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Dragones de Esperanza: Un refugio silencioso

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Capítulo I — El rugido que no conocía

POV Daemon

El mar de Rocadragón estaba inquieto esa tarde. Las olas golpeaban la orilla con un ritmo irregular, como si el propio mar se hubiese vuelto nervioso. El aire traía olor a sal y tormenta, mezclado con el humo lejano de las chimeneas del castillo. Caraxes reposaba a unos metros, el cuello largo curvado, alas plegadas y respiración profunda. Yo observaba la línea gris del horizonte, buscando nada en particular, cuando lo escuché.

Un rugido.

Pero no el rugido agudo y serpenteante de Caraxes, ni el rugido áspero de Syrax. Este era diferente: grave, profundo, un trueno vivo que parecía abrir grietas en la niebla. Antes de que pudiera asimilarlo, otro rugido lo siguió, de tono distinto, y luego un tercero, más vibrante y agresivo. Tres voces desconocidas.

Caraxes levantó la cabeza bruscamente, bufando. La arena se estremeció bajo el latigazo de su cola. Los guardias de la playa, que hasta entonces estaban medio distraídos, se pusieron en tensión inmediata.

—¿Son nuestros, mi señor? —preguntó Mandon, el más joven, con la voz temblorosa.

—No —dije seco, sin apartar la vista de la bruma—.

La neblina empezó a desgarrarse bajo un batir de alas tan poderoso que el viento nos golpeó antes incluso de verlos. Y entonces aparecieron.

El primero surgió como una sombra inmensa, alas negras como la noche, cada escama reflejando un brillo apagado bajo la luz gris. Sus movimientos eran pesados pero controlados, como un animal que sabe que no tiene rival. El segundo, verde esmeralda, parecía más joven pero no menos peligroso; sus alas se tensaban con energía nerviosa. El tercero era dorado pálido, resplandeciendo como si atrapara la luz del sol que no había en aquel cielo nublado.

Rhaenyra llegó a mi lado, con Jacearys y Lucerys a sus flancos. Sus rostros reflejaban tensión y una pizca de incredulidad. Baela y Rhaena descendieron corriendo por la pendiente, seguidas de Rhaenys y Corlys que mantenían un paso más controlado. Tras ellos, maestres, sirvientes y guardias se desplegaron en semicírculo.

—Daemon… —Rhaenyra habló sin apartar los ojos del cielo—. ¿Conoces a esos dragones?

—No. Y eso es lo que me preocupa.

El negro descendió primero, sus garras hundiéndose en la arena con un golpe seco. Un rugido surgió de lo profundo de su garganta, un rugido que hizo que hasta Caraxes retrocediera un paso. Los otros dos aterrizaron casi al mismo tiempo, agitando nubes de arena y gotas de mar.

Y entonces los vi. Los jinetes.

En el lomo del negro, un hombre desplomado hacia un lado, el yelmo suelto cayendo al suelo. El rostro pálido y ensangrentado era inconfundible.
—Es Aegon… —murmuré, apenas creyéndolo.

En el verde, Aemond yacía inconsciente, la cabeza inclinada y el parche sobre su ojo. Su brazo derecho estaba empapado en sangre. En el dorado, Alicent se apoyaba sin fuerza sobre Criston Cole, ambos inconscientes, las ropas y armaduras manchadas de rojo oscuro.

—Por los Siete… —susurró Rhaenys.
Corlys frunció el ceño, la voz grave:
—Esto no es una visita. Es una retirada desesperada.

—¡Nadie se acerque aún! —ordenó Rhaenyra, alzando la mano.

Los tres dragones desconocidos se movían inquietos, respirando hondo, soltando nubes de vapor caliente que se mezclaban con la bruma marina. Caraxes, a mi lado, mantenía el cuello alto, observando cada movimiento, pero sin emitir su chillido habitual. No era miedo… era cautela.

Un maestre se adelantó.
—Mi señora, si viven, no lo harán por mucho sin atención.

Jacearys dio un paso hacia Aemond, pero yo lo detuve con una mirada.
—No se envían reyes y príncipes inconscientes como carnada —dije—. Si están aquí, es porque algo los obligó.

Rhaenyra vaciló, luego asintió.
—Que los atiendan, pero que no se les quite la vista de encima.

Los maestres y guardias se movieron rápido. Alicent fue la primera en ser bajada; su piel estaba tan fría como la espuma del mar. Criston Cole tenía el costado hundido y respiraba con dificultad. Aemond estaba pálido, con un hilillo de sangre en la comisura de los labios. Aegon, inconsciente, tenía la sien abierta y un brazo torcido.

—Respiran, pero la fiebre es alta —dijo Maestre Gerardys—. Y… estos dragones… no son como los nuestros.

Me acerqué a Drogon, y sus ojos dorados me atravesaron como un filo caliente. Rhaenys se inclinó hacia mí.
—Daemon… si no son de aquí…
—Entonces vienen de un lugar peor —terminé la frase.

La arena vibraba bajo el peso de los tres. Sus colas golpeaban el suelo con un ritmo casi sincronizado, y sus miradas seguían cada paso que daban los guardias con las camillas. No parecían confiar en nosotros, y nosotros tampoco en ellos.

—¡Que nadie toque a los dragones! —grité—. Si quieren seguir a sus jinetes, lo harán, y no podremos detenerlos.

Rhaenyra caminaba junto a la camilla de Aegon, observando su rostro inmóvil.
—Nunca pensé verlo así —dijo en voz baja.
—No te engañes —le advertí—. Una serpiente inconsciente sigue siendo una serpiente.

Mientras subíamos por el sendero hacia la fortaleza, Caraxes se apartó para dejarnos pasar. A nuestras espaldas, Drogon, Rhaegal y Viserion permanecieron en la playa, pero sus cabezas se alzaron, observando, como centinelas que esperaban la oportunidad de moverse.

Algo me decía que no habían venido solo a dejar a sus jinetes… sino a quedarse.

Chapter 2: El rugido que no conocía parte 2

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Segunda entrega — POV Daemon

El ascenso desde la playa hasta el patio principal de Rocadragón nunca me había parecido tan largo. El sonido del mar quedaba atrás, pero los pasos apresurados de los guardias y el crujir de las camillas llenaban el aire. El olor a sangre se mezclaba con el de la sal y la humedad.

Aegon iba primero, la cabeza ladeada, la herida en la sien aún sin cerrar, con un paño improvisado que se teñía de rojo a cada paso. Aemond detrás, su brazo colgando de forma que me hacía pensar en un hueso roto. Alicent y Criston Cole cerraban la marcha, ambos inmóviles salvo por el débil ascenso y descenso de sus pechos.

Rhaenyra caminaba junto a la primera camilla, su rostro tenso, sin hablar. Yo me mantenía unos pasos atrás, vigilando tanto a los guardias como al cielo. Tenía la sensación constante de que en cualquier momento, uno de esos dragones desconocidos sobrevolaría nuestras cabezas.

Los portones del castillo se abrieron con un chirrido. Dentro, el patio estaba ya preparado: maestres con agua caliente, lienzos limpios y cestas llenas de hierbas. La noticia de nuestra llegada había corrido más rápido que nosotros.

—Llévenlos a la enfermería, todos juntos —ordenó Rhaenyra.
—¿No sería más prudente separarlos? —preguntó uno de los capitanes de la guardia.
—No —dije antes de que ella respondiera—. Si alguno despierta, quiero que vea que los otros siguen vivos. Así se controlarán… al menos por un momento.

La enfermería de Rocadragón era amplia, con techos altos y ventanales que dejaban entrar la luz gris del día. Las camas de madera estaban cubiertas con mantas gruesas. El olor a hierbas medicinales era fuerte, casi ocultando el aroma metálico de la sangre.

Aegon fue colocado en la primera cama, Aemond en la de al lado. Alicent y Criston, uno frente al otro, separados por un pasillo central. Maestres y aprendices se movían de un lado a otro, cortando ropa, limpiando heridas, aplicando ungüentos.

Me acerqué a la cama de Aemond. Tenía un corte profundo en la clavícula y la piel alrededor estaba ya amoratada. El maestre, un hombre mayor de manos firmes, levantó la vista.
—El hueso está roto y hay hemorragia interna. No puedo asegurar que pase la noche.

Caminé hacia Aegon. Su herida en la sien estaba peor de lo que parecía en la playa.
—El cráneo podría estar fracturado —me dijo otro maestre—. Si se hincha, no habrá nada que hacer.

Alicent estaba fría al tacto, con un hematoma oscuro en el costado derecho. Criston Cole respiraba con un silbido húmedo, el pecho vendado apresuradamente.

Rhaenys entró en silencio y se detuvo junto a mí.
—Esto no es una batalla… esto es una carnicería.
—Una batalla deja sobrevivientes que pueden hablar —le respondí—. Esto parece… huida.

Rhaenyra se unió a nosotros.
—Daemon… si despertaran, ¿qué les preguntarías primero?
—No les preguntaría. Les miraría los ojos. La mentira siempre se esconde ahí.

Los maestres siguieron trabajando. Los sirvientes traían cubos de agua y retiraban telas ensangrentadas. Afuera, a través de una de las ventanas, vi una sombra moverse en el cielo. Me incliné para observar mejor: era Drogon, volando bajo alrededor de la fortaleza, como si estuviera reconociendo el terreno.

—¿Has visto eso? —preguntó Rhaenys, siguiendo mi mirada.
—Sí. No me gusta. No vuela como un explorador, sino como un guardián que mide su dominio.

En ese momento, un aprendiz de maestre entró corriendo.
—Señor… el verde… —se interrumpió al ver mi mirada—. Quiero decir, el dragón verde… se ha movido hacia la entrada del puerto. Parece que… está bloqueándola.

—Perfecto —murmuré—. Uno vigila el cielo, otro el mar… y el dorado, ¿dónde está?
—En la playa —respondió el muchacho—, pero no se aleja de las huellas de su jinete.

Rhaenyra frunció el ceño.
—Quieren asegurarse de que no podamos sacarlos de aquí… ni impedir que ellos se marchen si lo desean.

—O de que nadie más llegue —añadí.

Rhaenys cruzó los brazos.
—Daemon, si esto es lo que creo… esos dragones no pertenecen a nuestra guerra.
—Tal vez no —asentí—. Pero están aquí, y ahora nuestra guerra es también suya.

El sonido de un cuerno nos interrumpió. No era señal de alarma mayor, pero sí de advertencia. Un guardia entró, sudoroso.
—Mi señora, mi señor… Caraxes se ha acercado al negro. Están… comunicándose.

Me giré hacia Rhaenyra. Ella me miró con la misma expresión que yo debía tener: una mezcla de interés y preocupación.

—Quiero verlo —dije, y salí de la enfermería sin esperar respuesta.

Chapter 3: El rugido que no conocia parte 3

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Tercera entrega — POV Daemon

El aire en el patio estaba más frío que en la enfermería. Caminé a paso rápido hacia la muralla oriental, donde las almenas daban vista directa al risco y a la playa. El cuerno había dejado de sonar, pero los murmullos se intensificaban a medida que me acercaba.

Guardias y sirvientes se apiñaban junto al parapeto, asomándose para ver lo que ocurría abajo. Con un gesto de la mano despejé el camino. Desde mi posición, la escena parecía sacada de un sueño que bordeaba la pesadilla: Caraxes, mi dragón, estaba frente a frente con Drogon.

La diferencia de tamaño era evidente. Caraxes era largo y serpentino, con el cuello curvado como una serpiente a punto de atacar; Drogon, en cambio, era una mole oscura, con alas tan grandes que proyectaban sombra sobre la arena incluso con el sol bajo. Ambos emitían sonidos graves, no rugidos, sino una especie de vibración profunda que se sentía más en el pecho que en los oídos.

—¿Están… hablando? —preguntó un joven guardia junto a mí, con voz temblorosa.
—Si lo están, no es un idioma para hombres —respondí sin apartar la vista.

Caraxes movió la cabeza hacia un lado, mostrando el perfil, como si evaluara al otro dragón. Drogon respondió inclinando las alas, dejando ver las cicatrices en su lomo. No eran marcas de batallas recientes… sino de algo más antiguo, algo que ni siquiera yo podía identificar.

