Chapter Text
Pov Magdalena.
La temporada de fuego dio inicio con una certeza que le resultaba sofocante. El cielo, teñido con el azul ardiente de Leidenschaft, parecía recordarle a cada instante que se avecinaba un cambio decisivo en la historia de Yurgenschmidt. Magdalena no lograba apartar de su mente los recuerdos de la primavera: ni siquiera las aguas de Flutrane se habían librado de ser manchadas con sangre y dolor en sus últimos días. Sentía que esos recuerdos la seguirían por siempre. ¿Cómo podría olvidar algo así? El verano no sería para ella una estación pasajera, sino un tiempo interminable al que estaba obligada a enfrentarse. Y debía hacerlo sin vacilar: era la regente, y no podía permitirse flaquezas.
Durante la primera reunión informativa con los Aubs, su primera intervención casi terminó en desastre. En más de un momento percibió cómo se le escapaba el control, cómo el aire en la sala se llenaba de desconfianza y reproches. La sola idea de perder autoridad le heló la sangre. ¿Voy a fracasar tan pronto?, pensó con angustia. De no haber sido por Werdekraf, y por su nuevo estatus que lo envolvía tras su contacto con lo divino, habría quedado expuesta y humillada. Magdalena respiró con un alivio que intentó ocultar, consciente de que aquella salvación no había dependido de ella.
Las experiencias que Werdekraf y Strahl relataron sobre los dioses la estremecieron. Cada palabra le recordó lo frágiles que eran los hombres frente al designio divino. Pero nada sacudió tanto a la asamblea como la manifestación de Kunstzeal: una pintura grotesca que se desplegó frente a todos, imposible de ignorar. Magdalena contuvo un escalofrío, pues esa obra parecía hecha para desnudar las pretensiones y revelar las mentiras de quienes osaban alzarse en falsos Ordoschnelli.
No pudo reprimir cierta satisfacción íntima al ver al testarudo Aub Klassenberg desplomarse inconsciente. Ni tu arrogancia ni tus intrigas pudieron resistirlo, se dijo en silencio, aunque otra parte de ella lo lamentó. Finalmente, la pintura se desvaneció, cada trazo desapareciendo con una inquietante lentitud bajo la mirada de todos. Después de eso, anunció con voz firme los detalles de la inminente conferencia divina.
Cuando Magdalena se reunió con los profesores y el cuerpo docente de la academia para informar de la convocatoria, recibió varios informes inesperados. Uno de ellos la perturbó especialmente: según relató la profesora Solange, la biblioteca había sufrido graves daños. Varias estanterías, herramientas mágicas y libros habían sido destruidos; pero lo más alarmante era la desaparición de Schwartz y Weiss. Solange sospechaba de Gervasio o Raublut, quienes, durante el ataque, irrumpieron en la biblioteca y la dejaron inconsciente en el edificio de los eruditos.
Aquella situación era sumamente problemática, y más ahora que los dioses parecían observar cada acción. Magdalena no sabía con certeza cómo proceder. ¿Qué esperan que haga yo?, se preguntaba con creciente inquietud. Para su alivio, el consejo de su hermano volvió a ser oportuno. Werdekraft, portador de la sabiduría de Mestionora, explicó que la biblioteca era mucho más importante de lo que siempre se había creído. Quienes se convertían en bibliotecarios del santuario firmaban un contrato vinculante con la diosa, volviéndose neutrales por completo y absolutamente leales a ella.
La revelación golpeó con fuerza a Trauerqual, quien había ordenado la ejecución de los bibliotecarios tras la guerra civil. Magdalena lo miró en silencio: ¿Cuánto daño ha causado tu ignorancia?, pensó con amargura.
La información, sin embargo, confirmaba la inocencia de Hortensia. Fue liberada junto con sus asistentes y pronto regresó a su labor en la biblioteca. Para alivio de todos, Aub Drewanchel envió un archinoble para ocupar el cargo de bibliotecario, además de dos eruditos para restaurar las herramientas mágicas destruidas.
La incorporación de su esposo, Trauerqual, al curso de candidatos a archiduque ocurrió más rápido de lo esperado. La nueva familia archiducal de la futura Alejandría llegó a la academia antes de lo previsto, lo cual resultaba comprensible: su apretada agenda estaba sujeta a la voluntad de la diosa.
