Chapter Text
Llewelyn cuelga el teléfono con un golpe seco. Golpea el aparato una, dos, tres veces. Una enfermera lo mira intranquila desde el pasillo y él suspira, pesado. Quiere golpear algo, encender un cigarrillo, pero se recuerda dónde está y cierra los ojos.
Se pregunta si se ha precipitado.
No, está bien. Saldrá de esta.
Pasan las horas y sabe que debe partir lo antes posible. No esperaba pasar su fin de semana en un hospital al otro lado de la frontera, pero tal como han resultado las cosas, comienza a sospechar que deberá esperar cualquier cosa si sigue rondando por allí con dos millones. La perforación en el costado de su torso aún arde con cada paso. El color amoratado se ha ramificado hasta sus costillas, pero sigue vivo. Está vivo, y está seguro de que ese hijo de puta tampoco se la llevó gratis. Recuerda con detalle las gotas de sangre en el pavimento, el sigilo de las botas hacia un callejón oscuro.
Antes de irse, observa el ramo de flores en la mesita de noche. Los pétalos ya secos esparcidos en el suelo. Carson Wells ha muerto, y si no piensa bien su próxima jugada, será el siguiente en su retorcida lista.
No puede evitar repasar las palabras a través de la línea, el grave sonido de esa voz. Reconoce el tono; algo frío y calculado. No piensa dejar que irrumpa en sus nervios, pero a medida que avanza el tiempo, supone que tiene que pensar en algo mejor. No solo por el dinero, o por su vida. Por Carla Jean, que aún duerme en paz, ajena al posible acecho de un demente.
Logra cruzar de regreso a su país con nada más que botas y una bata de hospital. Se viste a duras penas en una tienda de ropa; camisa, vaqueros, un sombrero nuevo. Venda la herida de bala con doble vuelta a su torso y procura apretar lo suficiente para prevenir el dolor. Bebe un café que recobra el color de su rostro y, cuando siente que puede moverse correctamente, vuelve a la frontera para recuperar el maletín, aún oculto entre matorrales.
Con el dinero en mano, las ideas dispersas e impulsivas se hacen más detalladas, pero intenta mantener la mente fría. No morirá, no puede permitírselo. Incluso piensa en la idea de dejar todo a su bendita suerte. En llamar a su esposa para encontrarse con ella en algún lugar, a salvo, planear una ruta fácil y lejos. Un vuelo, lo que sea.
Lo piensa por bastante tiempo mientras el maletín pesa en su mano. No lo hará, lo sabe. Aún tiene que deshacerse de ese cabo suelto. Sin embargo, la llama apenas encuentra un teléfono público.
Escucha la ternura cifrada en su voz y le pide irse a un lugar seguro. Otro hotel, lejos, hasta que las cosas se calmen. Pero él no formará parte de ese plan, no tan pronto como quisiera.
Le reserva una habitación, un número aleatorio. La recepcionista tendrá una llave y una carta para ella; un mensaje directo. Además, guarda algo del dinero en el respiradero. Lo suficiente para unos años de vida plena. Se asegura de mencionarlo en la carta y algo similar a lo que ya le ha dicho: Si no recibes noticias de mí, asume que estoy con mi madre. Espera que pueda leerlo con una sonrisa y no con un rostro lleno de lágrimas. Mierda, espera que ni siquiera tenga que leerla, que todo resulte y puedan encontrarse lo antes posible.
No es primera vez que considera algo arrebatado. Tan solo llevarse el dinero de un tiroteo fallido ya es prueba de ello. En Vietnam, le sirvió la estrategia un par de veces. Lo salvó de una que otra muerte segura. Pero ahora, ya no sabe lo que hace, y no cae en cuenta de ello hasta que observa el hotel al otro lado de la calle.
El hotel dónde murió Wells.
No hay ningún policía, nada fuera de lo normal. Supone que el cuerpo ya ha desaparecido, ya han limpiado la escena y el hombre que busca ya debe estar lejos. Se queda allí y mira con atención, piensa en alguna forma de contacto.
De vez en cuando vigila sus espaldas, como si pudiera escuchar una vez más el taco de las botas, la respiración pesada, un disparo certero.
No tiene el control esta vez, pero puede usar el rastreo a su favor. Es seguro creer que está cerca, en acecho tras una negociación interrumpida por su propio orgullo. Es posible que el hombre espere otro intento de contacto, un arrepentimiento. Quizás lo anticipe o, quizás, simplemente dio la oferta por terminada al instante en el que Moss se burló, inconsecuente como suele ser.
Se acomoda el sombrero y cruza la calle hasta el hotel. No tiene muchas opciones más que dejarse encontrar. Espera que hospedarse allí sea un mensaje claro.
La recepción luce oscura, vacía; lo que sucede con el negocio tras un asesinato. Pide una habitación en el segundo piso, algo que le permita mirar la calle desde la ventana. No puede evitar preguntarse en qué habitación ocurrió la masacre, qué tanta sangre decidió derramar. Si es sádico o meticuloso, si lo disfruta o lo hace por deber. Todas las habitaciones suelen ser similares e imagina la escena las veces suficientes para delirar un poco.
Suspira y piensa en esconder una de sus armas para un rápido acceso. Sin embargo, no espera que entre en la habitación y lo mate allí mismo, incluso si eso suena como una posibilidad.
Sabe que no es idiota, él querrá un arreglo en sus propios términos. No se arriesgará a caer en una trampa. Llewelyn cree con firmeza en esa idea, de lo contrario, no se encontraría al borde de tal abismo.
Entonces, deja un mensaje claro en la recepción. Si un hombre pregunta por mí, dele el número de mi habitación.
No espera demasiadas horas. La noche cae como siempre, pero la alerta jamás desaparece. Toma un baño y limpia la herida con una tranquilidad ilusoria. Al terminar, se mira en el espejo empañado y distingue enseguida las ojeras, la lividez por la pérdida de sangre. Cambia la venda con dos vueltas precisas y ajusta. Luego, aplica un ungüento sobre los nuevos hematomas que adornan la piel y observa los desperdicios ensangrentados al fondo del basurero. Recuerda, por un momento, vestigios de su juventud.
Da un par de vueltas por la habitación, incapaz de sentarse a pesar del hueco punzante en su torso. Lleva demasiado tiempo en hoteles y moteles y ya se siente como algo que no pertenece; una persona en constante estado de transición, sin destino. Casi extraña el remolque, el espacio reducido de su habitación. Piensa en Carla Jean otra vez, luego tamborilea los dedos con los brazos cruzados.
Es casi a medianoche cuando recibe la llamada, un tono sórdido. Deja sonar el teléfono durante unos segundos y se mentaliza antes de levantar el auricular. No habla primero. Silencio absoluto, luego una respiración profunda. Una especie de frustración contenida.
—Esto no te llevará a ningún lado.
—Eres difícil de contactar.
—Ya tomaste tú decisión.
—Cambié de parecer.
Hay un silencio profundo como respuesta. Se pellizca el puente de la nariz e intenta ordenar sus ideas. No quiere mirar por la ventana, la posibilidad de su figura intacta en la oscuridad. Respira y vuelve a hablar.
—Tengo el dinero. Aceptaré el trato.
—No estás en posición de ofrecer nada. Perdiste tu oportunidad.
—Llamaste de todas formas.
Otro silencio. Moss finalmente se sienta en el borde de la cama, su pierna en continuo movimiento a medida que espera una respuesta.
—Decidiste un mal lugar.
—Lo sé. No subirás aquí de todos modos.
—No.
Moss retiene la respiración, piensa en volver a hablar, pero la voz lo interrumpe.
—Motel Agave Inn, deduce la habitación. Mañana a esta hora, traerás el dinero a mis pies.