Más lejos, casi oculto entre rocas, vislumbré a Rhaegal, el verde. No se acercaba, pero tampoco apartaba la mirada. Era evidente que vigilaba, y su postura tensa sugería que estaba listo para intervenir.

—Mi señor —dijo un capitán de la guardia que se acercó a mí—. Los hombres están inquietos. Dicen que los dragones extraños son presagio.
—Presagio de qué —pregunté sin girarme.
—De que nuestra guerra no es la única que se libra —respondió en voz baja.

Me quedé mirando a Drogon un instante más. Algo en sus ojos me recordaba a las historias antiguas que escuché de niño: dragones que venían de tierras lejanas, que no reconocían a los Targaryen como amos por derecho de sangre, sino solo por fuerza y respeto ganado.

Giré para bajar de la muralla y dirigirme a los establos. Tenía que mantener a Caraxes bajo control; un enfrentamiento ahora sería un desastre.

En el patio, encontré a Rhaenyra esperándome.
—¿Qué viste? —preguntó sin rodeos.
—Un duelo silencioso. Caraxes y Drogon se están midiendo… y el verde observa como juez.
—¿Crees que se reconocen?
—Sí. Pero no como hermanos. Más bien como rivales que saben que no vale la pena pelear… todavía.

Rhaenys llegó entonces, cubierta por un manto oscuro.
—Hay rumores entre los sirvientes —dijo—. Que esos dragones vienen del fin del mundo, que sus jinetes no son hombres, sino fantasmas.
—Déjalos hablar —le dije—. El miedo es útil.

Entramos juntos en la fortaleza. El olor a leña quemada nos recibió en el gran salón. Los maestres habían cerrado las puertas de la enfermería y habían colocado guardias para impedir que nadie se acercara sin permiso. Los heridos seguían inconscientes.

Me detuve frente a la puerta y escuché. Dentro, se oían pasos, el choque de cuencos, murmullos de maestres. Ninguna voz de los cuatro que yacían en las camas.

—Daemon —susurró Rhaenyra—. ¿Y si mueren antes de decirnos por qué vinieron?
—Entonces nos quedará interpretar el mensaje de sus dragones. Y no me gusta ese idioma.

La tarde se fue tornando gris. El viento soplaba fuerte contra las paredes, trayendo consigo el olor del mar y el lejano eco de los rugidos. Desde una de las torres, un vigía anunció que el sol se estaba ocultando y que el negro y el verde se habían retirado un poco, pero seguían cerca.

Cuando la noche cayó por completo, Rocadragón estaba en un silencio extraño. Ni siquiera los sirvientes hablaban en voz alta. Afuera, en algún lugar de la oscuridad, tres dragones que no nos pertenecían montaban guardia… sobre sus dueños inconscientes.

Yo no dormí esa noche. Me quedé junto a Caraxes, con una mano en su cuello, sintiendo su calor y escuchando, muy a lo lejos, el sonido grave y pausado de un rugido que no conocía.

Chapter 4: El rugido que no conocia parte 4

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Cuarta entrega — POV Daemon

El amanecer llegó como una mancha pálida sobre el mar, pero yo ya estaba despierto desde horas antes, sentado en un banco de piedra junto a la explanada donde Caraxes dormía. La noche había sido inquieta: cada cierto tiempo, un rugido lejano, grave, se filtraba entre el viento, y Caraxes levantaba la cabeza, olfateando el aire como si esperara respuesta.

Cuando los primeros rayos tocaron las murallas, vi movimiento en la playa. Drogon estaba ahí, agazapado como una montaña viva, con el cuello recogido y las alas plegadas. A su lado, más lejos, Rhaegal yacía con el cuerpo semienterrado en arena húmeda, solo sus ojos vigilantes visibles.

Rhaenyra apareció detrás de mí, envuelta en una capa gruesa.
—No has dormido.
—Tampoco lo han hecho ellos —respondí, señalando a los dragones—. Míralos. No se mueven mucho, pero están atentos… siempre atentos.

A nuestra izquierda llegó Jacaerys, con el paso aún inseguro por el frío.
—¿Podemos acercarnos? —preguntó, con un brillo de curiosidad en los ojos.
—Podemos intentarlo —dije—. Pero que Caraxes no se aleje de mí. Si se irrita, no responderé por él.

Rhaena y Baela llegaron corriendo, seguidas de Rhaenys, que las retenía con una mirada de advertencia. Corlys, más prudente, se quedó un poco atrás. El grupo parecía más una familia reunida por un misterio que una corte vigilando enemigos.

Descendimos juntos hacia la playa. El olor a sal era intenso, y cada paso hacía crujir los guijarros bajo nuestras botas. Drogon levantó la cabeza antes de que estuviéramos a cincuenta pasos; sus ojos, rojos y profundos, nos recorrieron uno por uno. Caraxes, detrás de mí, soltó un rugido grave en respuesta.

—No es hostil… todavía —murmuré para Rhaenyra.

Baela, siempre valiente, dio un paso al frente.
—Son hermosos… de una forma distinta. Drogon parece hecho de noche, Rhaegal de bosque, y el dorado… —buscó con la mirada— ¿Dónde está el dorado?
—No lo veo —respondió Rhaenys, escaneando el horizonte—.

Fue entonces cuando una sombra enorme cruzó sobre nosotros. Alzamos la vista y lo vimos: Viserion, dorado y blanco, descendiendo desde lo alto de un acantilado. Sus alas producían un silbido agudo al cortar el aire. Aterrizó con un estruendo de arena y piedras, a poca distancia de Drogon y Rhaegal.

—Ahora están los tres juntos —dije en voz baja—. Mira cómo se colocan: el negro al centro, el dorado a su derecha, el verde vigilando la retaguardia. Es una formación… casi militar.

Jacaerys frunció el ceño.
—¿Crees que obedecen órdenes? Sus jinetes están inconscientes…
—O quizás no necesitan palabras para obedecer —le respondí—. Algunos vínculos van más allá de la voz.

Nos acercamos lentamente. Caraxes se deslizó a mi lado, manteniendo su cuello bajo, aunque sus ojos nunca dejaron a Drogon. Este último inclinó la cabeza hacia mí, como evaluando si debía tolerar mi presencia. Sentí una presión en el pecho, una mezcla de desafío y aceptación, como si me invitara a dar un paso más.

—Daemon… —advirtió Rhaenyra—.
—Tranquila. Si quisiera matarme, ya lo habría hecho.

Avancé un par de pasos, hasta que pude sentir el calor que emanaba de su piel negra. La textura era distinta a la de Caraxes: sus escamas eran más grandes, irregulares, algunas con bordes mellados como si hubieran resistido golpes de armas desconocidas.

Drogon emitió un soplido fuerte, un vapor caliente que me golpeó la cara. No retrocedí.
—Así que… tú eres el líder, ¿eh? —murmuré, aunque sabía que no necesitaba entender mis palabras para captar mi tono.

Rhaegal dio un paso hacia la izquierda, acercándose a Rhaenyra. Ella lo miró fijamente, sin moverse.
—No se parece a Syrax —comentó—. Tiene un olor distinto… como a tierra mojada.
—Eso viene de lejos —dije—. De un lugar donde la lluvia y la sangre se mezclan.

Viserion, mientras tanto, parecía menos interesado en nosotros y más en las huellas de la playa. Olfateaba, se agachaba, incluso clavaba las garras en la arena como si buscara algo.

—Está marcando territorio —dijo Rhaenys, observando—. Eso no es simple instinto de protección… es un aviso.

Corlys intervino por primera vez.
—Si marcan territorio aquí, Rocadragón será suyo.
—No mientras yo esté vivo —le contesté.

El momento se rompió cuando un rugido de Caraxes resonó detrás de nosotros. Drogon lo miró, y por un instante pensé que saltarían uno contra el otro. Pero no. En cambio, Drogon levantó el cuello y soltó un rugido más largo, profundo, que hizo temblar la arena bajo nuestros pies.

Desde el castillo, respondieron con un toque de cuerno. Un guardia bajó corriendo por la pendiente hasta llegar a nosotros.
—Mi señor… uno de los heridos… se ha movido. El príncipe Aemond.

El corazón me dio un vuelco.
—Volved al castillo —ordené a todos—. Ahora.

Los dragones nos siguieron con la mirada, pero no se movieron. Mientras subíamos, podía sentir sus ojos ardiendo en mi espalda. No sabía si lo que había visto esa mañana era un gesto de tolerancia… o una advertencia velada.

Chapter 5: El rugido que no conocía parte 5

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POV Daemon

El pasillo hacia la enfermería se sentía más largo de lo habitual. No sé si era por el silencio, o porque cada paso resonaba demasiado fuerte en las paredes de piedra. Los guardias abrían paso con una rigidez tensa; los sirvientes evitaban mirarnos, como si temieran que con solo cruzar nuestros ojos fueran arrastrados a lo que estaba ocurriendo dentro.

El olor a hierbas medicinales y ungüentos fuertes llegó antes que la luz del brasero. Cuando empujé la puerta, la escena me obligó a detenerme un segundo.

Aemond estaba sentado en la camilla, incorporado por cojines. El parche no estaba, y el ojo de zafiro brillaba bajo la luz como un trozo de hielo incrustado en su rostro. No había odio en esa mirada, tampoco alivio ni confusión. Era… nada. Vacío.

Rhaenyra avanzó, el rostro endurecido.
—Aemond… —lo nombró, con la voz baja pero firme—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí?

Ni un gesto.

Jacaerys dio un paso, mirándome de reojo.
—Está consciente.
—Lo suficiente como para saber quiénes somos —dije, evaluando cada mínimo movimiento—.

Me acerqué un paso más.
—Tu madre y tu hermano están aquí, inconscientes. Si quieres que vivan, habla.

El ojo de zafiro se desplazó apenas, lento, hacia la camilla contigua, donde Alicent yacía con un vendaje en la frente. Luego, sin apartar esa inexpresividad inquietante, miró a Aegon, tendido más allá. Por último, giró la cabeza lo suficiente para fijarse en Criston Cole, inmóvil con el brazo en cabestrillo. No hubo palabras, pero sus prioridades eran claras.

Rhaenys, que había permanecido en la sombra, se adelantó.
—Ese no es el muchacho que conocí —murmuró—. Hay algo roto en él… o arrancado.

Un maestre se acercó, con un cuenco de agua en las manos.
—Mi señor, hace menos de media hora que abrió los ojos. No ha pronunciado palabra. Come si se lo damos, bebe si se lo acercamos… pero no reacciona a preguntas.

Baela frunció el ceño y se inclinó hacia él.
—¿Me escuchas, tuerto?

Aemond giró el cuello hacia ella, despacio, hasta que el ojo de zafiro la fijó por completo. No dijo nada, pero en esa mirada había un peso tan frío que Baela se irguió de inmediato.

En ese instante, desde la playa llegó un rugido profundo. Me giré hacia la ventana. En la arena, Drogon había levantado la cabeza; a su lado, Rhaegal bufaba, y Viserion giraba inquieto sobre sí mismo. Caraxes, desde su posición en las rocas cercanas, estiró el cuello y emitió una nota grave en respuesta.

—Lo sienten —dije en voz baja—. Saben que ha despertado.

Antes de que nadie pudiera responder, Alicent se movió. Un leve temblor en sus dedos, luego en los párpados. El maestre dejó caer el cuenco y corrió a su lado. Sus ojos se abrieron, pero no había vida en ellos. El verde de sus iris estaba apagado, muerto en expresión.

—Madre… —susurró Rhaenyra, sin saber por qué lo dijo.

Alicent no la miró. Igual que Aemond, giró la cabeza lentamente, buscando con la vista a sus hijos. Primero Aemond, luego Aegon. Se detuvo en él, y en ese instante, Aegon abrió los ojos.

Si alguna vez había visto arrogancia, desprecio o furia en el rostro de mi sobrino, ahora no quedaba nada. Solo esa máscara inexpresiva, como si su alma estuviera en otra parte.

Rhaenyra retrocedió un paso.
—Esto… no es normal.

Rhaenys miró a los maestres.
—¿Qué demonios les habéis dado?

