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Zoro se detuvo en la entrada del cuartel. Alzó la vista hacia la estructura imponente de ladrillos rojos y hierro forjado, donde la bandera de las barras y las estrellas ondeaba orgullosa. Durante un instante, el mundo pareció detenerse: el eco de las botas de otros reclutas, las órdenes gritadas en la distancia, todo se desdibujó en su mente. En ese momento, recordó por qué estaba allí.
Había dejado atrás su vida como aprendiz de espadachín, su mundo de katanas de bambú y sueños de gloria, bajo la estricta tutela de su maestro Koshiro. Lo había abandonado todo para proteger lo más valioso que tenía: su familia. Una decisión que no había tomado a la ligera. La guerra avanzaba como una sombra inexorable sobre el mundo, y Zoro, terco como siempre, había decidido enfrentarla de frente.
Se quedó inmóvil, con los puños apretados, mientras su mente lo arrastraba de vuelta a aquella noche donde les hablo de su desicion. La tenue luz de la lámpara de papel iluminaba la sala de entrenamiento, donde los ecos de sus entrenamientos aún parecían flotar en el aire. Kuina, su hermana, se había arrodillado frente a él, su voz temblando mientras las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas. Nunca antes la había visto llorar. Ella, la invencible mujer que no había podido vencer ni una vez como espadachín.
— No tienes que hacerlo, Zoro.— le suplicó, con un hilo de voz quebrada.— No debes cargar con un país que no te pertenece... No nos debes nada. Quédate con nosotros.
Porque sí, aunque su nombre y sus rasgos lo delataran, Zoro no era estadounidense. Sus raíces se hundían en tierras lejanas, en una isla que apenas recordaba. Solo era un niño de tres años cuando sus padres, en busca de un futuro mejor, emigraron a América. Pero el destino, cruel e irónico, los arrancó de su vida en un accidente automovilístico que dejó a Zoro solo, perdido en un país que no era el suyo.
El orfanato en el que terminó era un lugar oscuro, frío y olvidado. La comida era escasa, los golpes abundantes, y la compasión, inexistente. Fue allí, entre los muros agrietados y las camas oxidadas, donde aprendió que la vida no regalaba nada. Hasta que Koshiro apareció, un hombre silencioso y severo que, sin pronunciar muchas palabras, lo sacó de ese infierno y le ofreció un hogar. Le ofreció un propósito.
Ese día, bajo la mirada suplicante de Kuina y la silenciosa resignación de Koshiro, Zoro tomó su decisión. Sabía que su deuda no era con el país, sino con aquellos que le habían dado una razón para seguir luchando. Y la mejor forma de honrarlos era proteger aquello que amaban, aunque le costara la vida.
Con una última mirada al cuartel, Zoro inhaló profundamente, llenando sus pulmones con el aire helado. Sus pasos, firmes y decididos, resonaron en el suelo de concreto mientras cruzaba las puertas.
La Segunda Guerra Mundial lo había cambiado todo. El mundo entero estaba sumido en el caos, y Zoro sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. No era un hombre arrogante, no creía que su participación fuera a decidir el curso de una guerra tan vasta y cruel. No se hacía ilusiones de gloria o heroísmo. Pero el simple hecho de actuar, de enfrentarse al horror de frente en lugar de esconderse, le parecía suficiente.
Se detuvo en su caminata, con la mirada perdida en el horizonte plomizo. El peso de los acontecimientos recientes aplastaba su pecho. El mundo parecía haberse vuelto loco. Europa ardía desde hacía años: la invasión alemana de Polonia había sido el inicio del derrumbe, arrastrando a todas las naciones a un abismo de sangre. Mientras tanto, en Asia, Japón —su país natal— extendía su imperio con una brutalidad que no parecía tener límites.
Zoro apretó los dientes, sintiendo la amarga ironía retorcerse en su interior. Japón, el lugar de donde provenía su sangre, era ahora el responsable del dolor que lo impulsaba a pelear. No podía ignorar la traición que sentía. Era como si una parte de sí mismo estuviera combatiendo a otra.
El ataque a Pearl Harbor había sido el golpe definitivo. Estados Unidos, su hogar adoptivo, ya no podía mantenerse al margen. El rugido de las bombas había cruzado océanos, y con él, la llamada a las armas. Zoro entendió entonces que no habría marcha atrás. Esta tierra que lo había acogido con frío y crueldad en su infancia ahora era suya, imperfecta, rota, pero suya.
Quizás moriría en el campo de batalla. Quizás jamás vería el final de esa guerra que devoraba el mundo. Pero al menos, pensaba, no cargaría con el peso de la indiferencia.
Las imágenes de destrucción no dejaban de perseguirlo. La propaganda radiofónica describía los horrores: los tanques alemanes cruzando las fronteras, el avance implacable de los ejércitos del Eje, el ascenso del odio nazi y del fascismo italiano, mientras los ideales de libertad parecían flaquear en todas partes. Era como si la humanidad hubiera olvidado cómo ser humana.
Zoro soltó un suspiro seco, recordando otra vida, una vida que apenas había comenzado a construir. Apenas una semana atrás había conseguido un trabajo humilde, cargando insumos para un restaurante elegante llamado El Baratie. Koshiro, siempre silencioso pero atento, había movido algunos hilos para conseguirle el empleo. Era trabajo duro, cargando cajas y barriles desde el amanecer hasta el anochecer. No era digno, ni glamuroso, pero era algo propio. Una pequeña chispa de normalidad.
Pero esa chispa se apagó antes de siquiera prender. El ataque a Pearl Harbor ocurrió un día después de haber firmado su primer contrato. Y cinco días más tarde, Zoro había hecho su mochila y se había subido al primer autobús del ejército que encontró.
Mientras observaba a los reclutas que llegaban, un joven con una sonrisa amplia y una mirada brillante llamó su atención. El joven se acercó a él con una confianza que parecía casi imprudente, Zoro se encontró mirándolo con una mezcla de desconfianza ¿Quien andaría en el ejército con una sonrisa de oreja a oreja? Quería golpearlo.
— Hola, soy Luffy.—Dijo el joven, tendiéndole la mano con una sonrisa que parecía iluminar todo su rostro. —¿Y tú eres...?
Zoro estrechó la mano de Luffy con un apretón firme, su rostro aún serio. — Soy Zoro. —respondió él, con voz baja. Lo que menos quería era llamar la atención de otros nuevos reclutas, y muchos menos verse amigable. Quizás habría más tontos como este tipo que estaba frente a él creyendo que esto era un jodido primer día de clases en un colegio. —Acabo de llegar al cuartel.
Luffy miró a Zoro con una sonrisa que parecía no disminuir en absoluto. — ¡Genial! Yo también estoy aquí para servir a mi patria. ¿Estás emocionado?
Zoro lo miró fijamente, sin disimular su expresión severa. Sus brazos cruzados y la postura recta daban la impresión de un soldado imperturbable, pero por dentro… algo no encajaba. Su corazón, por alguna razón, latía con más fuerza. No era miedo. No era desconfianza. Era… inquietud. Como si aquel tipo frente a él, bajo, delgado, con su actitud despreocupada y sonrisa boba, trajera consigo una especie de caos que amenazaba con sacudir su rígido enfoque.
Desde que llegó al ejército, Zoro había tenido una cosa clara: entrenar, fortalecerse, y solo procurar sobrevivir cada dia. No había venido a hacer amigos ni a reírse. Cada día debía valer la pena. Cada gota de sudor tenía un precio, y cada paso que haría lo alejaría o acercaria de su objetivo.
Y sin embargo, este chico… Luffy, se llamaba. Había aparecido como si nada, con una sonrisa tonta y una energía casi infantil, como si el mundo fuera un lugar de juegos y no un campo de batalla. Zoro no podía evitar encontrarlo molesto… y al mismo tiempo, intrigante.