No alcanza a responder nada. La línea se cuelga al instante en que termina su última oración. Quiere volver a golpear el teléfono, no lo hace. Respira con cautela y cuelga, luego se levanta con rapidez hacia la ventana. La calle luce vacía, ni un alma se asoma. Sin embargo, la presencia permanece y Moss siente un escalofrío en la nuca.
Tiene que actuar rápido.
Llewelyn no duerme esa noche, y un pensamiento le grita que debería haber disfrutado lo que podría ser su última siesta. Suspira y se frota el rostro. No puede dejarse caer en esas ideas, persistentes como la presencia invisible que lo acecha. Antes de partir, vuelve a mirar por la ventana; nada más que la luz del amanecer y la promesa de unas largas horas hasta el encuentro.
Apostó todo a ese tiempo, concedido con algo de su suerte. Así que mantiene la calma y deja el hotel antes de que el sol esté en su punto más alto. Viaja en taxi, hace autostop, sólo le importa llegar de una tienda a otra y ahorrar minutos. Encuentra una tienda agrícola oxidada por el desierto, a tres millas del pueblo. Compra fertilizante y nitrato de amonio. Lo pide como si supiera lo que hace, como si fuera un detalle para su próxima plantación o abono para el campo seco. Más tarde, compra aceite Diesel en la gasolinera; un galón pequeño que traslada a una botella plástica. Camina otras cuantas millas hasta una ferretería y compra un tubo PVC, lana de acero, una linterna y cinta adhesiva. Lo hace con una rapidez que le sorprende e inspecciona con habilidad el camino que han recorrido sus pasos. Mira a sus espaldas, constante, siempre con la pesada sensación de una mira que lo apunta.
Sube a otro vehículo y el taxista se queja del olor. Moss supone que deberá cambiarse antes del encuentro y guarda todo en una bolsa plástica. Se detiene en otro motel al mediodía, de mala muerte y a la orilla del desierto. Opaco y de habitaciones pequeñas. Paga menos por la estadía que por los materiales. La cama cruje cuando deja caer cada uno de los implementos y los observa sobre el cobertor.
Jamás ha hecho esto, pero conoce el procedimiento con una precisión que le extraña no haber olvidado.
Coloca el maletín al borde de la cama y separa los billetes en fajos. Contabiliza mentalmente lo que ha perdido, seguro de que se le pedirá el recuento. Casi le sorprende lo rápido que desaparece el dinero; entre hoteles, comida, ropa y materiales. Necesidades provenientes del mismo hecho de cargar con ello. Desliza cada billete sobre la cama con un rostro inmutable, hasta llegar al habitual doble fondo. Piensa en lo estúpido que fue por no revisar los billetes el primer día. No darse cuenta del obvio rastreador.
Niega con la cabeza y ordena lo que hay, sin nuevas lamentaciones. Desnuda su torso y cuelga la camisa en el baño para evitar impregnarse.
En un recipiente vierte los gránulos blancos y añade el aceite con un ojo cerrado. No más del quince por ciento, calcula. Revuelve con una cucharilla hasta algo gris y grasoso. Un olor a metal y óxido lo inunda de golpe a medida que introduce la mezcla en el tubo, luego compacta los bordes con la culata de un cuchillo y sella el espacio. Coloca dentro un filamento de acero. Pela con los dientes un cable de cobre y lo enrolla. Suelda un lado al polo de una batería y el otro a un interruptor que arranca de la linterna.
Hace una prueba rápida, chispas saltan sobre su pecho. Una mueca sin alegría. El proceso toma demasiado tiempo.
Refuerza el compartimiento del maletín con cinta negra y esconde el activador. El cableado desaparece bajo el forro como venas bajo piel. Devuelve todos los billetes a su lugar y lamenta por unos minutos la pérdida de tal exuberante monto.
Termina el procedimiento al caer la noche. Cierra el maletín y lo alza un par de veces, comprobando un peso que no sea sospechoso. Lo deja en el suelo y lo mira con atención. Un detenimiento que le hace repasar, en bucle, los posibles desenlaces.
Se lava las manos, temblorosas. El agua se desliza negra entre sus dedos y bajo las uñas. Aceite se pega entre los pliegues mientras observa el reloj, el vertiginoso avance de la aguja. Vuelve a bañarse y sacude la camisa ventilada. Se venda con tres vueltas, ajusta aún más fuerte y se viste, apresurado.
Medianoche. Llega al lugar en otro taxi que huele a sal y desierto. Aguanta la respiración la mitad del viaje, con los ojos cerrados y las manos ajustadas al maletín en cada resalto, procurando no moverlo. Se cuestiona desde cuando el pavimento tiene tantos baches. Por suerte, su manualidad de último momento no parece ir con complicación. Casi se compadece del taxista al bajarse, tan ajeno a la situación que a Llewelyn se le revuelve el estómago.
Como tal, deduce la habitación. Pregunta en la recepción con un tono amable, una coraza cálida que se agrieta poco a poco. Lleva la pregunta flotando desde ayer; dónde está y cómo luce. El recepcionista capta su vaga descripción y cede el número sin resistencia, en tono bajo, quizás con un billete en el bolsillo. Supone que le dejaron la instrucción lista, y a Moss le tranquiliza ver un rostro vivo y no un cadáver tras el mostrador.
El maletín le parece más pesado, pero quizás sea percepción errónea, o el cansancio en sus brazos. No lo sabe. No le da mucha importancia más que al hecho de que podría recibir un disparo incluso antes de tocar la puerta.
Respira profundo cuando se posiciona frente a ella. Habitación 121, la más lejos. Levanta el brazo y toca tres veces, ni más ni menos, como si fuera a encontrarse con un amante y no con la posibilidad de la muerte.
Traga en seco cuando la puerta se abre. Un rostro pálido se aparece con una sonrisa artificial, ojos oscuros y un corte de cabello que creyó ver mal la noche del tiroteo. Un escalofrío lo recorre de pies a cabeza, pero mantiene una expresión estoica dentro de los límites de su actuación. Ninguno dice una palabra, pero la puerta se abre más y él se hace a un costado para dejarlo pasar.
Ingresa a la habitación, rígido como cualquier estatua. Observa a su alrededor y distingue una luz tenue; una lámpara opaca sobre la mesita de noche, cortinas cerradas y un bolso negro junto a las patas de la cama. Espera, sin moverse, a que el hombre a sus espaldas cierre la puerta con seguro. Moss casi puede escuchar su respiración profunda cuando se mueve; la frustración, o quizás diversión. Está adivinando.
—Llewelyn Moss.
Nuevamente, es el primero en hablar. Pronuncia mal su nombre, con un acento extraño que se cifra en una voz grave. Moss no se da la vuelta, se queda quieto hasta que él hombre cruza la habitación con una calma inescrutable, como si todo ya estuviera decidido. Lo observa caminar hacia el sofá individual, en una esquina poco iluminada. Se sienta plácidamente y se estira hacia atrás, con el rostro contenido en algo indescifrable. Las sombras se proyectan en cada pliegue de su figura; una oscuridad que parece emanar de su propia presencia. Chigurh, es su nombre. Cómo se pronuncie. No le importa, no quiere ni pensarlo.
Aún de pie, su mano se ajusta con fuerza al asa del maletín; las uñas en la palma. Su calor podría ser suficiente para activar la catástrofe.
—¿Sabes que sólo estás retrasando lo inevitable?
