos y cosquillas en carne propia.

Viktor jamás se había tocado a sí mismo, ¿cómo lo habría hecho? Por años, compartió cuarto con otros tres omegas, y las duchas eran compartidas y con puertas de cristal. Sin mencionar el miedo al dolor que le quedó a Viktor después de un examen de himen particularmente rudo; a ese doctor le habían despedido al mes, pues los directores se preocuparon de que sus manos violentas terminaran por dañar la mercancía. Al final del día, a Viktor le aterraba sentir aún más dolor o ser atrapado en el acto, por lo que esperaba Jayce no juzgara el gemido agudo y patético que salió de sus labios cuando, tras ser desposado de su vestido de un jalón, Jayce le tocó entre las piernas por encima de las bragas.

“Tan húmedo, mi amor,” dijo Jayce, tan profundo que parecía estar en un trance, “Hueles a dulce, a flores... Y a esto,” los dedos de Jayce, largos y gruesos, envolvieron el pequeño pene de Viktor por encima de la ropa, torturando la punta húmeda e hinchada; “Tan fértil, pidiendo mi nudo a gritos.”

Otra de las razones por las que varios hombres alfa preferían a las mujeres omega, era que los hombres omega tenían pene. No era como el de los alfas, de ninguna manera, sino que, por lo regular – y especialmente en el caso de Viktor – eran miembros pequeños y delgados, y lo que soltaban no era semen sino un líquido estéril sin ninguna función real. Más abajo, donde un alfa tuviera los testículos, uno encontraba la vagina. Era diferente a las mujeres omega o beta, e incluso algunos médicos teorizaban que eso dificultaba el parto. Viktor jamás creyó aquello, pues su madre había tenido cinco hijos, pero también era cierto que los hombres omega tenían mayor tendencia a requerir una cesárea.

Viktor, que no tenía las caderas tan anchas como su madre, podría ser de esos omegas que requerían parir en un hospital, el bebé sacado no de forma natural sino por el invento médico de la casera y el bisturí. Algunos incluso creían que la cesárea era la razón de que aún existieran hombres omega, argumentando que, sin ella, la naturaleza ya los habría extinguido.

No eran el tipo de ideas que uno esperaría tener en pleno celo, mucho menos cuando las manos de Jayce Talis le bajaban las bragas y soltaba un sonido grave y excitante de pura virilidad; Viktor simplemente no era como todos los omegas.

“Janna, eres tan bonito...” le dijo Jayce con desesperación, sus dedos rodeando el miembro erecto y rosado de Viktor por unos segundos para después bajar a su intimidad, separando sus labios y dibujando su entrada con las yemas de los dedos, “Mira lo mucho que tu cuerpo me quiere, Vik.”

Viktor hipó; temblaba de miedo y placer a la vez, y lo único que logró articular fue una petición.

“Jayce... Tu camisa...”

“Lo sé, lo sé, bebé. Hay que hacer tu nido. Es solo que tu coñito me distrae,” en realidad, Viktor se había casi olvidado del nido. Era uno de los muchos instintos que había tenido que aprender a controlar, a fin de cuentas; también se había arrancado el instinto de presentarse, pues la posición de rodillas era imposible para su pierna derecha. En el presente, Viktor jadeó, ocultando su rostro en las almohadas ante la forma en que Jayce se expresaba de su cuerpo y le seguía tratando tan gentil.

Como si Viktor fuera realmente hermoso, como si valiera el esfuerzo, como si el corazón de Jayce latiera de esa forma tan curiosa y agitada que latía el de Viktor últimamente.

“Sé que no es mucho,” habló Jayce con cuidado, acariciando el muslo de Viktor para que el omega levantara la mirada. En esos minutos de delirio de Viktor, el alfa se había quitado el saco y camisa, así como los pantalones. Ahora se mezclaban con sábanas, cojines y el propio vestido de Viktor alrededor de ellos, “Pero espero te guste, Viktor.”

“Alfa,” dijo Viktor, casi como un mantra, ignorando el dolor en su pierna presentarse y arrojarse al cuello de Jayce, “Tan dulce, alfa.” Mi alfa.

Lo que siguió no fue doloroso, sino el epitomé del placer. Jayce le quitó también el sujetador, lamiendo y mordiendo sus pequeños pechos con cierta avaricia, lamiendo su abdomen, torturando con sus dedos el miembro y entrada de Viktor hasta que el alfa le arañó la espalda hasta sangrar. Tal vez era el celo, o tal vez porque era Jayce, pero Viktor apenas y sintió un pinchazo de dolor cuando, al unirse un tercer dedo de Jayce a su entrada y empujar, algo se rompió dentro suyo.

Un poco de sangre cayó sobre las sábanas, y quizás soltó una lágrima o dos, porque Jayce le besó las pestañas, prometiendo que se sentiría muy bien pronto.

Otro alfa habría obligado a Viktor a ponerse sobre sus rodillas, pero Jayce le acomodó en la cama, so pierna derecha sobre una almohada, la izquierda elevada de forma obscena sobre el hombro del alfa, permitiendo un desliz fácil y placentero que los envolvió en un ritmo hipnótico.

“Viktor,” repetía Jayce, echando la cabeza hacia atrás y enseñando los colmillos; una parte de Viktor, guiada por un cerebro hormonal y heredado de la biología, se preguntaba porque esos colmillos no le mordían; ¿por qué este alfa no le marcaba? ¿No manchaba la sangre más pura de Viktor las sábanas? ¿No gemía el alfa que no había nada mejor que Viktor y la forma en que su cuerpo se tragaba al de Jayce?

Todo cuanto Viktor podía articular, sin embargo, eran pequeños “Ah, ah, ah” y “Jayce” y “Alfa” entre lágrimas de placer, arañando las sábanas ahora que el alfa estaba tan lejos, intoxicado de tantas sensaciones y de sus aromas mezclándose al sudor y otros fluidos menos santos en el cuarto.

Ahora entendía porqué a los alfas les gustaba tanto el sexo.

Jayce se vino dentro suyo tras varios minutos, su nudo impidiendo que se separaran, por lo que, con un movimiento algo complicado, cambió su posición para él estar sobre la cama, Viktor acostado en su pecho, las caderas de ambos unidas en un acto que, aunque demandando por el gobierno, seguía siendo íntimo. Viktor casi caía dormido, envuelto en una agradable sensación de hormigueo y sueño, el calor del pecho de Jayce solo incrementando su comodidad; pero antes de que cerrara sus ojos, Jayce comenzó a jugar con su cabello rizado, y entonces habló.

“También te quiero, Viktor.”

 

 

No todos los celos resultaban en un embarazo. Si bien las probabilidades eran muy altas, también era cierto que otros factores como la alimentación, descanso o medicación podía afectar; los omegas pasaban por un celo cada tres meses, y si este no llevaba a un embarazo, llegaba un pequeño periodo de sangrado.

Viktor miraba la sangre de sus bragas al tiempo que las tallaba con jabón y un poco de bicarbonato antes de, con el ceño fruncido, echarlas a la lavadora junto con el resto de la ropa y terminar de colocar el ciclo de lavado. Si bien se consideraba que un omega debía ser servicial, la misma academia de la capital había abrazado conceptos como las lavadoras y secadoras; ya no eran los tiempos de antes, y Piltover era la nación del progreso. Un omega no tenía que lavar a mano como en Zaun, ni tenía que planchar la ropa con carbón, pero tampoco podía estudiar, decidir sobre su cuerpo o elegir a quien amar.

