Chapter Text
BERLÍN
1968
«Kaito:
No pretendo decir que me arrepiento de haberme ido de Japón. Tampoco pretendo decir que quiero regresar, porque formamos parte de una dictadura que se hace pasar por una familia, haberme ido fue y seguirá siendo lo mejor que pude haber hecho. A pesar de ello, el trabajo es parecido en cierta medida a lo que tú y yo nos hemos acostumbrado durante toda nuestra vida.
Lo único de lo que me arrepiento es lo que hice en este país, del trabajo que deliberadamente decidí hacer en este lugar. Durante este tiempo, trabajé para un hombre a quien le creí y que creyó en mí, hice cosas horripilantes que de acordarme, me hiela la sangre. No tengo contemplado poner en esta carta las atrocidades que he hecho, porque no quiero ensuciar mi imagen ante ti, ante tu familia, sobre todo ante Kenzo. Hace tan solo unos meses fue su cumpleaños número diez, y me habría gustado poder enviarle un regalo, aún le gustan los aviones, ¿verdad?
Antes de irme, él me dijo que le gustaría vivir en Alemania también. Dijo que quería estudiar medicina aquí. Estoy seguro que tú y Hanako no permitirían algo como eso, y no precisamente por el deseo de tenerlo cerca de ustedes.
Es un niño maravilloso y está destinado a la grandeza.
Escribo esta carta también para contarte que Miyu acaba de dar a luz. Es una niña.
Su nombre es… »
La carta salió de la oficina de correos de Berlín.
Pero jamás llegó a Yokohama. Kaito Tenma creyó que su hermano simplemente no quería saber más de él ni de su familia.
En Berlín nació una preciosa niña en cuyas venas corría la sangre de un monstruo, un traidor, un mártir.
BERLÍN 1998
30 años después.
Había solo dos sitios en Berlín que ella no odiaba. La cafetería Einstein y la cafetería danesa donde solía trabajar después de salir del orfanato. Cada centímetro de la ciudad era despreciable a los ojos de Christa. No había nada en ese lugar que le trajera algún buen recuerdo. Todo en la ciudad le recordaba su vida en el Kinderheim 204, las calles, los edificios, el ruido, incluso el olor era proveniente del recuerdo lejano más desagradable y nauseabundo. Apenas había llegado a la ciudad y ya quería irse de nuevo, pero a pesar de ello, decidió continuar con su trabajo. Por mucho que aborreciera Berlín, sus deseos de encontrar a Hartmann y cuestionarlo para por fin encontrar y dar fin a su búsqueda de identidad, eran más fuertes que su repudio por la ciudad.
Para su fortuna y su desgracia, ella conocía las calles que conducían a las viejas instalaciones del Kinderheim 204 y del Kinderheim 511, estratégicamente estaban ubicados a una cierta distancia para parecer dos orfanatos independientes, pero ella conocía suficientemente bien el camino como para saber que también había una estrategia ahí para que el traslado entre ambos centros fuese ágil y rápido.
No se sentía con el valor suficiente para ir al 204 así que optó por ir a las viejas y abandonadas instalaciones del Kinderheim 511. No le tomó demasiado tiempo pero cuando llegó ya estaba por anochecer. El lugar era tal y como ella lo recordaba, todo apestaba a viejo, a basura y a pesar de haber transcurrido años de ello, Christa aún podía percibir el olor de la sangre que ella había tenido que limpiar la mañana siguiente a la masacre, aún podía oler, la tierra y los sacos que usaron para cubrir los cuerpos de todos los que murieron, y el estómago se le revolvió al recordar los rostros ausentes de vida en los cadáveres de los niños que ayudaron a cremas. Cuando eso ocurrió, Christa solo tenía diecisiete años y esos niños tan solo tenían 10 años por lo mucho.
Un escalofrío la recorrió y las piernas le temblaron cuando el recuerdo de esa noche la golpeó de los pies a la cabeza, ella había sido la primera. Ella fue la primera en sobrevivir y la primera Rosa.
Armándose de valor, entró a la vieja construcción, todo estaba calcinado y apestaba pero ella se dirigió por los corredores vacíos sabiendo bien qué era lo que quería encontrar: La oficina del director.
Pronto llegó a un pasillo con puertas de cada lado así que ella supuso que alguna de esas tendría que ser la del director. Así que se dispuso a abrir cada puerta topándose con camas mohosas y paredes cubiertas de humedad, todas eran habitaciones de dos camas y el corazón se le apretó al imaginar la cantidad de niños que habían dormido en esas habitaciones.
Fue en uno de esos momentos que ella observó por más tiempo que notó algo más al fondo de la habitación, algo grabado con la punta de algo filoso sobre el concreto de la pared. E intrigada, Christa entró a la habitación y al agacharse leyó un nombre. “Franz” y junto a este otro nombre “Theodore” y luego un año “1966”. Ella no comprendió pero al entrar a otras habitaciones había más nombres: “Arthur.” “Karl” “Otto” “Ben” “Gerhard”… y más años “1965” “1967” “1968”
Los recuerdos de las palabras de Grimmer en Praga hacía unos meses hicieron click.
Con el corazón acelerado, Christa se levantó de un salto y corrió abriendo todas las puertas buscando un nombre y un año.
Una. Dos. Tres. Cuatro… Once…
La habitación con el número 11 en la puerta era al parecer la última. Sin tomarse más tiempo la abrió de un portazo y se precipitó a la pared encontrando el nombre que buscaba y el año.
“Adolf” “1968”
Pero la decepción se apoderó de su pecho cuando no encontró el nombre que en realidad buscaba.
Debía haber otro nombre grabado en esa pared y sin embargo solo estaba un “Adolf”. ¿Porqué?
