Chapter Text
Despues de la gran guerra, Arya Stark se dedicó a viajar por el mundo, ahora regresa a casa con barcos llenos de cosas para ayudar a su hermana Sansa reina del Norte, solo hay un problema, todos la confunden con su tía Lyanna, al parecer de alguna manera viajo en el tiempo al año 296 de.c.
Originalmente leí hace muchos años una historia parecida en fanfiction, pero o fue borrada o algo parecido. Si alguien la tiene me encantaría volver a leerla, no será la misma historia, pero si parecida.
Chapter 2: ¿Dónde estamos?
Summary:
Segun el canon los hijos de Eddard Stark nacen:
Robb y Jon nacen en algún momento del año 283 d.c.
Sansa nace en algún momento del 286 d.c.
Arya nace en 289 d.c. en el año de la rebelión Greyjoy
Brandon nace 290 d.c.
Rickon nace 295 d.c.
Notes:
Estoy cambiando mucho la línea del tiempo y sucesos para el bien de mi trama.
Edad según el canon en el Año 296
Ned Stark. 33
Catelyn Stark. 32
Benjen Stark. 28
Robb. 13
Jon. 13
Sansa. 10
Arya. 7
Bran. 6
Rickon. 1
Chapter Text
Año 304 despues de la conquista
Arya todavía podía recordar una época en la que fue feliz. De eso había pasado demasiados años. Tenía nueve años cuando dejó Invernalia por primera vez. Nueve años, y el mundo parecía inmenso y lleno de caminos por correr. Entonces aún podía reír sin pensar, aún podía creer que los monstruos eran cuentos y que el hogar siempre esperaría al final del viaje.
Se necesitaron pocos años. El mundo no tardó en pudrirse desde dentro. Arya recordaba aún cómo apenas logró salir de Desembarco del Rey, disfrazada, perdida entre en el dolor. Había seguido al reclutador de la Guardia de la Noche sin pensar, solo porque huir era lo único que sabía hacer.
La guerra que se inició tras la muerte de su padre Eddard Stark fue sangrienta, devastadora y corta. Tres años de guerra y todos los que se coronaron como reyes murieron. Tres años de guerra y solo quedaban cenizas de poniente.
Arya tenía quince onomásticos cuando todo terminó. La guerra, los muertos, el frío interminable… todo pareció desvanecerse de golpe, como si el mundo hubiera exhalado por fin.
Habían vencido al Rey de la Noche, habían sobrevivido a los caminantes blancos, y por un momento creyó que nada peor podría venir después de eso. Pero Arya ya sabía que la guerra nunca termina con los monstruos de hielo, sino con los vivos.
Viajó al sur para pelear en Desembarco del Rey contra Cercei Lannister y terminar su venganza. Cuando llegó a Desembarco del Rey, la ciudad olía a miedo. Los muros temblaban bajo el rugido de un solo dragón, y el cielo se teñía de fuego. Daenerys Targaryen, la Rompedora de Cadenas, había perdido más que sus ejércitos. El dolor la había consumido, y el poder terminó de devorarla.
Las llamas no distinguieron entre soldados ni inocentes.
Las campanas sonaron, pero la misericordia no llegó.
Arya caminó entre los escombros, entre cuerpos que aún humeaban, y comprendió que el fuego no era tan distinto al hielo. Ambos lo destruían todo. Y en el centro de aquella ruina, supo que el ciclo no se detendría jamás.
Todo terminó junto al Trono de Hierro.Daenerys confiaba en Jon. Él era el último rostro familiar, la única voz que no le exigía nada. Por eso no lo vio venir. Por eso, cuando él la abrazó, creyó que el mundo podía empezar de nuevo. Y fue en ese instante —ese respiro de fe— cuando el acero la alcanzó. Jon murió después de eso. Se mató el mismo por que apesar de todo había amado a Daenerys.
Al final, Sansa Stark logró la independencia del Norte. Fue la única. El resto de Poniente decidió permanecer unido, atado por la promesa de un nuevo orden que olía demasiado a los viejos.