— No tengo tiempo para tonterías. —repitió, casi como una afirmación para sí mismo. Su voz sonó dura, cortante.— Estoy aquí para entrenar.
Luffy se encogió de hombros, como si las palabras simplemente le resbalaran. No había enfado en su rostro, ni frustración. Su sonrisa seguía ahí, tan constante como el sol al mediodía.
— Tú sabrás. —respondió.—Pero yo pienso disfrutar mientras estoy aquí.
Zoro desvió la mirada por un segundo, frustrado consigo mismo. ¿Por qué le molestaba tanto esa respuesta? ¿Era la despreocupación lo que lo enfurecía… o era la libertad? Tal vez Luffy representaba algo que él pensó que ya no se permitía sentir al ingresar una vez al ejercito: ligereza, espontaneidad, fe en que todo podía salir bien sin tener un plan perfecto.
Un silencio se extendió entre ambos por unos segundos. Zoro pensó en el dojo donde creció, en las promesas que había hecho, en la culpa que todavía arrastraba. No podía permitirse debilidades. Y sin embargo, tampoco podía negar que había algo en Luffy que lo empujaba a bajar, aunque fuera un poco, la guardia.
Finalmente, con un suspiro que apenas se escuchó, Zoro asintió.
— Está bien. —Dijo en voz baja, casi a regañadientes.—Te acompañaré al cuartel.
No era una rendición, se dijo a sí mismo. Sólo quería ver qué tan lejos podía llegar ese idiota con su actitud.
Luffy sonrió aún más —si es que eso era posible— y, sin perder un segundo, echó a andar, jalando a Zoro por la manga como si fueran viejos amigos.
— Ven, quiero presentarte a uno de mis amigos.— Dijo con entusiasmo.
Zoro no respondió. Se dejó arrastrar en silencio, su ceño fruncido marcando claramente que no estaba ahí para hacer más amigos. Aun así, algo dentro de él, algo que no entendía del todo, le impidió apartarse.
Doblaron una esquina del cuartel, dejando atrás el bullicio de los entrenamientos y las órdenes gritadas, y se adentraron en una zona menos transitada, donde el sol golpeaba directamente sobre los barracones metálicos, haciendo vibrar el aire con un calor casi insoportable.
Sentado en el borde de una caja de municiones, estaba un chico moreno, de nariz absurdamente larga y delgado como un palo de escoba. Sostenía un fusil de entrenamiento en las manos, pero más parecía que estuviera peleando con él para que no se le cayera. Al verlos acercarse, se puso de pie de un salto, golpeándose la rodilla con la culata en el proceso.
—¡Atención! —Gritó torpemente, mientras intentaba acomodar su postura.
Luffy soltó una carcajada.
— Zoro, te presento al gran Usopp. — Dijo, haciendo un gesto exagerado como si presentara a un general de cinco estrellas.—Dice que va a ser el mejor francotirador que este ejército haya visto.
Usopp se adelantó, inflando el pecho de manera casi cómica.
— ¡Así es! — Proclamó, su voz temblando ligeramente de nervios.—¡El gran Usopp puede acertarle a un soldado enemigo a más de dos kilómetros de distancia! ¡Puedo derribar a mil hombres de un solo disparo si me lo propongo!
Zoro lo observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. No estaba seguro si el tipo era un genio o simplemente un mentiroso descarado.
—¿De verdad? —Preguntó, su voz cargada de escepticismo.
Usopp parpadeó, atrapado entre el impulso de sostener su mentira y la aplastante seriedad de Zoro.
— ¡Claro! —Insistió, aunque su tono flaqueó apenas. "Bueno... técnicamente aún no he tenido la oportunidad de demostrarlo, pero... ¡el talento está en la sangre! ¡Mi abuelo era un famoso cazador en su pueblo!" Añadió rápidamente, como si las palabras pudieran construir su propia verdad.
Zoro no pudo evitarlo: una pequeña, casi imperceptible sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios. No de burla, sino de algo parecido a una genuina simpatía.
"Hmph. Supongo que no está mal tener a alguien que pueda inventarse una victoria cuando nos estén acribillando." Gruñó, cruzándose de brazos.
Luffy soltó otra carcajada y se dejó caer sobre una pila de cajas.
— ¡Ya ves! ¡Te dije que Usopp es genial!
El sol siguió golpeando implacable sobre ellos, pero el ambiente pareció aligerarse un poco. Por primera vez en mucho tiempo, Zoro sintió que no estaba completamente solo. Tal vez no era exactamente el tipo de compañía que habría elegido, pero, después de todo, en tiempos de guerra, uno no podía ser exigente.
Quizás, pensó, rodeándose de estos idiotas, podría encontrar algo que valiera la pena proteger más allá de solo su familia.
— ¿Entonces? —preguntó Luffy, con una mirada suplicante sin borrar su sonrisa de su rostro.—¿Te quedas con nosotros?
Zoro soltó un suspiro resignado, rascándose la nuca.
— Ya estoy aquí, ¿no? —Gruñó.
Usopp soltó un suspiro de alivio tan dramático que Zoro pensó que iba a desmayarse. Luffy, por su parte, simplemente se echó a reír de nuevo, como si el peso del mundo no le afectara.
Y, por un instante fugaz, Zoro se permitió pensar que, a pesar de todo, quizá las cosas no estarían tan mal.
El momento de camaradería fue interrumpido abruptamente cuando una figura apareció desde el costado del edificio, caminando con paso decidido. Era una joven de cabello corto y anaranjado, vestida con un uniforme de enfermería que, aunque sencillo, no lograba ocultar la firmeza de su postura ni la determinación en su mirada.
Zoro la vio acercarse desde el rabillo del ojo, pero fue Usopp quien prácticamente se encogió sobre sí mismo al reconocerla.
—Oh no… —murmuró—. Estamos muertos. O, bueno, Luffy está muerto. Y nosotros... bueno, nosotros vamos a ver un asesinato en vivo.
La joven no desvió su atención ni un segundo. Su mirada, afilada como un bisturí, estaba clavada directamente en Luffy, como si el mundo entero hubiera dejado de existir a su alrededor.
—¡Luffy! —espetó, su voz cargada de autoridad y fastidio.
Luffy, como era de esperarse, sonrió despreocupadamente, agitó una mano en el aire como si estuviera saludando a un viejo amigo, y dijo:
—¡Oh, hola, Nami!
Zoro se mantuvo en silencio, observando. "Así que se llama Nami", pensó. La enfermera tenía un aura que imponía respeto inmediato, y no parecía alguien con quien quisieras cruzarte en un mal día.
—No me digas "hola" —gruñó ella, cruzando los brazos frente al pecho—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no puedes ignorar tus heridas? ¡Esto es un cuartel militar, no un parque de diversiones!
—Pero me siento bien —protestó Luffy, con la misma naturalidad con la que uno comentaría el clima—. Además, si dejo de moverme, ¡me aburro!
Usopp soltó un pequeño gemido, cubriéndose el rostro con las manos, como si esperara el impacto de una bomba.
Nami inspiró profundamente, como intentando contener la avalancha de insultos que, probablemente, estaba luchando por salir.
—¿Sentirte bien? —repitió ella, su tono peligrosamente suave—. Tenías un esguince en el tobillo, una contusión en el hombro y te arrancaron la mitad de una ceja con una baqueta de entrenamiento. ¿Y quieres decirme que "te sientes bien"?
Zoro miró
No era un tipo particularmente curioso sobre los demás, pero algo en Luffy llamaba la atención de una manera que ni siquiera la voluntad de ignorarlo podía evitar. Cuando el sol golpeó de lleno el rostro del chico, Zoro notó algo que hasta ahora había pasado por alto.