No responde, pero sus ojos se clavan fijos en él. Piensa en cómo decir lo que tiene que decir, cómo proceder. Se repite que no puede temer si se encuentra en el punto de no retorno. Lo ve recoger desde abajo del sofá una especie de escopeta con silenciador y la acomoda en su regazo, con la misma calma inquietante. Casi quiere reírse, ni un ápice de humor en su rostro. Chigurh ni siquiera lo revisa. No parece preocuparle su posible escape, cualquier otra posibilidad, o un as bajo la manga. No hace falta. A sus ojos, sería demasiado estúpido.
Suerte que Moss no le importa esa categoría.
—Vine a cumplir mi palabra. —Da un paso. —¿Cómo sabré que cumplirás la tuya?
—Primero, el dinero.
Todo lo que dice suena como una imposición que le hace doler la cabeza. Se traga cualquier pensamiento y recuerda únicamente lo que debe hacer. Lo mira por unos segundos antes de decidir el próximo paso. Su contacto visual es prolongado, perfora su piel en cada minuciosa observación. Se pregunta si está siendo leído por él, si puede oler el aceite entre fajos y fajos de dinero.
A mis pies, recuerda Moss. Quiere estar seguro de hacerle en honor. Camina hacia él con pasos lentos, acortando la distancia. Lo siente como cruzar una maldita línea de seguridad, directo hacia una profunda caída. Un paso en falso demasiado deliberado.
Deja el maletín allí; en el piso, entre esas botas de cuero, entre sus piernas. Se toma un instante de divagación hasta que suelta el asa, como si soltara un enorme peso, una carga que ha perdido su propio origen. Casi es un alivio, uno que fluctúa directo hacia sus nervios cuando se endereza y retrocede.
Chigurh parece complacido, de una extraña manera. Su calma empieza a incomodar la que él ha construido en todo el camino hasta el motel. Se queda frente a él y luego, se aleja un par de pasos. Lo suficiente.
—Es lo que queda. No lo he contado.
—¿Lo que queda?
Llewelyn asiente.
—Habitaciones, armas, traslado, sobornos…
—Lo robaste.
—Lo encontré.
—No es tuyo.
—Hasta dónde sé, tampoco es tuyo.
—No, le pertenece a alguien. Mi trabajo es regresarlo.
Intenta no contradecir, pero no puede evitarlo. Se muerde la mejilla.
—¿Por qué mataste a Wells? Su trabajo era el mismo.
Chigurh suspira, rompe el contacto visual como si fuera una tortura responder, dar explicaciones. Aburrimiento, deduce Moss. Negociar no será fácil.
—No estás aquí para hacer preguntas.
Otra vez, asiente. No, no está allí para preguntar, pero el enigma en persona se encuentra frente a él.
—¿Alguna vez le cedes algo a quienes estas por matar?
El sarcasmo es obvio en su pregunta, y esta vez, el hombre sonríe. Es la misma sonrisa de antes; una especie de mueca que no transmite nada parecido a la amabilidad. Un escalofrío recorre su nuca con solo verlo, esa aparente burla.
—Nadie acepta su destino tan rápido como para pedir algo más que seguir con vida.
—Crees que estoy aceptando mi destino.
—Creo que sólo estas ganando tiempo.
Ahí está, una mirada capaz de ver más allá de su presencia. Llewelyn titubea por un segundo, sus piernas quieren ceder a la tensión, dejarse caer. Pero se mantiene allí, de pie en la habitación, frente a esa supuesta línea mental de seguridad y a una mirada que fluctúa entre el puro hastío y una rotura que quiere seguir presionando.
—Es todo lo que tengo ahora. —Responde. —Concédeme eso, al menos.
Chigurh lo mira fijamente. Las sombras en su rostro se distribuyen con irregularidad, como si algo hubiera cambiado en su esencia. Lo ve inclinarse hacia adelante, luego la punta de su bota roza el maletín. Moss suda frío, pero defiende su expresión. Lo único que podría delatarlo es el pulso frenético en su cuello.
—Yo no concedo. Cumplo con una consecuencia.
—¿Consecuencia?
—Tú creíste que podías tomar algo que no es tuyo sin pagar el precio.
Ya pagué bastante, quiere decir. Sin embargo, mantiene su silencio.
Evita la necesidad de mirar el maletín a sus pies, porque sabe que sus ojos lo siguen en cada preciso movimiento. El arma aún se mantiene firme entre sus manos, y Moss no sabe qué hacer con las suyas. Sus palmas sudan y podrían tambalear. Se toma el lujo de caminar unos pasos hasta la cama, sentarse allí bajo la mirada inquisitiva —no del todo suspicaz, quiere creer— y retira su sombrero para limpiar el sudor de su frente con el dorso de la mano. Posa sus palmas frías sobre las rodillas y se inclina hacia adelante, en un ángulo preciso para tener la mira apuntando a su pecho.
Deja escapar un suspiro. Ya ha llegado bastante lejos, más de lo que esperaba, no tiene sentido detenerse.
—¿Sabes? Wells me dijo que tenías ciertos principios.
Chigurh se reacomoda para apuntarlo con precisión. Sus botas aún en la base del maletín. Hay una sutil intriga que adorna sus ojos. Una paciencia que se extiende más de lo permitido.
—Eso dijo. —Reflexiona, casi como una afirmación, en un asentimiento pausado que revela una diversión latente.
—Principios que trascienden todo lo demás. —Continúa Moss. —Supongo que fue su forma de advertencia.
Él asiente, nada más. Y Moss se detiene a observar cómo procesa cada una de sus palabras, como sonríe como si supiera exactamente que decir a continuación para desequilibrarlo. Como las sombras de su rostro se tornan más oscuras y como se reacomodan al imperceptible cambio de sus micro expresiones.
Tiene un nudo en la garganta, uno que podría seguir ajustándose a medida que avanza la conversación. La escopeta podría ser disparada en cualquier momento, pero un consuelo surge cuando observa un dedo que permanece lejos del gatillo. De cualquier manera, el maletín sigue allí, y depende de las circunstancias su final. Moss sabe bien que podría terminar todo para él, en ese preciso lugar. Está sentado demasiado cerca.
Empieza a creer que una escapatoria solo existe a manos de ese supuesto destino, ahora, cuando ya no posee ningún control. Quizás debería abrir el maletín yo mismo, piensa.
Entonces, Chigurh vuelve a hablar.
—Curioso que creas entender mis motivos, Llewelyn Moss. ¿De verdad quieres gastar lo que te queda hablando de eso?
Moss sonríe apenas, una mueca bajo su bigote. No sabe si es una burla, o una resignación, pero por primera vez desde su encuentro, se atreve a mostrar los dientes.
—No creo entenderlos. —Responde, aún inclinado sobre sus rodillas. Luego hace una pausa, contemplando sus propias palabras. —Pero me pregunto qué otra cosa podría importarle a un hombre como tú.
Silencio. Chigurh no responde de inmediato. Deja caer su cabeza hacia atrás y exhala. Casi parece considerar apretar gatillo y hacer volar los perdigones hacia la superficie de su rostro. Moss traga saliva y contiene cualquier ápice de inquietud, cualquier movimiento. Se arriesga como nunca y una adrenalina extraña irrumpe entre sus canales sanguíneos, desde su estómago hasta lo más bajo. Piensa en aquellos tiempos, en los que debió aferrarse a la vida como única esperanza tangible. Ya no tiene eso, porque nunca lo tuvo realmente. Ha sobrevivido por suerte, por azar, porque siempre ha acarreado con él la traicionera propensión de su cuerpo a entregarse al peligro.
Carla Jean siempre ha reclamado eso de él, cada impulsividad. Se pregunta, por un instante, si por esa razón escogió a una mujer como ella; tan sosegada para su corazón autodestructivo.
Una respiración irrumpe en sus pensamientos. Él hombre lo mira fijo, luego habla con voz profunda, medida. Una advertencia.