Ya no habría un solo trono, ni una dinastía que gobernara sobre todos. De ahora en adelante, los señores de las grandes casas elegirían por voto a quien llamarían rey. Un reino compartido, una paz de papel.
Arya lo comprendió sin necesitar palabras: habían cambiado las formas, pero no los hombres. Los mismos nombres, los mismos juramentos, las mismas manos que antes empuñaban espadas ahora alzaban copas y votos. Sansa había hecho lo correcto —el Norte libre, soberano, protegido detrás de sus muros —, pero incluso esa victoria tenía un sabor amargo. La libertad siempre llegaba tarde y a cambio de demasiada sangre.
Desde la distancia, Arya observó cómo los reinos se reordenaban como piezas en un tablero nuevo. El juego no había terminado; solo había cambiado de nombre. Y ella ya no pertenecía a él.
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Año 314 después de la conquista
Habían pasado diez años desde que Arya dejó las costas de Poniente, y mucho había cambiado desde entonces. El mundo, sí… pero sobre todo ella. A veces se miraba en los reflejos del agua y apenas se reconocía. Si sus padres pudieran verla, estaba segura de que tampoco lo harían.
Seguía siendo baja, incluso para sus veinticinco onomásticos, midiendo apenas un metro con sesenta y cuatro. Pero ya no era la ramita delgada que solía ser. El viaje, los años, las aventuras, la vida… habían moldeado su cuerpo con fuerza y suavidad a la vez. Había ganado curvas, y una serenidad que antes habría confundido con debilidad.
Y claro, ahora no viajaba sola. Desde hacía un año tenía consigo a su pequeño bebé, Cregan Stark, su mayor aventura, su mayor tesoro. Había seguido el ejemplo de las mujeres Mormont, dijo que se había acostado con un lobo, y por lo tanto su bebé era un Stark.
Pensó en llamarlo Eddard, en honor a su padre, pero Sansa se le adelantó. En las últimas cartas que habían intercambiado, su hermana le contaba sobre su familia:
Eddard, de siete onomásticos, serio y responsable; Sara, de cinco, traviesa y brillante; y Rickon, el pequeño, de tres, que ya correteaba por los pasillos de Invernalia como un lobo.
Sansa se había casado con un sobrino de Lady Wynafryd Manderly, un matrimonio más político que romántico, pero lleno de respeto y calma. El Norte prosperaba, los inviernos eran más breves, y por primera vez en siglos, los Stark vivían sin miedo inmediato.
Y hablando de aventuras… Arya todavía recordaba aquellos primeros años de viaje, cuando partió con poco más que un barco y un puñado de monedas. Era un navío pequeño, rápido y testarudo, como ella.
Durante los primeros tres años se dedicó a recorrer las costas, a visitar puertos que hasta los mapas más viejos apenas mencionaban. Compraba, vendía, aprendía. Algunas mercancías eran para mantener sus viajes, otras las enviaba al Norte: especias, telas, piedras raras, y una que otra curiosidad que sabía haría sonreír a Sansa.
Con el tiempo, sus rutas crecieron. Mientras más se alejaba de Poniente y se internaba más allá de Yi Ti, comprendió que necesitaba algo mayor: más barcos, más manos, más organización. Así nació su pequeña flota —doce galeras mercantes y tres buques de guerra que la escoltaban contra piratas y tormentas por igual.
No era una reina ni una señora, pero su tripulación la seguía con la misma lealtad con la que los Stark gobernaban el Norte. Algunos habían sido esclavos que recato cuando un barco pirata la atacó cerca de las Islas de Verano, algunos eran huérfanos que había recatado cuando se hacían demasiado mayores para continuar bajo el techo de los patrocinadores, algunos mas era sextos o decimos hijos de personas pobres que tenían que valerce por si mismo. Muchos iniciaron con ella el viaje contando no ser una carga para sus familias, muchos de ellos ahora eran capitanes de los barcos de su flota. No todos eran de poniente, muchos eran de todas partes de Essos, algunos pocos de las Islas del Verano. Muy pocos de Yi Ti y mas allá.