Ella se devanó la cabeza tratando de entender porqué no había otro nombre ahí. Porque el verdadero nombre de Grimmer tendría que estar ahí. Y sin embargo no había nada. Al girar por la habitación, ella se percató de otra cosa. A diferencia de todas las demás habitaciones, solo había una cama. La cabeza le dolía.
Decepcionada, salió de la habitación y siguió con el camino que inicialmente tenía planeado.
Rápidamente encontró la oficina del director, era el mismo tipo de puerta que la que tenía Wagner, igual de pesada y metálica. Cuando entró a la oficina un dejavú le dejó un sabor amargo de boca, era exactamente igual que la de Wagner. El mismo escritorio, la misma silla, las mismas ventanas, los mismos estantes y la misma mesa de exploración. Todo era una copia exacta, era tan igual que Christa tuvo deseos de salir corriendo. Pero dio un paso al frente hacia el escritorio.
Lo que ella buscaba quizá estaba ahí. Quizá podía encontrar algo que le sirviera, algo que pudiera dar un indicio de que ahí se encontraba la información que llevaba años buscando. Entonces sacudió cajones, vacío cajas, buscó documentos que fueran de utilidad, algo que sirviera, pero todo lo que pudo encontrar fueron resultados de encefalogramas, ecocardiogramas, actas de nacimiento de varones nacidos entre 1960 y 1970, pero no de niñas. Nada de ahí le servía. Se levantó de la silla y se dirigió de nuevo al estante y sacó más y más cajas que contenían información que ella no necesitaba. Maldita sea. Necesitaba una taza de café o quizá un trago de whisky.
Frustrada, Christa le asestó una patada al estante abollando y moviéndolo unos centímetros.
Al patear el estante, se revelaron las bisagras de una puerta oculta tras el mueble.
Tras un momento, ella se acercó y empujó el estante lo suficiente como para poder observar la puerta con el número 12 en la parte superior. El mundo se silenció cuando Christa estiró la mano hacia el picaporte girándolo y abriendo la puerta con un suave empujón.
El interior de la habitación parecía la boca de un lobo. No había ventanas y todo apestaba a moho. Deslizó la mano por la pared en busca del apagador y cuando dio con ello se reveló una habitación completamente distinta a todas las demás.
Había una cama, una silla, un espejo. Todo eso era igual en las demás pero la diferencia radicaba en un único objeto cuyo propósito ella no entendió. Al fondo de la habitación, en el suelo, había un televisor.
Cuando ella buscó el nombre en la pared, no lo encontró.
Entonces ella lo supo. Y el corazón se le apretó.
Había escuchado que Hartmann frecuentaba los bares cerca del Río Spree, también había escuchado que se estaba volviendo loco. Algunos decían que había comenzado a enloquecer porque un hombre se había llevado a su hijo, otros más decían que ya estaba loco, y otros decían que sí es que había enloquecido era por todo lo que hizo trabajando para el Ministerio de Interior, para el Kinderheim 511. Christa creía más probable esa última opción, por eso se fue a meter al barrio con más locales nocturnos de la ciudad. El hotel que ella había escogido estaba tan solo a unas cuantas cuadras, no le tomaría demasiado tiempo regresar. Y ciertamente deseaba hacerlo.
No estaba tolerando el hedor a alcohol a tabaco y sexo. Era demasiado para sus sentidos. Pero aún así, permaneció cerca de la barra, con un vaso de whisky en una mano y su bolso en la otra mano. No tenía idea de cómo lucía Hartmann pero ella había escuchado que él solía frecuentar esos bares por la cantidad de hermosas mujeres que merodeaban en los alrededores. Ellas eran el foco que atraía a los hombres, cual faro que atrae a los barcos. Y quizá debió disfrazarse como su hermana lo había hecho en Dusseldorf, quizá debió haberse disfrazado de hombre para que no ocurriera lo que ocurrió después.
—Que muñeca tan especial tenemos aquí.- El aliento del hombre que le rodeaba los hombros con el brazo, apestaba a vodka y tabaco, pero aún así, Christa se mantuvo sin mover un músculo. —A ti no te había visto por aquí, ¿eres nueva? El país puede ser muy atemorizante si apenas llegas. ¿De dónde vienes? ¿De Corea?
Christa solo lo miró de reojo antes de darle un sorbo al vaso de whisky.
—Una muñeca difícil, ¿eh? Vamos, ¿cuánto cobras?
La insinuación sacó de quicio a Christa y girándose lo encaró.
—¡No soy una prostituta! Soy policía y mejor será para ti si me respetas.- Ella exclamó y llevó su mano a su bolsillo donde siempre llevaba la placa falsa de policía. Su corazón se hizo pequeño en su pecho cuando no sintió su cartera. Maldijo y palpó de nuevo. —Tengo una placa…
—Desde luego que sí, ¿Qué tal si vamos a algún lado y te ayudo a encontrar tu placa?- insistió el hombre con sarcasmo mientras tiraba de su brazo con la suficiente fuerza como para hacerla caminar. Christa se detuvo con un movimiento brusco y empujó al hombre.
—¡No soy una prostituta! ¡Me pones la mano encima de nuevo y lamentarás haber nacido!
Dos hombres más se acercaron y la observaron con ojos lujuriosos, ella quería desaparecer, y apretando los puños le dio un derechazo al hombre que la había acosado inicialmente. Pero ella no era tan fuerte como su hermana, Kathryn ya los habría noqueado a los tres sin problemas, ella había intentado dar un segundo golpe cuando el compañero la sujetó de la muñeca empujándola contra la barra. Malditos sean los momentos donde se había rehusado a entrenar.
—No te hagas la difícil, vamos.- El sujeto le ronroneó en el oído haciéndola sentir un escalofrío de pies a cabeza.
