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Zoro se detuvo en la entrada del cuartel. Alzó la vista hacia la estructura imponente de ladrillos rojos y hierro forjado, donde la bandera de las barras y las estrellas ondeaba orgullosa. Durante un instante, el mundo pareció detenerse: el eco de las botas de otros reclutas, las órdenes gritadas en la distancia, todo se desdibujó en su mente. En ese momento, recordó por qué estaba allí.
Había dejado atrás su vida como aprendiz de espadachín, su mundo de katanas de bambú y sueños de gloria, bajo la estricta tutela de su maestro Koshiro. Lo había abandonado todo para proteger lo más valioso que tenía: su familia. Una decisión que no había tomado a la ligera. La guerra avanzaba como una sombra inexorable sobre el mundo, y Zoro, terco como siempre, había decidido enfrentarla de frente.
Se quedó inmóvil, con los puños apretados, mientras su mente lo arrastraba de vuelta a aquella noche donde les hablo de su desicion. La tenue luz de la lámpara de papel iluminaba la sala de entrenamiento, donde los ecos de sus entrenamientos aún parecían flotar en el aire. Kuina, su hermana, se había arrodillado frente a él, su voz temblando mientras las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas. Nunca antes la había visto llorar. Ella, la invencible mujer que no había podido vencer ni una vez como espadachín.
— No tienes que hacerlo, Zoro.— le suplicó, con un hilo de voz quebrada.— No debes cargar con un país que no te pertenece... No nos debes nada. Quédate con nosotros.
Porque sí, aunque su nombre y sus rasgos lo delataran, Zoro no era estadounidense. Sus raíces se hundían en tierras lejanas, en una isla que apenas recordaba. Solo era un niño de tres años cuando sus padres, en busca de un futuro mejor, emigraron a América. Pero el destino, cruel e irónico, los arrancó de su vida en un accidente automovilístico que dejó a Zoro solo, perdido en un país que no era el suyo.
El orfanato en el que terminó era un lugar oscuro, frío y olvidado. La comida era escasa, los golpes abundantes, y la compasión, inexistente. Fue allí, entre los muros agrietados y las camas oxidadas, donde aprendió que la vida no regalaba nada. Hasta que Koshiro apareció, un hombre silencioso y severo que, sin pronunciar muchas palabras, lo sacó de ese infierno y le ofreció un hogar. Le ofreció un propósito.
Ese día, bajo la mirada suplicante de Kuina y la silenciosa resignación de Koshiro, Zoro tomó su decisión. Sabía que su deuda no era con el país, sino con aquellos que le habían dado una razón para seguir luchando. Y la mejor forma de honrarlos era proteger aquello que amaban, aunque le costara la vida.
Con una última mirada al cuartel, Zoro inhaló profundamente, llenando sus pulmones con el aire helado. Sus pasos, firmes y decididos, resonaron en el suelo de concreto mientras cruzaba las puertas.
La Segunda Guerra Mundial lo había cambiado todo. El mundo entero estaba sumido en el caos, y Zoro sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. No era un hombre arrogante, no creía que su participación fuera a decidir el curso de una guerra tan vasta y cruel. No se hacía ilusiones de gloria o heroísmo. Pero el simple hecho de actuar, de enfrentarse al horror de frente en lugar de esconderse, le parecía suficiente.
Se detuvo en su caminata, con la mirada perdida en el horizonte plomizo. El peso de los acontecimientos recientes aplastaba su pecho. El mundo parecía haberse vuelto loco. Europa ardía desde hacía años: la invasión alemana de Polonia había sido el inicio del derrumbe, arrastrando a todas las naciones a un abismo de sangre. Mientras tanto, en Asia, Japón —su país natal— extendía su imperio con una brutalidad que no parecía tener límites.
Zoro apretó los dientes, sintiendo la amarga ironía retorcerse en su interior. Japón, el lugar de donde provenía su sangre, era ahora el responsable del dolor que lo impulsaba a pelear. No podía ignorar la traición que sentía. Era como si una parte de sí mismo estuviera combatiendo a otra.
El ataque a Pearl Harbor había sido el golpe definitivo. Estados Unidos, su hogar adoptivo, ya no podía mantenerse al margen. El rugido de las bombas había cruzado océanos, y con él, la llamada a las armas. Zoro entendió entonces que no habría marcha atrás. Esta tierra que lo había acogido con frío y crueldad en su infancia ahora era suya, imperfecta, rota, pero suya.
Quizás moriría en el campo de batalla. Quizás jamás vería el final de esa guerra que devoraba el mundo. Pero al menos, pensaba, no cargaría con el peso de la indiferencia.