Y en el fondo, Arya siempre supo que tarde o temprano volvería a casa. Regresaría con Sansa, con todo lo que había aprendido del otro lado del mundo. Solo que aún no sabía cuándo o si sería permanente. Le había encantado viajar de Puerto en puerto, viviendo aventuras, pero con un bebé de un onomástico tenia planeado regresar al Norte por unos años antes de seguir viajando por mar. Nadie decía que no podía seguir teniendo pequeñas aventuras en Invernalia.
La última travesía, sin embargo, parecía salida de un cuento.
Navegaban cerca de las costas de Sothoryos, entre la isla de Nueva Ghis y las Islas Basilisco, cuando la tormenta los alcanzó. Fue como si el cielo se abriera sin aviso: un rugido de viento, un relámpago que partió el horizonte, y de pronto el mar se levantó contra ellos.
Arya estaba en su camarote, escribiendo en uno de sus diarios de viaje. El pequeño Cregan dormía plácidamente junto a ella, arropado con una manta que olía a lavanda qué era lo único que lo hacía dormir tranquilamente durante el dia, cuando el primer golpe de la tormenta sacudió el barco, la tinta se corrió sobre el papel, dejando una mancha negra sobre su última frase:
“El mar parece tranquilo hoy…”
Era una fortuna que los muebles estuvieran clavados al suelo y las paredes reforzadas. Arya saltó de su silla justo cuando el barco se estremeció con un crujido que pareció venir desde las entrañas del mar. Corrió hacia la cama y tomó en brazos al pequeño Cregan, que despertaba sobresaltado por el rugido del viento. Lo sostuvo contra su pecho, acunándolo mientras la Rosa del Invierno se balanceaba como una hoja en medio del vendaval.
Sabía que el capitán Lorian, experimentado y firme como un ancla, sabría mantener el rumbo. Pasaron casi medio día atrapados en el corazón de la tormenta antes de que el mar cediera lo suficiente como para permitirle salir de su camarote.
Subió a cubierta envuelta en una capa empapada. El aire olía a sal y ozono. A su alrededor, las olas aún se alzaban como montañas, pero la flota había sobrevivido: las doce galeras mercantes y los tres buques de guerra seguían allí, desgastados, pero de pie. El capitán Lorian —un ex esclavo que había ganado su libertad luchando en los fosos de combate a los dieciocho onomásticos— mantenía las manos firmes sobre el timón. Ahora, con treinta y cuatro años y seis navegando junto a Arya, era tan confiable como el acero de su espada.
—Capitán Lorian —le gritó Arya por encima del viento—, ¿qué puedes decirme de la tormenta? ¿Cuánto tiempo más tendremos que soportarla?
—Señora Arya —respondió él con la voz grave y calmada—, por el tamaño del ojo en el que estamos, diría que aún nos acompañará tres o cuatro días… a menos que logremos tocar tierra.
—Bien —asintió Arya—. Tenemos provisiones para tres meses. Tú y Rata Negra deben turnarse en el timón, no quiero que ninguno se agote.
Rata Negra —un antiguo Inmaculado que había escapado de su escuadrón tras ser dado por muerto— inclinó la cabeza con respeto.
—Sí, señora Arya. Regrese con su hijo. Nosotros nos encargaremos del resto.
—Gracias, Lorian —dijo ella con una media sonrisa cansada—. Veré cómo está tu familia.
De regreso bajo cubierta, ordenó reducir las raciones de tres a dos comidas diarias. No por temor, sino por prudencia. Era mejor ahorrar leña y comida, por si el mar decidía volver a rugir. Pasó de camarote en camarote asegurándose de que todos estuvieran bien. Los marineros la respetaban no sólo como su señora, sino como alguien que había navegado con ellos, trabajado junto a ellos y aprendido a sobrevivir al mismo mar.
Había invertido una fortuna en aquella flota: ciento cincuenta mil dragones dorados por cada galera, doscientos mil por cada buque. Casi dos millones y medio en total, adquiridos poco a poco. Pero había valido la pena. Sansa mantenía una sólida relación con los braavosis: el Norte enviaba madera y carbón, y Braavos respondía con granos y vino. Era una alianza que había nacido de la confianza y del respeto mutuo, sd habia mantenido desde pocos años despues de que se fundara la ciudad de Braavos y que ahora sostenía tanto el comercio del Norte como las aventuras de Arya.