—Hablas como si tu voz pudiera alterar algo. Como si yo fuera alguien a quien puedes persuadir. Pero el resultado ya fue escrito, mucho antes de que dijeras una sola palabra.
Llewelyn prueba el límite de su paciencia. Lo sabe y, aun así, responde.
—Bueno, aquí estamos. Tú decides si merezco seguir vivo y durante cuánto tiempo…Debes tener alguna regla.
Puede notar los dedos que se ajustan a la escopeta, el grosor alarmante de ese silenciador. Tan mecánico, tan calculado. Es claro que el hombre no deja rastros, nada, probablemente ni siquiera deja huellas, residuos de sangre. Se pregunta qué ocurre tras su paso. Si la policía lo ha agarrado alguna vez. Cuál es la premisa metódica a su favor, por qué está aquí, al acecho, con una tranquilidad tan alarmante. Una que se rompe sólo cuando pregunta, cuando insiste.
Aunque sea una pequeña grieta, Moss cree poder quebrarlo.
Chigurh se levanta de su asiento, la escopeta sin dejar su mano. Usa la punta de la bota para empujar el maletín hacia Moss, que no puede evitar tensarse cuando el hombre se acerca con lentitud a su posición.
Llewelyn mira hacia arriba, observa la seriedad intacta en su rostro, las sombras proyectadas en ángulos firmes. Ahora lo ve más cerca, más aterrador. Tiene intacta la imagen de la calle desierta, a plena noche, con un agujero supurante bajo la camisa. Tiene el sonido de las botas, el arma larga, la lentitud en los pasos mientras él se escondía tras una camioneta; tembloroso como cualquier presa.
Es la misma adrenalina, la emoción desbordante, el terror desconfiado. No lo entiende, pero se intensifica cuando el maletín se detiene, ahora a sus pies.
—No se trata de reglas. Se trata de equilibrio. Y tú…—Una pausa, la punta del silenciador casi roza su pecho. —Tú lo alteraste.
El arma sube, la punta toca su pecho y se detiene cerca de su cuello. Contiene la respiración por un leve instante en que es observado; ojos sobre las cicatrices opacas de su rostro, sobre el cuello que se estira un poco más arriba, más alto, para mirarlo bien.
Moss empieza a pensar que hay algo más en esto. Ahora que el maletín está cerca, se plantea una última absurda posibilidad; una que le quema las vísceras a fuego lento.
No responde. Mantiene su silencio y piensa. Hay un orden, un destino, algo que reestablecer. Este hombre no disfruta asesinar, debe hacerlo, supone. Luego se cuestiona; qué puede haber en él que transgreda sus reglas, sus supuestos ideales.
Y entonces, como si leyera su mente, Chigurh vuelve a hablar con esa voz que remece, en una afirmación.
—Principios, no reglas.
Moss respira entrecortado, su barbilla alzada. Luego pregunta.
—¿Cuál es la diferencia?
—Las reglas cambian según la conveniencia. Los principios, jamás.
Chigurh lo mira tan fijo, tan intenso, que siente que podría desarmarse bajo sus pupilas. Lo analiza, observa cada rasgo como si fuera un sujeto de muestra, algo que mover con pinzas. El peligro del disparo sigue latente; una distancia como esa deformaría su rostro, esparciría sus sesos sobre el colchón. Lo dejaría muerto, vacío, y el hombre se iría con las botas limpias.
Su corazón se desboca ante el pensamiento, un impulso confuso remueve su organismo. Vuelve a respirar y con la mirada fija en él, responde.
—Entonces dime cuál de esos principios vas a usar conmigo.
No creyó ver jamás los dientes de ese hombre hasta que observa nuevamente esa sonrisa, algo perverso en los relieves de sus mejillas. No saber lo que piensa le aterra un poco más que el silenciador en su garganta. No saber cómo proceder, qué hacer con el maletín tan cerca. De pronto, el arma desciende y Chigurh retrocede, como si nada, como si aún fuera demasiado pronto para volar su cabeza de un disparo. Se aleja unos pasos, no lo suficiente para sentirse a salvo, solo para dejarlo respirar por un instante. No mira el maletín, pero lo deja allí, a sus pies. Moss intuye que no es casual.
—Ya lo sabes, pero te lo diré de todas maneras. —Dice, su tono bordea lo inquietante. Moss escucha. —Cuando el equilibrio se rompe, se paga con algo. Una restauración.
Chigurh se detiene a unos pasos, mira el maletín, luego a él, y continúa:
—El principio, Moss, es simple: Cuando un hombre fuerza su voluntad sobre algo que no entiende, el desequilibrio es inevitable.
Una pausa, lo mira, y ese mirar no le parece humano. Moss piensa en algo técnico, calculado en sus detalles, como si evaluara los restos de algo dañado. No le da la espalda, pero se mueve lejos para arrastrar una silla desde el rincón. Se sienta allí, lejos y silencioso ante su expectativa, luego apoya la escopeta en su muslo. Esta vez no apunta, no hace falta.
El maletín reside ahí, una sentencia evidente. Chigurh lo vuelve a mirar.
—Ábrelo.
Ordena con una seriedad implacable que despierta todas sus alertas. Moss empieza a sudar, su pulso se acelera a medida que observa el maletín. Imagina el olor del combustible, el fertilizante oxidado, el papel quemado. Lo piensa bien, el posible desenlace. Están en un lugar cerrado, quizás una persona normal resida en la habitación continua. Quizás pierda una maldita extremidad. Se pregunta en qué momento dio con tal idea, y al mismo tiempo considera arrodillarse y aflojar las pretinas.
—¿Por qué?
Moss se atreve a preguntar y Chigurh simplemente repite.
—Por favor, ábrelo.
La petición suena tan deliberada e impuesta que tiene que acercar el maletín a sus pies con una mano torpe. Permanece allí sentado, al borde de la cama, y él hombre frente a él se mantiene tan lejos que su deducción se hace obvia. Observa de reojo las ventanas cerradas, la cortina que las cubre. La posibilidad de escapar se hace tan imposible que mantiene sus manos ahí, sobre ambas correas, expresivo en su angustia, con miles de preguntas.
—¿Tienes miedo? —Pregunta Chigurh. Moss niega, pero no se convence ni a sí mismo. El hombre sonríe. —Demuéstralo.
Sus manos sobre las correas se sienten calientes, sudorosas, una maldita gota se desliza de su frente hacia el cuero intacto. Por un breve instante, se replantea todas las decisiones que ha tomado para llegar ahí, frente a ojos que lo diseccionan en un motel de mala muerte. Respira profundo, el aire es denso, como si la habitación hubiera estado sellada desde un inicio para este momento.
Mira a Chigurh, su rostro confiado. No puede saber lo que hay dentro y, sin embargo, lo sabe.
Desliza los pulgares bajo las hebillas, tira ligero y el primer broche cede con un clic seco. Un vacío estremecedor se apodera de su estómago; la tensión, el peligro. Por alguna razón, su boca se humedece al aflojar la última pretina. La mirada constante le quema la piel, la extraña certeza. Chigurh no es inmune, lo sabe. Moss se inclina a entenderlo; si el destino quiere que él hombre muera, morirá.
Abre el maletín porque la consecuencia le pertenece. Chigurh lleva esa premisa en sus labios sellados. Tira del último broche y abre la tapa.
Nada ocurre. Silencio.
Los fajos de billetes se mantienen intactos, nada se dispara más que el olor aceitoso en el espacio reducido. Permanece allí, incapaz de moverse. Los dedos fijos en el cuero, con la sensación fantasma del fuego, la piel quemada. No hay nada de eso, pero su rostro se vuelve rojo y arde cuando levanta la mirada y Chigurh lo mira. Su cuerpo permanece inmutable y erguido, sin embargo, hay algo diferente en su expresión.