Los maestres negaron con la cabeza, nerviosos.
—Nada que explique esto, mi señora. Han despertado por sí solos.

Y entonces, Criston Cole exhaló profundamente y sus párpados se abrieron. Igual que los otros: sin rastro de emoción, sin sorpresa, sin tensión muscular en el rostro. Miró primero a Aegon, luego a Alicent, luego a Aemond. No más.

Desde la playa, los tres dragones desconocidos rugieron a la vez. No un rugido de amenaza, sino una vibración grave que resonó en el pecho y en las paredes. Caraxes se movió inquieto. Syrax respondió con un bramido alto desde su torre.

—Esto no me gusta —dijo Corlys, cruzando los brazos—. No me gusta nada.

Me incliné hacia Aemond, tan cerca que podía sentir su respiración.
—Escúchame, muchacho. Aquí no tienes poder. Si intentas algo, tus dragones caerán con los nuestros encima.

Nada. Ningún cambio en esa mirada muerta. Pero sentí que me evaluaba, no como a un enemigo… sino como a un obstáculo en un plan que yo aún no conocía.

Chapter 6: El rugido que no conocía parte 6

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El silencio que siguió al despertar de los cuatro fue tan denso que podía oír cómo las llamas del brasero se retorcían en el aire. No había un suspiro, ni un movimiento más allá del parpadeo ocasional de los recién despertados.
Todos los demás, en cambio, se tensaban como si estuvieran frente a un grupo de depredadores que fingían no verlos.

Rhaenyra fue la primera en romper ese mutismo. Dio un paso hacia la camilla de Aegon, sus manos crispadas a los costados.
—¿Puedes oírme? —Su voz intentaba mantenerse firme, pero noté el temblor al final.

Aegon la miró. No fue una mirada de reconocimiento, ni de desafío, ni de súplica. Simplemente… la miró. Los párpados no pestañearon más de lo necesario, y sus pupilas no se dilataron. Era como observar un reflejo en un lago: había forma, pero no profundidad.

—Eres rey —prosiguió ella, buscando una chispa, una reacción—. Tu reino… está en peligro.

Nada. El silencio volvió a expandirse.

Rhaenys, que no toleraba la incertidumbre, se dirigió a Alicent.
—Si puedes entenderme, al menos mueve la mano —pidió, con un tono casi autoritario.

Alicent giró lentamente la cabeza hacia Rhaenys, la estudió durante unos segundos… y luego volvió la vista a Aemond, como si nada más mereciera su atención.

—Esto es… antinatural —dijo Baela desde el rincón, con los brazos cruzados—.

Lucerys, que llevaba rato observando, se acercó con cautela a Criston Cole.
—¿Me conoces? —preguntó, inclinándose hacia él.

Criston lo miró, primero a los ojos, luego recorrió su rostro como si memorizara cada rasgo… y al final, giró el cuello apenas lo suficiente para volver a enfocar a Aegon.

No me gustaba. No era simple desorientación tras un accidente. Era coordinación.

—Están hablando —dije.

Jacaerys me miró como si hubiera perdido la razón.
—Nadie ha dicho nada.

—No con palabras. —Señalé la secuencia de miradas, la forma en que parecían moverse en un patrón invisible—. Se reconocen entre ellos. Se vigilan. Saben que están aquí, juntos, y eso es todo lo que importa para ellos ahora mismo.

Corlys frunció el ceño.
—Y los dragones afuera lo sienten.

Tenía razón. Afuera, los rugidos se habían convertido en una especie de respiración colectiva. Drogon, Rhaegal y Viserion no se movían, pero emitían un sonido grave, constante, que se mezclaba con las corrientes de aire. Caraxes estaba inquieto; su cuello oscilaba hacia adelante y hacia atrás, como si buscara el origen de una amenaza invisible. Syrax, desde su torre, caminaba en círculos, golpeando la piedra con las garras.

Rhaenyra se giró hacia mí.
—Tenemos que intentar otra cosa.

No necesitó explicarse. Caminamos hasta quedar frente a ellos, alineados: yo frente a Aemond, Rhaenyra frente a Aegon, Rhaenys frente a Alicent, y Lucerys —con más valentía de la que aparentaba— frente a Criston Cole.

—Mírame —le ordené a Aemond. Y lo hizo, sin demora, con esa mirada vacía que era peor que cualquier amenaza.
—¿Viniste por tu voluntad?

Silencio.

—Si me dices que no, puedo ayudarte.

Nada. Pero percibí un leve cambio en su postura, apenas un ajuste de su espalda, como si se preparara para algo que no pasaría ahora.

A mi izquierda, Rhaenyra intentaba con Aegon.
—Si tienes algún rastro de cordura, di una palabra.

Aegon no dijo nada, pero sus ojos se desviaron hacia Alicent. Ella, a su vez, giró la vista hacia Aemond. Este la sostuvo por un instante, y luego miró a Criston. Un circuito cerrado.

Rhaenys, frustrada, dio un golpe con el pie en el suelo.
—¡Al menos reaccionen!

Ese golpe resonó más fuerte de lo que esperaba. Afuera, Viserion alzó la cabeza y soltó un rugido breve, cortante. Rhaegal replicó con un bramido grave, y Drogon golpeó la arena con la cola.

Todos los recién despertados giraron la cabeza hacia la ventana al mismo tiempo. La sincronía era perfecta, como si fueran piezas de una misma máquina.

—¿Lo veis? —murmuré—. No es coincidencia.

Lucerys tragó saliva y se volvió hacia mí.
—¿Qué hacemos?

Antes de que pudiera responder, Aemond inclinó la cabeza, apenas, hacia un lado. Fue un gesto mínimo… y sin embargo, afuera, Drogon dio un paso hacia adelante, seguido por los otros dos.

—Demonios… —susurré.

No podíamos dejar que esa conexión creciera. Sin pensarlo más, salí de la sala y me dirigí hacia la playa. Escuché pasos detrás de mí; Rhaenyra, Baela y Jace me seguían.

El aire en la orilla estaba cargado. Drogon era una sombra colosal, su piel negra brillando bajo la luz gris. Rhaegal y Viserion se mantenían cerca, sus ojos dorados siguiendo cada uno de nuestros movimientos.

—Calma —dije en alto, más para mí que para ellos. Caraxes descendió de las rocas y se colocó a mi lado, con la cabeza baja pero los ojos fijos en los tres recién llegados. Syrax se unió poco después, moviendo la cola con nerviosismo.

Rhaenyra se adelantó un paso.
—No queremos pelea —habló en alto, como si los dragones pudieran entender cada palabra.

Drogon la observó un instante y luego inclinó la cabeza hacia el castillo. Fue un gesto tan claro que casi parecía humano.

Baela se giró hacia mí.
—Daemon… está mirando hacia ellos.

Y lo estaba. No hacia nosotros, sino hacia la ventana donde, lo sabía, los cuatro recién despertados nos observaban en ese instante.

Jace se acercó a Rhaegal, tendiendo la mano con cautela. El dragón no retrocedió, pero su respiración se volvió más fuerte, caliente, cargada de un olor metálico. Viserion, en cambio, giró en círculos, como si quisiera ponerse entre nosotros y el castillo.

—Esto es… protección —dije en voz baja—. No están aquí para conquistar. Están aquí para vigilar.

Rhaenyra me miró con el ceño fruncido.
—¿Y cuánto tiempo piensas que podemos contener a tres dragones así de leales, con sus jinetes a unas habitaciones de distancia?

No respondí. Porque la verdad era que no lo sabía.

Desde el castillo llegó un ruido: un golpe seco, como una puerta abriéndose de par en par. Me giré y vi a lo lejos las figuras de Aegon, Aemond, Alicent y Criston, de pie en el umbral. Aún con esas miradas muertas, aún en silencio… y sin embargo, su sola presencia enmarcada por la piedra hacía que los dragones se tensaran como si esperaran una orden.

Caraxes rugió, grave y prolongado, colocándose frente a mí. Drogon avanzó un paso.

—Daemon… —advirtió Rhaenyra, su mano cerca de la empuñadura de su espada.

No podía permitir que esto estallara ahí mismo. Di un paso adelante, alzando la voz.
—¡No vamos a luchar aquí!

Mi voz se perdió entre los rugidos que siguieron. Los dragones respondían no a mis palabras, sino a la tensión invisible entre esos cuatro y nosotros.

Y en el fondo, supe que lo que sea que había roto a esos cuerpos y dejado esas mentes vacías… no había terminado. Esto era solo el prólogo.

Chapter 7: El rugido que no conocia

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POV Daemon

El sonido de las olas se mezclaba con los rugidos en la distancia. No era ya un simple alboroto: era un lenguaje entre criaturas que sabían que estaban divididas en dos bandos, aunque ninguno hubiera atacado todavía.

Meleys apareció primero, surcando el cielo desde el este como un relámpago carmesí. Sus alas cortaban el aire con tal fuerza que el bramido de los tres forasteros —Drogon, Rhaegal y Viserion— se elevó de inmediato, grave y amenazante. La Reina Roja aterrizó a mi derecha, desplegando sus alas antes de plegarlas lentamente, como si evaluara el terreno.

En la playa, Vermax y Arrax llegaron juntos, sus pasos más nerviosos, juveniles. Vermax soltó un rugido que más parecía una pregunta que una amenaza, mientras Arrax avanzaba en zigzag, acercándose y alejándose, incapaz de decidir si debía huir o luchar. Moondancer, por su parte, descendió desde los acantilados con un planeo elegante, aterrizando cerca de Baela.

Pero no eran solo los dragones los que se movían. En el umbral del castillo, los cuatro recién despertados comenzaron a bajar los escalones. Lentamente, como si cada paso estuviera medido, sin titubeos ni vacilaciones.

Aegon iba al frente, pero no de la forma arrogante en que yo lo recordaba. Sus pasos eran silenciosos, firmes, y su mirada… vacía, sí, pero alerta. Apenas un destello de sombra cruzaba sus ojos cada vez que alguien del lado de Rhaenyra hacía un movimiento brusco. Alicent iba detrás de él, caminando con la misma inexpresividad, pero más lenta, como si cada paso estuviera calibrado con precisión.

Aemond y Criston cerraban la formación. Aemond, siempre un centinela, no apartaba la vista de su madre y su hermano. Y Criston… parecía más un guardaespaldas que un caballero herido.

Cuando Aegon y los suyos llegaron a la arena, Meleys emitió un rugido que hizo vibrar el aire. Era una advertencia. Drogon respondió con otro, más grave, y dio un paso adelante. Rhaegal y Viserion lo siguieron, flanqueándolo como lobos guardianes.

Di un paso hacia Aemond, pero antes de que pudiera abrir la boca, vi cómo Aegon se movía. Fue tan rápido que casi no lo creí posible: colocó un brazo delante de Alicent y la empujó suavemente hacia atrás, interponiéndose entre ella y yo. No dijo nada, no frunció el ceño, no mostró ira… pero su postura gritaba protección.

—Tranquilo —dije, alzando las manos—. Nadie va a hacerle daño.

No obtuve respuesta, pero Aegon no apartó el cuerpo. Cada vez que alguno de nosotros —Rhaenyra, Rhaenys, incluso Lucerys— daba un paso en dirección a Alicent, él ajustaba su posición para quedar entre medias. Era mecánico, instintivo, como si una parte de él funcionara únicamente para ese propósito.

Rhaenyra dio un paso al frente.
—Aegon, eres mi hermano —dijo, con voz firme pero suave—. Quiero entender qué os ha pasado.

No hubo palabras, pero vi cómo Aegon ladeaba la cabeza apenas lo suficiente para que Alicent quedara detrás de su hombro. La Reina Madre, por su parte, no reaccionó en lo más mínimo; ni siquiera parecía consciente del gesto de su hijo.

A mi izquierda, Jacaerys intentó acercarse a Vermax, acariciando su cuello para calmarlo. El joven dragón estaba inquieto, su mirada fija en Rhaegal, que lo observaba sin parpadear. Arrax, más inestable, se acercaba y retrocedía, lanzando pequeños rugidos como si intentara probar su propio valor.