Mientras caminaba por la cubierta, el pequeño Cregan se aferró a su cuello y balbuceó algo entre sueños. Arya sonrió. El mar podía rugir, los vientos podían desgarrar las velas, pero ella había cruzado medio mundo y seguía en pie.
Y todavía, en lo más hondo de su corazón, sabía que algún día regresaría al Norte… con historias que ni los maestres creerían.
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Tal como había predicho el capitán Lorian, al amanecer del cuarto día la tormenta comenzó a rendirse. Las olas bajaron su furia y el cielo, aún gris, dejó pasar tímidos haces de sol. Cuando por fin avistaron tierra, un murmullo de alivio recorrió la flota.
Eran playas de arena blanca, tan brillante que dolía a la vista después de tantos días de oscuridad. Desde la costa se alzaban palmeras y una densa selva, y más allá, entre el vapor del calor, se distinguían torres de vigilancia. No había duda: los habían visto llegar.
Arya dejó al pequeño Cregan con su nodriza Isaela —la esposa del capitán Lorian— y con los hijos de ambos. Le dio un beso en la frente al niño, que apenas despertaba, y bajó del barco acompañada de un grupo de marineros y arqueras. El aire olía a tierra mojada y sal.
Pasaron el día entero revisando los daños que la tormenta había dejado. Hubo tablones astillados, mástiles rasgados y algunas velas rotas, pero nada grave. Las reparaciones menores se hicieron allí mismo, y Arya agradeció haber invertido en repuestos: los mástiles extra, las lonas secas y la madera tratada que había comprado en Volantis.
Mientras tanto, algunos tripulantes tomaron los botes largos y se dirigieron hacia un arrecife cercano, donde el agua era tan clara que podían ver los peces moverse entre los corales. Pescaron suficiente para una buena cena. Otros recolectaron piedras planas y ramas secas para encender fogatas en la playa.
Arya ayudó a sacar de la bodega todo lo que había quedado húmedo. Su cabello, aún enredado por la sal, se movía con el viento cálido que soplaba desde el interior de la isla. Por primera vez en días, la tripulación reía.
Esa noche, las fogatas se encendieron una a una, como pequeñas estrellas sobre la arena. Comieron pescado fresco y pan duro, bebieron agua de lluvia y ron de Braavos. El mar, apacible de nuevo, brillaba bajo la luna.
Arya observó el horizonte en silencio, con Cregan dormido entre sus brazos. Mañana explorarían la isla y descubrirían en qué rincón del mundo habían terminado.
Chapter 3: ¿Vamos a casa?
Notes:
Así imagino a Arya de 25 años
https://pin.it/3bDIUq8Wk
Pero la imagino peinada asi
https://pin.it/2EFDjbIiu
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Año 314
Al amanecer del día siguiente, la playa despertó con un movimiento constante de voces y pasos. La tripulación de los quince navíos se preparaba para separarse en grupos. El arrecife había resultado ser un refugio seguro, así que Arya permitió que parte de la gente se ocupara en distintas tareas.
Unos cincuenta hombres y mujeres se embarcaron en botes pequeños para pescar más allá del arrecife. No querían reducir las reservas, y el mar calmo prometía una buena jornada. Otros, más pacientes, se quedaron cerca de la costa buscando almejas y ostras; si tenían suerte, tal vez hallaran alguna perla, y si no, siempre podrían aprovechar el nácar para comerciar.
En las playas cercanas, un tercer grupo continuaba secando y lavando las embarcaciones, reforzando tablones con resina y fibra. Más al fondo, algunos hombres y mujeres habían decidido fabricar jabón con el aceite de coco de los cocoteros que crecían por toda la costa. De las mismas fibras del coco, trenzaban cuerdas nuevas para las velas y los amarres.
El sonido de las herramientas, las risas y las olas mezcladas creaban un ambiente casi pacífico. Era extraño, pensó Arya, después de tantos años de guerras y tormentas, ver cómo su gente podía adaptarse tan rápido a cualquier rincón del mundo.