Una línea roja, irregular y apenas cerrándose, cruzaba la ceja izquierda de Luffy. Era una herida fea, aún fresca. Un corte que probablemente necesitaría más que solo un vendaje improvisado.
Zoro frunció el ceño.
—Tu ceja —gruñó, señalándola con un leve movimiento de su cabeza—. ¿Quién te hizo eso?
Luffy se llevó una mano a la frente, como si apenas recordara que la tenía.
—Oh, eso. Fue durante un entrenamiento —dijo, como quien comenta sobre el clima—. Estábamos practicando maniobras de cuerpo a cuerpo, y uno de los tipos, John o... ¿Jack? No sé, uno de esos, me golpeó con la culata de su rifle por accidente. ¡Fue divertido!
Zoro lo miró con incredulidad.
—¿Divertido? —repitió, como si la palabra le resultara alienígena en ese contexto.
Luffy soltó una carcajada.
—¡Sí! ¡Me hizo ver estrellas! —rió—. Pero aprendí a esquivar mejor después de eso. Así que todo bien.
Zoro desvió la mirada, reprimiendo un suspiro. ¿Qué clase de persona encontraba "divertido" un golpe que le abría la cabeza? Este tipo no era normal... pero había algo en su simpleza brutal, en su honestidad ridículamente optimista, que resultaba desarmante.
Usopp, que caminaba a su lado como un soldado condenado a muerte por la presencia de la enfermera, intervino:
—La última vez que no quiso atenderse un corte, casi se le infecta. —Miró a Zoro con gravedad—. Nami lo amenazó con clavarle una jeringa en el trasero si no se presentaba. ¡No bromeo!
Luffy se echó a reír como si la idea le resultara genuinamente graciosa.
—¡Nami da más miedo que los nazis! —dijo, sin pizca de ironía.
Zoro dejó escapar un bufido que, para su propia sorpresa, casi sonó como una risa.
Al llegar a la enfermería, Nami los esperaba en la puerta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Su mirada pasó de Luffy a Usopp, y luego se detuvo en Zoro, como evaluándolo rápidamente. Era la mirada de alguien acostumbrado a juzgar rápido, de alguien que había visto demasiado en muy poco tiempo.
—Bien —dijo, señalando el interior con un gesto seco—. Dentro. Ahora.
Luffy obedeció sin protestar, aunque con una gran sonrisa. Usopp entró detrás de él, encorvándose como si esperara un castigo inminente.
Zoro vaciló en la puerta un momento, luego se encogió de hombros y los siguió. No tenía ninguna herida que atender, pero algo le decía que era mejor no dejar a esos dos solos mucho tiempo.
Mientras Nami comenzaba a limpiar la herida en la ceja de Luffy —con movimientos eficientes y certeros que no toleraban quejas—, Zoro se apoyó contra una de las paredes de la enfermería, observando.
Por primera vez, notó la leve tensión en los hombros de Luffy cuando el antiséptico le quemó la piel. La sonrisa del chico no desapareció, pero ya no era tan despreocupada. Era casi... desafiante. Como si, por orgullo, se negara a mostrar debilidad, incluso ante algo tan simple como el escozor de una herida.
Zoro entrecerró los ojos. Tal vez Luffy no era tan tonto como aparentaba. Tal vez... había más dolor enterrado bajo esa sonrisa amplia de lo que dejaba ver.
Y, por alguna razón que no entendía, eso le hizo respetarlo un poco más.
El silbido agudo de una trompeta cortó el aire como una navaja, haciendo que todos en la enfermería se quedaran en silencio por un instante. Era un sonido claro, seco, sin adornos, que llevaba consigo la autoridad del sistema y la urgencia de una orden ineludible.
Zoro frunció el ceño. No necesitaba haber estado mucho tiempo en el cuartel para saber lo que significaba esa llamada: era una señal específica, reservada exclusivamente para los nuevos reclutas. Y en ese grupo, al menos por ahora, él era el único.
Luffy levantó la cabeza, todavía con algodón en la ceja.
—¡Ah, esa trompeta! —comentó, como si hablara del canto de un pájaro cualquiera—. Eso es para ti, Zoro.
Usopp se encogió como si el sonido lo hubiese herido.
—Me alegra no tener que pasar por eso otra vez. El examen médico fue peor que una tortura... ¡me hicieron toser seis veces! ¡SEIS! ¡Dicen que es normal, pero yo sé que querían matarme de vergüenza!
Nami bufó con diversión mientras ajustaba un vendaje en el hombro de Luffy.
—Deja de exagerar, Usopp. Lo único que casi te mata fue el miedo a que te bajaran los pantalones.
Zoro ya se estaba enderezando, alzando su mochila del suelo. Se sintió extrañamente desganado al alejarse de ellos. No era que les tuviera aprecio, todavía no. Pero por un momento, había sentido una chispa de algo familiar... algo que se parecía peligrosamente a camaradería.
—¿Dónde queda la enfermería central? —preguntó con tono seco, sin mirar a nadie directamente.
—Atrás del edificio principal, al lado del hangar de provisiones —respondió Nami, sin levantar la vista—. Pregunta por el doctor Kureha. Es vieja, malhumorada y más fuerte que todos ustedes juntos. No la hagas esperar.
Zoro asintió sin decir palabra y se giró para marcharse.
—¡Nos vemos luego, Zoro! —gritó Luffy desde la camilla, agitando la mano como si se tratara de una despedida entre viejos amigos—. ¡No mueras en el examen médico!
Zoro levantó una mano a modo de saludo, sin mirar atrás. El sonido de la trompeta seguía resonando en sus oídos, mezclado ahora con los ecos de las voces que, por primera vez desde que llegó, no le parecieron completamente extrañas.
Siguió el camino indicado, cruzando por entre los edificios del cuartel. Al llegar a la zona del examen médico, una carpa de lona blanca con el sello del ejército lo esperaba. Un soldado joven, con un expediente en mano, lo detuvo en la entrada.
—¿Nombre? —preguntó sin levantar la vista.
—Roronoa Zoro.
El soldado hojeó unos papeles, luego asintió.
—Bien. Pasa al fondo, deja tus pertenencias sobre la banca y presenta tu documento de identificación. Luego irás al área médica y después te entregarán tu uniforme. Si no traes tu identificación, tendrás que firmar una declaración y someterte a verificación manual.
Zoro sacó un pequeño documento arrugado de su chaqueta y se lo entregó. No era más que una tarjeta de identificación civil, de las pocas cosas que había podido conservar desde que abandonó el orfanato. El nombre "Roronoa Zoro" estaba impreso en una caligrafía algo deslucida, pero legible. No tenía fotos ni decoraciones, solo letras frías, un número de identificación, y un sello gubernamental.
Mientras lo revisaban, Zoro se permitió mirar a su alrededor. Otros reclutas ya uniformados pasaban por ahí con cara de agotamiento. Algunos parecían jóvenes como él; otros, apenas mayores, pero ya con la mirada gastada.
Pronto sería uno de ellos.
Apretó los puños.
Esto apenas estaba comenzando.
Chapter 2: Capitulo 2
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El examen médico fue más meticuloso de lo que Zoro había anticipado. Un enfermero de rostro inexpresivo lo llevó de estación en estación, donde le midieron la altura —1.81 metros—, el peso —justo en el rango ideal para su edad—, su visión, su presión arterial, y hasta su capacidad pulmonar. Se sintió como una res en una feria, inspeccionada por partes.
—Salud fuerte, musculatura densa, reflejos rápidos —anotó uno de los médicos—. Demasiadas cicatrices para alguien de su edad, pero ninguna mal curada. Roronoa Zoro, estás aprobado.
Minutos después, le entregaron una bolsa de lona con su nuevo uniforme: un conjunto de camuflaje verde oliva, botas negras relucientes, y una gorra con la insignia del escuadrón de reclutas. El olor a tela nueva mezclado con el de sudor viejo de otros cuerpos flotaba en el aire como una sombra inevitable.