No es burla, ni certeza. No lo sabe, pero es diferente. Moss traga saliva apenas, con una respiración errática que no había notado hasta ahora. Por primera vez en la noche, siente algo que lo remueve más profundo que el miedo.
Vergüenza.
Se mantiene en silencio, una confesión involuntaria que no requiere voz. Chigurh se levanta de su asiento, pero Moss no puede observar nada más que el maletín intacto a sus pies, los billetes, las oportunidades en el vacío. Escucha algo metálico, un tintineo, algo siendo recogido.
Cuando alza la vista, el hombre está posicionado frente a él otra vez. Ya no porta la escopeta, ahora lleva algo diferente. No es un arma, es una herramienta. Un tubo liso conectado a una manguera. Moss lo ha visto antes; una pistola de perno cautivo. Traga en seco y se pregunta: ¿Así, sin más? ¿cómo un maldito animal?
No necesita apuntar, sólo acercarse lo suficiente. Apoyar el cañón metálico en su frente y asegurar que la presión no se escape. El resto es técnica, y aire comprimido.
Moss ahoga un respiro tembloroso cuando siente la punta del arma bajo su barbilla. Ya es familiar, sospecha. Mantiene su silencio cuando siente su rostro alzarse a la altura de su torso. Sus mejillas arden ante su propia obediencia.
—Creíste que podrías decidir como termina. —Dice, sin burla. Solo una afirmación.
Moss no responde, no tiene palabras. Entorna los ojos hacia el maletín, ahora un poco más lejos de ambos.
—¿Es eso lo que te hizo pensar que eras diferente?
—No. —Moss se apresura en decir, su mandíbula apretada. Traga saliva y posa su mirada en él, un contacto irrompible. No puede evitar corregirse ante el tono de su voz. —Sí.
Una pausa. Chigurh asiente. —Pero no funcionó.
Silencio. Luego él inclina su cabeza hacia atrás como si estudiara la situación, sus propias palabras. El metal roza la mejilla de Moss, la comisura de sus labios. Un tirón caliente asalta su cuerpo; una mala idea. Baja la vista y observa la hebilla brillante frente a él, el pantalón ajustado a la cintura.
—Nada funciona. —Esta vez susurra, con el cilindro fijo en su mano. —Solo sucede.
Otra vez, Moss no dice nada. El metal se posa en su frente casi como un ritual, un tubo que podría perforar su cráneo con un simple golpe. Piensa en la escopeta olvidada, en la nueva manera de sentirse al borde de la muerte. Se pregunta si es una especie de compasión enferma de su parte; algo mecánico, más rápido, indoloro. Lo piensa, y el pensamiento le cala los huesos como si su tiempo finalmente se extinguiera.
—Quieto. —Ordena. Y lo hace, petrificado ante el paso de los segundos.
Puede ver de reojo como su otra mano se dirige hacia el tanque metálico, listo para liberar la presión y penetrar un agujero perfecto en la superficie de su cabeza. Imagina el dolor inexistente; la velocidad con que esa materia sangrienta se deformaría en su núcleo. Sin embargo, no puede acatar, no puede ceder sin intentar una última desafortunada opción. Se concentra en el contraste, en el frío metálico contra el calor creciente. Uno en cada extremo de su cuerpo descompuesto.
Antes del disparo, Llewelyn alza sus manos hacia la gruesa hebilla. Sostiene sus dedos sobre el cuero del cinturón. Un movimiento arriesgado, no le importa. No tiene mucho más que perder. Y se afirma allí, desorientado. Luego sube la mirada, únicamente para saber si empeorará o no la situación.
El metal se aleja de su frente, ojos se posan en los suyos con algo lejano a la habitual indiferencia. El agarre no le conmueve, no se inmuta. Pero se detiene, y eso es más de lo que Moss ha logrado en toda la noche.
La idea de abrir su boca para ofrecer algo más que palabras le corroe el cuerpo, sin embargo, una dureza leve y humillante se presiona bajo la tela de sus vaqueros cuando el hombre no se aparta. Cuando simplemente lo mira con atención, a espera de la propuesta más insignificante, la más común. Moss se dispone a hablar, sin mover sus manos.
—Puedes tomar esto. —Hace una pausa, traga saliva. —Restaurar el equilibrio.
Un sobresalto sacude su cuerpo cuando el tanque cae al suelo y una mano firme se detiene en su barbilla, los dedos enterrados en sus pómulos. Lo sostiene ahí, con fuerza, y Moss no puede evitar jadear por la repentina presión sobre su piel.
—Eres persistente.
Dice, con voz ronca. Y Moss se cuestiona si hay algo en su propio comportamiento azaroso que no deja de irrumpir en sus tan preciados principios. Quizás así sea. Todo lo ha llevado allí, no por destino, por un azar irrefutable que domina su propio cuerpo. Su constante impulso a ser tragado por el riesgo. El hombre ajusta el agarre y continúa:
—Pero ya diste todo lo que tenías.
Moss desliza sus manos con una suavidad que no conoce. Se ajustan en la hebilla; una lo sostiene y la otra tira ligero del cinturón, listo para hacerlo ceder. Es una respuesta, una negación. Su cuerpo se estremece cuando escucha la respiración pesada sobre él, oculta bajo una expresión impasible.
—Aún respiro. —Responde.
—¿Y crees que eso vale algo?
Moss alza la mirada desde abajo, proyecta lo que tiene bajo pestañas húmedas. Sonríe sin dientes, sin humor, sin nada. Solo con un orgullo interno que se niega a caer.
—Ya estaría muerto si no.
Chigurh suelta su rostro con la misma dureza y un dolor punzante le recorre la piel, las medialunas rojas al borde de su barbilla. Da un paso hacia atrás y sus manos se ven obligadas a alejarse. El tanque reposa en el suelo, la pistola bajo la cama. Moss se queda quieto mientras intenta descifrar si algo se ha agrietado en el rostro contrario. Nada.
Con las mejillas rojas, ve al hombre meter la mano a su bolsillo y sacar una moneda. Alzarla como si fuera una especie de amuleto. Luego, la coloca sobre su pulgar. Listo para lanzar.
—Escoge.
—¿Qué?
Él suspira, la moneda expectante.
—Es todo lo que puedo hacer. Escoge.
Traga saliva, la garganta se le seca tan solo pensar en dos posibles desenlaces. No ha tenido suerte precisamente en el azar, por más que su cuerpo se incline a ello. Se pregunta una y otra vez si ambas opciones son las que tiene en mente. Si volverá a recoger el tanque, o si sus manos volverán a traspasar lo intocable. Respira. Cierra los ojos por un instante y piensa en su esposa.
No es momento para eso, se reclama. Quizás lo sería, pero sólo en uno de los resultados. No sería un último mal pensamiento.
—Cara. —Responde. Sus ojos fijos en el tanque.
Chigurh lanza la moneda. Da dos vueltas en el aire y la atrapa con precisión. La estampa sobre el dorso de su otra mano. Luego lo mira, fijo. Retira la mano y observa en un silencio sepulcral.
Moss no lo ve, el resultado flota en el aire. Pasa un segundo y él vuelve a guardar la moneda en su bolsillo.
Su corazón late frenético en el espacio comprimido de su torso. La expectación se reduce a segundos que le queman el cuerpo. Baja la mirada al suelo y mantiene el silencio. No puede hacer mucho más. Hasta que una mano tibia y áspera se detiene en su nuca. Ddedos se entierran entre sus cabellos sudorosos.