Mientras tanto, la incertidumbre sobre los dos príncipes y sobre Eglantine afligía a su familia cada día. Aunque todos sabían que estaban en manos de los dioses, no dejaban de preguntarse dónde estarían. Los séquitos intentaron comunicarse en repetidas ocasiones. Los Ordonnanz no volaron, y las herramientas mágicas avanzadas de mensajería apenas lograron alzar el vuelo hacia el cielo… sin regresar jamás. Aquello bastaba para confirmar que seguían vivos, pero no sabían en donde estaban.
Cada vez que esos informes llegaban al palacio, Trauerqual se excusaba y se retiraba, incapaz de afrontarlos. Solo la reina Ralfrieda los recibía con prisa, esperanzada por hallar algún consuelo, sin la resignación que al resto ya no les faltaba.
Para Magdalena, la situación acarreaba otros problemas. Todo indicaba que Aub Klassenberg se había enterado de la desaparición de Eglantine, tras haber enviado varias invitaciones a fiestas de té que quedaron sin respuesta, y que el séquito de Eglantine no encontró cómo rechazar. Y ahora una interminable pila de tablas con invitaciones y peticiones de reunión se acumulaba en su escritorio, cada una más inoportuna que la anterior. ¿Acaso no entiende la gravedad del momento?
Finalmente, fue Trauerqual quien respondió en su nombre con una extensa carta. En ella le recordaba a Aub Klassenberg que todos estaban bajo el escrutinio de los dioses, y declaraba sin rodeos que tanto los príncipes como Eglantine habían sido llamados ante los dioses para ser juzgados.
Pero los dolores de cabeza no terminaban allí. Curtiss, el nuevo sumo sacerdote, informó con visible preocupación que todas las medallas de bautismo habían desaparecido, junto con la Biblia y su llave. Según explicó, todo se encontraba resguardado en una habitación oculta, a la que solo él tenía acceso.
Trauerqual perdió el color al escuchar la noticia, y Magdalena sintió un nudo en el estómago. Era evidente el peligro de que alguien ajeno se hiciera con esas medallas. Pero lo que le pareció más extraño era la desaparición de la Biblia y su llave. ¿Qué buscan con ellas? ¿Qué pretenden hacer? La sola idea la llevó a pensar en el Grutrissheit, y en que quizá Werdekraft podría darle una respuesta.
El nuevo caballero comandante, Loyalitat, ya investigaba con rigor. Magdalena, en cambio, sólo podía aferrarse al incierto consuelo de la oración. Alzaba en silencio sus ruegos a los dioses, implorando que las medallas no hubieran caído en malas manos.
Así transcurrían los días de Magdalena como regente. Jamás habría imaginado verse en una situación semejante, y sin embargo allí estaba, cargando con un peso que a veces le resultaba insoportable. Con todo lo sucedido, se descubrió pensando en el pasado con frecuencia. ¿Qué habría sido de mí, y de todo el país, si hubiese aceptado aquel otro matrimonio?
Por ahora encontraba un frágil alivio en saber que Hildebrand estaba a salvo en Dunkelfelger. Solo podía esperar —y rogar en silencio— que aquel verano no se prolongara más allá de lo necesario, pues cada día bajo su sombra se volvía cada vez más insoportable.
Pov Solange.
A pesar de su edad, Solange conservaba un ánimo optimista; incluso en los momentos difíciles, la calma parecía estar de su lado. No lograba recordar con claridad cómo había perdido el conocimiento en la noche del ataque, aunque sospechaba que Raublut tendría que haber hecho algo. Tras dos días de reposo en el edificio de los eruditos, volvió finalmente a la biblioteca. Al cruzar la entrada, sus ojos apenas soportaron lo que vieron.
Alguien había profanado el santuario de Mestionora.
El dolor de ver estanterías destrozadas, herramientas mágicas reducidas a fragmentos y libros irreparablemente dañados fue demasiado para su corazón. Pero ese no fue el golpe más cruel. Cuando no encontró por ningún lado a Schwartz y Weiss, sintió cómo la esperanza se le escapaba de las manos. Los he perdido… los he perdido de verdad, se repitió, antes de derrumbarse en un mar de lágrimas, balbuceando súplicas de perdón a Mestionora por el desastre que había permitido.