Moondancer, curiosa, se inclinó hacia Aemond. La cola del joven se tensó —no su cola, claro, sino su postura— y, sin mover un solo músculo facial, dio un paso que lo colocó más cerca de su madre y su hermano. No apartó la vista de mí ni de ninguno de los nuestros.

—Daemon… —susurró Rhaenys—. Esto es un muro.

Tenía razón. No necesitaban hablar, ni empuñar armas. El muro estaba ahí, invisible pero sólido, hecho de posiciones, miradas y dragones alineados.

Caraxes, que hasta ahora había permanecido agazapado, soltó un rugido grave. Su cuello se arqueó hacia Drogon, y vi cómo sus pupilas se reducían a finas líneas negras. Drogon respondió abriendo las alas, apenas un tercio de su envergadura, pero lo suficiente para que Meleys diera un paso lateral, acercándose a nosotros.

Vermax y Arrax siguieron a Meleys. Moondancer se situó junto a Baela, pero con la cabeza girada hacia Viserion. Cada dragón local parecía buscar una contrapartida entre los recién llegados.

Y entonces, ocurrió algo que hizo que todos se tensaran aún más: Alicent levantó la mano. Fue un gesto mínimo, casi lento… pero suficiente para que Aegon adelantara medio paso, como si intentara prever un ataque invisible.

La Reina Madre extendió los dedos, sin mirar a ninguno de nosotros, y en ese instante, Rhaegal inclinó la cabeza hacia ella. No hubo rugido ni explosión de fuerza; fue una reverencia, un reconocimiento.

—Viste eso —murmuró Rhaenyra, más afirmación que pregunta.

—Lo vi —respondí. Y me gustó tan poco como a ella.

Criston, mientras tanto, había ajustado su postura para estar un paso detrás de Alicent y un paso delante de Aemond. Era una formación cerrada, impenetrable sin provocar una respuesta de todos.

Los guardias en la muralla superior murmuraban, nerviosos. Los maestres, que habían salido con vendas y ungüentos, se habían detenido a media distancia, incapaces de decidir si acercarse o huir.

—Esto no puede continuar aquí —dije, volviéndome hacia Rhaenyra—. Cada segundo que pasa, los dragones aprenden más de esta… conexión.

Ella asintió, pero sus ojos no se apartaban de Aegon.
—Si los llevamos dentro, ¿crees que eso romperá el vínculo?

—No —dije sin dudar—. Pero al menos podremos encerrarlo.

Los dragones, sin embargo, parecían pensar lo contrario. Drogon se acercó un paso más, y Caraxes lo imitó. Meleys alzó la cabeza, y Vermax y Arrax imitaron sus movimientos, casi como si estuvieran reflejando cada acción del bando contrario.

Moondancer soltó un rugido breve, agudo, y Rhaegal contestó con otro de tono más bajo. Viserion se movió en círculo, buscando una mejor posición. Era como ver dos ejércitos que se saludaban antes de una batalla, midiendo las distancias, reconociendo a sus contrincantes.

En medio de todo, Aegon se mantuvo firme, su atención divida entre su madre y nosotros. Cada movimiento nuestro era evaluado; cada cambio en la arena provocaba un ajuste mínimo de su cuerpo para mantener a Alicent cubierta.

Era… inquietante. Y lo peor es que comenzaba a sentir que no estábamos observando a personas heridas o confundidas, sino a soldados perfectamente entrenados en un lenguaje que no conocíamos.

Chapter 8: El rugido que no conocía parte 9

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POV Daemon

No había viento, y sin embargo la arena se movía.
No por la brisa, sino por el peso de las bestias que respiraban alrededor. Cada exhalación de esos dragones forasteros hacía vibrar el aire como si las mismas piedras quisieran retroceder.

Caraxes mantenía su cuello arqueado y sus alas medio desplegadas, en una postura que no le veía desde la última vez que sintió verdadera amenaza. Meleys, inmóvil como estatua, escudriñaba con sus ojos de fuego el trío recién llegado. Vermax y Arrax se movían en círculos inquietos, intentando entender si estaban ante rivales o aliados. Moondancer, en cambio, se había detenido en seco, sus pupilas estrechadas, estudiando cada pequeño movimiento de Viserion.

Drogon. Rhaegal. Viserion.
No necesitaba que me dijeran sus nombres para saber que no eran como los nuestros. Cada gesto, cada rugido bajo, llevaba el peso de otra historia.

Me acerqué un paso, y lo sentí.
Un tirón invisible en el pecho, como si algo en ellos me reconociera, o como si yo estuviera hecho para estar en su presencia. Mi instinto gritaba que me acercara más. Y si mi instinto gritaba… yo escuchaba.

—Daemon —dijo Rhaenyra a mi lado, como si ya supiera qué pretendía—.

—Si no probamos, no sabremos nada.

Ella no contestó. No porque estuviera de acuerdo, sino porque algo a nuestra derecha la distrajo. Seguí su mirada y vi a Alicent.

La Reina Madre seguía en pie, flanqueada por Aegon, Aemond y Criston Cole. Los tres formaban una muralla perfecta. Ninguno de ellos hablaba, y la mirada de los tres era la misma: vacía, pero vigilante. Como si cada uno de sus sentidos estuviera atado a ella.

Fue entonces cuando Viserion movió la cabeza.
Lento, preciso, como si apartara cualquier distracción, fijó sus ojos pálidos en Alicent.

La mujer parpadeó. Una vez. Dos.
Y yo lo vi: un cambio casi imperceptible en su respiración. Como si algo la hubiera tocado por dentro.

Se adelantó medio paso, y Aegon, rápido como una sombra, colocó una mano en su brazo.
—Madre… —su voz era suave, pero estaba cargada de alerta.

Ella no lo miró. Sus ojos estaban clavados en Viserion.
—Está bien —murmuró—. Está… bien.

Aegon frunció el ceño, sin soltarla.
—No. No lo está.

—Sí lo está —repitió ella, y esta vez su voz tenía un matiz extraño… casi hipnótico.

Rhaenyra aprovechó el instante.
—Alicent, queremos hablar contigo. A solas.

Criston Cole dio un paso adelante, el gesto protector casi mecánico.
—No creo que—

—Criston —lo cortó Alicent, sin subir el tono—. Está bien.

El silencio que siguió fue más pesado que cualquier rugido.
Aegon miró a su madre, luego a Rhaenyra, luego a mí. Estaba calculando. Lo veía en el movimiento de sus ojos, en la rigidez de su mandíbula.

—No pienso dejarla sola —dijo finalmente.

Aemond no habló, pero se acercó lo suficiente como para que su sombra tocara la de Alicent. Sus ojos, siempre fríos, no se apartaban de los nuestros.

Alicent volvió a mirar a Viserion. El dragón había bajado la cabeza hasta casi tocar la arena, pero sin perder su porte altivo. Parecía… esperar.

—Él quiere que vaya —dijo ella de pronto.

No sé si hablaba de Viserion o de otra cosa. Pero las palabras cayeron como piedras en el agua.

Rhaenyra dio un paso adelante.
—¿Y tú quieres ir?

Alicent tardó en contestar, como si estuviera traduciendo algo que escuchaba sin palabras. Finalmente, asintió.
—Sí.

Aegon no la soltó.
—No —dijo con la misma calma peligrosa que había usado antes—.

Ella puso una mano sobre la suya, y por un instante la tensión pareció aflojarse.
—Hijo mío —susurró—, no pasará nada.

Él la miró como si estuviera a punto de contradecirla, pero algo en su voz lo frenó. No la soltó, pero tampoco volvió a hablar.

Yo, mientras tanto, no quitaba los ojos de los dragones.
Drogon observaba la escena como un señor que evalúa a sus invitados. Rhaegal movía su cola de un lado a otro, midiendo distancias. Y Viserion… él no apartaba la vista de Alicent, y eso me perturbaba más que cualquier otra cosa.

—Si va con nosotros —dije—, que sea aquí, en la playa. A la vista de todos.

Aegon tensó la mandíbula, pero no discutió.
Alicent dio un paso hacia nosotros. Aegon la siguió. Aemond y Criston también. Era como si estuviéramos arrastrando no a una persona, sino a toda una formación militar.

Y así nos acercamos al círculo invisible que separaba a los dragones nuevos de los nuestros.
Caraxes resopló, pero no se movió. Meleys inclinó la cabeza, midiendo a Viserion con sus ojos rojos. Vermax y Arrax, en cambio, dieron un paso hacia atrás, inquietos. Moondancer, sin embargo, avanzó junto a Baela, como si entendiera que algo importante estaba a punto de ocurrir.

Cuando Alicent quedó frente a Viserion, el dragón dejó escapar un sonido bajo, casi un ronroneo grave. Ella levantó la mano, y yo vi que no temblaba.
No debía hacer eso, pensé. Y al mismo tiempo, quise ver qué pasaba si lo hacía.

Sus dedos tocaron la piel pálida del cuello de Viserion, y un escalofrío me recorrió. El dragón no retrocedió. En cambio, inclinó la cabeza aún más, acercando su ojo a ella.

—Lo conoces… —murmuró Alicent, como si hablara con un viejo amigo.

Aegon apretó su brazo, sin apartarse.
—Basta.

Ella le sonrió, y esa sonrisa estaba vacía de todo lo que solía tener: cortesía, cálculo, tensión política. Era otra cosa.
—No, Aegon. Está bien.

Yo no estaba seguro de que estuviera bien. Pero sí sabía una cosa: lo que acababa de pasar no era casualidad.

Chapter 9: El rugido que no conocía parte 9

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POV Daemon

La bruma del mar se pegaba a la piel como un sudor frío.
El rugido constante de las olas contra la playa era un telón sonoro que, lejos de aliviar, hacía más denso el silencio que reinaba entre nosotros y ellos.

Caraxes respiraba a mi lado, cada exhalación un soplo ardiente que me acariciaba el cuello. Sus pupilas, afiladas como cuchillas, estaban fijas en los tres colosos forasteros: Drogon, Rhaegal y Viserion. Aquellos dragones se alzaban como montañas vivientes, oscuros y brillantes a la vez, la sal y el sol mezclándose en las escamas con un matiz desconocido.

Rhaenyra caminaba junto a mí, su vestido pesado arrastrándose en la arena húmeda. Jacearys y Lucerys nos seguían, tensos, mirando tanto a los dragones como a los cuatro humanos que permanecían entre ellos: Aegon, Aemond, Alicent y Criston Cole.

Era como acercarse a una muralla viva.
Cada paso que dábamos hacía que el aire se volviera más denso, cargado de ese olor acre y dulce que solo los dragones desprendían. Meleys se acercaba por detrás, su sombra cubriendo el suelo como una nube baja. Vermax se mantenía inquieto, su cuello oscilando como una serpiente, mientras Arrax daba pequeños saltos en la arena, incapaz de quedarse quieto. Moondancer se limitaba a observar, la cola dibujando círculos lentos en el suelo.

Me detuve a pocos pasos de ellos.
—Aegon —dije, mi voz grave rompiendo el silencio—.

Él levantó la mirada. Sus ojos estaban vacíos, pero había algo en la manera en que me observaba… algo que no era indiferencia, sino una calma extraña, como la del agua antes de una tormenta.

—¿Dónde está Sunfyre? —pregunté, midiendo cada palabra.

Rhaenyra, sin apartar la vista de Aemond, añadió:
—¿Y Vhagar?

Por un instante, pensé que el silencio sería su única respuesta. Aemond mantenía su ojo fijo en nosotros, el azul brillando como hielo. Criston Cole se movió apenas, colocándose medio paso delante de Alicent, como si temiera que nos acercáramos demasiado.

Pero entonces, Aegon habló.
Su voz era áspera, como si hubiera olvidado cómo usarla.
—Sunfyre… no volverá.

Rhaenyra frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?

Aegon bajó la mirada hacia la arena, y Drogon, a su lado, bajó la cabeza también, exhalando un calor que nos llegó como una ola invisible.
—Fue herido. Más allá de lo que podía sanar. No hubo nada que yo… —hizo una pausa, como si morder las palabras le doliera— …nada que ninguno pudiera hacer.