Moss no alcanza a procesar nada cuando es lanzado al suelo. Cae de rodillas, a sus pies, se sostiene cerca de sus botas y tantea la alfombra sucia. Su cuerpo arde, y todo se le revuelve cuando distingue, sobre su hombro, la figura de Chigurh. Es él quién está sentado al borde de la cama ahora. Tiene las manos en los muslos y las piernas separadas. Su rostro serio y ligeramente expectante.
Ya no tiene que decirle que hacer.
Llewelyn se posiciona frente a él, sus manos se detienen sobre las rodillas y ve como el hombre desliza las suyas a sus costados para darle espacio. Se detiene en su respiración, pesada y caliente. Su propio vientre pulsa como una piedra astillosa. No tiene por qué mirarlo, pero siente que debe hacerlo. Tampoco se llena del terror esperado cuando sus manos finalmente retiran en cinturón.
Lo hace con precisión. Este es su lanzamiento de moneda. Suelta el primer botón y tira de los pantalones, lo suficiente para distinguir una sombra húmeda sobre la ropa interior.
No es precisamente un experto, tampoco un novato. El primer movimiento es torpe a pesar de la convicción. Está aún demasiado desorientado, hambriento de la peor manera posible. Lo que toca está medio duro y emana un calor que le hace salivar. Sube las manos a las caderas del hombre, se inclina, y abre la boca para humedecer aún más la tela con la lengua. Casi puede sentir como él se tensa bajo sus manos.
Su lengua es pesada, lo sabe. Se desliza por la tela como si se estuviera preparando a sí mismo. Baja el elástico sin usar las manos y el miembro endurecido salta a su mejilla como un acto instintivo, predestinado incluso. Se afirma en el hombre y antes de siquiera seguir, la mano de Chigurh se ajusta nuevamente en su nuca, obligándolo a levantar la mirada hacia él.
—Te ofreciste. —Afirma, con un suspiro ronco. Lo dice como un recordatorio que deberá repetir. O repetirse, piensa Moss, que asiente con ligereza y párpados pesados, en un silencio suficiente para que sus labios puedan abrirse y succionar.
Chigurh no deja su nuca, pero tampoco lo guía. Solo se afirma en él y entierra los dedos en su cabello. Tira y acaricia con una rudeza que Moss no ha conocido antes, pero que no le molesta. Lo permite, a medida que sus labios descienden. Siente una humedad rugosa en la curvatura de su lengua, y si se concentra demasiado en ello, su propia presión bajo los pantalones lo hará incapaz de seguir adelante.
Puede verse así mismo incluso con ojos cerrados. Arrodillado, sometido de una manera que por mucho tiempo le fue ajena. Hunde la boca hasta que arde, demuestra lo que cree es su propia agencia. Quiere que él lo note; el poder que se cifra en su cuerpo, la posibilidad de desestabilizarlo, de desarmar principios sin palabras.
Un jadeo ahogado se desliza de sus propios labios cuando la punta roza el fondo de su garganta. Necesita retirarse por un instante, respirar y prevenir la eventual arcada. Pero un gemido rudo e inesperado irrumpe en sus pensamientos. No puede evitar levantar la mirada, observar con atención lo que está provocando. Ojos caídos, una frente contorsionada, un intento desmedido por no ceder al instinto natural. Llewelyn reiría si no fuera por su boca ocupada y la fricción dolorosa entre sus piernas.
La mano en su nuca se desliza hacia su mejilla, limpia el desastre de saliva que se ha acumulado en sus comisuras. No es suave, tampoco violento. Es práctico. Desliza su dedo pulgar dentro de la cavidad de su boca y lo aparta con lentitud de su regazo. Llewelyn entorna la mirada; lo ve goteando, erguido, sin correrse todavía. El dedo de Chigurh roza su lengua, la textura de sus dientes, la tibiez de sus mejillas. Un gemido entrecortado lo abandona. Está hecho un amasijo de nervios expuestos en el suelo sin siquiera tocarse. Podría morir de solo pensar en ello.
Siente un agarre preciso en el brazo. Chigurh lo alza en silencio para que se siente en la cama. Llewelyn lo hace y se desploma sobre la colcha como algo aturdido, sin dirección ni pensamiento. Respira y se limpia la boca con el dorso de la mano. Tiene el sabor salado y sudoroso en el paladar, pero la sensación se esfuma cuando la cercanía del hombre se hace más real, más presente. Lo empuja sobre su espalda y rasga su camisa de un tirón eficiente. Lo hace jadear del imprevisto, de la frialdad que roza su pecho desnudo cuando levanta la musculosa hacia arriba. Algunos botones se pierden en el proceso y Chigurh, inclinado sobre él, detiene una de sus manos en la venda ensangrentada que rodea su torso.
Llewelyn mira hacia abajo. No había notado el hilo de sangre, la presión dolorosa en la herida apenas cicatrizada. Deja caer su cabeza hacia atrás y se concentra, no en el dolor, en el temblor interno que lo aprisiona. Respira apenas cuando Chigurh retira una navaja plegable de su bolsillo trasero, algo pequeño y útil, pero lo bastante afilado para tensar sus nervios. La otra mano le abre los pantalones, libera su miembro y aprieta con una fuerza que lo hace sollozar de la expectación y levantar las caderas sin su voluntad.
Chigurh lo mira desde arriba, sus ojos dilatados recorren cada espacio de su cuerpo, cada extraña cicatriz; rasguños, cortes, laceraciones. Fragmentos sólidos que perforaron alguna vez la piel, que se cerraron en sí mismas, en queloides robustos que se ocultan bajo el vello. Respira agitado cuando la hoja helada roza la superficie de su piel y se adentra bajo las vendas para cortarlas y tirarlas al suelo. Es una simple observación, una que lo desarma por completo. El pulgar de Chigurh presiona el círculo supurante y Moss gruñe; un dolor que electrifica su propio y desalmado placer.
La sangre que brota es ligera, pálida y ensucia los dedos del hombre en las yemas. Para su alivio, la navaja se cierra y la guarda. Pero Chigurh no se detiene; arrastra sus pantalones por el borde y tira hacia abajo. Moss se inclina para quitárselos él mismo, pero una mano lo empuja de nuevo hacia el colchón. Suspira pesado y se deja hacer. Él le quita las botas, los calcetines, y las heridas en sus pies se vislumbran, enrojecidas, llenas de costras. De la misma manera el desastre de perdigones en su hombro desnudo. Sus mejillas se calientan y su miembro brinca sonrosado sobre su base cada vez que una mano recorre las aberturas de piel.
Es la misma vergüenza ardiente; la sensación de estar expuesto y vivo bajo la mirada de un asesino sistemático. Chigurh no se desviste, nada se expone en él más que el sudor en su frente y su pantalón abierto. Llewelyn se retuerce bajo el toque de sus manos y piensa en la idea de acercar las suyas más allá de lo simbólicamente permitido. Piensa con fugacidad en las heridas que él podría ocultar, en la piel morena bajo su camisa. Piensa en él con un apetito que va más allá de los términos establecidos, que va más allá de la consecuencia. De manera repentina se siente sucio, un azar enviciado que nubla la poca lógica que le queda.
Chigurh se apoya de rodillas sobre la cama, sobre él. Desliza una mano sobre su muslo desnudo y sus vellos se erizan al contacto. Moss reprime la necesidad de tocarse para liberar la presión, la contracción constante. Pronto cede al impulso y su mano vaga entre sus piernas. Se muerde los labios para evitar cualquier sonido cuando se afirma, cuando inicia el vaivén inevitable.
La degradación se hace más evidente cuando la mirada del hombre cae sobre él, sin expresión más que un control firme. Le agarra la muñeca y la dobla. Puede escuchar algo similar a un crujido suave, algo que se desarma dentro de la piel. Ahoga un alarido y casi siente que podría correrse con la sensación, pero solo quema, arde, y permanece en su lugar.