No se le ocurría una forma de librarse, quizá debía patearlos en los testículos, quizá debía pisarlos o gritar o morderlos. Quién sabe. Al final del día tampoco hizo falta.
—¡Te busqué por horas! ¿Qué haces aquí? Mira dejaste tu placa.-
El corazón se le hizo pequeño a Christa y cuando giró sintió que el alma se le devolvía al cuerpo y experimentó un alivio que casi la hace suspirar.
—H-Herr Grimmer.- Ella jadeó. Y sólo entonces, sintió como el hombre que la había acosado, la soltaba y retrocedía un par de pasos.
Grimmer extendió la placa hacia ella y sin saber muy bien cómo es que la había perdido en primer lugar, Christa extendió la mano y la tomó.
De entre tantas cosas que hubiera esperado encontrar en Berlín, Grimmer era a quien menos esperaba hallar, pero cuando él llegó detrás, extendiendo su placa y sonriéndole cálidamente y prácticamente rescatándola de tres imbeciles pervertidos, Christa sintió cómo por primera vez desde que llegó a Berlín, que la ciudad no parecía desagradable. Encontrar a Grimmer —o que él la encontrara a ella.— era una brisa fresca en un sofocante día de verano. Recordó la habitación, el televisor, ella solo podía imaginarlo.
Cuando ella se dio la media vuelta, los tres hombres ya habían desaparecido. Quizá había sido el miedo por la placa de policía, aún si era falsa, todos le temen a la policía. O quizá había sido la llegada de un hombre de dos metros de estatura, demasiado intimidante. Tal vez, habían sido las dos cosas. A Christa no le importó, ella se sentía más tranquila ahora.
—¿Estás bien? Son menos valientes cuando ven una placa de policía.
Ella se giró de nuevo para verlo. Le sonreía y ella no pudo evitar hacer lo mismo.
—Yo… huh… Gracias.- Christa murmuró.
—Ni que lo menciones. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Estoy buscando a un hombre llamado Hartmann… era director del Kinderheim 511 antes de la masacre… ¿Tú qué haces aquí?
Un par de segundos después él responde sin borrar la sonrisa.
—Que curioso, también lo estoy buscando.- él le dijo mirando alrededor quizá buscando al hombre en cuestión. —Pero me temo que hoy no vino por aquí… en fin. Es tarde, vamos.
Christa parpadeó unos segundos sin poder moverse cuando Grimmer tomó su mano gentilmente jalándole suavemente. —¿A dónde?
Él la miró y le sonrió otra vez.
—No sé, hay mejores lugares que este. ¿O prefieres quedarte? De seguro habrá alguna buena cafetería abierta a esta hora.
Ella se relajó por instinto y se dejó llevar. Sus músculos se dejaron de tensar, sus mejillas se enrojecieron y apretando su agarre en su mano, ella aceptó, dejando que él le tomara la mano y la condujera entre tanta gente ebria hasta la salida del bar. Antes de salir, observó a los tres sujetos de hacía unos minutos y sin poder resistirse, usó su mano libre para levantar el dedo medio hacia ellos.
Efectivamente había cafeterías abiertas, el ambiente era mil veces más agradable que el de los bares. La música suave del televisor en la esquina, la luz cálida de las lámparas que colgaban del techo, el aroma a café, el pan recalentado y el sonido de las máquinas de café eran como una melodía relajante. Recordó su tiempo trabajando en aquella cafetería al otro lado de la ciudad y se preguntó si acaso podría alguna vez regresar a ello.
Sin mucha ceremonia, ella se dejó caer en el asiento de una mesa junto a la ventana y junto a ella arrojó su bolso. Grimmer se sentó frente a ella y un par de instantes después una mesera se acercó. Pero antes que ella pudiera pedir su cafetera como siempre, él se adelantó.
—Una cafetera con café americano solo para ella y una taza de té de limón para mi, por favor.- Él pidió con amabilidad. Después la miró. —¿Tienes hambre?
Christa no pensó antes de asentir suavemente. Pero su estómago exigía comida de una forma feroz.
—…Y dos emparedados de pavo.-
—¡Desde luego!- la chica sonrió antes de desaparecer con la orden escrita en el papel.
Christa sintió sus mejillas arder sin ninguna razón en específico. Y otra parte de su ser seguía recordando la habitación en el orfanato. La cama mohosa, las paredes con pintura descascarada, el foco de luz amarillenta, la silla de madera podrida por la humedad, el televisor en el suelo. Un ambiente hostil, nada apto para un niño, una habitación desagradable y podrida. Un lugar que podía dejar las más horripilantes pesadillas y recuerdos. Y sin embargo… frente a ella estaba el hombre más gentil y dulce que ella había conocido en toda su vida. Las rodillas le temblaban por todas las buenas razones.
—¿Porqué estás buscando a Hartmann?- Christa preguntó después de que su cerebro logró ponerse en marcha de nuevo.
—Estoy buscando a un hombre… a Bonaparta y Hartmann tenía cierta información al respecto.- Él respondió sin mayores rodeos. —Pero me temo que mi viaje fue en vano. Hartmann al parecer está perdiendo la cordura poco a poco.
—Escuché que perdió a su hijo hace dos años… alguien se lo llevó. Pero también escuché que Hartmann golpeaba al niño. Al parecer quería repetir los experimentos del Kinderheim 511 y para ello seguía cuidando niños de manera clandestina, pero cierto sector de derecho infantiles de Berlín estaba al tanto y no hicieron nada.
Tras unos momentos, el café llegó junto con el emparedado y ella lo devoró en solo unas cuantas mordidas. El alma se devolvía a su cuerpo y ella sentía como el ánimo regresaba y la hacía sentirse más viva. No sabía si el emparedado era realmente bueno o si sólo era la voraz hambre. Fue ahí donde se dio cuenta que no había comido en más de doce horas.