Cuando terminó de cambiarse, lo guiaron por un pasillo largo hasta una de las zonas de alojamiento. Al abrir la puerta del barracón, lo recibió un murmullo bajo de voces, botas contra el suelo, y el olor penetrante del metal, del cuero y del polvo.
Camarotes alineados en hileras formaban el orden perfecto de la habitación. Colchones firmes, sábanas estiradas con precisión casi quirúrgica, y taquillas a los pies de cada cama. Zoro apenas dio un paso dentro cuando vislumbró, del otro lado, una figura conocida: Luffy, sentado de piernas cruzadas sobre una litera alta, comiendo una manzana con la misma calma con la que alguien contemplaría un atardecer. A su lado, Usopp discutía consigo mismo mientras intentaba hacer un nudo perfecto con sus cordones.
Zoro pensó en acercarse, tal vez decir algo, pero entonces una voz grave y potente retumbó por todo el barracón:
—¡ATENCIÓN!
Fue como una explosión sorda. Todos los reclutas se irguieron de inmediato, dejando lo que hacían. Luffy casi se cae de la cama en su apuro por descender. Usopp saltó como si lo hubieran electrocutado. Zoro, por reflejo, enderezó la espalda y se alineó con los demás al pie de la litera más cercana.
Desde la entrada del barracón, un hombre avanzó con paso firme. Su uniforme estaba planchado con precisión milimétrica, y la gorra le cubría parte del rostro, pero no lo suficiente para ocultar su mandíbula cuadrada ni los ojos severos que recorrían el cuarto como cuchillas. Tenía la voz de quien ha gritado durante años y no piensa dejar de hacerlo.
—Soy el sargento mayor Garp —tronó, mientras sus botas resonaban sobre el suelo como martillos—. Desde hoy, sus vidas ya no les pertenecen. Le pertenecen al ejército. Y a mí.
Zoro apenas pestañeó. Reconocía ese tipo de presencia. Era el tipo de hombre que no necesitaba levantar la voz para imponer respeto… pero lo hacía de todos modos, porque podía.
—No me interesa quiénes eran allá afuera —continuó Garp—. Aquí, todos son iguales: polvo. Haré de ustedes soldados. Y créanme cuando les digo que preferirán morir en el frente antes que fallar en uno de mis entrenamientos.
Sus ojos se clavaron, sin querer o queriendo, en Zoro por una milésima de segundo.
—A partir de mañana, cinco de la mañana en punto, correrán cinco kilómetros antes de que les den el desayuno. Si no están en forma, lo estarán. Si no aguantan, se arrastrarán. Pero nadie se queda atrás.
Lanzó un último vistazo a la formación, luego se giró sobre sus talones.
—Descansen hoy. Porque mañana, su verdadero infierno comienza.
Y con eso, salió del barracón tan rápido como había entrado. El silencio que dejó fue absoluto, como si todos hubieran estado conteniendo la respiración.
Usopp soltó un chillido ahogado.
—¿Cinco kilómetros sin desayuno? ¡¡Eso es inhumano!!
Zoro no dijo nada. Pero por dentro, una chispa se encendía. No de miedo, ni siquiera de respeto… sino de anticipación.
Tal vez, pensó, este lugar podría convertirse en el nuevo campo de batalla que necesitaba para volverse aún más fuerte.
La noche se asentó sobre el cuartel como un manto espeso. Las luces del barracón estaban apagadas, salvo por una tenue lámpara cerca de la entrada que dejaba entrever siluetas y sombras alargadas. El murmullo de otros reclutas disminuyó con el paso de los minutos, reemplazado poco a poco por el ronquido ocasional o el leve crujido de los colchones viejos.
Zoro estaba acostado boca arriba en su litera, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, observando el techo sin realmente mirarlo. Sus pensamientos eran como hojas sueltas en el viento: Kuina, Koshiro, el dojo.
Un susurro lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Estás despierto? —era Usopp, desde la litera inferior.
—No —respondió Zoro seco.
—Oh, bien, entonces no molesto.
Hubo una pausa incómoda… y luego Usopp volvió a hablar, ignorando deliberadamente la ironía.
—¿Crees que realmente va a hacernos correr cinco kilómetros? Digo… cinco… cinco. ¡Eso es como cruzar un continente entero!
—No es tanto —murmuró Zoro.
—Para ti, tal vez. A ti seguro te criaron en la montaña con animales salvajes. Yo vengo de un pueblo pesquero donde lo más exigente era evitar que las cabras me mordieran los zapatos.
Desde la litera de arriba, Luffy rió entre dientes.
—¡Cinco kilómetros no es nada! ¡Garp me hizo correr con un saco de papas una vez! ¡Y las papas tenían clavos dentro!
Zoro frunció el ceño, volteando apenas el rostro.
—¿Quién hace eso?
—Mi abuelo —respondió Luffy como si hablara de la persona más común del mundo.
Usopp se incorporó a medias, apoyando los codos sobre el colchón.
—¿Ese es tu abuelo? ¿El sargento Garp?
Luffy asintió desde la oscuridad, con una sonrisa que se notaba incluso sin verla.
—Sí. Pero no le digan nada. Dice que si se enteran, va a hacerme cavar trincheras hasta llegar a China.
Zoro dejó escapar una exhalación entre la risa y el fastidio. No sabía si estaba más molesto por tener que compartir el espacio con ellos o por el hecho de que le resultaban… soportables.
—No vine aquí a hacer amigos —dijo, como para reafirmárselo a sí mismo.
—¡Yo tampoco! —soltó Usopp, y luego bajó la voz—. Bueno, o tal vez un poco. O sea, si vamos a morir juntos, al menos que me recuerden como el gran francotirador que derribó un avión con una sola bala.
—Sí, claro —Zoro murmuró.
Luffy se rio abiertamente.
—¡Yo quiero que me recuerden como el tipo que venció a todo un escuadrón enemigo solo con mis puños!
Zoro giró los ojos hacia el techo de nuevo. Pero por primera vez, una esquina de su boca se alzó apenas, como si el hierro fundido en su rostro se hubiera agrietado.
—Idiotas —susurró.
—Buenas noches para ti también, señor sin emociones —replicó Usopp.
Y mientras los sonidos del cuartel se convertían en murmullos lejanos y el sueño comenzaba a cernirse sobre ellos, Zoro sintió algo inusual. No era comodidad, ni confianza. Era algo más tenue, más silencioso.
Una especie de tregua con el mundo.
El rugido de una trompeta estalló en el aire como un cañonazo. No fue melodioso ni suave: fue un llamado abrupto, afilado, casi violento. La madrugada aún no cedía su dominio, y el cielo era un velo oscuro cubierto de un tinte azulado apenas visible. Eran las cinco en punto.
Zoro abrió los ojos de inmediato. No porque el sonido lo hubiera sorprendido, sino porque ya estaba despierto desde hacía rato. Dormir profundamente se había convertido en un lujo hace años. En su mundo, la noche era el momento en que más vulnerable podía ser… y los hombres como él no podían permitirse bajar la guardia.
—¡ARRIBA, RECLUTAS! —retumbó la voz de Garp desde el pasillo, antes de que la puerta fuera golpeada con violencia contra la pared— ¡Cinco minutos para estar formados afuera! ¡Cinco! ¡Si en el campo pueden matarte en tres, no quiero excusas para usar el doble!
Zoro se incorporó sin apuro, pero con precisión. A su alrededor, el caos estallaba: camas crujían, botas caían al suelo, murmullos de pánico saltaban entre los reclutas como chispa en un campo seco.
Usopp, en la litera inferior, se había enredado con las mantas.
—¡¿Cinco minutos?! ¡Eso no es tiempo humano! ¡Eso es una trampa psicológica!