A veces Viktor se preguntaba si el amor era el costo del progreso.

“¿Viktor? ¿Estás aquí?” Jayce entró al pequeño cuarto de lavado mientras Viktor terminaba de lavarse las manos, “Te estaba buscando.”

“Me encontraste,” trato de bromear Viktor, sonriendo, pero sintiéndose ansioso y decepcionado a la vez; si bien Jayce en ningún momento había mencionado el tema de los herederos, ese era el fin de todo omega, y Viktor no estaba teniendo un muy buen inicio.

“Olvídate de la ropa,” murmuró Jayce, abrazándolo por detrás y escondiendo su nariz en el cuello de Viktor, manos acariciándole las caderas, “Me gustas más cuando no vistes nada.”

“¡Jayce!”

“Vamos,” carcajeo Jayce, dandole un besito en el cuello, pero después poniéndose derecho y colocando su agarre en la cintura de Viktor – que, según lo dicho por Jayce mientras compartían el celo del omega, era obscenamente pequeña y estrecha. Viktor jamás lo había pensado así. – , menos seductor y más respetuoso, pero no por eso con menos deseo. “Te extrañé, Vik.”

“También te extrañe,” confesó Viktor, depositando un beso en la mejilla de Jayce. Afortunadamente había traído un par de comprensas de la academia, pero se había sentido humillado al comprar las toallas sanitarias de cualquier manera. O mejor dicho, al tomarla y ponerlas a cuenta de Jayce. Aunque Viktor no creía que el alfa fuera tan despistado para no haber notado la sangre en sus sábanas de seda a pesar de lo temprano que se había ido a la oficina.

Desafortunadamente, el periodo de sangrado implicaba dolor, cólicos, poco apetito y una gran necesidad de quedarse en casa. Por donde fuese, Jayce se daría cuenta incluso si Viktor quería disimularlo.

No quería que Jayce le tocara estando así. Sucio.

“Hay un lugar al que quiero llevarte,” propuso Jayce, tomándole las manos con emoción, “¿Te parece bien?”

Tras una hora de aquello, Viktor se descubrió bajando del auto de Jayce frente a una biblioteca magnífica; lucía antigua, y probablemente lo era; Jayce le tomó del brazo y escoltó en silencio. Aunque todavía era verano, le había puesto un abrigo negro suyo a Viktor encima de su vestido blanco, así como una bufanda color crema en la que Viktor dejó caer su nariz para inhalar la colonia de Jayce. Le había preocupado mancharla con el labial rojo que el mismo Jayce le había regalado (el único maquillaje que Viktor se animaba a usar a la fecha), pero Jayce le había insistido en usarla, diciendo que, si Viktor la manchaba de labial, entonces Jayce podía presumir de que tenía un omega muy coqueto en casa. Por su parte, al entrar a la biblioteca, Viktor notó que estaba casi sola, luces apagadas en varios pasillos.

Era un lugar muy hermoso, pero lucía muy solo.

“Pensé en lo que dijiste el otro día,” dijo Jayce mientras le guiaba a una mesa, “Y en que has estado devorando mis libros de astronomía y biología.”

Viktor sintió sus mejillas arder, y se ocultó en el cuello del abrigo y la bufanda, pero Jayce estaba sonriendo, casi emocionado.

“Pensé que podías venir aquí, y entonces recordé que cierto profesor me debe un par de favores...”

“Aquí es donde entro yo, ¿verdad, mi muchacho?” de la nada, un bajito y regordete hombre de cabello rojizo apareció. Lucía muy mayor, con gruesos lentes de dorado metal; era un alfa, eso Viktor lo podía deducir por el aroma, pero donde otros alfas olían picante, amargo o intenso, el hombre olía a talco, panqueques y – ¿jarabe para la tos?

“¡Profesor! Debía esperar a que lo presentara,” rio Jayce, y con esa naturalidad suya, soltó a Viktor para abrazar al hombre con cariño. Viktor no pudo evitar compararlo a la forma en que él mismo solía abrazar a Vander muchos años atrás, y algo se encogió dentro suyo.

“Profesor, él es Viktor, mi – mi compañero,” dijo Jayce una vez terminó el abrazo, tomando la mano de Viktor con cuidado y diciendo las palabras con ese eterno tono rosa en sus mejillas y nariz; “Viktor, él es el profesor Cecil Heimerdinger, fue mi maestro de universidad y asesor de tesis. Gracias a él llegué a donde estoy.”

“Oh, este joven siempre tan halagador,” rio Heimerdinger con un tono casi paternal, “Es un placer conocerte, Viktor,” y donde otros alfas habrían seguido con la conversación, Heimerdinger le tendió la mano. Como a un igual, no como a un omega.

“El gusto es mío, profesor,” respondió Viktor con cierta emoción, regresando el apretón de mano una vez se zafó del de Jayce; a veces quería rodar los ojos antes la forma en que Talis olvidaba que Viktor ocupaba una mano para su bastón todo el tiempo.

“Dime, joven Viktor,” habló el profesor con los ojos brillando tras sus anteojos, casi un susurro, como si sus solas palabras fueran en contra de lo sagrado y pudieran costarle la cabeza, pero con una emoción palpable, “¿Te gustaría aprender lo que hay más allá del hogar y la iglesia?”

Esa noche, a pesar del sangrado y otros dolores, Viktor dejó de ser solo un omega y pasó a ser el estudiante directo de Heimerdinger. E incluso años después, cuando su vida era otra, siempre agradecería la forma en que el maestro le acogió con cariño y enseñanza. Después de todo, los libros siempre eran el alimento de la revolución.

Notes:

¿Cuánto creen que tarde en empezar a sonar las campanadas y que el cuento se vuelva pesadilla?

¡Los leo! XOXO

Chapter 3

Notes:

Nuevamente este es un recordatorio de curar su experiencia y dejar de leer si se sienten incómodos.

Y nuevamente recordarles que esta historia tiene age gap y fuertes temas de sexismo y abuso de poder. Seguiremos con algunos saltos erráticos en el tiempo pero pronto toda la historia quedará en un solo tiempo; he decidido hacer uso de las cursivas para facilitar la identificación de situaciones a futuro.

Sin más, ¡disfruten!

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

La bofetada, más allá del dolor físico, fue humillante.

“No vas a dirigirte a mí con ese tono,” siseó Medarda con desdén, mirando a Viktor hacía abajo, tronándose los dedos de la mano izquierda. Era la mano con la que había abofeteado a Viktor tan fuerte para hacerlo caer; también era la mano donde brillaba un caro anillo de oro y esmeralda.

Era el anillo que Jayce le había dado, mucho más caro que la banda bañada en plata y de diminuto diamante que ahora se escondía en un cajón de la habitación de Viktor, casi tan olvidada como el omega mismo.

“¿Qué está pasando aquí?” bramó Jayce, regresando a la habitación. Afuera caía ligera y blanca nieve, y en el abrigo negro de Jayce, se veían algunos copos de nieve derretirse poco a poco ante el calor del hogar. Tiempo atrás, Jayce habría pasado la mañana a lado de Viktor, incómodo ante la nieve y quejándose de no poder quedarse en casa; “¿Y por qué Viktor está en el suelo?”