Antes del mediodía, se organizaron los grupos que se internarían en la selva. Uno de ellos tenía la tarea urgente de hallar agua dulce; llevaban cuerdas, cántaros vacíos y un par de cazadores experimentados. El otro grupo, encabezado por Arya, se dirigiría hacia las torres de vigilancia que habían visto desde el mar.
Tal vez tardarían una semana en ir y volver, dependiendo de lo denso del terreno. Si el lugar resultaba hospitalario, podrían comerciar; si no, al menos obtendrían orientación.
Arya ajustó el correaje de su espada y miró el horizonte verde. La selva era espesa y húmeda, y desde allí el aire olía distinto: a flores, a fruta madura, a vida.
—Si la tormenta nos arrastró tan lejos como creo —dijo al capitán Lorian antes de partir—, puede que ya no estemos en los mapas conocidos.
Él asintió, con la expresión serena de quien había visto demasiados mares.
—Entonces será un nuevo comienzo, señora Arya. —sonrió apenas—. Los dioses saben que usted los colecciona.
Arya respondió con una sonrisa breve, apretó el mango de su espada y echó a andar entre los árboles.
Se internaron poco a poco en la selva, avanzando bajo un dosel de hojas tan espeso que apenas dejaba pasar la luz del sol. El aire era húmedo, cargado del aroma de tierra y resina. A cada paso, Arya podía ver que aquel sendero había sido un camino en otro tiempo; las piedras aún mostraban huellas de trabajo humano, aunque ahora estaban cubiertas por raíces gruesas y maleza.
Había tramos donde el sendero desaparecía por completo, tragado por la vegetación. Las lianas colgaban como cortinas, y los insectos zumbaban en el aire pesado. La selva tenía una belleza salvaje, pero también una sensación de haber olvidado algo, como si ocultara secretos demasiado viejos.
Caminaron todo un día hasta que, por fortuna, hallaron un manantial que brotaba entre las rocas. El agua era clara, fría y dulce. Allí se detuvieron. El primer grupo decidió establecer campamento junto al manantial; marcaron el lugar con banderines rojos para que fuese fácil de encontrar y comenzaron a llenar los barriles vacíos.
El equipo de exploración, encabezado por Arya, se preparó para continuar al amanecer. El grupo del agua tendría que hacer varios viajes hasta los barcos para abastecer toda la flota.
Dos días después, tras una caminata larga y silenciosa, llegaron al lugar donde creían que se alzaban las torres de vigilancia. Pero lo que encontraron no fue un puesto militar ni una fortaleza.
Eran ruinas.
Frente a ellos se extendía una ciudad muerta, devorada por la selva. Las torres que habían visto desde la costa eran en realidad templos cubiertos de musgo, con raíces enormes que se enroscaban sobre los muros como serpientes. Calles enteras estaban hundidas bajo la tierra y los árboles. No se escuchaba ningún sonido humano, solo el murmullo del viento entre las hojas.
Arya levantó la mano y el grupo se detuvo.
—Formen parejas —ordenó en voz baja—. Revisen los alrededores, pero no se separen demasiado.
El acero de las espadas y lanzas reflejó un breve destello de luz entre las sombras. Caminaron con cautela entre los restos de aquella ciudad olvidada, donde las piedras parecían susurrar historias que nadie recordaba.
Entraron y salieron de las ruinas con cautela. Al principio, solo hallaron restos pequeños: fragmentos de cerámica vidriada, figuras decorativas quebradas, pedazos de metal ennegrecido por el tiempo. Nada que pareciera de valor, aunque algunos marineros recogieron trozos para fundirlos más tarde, si valía la pena.
Arya se internó más, guiada por esa mezcla de prudencia y curiosidad que siempre la había acompañado. El aire se volvía más espeso a medida que avanzaban, y el silencio resultaba casi antinatural.
En el centro de lo que alguna vez debió ser una plaza, se alzaba un edificio mayor que los demás. Tenía la estructura de un templo o palacio, con columnas derrumbadas y paredes manchadas por un brillo metálico. Aún conservaba sus puertas de hierro, deformadas por el calor de algún antiguo incendio, pero las ventanas estaban abiertas y cubiertas de enredaderas.