Después de comer, ella insistió en pagar, pero él declinó y pagó.
Cuando salieron del café eran casi las once de la noche, hacía frío, la nieve comenzaba a caer y solo estaba la luz de los faroles y el sonido de los autos a la distancia en la avenida principal, pero a pesar de ello, el ambiente no era desagradable, sino todo lo contrario. Christa creía que odiaría la ciudad aún más, creía que detestaría haber regresado a Berlín en primer lugar. Pero se había equivocado, estaba a gusto, contenta se podría decir y no era una exageración. Christa sabía que era por él .
—¿Tu hotel está cerca de aquí?- Él le preguntó. —Te llevo… solo debemos encontrar taxi.
Christa se arrepintió de no haber traído el auto.
—No te preocupes… yo.. huh… me imagino que también debes ir a tu hotel.
—¡Oh no! No he encontrado ninguno, pero descuida, buscaré uno.- Grimmer le respondió con otra sonrisa que ella sabía, era falsa. Era la misma situación que ella conocía al derecho y al revés.
—En ese caso, seguro que hay habitaciones disponibles en el hotel donde me estoy hospedando… Si quieres podemos ir…No es demasiado caro… Solo si te parece.- Christa maldecía tanto estar así de nerviosa.
La sonrisa de Grimmer pareció menguar ligeramente pero después recuperó el semblante, como si hubiera meditado las palabras. Christa se maldijo a sí misma creyendo que quizá había sonado demasiado… ay mierda. Esa no era su intención. Y buscando una forma de arreglar su sugerencia él interrumpió el tren de pensamientos intrusivos en su cabeza.
—De acuerdo.
Cuando llegaron al hotel, eran casi las once de la noche, y fue ahí cuando ella se percató de lo cansada que en realidad estaba. Pero a pesar del cansancio y sus deseos de llegar a su habitación y aventarse en la cama, ella aún permaneció charlando con él unos minutos más. Después él pidió su habitación. No lo había planeado ni él ni ella, pero la habitación que él obtuvo fue la que se encontraba frente a la de ella. Así que después de desearse buenas noches, él le sonrió y ella le sonrió también. Y con el corazón desbocado, Christa cerró la puerta recargándose en esta antes de soltar una exhalación lenta que más que nada, parecía un suspiro.
De hecho lo era.
A la mañana siguiente al bajar al restaurante, no le fue nada difícil encontrarlo entre la gente. Y sobretodo, porque él levantó la mano invitándole a sentarse con él. Christa no dudó en sentarse frente a él.
—Hola.- Ella se dejó caer en el asiento. Después estiró la mano hacia uno de los meseros que patrullaban las mesas para pedir su tan acostumbrada cafetera.
—Ya la he pedido.- Grimmer le dijo con su usual sonrisa. —Sin azúcar y bien caliente.
Christa se sonrojó por enésima vez, se refugió en la punta de las dos trenzas que había hecho en su largo cabello negro.
Durante el desayuno, ella tenía una pregunta que ciertamente la tenía un poco intrigada.
—¿Cómo fue que encontraste mi placa de policía falsa?- Ella le preguntó tomando un bocado de los huevos escalfados.
—La encontré tirada afuera del bar.- Él le dijo y como ella parecía una explicación más detallada, la proporcionó. —Fui al bar porque Hartmann lo frecuenta y al no encontrarlo decidí salir y por azar miré al suelo encontrando tu placa. Te busqué a la salida, pero entonces te escuché lidiando con aquellos hombres. Y lo demás es historia.
—Gracias.- Christa le dijo recordando la situación de la noche anterior.
—No fue ninguna molestia.- Él le dijo.
Y ella creía que la situación se tornaría un poco vergonzosa o incómoda, pero él, como siempre, con uno o dos comentarios sobre aquellos hombres, la hizo reír con fuerza. Desayunaron con tranquilidad y mientras ella se terminaba su tercera taza de café, él sacó un periódico local y le mostró una columna pequeña que no parecía tener tanta relevancia como el resto de las notas, pero al leer el título, se dio cuenta que era la más importante de todas.
“Director de un orfanato clandestino es hallado muerto en su casa”
— Hartmann se suicidó ayer en la mañana.- Grimmer le dijo, evitando que ella leyera toda la nota. —Se colgó en su casa. ¿Crees que puedas ayudarnos a entrar a la escena?
Christa releyó el título un par de veces más antes de asentir con la cabeza. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sintió la placa. Claro que podía.
No le fue difícil hacerlos pasar como investigadores privados. Ya no había policías, tan solo un guardia en su patrulla que cuando los vio y preguntó por la placa, no les impidió la entrada.
Todo estaba acordonado pero la puerta estaba abierta.
Pronto el aire parecía pesado para los dos. Algo que no podía percibir una persona que no había sido hijo del Kinderheim. Pero ellos, como hijos y productos engendrados por los horrores y maléficos actos del Kinderheim 511 y 204, experimentaron el miedo y la violencia que había ocurrido en ese pequeño departamento. Niños habían sido amedrentados, maltratados y destruidos moralmente por un hombre que probablemente ya se encontraba ardiendo en las llamas del infierno.
—Merecía cadena perpetua- Christa dijo mirando la viga en el techo con el señalamiento de dónde Hartmann se había colgado. —Aunque no podía esperar más de un cobarde.
La pared estaba repleta de fotografías de niños, los cajones llenos de fotografías.
Y papeles. Más y más papeles.
—Son los registros del avance de los experimentos.- Grimmer sostuvo las hojas y les dio la vuelta para leerlas. Christa lo observó leer en silencio.
Después de unos instantes, dejó los papeles con el texto hacia abajo.
—Lo que sea que hayan intentado, no lo lograron. Y lo hicieron muchas veces.