“Porque este omega es un atrevido,” escupió Mel, caminando hacia Jayce con esa arrogancia que solo las personas de alta alcurnia como ella tenían; incluso ahora, tras meses de aguantar su tormento, Viktor seguía encontrado hilarante que su alfa no había decidido tener más omegas, sino una mujer beta que jamás podría concebir con él. Eso solo podía indicar que Jayce la deseaba, y que debía desearla mucho más de lo que deseaba a Viktor; aquel pensamiento era como tragar una amarga píldora que se te atoraba en el esófago. “Hay que recordarle su lugar.”

“Mel,” dijo Jayce con cierta advertencia, pero no hizo ademán alguno de preocuparse por Viktor y su roja mejilla; “Sabes bien que no debemos golpearlos.”

El comentario cayó sobre Viktor con frialdad, y de no ser porque su corazón había estado cubriéndose de duras paredes de furia desde hace tiempo, quizás una lágrima traicionera habría salido de sus ojos. Antes, Jayce le había besado con cariño, le había jurado lealtad, le había colocado un anillo y prometido una linda casa para él y sus hijos. Ahora Viktor está atado tal y como en la academia, humillado, con el temor constante de ser enviado a otro lado y alejado de su bebé.

“Si no quiere que le peguen, debería aprender a cerrar la boca,” se burló Mel, chasqueando los dedos. Un sirviente de los que ella había traído consigo, y a quienes Viktor reconocía por la forma en que sus ojos lo miraban con asco, apareció con una bandeja con copas de champaña; “Los omegas deben entender que solo sirven para una cosa, y este en particular se cree mucho para ser un feo lisiado.”

“Mel.”

“No entiendo porqué no extinguieron a esa ciudad,” continuó la beta, tomando la copa entre sus alargadas uñas acrílicas en dedos que jamás habían conocido el labor o el sufrimiento, Miraba a Viktor con una clase de asco diferente; el asco hacia la pobreza. “El distrito suburbano no es más que un lugar lleno de zorras feas.”

“Zaun,” exclamó Viktor, temblando de ira y tomando su bastón. Pudo ver los ojos de Jayce mirarlo con molestia, pero su propia ira le ganó en ese momento. Por años había soportado humillaciones por su sexo, su cuerpo, su origen, y tener que soportarlo de una mujer beta arrogante que venía a torturarlo simplemente porque Jayce Talis había decidido que quería tener todo era demasiado.

“¿Disculpa?” preguntó Mel con escándalo, casi enseñando los dientes. Nadie habría juzgado a Viktor si se acobardaba, pues la mujer era más alta que él, de cuerpo sano y fuerte, piernas sanas que podía patearle y una cruel indiferencia hacia los aromas y hormonas que permitía a los betas ser fríos como el hielo; nadie habría juzgado si Viktor decidía dejarse amendrentar por una beta. Pero Viktor no se retractó.

“El nombre de mi país es Zaun,” dijo Viktor, sintiendo cómo le temblaba las rodillas y, sin embargo, enseñando sus propios caninos felinos a forma de firmeza; “Creí que una mujer tan educada como usted sabría geografía básica.”

“¡Insolente!” gritó ella con furia, arrojando la copa al suelo, pero antes de que pudiera cortar la distancia entre ella y Viktor, su mano nuevamente lista para golpearlo, Jayce se puso entre ellos.

Tomó a Mel con ambas manos, dándole la espalda a Viktor. Y Viktor supo lo que diría desde antes de oírlo.

“Vete a tu habitación, Viktor,” gruñó Jayce; “No quiero verte salir en el resto del día. Un sirviente te llevará de cenar.”

Viktor no dignificó el berrinche de la pareja con ninguna palabra más; hace mucho tiempo le habían enseñado que siempre debía disculparse por hacer enojar a su alfa, pero últimamente le daba igual, y mientras cojeaba hacia la habitación que compartía con su bebé, Viktor no pudo evitar sentir un nudo en la garganta. Sabía que Jayce iba a consolarla incluso si ella había decidido golpear a Viktor, sabía que Jayce se acostaría con ella, que le diría que Viktor era una carga necesaria tan solo para los hijos, y que en cuanto pariera al segundo cachorro, lo enviarían lejos de la casa Talis.

El omega se refugió en su habitación, arrojándose a su cama y mirando al pequeño Alexei que dormía en su cuna; a veces Viktor quería terminarlo todo, pero no podía. Tenía una vida en su vientre, y otra más en esa pequeña cuna a la que Jayce jamás visitaba ya.

“¿Viktor?” habló una suave voz, temerosa casi, y al levantar los ojos, Viktor encontró a Dmitri escabulléndose dentro de la habitación.

Aún le costaba procesar que Dmitri no fuera un beta, pero en realidad, el ser un alfa hacía todo el sentido del mundo. Era alto como uno, de manos fuertes y rostro atractivo, voz grave y una nariz que fruncia tan seguido como la de Viktor ante cualquier aroma fuerte. Y, sin embargo, la carencia de Dmitri de un aroma o de colmillos era suficiente para que el cerebro de Viktor no le percibiera como una amenaza. No podía decirle aquello a Dmitri, claro, pues sus ojos grises se apagarían al oír que un evento tan doloroso como lo fue cuando le arrancaron los colmillos y le extirparon las glándulas era lo que le daba ese confort a Viktor.

Aunque Dmitri sí que tenía un aroma. Olía a algodón, a jabón, a tierra húmeda y naranjas. Olía al jardín de la casa, a pan con mantequilla, al shampoo de menta que usaba en su largo cabello negro que Viktor adoraba trenzarle.

Dmitri, tan alto y fornido como Jayce, pero de tez ligeramente más oscura y un adorable lunar en paralelo al del mismo Viktor en su pómulo. Dmitri, que se afeitaba tan pronto una sombra se asomaba en su barbilla, pero de cejas gruesas y rebeldes que ni Viktor y su perfilador pudieron controlar. Dmitri, de hermosos ojos grises y un acento al hablar.

Dmitri, que ahora se arrodillaba a lado de la cuna y frente a la cama, mirando a Viktor con una preocupación tan genuina que Viktor ya no pudo controlar las lágrimas.

“Lo odio, Dima,” confesó Viktor entre hipidos, tratando de silenciar sus lágrimas, mano aferrada a los barrotes de la cuna, “Lo odio tanto.”

“Lo sé, Vitya, lo sé...” Dmitri miró hacia abajo, impotente, pero, tras unos minutos de incómodo silencio llenado por el llanto de Viktor, volvió a mirarlo. De su chaqueta de trabajo, sacó un chocolate, y sus mejillas tomaron un ligero tono rosa que iba hasta su nariz, y Viktor pensó que no entendía cómo Dmitri era real.

“Y-Yo venía a darte esto, en realidad,” dijo con nerviosismo, dejando el chocolate envuelto en papel azul sobre la cama, regresando sus manos a sus rodillas; “Lo lamento. No pretendía ver - aquello.”

Aquello era la nueva rutina de la casa Talis, donde Jayce dejaba que Medarda maltratara a Viktor con una ira que Viktor no creía merecer ni haber provocado. Viktor comenzaba a temer que a Jayce le diera igual si Medarda lo golpeaba en el vientre, o incluso, temía que dejara que hicieran daño al pobre Alexei. En teoría, como un bebé alfa varón, Alexei estaba protegido por todas las leyes de Piltover y, si alguien le dañaba, se consideraba no solo crimen sino traición a la patria; pero Medarda venía de un fuerte linaje militar noxiano, y parecía siempre haber hecho lo que le venía en gana.

