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The Scar Beneath the Mask

Summary:

Durante una redada, Obi-Wan se ofrece como rehén para proteger a Luke. Los imperiales lo amordazan con una correa de energía que le quema la piel. Cuando Owen lo encuentra, debe decidir si usar fuego o agua para romperla.

Work Text:

El rugido de los motores imperiales quebró la noche de Tatooine como una herida abierta.
Owen Lars despertó de golpe, el sonido retumbando en su pecho como si fuera parte de él. En el horizonte, las luces del desierto parpadeaban: una patrulla imperial, demasiado cerca de la granja.
Y Luke… Luke aún dormía en la pequeña cabaña, su respiración tranquila, ajena a la sombra que se acercaba.

Owen corrió afuera, descalzo sobre la arena fría, cuando vio una figura acercarse entre las ráfagas de viento.
Era él.
El viejo ermitaño.
Obi-Wan Kenobi, con el manto desgarrado y el rostro tenso.

—Owen —dijo el Jedi, apenas audible—. Vienen por el niño.

Owen no preguntó cómo lo sabía. El tono bastaba.
Kenobi giró hacia las colinas, hacia donde los reflectores imperiales cortaban la oscuridad.
—Haré que los sigan a mí. Escóndelo. Ahora.

—¿Qué? ¡No! —Owen avanzó un paso—. No vas a salir ahí solo, maldita sea.

Pero ya era tarde. Obi-Wan alzó la mano, y una ráfaga de viento denso cubrió las pisadas del granjero, como si el propio desierto obedeciera.
—Confía en mí —dijo, y se internó entre las dunas.

Los soldados imperiales lo rodearon en cuestión de minutos.
El brillo de los blásters iluminaba la arena, y en medio de ellos, Obi-Wan levantó las manos con serenidad.
—Soy el hombre que buscan. No hay nadie más aquí.

El oficial al mando, un hombre joven con el uniforme recién planchado, lo observó con frialdad.
—Kenobi —dijo, disfrutando el nombre como si fuera un trofeo—. El desertor. El fantasma de la Orden.

—El protector —corrigió Obi-Wan, sin perder la calma.

—El traidor —replicó el otro, con una sonrisa seca—. Y un traidor no necesita palabras.

El oficial sacó un pequeño dispositivo metálico, una banda flexible que emitía una vibración inquietante. Obi-Wan lo reconoció de inmediato.
Una correa de energía, usada en interrogatorios.
Diseñada no para silenciar… sino para humillar.

—Póntela —ordenó el oficial, acercándosela.

Obi-Wan no se movió.
Dos soldados lo tomaron por los brazos.
La correa se cerró alrededor de su boca, justo bajo la barba, encajando con un chasquido.
La energía se activó con un zumbido azul.
Y entonces vino el dolor.

Era como si una línea de fuego líquido se incrustara en su piel. Cada respiración hacía que el metal brillara con tonos rojizos, marcando su carne.
Obi-Wan apretó los dientes, o lo habría hecho si el dispositivo se lo permitiera. En su mente, la voz de Qui-Gon era un eco: “Tu compasión será tu fuerza.”
Así que resistió.
Por Luke.

Los soldados lo arrastraron hacia el centro del campamento.
El oficial lo observó un momento, divertido.
—Verás, Kenobi, el fuego purifica. Pero el agua… el agua revela las cicatrices. ¿Qué prefieres que usemos contigo?

Obi-Wan solo lo miró.
Y eso bastó para que el hombre retrocediera, incómodo ante una calma que no comprendía.

Horas más tarde, Owen encontró el rastro.
Arena quemada. Restos de un droide. Y sangre.

Siguió hasta el borde de un cañón, donde las sombras se retorcían como si el calor no quisiera disiparse.
Y allí lo vio.

Obi-Wan colgaba de una viga improvisada, suspendido por los brazos. El rostro cubierto por el brillo tenue de la correa de energía.
La piel de su cuello y mandíbula estaba roja, casi negra en los bordes.
El sonido era apenas un murmullo: el chisporroteo constante del campo que lo mantenía callado.

—¡Por las lunas…! —Owen corrió hacia él, sacando el cuchillo del cinturón—. Obi-Wan, soy yo, Owen, ¿me oyes?

El Jedi levantó la mirada apenas. Sus ojos azules brillaron detrás de la máscara de dolor.
No podía hablar.
Pero movió la cabeza en una súplica muda.

Owen intentó cortar la correa con el cuchillo. Chispas saltaron. El metal se derritió… pero no cedió.
El calor lo obligó a apartarse, jurando entre dientes.