No estaba sola. Catherine, su asistente, corrió a ofrecerle su mano y apoyo, con esfuerzo, la ayudó a subir hasta el segundo piso, donde a Solange le gustaba orar a la diosa. Ambas esperaban encontrar allí la estatua de Mestionora, en el lugar que siempre había ocupado. Para su alivio, la figura permanecía erguida, intacta. Apenas la vio, cayó de rodillas y se postró. Por favor, dame tu sabiduría. No me abandones ahora, rogó con toda la fe que le quedaba.
Entonces, varias luces amarillas descendieron suavemente sobre ella. Eran bendiciones. La calma se abrió paso en su espíritu, y una sonrisa, aquella sonrisa suya que había resistido la adversidad, volvió a su rostro. No estoy sola. No me han abandonado, comprendió con certeza.
Conmovida por ese consuelo, Solange recordó a la difunta Lady Rozemyne, que tanto había hecho por el bienestar de la biblioteca. La nostalgia la envolvió, y no pudo evitar preguntarse si, en ese mismo instante, Rozemyne estaría en la biblioteca de la diosa, rodeada de los libros que tanto había amado en vida.
Ese mismo día, para alivio de Solange, la nueva regente Magdalena convocó a todos los profesores y miembros del cuerpo docente. Con solemnidad informó que los dioses habían descendido y que, por voluntad divina, todos habían sido llamados a una próxima conferencia. Gracias a aquella reunión, Solange pudo relatar en detalle lo ocurrido en la biblioteca, confiando por fin sus preocupaciones a la regente.
Lo que sucedió a partir de entonces fue algo que jamás habría imaginado. Todo comenzó al día siguiente, cuando Hortensia regresó a la biblioteca. Entró con una energía renovada, y al verla, Solange comprendió que un cambio estaba en marcha. Magdalena le había concedido la libertad tras conocer el voto vinculante de lealtad que hacen los bibliotecarios a Mestionora, y aquel gesto devolvió a Solange una esperanza largamente perdida.
Y más bendiciones no tardaron en llegar. A la mañana siguiente, un erudito archinoble enviado por Aub Drewanchel, llegó para unirse como bibliotecario. Y más tarde, ese mismo día, dos eruditos más, se presentaron para colaborar en la reparación de las herramientas mágicas dañadas. Por primera vez en mucho tiempo, Solange comprendió que no estaría sola en su labor. Greifechan estaba recompensándola tras la larga y amarga prueba impuesta por Glücklitat.
Sin embargo, la mayor de las sorpresas llegó algunos días después. Al entrar a la biblioteca con sus compañeros, Solange quedó inmóvil ante la visión que se desplegaba ante sus ojos: habían estanterías nuevas por todo el lugar, y Schwartz y Weiss, completamente renovados, trabajaban con diligencia en compañía de otros dos nuevos autómatas llamados Dinand y Myne. Todos ellos se movían con armonía, organizando los libros en las flamantes estanterías.
El asombro recorrió a todos los presentes, pero Solange lo supo de inmediato: esto no era un simple milagro, sino un gesto de los dioses, una confirmación de que la biblioteca aún estaba bajo su cuidado, y que los bibliotecarios jamás serían olvidados.
Pov Werdekraf.
Desde la chocante reunión informativa convocada por Magdalena, Werdekraf pasaba los días enteros encerrado en su habitación oculta, sumergido en el Grutrissheit. Las verdades que leía que resaltaban los últimos acontecimientos, tenían su mente envuelta en densas reflexiones y pensamientos que lo desconectaban de la realidad. No respondía a los llamados de sus asistentes a través del comunicador, y estos, preocupados, decidieron intervenir, y solo una persona podía abrir esa puerta sin ser rechazada.
—Werdekraf… voy a entrar.
El chirrido de la puerta detuvo el flujo de sus pensamientos. Parpadeó, como si despertara de un sueño, y giró la cabeza. No necesitó ver dos veces: solo su esposa podía irrumpir en su habitación oculta de esa manera.