“Está bien,” murmuró Viktor, tomando el chocolate entre sus dedos, pero sin abrirlo. Durante los primeros meses de su embarazo de Alexei, cuando Jayce aún le amaba, Viktor había tenido muchos antojos, y uno de ellos había sido el chocolate. Entonces, el alfa Talis siempre se los regalaba; pasteles, galletas, chocolates caros del extranjero. Ahora, en una casa rota y con un alma abusada, Viktor seguía teniendo ese antojo de chocolates debido a su segundo embarazo, pero este gusto ya no era algo que a Jayce le importara.

Medarda había dado la orden de que no le dieran nada dulce a Viktor. Los omegas no debían ser mimados, aunque probablemente ella lo hacía a sabiendas de que Viktor tenía debilidad por lo dulce, y que, en pleno embarazo, vivir de verduras y pan simple era tortuoso.

Dmitri, la única luz que Viktor veía y a la cual se aferraba, era más dulce que la azúcar. Dmitri se jugaba la vida al escabullirse para verlo, al mantener las plantas que le gustaban a Viktor escondidas lejos del jardín principal, al llevarle chocolates y libros que conseguía en sus recados a la ciudad.

“¿Has pensado lo que te dije?” inquirió Dmitri como no queriendo la cosa, volteándose a ver a un durmiente Alexei y, por un momento, sonriendo con ternura. Era la clase de sonrisa que Vander ponía cuando cargaba a Powder, y Viktor, no por primera vez, deseó que ambos cachorros fueran de Dmitri y no de Talis.

“... ¿Y a dónde iríamos si huimos?” preguntó Viktor, en parte aterrado ante la idea y también aterrado ante la posibilidad latente de que Jayce decidiera entrar al cuarto para violarlo. Ya no temía a la violación, sino al daño al bebé no nato... Y a lo que podía pasar si Jayce encontraba a Dmitri en la cama de Viktor.

“Al campo,” respondió Dmitri, tan rápido y seguro que Viktor supo que ya tenía esa respuesta lista, que ya había pensado en lo que Viktor preguntaría, y, sobre todo, que tenía un plan. No era un simple sueño, ni algo dicho a la ligera, y aunque Viktor lo sabía, seguía temblando de miedo ante la idea.

¿Qué haría si dejara de ser el omega De Talis?

“No tienes que responder hoy,” suspiró Dmitri, poniéndose de pie, “Pero quiero que sepas que mereces mejor, Viktor. Este lugar no está bien.”

Dmitri se fue, tan silencioso e intrépido como siempre, y Viktor se quedó solo con su bebé, la habitación inundada en terrible silencio. Tras un rato de llanto, guardó el chocolate en su cajón, con otros tantos dulces que Dmitri le había estado regalando, todos en una cajita de madera donde, debajo de ellos, estaba el anillo que Jayce le diera alguna vez lleno de promesas rotas y besos que ahora sabían a ceniza.

Mientras se cambiaba a un camisón de dormir, sin embargo, la puerta se abrió. Ahí estaba Jayce, a medio desvestirse, borracho, apestando al perfume de ella y sin una gota de gentileza.

“Abre,” gruñó Jayce tan pronto empujó a Viktor al suelo, su rodilla entre los muslos de Viktor, y si Viktor no gritó, fue porque no quería despertar a su bebé y empeorar las cosas. Ya antes había llorado y rogado que Jayce se detuviera, que al menos fueran a otro cuarto, que le dejara clamar a Alexei... Y eso jamás sucedía; de hecho, parecía casi que Jayce disfruta humillar a Viktor al violarlo a lado de la cuna de su hijo. Era el tipo de placeres oscuros que Viktor había oído en la academia, susurrados como parte de historias de horror que algunos omegas vivían.  

Hubo un tiempo en que el solo aroma de Jayce hacía sonrojar a Viktor, su tacto mandaba deliciosos escalofríos a su cuerpo, sus besos le mandaban a un éxtasis jamás antes conocido. Ahora, sin embargo, las manos de Jayce en su cuerpo no hacían más que ponerlo con náuseas y ganas de llorar.

Ni siquiera entendía porqué Jayce le seguía buscando para sexo; Viktor ya estaba preñado, y sabía perfectamente que Jayce estaba teniendo relaciones con la mujer Medarda que ahora reinaba en el hogar. ¿Era alguna clase de instinto que no lograba quitarse? ¿O simple deseo de recordarle a Viktor quién era el amo en su relación? ¿Era un castigo por atreverse a desear la felicidad? ¿Era para hacerle olvidar que Jayce alguna vez fue un alma gentil y cariñosa que ahora el alfa repudiaba?

Daba lo mismo, pues al final del día, Viktor tenía que apretar los dientes y abrir las piernas, sus uñas arañando la alfombra y conteniendo los gritos de dolor para no despertar a su bebé ni darle la satisfacción a la beta y sus sirvientes de oírlo rogar piedad.

“Eres tan estrecho,” masculló Jayce en su oído mientras le penetraba, los ojos oscuros y el aliento a whiskey, “Viktor... Viktor... Mi omega.”

Viktor simplemente cerró los ojos.

 

 

Heimerdinger resultó ser un maestro apacible, paciente y, sobre todo, lleno de amor paternal. Era de carácter afable, recibiendo a Viktor en la biblioteca al instante que el auto de Jayce se estacionaba cada mañana y dándole una nueva tarea al omega. El profesor Heimerdinger era jubilado, pero tenía suficiente dinero para pasar sus días en las actividades que se le antojaran, y una de ellas era dar tutorías en la biblioteca que le había visto en sus años de estudiante; Viktor era su nuevo alumno, y por lo visto, un gran favorito.

“¡Esto es magnífico, Viktor!” exclamó Heimerdinger tras revisar sus problemas de cálculo. Habían sido dos meses bastante intensos, pero Viktor había descubierto que adoraba las matemáticas y ciencias; Jayce había dicho la verdad, y Viktor había devorado todos los libros de la casa entre ratos muertos donde no podía pulir más la mesa ni hacer más comida. En la academia les habían enseñado matemáticas del hogar, pues un omega debía siempre cuidar el dinero de su alfa y ser lo menos costoso posible, pero esas matemáticas no llegaban más allá de operaciones básicas y un fuerte énfasis en no desperdiciar alimentos. Ahora, bajo la tutela de Heimerdinger, Viktor ha aprendido lo que a muchos alfas les lleva años de preparatoria y universidad.

“Se lo agradezco, profesor,” dijo Viktor con una sonrisa, dejando que Poro, el adorable perrito pomerania de Heimerdinger, se trepara a su regazo. La biblioteca, un lugar olvidado por muchos, se ha vuelto un segundo hogar, y aunque Viktor disfruta sus reencuentros con Jayce a las cinco de la tarde seguidos de noches de besos, una parte del omega a veces desearía jamás tener que dejar de estudiar. “Usted tiene un talento para enseñar.”

“Qué va, ¡tú eres el brillante!” y con una sonrisa, Heimerdinger dibujó una A+ en el examen de Viktor, brillante tinta roja que lucía acuosa bajo las luces amarillas; “Realmente tienes una inteligencia excepcional, mi muchacho. A este paso, en unas semanas tendré que traer los libros de ingeniería, ¡ni siquiera las estrellas te han detenido!”