Él no respondió, solo bajo la mirada y recargó los brazos en el escritorio de Hartmann, por fuera, el sol había coloreado el cielo de naranja y rosa, quizá eran las 6 de la tarde, y aún después de muchos años, seguía sin conseguir la respuesta que quería. Porqué.
Se esforzó en sonreír para ella. Pero ella ladeó la cabeza e hizo lo mismo que Tenma en Praga. Estiró la mano y la puso en su hombro, para después, con un poco de valor, recargar su barbilla en su brazo. Lo sintió tensar sus músculos, pero ella no se movió. Esto es lo que Kathryn hace con Tenma, ¿no? Esto ayuda, ¿verdad?
—Lo lamento.- Ella dijo.
—También yo.- Él respondió.
Porque ambos habían atravesado un infierno. Y ambos habían sobrevivido. Y sabían que ninguno de los dos merecía lo que había pasado.
Christa estiró la otra mano y la colocó sobre su brazo y con más confianza de no ser apartada, recostó su mejilla por completo sobre el brazo de Grimmer.
—¿Qué es lo que quería hacer Hartmann?- Christa preguntó después de unos momentos.
—Probablemente Hartmann quería crear otro monstruo. Otro Johan. Pero no lo consiguió.- Grimmer se giró para mirarla rápidamente cuando la escuchó jadear y al hacerlo, notó que ella miraba por detrás de él con una expresión de sorpresa y susto. Siguió su mirada para encontrarse con un hombre de edad avanzada, quizá unos ochenta años, que se encontraba en el marco de la puerta.
Pálido como un fantasma y mirada atemorizante como la de una lechuza.
El hombre los miró a los dos y sin decir una palabra se retiró de la puerta.
No les tomó tres segundos antes de ir tras el hombre.
Salir del edificio fue rápido, el cielo ya no era anaranjado, ahora era violeta, y las estrellas ya iluminaban el cielo y la luna llena ya se alzaba con gracia sobre sus cabezas.
El hombre en cuestión, encorvado y cubierto de negro, camino a través de las calles desoladas, nevadas y frías del barrio. Ambos conocían esta calle, como la principal que conducía al Kinderheim 511, un escalofrío los recorrió pero siguieron avanzando a paso firme detrás del hombre. Christa ya había clavado sus ojos en aquel sujeto como un felino que ya está listo para saltar.
—¿Quién es?- Grimmer le preguntó.
La verdad era que no lo recordaba, pero solo que su rostro y mirada estaban clavadas en su memoria como las de Wagner. —No lo sé, pero lo recuerdo.- Ella susurró.
El hombre continuó caminando por unos cinco minutos más hasta detenerse en la puerta mohosa y vieja de una casa consumida por los años y la humedad. Entró sin decir nada y dejó la puerta abierta. Con recelo entraron.
Rápidamente el aroma a putrefacción les llenó las fosas nasales, Grimmer solo arrugó la nariz un momento pero Christa se cubrió la nariz y boca aguantando una arcada.
El hombre caminó a través de la sala hasta llegar al trinchador de donde extrajo la fotografía de un hombre. La extendió hacia ellos y cuando Grimmer la sostuvo y la miró, contuvo la respiración.
—Franz Bonaparta. Es el hombre que buscan, ¿cierto?
Christa levantó la mirada de la fotografía para ver al anciano.
—¿Cómo lo sabes?
—Reconozco a dos creaciones del Kinderheim.- el hombre ladeó la cabeza y sonrió con maquiavelismo. —Y vaya que hicieron un gran trabajo con ustedes. Tanta fuerza y vitalidad en ustedes dos. Una mezcla magnífica de fuerza, salud e inteligencia. De aún estar trabajando con nosotros y de usted tener un útero funcional, Herr Bonaparta los habría usado a ustedes dos como miembros del experimento .
—Está vivo…- Grimmer murmuró y después dio un paso al frente. —¿Bonaparta sigue vivo?
—Aún si usted es de una raza inferior-El hombre se dirigió a Christa. —Usted le habría dado a Alemania, hijos fuertes, inteligentes y sin duda bellísimos. ¿No es así? Fraulein Tenma
Su autocontrol se terminó en ese mismo instante, y sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre el hombre y lo apretó por el cuello, con los pulgares apretando directamente la tráquea y sus manos apretando tanto que sus nudillos dolieron. Después, sin mucho esfuerzo, lo derribó estrellando su cráneo contra el suelo.
—¿¡Quién era mi padre!?- Ella exigió. —¡Dímelo antes de que te mate!
La cara del hombre ya estaba morada por la hipoxia, solo entonces lo soltó para que pudiera hablar.
—Tu padre…- El hombre se recuperó tosiendo violentamente, para después arrastrarse por el suelo. —Tu padre era Herr Daisuke Tenma. Miembro oficial del proyecto Kinderheim 511, mano derecha de Franz Bonaparta y pionero en la manipulación neuronal en niños. Gracias a tu padre pudimos llegar muy lejos en la manipulación infantil. Y te adoraba… oh, sí que te adoraba, se arrepintió de sus investigaciones cuando vio lo que hacíamos con los niños, entonces ya no nos hacía falta y naciste tú, el proyecto Kinderheim 204 era un proyecto novedoso con futuro y sabíamos que no permitiría que tú formaras parte de ello. Entonces tu padre ya no nos servía. Y tu madre menos.
La sangre en las venas de Christa se congeló. El mundo se cayó a pedazos. El corazón se le detuvo y su mente se volvió en blanco ante la confirmación que más le daba miedo obtener.
—Y me temo que tú también, al igual que tus hermanas, ya no nos sirves.- El hombre dijo y sin muchas ceremonias sacó un arma de su costado y lo apuntó directamente a la frente de Christa. —Salúdame a tu padre.
Un disparo resonó por la casa. Y sangre y sesos esparcidos por el suelo.