—Deja de gritar y ponte los zapatos —gruñó Zoro, ya ajustándose el cinturón del uniforme.
Luffy, en cambio, descendió de su litera con una agilidad casi cómica, bostezando como si acabara de salir de una siesta en la playa.
—Hmm... ¿hay desayuno?
Zoro ignoró la pregunta mientras terminaba de amarrarse las botas. Su cuerpo ya estaba despierto. Su mente, alineada. No importaba si eran cinco minutos o cinco segundos. El entrenamiento había comenzado, y él no pensaba ser uno de los idiotas que llegara tarde.
La formación se armó con torpeza frente al barracón. Reclutas empujándose entre sí, ajustando gorras, tratando de abotonar camisas en el último segundo. El aire de la mañana era frío y denso, pero no lo suficiente como para nublar la atención. No con el sargento Garp observándolos como un depredador ancestral.
Zoro se colocó al frente de una fila, firme, respirando con calma. A su derecha, Luffy tarareaba la melodía de la trompeta como si fuera un juego. Usopp, dos pasos más atrás, temblaba como un perro mojado.
Entonces lo vieron venir.
Garp.
Su figura emergía del cuartel central como un obelisco en movimiento. Brazos cruzados, pecho ancho como un tanque blindado. No gritaba ahora. No tenía que hacerlo. Su mera presencia apretaba los músculos de todos los presentes como si fueran cables de acero.
—Mirad a vuestro alrededor —dijo al detenerse frente a la formación—. Esa cara somnolienta al lado vuestro... podría ser el último rostro que veáis antes de morir. Si lo hacen bien, ese idiota que ronca como cerdo será quien les cubra la espalda. Si lo hacen mal… bueno, no se preocupen. No vivirán lo suficiente para arrepentirse.
Nadie se atrevió a pestañear.
—Hoy, conocerán la tierra que va a quebrarlos o a forjarlos. Al campo de entrenamiento se llega corriendo. Porque si alguien llega caminando, será el primero en cavar su propia tumba. ¿Entendido?
—¡SÍ, SEÑOR! —gritaron los reclutas.
—¡MUEVAN EL TRASERO!
Y entonces, comenzó.
Zoro se lanzó al frente de la carrera con un impulso natural, su cuerpo adaptándose al movimiento como si hubiese estado esperando ese momento toda su vida. Los sonidos de botas golpeando la tierra se mezclaban con jadeos, tropiezos, maldiciones ahogadas. El camino no era plano, ni limpio: era una senda llena de piedras, tierra suelta y ramas caídas. Pero Zoro no miraba el suelo. Miraba al frente.
Luffy corría a su lado, con una sonrisa boba y los brazos agitándose como si estuviera en una carrera de niños.
—¡Esto es divertido!
—No estás compitiendo con nadie, idiota —espetó Zoro, aunque su voz apenas ocultaba cierta energía compartida.
—¡Claro que sí! ¡Estoy compitiendo conmigo mismo! ¡Y siempre pierdo por poco!
Zoro negó con la cabeza, pero no pudo evitar que una risa interna le apretara el pecho.
A sus espaldas, Usopp jadeaba como si llevara veinte kilómetros.
—¡Esto es inhumano! ¡Estoy seguro que esto viola alguna convención de Ginebra! ¡Mi pierna izquierda ya se rindió, y la derecha está por unirse a la rebelión!
A lo lejos, al final de la cuesta, el campo de entrenamiento comenzaba a vislumbrarse. Era una extensión enorme de tierra batida, con estructuras de madera para escalada, muros embarrados, sogas colgantes, fosos llenos de agua turbia y una pista delimitada por sacos de arena y alambradas. Era una visión imponente, hostil. Desgastada por el paso de años de sudor y sangre.
Zoro apretó los dientes. El pulso le martillaba las sienes, pero su cuerpo se sentía vivo, encendido, expectante.
Este era el terreno donde se definían los hombres. Donde los débiles se rompían. Donde los fuertes… se volvían armas.
Y él no tenía intención de ser otra cosa.
El aire en el campo de entrenamiento estaba cargado de polvo y sudor. Las primeras pruebas físicas se desarrollaban con un ritmo despiadado: flexiones en la tierra, subir cuerdas con peso en la espalda, arrastrarse bajo alambre de púas mientras el barro se colaba por la ropa. Garp no gritaba tanto como se esperaba; no necesitaba hacerlo. Solo estaba ahí, observando, como una sombra de hierro que te seguía con los brazos cruzados y una ceja alzada, esperando que fallaras.
Zoro avanzaba por la pista como un animal, sin dudar, sin medir esfuerzo. Su cuerpo obedecía cada orden con precisión, cada músculo tensado en un acto de voluntad. Sentía las manos arder, las botas llenas de lodo, pero no reducía el paso. No se lo permitiría.
Usopp, detrás, lanzaba quejidos teatrales con cada obstáculo superado.
—¡Mi espalda! ¡Mi pulmón izquierdo! ¡Estoy seguro de que me acabo de desdoblar un órgano que ni sabía que tenía!
—Cállate y sigue moviéndote —gruñó Zoro, aunque con algo menos de rabia. Ya había aceptado que el tipo no iba a parar de hablar.
Luffy estaba en su elemento, riendo incluso mientras rodaba por el lodo.
Fue entonces cuando el estruendo de un motor interrumpió el ambiente. Un rugido metálico, una vibración que hizo voltear a más de uno. De entre una nube de polvo que se alzó desde un costado del campo, surgió una figura que no parecía encajar con la lógica militar del lugar.
Un hombre grande, desproporcionado, con un uniforme modificado que apenas lograba contener sus músculos, y unas gafas de sol que resplandecían como si reflejaran fuegos artificiales. Su cabello era azul, alborotado hacia atrás como si fuera una ola congelada. Y para rematar, entraba montado sobre una bicicleta con cohetes adosados en la parte trasera, que soltaron una pequeña explosión justo antes de que él saltara al suelo con una voltereta.
—¡SUUUPER!
La voz tronó en todo el campo. El tipo aterrizó en el centro como si acabara de saltar de un avión en pleno espectáculo.
—¿Quién demonios es ese? —preguntó Zoro con el ceño fruncido.
—Ese es Franky —dijo Luffy con una sonrisa—. Un mecánico loco que se unió hace poco. Le gusta construir cosas... y hacerlas explotar.
Franky se colocó en posición de firme con exageración teatral, luego saludó con una mano que parecía más un mazo que un miembro humano.
—¡SARGENTO GARP! ¡HE TERMINADO DE REFORZAR LOS MUROS DE ENTRENAMIENTO CON PLACAS DE ACERO RECICLADO! ¡Y TAMBIÉN INSTALÉ UN LANZALLAMAS EN LA TORRE SUR, POR SI QUIEREN UN ENTRENAMIENTO MÁS EXTREMO!
Garp ni siquiera parpadeó.
—Dije que reforzaras la base, no que la convirtieras en una maldita trampa mortal.
Franky se rio con el pecho inflado.
—¡Disciplina con chispa! ¡Así no se olvidan de lo que aprenden!
El sargento se llevó una mano a la frente, resignado.
—No le den municiones a este hombre. Bajo ninguna circunstancia.
Zoro lo observaba con cautela. Franky no era como ningún soldado que hubiera imaginado. No tenía esa rigidez fría, ni la mirada apagada que muchos adquirían al tiempo de estar aquí. Su energía era tan absurda como la de Luffy, pero más explosiva, más... caótica.
—¿También es recluta? —preguntó Zoro.
—Nah —respondió Luffy—. Lo mandaron aquí como apoyo técnico. Pero pidió participar en los entrenamientos “para no oxidarse”.
Usopp, que había llegado jadeando, apenas pudo levantar la cabeza.