Las imágenes de destrucción no dejaban de perseguirlo. La propaganda radiofónica describía los horrores: los tanques alemanes cruzando las fronteras, el avance implacable de los ejércitos del Eje, el ascenso del odio nazi y del fascismo italiano, mientras los ideales de libertad parecían flaquear en todas partes. Era como si la humanidad hubiera olvidado cómo ser humana.
Zoro soltó un suspiro seco, recordando otra vida, una vida que apenas había comenzado a construir. Apenas una semana atrás había conseguido un trabajo humilde, cargando insumos para un restaurante elegante llamado El Baratie. Koshiro, siempre silencioso pero atento, había movido algunos hilos para conseguirle el empleo. Era trabajo duro, cargando cajas y barriles desde el amanecer hasta el anochecer. No era digno, ni glamuroso, pero era algo propio. Una pequeña chispa de normalidad.
Pero esa chispa se apagó antes de siquiera prender. El ataque a Pearl Harbor ocurrió un día después de haber firmado su primer contrato. Y cinco días más tarde, Zoro había hecho su mochila y se había subido al primer autobús del ejército que encontró.
Mientras observaba a los reclutas que llegaban, un joven con una sonrisa amplia y una mirada brillante llamó su atención. El joven se acercó a él con una confianza que parecía casi imprudente, Zoro se encontró mirándolo con una mezcla de desconfianza ¿Quien andaría en el ejército con una sonrisa de oreja a oreja? Quería golpearlo.
— Hola, soy Luffy.—Dijo el joven, tendiéndole la mano con una sonrisa que parecía iluminar todo su rostro. —¿Y tú eres...?
Zoro estrechó la mano de Luffy con un apretón firme, su rostro aún serio. — Soy Zoro. —respondió él, con voz baja. Lo que menos quería era llamar la atención de otros nuevos reclutas, y muchos menos verse amigable. Quizás habría más tontos como este tipo que estaba frente a él creyendo que esto era un jodido primer día de clases en un colegio. —Acabo de llegar al cuartel.
Luffy miró a Zoro con una sonrisa que parecía no disminuir en absoluto. — ¡Genial! Yo también estoy aquí para servir a mi patria. ¿Estás emocionado?
Zoro lo miró fijamente, sin disimular su expresión severa. Sus brazos cruzados y la postura recta daban la impresión de un soldado imperturbable, pero por dentro… algo no encajaba. Su corazón, por alguna razón, latía con más fuerza. No era miedo. No era desconfianza. Era… inquietud. Como si aquel tipo frente a él, bajo, delgado, con su actitud despreocupada y sonrisa boba, trajera consigo una especie de caos que amenazaba con sacudir su rígido enfoque.
Desde que llegó al ejército, Zoro había tenido una cosa clara: entrenar, fortalecerse, y solo procurar sobrevivir cada dia. No había venido a hacer amigos ni a reírse. Cada día debía valer la pena. Cada gota de sudor tenía un precio, y cada paso que haría lo alejaría o acercaria de su objetivo.
Y sin embargo, este chico… Luffy, se llamaba. Había aparecido como si nada, con una sonrisa tonta y una energía casi infantil, como si el mundo fuera un lugar de juegos y no un campo de batalla. Zoro no podía evitar encontrarlo molesto… y al mismo tiempo, intrigante.
— No tengo tiempo para tonterías. —repitió, casi como una afirmación para sí mismo. Su voz sonó dura, cortante.— Estoy aquí para entrenar.
Luffy se encogió de hombros, como si las palabras simplemente le resbalaran. No había enfado en su rostro, ni frustración. Su sonrisa seguía ahí, tan constante como el sol al mediodía.
— Tú sabrás. —respondió.—Pero yo pienso disfrutar mientras estoy aquí.
Zoro desvió la mirada por un segundo, frustrado consigo mismo. ¿Por qué le molestaba tanto esa respuesta? ¿Era la despreocupación lo que lo enfurecía… o era la libertad? Tal vez Luffy representaba algo que él pensó que ya no se permitía sentir al ingresar una vez al ejercito: ligereza, espontaneidad, fe en que todo podía salir bien sin tener un plan perfecto.
Un silencio se extendió entre ambos por unos segundos. Zoro pensó en el dojo donde creció, en las promesas que había hecho, en la culpa que todavía arrastraba. No podía permitirse debilidades. Y sin embargo, tampoco podía negar que había algo en Luffy que lo empujaba a bajar, aunque fuera un poco, la guardia.