Viktor se sonrojó aún más, pero se permitió levantar a Poro para darle un besito en su nariz. De niño había adorado la escuela, pues el salón de clase era donde brillaba como nadie; en el patio de juegos Viktor no podía correr o saltar, pero en el salón no había niño que no quisiera sentarse a lado suyo incluso cuando sus trabajos eran tan sencillos como hacer un cartel o resolver sumatorias. Viktor había aprendido a leer a la corta edad de cuatro años, y para los cinco, ya tenía la letra perfecta que después sería de las pocas cosas en conseguirle halagos genuinos en la academia. Silco, un progenitor estricto y que soñaba con que sus cachorros crecieran para ser mucho más que simples pueblerinos, les había hecho entender que la educación era su mejor arma.

Incluso ahora, sabiendo que el conocimiento era solo para su disfrute y que nada cambiaría su situación, Viktor no podía evitar pensar en lo que su madre diría al respecto. Esperaba que, en algún lugar, Silco supiera que al menos Viktor luchaba por ser más que una fábrica de bebés y esclavo de la cocina.

“¡Lamento llegar tarde!” se disculpó Jayce al por fin llegar al estudio de Heimerdinger en la biblioteca; lucía agitado, con el cabello algo revuelto pero los ojos brillantes. Llegaba tarde definitivamente, pues el reloj de la pared marcaba las ocho de la noche en lugar de las puntuales cinco; “El tráfico era un caos, tuve que tomar la autopista.”

“No pasa nada, Jayce. Mira, a este paso Viktor te superará,” exclamó Heimerdinger a modo de saludo, quitándose sus gafas para descansar un poco y regresando el examen al otro lado del escritorio, dejando que tanto Viktor como Jayce vieran la hoja de papel; “Deberías llevarlo a tu laboratorio, Jayce. Sabes bien que ya no tengo acceso a la universidad.”

“¿Cálculo integral?” jadeó Jayce con sorpresa, los ojos abiertos como platos, pero llenos de orgullo, “¡Viktor! No me dijiste que habían avanzado tanto.”

“... Me halagan demasiado,” señaló el omega con vergüenza; no terminaba de hacerse a la idea de que dos alfas estuvieran interesados en su mente, uno como amante y otro casi de forma paternal. Era un milagro, y no sabía si lo merecía; “Ambos me han ayudado mucho.”

“Nada de eso,” Jayce se sentó a la silla lado suyo, pero cuando trató de acariciar a Poro, este soltó un pequeño gruñido y, de un par de saltos, se fue a esconder bajo las piernas de su dueño, “Huh, parece que aún me odia.”

“Así son los perros,” se burló el maestro, bostezando; “Jayce, Viktor, ¿les parece seguir esta conversación el lunes? Realmente necesito ir a dormir.”

“Vaya, profesor, ¿se desveló de fiesta por ahí?”

“¡Una fiesta increíble, sí!” rio el mayor mientras los tres se ponían de pie, acomodando abrigos y tomando sus pertenencias; “Fui a una ópera con un viejo amigo, y nos quedamos charlando con el compositor por horas.”

“¿Ópera?” preguntó Viktor con curiosidad, “Creí que los teatros solo presentaban artes patrióticas.”

“Oh, Viktor, no todos los teatros son esos altos edificios llenos de soldados,” Heimerdinger le guiñó el ojo mientras caminaban por los pasillos, seguidos del pomposo perrito y con el profesor apagando las luces conforme pasaban por los enchufes; “Y no todas las escuelas son esos lugares tan grandes con ideas arcaicas de lo que debemos ser.”

Con esa discusión tan particular, se despidieron del profesor. Jayce, como siempre, guio a Viktor al auto, sosteniendo su bastón mientras Viktor se acomodaba en el asiento del copiloto, y después entrando al auto con una sonrisa traviesa que indicaba el mejor tipo de peligro.

Tras unos minutos de viaje en la noche fresca de verano, Jayce se estacionó a lado de una tienda cerca de lo que Viktor reconoció como un parque. Estaba algo solo, pero la gente que pasaba vestía pantalones y rostros molestos; debía ser una zona céntrica, claramente visitada principalmente por alfas y hombres beta, y Viktor no podía imaginar porqué Jayce le llevaba ahí. Las tiendas alrededor no mostraban ropa en los anaqueles, ni libros, tampoco se vislumbraba ningún centro médico y mucho menos una iglesia.

“Espérame aquí,” indicó Jayce, abriendo el auto, pero sin sacar la llave, “Me tomará unos minutos solamente, lo prometo.”

“Está bien,” dijo Viktor, sujetando su bastón para calmarse; seguramente Jayce solo iba a recoger algún encargo, o quizás a comprar alguna herramienta. El alfa salió, y Viktor se quedó mirando por la ventana del auto con cierta curiosidad; Jayce entró a una tienda apenas a unos metros de donde estaba el auto, y Viktor ladeó la cabeza al notar que, mientras que Jayce entraba al lugar, unos cachorros salían.

Tres niños, uno de ellos con el cabello azul que había tenido Powder, seguido de dos rubios. Uno de ellos una niña, largos rizos que caían sobre una cara regordeta cuya boca devoraba - ¿Helado?

Oh. Jayce había traído a Viktor por helado.

Por supuesto que Viktor sabía que existía el helado; si bien en Zaun lo que comían era hielo con jarabe (un postre azucarado llamado granizado por los adultos, pero que los niños conocían simplemente como hielo), la leche se quedaba como leche, o cuando mucho, se convertía en leche quemada o dulces o pasteles. En la academia, viendo a algunos maestros volver con curiosos alimentos en verano, fue que Viktor descubrió el helado. Pero claro estaba, Viktor jamás lo había probado.

“¡Listo!” la voz de Jayce regresó, tan rápido que asustó a Viktor, quien no le había visto salir. El alfa hizo malabarismos, entrando de nuevo al auto a pesar de estar cargando dos helados preparados sobre conos de galleta; “El de chocolate amargo es mío, y este,” Jayce le ofreció un helado color blanco con trozos de fresa, “es tuyo. Es vainilla con fresa y jarabe de chocolate. Es de lo más dulce que tienen.”

Viktor lo tomó, algo nervioso. A veces detestaba que cosas tan normales para Jayce fueran nuevas para él, pues odiaba sentirse ignorante o como un cachorro, pero a veces Jayce hacía sorpresas como esta, llevando romance a algo que, por definición, no lo tenía. Jayce no tenía por qué consentir a Viktor, pero lo hacía, y Viktor no podía hacer más que enamorarse más y más. Hace días, mientras estudiaba la ley de la gravedad y realizaba unos ejemplos sencillos de cómo el Sol atraía a Runeterra hacía sí, Viktor pensó, tan natural como pensaba en su nombre o su existencia, que amaba a Jayce Talis.

Era extraño amar tan de pronto; le aterraba.

“Janna,” susurró Viktor después de que el primer bocado de helado se deshizo en su lengua; era pura y deliciosa azúcar, una explosión de sabor bailando en su boca y que le hizo entender porqué los maestros manejaban por horas tan solo por un diminuto saboreo; “¡Es delicioso!”

“Sabía que te gustaría. Realmente amas lo dulce,” ronroneó Jayce, un sonido gutural y que los alfas jamás dejarían salir fuera de la intimidad con sus omegas; “Eres como un bombón.”

“¿Un bombón?” cuestionó Viktor, dando otra mordida al helado, esta vez llevándose un pedazo de la crujiente galleta consigo; era mil veces más delicioso así.

“Sí. Eres suave, apachurradle, y eres pura azúcar,” Jayce le dio una mordida a su propio helado, pero entonces, justo cuando Viktor tuvo que lamer el cono debido a un chorrito de helado que amenazaba con caer sobre su regazo, el alfa carraspeó. “Viktor.”