Esperando una muerte que nunca llegó, Christa abrió los ojos para encontrarse con el hombre que hasta ese momento recordó que se llamaba Humbert Milch, con un disparo que le atravesaba el cráneo entre las cejas, su sangre y sesos salpicados por todo el suelo. Con la respiración desbocada y el corazón al mil miró hacia arriba para encontrarse con el cuerpo de Grimmer cubriéndola y con su mano con el arma apuntando hacia Humbert. Del cañón aún salía humo.
Había sido demasiado rápido, inhumanamente rápido.
Ella levantó la mirada y su rostro tenía salpicaduras de la sangre de Humbert.
—¿Estás bien?- Él le preguntó.
—…No- Ella respondió en medio de jadeos.
Christa se derrumbó y comenzó a llorar. Grimmer la levantó suavemente y la llevó a la salida.
—Mi papá… él… Mi papá me amaba…
Christa lloraba. No tanto por la tristeza. Si no porque después de toda una vida, ella por fin podía decir que tuvo una familia. Que tuvo un padre, una madre y ambos la amaban. Que no la abandonaron. Y que todo lo que tuvo o pudo tener, se le fue arrebatado por alguien más y no fue una decisión de ellos. Lo que perdió fue obra de alguien más. No una obra de sus padres. Lloró más fuerte. Grimmer la sostuvo más fuerte.
Se sentaron en el porche un momento. A tan solo ocho metros estaba el cadáver de Humbert Milch, con los sesos de fuera. Nadie había llamado a la policía. Y no se escuchaba ninguna patrulla. La nieve parecía una cortina que los cubría y los escondía de lo que acababan de hacer.
—Entonces… el Doctor Tenma es mi primo-hermano...- Christa soltó. Las palabras parecían demasiado bizarras en su lengua.
—Sí.
—Soy una Tenma…
Grimmer asintió suavemente y recordó la conversación que había tenido con Kathryn en Praga. No estaba equivocado del todo.
—Limpiemos el arma. Y hagámoslo ver como un suicidio.- Christa sugirió después.
Grimmer asintió y entró en la casa obedeciéndola. Limpió el arma y apretó los dedos de Milch en el mango. Parecía un suicidio, solo un detective muy bueno podría determinar que no lo había sido. Pero ya no le importaba. De por si lo perseguían por los crímenes en Praga, no le interesaba que lo persiguieran por esto. Lo habría hecho mil veces.
Miró el trinchador y abrió el cajón.
Christa lo esperó afuera con un cigarrillo entre los labios. Cuando Grimmer salió iba a apagarlo, pero para su sorpresa, él le pidió uno.
—Pensé que no fumabas.- Ella le dijo, dejando salir el humo, después soltó una risa suave. —En Praga me dijiste que debía dejarlo.
—Sí, lo hice…De vez en cuando no está mal.- Grimmer le contestó dando una calada al cigarrillo.
—Deberíamos irnos. Se hace tarde.- Christa suspiró cuando la llama del cigarro apenas era una lucecita naranja en medio de la noche y cuando el clima se tornó aún más gélido. Metió las manos en los bolsillos de su gabardina y se puso de pie.
Y eso hicieron. Caminaron de regreso al lugar donde habían dejado el auto.
La calle que conducía al Kinderheim 511 estaba desolada.
Christa caminó al lado contrario pero lo hizo sola.
Cuando se percató de la ausencia de Grimmer, se giró y corrió tras él.
—¿A dónde vas?- Ella exclamó. —¡Grimmer!
Pero él no la escuchó, caminó a paso firme hacia el orfanato que lo había criado por toda su infancia y adolescencia.
—¡No! ¡No vayas de nuevo! ¡Volvamos al hotel! ¡Por favor!
Pero él siguió sin mirarla, ni decirle nada.
Entonces ella lo supo.
Era el otro.
—Stainer.
El nombre del otro sonó con un eco en la calle desolada.
Se detuvo sin voltear.
Por segunda vez, Christa se siente intimidada por él. La primera vez había sido cuando lo conoció en Praga hacía tan solo cuatro meses, cuando se paró frente a ella y tuvo que levantar la cabeza para poder mirarlo a la cara, el miedo inicial que había provocado su estatura, había sido contrarrestado con la calidez que le había dado la sonrisa que le dio. Ahora, detrás de él, los casi cuarenta centímetros de diferencia de estatura que los separaban parecían ser más. Pero a pesar de ello, ella dio un paso al frente y colocó una mano en el hombro de Stainer.
Solo un momento se detuvo antes de continuar caminando.
A Christa no le dio más remedio que seguirlo.
Camino detrás de él y con cada pisada sus huellas dejaban un camino que ella misma se encontró pisando también. Ahí se dio cuenta de nuevo la diferencia de tamaño que existía entre los dos.
Oh.
Stainer se detuvo en las puertas chamuscadas del Kinderheim 511.
—No lo lleves ahí… es demasiado doloroso.- Christa suplicó.
Pero Stainer ya había entrado.
Christa una vez más, lo siguió.
—¿Porqué estás aquí?- Ella le preguntó. —Solo apareces cuando él está en peligro. Te aseguro que no lo está en este momento.
Stainer aparecía cuando Grimmer estaba en peligro. Una fuerza inhumana y descomunal aparecía en él y se transformaba. En algo que muchos llamarían un monstruo o una bestia. ¿Era eso lo que querían en el Kinderheim 511? ¿Qué habían hecho con él? ¿Porqué él? Tales preguntas permanecerán sin responderse, o eso quería cambiar Christa.
Sorprendida, Christa observó como Stainer caminaba directamente a la oficina del director, como si conociera el camino y supiera que ahí…
—Te lo ruego… Stainer. Si de verdad te preocupas por él, no le hagas esto.
Sin embargo, fue en vano.