Finalmente, con un suspiro que apenas se escuchó, Zoro asintió.
— Está bien. —Dijo en voz baja, casi a regañadientes.—Te acompañaré al cuartel.
No era una rendición, se dijo a sí mismo. Sólo quería ver qué tan lejos podía llegar ese idiota con su actitud.
Luffy sonrió aún más —si es que eso era posible— y, sin perder un segundo, echó a andar, jalando a Zoro por la manga como si fueran viejos amigos.
— Ven, quiero presentarte a uno de mis amigos.— Dijo con entusiasmo.
Zoro no respondió. Se dejó arrastrar en silencio, su ceño fruncido marcando claramente que no estaba ahí para hacer más amigos. Aun así, algo dentro de él, algo que no entendía del todo, le impidió apartarse.
Doblaron una esquina del cuartel, dejando atrás el bullicio de los entrenamientos y las órdenes gritadas, y se adentraron en una zona menos transitada, donde el sol golpeaba directamente sobre los barracones metálicos, haciendo vibrar el aire con un calor casi insoportable.
Sentado en el borde de una caja de municiones, estaba un chico moreno, de nariz absurdamente larga y delgado como un palo de escoba. Sostenía un fusil de entrenamiento en las manos, pero más parecía que estuviera peleando con él para que no se le cayera. Al verlos acercarse, se puso de pie de un salto, golpeándose la rodilla con la culata en el proceso.
—¡Atención! —Gritó torpemente, mientras intentaba acomodar su postura.
Luffy soltó una carcajada.
— Zoro, te presento al gran Usopp. — Dijo, haciendo un gesto exagerado como si presentara a un general de cinco estrellas.—Dice que va a ser el mejor francotirador que este ejército haya visto.
Usopp se adelantó, inflando el pecho de manera casi cómica.
— ¡Así es! — Proclamó, su voz temblando ligeramente de nervios.—¡El gran Usopp puede acertarle a un soldado enemigo a más de dos kilómetros de distancia! ¡Puedo derribar a mil hombres de un solo disparo si me lo propongo!
Zoro lo observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. No estaba seguro si el tipo era un genio o simplemente un mentiroso descarado.
—¿De verdad? —Preguntó, su voz cargada de escepticismo.
Usopp parpadeó, atrapado entre el impulso de sostener su mentira y la aplastante seriedad de Zoro.
— ¡Claro! —Insistió, aunque su tono flaqueó apenas. "Bueno... técnicamente aún no he tenido la oportunidad de demostrarlo, pero... ¡el talento está en la sangre! ¡Mi abuelo era un famoso cazador en su pueblo!" Añadió rápidamente, como si las palabras pudieran construir su propia verdad.
Zoro no pudo evitarlo: una pequeña, casi imperceptible sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios. No de burla, sino de algo parecido a una genuina simpatía.
"Hmph. Supongo que no está mal tener a alguien que pueda inventarse una victoria cuando nos estén acribillando." Gruñó, cruzándose de brazos.
Luffy soltó otra carcajada y se dejó caer sobre una pila de cajas.
— ¡Ya ves! ¡Te dije que Usopp es genial!
El sol siguió golpeando implacable sobre ellos, pero el ambiente pareció aligerarse un poco. Por primera vez en mucho tiempo, Zoro sintió que no estaba completamente solo. Tal vez no era exactamente el tipo de compañía que habría elegido, pero, después de todo, en tiempos de guerra, uno no podía ser exigente.
Quizás, pensó, rodeándose de estos idiotas, podría encontrar algo que valiera la pena proteger más allá de solo su familia.
— ¿Entonces? —preguntó Luffy, con una mirada suplicante sin borrar su sonrisa de su rostro.—¿Te quedas con nosotros?
Zoro soltó un suspiro resignado, rascándose la nuca.
— Ya estoy aquí, ¿no? —Gruñó.
Usopp soltó un suspiro de alivio tan dramático que Zoro pensó que iba a desmayarse. Luffy, por su parte, simplemente se echó a reír de nuevo, como si el peso del mundo no le afectara.
Y, por un instante fugaz, Zoro se permitió pensar que, a pesar de todo, quizá las cosas no estarían tan mal.
El momento de camaradería fue interrumpido abruptamente cuando una figura apareció desde el costado del edificio, caminando con paso decidido. Era una joven de cabello corto y anaranjado, vestida con un uniforme de enfermería que, aunque sencillo, no lograba ocultar la firmeza de su postura ni la determinación en su mirada.
Zoro la vio acercarse desde el rabillo del ojo, pero fue Usopp quien prácticamente se encogió sobre sí mismo al reconocerla.