Aemond, que hasta entonces había guardado un mutismo absoluto, habló por primera vez.
—Vhagar cayó en batalla. No contra hombres… sino contra algo más viejo.

La última palabra se quedó flotando en el aire como un eco ominoso.

Lucerys tragó saliva.
—¿Algo más viejo? ¿Qué cosa podría—?

—No —lo interrumpí—. No aquí. No en este momento.

Aemond giró el rostro hacia mí, su expresión sin emoción alguna.
—Si lo supieras, entenderías por qué no confiamos en nada que no esté… unido a nosotros.

Los dragones detrás de ellos respondieron como si hubieran entendido sus palabras. Rhaegal emitió un gruñido profundo, Viserion desplegó parcialmente las alas, y Drogon soltó un rugido que hizo que Vermax retrocediera un paso.

Jacearys dio un paso adelante, desafiando el aire denso.
—¿Y qué hay de Helaena? ¿De Dreamfyre?

La pregunta cayó como un rayo.

Aegon alzó la cabeza bruscamente, y sus ojos, aunque todavía vacíos, brillaron con una chispa fugaz. Aemond lo miró de reojo, y entonces ambos giraron la vista hacia Alicent, como si la respuesta estuviera en ella.

Alicent, que hasta entonces había mantenido la compostura, abrió la boca para hablar, pero se detuvo. Un brillo húmedo comenzó a formarse en sus ojos.
—¿Helaena…? —susurró, como si temiera pronunciar el nombre.

—¿Está viva? —preguntó Aemond, con una tensión que era más hielo que fuego.

Rhaenyra intercambió una mirada rápida conmigo, y entendí que estaba valorando si decir la verdad o no.
—Helaena está a salvo —dijo finalmente, con voz firme—. Dreamfyre también.

La transformación en el rostro de Alicent fue instantánea. Sus ojos, apagados hasta ese momento, se iluminaron con una mezcla de alivio y ansiedad. Dio un paso adelante, pero Criston Cole la detuvo con una mano suave en el brazo.

—Mi reina… —dijo en voz baja—. No se apresure.

Alicent lo miró, y en ese gesto vi algo humano, algo que contrastaba con la extraña frialdad de sus hijos. Criston, con la otra mano, apretó la empuñadura de su espada, no como amenaza, sino como si esa rigidez fuera lo único que lo mantenía firme.

—Quiero verla —dijo Alicent, con una determinación que hizo que incluso Drogon girara ligeramente la cabeza hacia ella.

—Y lo harás —respondí—. Pero no mientras estos tres— —señalé a los dragones desconocidos— …estén listos para arrancarnos la piel si damos un paso en falso.

En ese momento, Meleys avanzó, ignorando mi advertencia mental. Su cuello se alzó hasta casi igualar la altura de Drogon, y ambas bestias se miraron durante largos segundos. Fue un intercambio silencioso, pero cargado de significado, como si evaluaran no solo la fuerza, sino la memoria de la otra.

Vermax y Arrax, más jóvenes, se movieron nerviosos. Moondancer, en cambio, se acercó lentamente a Rhaegal, que la observó con una calma intrigante. Los cuellos se inclinaron, casi tocándose, y un sonido grave, más parecido a un ronroneo profundo que a un rugido, brotó de ambos.

Aegon, viendo aquello, murmuró algo apenas audible:
—Reconocen… algo.

Me incliné hacia adelante, queriendo oír más.
—¿Qué reconocen?

Aemond habló, con la voz tan baja que tuve que esforzarme para captar las palabras:
—A su sangre. A su… linaje.

La afirmación me dejó helado.
No estaba seguro si hablaba de los dragones… o de nosotros.

Rhaenyra dio un paso hacia Alicent.
—Queremos hablar contigo… a solas.

Aegon, sin cambiar la expresión, se interpuso de inmediato.
—No.

—Es entre reinas —insistió ella.

—Es entre madre e hijos —replicó él, y su tono fue lo bastante cortante para que incluso Caraxes alzara la cabeza con un gruñido.

El silencio volvió a caer, denso, hasta que Alicent respiró hondo y dijo:
—Escucharé lo que tengan que decir… pero ellos no se apartarán de mí.

Acepté, porque comprendí que forzar la separación sería más peligroso que provechoso. Y, en el fondo, una parte de mí —la parte que siempre ha buscado comprender a los dragones— quería ver más de esa unión extraña que compartían.

Aegon, Aemond y Criston no eran simples guardianes.
Eran como los tres dragones que tenían detrás: inseparables, impenetrables… y, de algún modo, cambiados para siempre.

Y yo… necesitaba saber qué los había cambiado.

Chapter 10: El rugido que no conocía parte 10

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POV Daemon

La arena crujía bajo mis botas mientras daba un paso más hacia ellos.
No hacia Alicent, ni hacia Criston… sino hacia Aegon y Aemond.

Había observado lo suficiente. Los dos jóvenes estaban a su modo intactos, pero no eran los mismos príncipes que recordaba de la corte. En sus miradas vacías había algo que no era simple frialdad; era como si todo sentimiento humano hubiera sido encerrado bajo una capa de hielo, salvo por una única cosa: su vínculo con los dragones y con su madre.

Aegon estaba erguido, la postura tan firme como un soldado veterano, pero sin la arrogancia que solía destilar en la corte. Aemond, en cambio, parecía una estatua viva: un ojo fijo en mí, el otro vacío bajo el parche, y las manos relajadas pero listas para moverse si lo creía necesario.

A cada paso que daba hacia ellos, los dragones detrás reaccionaban.
Rhaegal emitió un sonido grave, como el retumbar de una montaña. Viserion, con el cuello arqueado, mostró los dientes, y Drogon… Drogon no hizo nada, lo cual era mucho más inquietante que cualquier rugido. Simplemente me observaba, la mirada tan fija que sentí como si pudiera atravesarme el cráneo.

—No vengo a pelear —dije, manteniendo la voz baja, casi un susurro.

Aegon no respondió.
Aemond tampoco.

Me detuve a escasos tres pasos de ellos. Lo bastante cerca para que Caraxes, inquieto, bufara tras de mí.
—He escuchado vuestra historia —continué—. Sobre Sunfyre… sobre Vhagar… y sobre ese “algo” más viejo.

Aemond inclinó la cabeza apenas, un gesto mínimo, pero suficiente para que entendiera que estaba escuchando.

—Lo que quiero saber —dije, clavando la mirada en él— es cómo sobrevivisteis.

No contestó. En su lugar, fue Aegon quien habló, sin emoción alguna:
—No lo hicimos solos.

—¿Entonces? —lo presioné.

—Ellos —respondió, y su mirada se desvió hacia los tres dragones que nos observaban como centinelas.

Hubo un silencio espeso. El rugido lejano de las olas era lo único que nos separaba del absoluto mutismo.

—Puedo entender eso —dije al fin, suavizando el tono—. Yo también he cabalgado junto a mi bestia en la guerra.

Aegon giró la cabeza lentamente hacia mí. Por primera vez vi algo parecido a un atisbo de curiosidad en sus ojos, aunque fue fugaz.
—¿Pero has sangrado con él? —preguntó, y esa simple frase me caló como una ráfaga helada.

No estaba hablando de heridas físicas. Lo supe de inmediato.

—No como tú —admití.

Aemond rompió su silencio, la voz grave y controlada:
—Entonces no puedes entenderlo.

Caraxes se movió detrás de mí, como respondiendo a mi tensión. Al mismo tiempo, Vermax y Arrax dieron un paso al frente, interponiéndose entre mí y los tres dragones forasteros, como si quisieran respaldarme. Meleys bufó, agitando las alas, y Moondancer, con un paso sigiloso, se situó en un flanco.

La playa se había convertido en un tablero vivo de piezas colosales, cada dragón midiendo a su contrario, cada jinete calculando el riesgo.

—No he venido a robaros nada —dije, dando un paso más.

Esta vez, Drogon levantó la cabeza, y su sombra cayó sobre nosotros como un eclipse. Un rugido grave y prolongado surgió de lo más profundo de su garganta, un aviso tan claro como cualquier palabra humana.

Aegon levantó una mano hacia él, y el rugido cesó como si alguien hubiera cerrado una puerta. Fue un gesto sutil… pero en ese instante comprendí que el vínculo que tenía con esa bestia era más profundo que cualquier jinete que hubiera visto en mi vida.

Aemond me observaba sin pestañear.
—¿Por qué quieres acercarte? —preguntó, como si la respuesta pudiera decidir si seguiríamos respirando.

—Porque sois sangre de mi sangre —respondí, sin apartar la vista—. Porque, aunque lo neguéis, somos familia.

Hubo un silencio que se extendió tanto que incluso Rhaenyra, detrás de mí, dio un paso adelante, quizá para intervenir. Pero Aemond habló primero:
—La sangre no basta.

Esa frase me atravesó más de lo que quería admitir.
Me vi obligado a mirar no solo a ellos, sino a lo que había detrás: tres dragones que no pertenecían a nuestro mundo, tres jinetes que habían cruzado algo que los había marcado para siempre… y que ahora estaban aquí, en mi playa, en mi isla, mirando todo como si fuera ajeno.

Rhaenyra se colocó a mi lado.
—Quizá no baste —dijo ella—, pero es un comienzo.

Aegon la observó unos segundos. Sus labios se movieron apenas, como si quisiera decir algo… y entonces, por primera vez, apartó la vista de nosotros y la posó en Alicent.

Ella estaba quieta, pero sus ojos se movían entre sus hijos, Criston y los dragones. Como si estuviera contando cada respiración, cada latido.

Drogon inclinó la cabeza hacia ella, y, sin saber por qué, sentí que había algo más en esa mirada. Algo que no era simple obediencia, sino reconocimiento.

Era el momento de probar algo.
Me giré hacia Rhaenyra y murmuré:
—Voy a acercarme a Drogon.

Ella me miró como si hubiera perdido el juicio, pero no me detuvo.

Caminé despacio, midiendo cada paso, hasta que la sombra del coloso negro cubrió mi cuerpo por completo. Su aliento era caliente y denso, con un olor metálico que recordaba al hierro caliente.
—Majestade —dije en alto, sin saber si me hablaba a mí mismo o a él.

Drogon no se movió.
Pero a mi espalda, oí cómo Aegon murmuraba algo en una lengua que no reconocí del todo. No era alto valyrio puro… tenía un tono más áspero, más antiguo.

El dragón parpadeó lentamente… y no me devoró.

No era mucho, pero era algo.

Me giré hacia Aegon y Aemond.
—Si queréis manteneros al margen, lo haré —dije—. Pero no me iré sin entender qué sois ahora.

Aemond inclinó apenas la cabeza, un gesto ambiguo, mientras Aegon se limitaba a mirar el horizonte.
No había victoria… pero tampoco rechazo absoluto.

Y en este juego, eso ya era un primer movimiento.

Chapter 11: Sombras en la mesa

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La noche había caído sobre Rocadragón con un viento húmedo que traía olor a sal y a ceniza. El gran comedor estaba iluminado por antorchas y candelabros de hierro, cuyas llamas proyectaban sombras largas y deformes sobre las paredes de piedra negra. El fuego de la gran chimenea crepitaba, pero no bastaba para calentar el aire pesado que había entre nosotros.

Nos sentamos todos alrededor de la mesa principal.
No era una reunión de guerra ni un banquete de celebración… pero tampoco una comida ordinaria. Era la primera vez que Aegon, Aemond, Alicent y Criston Cole se sentaban con el resto de la familia desde su llegada, y todos sabíamos que cualquier palabra podía convertirse en un filo.

La disposición era cuidadosa: Rhaenyra en el centro, yo a su derecha, Rhaenys y Corlys más alejados; Jace, Luke, Baela y Rhaena juntos al extremo. Frente a nosotros, Aegon, Aemond y Alicent, con Criston a un lado, como perro guardián. Los dragones estaban en las cuevas bajo la fortaleza, pero incluso allí podía sentir sus presencias, como si sus miradas invisibles atravesaran la roca.