Al llegar a la puerta con el número 12 encima, se derrumbó.
Cayó de rodillas y se sujetó la cabeza como si le doliera. Quejidos y gruñidos de dolor apretaron algo en el pecho de Christa. Parecía agonizar de dolor, un dolor indescriptible. Sin esperar, ella corrió y se arrodilló frente a él y trató de sujetarlo de los brazos.
Pero él seguía sujetándose la cabeza con tal fuerza que parecía de acero.
—¡Stainer! ¡Basta!- Ella exclamó con miedo cuando los quejidos de dolor se comenzaron a transformar en gritos. —¡Lo estás lastimando! ¡Déjalo!… ¡Deja que vuelva! ¡Tráelo de regreso! ¡Devuélvemelo!
Pudo retirar los brazos de su rostro y cuando lo hizo, solo Dios sabrá qué la poseyó, pero con desesperación, se acercó con brusquedad y plantó un beso fuerte e intenso en su boca.
Lo besó.
Solo porque…
Sabrá Dios porqué.
Christa se apartó rápidamente abriendo los ojos cuando lo sintió relajarse. Rápidamente se llevó la mano a la boca, incapaz de creer lo que acababa de hacer. Con la cara roja, la respiración pesada y el corazón repiqueteando su esternón en un constante y violento martillar, se alejó, incrédula de sus propias acciones, mierda-mierda-mierda-mierda-mierda, se repitió en su cabeza.
Grimmer parpadeó y después se masajeó las sienes tal como si estuviera atravesando una fuerte migraña. —Lamento asustarte.- Él le dijo antes de sonreírle como si nada hubiera pasado, como si no hubiera colapsado en el suelo, como si Stainer no hubiera estado ahí, como si ella no lo acabara de besar.
Christa permaneció petrificada sin poder moverse ni hablar. ¿Qué iba a decir? ¿Porqué? ¿No…? ¿Él no…?
—Stainer, no te hizo daño, ¿verdad? A veces es demasiado violento.
—…N-No… yo… él… No, no. No me hizo daño.- Ella se las arregló para decir con la cara roja.
—Bien.
Habían pasado demasiadas cosas.
Tantas como para poderlo procesar de forma coherente y ordenada. Todo parecía un bizarro rompecabezas de situaciones extrañas que no tenía pies ni cabeza, pero cuando sintió sus manos en las de él, que la intentaba poner de pie, ella dejó de darle importancia. O quizá optó por dejar de darle importancia. Era demasiado vergonzoso. Jamás. Jamás había besado a alguien por el mero deseo de hacerlo, esta era la primera vez. Y lo hizo porque vio la oportunidad y la tomó. Porque… ella llevaba queriendo hacerlo desde hacía un buen tiempo.
—Vamos al hotel.- Grimmer le pasó la mano por encima de la frente. —Estás ardiendo, ¿te sientes bien?
Christa solo movió la cabeza de arriba a abajo, incapaz de articular alguna frase.
De regreso en el hotel, ella ya había recuperado el color en su rostro y también sentía que las cosas estaban bien, él no se comportaba como si ella fuese una lunática aprovechada, seguía afable y amigable como siempre. Incluso como si Stainer no hubiera aparecido. Sobraba decir que ni ella ni él mencionaron a su alter ego cuando regresaron al hotel.
La aparición repentina y sin sentido de Stainer parecía que había terminado por ser un tema que él no quería mencionar, y no sería ella quien lo sacara a colación para dialogar. Cenaron juntos esa noche, sushi del restaurante que ella conocía de sus días viviendo en Berlín, el platillo japonés después de las cosas que había sabido ese día lo hacía parecía ser un chiste, ambos rieron, y si bien ella estaba demasiado avergonzada por sus atrevidas y poco apropiadas acciones de hacía unas horas, él la hizo sentir mejor con una petición que calentó algo en el pecho.
—Juguemos ajedrez. Tú podrás ser las blancas.- Él le dijo sumergiendo un poco el rollo de sushi en el vasito de salsa de soja.
Ella se hundió mientras se sentaba en la cama con el cabello largo y húmedo cayendo por su rostro.
Sonrió suavemente y se deslizó por la orilla de la cama y sacó de su maleta el ajedrez que habían jugado durante días en Praga.
Jugaron ajedrez tres veces, dos veces ella ganó y la última ella lo dejó ganar. La primera con un Mate del pastor, la segunda con una Defensa Siciliana y la tercera él ganó con un rápido Mate del loco.
—Algún día te ganaré de verdad.- Él sonrió.
—Ya lo hiciste.
Después de un rato y con el televisor en un programa de televisión que ninguno de los dos conocía, él se puso de pie a medio juego, justo cuando el alfil blanco iba a derribar a la torre negra. Christa levantó la mirada confundida y lo miró arrodillarse en su maleta y extraer una hoja de papel doblada en cuatro.
Grimmer regresó frente a ella y extendió el papel.
Él sonreía con tristeza. Christa por ninguna razón comenzó a sentir taquicardia.
—Es tu acta de nacimiento. Mereces tenerla, lamento no habértela dado cuando la encontré.
La taquicardia se acentuó, y las manos le comenzaron a sudar. La tierra se sacudió como un barco en medio de la tormenta, olas que azotaron el fuerte acero con el que están hechos los navíos. Su respiración se tornó tan pesada que creyó que iba a colapsar.
No podía ni siquiera extender la mano para tomar la hoja. Los frutos de una labor que le tomó años y por fin llegaba el tiempo de la cosecha, ella sería la primera Rosa en recuperar lo que el Kinderheim 204 les arrebató durante la infancia, al menos una cosa. La respuesta a todas las interrogantes y las preguntas que se hacía cada mañana estaban ahí. Frente a ella.
Tomando el papel lo apretó, negándose a verlo.