—No te muevas. —Ordena. Su voz profunda le recuerda lo que está ocurriendo.
Moss gira su rostro hacia las sábanas, su perfil expuesto y dolorido. No responde, pero él sabe que está acatando lo pactado. Una de sus piernas se alza, Chigurh la levanta hacia él y acerca su boca a la parte interna de su muslo. Reprime todo tipo de sonidos, apenas, pero otro gemido gutural se escapa cuando dientes se entierran en lo más profundo de su carne, hasta el fondo, hasta que la piel se hunde en hileras de sangre.
Duele; más que el disparo ya olvidado, más que la piel desprendida. Quema, pulsa, y no se detiene, incluso si la lengua caliente del hombre se desliza sobre la superficie herida. Lo disecciona, saborea su sangre, lo caza.
Siente que podría desvanecerse allí mismo, olvidarse de su propia maldita existencia. Sus caderas se alzan en busca de contacto. Chigurh suelta su pierna y desciende hacia él con calma. No cede, pero algo se libera. Las manos gruesas yacen a sus costados, sus torsos no alcanzan a tocarse de la misma manera que sus entrepiernas. Es un roce involuntario que lo hace temblar de pies a cabeza, inclinarse hacia la fricción húmeda, jadear suave en busca de aire. Aferra sus manos a la chaqueta, se hunde con valentía bajo la camisa y toca la piel. Chigurh no se retrae, no lastima, no responde, pero se mueve sobre él, se frota y respira pesado sobre su cuello desnudo.
No dura demasiado, él se retira antes del desborde. Es controlado, preciso en el movimiento, y Llewelyn no puede hacer más que esperar el siguiente paso.
Su muslo sigue pulsando, sigue desprendiendo sangre espesa. Ignora la posibilidad de una maldita infección y respira entrecortado cuando Chigurh desliza los dedos sobre la herida hasta llenarlos. Es lento en su movimiento, metódico, sin embargo, permanece impredecible a cualquier acción que Llewelyn pueda prevenir.
Siente enseguida la intromisión molesta, los dedos que hurgan entre los pliegues de sus muslos para hundirlos en él. Ensangrentados, húmedos por el previo roce de su saliva, rígidos y al mismo tiempo suaves. No puede evitar tensarse, apretar la mandíbula con fuerza, enterrar una de sus manos en el brazo del hombre. Chigurh lo mira fijo por un segundo y desliza su otra mano hacia su cuello. No presiona, no ajusta, pero se queda allí, amenazante.
Llewelyn lo entiende. Intenta relajarse. Pero el dolor y la fricción es eventual, una tensión que va más allá de su propio control. Respira lento, profundo, intermitente. Sus ojos se cierran y hace lo que puede por soltarse, pero la intromisión es persistente, provoca un lagrimeo inconsciente bajo sus pestañas que lo hace sentirse más duro, más humillado.
Chigurh se detiene y un respiro de alivio contenido abandona los labios de Llewelyn. Abre los ojos y observa su figura sobre él; su rostro extrañamente paciente, impasible. No hay arrepentimiento, mucho menos piedad, sólo entendimiento de que su cuerpo es parte de un orden, algo que debe ejecutarse correctamente.
Se alza con calma, con una compostura que Moss no puede entender del todo. Retira su chaqueta y la deja caer, luego abre los botones de su camisa, uno a uno. Moss contiene la respiración al observar su cuerpo; algo tangible. Es grande, la anchura de sus brazos se hace más evidente cuando lo ve inclinarse contra él. Chigurh mantiene su mirada fija en su rostro cuando finalmente lo toma en su mano. El contraste le nubla el juicio, la aspereza en el vaivén controlado. Hay un ritmo preciso que lo hace delirar, una mano que los junta a ambos y se desliza, húmeda, empapada en fluido preseminal. Moss gime bajo, su labio tiembla bajo la mirada del otro. Tan contenida, refrenada incluso. Pero tan atenta a sus expresiones.
Hay algo en sus respiraciones juntas que lo desarma por completo, algo en la peligrosa cercanía de su boca. Un beso cruzaría los límites de lo necesario, pero sigue una consecuencia inevitable. Moss lo piensa, jadea entre labios entreabiertos y busca algo a lo que aferrarse. Afirma una mano en la nuca contraria y se inclina hacia él, por impulso. Es un beso torpe, un choque de dientes. Chigurh parece querer retraerse, pero sólo puede hundirse más en su boca. Moss siente la lengua intrusa en su cavidad, el sabor de su propia sangre, la mano bruta que de pronto se detiene en su garganta y unos dientes que se entierran en la húmeda carne de su labio inferior.
Hay dolor, piel herida, y un gimoteo que lo arrastra hacia el borde. Chigurh deja sus miembros para deslizar dos dedos hacia su boca. Los hunde sin permiso, puntual bajo su lengua. Humedece los falanges con saliva espesa, con la sangre que brota de su labio abierto. No entiende si es un castigo, una corrección, o una parte fundamental de lo que sigue. Pero Llewelyn se mantiene quieto, respirando apenas; ahogado, lleno, desbordante.
Una pierna se ajusta para separar las suyas. Los dedos ahora se hunden con más facilidad, más hondo, y Moss suspira cuando se siente atravesado, estimulado de la manera más injuriosa. Aún duele, pero ya no se tensa demasiado. No es mucho el tiempo que Chigurh continúa hasta que puede abrirse lo suficiente, hasta que un gemido casi obsceno abandona sus labios lesionados.
Un agarre en su cadera lo insta a voltearse, a sucumbir con el rostro hacia las sábanas. Aferra los dedos a la tela y respira cuando la intromisión ocurre con un reemplazo evidente. El hombre es grueso, sus manos firmes se presionan en sus caderas a medida que empuja. Exacto hasta en tal movimiento, y controlado de una manera que lo hace temblar. Se presiona hasta llenarlo por completo. Llewelyn no se sorprende de esa capacidad propia, pero entierra los dientes en el dorso de su propia mano a medida que la fricción arde en sus bordes.
El hombre se queda allí un instante, se inclina hasta que su pecho roza la tibieza de su espalda desnuda. Un escalofrío lo recorre cuando un gruñido grave se entierra en su piel, cerca de su nuca; una contención que desearía ver romperse.
Como sea, se mantiene allí, quieto y boca abajo. Es un acuerdo. Llewelyn nunca se ha entregado así, porque siempre ha necesitado más. Tocar, rozar, morder. Fundirse en su acción desesperada, aferrarse a carne viva y respirante. No es la falta de control, es la sensación inminente de soledad, de deshacerse como un instrumento, como algo diseccionable.
Él hombre tiene la presencia necesaria para reducirlo. Chigurh. Intenta pensar en su primer nombre, en la persona antes que la figura inmutable. Intenta recordar, pero las palabras se deshacen apenas las piensa.
Un empuje leve provoca su deslizamiento contra el cobertor. Un roce que lo distrae de la punción en su espalda baja. Está cerca, podría estarlo. Piensa en eso, en su nombre, en los dedos que se hunden en su piel. Es la idea de transgredir, de desarmar, la que lo que lleva al borde.
Deja de morder su mano con un jadeo y voltea el rostro. Su perfil enrojecido hacia la figura que lo toma.
—Yo no…— Un gemido, otro empuje. Respira con dificultad. —No recuerdo tú nombre.
Él se detiene, no dice nada. Una respiración pesada es lo único que percibe desde su posición, un agarre tibio y sudoroso contra su piel.