“¿Eh?” preguntó extrañado, lamiendo ahora su dedo índice que se había manchado de vainilla. No era muy propio ni recatado, pero Jayce decía que era adorable cuando se dejaba ser, e insistía que, cuando estuvieran solos, no tenía que pretender ser un perfecto omega lleno de modales y aburridos protocolos.

“No hagas eso,” murmuró Jayce con la voz grave, levantando su mano para, con el pulgar, limpiar la comisura de los labios de Viktor, “Me haces pensar en todo lo que quiero hacerle a esa boquita tuya.”

¿Quería un beso? ¿Por qué de pronto eso era tan escandaloso? Jayce ya le había besado en público bastantes veces, y aunque era considerado cursi por otros alfas, otros tantos alfas consideraban que esas eran simples muestra de posesión. Después de todo, había alfas adinerados que llegaban tan lejos como tomar a sus omegas en fiestas.

Viktor redujo la distancia entre él y Jayce, dándole un corto beso en los labios. Jayce sabía a chocolate amargo y a un poco de alcohol.

“Listo,” rio, regresando a su lugar, “Antes de que el helado se derrita.”

“... Janna, eres tan adorable,” carcajeó Jayce, devorando su propio postre; “Quiero darte mucho más que un beso, Vik.”

¿Más que un beso? ¿Dos besos?”

Entonces, Viktor bajó la mirada, y notó que Jayce estaba – Ah. ¿Acaso se podía...? ¿Con la boca?

“¡Te pusiste tan rojo!” rio Jayce, terminando su helado y, coqueto, lamiéndose el labio inferior antes de ponerse el cinturón; “¿Qué te parece si vamos a casa y te lo muestro, Viktor?”

 

 

Las clases de biología de la academia jamás habían mencionado el placer que se podía sentir con los labios de un alfa, ni cómo los alfas perdían el control bajo los labios de los omegas.

El resultado no era dulce, pero Jayce se puso tan cariñoso y adorable, que Viktor consideró que, si no fuera por su rodilla mala, se hincaría todos los días para hacerlo.

 

 

Descubrir que el toque de un alfa podía sentirse terriblemente bien era un resultado inesperado, de la misma forma que lo era haber cumplido ya más de cuatro meses viviendo en la casa Talis; siendo el omega De Talis. No solo eso, sino que a pesar de todas las veces que Jayce le había llevado a la cama, seguía sin mostrar signo alguno de embarazo.

Los claros síntomas del celo comenzaban a colarse por su cuerpo, y Viktor sintió tanto emoción de nuevamente tener los sentidos sensibles mientras Jayce le tocaba como vergüenza de todavía no poder concebir. Lo hacían casi todas las noches, y, sin embargo, el vientre de Viktor seguía plano y sin vida. Le daba miedo que el tiempo siguiera su curso y que no pudiera darle un hijo a Jayce; incluso los omegas que solo daban luz a otros omegas eran más valiosos que los omegas que resultaban ser estériles. Si Viktor era estéril, al gobierno ya no le importaría reubicarlo, y sabía muy bien que lo mandarían a un burdel.

Pero el gobierno no se daría cuenta pronto a menos que Jayce se los dijera; el estado estaba muy ocupado en guerras y demás, y se sabía que no revisaban a las parejas sino hasta varios años del acuerdo, claro, siempre que los alfas no quisieran cambiar al omega antes de eso.

“Hueles tan bien,” suspiró Jayce en su oído, sacando a Viktor de sus pensamientos y regresándolo al presente: Estaba arreglándose para una cena con los Kiramman, la familia que apadrinaba a Jayce y que, con el regreso de su hija alfa mayor, deseaban tener una charla tranquila y buen vino a fin de ponerse al día. Lo cual, claro, significaba que los alfas charlarían y que Viktor y el omega Kiramman tendrían que escucharlos.

A Viktor no le preocupaba demasiado; amaba oír a Jayce hablar de sus inventos, del progreso, de cómo tenía tantas ideas para hacer mejor a la nación. Sistemas de riego, llevar los vehículos híbridos a las áreas rurales, renovar las líneas telefónicas de la nación para conectar a todos.

Lo que le preocupaba a Viktor era lo que opinaría Lady Kiramman y la otra alfa – Caitlyn, según la breve explicación que Jayce le había dado al llegar del trabajo con la invitación –; él no era un omega fino ni extremadamente hermoso, y últimamente, a pesar de que no se esforzaba tanto como en la academia, su pierna cojeaba y dolía más y más. Tenía una cita con el médico, pero no sería hasta en dos semanas.

“Tú también hueles muy bien,” admitió Viktor, dejando que su alfa le envolviera en sus brazos, robándole un corto beso. Jayce también parecía estar cerca de su propio celo, un periodo mucho más corto y errático en los alfas que los ponía algo urgidos, y a veces violentos; “¡Jayce! Te manché...” los labios de Jayce ahora lucían el mismo rojo que los de Viktor, pintados en glamoroso labial.

El alfa se miró en el reflejo del tocador de Viktor, y entonces soltó una risita.

“Me gustaría ver ese labial en otro lado, ¿sabes?”

“¡Jayce!”

“Vamos, vamos, es una broma,” Jayce le guiñó el ojo, tomando una toallita desmaquillante del tocador para limpiarse la boca. Viktor no le había pedido nada de lo que Jayce había comprado, y era el alfa quien había regresado con labiales, pinta uñas, máscara de pestañas e incluso perfumes.

‘Mi madre adoraba maquillarse,’ comentó Jayce cuando acomodó las cosas sobre el tocador, insistiendo que Viktor era libre de usarlo o no (pues a Viktor, como otros tantos en la academia, le enseñaron que un omega decente solo se depilaba, colocaba bálsamo sin color en los labios y que, llegada una edad, quizás deberían recurrir a aquellas mágicas cremas que adoraban las mujeres beta), pero que Jayce quería regalarle aquellos lujos de cualquier manera. Viktor aún no tenía el valor de tocar las sombras de ojos o el rubor, pero le había agradado el efecto de pintarse los labios... Especialmente por lo excitado que se ponía su alfa.

“Jayce,” llamó Viktor algo nervioso, mirando su reflejo en el espejo, “¿Realmente crees que me veo bien?”

“¿Qué clase de pregunta es esa?” preguntó Jayce con picardía, colocando detrás suyo nuevamente, las manos rodeando la cintura de Viktor, ojos mirando los pequeños pechos de Viktor con deseo; “Te ves demasiado bien. Viktor. Preferiría quedarme contigo en cama… No sé si quiero verte con este vestido o sin él.”

El vestido era un moderno estilo corte sirena; era muy femenino, de cuello alto y que resaltaba la cintura y caderas de Viktor, así como su altura. Si bien Viktor estaba maravillado por la cara tela azulada en su cuerpo, una pequeña parte de su mente recordó que, desde que lo alejaron de su madre, no había vuelto a usar pantalones o camisas. En Zaun, una nación donde todos los pueblos vivían de la tierra y de forma sencilla, tanto hombres como mujeres vestían pantalones casi diario sin importar su segundo sexo; claro, Viktor había tenido un par de bonitos vestidos para las fiestas del del templo, pero le había sido permitido vivir en la comodidad de telas que protegían sus rodillas y que le dejaba caminar sin preocuparse por el viento.

Se preguntaba si Jayce le dejaría, al menos en casa, usar pantalones y camisas que le dejaran moverse con comodidad.