—¿Ese tipo se ofrece a pasar por esto… por gusto?
Franky dio una voltereta sobre sí mismo, cayó de pie, y luego comenzó a hacer lagartijas con solo dos dedos, gritando “¡SUPERRR!” con cada una.
Zoro resopló.
—Idiotas, todos.
Pero por primera vez en la mañana, el agotamiento se le hizo un poco más soportable.
La rareza del mundo comenzaba a filtrarse incluso en las paredes del ejército. Y Zoro, que había venido buscando redención en la dureza y el silencio, empezaba a sospechar que tal vez, solo tal vez, la guerra no lo tragaría del todo… al menos mientras estuvieran esos locos cerca.
El sol ya había comenzado a ceder terreno al crepúsculo cuando un fuerte silbato cortó el aire. Las voces de los reclutas se apagaron de inmediato, como si la orden hubiera sido dictada por el propio cielo. Zoro, con los brazos cruzados y la camiseta empapada en sudor y barro, levantó ligeramente la cabeza, alerta.
Desde el centro del campo, el sargento Garp avanzó a paso firme, con las manos tras la espalda y la mirada como un martillo que golpeaba a cada uno de los jóvenes frente a él. Detrás lo seguía otro oficial más joven, con semblante más rígido, sujetando una tabla de madera que parecía pesar más por el número de sanciones que contenía que por su peso real.
—¿Creyeron que el infierno había terminado? —tronó Garp—. ¡Ja! El infierno no se termina, muchachos. Sólo se transforma.
Una risa seca y breve salió de Franky. Luffy bostezó. Usopp, en cambio, tragó saliva con visiblemente más miedo que fuerza.
—Van a completar una prueba de coordinación táctica, aunque a la mayoría apenas les alcanza para coordinar el uso de sus propios pies —añadió el oficial que lo acompañaba, con tono áspero.
Garp apuntó con su dedo a una estructura al fondo del campo. Zoro entrecerró los ojos: parecía un tipo de obstáculo improvisado, hecho de madera rústica y sogas. Una especie de torre semiinclinada conectada con una red colgante, y más allá, una cuerda floja que pasaba por encima de un ancho foso de barro. En la cima de la torre, una pequeña plataforma elevada aguardaba con una caja de madera sólida. A un costado, un tablón angosto servía como puente para el regreso.
—Esa caja representa suministros médicos —explicó el oficial—. Cada equipo deberá trabajar en conjunto para cruzar el foso, trepar la torre, recoger la caja y regresar sin dejarla caer al lodo. Si lo hacen, pasan. Si no… repiten. Hasta que aprendan.
Garp miró a su acompañante, quien hojeó su tabla con desgano.
—Grupo cinco: Monkey D. Luffy, Roronoa Zoro, Usopp y… Franky.
—¡SÚPERRRR! —gritó Franky, levantando ambos puños al aire, provocando que unos pájaros cercanos huyeran espantados.
—¿Por qué no me sorprende? —murmuró Zoro.
—¡Oh no! ¡No, no, no! —balbuceó Usopp mientras miraba el foso como si fuera un abismo sin fondo—. ¡Eso es lodo! ¡Y es profundo! ¡Y seguro hay sanguijuelas! ¡O cocodrilos! ¡O ambos!
—Relájate, francotirador —le dijo Luffy, dándole una palmada en la espalda que casi lo manda al suelo—. ¡Esto será divertido!
Zoro bufó y escupió a un costado. No había diversión en esa prueba. Solo esfuerzo. Pero al menos, pensó, si fracasaban, no sería por él.
La primera en moverse fue la red. Luffy se lanzó como un simio, trepando a toda velocidad mientras la cuerda rechinaba bajo sus pies descalzos. Zoro fue detrás, más pesado, pero igual de ágil, con los ojos fijos en la cima. Usopp titubeó, y Franky lo empujó con un suave empellón que no fue tan suave.
—¡Vamos, muchachito, que esto no se sube con excusas!
—¡¡Voy a morir, lo presiento!!
El primer reto fue alcanzar la caja. Luffy la levantó con facilidad, pero entonces vino la verdadera dificultad: bajarla por el otro lado sin volcarla ni caer. El tablón de regreso parecía más angosto de lo que realmente era y tambaleaba con cada paso.
—¡Zoro, tú vas adelante! ¡Marca el paso! —gritó Luffy.
Zoro lo miró, sorprendido. No por el tono de orden, sino porque él mismo pensaba decir lo mismo.
—Entendido.
Zoro cruzó primero. Su equilibrio era perfecto, casi insultante, incluso con el barro adherido a sus botas. Cada paso era firme, su centro de gravedad controlado al milímetro. En la mitad del tablón, se detuvo y miró atrás.
—Franky, tú después. Usopp al centro con la caja. Luffy, cierras.
Franky asintió con entusiasmo y cruzó el tablón con una facilidad ridícula para alguien con brazos como columnas.
Usopp subió a la plataforma como si cargara una bomba nuclear. Se aferraba a la caja como si su vida dependiera de ella… lo cual, técnicamente, era cierto.
—¡No la sueltes! ¡Solo mírame a mí! —gritó Zoro desde adelante.
Usopp avanzó paso a paso, rodillas temblorosas. Un poco de barro cayó desde el tablón. Una ráfaga de viento sacudió la cuerda floja de más abajo.
—¡Voy a caaaaer!
—¡No vas a caer! —le gritó Zoro con los dientes apretados—. ¡Respira, idiota! ¡Ya casi estás!
Franky extendió una mano desde atrás, sujetando el extremo de la caja. Luffy empujaba suavemente desde atrás para estabilizar a Usopp.
En ese momento, la cuerda floja crujió. Un chillido escapó de Usopp, pero Franky lo sostuvo desde la espalda, apretando los dientes.
—¡Sigue moviéndote! ¡Es sólo barro, no lava! ¡A menos que tenga ácido, en cuyo caso, ¡SUUUUPER COOL!
Zoro avanzó el último tramo y ayudó a guiar la caja hasta el otro extremo, tomándola por uno de sus lados y bajándola con delicadeza.
—¡Hecho! —gritó.
Luffy dio un salto en el aire y aterrizó de un brinco, riendo como si hubieran ganado una medalla.
—¡Funcionó! ¡Eso fue increíble!
Zoro, sin decir nada, simplemente miró la caja. Estaba entera. Seca. Todos en pie. Lo habían logrado.
Garp, desde lejos, cruzó los brazos y asintió una sola vez, en silencio.
Usopp se dejó caer de rodillas en la tierra.
—No siento las piernas… ni los brazos… ni la esperanza…
Franky se echó hacia atrás como si el ejercicio apenas le hubiera calentado.
—¡Este grupo tiene chispa, hermanitos! ¡Súper coordinación! ¡Súper peligro! ¡Súper destino!
Luffy se reía. Zoro no dijo una palabra, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido a... confianza.
Tal vez no habían elegido a los más fuertes. Ni a los más cuerdos. Pero tal vez —solo tal vez— eran exactamente lo que necesitaban los unos a los otros.
Chapter 3: Capitulo 3
Chapter Text
La noche descendió sobre el cuartel como un suspiro contenido después de una jornada interminable. Las sombras se arrastraban entre los rincones del campo de entrenamiento, estirándose lentamente como si también ellas estuvieran exhaustas. Solo las luces tenues de los postes clavados en el suelo ofrecían resistencia, emitiendo destellos pálidos y amarillentos que parpadeaban cada tanto, como si dudaran de su propia existencia.
Zoro caminaba de regreso al barracón en silencio, con la camisa empapada de sudor pegada a la piel y el cuerpo cubierto de polvo y barro seco que le raspaba la piel como lija. Cada paso era una protesta de sus músculos, pero no la escuchaba. Su mente aún seguía en el foso, en el crujido de la cuerda floja, en el peso de la caja que sostuvo como si se tratara de una vida humana. Y, en cierto modo, lo era.