—Oh, por todos los dioses… ¿qué te tiene así? —preguntó Sieglinde al acercarse. Se sentó a su lado y tomó una de sus manos con suavidad.
—¿Por qué dices eso, mujer? ¿Acaso no me veo como siempre? —respondió él, disipando el Grutrissheit que tenía frente a sus ojos.
—Jamás imaginé verte con esa expresión —dijo ella, ahora con un matiz de verdadera inquietud—. Verte así me hace pensar que lo ocurrido en esa reunión fue tan impactante… que mi esposo, el que solo pensaba en ditter, parece estar profundamente bendecido ahora por Mestionora, Duldsetzen y Glücklitat. Y no sé si sentirme feliz o asustada por ello.
Werdekraf dejó escapar un suspiro profundo. Tomó la copa de vize que descansaba en la mesa y bebió un trago antes de responder.
—No es solo eso. Son muchas cosas, demasiadas revelaciones que resuenan con lo que encuentro en el Grutrissheit. Y cuanto más leo, más cruda es la realidad que descubro que me hacen pensar que seguimos vivos únicamente por el capricho de los dioses. —Se llevó la mano al rostro y murmuró—. Empiezo a comprender el camino que quieren imponernos.
—Pero, para que te veas así… Debe de haber algo más —insistió Sieglinde.
—Sí, son muchas cosas —respondió él, moviendo la cabeza en un gesto de cansancio—. Entiendo que en la conferencia se derramará más sangre. Es inevitable, así como lo es la ira de la diosa Rozemyne.
Sieglinde se irguió con sorpresa.
—¿Entonces ya la has visto?
—No —negó con firmeza—. No he tenido el honor de estar en su presencia. Pero ya sé quién es en verdad: la difunta lady Rozemyne, ahora es toda una divinidad.
—Ya veo… —dijo Sieglinde tras un silencio—. Es natural temer a su ira. Y es seguro que muchos serán purgados en la conferencia. Con lo que vi en el templo, ahora entiendo por qué fueron convocados todos los sumos sacerdotes y sumos obispos. Nada podemos hacer al respecto. Lady Rozemyne, en vida, sufrió demasiado… y muchos la ofendieron.
Werdekraf asintió lentamente.
—Así es, mujer. Me atormenta pensar que nosotros también la hayamos ofendido en el pasado. La difunta Rozemyne fue paciente, incluso con el tonto de nuestro hijo, que la menospreció y la ofendió varias veces en la academia. Quizá siga vivo solo gracias al lazo de amistad que ella mantenía con Hannelore. Pero ese chico sigue siendo un arrogante… y la arrogancia es algo que los dioses detestan. Ese hábito ha deformado por completo los deberes de la nobleza.
Sieglinde esbozó una sonrisa burlona.
—Desconozco al hombre que tengo frente a mí. Parece que has dejado de lado las bendiciones de Leidenschaft por las de Mestionora y Duldsetzen. Entonces… ¿ya tienes algo planeado?
—Sí. —Su voz adquirió firmeza—. Con el templo está casi reformado. A partir de mañana, toda la familia archiducal se unirá, y Lestilaut se convertirá en sumo obispo.
Esa noche, Sieglinde se quedó al lado de su esposo.
A la mañana siguiente, contra toda convención noble, Werdekraf condujo a sus dos esposas y a sus hijos al templo. Media campanada después, todos vestían túnicas azules. Luego llevó a Lestilaut a la sala de libros, sin permitir que nadie más lo acompañara.
—Lestilaut —dijo con voz firme—. Te convertirás en el sumo obispo del templo. Y asumirás ese deber a finales del verano. Tienes lo que resta de la temporada para ponerte al día con tus nuevas responsabilidades.
—Padre, ¿seguiré en la fila para convertirme en Aub? —preguntó el muchacho, visiblemente preocupado.
Werdekraf no respondió de inmediato. Le entregó la llave de la biblia y lo condujo hasta el fondo de la sala. Tras apartar una enorme estantería, reveló la estatua de Mestionora. Lestilaut observó en silencio mientras su padre le mostraba un ojo de cerradura oculto en el libro que sostenía la estatua. Con manos temblorosas, insertó la llave y la giró, abriendo un pasaje oculto tras una cortina iridiscente.