Un quejido lo abandona cuando siente el vacío, la sensación del hombre retirándose de su cuerpo. Piensa por un instante en que todo ha terminado, en que puede irse apenas, jadeante y con una erección intacta. Piensa en hacer auto stop hasta El Paso, en dejarse ceder en lágrimas a medio camino, entre risas sardónicas, sintiéndose tan vivo como muerto.
Eso no sucede, no todavía. El agarre se hace más duro, más violento. Uñas se entierran en la carne de sus caderas y es volteado boca arriba, trémulo y desorientado. Su corazón se desboca cuando observa el rostro de Chigurh contra él, arrebatado a pesar de sus frenos. Agarra sus piernas y lo embiste una vez más, de golpe, profundo. Nada importa más que el gemido desbordante que escapa de sus labios rotos. Algo allí que lo nubla por completo; un punto preciso, una presión que le quema las entrañas y deforma su dolor en algo placentero.
Chigurh se inclina contra él, gruñidos ásperos se filtran entre sus dientes apretados.
—No lo necesitas. —Responde en su oído, luego se hunde, una y otra vez. No le importa nada más que perseguir su destino; el final inevitable y caluroso que se ha acumulado.
Llewelyn se retuerce, se afirma en los brazos contrarios con necesidad, araña y entierra. No hay dolor en el hombre, no hay una reacción visceral más que el sudor contra su pecho y las arrugas de su frente. Baja la mirada y observa el repetido choque de sus caderas, la sonoridad encarnada entre sus cuerpos. Alcanza a visualizar una venda enrojecida en la pierna de Chigurh; una herida real, la herida que él provocó durante el tiroteo.
Vuelve a él y se aferra a su imagen; al dolor contenido, al jadeo que abandona su boca entreabierta, aún roja por su propia sangre.
Es en ese instante que una explosión desarma sus sentidos, algo que se derrama desde el fondo de su organismo. Se empapa así mismo en hileras viscosas mientras su cabeza se inclina hacia atrás con un gemido lastimero. Es rápido, eventual, y la sensibilidad viene con ello. Espera desaparecer, hundirse entre las sábanas por el resto de su maldita vida. No sucede; él persiste, respira y lo ahoga con una mano alrededor de su cuello expuesto. Mantiene el ritmo preciso en sus caderas, demasiado cerca de su cuerpo. Llewelyn aguanta la respiración y lo recibe sin más, cierra los ojos con fuerza y se sostiene en esa mano como si se aferrara a la misma muerte.
Lo siente hundirse en él un par de veces más hasta que ocurre. La mano en su cuello se ajusta y enrojece, aprieta y le niega el aire. Observa apenas su rostro; contraído y jadeante. La gota de sudor, los labios abiertos. Un humano como cualquier otro.
El derrame en su interior lo llena y un gemido ronco y envolvente del hombre estremece lo que queda de su cuerpo. Chigurh respira, su pecho sube y baja como si el aire hubiera cambiado por algo más denso. Permanece dentro por unos segundos, lo suficiente para recomponerse y desajustar la mano asfixiante. Cuando lo libera, Llewelyn tose y se afirma el cuello. Se ahoga, lagrimea y olvida como respirar.
Chigurh se retira y lo mira en silencio; su rostro ahogado y descolocado, la marca en el cuello, las heridas supurantes. Una vergüenza encarnada que se encoje sobre sí misma.
—Respira. —Le dice, como una orden o una simple sugerencia. Moss lo hace, apenas, y soba su cuello. Un dolor que toma forma, por primera vez en la noche, tal como es.
Es inevitable la sensación fatalista; algo ha terminado, reducido a la nada. La habitación parece cerrarse como un cuadrado asfixiante. La iluminación le parece familiar, extraña, como si hubiera estado allí por años, alejado de todo y todos. Las sábanas respiran, el sudor se impregna, el semen gotea entre los pliegues de su piel. Tiene la garganta reseca, un sabor metálico y duradero. Ha olvidado el peligro; el aceite inflitrado al fondo del maletín, el explosivo, o la simple idea de sus cuerpos muertos.
De Chigurh muerto, de él vivo, lejos, con dos millones.
No ha pasado nada de eso y, sin embargo, todo parece absurdamente destinado. Coherente. Una arquitectura sin modificar.
El hombre se levanta de la cama como quién se despierta en la mañana. Se limpia con simpleza. Mira el baño a la distancia como si estuviera pensando en la posibilidad de una ducha rápida. Se sube los pantalones con cierto cuidado y lo mira, aún agitado y desnudo. Moss no lo mira de vuelta. En cambio, se incorpora con pesadez. Alcanza su pantalón desde el suelo y retira una cajetilla aplastada. No tarda mucho en encenderse un cigarro. No fuma de manera habitual, pero últimamente le parece necesario.
Chigurh lo observa fumar y toser, luego mira el maletín a corta distancia. No le sorprende la poca percepción de peligro que Moss posee. Verlo vivo, respirando bajo consecuencia, le incomoda. Mira la pistola de perno cautivo en el suelo, su lejanía, desplazada a la nada. El equilibrio fue restaurado sin su uso. Con un cuerpo. No puede actuar más allá.
Moss lo ha entendido. Lo entiende. Porque fuma allí, desnudo y apacible, como quién acepta lo recibido. Un intercambio calculado. Ahora puede verlo, en lo acuoso de sus ojos, en el temblor ligero de sus piernas.
Ordena el desorden, reacomoda y controla. Todo vuelve a su bolso negro. Moss no se mueve de la cama, pero cada tanto lo mira y luego hacia la ventana cerrada, hacia la puerta. Lo ve sobándose la piel magullada; un animal que se lame las heridas. Chigurh revisa el maletín y observa en silencio el detalle. Huele el fertilizante y los cables pelados. Conoce el método, tan factible como arriesgado.
Ahora mismo podría estar muerto. El destino no lo quiso así.
Coloca el maletín entre sus pies y se arrodilla con cierta precaución, lejos del cuerpo desarmado sobre la cama. Lo abre con calma, separa los fajos sin tocar los extremos, y no le lleva mucho encontrar el borde irregular. Permanece impasible, incómodo por la simple necesidad de bañarse. Utiliza la misma navaja y la introduce por la costura para desactivarlo. Un truco decente.
Respira momentáneamente el olor, la nube de nicotina, la calada profunda.
—Tendría cuidado con eso si fuera tú. —Dice Moss, simple, a medio cigarro.
Chigurh lo mira con seriedad.
—Ve al baño. No estaré aquí cuando termines.
Moss se inclina, se coloca los pantalones con cierta dificultad y apaga el cigarro en la madera sin importarle el agujero chamuscado. Luego le devuelve la mirada, fijo, sus ojos vagan por su torso aún desnudo. Considera las palabras antes de decirlas.
—¿Cumplirás el trato?
Lo piensa por un segundo, piensa en el orden. El dinero está frente a él a pesar del absurdo intento. Moss lo mira con determinación, espera una respuesta porque ha dado lo que tenía para ello.
La esposa ya no es parte de la ecuación, y él tampoco.
Imagina otra posibilidad; el sello que evitó. Lo imagina lívido sobre la cama, el rostro tan reventado como el de Wells. Suspira. No ha pasado. El cuerpo de Moss está demasiado vivo, ileso y acorde a sus actos. Aún permanece desnudo y sudoroso.
Chigurh asiente en silencio, no dice nada más. Y es suficiente para que Moss recoja su ropa y camine hasta el baño con un cojeo silencioso.
Pasa una hora hasta que sale del baño; rearmado como una vasija quebrada. Chigurh ya no está, nada persiste más que el olor a colonia quirúrgica en el aire. Observa en silencio un botiquín sobre la mesita de noche, y a su lado, una moneda.
Más tarde, Llewelyn Moss toma un taxi hasta El Paso. Vendado, vivo. Con una moneda gastada en su bolsillo.