Tenía dos opciones:
Usar agua, para enfriar la aleación, o fuego, para romper el circuito.
Ambas podían matarlo.

Obi-Wan lo miraba con una mezcla de confianza y resignación.
El fuego, pensó Owen, era lo único que podría vencer aquello… pero significaría quemar aún más la piel ya herida.
—Lo siento, viejo —murmuró—. No hay otra forma.

Sacó el soplete.
El chasquido del encendedor pareció resonar más fuerte que el viento.
Cuando el fuego tocó el borde de la correa, Obi-Wan se estremeció. Su cuerpo entero tembló, pero no emitió un sonido. Solo el olor del metal fundido y de carne.

—¡Aguanta, maldita sea! —Owen insistió, girando la herramienta con precisión. La correa chispeó, un destello azul que lo cegó por un instante.
Y luego, el silencio.

La correa cayó.
Obi-Wan exhaló un jadeo ronco, desplomándose hacia adelante.
Owen lo sostuvo antes de que golpeara el suelo.

El Jedi temblaba. Las marcas del dispositivo eran profundas, cicatrices brillantes que recorrían su cuello como raíces de fuego.
—¿Puedes hablar? —preguntó Owen, con voz quebrada.

Obi-Wan abrió la boca. Apenas un hilo de voz escapó.
—¿Luke…?

—Está bien. Está a salvo. —Owen lo abrazó con fuerza, como si pudiera devolverle el calor que la energía le había robado—. Eres un maldito loco.

Obi-Wan sonrió débilmente.
—Tal vez —susurró—. Pero… valió la pena.

Lo llevó de vuelta a la granja, cubriéndolo con su capa.
Beru preparó una mezcla de hierbas y ungüentos, mientras Owen sostenía la cabeza del Jedi sobre una toalla húmeda.
Las quemaduras tardaron en detener su sangrado. Cada respiración era un esfuerzo.

—Podrías haber muerto —dijo Beru, en un susurro.

—Muchos ya lo hicieron por menos —contestó Obi-Wan, sin abrir los ojos—. Si mi silencio mantiene su futuro, no importa lo que quede de mi voz.

Owen se quedó mirándolo un largo rato. No sabía si odiarlo o admirarlo.
Había visto soldados, esclavos, cazadores… pero nunca a alguien tan dispuesto a sufrir sin pedir nada a cambio.

Esa noche, cuando Luke despertó y preguntó dónde estaba “el viejo Ben”, Owen solo dijo que había tenido un accidente.
El niño asintió y volvió a dormir.

Pero Obi-Wan, en la habitación contigua, no lograba hacerlo.
Cada vez que cerraba los ojos, sentía el calor de la correa ardiendo otra vez, y el eco metálico del fuego contra su piel.
A veces creía oír la voz del oficial imperial riendo.
Otras, la de Qui-Gon, murmurando en calma: “El dolor no es tu enemigo, solo un recordatorio de que aún estás vivo.”

Días después, cuando logró levantarse, Obi-Wan pidió un espejo.
Beru dudó, pero se lo dio.

El reflejo devolvió a un hombre con el rostro surcado por una línea irregular, brillante como un rayo petrificado que cruzaba de la mejilla al cuello.
Un recordatorio perpetuo.
La cicatriz bajo la máscara.

Owen entró en ese momento, cruzado de brazos.
—Podrías quedarte un tiempo. Hasta que te cures.

Obi-Wan lo miró desde el espejo.
—No puedo. Si los imperiales regresan y me encuentran aquí, pondría a todos en peligro.

—Entonces al menos llévate esto —Owen le arrojó un pañuelo de tela gruesa—. Cúbrete. No quiero que Luke te vea así.

El Jedi asintió.
Se cubrió la herida con el manto y ajustó la tela alrededor del cuello.
El calor le ardía todavía, pero algo en su interior estaba tranquilo.
Era el precio del silencio.
El precio del amor.

Antes de irse, Owen habló otra vez:
—No lo entiendo, Kenobi. No entiendo cómo puedes soportar tanto.

Obi-Wan giró apenas la cabeza.
—Porque ya lo hice una vez —dijo en voz baja—. Y porque no volveré a fallar.

En las semanas siguientes, la arena cubrió los restos del campamento imperial.
Solo quedaban fragmentos de metal y marcas quemadas sobre las piedras.
Pero cada noche, bajo el manto de estrellas, Obi-Wan tocaba la cicatriz y recordaba.

No como una herida.
Sino como una promesa.

Una que no necesitaba palabras.
Porque ya no eran necesarias.