El joven cruzó con cautela y regresó segundos después, con el rostro lívido de asombro.
—Ahora entiendes por qué debes convertirte en sumo obispo —dijo Werdekraf, mirándolo con seriedad.
Lestilaut solo asintió, sin poder articular palabra.
—Escúchame bien, hijo. —Dijo Werdekraf apoyando una mano en su hombro—. En el pasado, el sumo obispo y el archiduque eran uno solo. Y como acabas de ver, el verdadero camino a la fundación yace bajo el templo. Ese lugar nunca debió ser despreciado ni abandonado, y esa puede ser otra de las razones por la cual los dioses han descendido. Es por eso que el país entero sufre ahora la escasez de maná. Nuestro maná, rico en colores, no es solo necesario para llenar la fundación: también es necesario en los rituales y ceremonias que realiza el templo.
Alzó la voz un poco más, con una convicción que no admitía dudas:
—Lo comprenderás mejor en la conferencia divina. Los dioses levantarán el velo de Verbergen, y muchas verdades serán reveladas. Prepárate, porque las cosas van a cambiar. Y lo harán pronto.
Pov Adolphine.
—Myne, tu cabello ha crecido un poco más desde aquel cambio de hace unos días, y luce todavía más hermoso.
—Sí, lo sé. Ferdi está encantado. Tuuli, no lo recojas todo, por favor. Deja suelto un mechón.
Adolphine parpadeó y, de pronto, se encontró en un lugar desconocido. No sabía cómo había llegado allí. A su alrededor se extendía un jardín de belleza indescriptible, tan perfecto que parecía el paraíso. Sin embargo, lo más deslumbrante no era el entorno, sino la dama que se hallaba sentada frente a ella.
Era majestuosa. Su porte, su resplandor, la calma que irradiaba… Adolphine no dudó en pensar que bien podría tratarse de una diosa. Una joven de aspecto dulce peinaba el largo cabello de aquella dama, y ambas hablaban con una naturalidad íntima que la dejó embelesada.
Por alguna extraña razón, la paz llenaba su corazón. Se sentía tranquila, como si nada más en el mundo importara, ni siquiera la incógnita de cómo había llegado allí.
—¿Sabes, Myne? —decía la joven—. Esto era algo que siempre soñé hacer cuando alcanzaras la mayoría de edad. De pequeña me fascinaba tu cabello. Y mira ahora, después de todo lo que ha pasado, al fin puedo peinar a mi linda hermana.
Entonces… ¿son hermanas?, pensó Adolphine, cada vez más cautivada por la escena. No solo por la belleza de ambas, sino porque, a diferencia de los nobles, en ellas no había rastro de pretensión ni artificio. Su sinceridad era pura, luminosa, y esa confianza mutua despertó en Adolphine una punzada de envidia. Ella también deseaba vivir un momento así, libre de la opresión de los formalismos y las intrigas.
Fue entonces cuando, por primera vez, se preguntó en dónde estaba.
—Myne… ¿no es esa la joven que esperabas? Mira, lleva rato de pie, observándonos.
—¡Oh, Adolphine! ¿Cuánto tiempo llevas ahí? Ven, siéntate a mi lado.
—Myne, ¿ella es de las buenas?
—Sí, Tuuli. Adolphine es una dama admirable.
El rubor encendió las mejillas de Adolphine. Se había sentido invisible, pero ahora ambas mujeres la habían notado, y la invitaban a acercarse. Vaciló unos instantes, sin saber qué responder, y al final obedeció, tomando asiento junto a la dama.
—Adolphine, ¿cómo estás? ¿Te encuentras bien? No has dicho palabra.
Ella parpadeó, consciente de que era cierto: no había logrado pronunciar nada. La mujer a su lado la miraba con paciencia, transmitiéndole una seguridad inesperada. Lo primero que salió de sus labios fue casi un murmullo:
—Lo siento… pero, ¿podría decirme dónde estoy? No sé cómo llegué aquí.
La dama asintió, como si hubiera recordado algo que había pasado por alto.