“¿No es… Demasiado revelador?” inquirió Viktor, suspirando cuando los labios de Jayce besaron su hombro desnudo; “Dijiste que Lady Kiramman es muy tradicional.”

“Un poco, sí. Pero créeme, hace excepciones en la moda,” Jayce le dio un último beso, y sin avisar, tomó el bastón de Viktor de la pared y se lo ofreció; “Por cierto, el bastón que pedí estará listo pronto. Pasaré a recogerlo la siguiente semana.”

“No tenías que hacer eso,” el bastón pasó a manos de Viktor, y con una última mirada al espejo, ambos comenzaron su camino fuera de la habitación. “¿Podrías explicarme mejor qué hace Lady Kiramman?”

“Viene de una familia industrial,” explicó Jayce, colocando un precioso abrigo blanco de piel sobre los hombros de Viktor; el omega no era fan de la idea de usar la piel de los animales como ropa, aunque quizás la idea era algo tonta dado que vaya que comía carne o lácteos. Pero el día que Jayce llegó a casa con el abrigo envuelto como regalo, Viktor no pudo evitar pensar que, incluso ahora, en un hogar cómodo y amoroso, seguía sintiéndose igual al pobre oso al que le arrancaron la piel. “Ella está incursionando en la política, de hecho. En unas semanas habrá elecciones, y si gana, será parte del Consejo de Piltover por seis años.”

“Entonces debe ser muy conocida.”

“Vaya que sí. No fue fácil convencerla de mis inventos, la verdad,” Jayce se encogió de hombros, guiando a Viktor al auto, abriéndole la puerta con caballerosidad; “Pero ahora está muy feliz con el resultado, y ha mencionado que le gustaría expandir Hextech a otros países.”

“… ¿Hextech?” repitió Viktor, algo confundido. Jayce ladeó la cabeza, soltando una risita mientras encendía el auto.

“Es el nombre de la compañía… No preocupes tu cabeza con esto, Viktor. Ni siquiera es algo definido.”

Las palabras de Jayce fueron dichas con ligereza, amabilidad, casi con cariño. A pesar de ello, Viktor sintió bilis subir por su garganta; no comprendía porqué le molestaba la forma en que el alfa se había referido a él, o porqué sentía que aquella sonrisa tan encantadora se estaba burlando.

Debía estarse volviendo egoísta.

 

 

La casa Kiramman era, en todos los sentidos, un palacio. Era una de las tantas casas del barrio rico que Viktor había visto en su viaje de la academia a la casa Talis, y si bien no era la más grande ni ostentosa, era la más moderna y elegante; tenía rejas que protegían sus jardines, guardias en la entrada y una bellísima fuente antes del portón principal. Todo en el hogar gritaba progreso y modernidad, desde el radio hasta los autos e incluso pasando por las fotografías de calidad irreal colgadas en los pasillos.

El progreso, sin embargo, terminaba en el comedor, donde Viktor estaba frente al omega De Kiramman. Como Viktor, era un hombre omega, ya de edad considerable y tristes ojos cafés, y su cuello estaba cubierto por un grueso collar de cuero que parecía asfixiarlo.

Viktor había sentido su corazón bajarle al estómago cuando vio al omega De Kiramman; como Viktor, estaba usando un vestido de exquisito corte y que resaltaba su figura, el cabello liso y de tono azulado cayendo suavemente sobre sus hombros, pero el collar rompía cualquier hechizo. Incluso en la academia, tan conservadora como era, los collares se consideraban un poco excesivos. Un collar era muestra de esclavitud, de posesión, e implicaba una diferencia de poder tan grande como el océano.

¿Por qué Lady Kiramman sentía la necesidad de ponerle un collar a su omega? ¿Era simple estética o acaso había una historia detrás de ello?

“Tobías, querido, ¿Por qué no le muestras el jardín a De Talis?” sugirió Cassandra Kiramman cuando, tras dos incómodas horas de silencio (interrumpidas solo por una llamada recibidas por la hija alfa, Caitlyn), terminaron de cenar. “Estoy segura que le encantarán tus flores.”

Eso no era más que una forma elegante de decirles que se fueran, pues los alfas comenzarían a conversar de cosas más importantes que el clima, el tráfico y que las patatas estaban perfectamente cocidas. Tobías, con esa educación que Viktor había sido criado para emular, hizo una suave reverencia a su alfa, murmurando un “Sí, señora,” al tiempo que dejaba su cena a medio terminar y, con una mirada vacía, indicarle a Viktor que lo siguiera.

Pronto, estaban en el jardín, mirando otra fuente de agua rodeada de hermosos girasoles, ambos omegas bajo la luz de la luna y sabiendo que, a uno cuantos metros, había un guardia beta asegurando que no intentaran nada.

“Son flores muy hermosas,” dijo Viktor a forma de romper el hielo, y también porque, incluso si ambos eran omegas. Tobías era un omega de mayor categoría, propiedad de una alfa muy poderosa y que apadrinaba a Jayce; “¿Usted las cuida?”

“No. Lo hace el jardinero,” musitó Tobías sin emoción alguna, sentándose en la fuente y, sin inmutarse, arrancando un girasol cruelmente; “Son las flores de mi señora, en realidad.”

“… ¿No le gustan los girasoles?”

“Pareces olvidar nuestra posición,” respondió Tobías, arrancado los pétalos de la flor muerta entre sus manos, mirando a Viktor con un toque de molestia; “Cuando llegaste, caminaste a lado de tu alfa. Sabes bien que debías ir detrás.”

“No… No lo noté,” mintió Viktor, sujetando su bastón con algo de nervios. ¿Sería que Cassandra le pediría a su omega que le reportara la conversación? ¿Acaso no solo le juzgaba desde su punto de vista, sino también del de su omega, un hombre hermoso y claramente fino? “No volverá a ocurrir.”

“A mi no me importa,” dijo Tobías, arrojando los pétalos amarillos a la fuente, “Pero no deberías olvidar nuestro rol.”

“… Lo lamento,” no estaba seguro de qué lamentaba, o de si realmente lamentaba que no era capaz de ocultar que amaba a su alfa; “No era mi intención ofender su casa.”

“¡Qué gracioso eres!” por primera vez en toda la noche, Tobías rio, “No te pido que te disculpes. Solo te estoy advirtiendo… Ah, ¿cuál era tu nombre?”

“De Talis. Viktor De Talis.”

“Viktor,” habló Tobías, ladeando la cabeza. Viktor pensó que, en ese ángulo, era más fácil apreciar una pequeña cicatriz en su mejilla, cubierta por maquillaje, pero no por completo. Era un omega ya de edad, algo denotado por las arrugas en sus ojos y el cansancio al caminar; lucía como si le hubieran arrancado la esperanza. “Déjame darte un consejo, entonces. No abras tu corazón.”

“¿Perdone?”

“Los alfas son tan románticos al inicio,” las palabras fueron dichas con crueldad, y Tobías arrancó otra flor del jardín; “Pero un día vas a despertar, inútil en tu rol, solo para entender que no somos más que úteros para ellos.”

“Disculpe la indiscreción,” Viktor tomó el riesgo, sentándose a lado del otro omega y, sabiendo que era una pregunta demasiado íntima, bajando la voz; “¿Cuántos hijos ha tenido?”

“Once,” respondió Tobías, esta vez dejando caer los pétalos sobre la verde hierba; “Ocho alfas varones, y tres alfas mujeres.”