—Por aquí —indicó Arya, señalando una de las aberturas.
Escalaron con cuidado. Dentro, el aire olía a ceniza vieja. El polvo se levantaba con cada paso, y las paredes parecían derretidas en algunos puntos, como si la piedra se hubiera fundido con metal al rojo vivo.
Revisaron habitación tras habitación, subiendo por escaleras que crujían bajo su peso. En los pisos superiores no encontraron más que cenizas y restos de muebles consumidos por el tiempo. Todo lo que alguna vez fue madera, tela, metal o carne, había desaparecido.
Cuando descendieron nuevamente, Arya notó una grieta en el suelo que conducía hacia un nivel inferior. Parecía el acceso a una catacumba o cámara subterránea. Descendieron con antorchas, el aire tornándose más caliente a medida que bajaban.
Las escaleras de piedra terminaban en una gran puerta metálica, oxidada y medio sepultada. En su superficie, a medio borrar por el tiempo y el fuego, se distinguía un grabado: un dragón verde olivo, de cuatro patas y dos alas extendidas.
Arya se quedó inmóvil.
—Por los dioses… —susurró uno de los marineros.
Ella acercó la antorcha. El símbolo no dejaba lugar a dudas.
Era un dragón valyrio.
Arya sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Aquella ciudad no era una isla cualquiera perdida al sur del mundo en algún lugar de Sothoryos.
De algún modo, habían terminado en las ruinas de Valyria.
Arya y sus dos acompañantes trabajaron sin descanso durante el resto del día. La puerta era inmensa, hecha de un metal ennegrecido y tan pesado que cada intento de moverla retumbaba por los pasillos vacíos.
Tardaron horas en despejar los escombros que la bloqueaban, y otras tantas en forzar las bisagras corroídas. El eco de sus golpes resonaba como si la ciudad misma respirara.
Cuando al fin cedió, la puerta se abrió con un sonido grave, largo, con un gemido que llevaba siglos esperando ser liberado.
Descendieron con antorchas y espadas en mano. El aire era cálido, olía a piedra y metal oxidado.
La sala en la que entraron estaba sorprendentemente intacta. En el centro, sobre un pedestal de piedra negra, descansaba una mesa enorme. Arya se acercó despacio, sintiendo cómo la llama de su antorcha temblaba con una corriente invisible.
Era una mesa de mapas.
Parecía casi idéntica a la que Aegon Targaryen mandó tallar en Rocadragón antes de la Conquista, pero esta era mucho más antigua. Si Arya no se equivocaba, representaba el Feudo Valyrio en su totalidad: montañas, ríos, costas y ciudades que hacía siglos se habían perdido bajo fuego y ceniza.
Se inclinó sobre la superficie y tocó la madera. Era oscura, con un brillo verdoso que reflejaba la luz como si respirara. Reconoció el material: madera del infierno verde, una de las más raras y valiosas del mundo, casi imposible de encontrar fuera de Essos.
—Por los Siete… —murmuró uno de los marineros—. Esto vale más que una flota entera.
Arya apenas lo escuchó. Sus ojos seguían el trazado del mapa, las montañas del sur, los ríos de lava y las antiguas rutas. Si no se equivocaba, estaban entre Oros y Tyria, dos de las ciudades más importantes del antiguo Feudo.
—Si navegamos hacia el oeste —dijo en voz baja, pensando más para sí misma que para los demás—, saldremos del Mar Humeante.
El silencio que siguió fue pesado, reverente. Era como estar parada sobre la historia misma.
No había mucho más a simple vista: la sala estaba vacía, salvo por la mesa y los restos de algunos estandartes convertidos en polvo. Sin embargo, mientras inspeccionaba los bordes tallados, Arya notó algo extraño.
En un extremo de la mesa, bajo una capa de polvo y ceniza, descubrió una hendidura tallada en espiral. Con la punta de su daga limpió el borde y vio una leve corriente de aire ascender desde abajo.
—Aquí hay algo más —dijo, señalando la abertura.