—Ya veo. Ahora mismo nos encontramos en uno de los jardines de mi palacio. Te traje a este lugar porque quiero hablar contigo.
Adolphine miró a su alrededor, sin dudar de sus palabras: era un jardín espléndido. Sin embargo, al alzar la vista, descubrió un palacio imponente que, un instante antes, juraría que no estaba allí.
—Disculpe mi atrevimiento —dijo en voz baja—, pero… ¿acaso todo esto es un sueño?
La mujer sonrió con dulzura.
—Pensé que ya lo intuías. Así es, Adolphine. Este es un sueño… pero uno muy real.
Un escalofrío recorrió a Adolphine. Si ella la había traído hasta aquí, a un sueño tan tangible, entonces no cabía duda: estaba frente a una diosa.
—Bien, ya que comprendes dónde estás y quién soy, vayamos a lo importante. —La diosa adoptó una postura más erguida, solemne—. Ya no tienes que preocuparte por tu unión con esa maldita familia real. Jugereise me habló de tus oraciones, y hemos actuado. Ese contrato ha sido anulado. No perderás tus protecciones divinas ni sufrirás consecuencia alguna.
Adolphine apretó los puños con fuerza, conteniendo una alegría inmensa. Romper para siempre su vínculo con Sigiswald era lo que más había deseado, y los dioses, por fin, la habían escuchado.
—Estoy inmensamente agradecida —exclamó, inclinando la cabeza en un gesto fervoroso.
—No me agradezcas, aún queda más de qué hablar —continuó la diosa, mirándola con atención—. Admiro tu serenidad y tu dignidad. Ese orgullo firme, esa ambición en tus ojos, te hacen fuerte. Por eso quiero preguntarte: ¿aceptarías convertirte en candidata a Zent y gobernar Yurgenschmidt junto a los demás elegidos?
Los ojos de Adolphine se abrieron de par en par, y su maná se agitó en su pecho. Ella misma no se habría atrevido a soñar con semejante honor. ¿Seré realmente digna?, pensó. Pero antes de formularlo en palabras, la diosa sonrió, como si hubiera leído sus dudas.
—No temas. Eres más que digna. El que no seas omni-elemental no será un impedimento. Nosotros te daremos las protecciones necesarias. Entonces dime Adolphine… ¿aceptas?
Con un nudo en la garganta, se postró con los brazos cruzados y declaró:
—Me siento honrada. Me convertiré en candidata a Zent y seguiré la voluntad de los dioses.
—Sabía que podía contar contigo. —La diosa sonrió complacida—. Prepárate, pues todo comenzará después de terminar la conferencia divina que pronto celebraremos. Mientras llega el momento, quiero que te unas al templo, que dediques tus oraciones y tu maná a los instrumentos divinos, necesito que reces a los subordinados y pilares que no te han dado su protección. Eso te será de gran ayuda cuando vuelva a convocarte. Dile a tu padre que comience a reformar el templo. Si no sabe cómo hacerlo, que pida consejo a Aub Dunkelfelger. Él sabe cuál es mi voluntad. Aún falta mucho por discutir, pero por ahora eso será todo. ¿Tienes alguna duda o algo que quieras decir?
Adolphine estuvo a punto de negar con un leve gesto, pero entonces algo en el rostro de la diosa la dejó sin voz. La joven que la acompañaba había terminado de peinarla, y ahora su cabello lucía hermosas trenzas. Adolphine no pudo evitar notar la semejanza en las trenzas que solía llevar la difunta lady Rozemyne. Su mirada se detuvo en aquel detalle, y el pensamiento se formó con fuerza en su mente: era como tener frente a sí una versión adulta de aquella muchacha.
—Veo que ahora tienes mucha curiosidad —dijo la diosa, como si hubiera leído directamente sus pensamientos—. Pero eso no importa ahora; en su momento sabrás más de mí. Es hora de que despiertes. Tus criados deben de estar preocupados.
La voz se suavizó, pero la mirada permaneció firme.
—Adolphine… nos veremos pronto.
Ella quiso responder, pero todo comenzó a desvanecerse con rapidez.
—¡Mi señora, gracias a los dioses, al fin despertó!
—¿Qué ocurre Lisbeth?