—Oh no… —murmuró—. Estamos muertos. O, bueno, Luffy está muerto. Y nosotros... bueno, nosotros vamos a ver un asesinato en vivo.
La joven no desvió su atención ni un segundo. Su mirada, afilada como un bisturí, estaba clavada directamente en Luffy, como si el mundo entero hubiera dejado de existir a su alrededor.
—¡Luffy! —espetó, su voz cargada de autoridad y fastidio.
Luffy, como era de esperarse, sonrió despreocupadamente, agitó una mano en el aire como si estuviera saludando a un viejo amigo, y dijo:
—¡Oh, hola, Nami!
Zoro se mantuvo en silencio, observando. "Así que se llama Nami", pensó. La enfermera tenía un aura que imponía respeto inmediato, y no parecía alguien con quien quisieras cruzarte en un mal día.
—No me digas "hola" —gruñó ella, cruzando los brazos frente al pecho—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no puedes ignorar tus heridas? ¡Esto es un cuartel militar, no un parque de diversiones!
—Pero me siento bien —protestó Luffy, con la misma naturalidad con la que uno comentaría el clima—. Además, si dejo de moverme, ¡me aburro!
Usopp soltó un pequeño gemido, cubriéndose el rostro con las manos, como si esperara el impacto de una bomba.
Nami inspiró profundamente, como intentando contener la avalancha de insultos que, probablemente, estaba luchando por salir.
—¿Sentirte bien? —repitió ella, su tono peligrosamente suave—. Tenías un esguince en el tobillo, una contusión en el hombro y te arrancaron la mitad de una ceja con una baqueta de entrenamiento. ¿Y quieres decirme que "te sientes bien"?
Zoro miró
No era un tipo particularmente curioso sobre los demás, pero algo en Luffy llamaba la atención de una manera que ni siquiera la voluntad de ignorarlo podía evitar. Cuando el sol golpeó de lleno el rostro del chico, Zoro notó algo que hasta ahora había pasado por alto.
Una línea roja, irregular y apenas cerrándose, cruzaba la ceja izquierda de Luffy. Era una herida fea, aún fresca. Un corte que probablemente necesitaría más que solo un vendaje improvisado.
Zoro frunció el ceño.
—Tu ceja —gruñó, señalándola con un leve movimiento de su cabeza—. ¿Quién te hizo eso?
Luffy se llevó una mano a la frente, como si apenas recordara que la tenía.
—Oh, eso. Fue durante un entrenamiento —dijo, como quien comenta sobre el clima—. Estábamos practicando maniobras de cuerpo a cuerpo, y uno de los tipos, John o... ¿Jack? No sé, uno de esos, me golpeó con la culata de su rifle por accidente. ¡Fue divertido!
Zoro lo miró con incredulidad.
—¿Divertido? —repitió, como si la palabra le resultara alienígena en ese contexto.
Luffy soltó una carcajada.
—¡Sí! ¡Me hizo ver estrellas! —rió—. Pero aprendí a esquivar mejor después de eso. Así que todo bien.
Zoro desvió la mirada, reprimiendo un suspiro. ¿Qué clase de persona encontraba "divertido" un golpe que le abría la cabeza? Este tipo no era normal... pero había algo en su simpleza brutal, en su honestidad ridículamente optimista, que resultaba desarmante.
Usopp, que caminaba a su lado como un soldado condenado a muerte por la presencia de la enfermera, intervino:
—La última vez que no quiso atenderse un corte, casi se le infecta. —Miró a Zoro con gravedad—. Nami lo amenazó con clavarle una jeringa en el trasero si no se presentaba. ¡No bromeo!
Luffy se echó a reír como si la idea le resultara genuinamente graciosa.
—¡Nami da más miedo que los nazis! —dijo, sin pizca de ironía.
Zoro dejó escapar un bufido que, para su propia sorpresa, casi sonó como una risa.
Al llegar a la enfermería, Nami los esperaba en la puerta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Su mirada pasó de Luffy a Usopp, y luego se detuvo en Zoro, como evaluándolo rápidamente. Era la mirada de alguien acostumbrado a juzgar rápido, de alguien que había visto demasiado en muy poco tiempo.
—Bien —dijo, señalando el interior con un gesto seco—. Dentro. Ahora.
Luffy obedeció sin protestar, aunque con una gran sonrisa. Usopp entró detrás de él, encorvándose como si esperara un castigo inminente.
Zoro vaciló en la puerta un momento, luego se encogió de hombros y los siguió. No tenía ninguna herida que atender, pero algo le decía que era mejor no dejar a esos dos solos mucho tiempo.