El silencio era espeso.
Los únicos sonidos eran el chocar de cubiertos contra la loza, el crujir del pan al partirlo y el goteo del jugo de carne sobre las bandejas. Aegon apenas probaba el vino, Aemond cortaba pequeños trozos sin llevárselos a la boca y Alicent… Alicent simplemente observaba su plato sin tocarlo.

Noté cómo Rhaenyra los estudiaba sin disimulo, y cómo Jace y Luke se lanzaban miradas rápidas, incómodas.

Fue Luke quien rompió el silencio, con una voz más temblorosa de lo que pretendía:
—Mi señora Alicent… —dijo, pero Criston le lanzó una mirada que lo hizo callar al instante.

No fue hasta unos minutos después que la pregunta que no debía surgir, surgió.

Lucerys, con esa franqueza peligrosa que siempre había tenido, miró directamente a Aegon y Aemond y preguntó:
—¿Y… dónde está Daeron?

El silencio que siguió fue distinto. No era solo incomodidad… era una presión invisible que hizo que el aire se volviera más denso.
Vi cómo Rhaenyra se tensaba, cómo Rhaenys dejaba el cuchillo en la mesa y cómo Corlys entrecerraba los ojos, evaluando.

Esperábamos alguna reacción. Una chispa de emoción. Una mirada. Una palabra.
Pero no llegó.

Aegon siguió mirando su plato como si no hubiera oído nada.
Aemond, con esa mirada vacía y fría, clavó los ojos en Lucerys… pero no habló. Ni siquiera frunció el ceño.
Era como si la pregunta hubiera sido lanzada contra un muro de piedra.

Alicent cerró los ojos un momento, muy lentamente, y cuando los abrió, tampoco dijo nada.

Fue Criston quien rompió el momento, con voz dura y controlada:
—No es tema para esta mesa.

Lucerys apretó los labios, pero antes de que pudiera responder, Criston añadió:
—Y no vuelvas a interrogar a tus mayores con impertinencias.

—No era mi intención— empezó Luke, pero yo lo interrumpí con una mirada.
No era el momento de dejar que el chico siguiera.

Me incliné hacia delante, dejando que mi voz se oyera clara:
—Basta.

Criston sostuvo mi mirada por un instante, pero no dijo nada más.

Rhaenyra cambió de postura, intentando recomponer el momento, pero la tensión no se disipó.

Observé los platos frente a ellos. Aegon apenas había comido más que un par de trozos de carne. Aemond, menos aún. Y Alicent… su plato estaba intacto.
No era falta de apetito común. Era como si comer estuviera en el último lugar de sus prioridades.

—No coméis —dije, sin adornos.

Aegon levantó la vista hacia mí por primera vez en toda la noche, y ese simple gesto hizo que Jace se pusiera rígido.
—Comemos lo suficiente —respondió, con voz neutra.

—No lo suficiente para un hombre que ha viajado lo que vosotros habéis viajado —repuse.

Aemond no apartó la mirada de mí, pero tampoco habló. Era como si estuviera calculando algo que no tenía nada que ver con la comida.

Criston, en cambio, miró a Alicent con un gesto suave, muy diferente a su dureza habitual.
—Mi reina… debéis comer algo.

Ella negó apenas, sin apartar la vista del plato. Sus manos permanecían inmóviles sobre la mesa, una sobre la otra.

El silencio volvió a instalarse, más pesado que antes.

Por un instante, sentí algo extraño. No era solo desconfianza… era preocupación. Yo, Daemon Targaryen, preocupado por Aegon, Aemond y Alicent.
La idea habría sido absurda días atrás, pero ahora, viendo su quietud, su falta de hambre, su silencio, algo en mi instinto me decía que esto no era simple terquedad.

Vi cómo Rhaenyra me miraba de reojo, notando mi interés, y cómo Rhaenys inclinaba apenas la cabeza, como si estuviera pensando lo mismo.

Terminé mi copa y dejé el cáliz sobre la mesa con un golpe seco.
—Mañana hablaré con vosotros —dije. No era una pregunta.

Aegon y Aemond no reaccionaron.
Alicent cerró los ojos otra vez, como si ya supiera que esa conversación sería inevitable.

Pero en ese momento, supe que algo se estaba gestando bajo esa superficie de calma… y que, cuando saliera a la luz, no sería nada pacífico.

Chapter 12: Sombras en la mesa parte 2

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POV Daemon

La mañana había llegado con un cielo encapotado y un aire denso que parecía anunciar tormenta. Rocadragón olía a sal y a bronce oxidado, y el rugido distante de los dragones resonaba entre las paredes como un recordatorio constante de que nada aquí era normal desde la llegada de nuestros inesperados huéspedes.

Alicent, Aegon, Aemond y Criston seguían siendo una muralla humana y emocional. Pero cuando Cole fue llamado para tratar con los guardias y los príncipes salieron a los establos, Rhaenyra y yo aprovechamos.

El pasillo estaba en penumbra, y la luz gris que entraba por las estrechas ventanas apenas nos dibujaba sombras. Toqué la puerta de los aposentos de Alicent, y su voz nos invitó a entrar.

La Reina Dowager estaba sentada junto a la ventana, con un libro abierto que no estaba leyendo. El verde oscuro de su vestido absorbía la poca luz, y sus manos descansaban sobre la tela como si se aferraran a un ancla invisible.

—Rhaenyra. Príncipe Daemon —dijo con formalidad medida.

—Queremos hablar —fui directo.

—Supongo que no sobre cortesías —respondió, con un tono que escondía cansancio más que ironía.

Rhaenyra avanzó un paso.
—Queremos saber la verdad. Sobre vosotros. Sobre lo que habéis vivido. Sobre Daeron.

Sus dedos se crisparon, y esta vez sí hubo una pausa que pareció pesarle.
—No es una historia para un desayuno ligero.

—Entonces para un almuerzo tardío —dije, con una sonrisa seca.

Ella suspiró, y esta vez habló más.
—Partimos de Antigua… no por voluntad, sino por necesidad. Sunfyre ya no podía volar. Vhagar… se resistía a alejarse del campo de batalla. Fue Aemond quien… —miró un instante a la puerta, como si temiera que él apareciera— quien decidió separarse. Perdimos más que dragones. Perdimos… certidumbres.

Rhaenyra la observaba con atención.
—¿Y Daeron?

Alicent bajó la vista.
—Lo último que supe fue que volaba con Tessarion hacia el sur. Una tormenta se alzó del mar, y no volvió. No he visto su cuerpo. No he visto el de la dragona. Así que… no puedo decir que esté muerto. Pero no está aquí.

No era vacío. Era verdad envuelta en dudas.

Me incliné hacia ella.
—¿Y los tres dragones que traéis?

Aquí sí hubo un destello en sus ojos.
—No vinieron a nosotros por la fuerza. Los encontramos… o ellos nos encontraron. En una costa desierta, con las alas marcadas por antiguas heridas y el fuego aún vivo. No sé de dónde vinieron. Pero sé que nos aceptaron. Viserion… —y ahí su voz se suavizó— Viserion me miró como si me conociera desde siempre.

Rhaenyra alzó una ceja.
—¿Por eso te resistes a hablar? ¿Por protegerlos?

Alicent negó despacio.
—No es solo eso. Hay cosas que, si las dijera, no volverían a ser lo que son. Y ya hemos perdido suficiente como para arriesgar lo que nos queda.

Rhaenyra se acercó un paso más y puso una mano sobre la suya.
—No estamos aquí para arrancarte nada… pero el silencio también es un arma.

Alicent sostuvo su mirada.
—Y a veces es la única defensa que nos queda.

Rhaenyra la abrazó. No un gesto político, sino uno antiguo, de otro tiempo. Alicent se tensó de inmediato, como si la piel le recordara heridas que no se ven. Sus manos no correspondieron al gesto, pero tampoco la apartaron.

Yo observaba cada pequeño cambio en su respiración, en sus hombros rígidos, en la forma en que sus labios se apretaban para no decir algo más.

—No estás sola, aunque quieras creerlo —susurró Rhaenyra.

Alicent no respondió. Pero ya no estaba dándonos palabras vacías. Nos había dado fragmentos, grietas por donde ver lo que había pasado… y lo que aún quedaba por descubrir.

Chapter 13: Sombras en la mesa y a la orilla lo que se perdio

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POV Daemon

No hubo mucho sueño esa noche. La charla con Alicent se me había quedado prendida en la cabeza como un anzuelo invisible, tirando cada vez que recordaba algún detalle de sus palabras… o de sus silencios.

Por la mañana, el salón principal estaba más ruidoso: pasos de sirvientes, el eco de las pisadas de dragones moviéndose fuera, el viento marino empujando las ventanas. Fue en medio de esa actividad que encontré a Criston Cole, revisando las armas de los guardias como si fueran suyas.

Rhaenys llegó junto a mí, silenciosa pero con la mirada fija en él. Entre nosotros tres, el aire parecía apretado.

—Ser Criston —comencé—, tenemos preguntas.

Él levantó la vista, frío como siempre.
—Me lo imaginaba.

—¿Qué pasó realmente? —preguntó Rhaenys, directa—. No con dragones… con la gente.

Él paró de ajustar la correa de la espada y apoyó ambas manos en la mesa.
—Lo que pasó fue guerra. Y en la guerra, las alianzas se rompen, la lealtad se prueba… y algunos caen.

—¿Otto? —pregunté, cortando cualquier discurso que intentara soltar.

Cole me miró un segundo demasiado.
—El Señor Otto Hightower no sobrevivió.

Rhaenys ladeó la cabeza.
—¿Cómo?

—No de una manera que importe ahora —dijo él, con esa voz de piedra—. Fue en el mar, durante un intento de retirarnos a Antigua. La flota fue atacada. No todos pudieron ser rescatados.

—Conveniente —dije, con una media sonrisa—. Los muertos no hablan, y los vivos solo dicen lo que quieren.

Sus ojos se endurecieron.
—Yo digo lo que es necesario. Ni más, ni menos.

—Y lo que dijo Alicent, ¿coincide con lo tuyo? —pregunté, buscando grietas.

—Coincide en lo que necesita coincidir. El resto… no es asunto para oídos ajenos.

Rhaenys cruzó los brazos.
—Si esperas que confiemos en vosotros, necesitarás más que frases de soldado.

Cole no respondió de inmediato. En su lugar, volvió a mirar las armas, como si allí estuviera la única verdad que le importaba.
—Confiar en mí no es necesario. Sobrevivir… sí.

No obtuvimos más. Pero la forma en que había dicho “en el mar” y “no todos pudieron ser rescatados” me decía que Otto no fue simplemente víctima de la guerra. Había más, y Cole lo guardaba como si fuera su propia vida.

Mientras Rhaenys y yo nos apartábamos, ella susurró:
—Miente por omisión. Y lo sabe.

—Lo sé —respondí—. Y eso lo hace más útil que si hablara demasiado.
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El cielo estaba cubierto de nubes bajas, de ese gris pesado que anuncia tormenta pero que todavía deja respirar el mar. Caminaba por la playa de Rocadragón, el viento golpeándome la capa, cuando lo vi.

Aegon estaba sentado sobre una roca plana, las botas hundidas en la arena húmeda, los codos apoyados sobre las rodillas. Tenía la mirada perdida en el horizonte, como si esperara ver algo volver desde allí.

Rhaenyra llegó unos pasos detrás de mí. No hizo falta que habláramos para decidir acercarnos.

—Aegon —dije al llegar a su lado.

Tardó unos segundos en reaccionar, como si su nombre hubiera sido arrastrado por la brisa antes de llegarle. Luego giró apenas la cabeza.
—Daemon. Rhaenyra.

Su voz era baja, sin filo, sin esa arrogancia que le era tan natural.

—Estás solo —comentó Rhaenyra—. Eso no es común desde que llegaste.

—A veces… es más fácil así —respondió, mirando de nuevo al mar.

Me apoyé contra otra roca, midiendo el momento antes de preguntar:
—¿Qué pasó con Sunfyre?

Aegon cerró los ojos un instante, como si esa pregunta le pesara físicamente. Luego habló, pero no con evasivas:
—Fue… durante el vuelo de regreso. Habíamos sido perseguidos. Vhagar estaba herida, y Sunfyre… Sunfyre apenas podía mantener el aire. Su ala derecha estaba desgarrada, sangraba desde la base hasta la punta. Yo intentaba guiarlo hacia tierra firme, pero el viento y el dolor lo hacían caer.