—La tercera campanada está a punto de sonar. Jamás había dormido tanto.
—Es tarde… —murmuró Adolphine, incorporándose con esfuerzo—. Pero antes de nada, Lisbeth, envía un mensaje a mi padre. Dile que necesito hablar con él ahora mismo, dile que es urgente.
Pov Aub emérito Klassenberg.
El Aub emérito Klassenberg dejó que la noticia rebotara una vez más en su mente antes de darle crédito: los dioses habían descendido. Era una frase que sonaba a herejía y a sentencia al mismo tiempo, y sin embargo la había escuchado con claridad de la boca de su hijo. Sentado en el despacho, con las luces de las herramientas iluminando su rostro agotado, había apretado los nudillos hasta hacer crujir la piel. Ahora caminaba por los pasillos secretos del castillo como quien recorre el cuerpo de un traidor: con pasos medidos, sin prisa, pero con una intención que iba tornándose feroz.
El corredor oculto olía a piedra húmeda y cera. Tapices antiguos amortiguaban los repiques de sus botas; las tenues luces plasmaban sombras largas que parecían inclinarse ante él. A cada pared recorrida, a cada nicho que dejaba atrás, veía el peso de su linaje: emblemas bordados por manos que ya no vivían, menesteres y mañas heredadas, tratados de alianzas y cláusulas selladas con sangre. Trescientos años de astucia, adulaciones y puñales discretos. Trescientos años en los que Klassenberg había enseñado a sus súbditos a temer y a amar en la medida conveniente. Y ahora, lo decía su propia sangre, los dioses venían a remover lo que sus antepasados con tanto cuidado habían puesto en su sitio.
Al principio, cuando su hijo le relató la secuencia de eventos que sucedieron —la reunión, la aparición divina de una pintura grotesca, la verguenza de su hijo al desplomarse, la convocatoria de la conferencia divina—, la reacción fue casi de incredulidad mordaz. ¿Dioses?, había pensado él, con esa sonrisa congelada que reserva el noble que no quiere desconfiar de sí mismo. Los dioses no intervenían en las cuestiones humanas. Los dioses, en todo caso, eran útiles mitos para hilar la obediencia. Sin embargo, la incredulidad se convirtió en delirio cuando escuchó que Werdekraf había recibido el verdadero Grutrissheit de manos divinas, y que este, valiéndose de ese nuevo estatus, había logrado silenciar a su propio hijo en la sala. Esa imagen, caló hondo en su orgullo. Con el verdadero libro de Mestionora revelado ante los ojos de todos, ya no había forma de contener a los dioses con alguna falsa herramienta mágica Grutrissheit.
Caminó más rápido. La respiración le venía como un rumor de guerra; su corazón, que había sabido templar la paciencia, ahora latía con una música antigua: la de la preservación de lo propio. Los informes que su hijo dejó sobre la mesa antes de retirarse rondaban en su mente como cartas de desafío: Trauerqual renunciando a su puesto y nombrando a su tercera esposa regente; Ehrenfest recibiendo disculpas y favores; Ahrensbach tomando forma, convirtiéndose en nuevo ducado bajo la mirada de los dioses; y, peor aún, la noticia insoportable de que la familia real, esa fachada que había permitido a Klassenberg maniobrar con impunidad, había sido expuesta. Siempre lo supimos, pensó, más para sí que para nadie. Siempre supimos que la realeza era una farsa. Lo sabíamos y lo aprovechamos. Pero, ¿Y ahora? ¿Ahora cómo me protejo de la verdad?
La rabia subió en él con la suavidad de un aceite sobre brasas: fina al principio, luego convertida en llama. Se detuvo un instante bajo una lámpara tallada en bronce y tocó el relieve con dedos temblorosos, como si quisiera aferrarse a la historia que allí se representaba. Pensó en sus antepasados: nombres que resonaban como campanas en su memoria —los que crearon el sistema de rangos, arquitectos de privilegios—, y una pregunta apareció como un bisturí: ¿qué harían ellos si los dioses decidieran desmantelar lo que ellos edificaron?