El capitán que la acompañaba se acercó con la antorcha. A un lado de la mesa, el suelo mostraba un mecanismo de piedra: un pasadizo oculto que descendía aún más profundo bajo las ruinas.
Arya sonrió apenas.
—Parece que el mapa no era lo único que querían mantener a salvo.
Bueno, después de bajar por un pasillo estrecho unos cinco metros, llegaron al tesoro. Y qué tesoro.
Había barriles llenos de monedas doradas, cofres que ni siquiera podían cerrarse de tantas gemas que contenían, y al fondo de la cámara, un enorme cofre con siete huevos de dragón que, para sorpresa de Arya, no lucían petrificados.
Junto a ellos, un cofre más pequeño guardaba cinco diarios y, para rematar, tres barriles de sangre de dragón.
Uno de los chicos, Ted, salió corriendo para llamar a los demás y pedir ayuda. Les tomó tres días vaciar la cámara. La mesa, sin embargo, fue imposible de mover: ni treinta hombres fuertes lograron siquiera desplazarla. Terminaron por dejarla allí, como un monumento al poder de la vieja Valyria.
No fueron los únicos en encontrar algo. Otros del grupo descubrieron una armería. No estaba en tan buen estado como la sala de mapas, pero lograron rescatar varias piezas. Había un centenar de arcos largos hechos con lo que parecía ser hueso de dragón y remates de acero valyrio, cincuenta arcos cortos del mismo material —lo que explicaba su supervivencia a quinientos años de destrucción y fuego—.
También hallaron treinta espadas largas y cuarenta bastardas de acero valyrio, además de dagas ceremoniales y una decena de armaduras. Todo fue llevado a la plaza principal, donde Ted, de quince onomásticos, se quedó cuidando el botín. Aunque sabían que estaban solos, nadie quería arriesgarse a que algún depredador —o algo peor— los sorprendiera.
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Sabiendo que tendrían que hacer varios viajes, Arya decidió que diez hombres se quedarían con la mitad de las provisiones, mientras los otros cincuenta —ella incluida— regresarían a la playa. Lograron volver siguiendo el mismo camino que habían marcado para no perderse, y tras una semana de marcha alcanzaron la costa, donde los esperaba el resto de la tripulación.
El primer equipo de cincuenta personas consiguió transportar veinte barriles repletos de monedas, además de los cofres con los huevos, los libros y la sangre de dragón. Les tomó dos viajes más llevar todo hasta la playa. Cuando finalmente hicieron el recuento, las cifras eran casi imposibles de creer: cada barril contenía cien mil monedas, y en total tenían sesenta barriles. Seis millones de monedas doradas.
A eso se sumaban diez cofres medianos con gemas de todo tipo y tres cofres pequeños llenos de joyas. Arya permitió que algunos de sus hombres de mayor confianza se quedaran con los arcos cortos; ella conservó dos cortos y dos largos, pensando en el día en que Cregan creciera. El resto fue cuidadosamente almacenado. No podía repartir espadas de acero valyrio ni piezas únicas; y ninguno de sus hombres lo pidió. Con cien monedas de oro podían asegurarse una buena vida, y Arya los recompensaba con trescientas, además del bono prometido al regresar al Norte. Sabía que ninguno la traicionaría.
Mientras tanto, los equipos que se habían quedado en la playa tampoco habían estado ociosos. Habían hallado lo que parecía ser un barco varado de Yi Ti, hundido hacía más de un siglo. Su interior estaba lleno de paneles de vidrio: la mitad rotos, pero el resto en excelente estado. Los añadieron al botín. Si lograban transportarlos intactos hasta el Norte, serían suficientes para construir cuatro invernaderos de diez metros de largo, cinco de alto y cuatro de ancho. Más pequeños que los actuales de Invernalia —la mitad, quizás—, pero de enorme utilidad.
El grupo de pesca también había cumplido con su parte. En el mes que llevaban allí habían llenado un barril entero de perlas de distintos tamaños y tres barriles de nácar, mientras mantenían a la tripulación bien alimentada.
Los encargados del jabón no se quedaron atrás: llevaban su propio botín, además de tarros de aceite de coco y velas, productos que ellos mismos habían elaborado durante la espera.