Mientras Nami comenzaba a limpiar la herida en la ceja de Luffy —con movimientos eficientes y certeros que no toleraban quejas—, Zoro se apoyó contra una de las paredes de la enfermería, observando.
Por primera vez, notó la leve tensión en los hombros de Luffy cuando el antiséptico le quemó la piel. La sonrisa del chico no desapareció, pero ya no era tan despreocupada. Era casi... desafiante. Como si, por orgullo, se negara a mostrar debilidad, incluso ante algo tan simple como el escozor de una herida.
Zoro entrecerró los ojos. Tal vez Luffy no era tan tonto como aparentaba. Tal vez... había más dolor enterrado bajo esa sonrisa amplia de lo que dejaba ver.
Y, por alguna razón que no entendía, eso le hizo respetarlo un poco más.
El silbido agudo de una trompeta cortó el aire como una navaja, haciendo que todos en la enfermería se quedaran en silencio por un instante. Era un sonido claro, seco, sin adornos, que llevaba consigo la autoridad del sistema y la urgencia de una orden ineludible.
Zoro frunció el ceño. No necesitaba haber estado mucho tiempo en el cuartel para saber lo que significaba esa llamada: era una señal específica, reservada exclusivamente para los nuevos reclutas. Y en ese grupo, al menos por ahora, él era el único.
Luffy levantó la cabeza, todavía con algodón en la ceja.
—¡Ah, esa trompeta! —comentó, como si hablara del canto de un pájaro cualquiera—. Eso es para ti, Zoro.
Usopp se encogió como si el sonido lo hubiese herido.
—Me alegra no tener que pasar por eso otra vez. El examen médico fue peor que una tortura... ¡me hicieron toser seis veces! ¡SEIS! ¡Dicen que es normal, pero yo sé que querían matarme de vergüenza!
Nami bufó con diversión mientras ajustaba un vendaje en el hombro de Luffy.
—Deja de exagerar, Usopp. Lo único que casi te mata fue el miedo a que te bajaran los pantalones.
Zoro ya se estaba enderezando, alzando su mochila del suelo. Se sintió extrañamente desganado al alejarse de ellos. No era que les tuviera aprecio, todavía no. Pero por un momento, había sentido una chispa de algo familiar... algo que se parecía peligrosamente a camaradería.
—¿Dónde queda la enfermería central? —preguntó con tono seco, sin mirar a nadie directamente.
—Atrás del edificio principal, al lado del hangar de provisiones —respondió Nami, sin levantar la vista—. Pregunta por el doctor Kureha. Es vieja, malhumorada y más fuerte que todos ustedes juntos. No la hagas esperar.
Zoro asintió sin decir palabra y se giró para marcharse.
—¡Nos vemos luego, Zoro! —gritó Luffy desde la camilla, agitando la mano como si se tratara de una despedida entre viejos amigos—. ¡No mueras en el examen médico!
Zoro levantó una mano a modo de saludo, sin mirar atrás. El sonido de la trompeta seguía resonando en sus oídos, mezclado ahora con los ecos de las voces que, por primera vez desde que llegó, no le parecieron completamente extrañas.
Siguió el camino indicado, cruzando por entre los edificios del cuartel. Al llegar a la zona del examen médico, una carpa de lona blanca con el sello del ejército lo esperaba. Un soldado joven, con un expediente en mano, lo detuvo en la entrada.
—¿Nombre? —preguntó sin levantar la vista.
—Roronoa Zoro.
El soldado hojeó unos papeles, luego asintió.
—Bien. Pasa al fondo, deja tus pertenencias sobre la banca y presenta tu documento de identificación. Luego irás al área médica y después te entregarán tu uniforme. Si no traes tu identificación, tendrás que firmar una declaración y someterte a verificación manual.
Zoro sacó un pequeño documento arrugado de su chaqueta y se lo entregó. No era más que una tarjeta de identificación civil, de las pocas cosas que había podido conservar desde que abandonó el orfanato. El nombre "Roronoa Zoro" estaba impreso en una caligrafía algo deslucida, pero legible. No tenía fotos ni decoraciones, solo letras frías, un número de identificación, y un sello gubernamental.
Mientras lo revisaban, Zoro se permitió mirar a su alrededor. Otros reclutas ya uniformados pasaban por ahí con cara de agotamiento. Algunos parecían jóvenes como él; otros, apenas mayores, pero ya con la mirada gastada.
Pronto sería uno de ellos.
Apretó los puños.
Esto apenas estaba comenzando.