Al entrar al barracón, el olor lo golpeó como una pared invisible: transpiración, cuero mojado, vendajes usados y un tenue rastro de desinfectante barato. Todo comprimido en un espacio donde decenas de hombres jóvenes compartían el mismo aire, la misma fatiga, la misma incertidumbre.
Se sentó en el borde de su litera sin decir una palabra. Se quitó las botas despacio, dejando que el barro cayera en grumos al suelo. Después se frotó los ojos, sintiendo cómo la tierra se incrustaba bajo sus uñas, como una prueba tangible de que seguía vivo.
A su alrededor, el ambiente se apagaba poco a poco. Algunos reclutas ya estaban tendidos en sus camas, roncando como si lo hubieran hecho toda la vida. Otros murmuraban oraciones o frases inconexas. El murmullo de voces mezclado con el sonido de telas crujientes era casi hipnótico.
Zoro no se movió. Se quedó con los codos sobre las rodillas, observando el suelo con una intensidad que no tenía rumbo. Sus ojos no estaban allí. Estaban en otro lugar.
En el dojo.
En Kuina.
En el aroma del tatami después de un día de entrenamiento. En la voz tranquila de Koshiro. En el chocar de espadas de madera que marcaban el ritmo de una infancia que ahora parecía de otra vida.
Frunció el ceño.
A su izquierda, Luffy ya dormía. Había caído de lado, con una pierna colgando fuera de la litera y un brazo sobre la cara. Respiraba con fuerza, como si incluso en sueños siguiera corriendo. En la parte superior de la litera, Usopp estaba envuelto como un gusano en su sábana, murmurando incoherencias entre jadeos exagerados: “Capitán Usopp nunca retrocede... ¡Yo los salvare a todos!” decía en voz baja, atrapado en un sueño donde, seguramente, era un héroe.
Zoro los observó por un momento. Un par de días atrás, ni siquiera los conocía. Ahora, su destino comenzaba a entrelazarse con el de ellos sin que pudiera evitarlo.
Suspiró.
Luffy había tenido razón. Había sido divertido, en cierto modo. El desafío, la presión, incluso el miedo. Pero sobre todo... la sensación de haber logrado algo juntos.
Recordó cómo Franky había sujetado a Usopp en el último momento, cómo Luffy había confiado en él sin cuestionarlo ni una sola vez. Y cómo, pese a todos los errores, nadie cayó. Nadie falló.
Se frotó la nuca y se recostó lentamente en la litera, sin siquiera cubrirse con la manta. El techo de madera le devolvió una vista simple: astillas, clavos y manchas de humedad que formaban figuras abstractas.
—Me estoy esforzando —susurró, apenas audible—. Aunque esto no era lo que imaginaba.
El sueño lo alcanzó de golpe, como una ola cálida que arrastra sin permiso.
Rapidamente paso un mes.
Las mañanas comenzaban antes que el sol, con el estruendo violento de la trompeta y la voz rasposa de Garp rompiendo el silencio como una descarga de artillería. El suelo vibraba con las botas marchando al unísono. El aire sabía a metal, a esfuerzo, a barro y a rutina. Las voces de los instructores eran rayos que atravesaban los oídos; los castigos físicos, la tormenta diaria.
Zoro corría hasta que los pulmones le ardían. Aprendía a desmontar y montar un fusil en segundos, a cubrir a un compañero bajo fuego simulado, a mantener la vista firme incluso bajo el peso del agotamiento.
Luffy parecía inmune al dolor. Se reía en los entrenamientos, incluso cuando caía. Usopp progresaba poco a poco, cada día con menos temblores, cada noche con menos dudas. Franky se convirtió en una especie de locomotora humana, arrastrando neumáticos, empujando camiones, e incluso cantando marchas con letra improvisada.
Zoro no hablaba mucho, pero observaba. Escuchaba. Y cuando era necesario, actuaba. Su nombre comenzó a ser mencionado por los superiores. No como elogio, sino como advertencia: "El que se cae, que mire a Roronoa." Lo habían terminado usando como ejemplo para los demás, era desagradable.
El cuerpo se acostumbró. La mente, también. Y sin darse cuenta, una parte de él comenzó a anhelar la rutina.
Porque mientras la disciplina lo azotaba, lo mantenía en pie.
Porque mientras sus piernas temblaban, su voluntad se afirmaba.
Y porque mientras todo dolía… no había espacio para recordar a las dos personas que había dejado destrozadas por su desicion.
Una mañana la trompeta sonó más tarde de lo habitual, pero con una fuerza que rompía el aire como un disparo. Zoro se incorporó en su litera de inmediato, los músculos tensos, la mente aún tambaleando entre el sueño y la vigilia. Afuera, el cuartel ya comenzaba a despertar: las voces ásperas de los reclutas, las puertas de metal chirriando al abrirse, el eco de botas chocando contra el suelo como el tambor de una guerra inminente.
El aire estaba cargado de niebla y frío, y la luz del amanecer aún no terminaba de romper por completo. Aun así, todo el pelotón se preparaba. Ese día, el entrenamiento sería diferente.
Zoro lo había escuchado de uno de los supervisores la noche anterior: entrenamiento cruzado con escuadrones externos. En este caso, con los reclutas del cuerpo de pilotos. Técnicamente, eran considerados "élite", pero también les faltaba la rudeza del combate cuerpo a cuerpo. Por eso estarían allí solo unos dias: para aprender algo de defensa personal. Un favor que el cuartel les concedía por protocolo, más que por necesidad.
Zoro no se emocionaba fácilmente, pero había algo en la idea de compartir el entrenamiento con desconocidos que ponía en alerta todos sus sentidos.
El campo de instrucción tenía un aspecto distinto ese día. Habían retirado algunos obstáculos de tierra y reemplazado el circuito por tatamis improvisados, colchonetas de lona dura y zonas marcadas con tiza para los ejercicios. Al fondo, un grupo distinto comenzaba a llegar, caminando en formación pero con un aire completamente opuesto al que Zoro conocía.
Rostros relajados, pasos elegantes, uniformes impecables con insignias bordadas en dorado. No llevaban la suciedad crónica del barro ni las heridas mal vendadas que él y los suyos acumulaban como condecoraciones anónimas. Parecían de otro ejército.
Zoro se adelantó unos pasos, cruzando los brazos mientras observaba los primeros movimientos de los demás escuadrones. Y entonces… lo vio.
Primero fue una silueta entre las demás. Caminaba con el paso relajado de quien está seguro de que todos lo están mirando. Era alto, esbelto, de movimientos fluidos como los de un bailarín de jazz. Tenía una chaqueta de piloto a medio abotonar que colgaba de su hombro con la arrogancia exacta para parecer accidental. Un cigarrillo descansaba sin encender en la comisura de sus labios. Parecía una escena salida de una película. Como si no perteneciera a ese mundo de barro, sudor y disciplina.
Y el cabello... rubio, revuelto, dorado como el trigo tocado por el sol. Pero lo que atrapó a Zoro no fue eso. Fueron los ojos.
Azul hielo, afilados, como si pudiera ver a través de la carne y las mentiras. Ojos que no se reían, aunque su boca sonriera. Y cuando ese par de ojos se posaron sobre él —a lo lejos, sin apuro, como si midieran su alma desde el otro lado del campo— Zoro sintió algo que no conocía.
Algo que jamás habría admitido en voz alta.
No miedo. No ansiedad.
Era....
"Joder… ¿Qué demonios fue eso?" pensó, molesto consigo mismo. "Solo es un tipo bonito. Nada más. Bonito como una condena, pero un tipo, al fin y al cabo."
El rubio levantó una ceja. Lo estaba mirando de vuelta. Con descaro.