Hizo una pausa, el mar rompiendo detrás de él como un eco.
—Intentó… intentó protegerme. Cambió el rumbo para evitar que cayéramos sobre rocas. Pero no lo logró del todo. Sentí cómo perdíamos altura, el aire arrancándome el aliento. Pensé… pensé que sería el final.

Sus manos se cerraron sobre las rodillas.
—Y entonces, un rugido. Uno que no reconocí. Una sombra negra más grande que cualquier dragón que haya visto se lanzó desde las nubes. Drogon.

Rhaenyra y yo nos miramos.

—Se cruzó entre nosotros y el mar, como si supiera lo que pasaba. Golpeó con su cuerpo a Sunfyre para empujarlo hacia una zona más baja, más cerca de la costa… pero el impacto… —tragó saliva— …el impacto destrozó lo que quedaba del ala.

El viento cambió, y el olor a sal se mezcló con algo más tenue, a hierro viejo.

—Caímos. Drogon me atrapó antes de que el agua me tragara. Lo sentí… sus garras alrededor de mi torso, la fuerza con la que me sostuvo para que pudiera respirar. Me dejó en la orilla, lejos de la marea. Pero Sunfyre… —bajó la mirada— …Sunfyre no se movió más.

Silencio. Solo las olas y la arena húmeda desplazándose bajo nuestros pies.

—Lo vi morir —continuó Aegon—. Y lo peor no fue perderlo… fue que, por un instante, pensé que era un castigo. Que lo que habíamos hecho, lo que yo había hecho… me estaba alcanzando.

Rhaenyra se agachó frente a él, buscando su mirada.
—¿Y Drogon?

—Se quedó hasta que me puse en pie. No me atacó, no se fue hasta que llegó Viserion. Fue… como si supiera que me debía salvar. No entiendo por qué.

Yo tampoco lo entendía. Pero mientras lo escuchaba, algo dentro de mí se removía. No era simpatía, no exactamente… era otra cosa. Quizá reconocimiento. La guerra nos había arrancado pedazos, pero perder un dragón… eso era perder un alma gemela.

Rhaenyra respiró hondo.
—Lo lamento, Aegon.

Él la miró, y por un momento vi algo que no era vacío: un destello de dolor crudo.
—Yo también.

Nos quedamos los tres allí, sin más palabras, con el mar llevándose cualquier réplica. Y por primera vez desde que había llegado a Rocadragón, sentí que mi enemistad con él no era tan simple como pensaba.
Perfecto, entonces continúo directamente desde la escena anterior:

El silencio seguía flotando sobre nosotros cuando un destello plateado, en la periferia de mi vista, me hizo girar la cabeza. A unos metros de donde estábamos, sobre una roca alta y lisa, vi a Aemond.

Estaba sentado con la espalda recta, la capa negra recogida a un lado, un solo brazo apoyado en la rodilla. Su ojo vivo estaba fijo en Rhaegal, que reposaba más allá en la arena húmeda, con las alas plegadas y la mirada calma pero vigilante. El parche, como siempre, cubría la otra mitad de su rostro… pero en ese ojo único había algo que no solía ver en él: un dolor que no se disimulaba.

—Espera aquí —le dije a Rhaenyra, y comencé a caminar hacia Aemond. Ella me siguió sin decir nada.

Cuando estuvimos a su altura, no nos miró de inmediato. Su voz llegó primero, baja pero clara:
—No he visto un verde así desde que Vhagar me llevó al cielo por primera vez.

Rhaenyra dio un paso adelante.
—Aemond… ¿qué pasó con ella?

Por un momento pensé que nos ignoraría, pero al fin giró la cabeza hacia nosotros.
—Estábamos lejos de la costa, demasiado lejos. Vhagar ya estaba cansada… sus alas habían resistido más de lo que debían. Recibió un golpe en el costado de un dragón más joven… no vi quién, estaba todo envuelto en fuego y humo.

Su mandíbula se tensó.
—Le hablé. Le pedí que resistiera, que volara hacia el oeste, pero cada aleteo era más lento. Sentía cómo su cuerpo temblaba bajo mí. Y entonces… su ala derecha cedió.

Rhaenyra inhaló de golpe. Yo conocía esa sensación: cuando un dragón deja de responder como siempre lo hace, cuando ya no hay fuerza suficiente para mantenerse en el aire.

—Caímos rápido —prosiguió—. Demasiado rápido. Sabía que no sobreviviríamos si tocábamos el mar. Ella también lo sabía. Y aún así… me miró. Justo antes. Su pupila… se contrajo, como si entendiera que era el final.

El aire se volvió más frío a mi alrededor, o tal vez era yo.
—Logró inclinar su cuerpo para que yo saliera disparado hacia un promontorio de rocas bajas. Sentí el impacto, y luego nada más. Cuando desperté… ella ya no estaba.

Su ojo se volvió al horizonte, como si esperara verla aparecer entre la niebla.
—No sé si el mar la reclamó o si… —su voz se quebró apenas— …si quiso irse donde no pudiera encontrarla.

Me sorprendí a mí mismo antes de hacerlo: di un paso adelante y puse una mano en su hombro. Rhaenyra hizo lo mismo por el otro lado. Él no se apartó, y eso me llevó más lejos de lo que hubiera imaginado. Lo rodeé con un brazo, firme, como si fuera uno de mis propios hijos.

Sentí cómo tensaba el cuerpo, pero no me rechazó. El calor de Rhaenyra se sumó, y por un momento estábamos los tres unidos en ese gesto imposible de prever.

Yo, abrazando a Aemond Targaryen.
Y sin soltarlo.

Cuando al fin nos separamos, vi que su ojo seguía fijo en Rhaegal, pero algo en su respiración era más profunda, menos agitada.
—Lo lamento, muchacho —dije, y las palabras me supieron extrañas en la boca.
—Yo también —respondió. Y volvió la vista al mar.

Chapter 14: Cap 14

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La lluvia golpeaba los ventanales con la paciencia de quien sabe que nada la detendrá. Afuera, el viento del mar rugía contra las murallas de Rocadragón, y en el interior de la estancia el fuego de la chimenea no lograba del todo borrar el frío que se filtraba por las piedras antiguas.

No era un salón de consejos, ni el comedor; era una de las habitaciones más amplias de la fortaleza, preparada apresuradamente para albergar a los recién llegados. Había un par de camas grandes, tapices con dragones bordados, un biombo de madera oscura y varias sillas bajas cerca del hogar encendido.

Alicent estaba sentada junto a la chimenea, el rostro iluminado a medias por el fuego. No llevaba corona ni joyas; sólo un vestido oscuro, sencillo, que le caía suelto sobre los hombros. Sus manos descansaban sobre su regazo, entrelazadas, inmóviles.

Aegon se había colocado a su lado, tan cerca que su rodilla casi rozaba la de ella. Desde que habían llegado, no se había alejado ni un palmo. Tenía el ceño fruncido y los ojos fijos en cualquiera que se moviera, como un halcón midiendo distancias.

Aemond estaba un poco más atrás, en pie, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Miraba hacia la ventana, aunque no parecía ver la lluvia ni las olas. Criston Cole permanecía cerca de la puerta, como si fuera un guardián plantado entre ellos y nosotros.

Nosotros —Rhaenyra, Jace, Lucerys, Baela, Rhaena, Rhaenys y yo— ocupábamos el otro lado de la habitación. Nadie parecía saber cómo empezar. No era una reunión para discutir estrategias, ni para hablar de alianzas. Y, sin embargo, estábamos todos atrapados en ese mismo aire denso, como si la habitación respirara más lento que nosotros.

Rhaenyra rompió el silencio primero.
—¿Cómo estáis hoy? —Su voz sonó suave, casi como si temiera que un tono más alto rompiera algo frágil.

Alicent levantó apenas la vista, como si el peso del cuello fuera demasiado.
—Estamos vivos —dijo, y aunque lo dijo como un hecho, no sonó como un consuelo.

Aegon no dijo nada. Sólo movió los ojos para mirarnos, midiendo cada gesto. Aemond ni siquiera giró la cabeza.

Vi el intercambio de miradas entre Rhaenys y Rhaenyra. Ambas lo notaban: aquella no era la misma familia que recordaban, ni siquiera una versión más vieja o más dura. Era algo roto.

Intenté romper la quietud con algo menos pesado.
—Los dragones han estado tranquilos hoy. Incluso Caraxes parece curioso con los nuevos.

Nadie respondió. Aegon desvió la mirada hacia la chimenea. Aemond siguió inmóvil.

Jace carraspeó, como si quisiera animar la conversación.
—Si queréis… puedo llevaros a ver a Vermax mañana.

Criston fue el que reaccionó, aunque no de la forma que esperaba.
—No hace falta.

Su tono fue firme, casi cortante, y Jace retrocedió un poco en su asiento. Rhaenyra le echó una mirada de advertencia a Cole, pero él no la sostuvo; sus ojos volvieron a la puerta.

Y entonces me di cuenta. No era sólo que estuvieran cansados o heridos. Era la forma en que no comían lo suficiente —lo había visto en la cena—, en que no descansaban del todo, en que sus miradas se deslizaban sobre todo como si estuvieran calculando amenazas invisibles. Era una vigilancia constante, incluso aquí, incluso entre sangre y apellido.

No había una sola palabra que pudiéramos decir para arreglarlo de inmediato. Y eso… eso me quemaba por dentro.

Alicent rompió su inmovilidad para decir algo que, por extraño que parezca, no sonó como un rechazo.
—No es que no queramos… —sus manos apretaron el tejido de su falda—. Es que no sabemos si aún podemos.

La frase quedó flotando. No miró a nadie en particular. Tal vez a todos, tal vez a ninguno.

Aegon se movió entonces, girando la cabeza hacia ella con un gesto casi imperceptible, como si su único deber fuera asegurarse de que aún estaba allí.

Criston, con voz más baja, le dijo:
—Debéis comer algo.

Ella negó suavemente.
—No tengo hambre.

—Aún así, debéis —insistió él. Le pasó un plato con pan y queso, que ella aceptó pero no probó.

Vi el pequeño temblor en las manos de Alicent. Vi cómo Aegon, al notarlo, se enderezó en la silla, como si pudiera interponerse entre ella y un enemigo invisible.

Y ahí lo supe, con la certeza de quien entiende de grietas: esta familia estaba rota. No sólo dividida, no sólo cansada. Rota de una manera que el tiempo por sí solo no iba a reparar.

Rhaenyra lo notó también. Me bastó una mirada suya para confirmarlo. Y sin decir nada, sin promesas en voz alta, supe que ambos estábamos pensando lo mismo: poco a poco, haríamos algo al respecto.

No sería fácil. Tal vez no funcionaría. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que merecía intentarlo.

La noche no se alargó mucho más. Al final, Criston sugirió —o más bien ordenó— que descansaran. Nos retiramos, pero las imágenes de sus rostros vacíos me siguieron como sombras. Dormí poco y mal; cuando el amanecer se filtró por las ventanas, ya estaba vestido.

Rhaenyra también había madrugado. No hizo falta planear nada: con una sola mirada supimos que íbamos a intentarlo esa mañana.

Encontramos a Alicent en una estancia más pequeña que la anterior, uno de los aposentos que habíamos dispuesto para que descansara. La ventana daba al mar y la luz era suave, grisácea. Estaba sentada en un sillón, sola, con un manto sobre los hombros.

—¿Podemos entrar? —preguntó Rhaenyra, sin usar su tono de princesa, sino uno más humano.

Alicent dudó un segundo, luego asintió.

Me aseguré de cerrar la puerta detrás de nosotros. Ni Aegon ni Aemond estaban allí, algo raro, pero mejor para lo que queríamos.

—Queríamos hablar contigo… —empezó Rhaenyra, con cuidado—. Entender.

Alicent se tensó de inmediato.
—Entender qué.

—Lo que os ha pasado —intervine yo—. No en las versiones cortas que dais para despachar preguntas, sino de verdad.