“… ¿La señora Kiramman…?”

“¿No notas mi edad, Viktor?” suspiró Tobías, “Ella será mi última alfa. He de morir aquí, bajo su nombre… Ella es – gentil. Me dejó quedarme con mi Caitlyn, y por eso le estoy eternamente agradecido.”

“¿Tus otros hijos…?”

“No crié a ninguno,” Tobías se giró a mirarlo, una triste sonrisa en sus labios; “He tenido once alfas, Viktor. No deberías encariñarte con el señor Talis.

Todos los alfas se aburren algún día.”

 

 

La noche era algo fresca, el otoño poco a poco entrando a la ciudad, vientos que llevaban el aroma de lluvia a las ventanas. Era una esencia calmante y acogedora, y se colaba por la ventana semi abierta del cuarto de Jayce, mezclándose con el aroma picante y a la vez dulzón que emergía de ambos; el aroma a sudor, a sexo, sus propias hormonas hechas un lío de deseo y hambre.

“Debería comprarte más ropas así,” gruñó Jayce mientras le lamía los pechos desnudos; le había arrebatado el vestido a Viktor, pero la ropa interior de encaje había sido simplemente empujada. El sostén estaba hecho un rollo debajo de los pechos de Viktor, sus bragas empujadas a un lado para permitir que Jayce le penetrara. “Te ves tan lindo así, Viktor.”

“Alfa,” lloró Viktor, sensible debido a su inminente celo y a todas las emociones del día; “Alfa, por favor.”

“Me encanta tu coñito, Vik,” dijo Jayce con vulgaridad, mordisqueando el rosado pezón izquierdo de Viktor para después volver a lamerlo; “Me aprietas tan delicioso. Quisiera tenerte en mi oficina, siempre sentado sobre mi regazo, que me dejaras meterte los dedos bajo la falda…”

“Jayce,” gimió Viktor, sus manos aferradas al cabello de Jayce, caderas temblando con cada embestida. Ya había saboreado su propio clímax bajo la lengua y dedos de Jayce; sus labios estaban hinchados y su miembro estaba flácido y adolorido, pero el pene de Jayce dentro suyo seguía siendo una sensación placentera que le hacía marearse del disfrute, “Jayce, más fuerte, por favor.”

“¿Más?” rio Jayce con suavidad, besándole el otro seno, “¿Tanto te gusta cuándo te hago el amor?”

Amor. Sonaba mucho mejor que todas las demás expresiones que le habían enseñado en la academia; “Te quiero, Jayce,” soltó con vulnerabilidad, atrayendo el rostro del alfa hacia sí.

Jayce juntó su boca con la de Viktor, sus manos acariciándole el cuerpo de Viktor con mimosa atención, como si el solo hecho de tocar al omega fuera un regalo precioso y no su derecho. No era como las historias de terror que Viktor había oído; pasar las noches con Jayce era un exquisito placer que le hacía mojarse y erizarse de forma casi vulgar.

“Mi Viktor, también te quiero…” Jayce gruñó con fuerza antes de correrse, golpeando algo dentro de Viktor que se sentía celestial. Un punto profundo en sus adentros que hizo que Viktor gritara de dolor y placer, viendo estrellas por un momento; “Un día voy a morderte, Vik. ¿Me dejarás? Poner mis colmillos aquí,” Jayce le lamió el cuello, justo debajo de sus glándulas, “Mi marca. Así sabrán que eres mío.”

“Tuyo,” repitió Viktor. Era una confesión, una afirmación, y también una promesa.

Viktor, todavía sin hijos y a semanas de cumplir diecisiete años, estaba enamorado de su dueño.

 

 

La cita con el doctor tuvo que posponerse un par de días debido a que el celo de Viktor fue mucho más intenso que en ocasiones anteriores. Había durado nueve días, y había terminado con un Viktor y Jayce agotados. Jayce había pasado por su propio celo también, y tuvo que gritarle a alguien por el teléfono, diciendo que no tenía porqué ir a supervisar a un montón de idiotas cuando la migraña lo estaba matando.

Casi no habían comido ni dormido durante esos nueve días, y aunque las memorias eran algo borrosas, ambos recordaban exactamente lo que habían estado haciendo durante todo ese tiempo. Los días siguientes los pasaron bebiendo agua fría, comiendo frutas y aplicando pomadas en sus heridas.

Viktor, con moretones en los senos, caderas y nalgas. Y Jayce, con rasguños en la espalda que muy probablemente dejarían marca.

Viktor aún tenía varios moretones en la pierna el día que tuvieron que asistir al médico, y las medias no terminaban de cubrirle las marcas que claramente venían de días y días de ser tomado sin pausa. El doctor no pareció darle importancia, pidiendo a Viktor que caminara con y sin su nuevo bastón, tomando un par de medidas y, después, comentando que ocupaban realizar una prueba de sangre para verificar que no hubiera una deficiencia de calcio o hierro.

“Estoy muy seguro que un aparato ortopédico será suficiente,” explicó Singed a Jayce y Viktor mientras tomaba la muestra de sangre con cuidado, una aguja tan fina que Viktor no sintió dolor, “Solo quiero verificar que todo esté bien.”

Fue así como volvieron tres días después, tarde en la noche y cansados tras todo el tráfico que había de la biblioteca al consultorio médico. Viktor no estaba seguro de porqué el celo le había dejado tan cansado y sensible, y el día de hoy había tenido varios dolores de cabeza e incluso una poco de náuseas cuando una empleada de la biblioteca abrió su almuerzo (pescado, y era extraño que el aroma le disgustara, pues Viktor venía de un pueblo pesquero). Estaba pensando si decirle sobre su reciente malestar a Jayce o al médico cuando Singed entró al consultorio, cargando un aparato ortopédico y también una carpeta amarilla con el nombre de Viktor.

“Este sería un aparato temporal, solo en lo que el área te hace uno a la medida,” explicó Singed con media sonrisa al ver que tanto el alfa como el omega miraban el aparato de metal con extrañeza; “Va ser muy importante que cuidemos de tus huesos debido a tu condición.”

La carpeta amarilla se abrió, y una hoja blanca con resultados de laboratorio notas en tinta azul fue colocada frente a ellos.

Viktor De Talis estaba embarazado de exactamente tres semanas.

Notes:

¡Y llegamos al capítulo 3! Me siento muy positiva en la cantidad de capítulos planeados y del boceto que tengo en la línea del tiempo. Crucen los dedos para que la vida real me deje seguir escribiendo a este ritmo.

Respecto al fanfic... Bueno, en el primer capítulo ya vimos un salto al futuro sobre cómo va a terminar la relación de Jayce y Viktor. En este capítulo, podemos ver una escena *antes* de aquella confrontación final y huida, y en el presente, seguimos caminando hacia ese desenlace amargo.

Caitlyn y Ximena tendrán mucho más protagonismo pronto, ¡lo prometo!

Si les gustó, ¡díganme en los comentarios! Adoro hablar con otra gente hispana sobre JayVik <3

Notes:

(La cantidad de capitulos es un aproximado que espero no cambie demasiado).

¡Espero les haya picado la curiosidad! ¡Nos leemos pronto! <3

16/Sep/2025
Quick edit: Me di cuenta que la parte del disparo podía ser confusa ya que la escribí en espejo. La pierna de Jayce a la que pega la bala es su pierna izquierda; como Dmitri estaba de frente, era su derecha. Básicamente, la pierna lastimada de Viktor es la derecha y la Jayce es la izquierda.