—¿Ya la leíste?- Ella preguntó con suavidad.
—Sí, lo lamento, no pude evitarlo.
Él ya sabía su nombre. Y el pensamiento la hizo feliz.
—¿Cuál es?- preguntó con el corazón en la garganta. —Dime… ¿Cómo me llamo?- Christa levantó la mirada de la hoja para verlos a los ojos. Los ojos azules de Grimmer parecían contener un sentimiento de duda y también de reticencia. Pero ella lo miró con más intensidad.
Naoko .
— Tu nombre es Naoko Tenma.
En ese cuarto de hotel en Berlín, a las 22 horas de una fría noche de enero de 1998 y con la nieve comenzando a caer, cubriendo las calles de blanco, y después de más de veinte años, a la edad de 30 años Christa Ludwig recuperó su verdadero nombre.
Repitió el nombre tantas veces como necesarias para que su lengua lo recordara.
—Repítelo.
—Naoko.
—Dilo otra vez.
—Naoko.
Lloró de nuevo, él la sostuvo con ambos brazos. Ella empapó su camiseta con lágrimas. Lloró con la tristeza evolucionando a la felicidad, y de la felicidad al miedo, y del miedo a la calma. Para cuando su corazón ya podía estar en paz, su llanto se había transformado en un sollozo que se perdía con el sonido de la nieve golpeando las ventanas.
Cuando ya era tarde, él decidió regresar a su habitación para darle espacio.
Ella se recostó en la cama cubriéndose con las mantas, pero después de media hora sin poder conciliar el sueño tanto por el frío como por el insomnio, se levantó y abrió la puerta para dar tres golpecitos en la puerta de enfrente.
Él la dejó entrar y le dijo que podía dormir en su cama y que él dormiría en el suelo.
Cuando ella se recostó, la cama estaba cálida, se abrazó a la almohada y estiró la mano hacia él, tirando de la camiseta de Grimmer.
—… Recuéstate conmigo.
¿Era inapropiado? Sí. ¿Le importaba? No.
—No quiero dormir sola.- Ella insistió.
La cama era suficientemente grande como para poder compartirla sin tocarse.
Él se recostó boca arriba y ella de lado, mirándolo.
—Háblame de algo.- Ella pidió cuando vio que él tampoco podía dormir.
—¿De qué quieres que te hable?
—Sobre tu hijo.- Ella dijo, temerosa de haber tocado un nervio que no debía tocar. Pero él sonrió como siempre.
—Cuando lloraba en las noches, me levantaba, iba a su habitación y lo cargaba. ¿Y sabes qué hacía? Apretaba su manita en mi dedo.- Dijo levantando la mano y el dedo que su hijo solía apretar. —Le gustaban los dinosaurios… bueno creo que a todos los niños les gustan.
Ella sonrió enternecida.
—¿Cómo era? ¿Se parecía a ti?
—Sí. Pero su cabello era un poco ondulado.
—Me hubiera gustado mucho conocerlo.
Grimmer le sonrió antes de mirar de nuevo al techo.
Christa se deslizó un poco más cerca y recargó la frente en su hombro.
—Gracias.- Ella susurró. —Por todo. Por salvarme. Gracias por devolverme mi nombre…
—No tienes porqué agradecerme.- Él dijo pasando su mano en el cabello negro.
Y ella aprovechó esa oportunidad para deslizar su brazo por su torso y abrazarse a él con fuerza. Lo sintió tensarse solo un momento antes de relajarse y devolverle el abrazo. —¿Estás bien?
Ella levantó la cabeza solo un momento. Y sin mucha ceremonia se incorporó para poner un beso rápido en su mandíbula. Y luego otro en su mejilla.
—Perdón.- Ella suspiró. —No sé qué me pasa.
Mentía, ella sabía bien lo que le pasaba, era perfectamente capaz de reconocer el calor que crecía en su pecho subiendo por su esternón para darle mucho más color a su rostro, las mejillas le ardían y su corazón latía tan rápido que estaba segura que él lo escucharía. Christa se mordió el labio solo un poco, creyendo que había llegado demasiado lejos, pero Grimmer solo le sonrió y aún sin demasiada luz, ella pudo ver sus ojos azules brillando de forma peculiar.
Christa jadeó con sorpresa cuando él la besó rápidamente.
Confundida lo miró atónita cuando se separó.
Grimmer le sonrió con ternura.
—Sí me di cuenta.
Christa se puso roja cual tomate. Mierda. Mierda. Mierda. Maldita sea. Claro que se dio cuenta. Solo que había sido demasiado caballeroso como para decírselo en el momento.
Durante mucho tiempo, durante años. Durante casi toda su vida, Christa sintió que no pertenecía a ningún lado. Pero ahora se sentía completamente en su sitio.
Y quizá era la forma en que él deslizó su mano en su mejilla frotando su pulgar por encima de su pómulo, quizá era la tierna forma que él tenía para retirar el cabello negro de su rostro enrojecido, pero ella solo supo que todos los caminos habrían conducido a este lugar. A él
Ninguno de los dos dijo nada más, pero la distancia se cerró rápidamente, con un suspiro ella dejó que él la abrazara para besarla, ella se dejó hacer. Le pasó la mano por el cuello y profundizó un beso intenso y demandante. Él la puso debajo de su cuerpo y ella abrió las piernas.
—¿Debería llamarte de forma diferente?-Grimmer le preguntó alejándose un poco y acariciando su sien.
Ella sabía a lo que se refería.
—Necesito tiempo…quiero seguir siendo Christa por un poco más.- Ella respondió con timidez. —Quiero despedirme de ella.
Él besó su mejilla y ella tiró de su cuello para besarlo con hambre.
Por fuera, la nieve seguía cayendo. Pero ella ya no tenía tanto frío.