Todos regresaron al manantial para un último baño antes de partir. El agua era clara y fresca, y por primera vez en semanas se permitieron relajarse. Cregan rió a carcajadas cuando Arya lo llevó al agua, salpicándola sin piedad. Fue un momento breve, pero suficiente para aliviar el cansancio de casi mes y medio varados en Valyria.
Al amanecer, levantaron anclas. Las velas se hincharon con el viento y, sin contratiempos, zarparon rumbo al oeste.
Llevaban provisiones suficientes para evitar cualquier puerto durante tres lunas, y aunque los navíos iban pesados por el botín, los vientos eran favorables.Por primera vez en años, Arya sentía que realmente iban a casa. Después de diez años lejos del Norte, el solo pensarlo le hacía sonreír.
Durante las largas horas de navegación, Arya pasaba gran parte del tiempo en su camarote, leyendo los diarios hallados junto a los huevos. Aunque confiaba plenamente en su tripulación, solo tres personas —los que habían bajado con ella a la torre del mapa— sabían lo que contenían realmente aquellos cofres.
Los textos estaban escritos en valyrio antiguo, pero con paciencia logró descifrarlos. El primero hablaba de la familia a la que habían pertenecido los huevos: una casa extinguida siglos antes de la Perdición. Su ciudad, según el relato, se había reducido a un pequeño pueblo de apicultores antes de desaparecer.
El segundo diario detallaba la forja del acero valyrio. Arya leyó con el ceño fruncido: se necesitaban los huesos de un dragón adulto y la sangre de diez mil esclavos para obtener apenas diez lingotes. Un precio monstruoso. Sin embargo, en los márgenes del texto había anotaciones interesantes: mencionaban que mezclar vidriagón con acero común podía fortalecerlo y prolongar su filo. Aquello sí era algo posible de intentar.
El tercer diario resultó el más perturbador y fascinante. Describía el proceso para incubar huevos de dragón o ligarlos a un nuevo linaje, siempre que el aspirante tuviera sangre de dragón, de preferencia de la misma especie. La unión debía hacerse antes de que la sangre se diluyera por generaciones. Jon habría calificado, pensó Arya, con una mezcla de tristeza y respeto.
El cuarto y el quinto diario eran más simples: uno relataba la historia del Feudo Valyrio y el otro estaba en blanco, como esperando ser escrito. Arya cerró el último tomo y lo observó en silencio. El viento golpeaba las velas, y más allá del horizonte, el Norte la esperaba.
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Después de haber escapado de las ruinas de Valyria y vivir para contarlo, el mar se volvió un espejo tranquilo. El viento soplaba constante, y durante semanas el viaje transcurrió sin sobresaltos. Era como si el mundo les concediera un respiro, una tregua silenciosa tras haber caminado entre fantasmas.
Arya pasaba gran parte del tiempo en su camarote, el diario vacío sobre la mesa. Había decidido llenarlo con la historia de su viaje: la tormenta y cada hallazgo. También guardaría allí los relatos de los demás, habían sobrevivido a Valyria.
Cuando el vigía anunció que se acercaban a los Escalones de Piedra, Arya subió a cubierta con Cregan en brazos. La niebla era tan densa que parecía respirar, una cortina blanca que se abría apenas con el paso del barco. El mar tenía un color gris azulado, pesado, y el sonido de las olas rebotaba entre las rocas. El resto de su camino al Norte continuó con la niebla a su alrededor constantemente.
Y tras otro mes y medio de viaje el Vigia anuncio a laa tres hermanas, islas del valle. Desde allí, entre jirones de bruma, pudo ver finalmente las dos costas: al este, el Valle; al norte, su hogar.
Sintió cómo algo se deshacía dentro de ella, un peso antiguo que había llevado durante diez años. No era la misma muchacha que había partido. Había cruzado mares, sobrevivido a tempestades, y descubierto las sombras de un mundo perdido.Pero en ese instante, con el niño dormido contra su pecho y el olor del mar del Norte en el aire, Arya Stark sonrió.
Había vuelto a casa.
Notes:
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