Una sombra se presentó en su rostro cuando recordó a Raublut: traidor, dijo la noticia. Mala noticia la de tener un traidor entre sus títeres, peor noticia aún cuando ese traidor podía haber abierto puertas donde no debía. Y entonces el golpe final: los dos príncipes y la princesa —Eglantine, su nieta—, tomados por los dioses para ser juzgados. La idea de ver el nombre de su sangre expuesta ante entidades capaces de desnudar el alma le quemó la compostura. Ordenó sin vacilaciones y con un movimiento de mano: Encuentren a Eglantine. Que la buscaran en cada rincón, que la arrancaran de donde la escondieran, si todavía estaba a salvo. Si no estaba, que al menos encontrarán a los responsables que habían permitido tal verguenza. La cólera no era sólo por la afrenta personal; era la certeza de que una derrota pública de su estirpe equivaldría a una fractura irreversible del poder que había mantenido.
Siguió avanzando hasta la sala subterránea que sólo él conocía —un recinto legendario oculto en las profundidades del castillo—. La puerta se abrió con un crujido antiguo y el olor a pergamino inundó sus fosas nasales: allí yacían los textos que habían sostenido su linaje, manuscritos con anotaciones de manos muertas, contratos de legitimación, registros de favores intercambiados por silencio. Miles de folios apilados, ordenados como un ejército en reposo. Su mano acarició el lomo de un volumen y sintió la textura de la tinta seca; era como tocar la propia historia que lo alimentaba. Y, en un pedestal desgastado por las manos de sus ancestros reposaba un antiguo Grutrissheit: una herramienta mágica deteriorada, con inscripciones casi borradas y una pátina que revelaba el peso de los siglos.
La contempló por un largo rato. El brillo de las luces delineaba sus contornos, y él se permitió un gesto desdeñoso. Ya no sirve, dijo para sí, sin benevolencia. Instrumento útil a un pasado que ya no controla el presente. La vieja magia de los registros, la autoridad manufacturada por manos nobles y sellos, había sido desplazada por algo puro, directo: la bendición de los dioses. El desprecio no era sólo por el objeto; era por lo que representaba: la obsolescencia de su artillería política.
Avanzó hacia el fondo de la sala y, con movimientos seguros, abrió un armario empotrado. Dentro había frascos y recipientes etiquetados con caligrafías olvidadas. Extrajo uno grande, pesado, con un contenido blanquecino que parecía albergar nieve comprimida. Lo sostuvo a la luz de una vela y observó la sustancia en silencio. No era maná; no era un artefacto. Era otra clase de recurso: algo para actuar cuando la palabra y el poder no bastaran. Su pensamiento trazó en voz baja una sentencia que habría de permanecer entre la roca y la cera: si los dioses le quitaban a él todo lo que su linaje había construido, si la conferencia venidera representaba el fin del orden que había sostenido con astucia y sangre, no dudaría en purgar a quienes amenazaran ese orden —con la misma resolución con la que un herrero afila su cuchillo para la última batalla. Que sepan, murmuró mientras acercaba el frasco, que preferiré arder antes que ser humillado.
No era una promesa banal; era una declaración de principios. En su pecho bullía la combinación más peligrosa: la soberbia que se niega a ceder y el miedo que, como agua hirviendo, empuja a la acción desesperada. Si los dioses pensaban intervenir en el tejido que sus ancestros tejieron, que vinieran. Klassenberg ya planeaba en la sombra. Había cartas por jugar, alianzas por recordar, deudas antiguas que podían llamarse a un cobro cruel. Y si la voz divina iba a alzar el telón, él no se quedaría en silencio a ver cómo lo despojaban. Mejor acabar con todo que la humillación. Mejor la tempestad que la rendición.
Apagó la vela con un soplo largo y se quedó un instante en la penumbra, la figura de un hombre que veía crujir bajo sus pies el mundo que conocía. Luego, con la compostura de quien sabe que la historia exige esfuerzos extremos para no convertirse en fábula, depositó otra vez el frasco en su lugar. Afuera, en los pasillos principales, los pasos y las voces continuaban: pequeños motores de poder que él había manejado siempre. Ahora, sin embargo, resonaban con una novedad intolerable. Y él, Aub emérito de Klassenberg, se preparaba para responder.