Zoro desvió la vista, apretando los dientes.
"Maldito bastardo elegante."
Era, sin dudas, alguien acostumbrado a llamar la atención.
Zoro frunció el ceño sin saber por qué. Había algo en él que le molestaba. O quizás… lo inquietaba.
—¿Quién demonios camina así a un entrenamiento de combate? —masculló entre dientes.
—Ese de ahí… es Sanji —murmuró Usopp desde un lado, con los brazos cruzados—. Piloto estrella. Dicen que es el mejor en simulador de vuelo. Uno de los mejores del escuadrón aéreo.
—Y también el que se ha acostado mentalmente con la mitad de las enfermeras —añadió Luffy, con la naturalidad de quien comenta el clima—. Nami dice que si vuelve a aparecer con una rosa, lo va a operar sin anestesia.
Zoro no respondió. Su mirada seguía fija en Sanji.
Y como si el universo tuviera sentido del humor… Sanji levantó la vista en ese instante.
Sus ojos se encontraron, y el piloto ladeó ligeramente la cabeza, como si lo evaluara.
Zoro entrecerró los ojos.
El entrenamiento comenzó con ejercicios básicos de defensa personal: agarres, bloqueos, caídas controladas. Zoro se movía con la destreza de quien conoce su cuerpo al milímetro. Era firme, directo. Su técnica, aunque no era refinada como la de un artista marcial, era eficaz y violenta.
Mientras tanto, Sanji parecía jugar.
Se movía con elegancia, como si bailara. Sus patadas eran precisas y su postura tenía algo de coreografía, como si cada movimiento hubiera sido ensayado ante un espejo mil veces. Sus compañeros lo seguían, pero ninguno tenía su presencia.
Zoro lo observaba desde el borde del tatami mientras tomaban un breve receso. Sanji se había quitado la chaqueta, dejando ver una camiseta blanca ajustada, manchada solo levemente por el sudor. El cigarrillo seguía en sus labios, sin encender. Parecía una extensión de su boca, como si no pudiera existir sin él.
Y entonces, Garp apareció. El instructor, con su voz de trueno, anunció la parte final del entrenamiento:
—Ejercicio por parejas. Uno de ustedes será atacante. El otro, defensor. ¡No me importa si son del aire o de tierra! ¡Hoy aprenden a pelear juntos!
Zoro se levantó, girando el cuello hasta que sonó un crujido. Iba a buscar a Luffy o Usopp, pero antes de que pudiera moverse… una sombra se plantó frente a él.
Sanji.
Sanji era... otra cosa. Ligereza. Gracia. Técnica que parecía decorativa hasta que veías lo rápido que podía reducir a un oponente sin siquiera ensuciarse.
En el primer cruce de miradas, Sanji se acercó más de la cuenta. Lo suficiente para que Zoro sintiera el aroma sutil de humo mezclado con colonia cara.
—¿Qué pasa, marimo? ¿El campo te queda grande? —le susurró Sanji, sonriendo con esa boca capaz de disparar y besar con el mismo tono.
Zoro frunció el ceño.
—Cierra la boca, cejas rizadas. Me vas a distraer con tanta elegancia.
Sanji se echó a reír.
—"Cejas rizadas", ¿eh? Qué original. ¿Y tú qué eres? ¿Alga marina con músculos?
Zoro sintió el calor en su cuello, no de vergüenza, sino de fastidio. Y otra cosa.
¿Qué clase de insulto sonaba... sexy?
Ambos se posicionaron. El instructor apenas alcanzó a dar la señal antes de que el primer movimiento estallara.
Sanji lanzó una patada giratoria con una agilidad impresionante, pero Zoro la desvió con el antebrazo, aprovechando la inercia para cerrar la distancia y buscar una llave al torso. Sanji reaccionó rápido, girando sobre sí mismo para zafarse, lanzando el peso hacia atrás y sacando otra patada desde abajo.
Chocaron.
No se hablaban, pero cada golpe era una conversación. Cada bloqueo, una frase cargada de orgullo.
Los demás reclutas se habían detenido para mirar. Incluso los instructores intercambiaban miradas. Era obvio: aquello no era solo una práctica.
Era un duelo entre dos naturalezas incompatibles.
—Estás tan confiado que ya me estás cayendo mal.
—Perfecto. Nos llevamos de maravilla entonces.
Zoro avanzó como una fuerza imparable. Sanji retrocedió con gracia, esquivando y girando como si flotara. Intercambiaron golpes, bloqueos, fintas. Sanji lanzaba patadas limpias, veloces como látigos. Zoro contrarrestaba con bloqueos sólidos, ataques directos, fuerza en bruto.
Cada choque era un poema de rabia y deseo sin palabras.
Zoro no sabía cómo alguien podía moverse así. Cómo alguien podía pelear como si estuviera bailando. Cómo alguien podía ser tan... jodidamente hermoso mientras intentaba arrancarte la cabeza.
—¡¿Vas a pelear o vas a quedarte mirándome todo el rato?! —rugió Sanji en medio del intercambio.
Zoro no respondió. Sintió algo en el pecho que le hizo devolver el golpe de manera más agresiva.
La pelea fue detenida por el mismo Garp, que les ordenó separarse con un gruñido lleno de orgullo mal disimulado. Ambos estaban jadeando. Zoro tenía un moretón palpitante en la costilla. Sanji, el labio ligeramente partido. Pero la energía que los unía era innegable: algo tenso, algo filoso, algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Zoro se quedó un segundo más mirándolo. No como se mira a un oponente. No como se mide a un enemigo. Sino como alguien que ha visto una obra de arte que le resulta tan inquietante como hermosa.
Sanji notó la mirada, y su sonrisa se borró un poco.
—¿Qué mierda me ves tanto? —dijo de repente, con un tono cortante. —. ¿Te enamoraste o qué, algas verdes?
Zoro parpadeó. El golpe no vino con puños, pero le dio de lleno en el pecho.
—Tch —desvió la vista, endureciendo la expresión—. No te sobrevalores, cejas rizadas.
Sanji bufó, se pasó una mano por el cabello y se alejó sin mirar atrás, su chaqueta colgando del hombro.
Zoro no dijo nada más. Se quedó allí, clavado al suelo como si las botas le pesaran una tonelada. Sintió una punzada en el estómago, no de dolor físico, sino de ese tipo de molestia que no se puede estirar ni aliviar con ejercicios.
"¿Qué esperaba? ¿Que me sonriera?"
Esa noche, el barracón estaba sumido en un silencio pesado. El único sonido era el de los cuerpos acomodándose en las literas, las mantas crujiendo, algún suspiro aislado. Zoro se acostó de lado, de espaldas al resto. Sus músculos ardían del entrenamiento, pero ese dolor ya no lo mantenía despierto.
Lo que no lo dejaba dormir era otro tipo de fuego.
“¿Por qué me dolió tanto?”, pensó, sin cerrar los ojos.
“Solo es un tipo… un tipo más. Bonito, sí. Maldito, sí. Pero solo un tipo.”
Y sin embargo, mientras la oscuridad lo envolvía, su mente no dejaba de reconstruir el rostro de Sanji con una precisión insoportable. El azul de sus ojos. La curva burlona de su boca. Las cejas rizadas que lo habían hecho reír… y luego doler.
Zoro apretó los puños bajo la manta. Se dijo a sí mismo que era un idiota por dejarse afectar por una frase. Por una sonrisa cortada.
Pero aún así…
Aún así, entre el sueño y la vigilia, entre el orgullo y la punzada de algo que no sabía cómo llamar, una pequeña voz se alzó dentro de él:
"Mañana lo veré otra vez."
Y solo por eso…
Solo por eso, valía la pena seguir despierto unos minutos más.
Catitomapchi on Chapter 2 Sun 04 May 2025 10:15PM UTC
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