Sus ojos se movieron entre los dos, midiendo si podía confiar. No era fácil; lo vi en el ligero temblor de sus labios antes de responder.

—No sé por dónde empezar —dijo, y se frotó las manos—. Han pasado demasiadas cosas. Demasiado rápido.

Rhaenyra dio un paso más cerca.
—Empieza por donde quieras.

Alicent soltó un suspiro que sonó más a cansancio que a alivio.
—Perdimos a Vhagar. Perdimos a Sunfyre. Y más cosas… —hizo una pausa—. Hemos vivido en alerta, cada día, cada noche. Nunca hubo tiempo para detenernos a… procesar nada.

—Eso explica las miradas, las palabras medidas —comenté yo—. Pero no explica por qué no podéis comer o dormir en paz.

Ella bajó la vista.
—Porque todavía no estamos seguros de estar a salvo. Ni aquí, ni en ninguna parte.

Rhaenyra frunció el ceño.
—¿Ni siquiera aquí, con nosotros?

Alicent dudó, y ese silencio fue más revelador que cualquier palabra.
—No es personal —murmuró—. Es… instinto. No se apaga de un día para otro.

Me acerqué lo suficiente para notar cómo su espalda se tensaba.
—Entonces no esperes que lo resolvamos sin que nos digas lo que de verdad pasó.

Sus labios se apretaron, pero esta vez sí habló.
—Otto… —tragó saliva—. Otto hizo cosas que no debió. No voy a defenderle. Ni justificarlo. Pero lo que vino después… no era algo que nadie pudiera detener.

Rhaenyra intercambió una mirada rápida conmigo.
—¿Qué le pasó a Otto? —pregunté.

—No está. —Su voz fue tan baja que casi la ahogó el sonido de las olas—. Y mejor que no esté.

El silencio volvió, pesado. Yo quería seguir tirando del hilo, pero vi que Rhaenyra optó por otro camino.

—No tienes que cargar con todo sola —dijo, y entonces, sin avisar, se inclinó y la abrazó.

Vi cómo el cuerpo de Alicent se tensaba como si un arco invisible la estirara. No fue un gesto de rechazo violento, sino de pura rigidez, de quien no sabe cómo reaccionar ante un contacto así.

Yo pensé que se apartaría, pero no lo hizo. No del todo. Cerró los ojos un instante, y aunque sus brazos no devolvieron el abrazo, tampoco lo rompió.

Cuando Rhaenyra se separó, Alicent tenía los ojos un poco más húmedos, aunque no dejó que las lágrimas cayeran.

—No sé si puedo —murmuró.

—No tienes que decidirlo ahora —le respondió Rhaenyra, suave—. Pero vamos a intentarlo. Poco a poco.

Y por primera vez desde que llegaron, vi en Alicent una chispa mínima. Pequeña, frágil… pero viva.

Chapter 15: Cap 15

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La mañana siguiente, el viento del mar era más frío de lo habitual. Rocadragón tenía esa costumbre: recordarte que, por muy seguro que creas estar, el mar siempre puede cambiar de humor. Bajé a la playa acompañado de Rhaenys; los demás aún desayunaban o hacían como que desayunaban.

Criston Cole estaba allí, vigilando. De pie, como una estatua de acero, con una mano en la empuñadura de su espada aunque no había nada que amenazara… salvo las olas. Me acerqué con Rhaenys, y él giró apenas la cabeza.

—Ser Criston —dije—. Tenemos que hablar.

No se movió, pero su voz salió baja.
—Sobre qué.

—Sobre Otto Hightower —intervino Rhaenys, directa como siempre—. Y sobre lo que ocurrió antes de que llegarais aquí.

Vi cómo su mandíbula se tensaba.
—Otto… no está. No desde hace tiempo.

—Eso ya lo sabemos —repliqué—. Lo que queremos saber es qué pasó.

Criston respiró hondo, como si estuviera a punto de soltar algo que llevaba demasiado tiempo guardado.
—No puedo daros todos los detalles. No ahora. Pero… digamos que sus decisiones nos dejaron sin margen. Y eso nos obligó a buscar salidas que no imaginábamos.

—Y esas salidas os trajeron aquí —comenté, midiendo su mirada.

No confirmó ni negó, pero su silencio fue bastante elocuente.

Rhaenys dio un paso al frente.
—¿Y qué hay de tu lealtad, Ser Criston? ¿Es a ella? —miró hacia donde Alicent estaba— ¿O a un fantasma de lo que fue la corte?

Él no respondió. Solo desvió la vista hacia la figura de Alicent más adelante, en la arena, con Viserion a su lado. El dragón la rodeaba como si fuera parte de su propio tesoro.

Nos alejamos de Criston y nos acercamos al grupo. Los niños estaban allí: Jace, Lucerys, Baela, Rhaena. Todos observaban al enorme dragón dorado y blanco, sus alas plegadas como un manto vivo.

Alicent estaba sentada en la arena, una mano apoyada suavemente sobre las escamas de Viserion, y Aegon y Aemond permanecían cerca, como centinelas. Ninguno de ellos parecía relajado.

Lucerys fue el primero en hablar, con esa mezcla de curiosidad y falta de filtro que tienen los jóvenes.
—Señora… ¿cómo llegó Viserion a usted?

La pregunta hizo que Aegon se tensara y que Aemond clavara una mirada helada sobre el chico. Incluso Viserion elevó un poco la cabeza, como si entendiera el peso de esas palabras.

Alicent no respondió de inmediato. Pasó la mano por las escamas del dragón, como buscando fuerza en ese contacto.
—No llegó a mí —dijo finalmente—. Nos encontramos. En el peor momento posible… y en el mejor.

—¿Cómo fue? —preguntó Jace, con cuidado esta vez.

Aegon se movió un paso más cerca de su madre, su cuerpo interponiéndose casi sin pensarlo entre ella y nosotros.
—No tiene por qué contaros nada —espetó, sin levantar demasiado la voz pero con un filo claro.

Alicent, sin embargo, le tocó el brazo, y él se detuvo.
—No pasa nada, Aegon.

Suspiró antes de continuar.
—Fue después de… perderlo todo. Viserion apareció, sin jinete, herido y furioso. No me atacó. No me ignoró. Me observó. Y… me aceptó.

Vi cómo Rhaenyra ladeaba la cabeza, evaluando cada palabra.
—Y desde entonces… —añadí yo— ¿es tu guardián?

Alicent esbozó una media sonrisa sin alegría.
—No sé si es así. Creo que él me guarda porque sabe que yo lo guardaría a él.

El silencio que siguió fue roto por el crujido de las olas y el leve resoplo del dragón. Aegon permanecía tan cerca de ella que parecían una sola figura, y Aemond, aunque miraba a otro lado, tenía cada músculo tenso, como si esperara cualquier movimiento para reaccionar.

En ese instante entendí algo que me incomodó: no era solo que estuvieran cansados o heridos. Era que todos ellos, de alguna manera, habían quedado atrapados en una red invisible de pérdidas y desconfianza… y no sabían salir.

Chapter 16: Cap 16

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Pov Daemon
Aemond estaba un poco apartado, sentado sobre una roca oscura que sobresalía de la arena. El viento le revolvía el cabello y, durante un instante, pensé que estaba mirando el horizonte… hasta que me di cuenta de que en realidad tenía la vista fija en Rhaegal.

El verde dragón estaba a unos metros, recostado, pero con el ojo abierto, observando cada gesto de Aemond como si estuvieran unidos por un hilo invisible.

Me acerqué con Rhaenyra, aunque no demasiado; con estos muchachos había que ir despacio, como si fueran lobos salvajes recién atrapados.

—Rhaegal parece tranquilo contigo —comenté, con tono neutro.

Aemond no giró la cabeza.
—Me conoce.

—¿Desde cuándo? —preguntó Rhaenyra, con más suavidad que yo.

Se tomó un momento antes de contestar, y cuando lo hizo, su voz era baja pero clara.
—Desde Vhagar. Desde que todo terminó.

Rhaenyra frunció el ceño.
—¿Terminó?

Aemond bajó la mirada, y su único ojo visible brilló con algo que no era solo reflejo del sol.
—Vhagar… cayó. No por un enemigo, no por un jinete. Cayó porque ya no podía seguir. Era vieja. Era fuerte, pero… hasta un mar se seca.

Sentí que Rhaenyra tragaba saliva a mi lado. Yo tampoco esperaba escuchar esas palabras con esa calma, sin rabia, solo con un peso frío.

—Yo caí con ella —continuó—. Y Rhaegal estaba allí. No sé si me vio como un sustituto, o si solo reconoció el olor de la sangre de dragón… pero no me dejó.

Me sorprendí a mí mismo avanzando un paso.
—Perder a un dragón así… no es algo que uno olvide.

Aemond finalmente nos miró. Y fue entonces cuando lo vi: no era solo el cansancio, era una grieta enorme detrás de ese ojo, un vacío que no se llenaría nunca.

No lo pensé. Ni yo ni Rhaenyra. Ambos nos inclinamos hacia él, como si la misma idea hubiera cruzado por nuestras cabezas al mismo tiempo, y lo abrazamos.

Noté cómo se quedaba rígido, como si no recordara la última vez que alguien lo había tocado así. Pero no se apartó. Rhaenyra apoyó una mano en la parte trasera de su cabeza y yo sentí su hombro bajo mi mano, tenso como un arco.

El silencio que nos rodeaba se llenó del sonido de Rhaegal respirando y del oleaje. Era un momento extraño, incómodo y, sin embargo, necesario.

Cuando nos separamos, Aemond volvió a mirar a Rhaegal.
—No quiero perderlo a él también.

Rhaenyra le puso una mano en el hombro.
—Nadie quiere.

Yo me quedé mirando a los tres dragones —Drogon, Viserion y Rhaegal—, cada uno con su jinete roto o ausente, y sentí una certeza amarga: esta familia estaba más quebrada de lo que cualquiera de nosotros quería admitir.

Chapter 17: Sombras y alas antiguas

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POV Rhaenyra
El viento salado golpeaba las almenas de Rocadragón mientras me acercaba con paso firme hacia la playa, donde Viserion descansaba como una montaña de escamas pálidas. Sus ojos dorados parecían llamas frías, y en ellos había algo que me inquietaba… un reconocimiento tácito hacia quienes nos acercábamos.

Daemon iba a mi lado, su expresión era una mezcla de fascinación y cautela, como si el dragón fuera un tesoro recién descubierto y al mismo tiempo una bestia que podría arrancarte la cabeza si dabas un paso en falso.

A unos metros, Alicent estaba de pie, con el viento agitando su vestido verde oscuro. No se movía. Solo miraba a Viserion como si hubiera estado viéndolo en sueños desde hacía años.

—Súbete con nosotros —le dije, rompiendo el silencio.

Ella parpadeó, apartando la mirada del dragón hacia mí, como si hubiera olvidado que yo estaba ahí.
—¿Montar… a Viserion?

—Sí —intervino Daemon, con esa media sonrisa suya—. No te pedimos que lo domes, solo que lo acompañes. Syrax y Caraxes volarán a nuestro lado.

Por un instante, vi en su rostro algo que no había visto en mucho tiempo: la sombra de mi antigua amiga. Esa joven que reía conmigo en el jardín, que compartía secretos antes de que los juramentos y las coronas nos apartaran.

Pero el instante se quebró. Su mirada se endureció, y detrás de ella vi a Aegon y Aemond, que se acercaban rápido, las manos casi temblando de preocupación.

—Madre… —dijo Aegon, sin alzar mucho la voz.

Aemond no habló, pero se colocó medio paso delante de ella, como si esperara que Viserion se moviera de forma hostil.

Criston Cole venía detrás. No dijo palabra, pero el ceño fruncido y la mirada que me lanzó eran un sermón silencioso.

—Estaré bien —murmuró Alicent a sus hijos, aunque no parecía decirlo para convencerse a sí misma.

Daemon tendió una mano hacia ella, y tras un momento de duda, Alicent la aceptó. Caminamos juntos hacia Viserion, y el dragón inclinó la cabeza, soltando un gruñido bajo que hizo vibrar la arena bajo nuestros pies.

Syrax, desde más atrás, nos observaba con un ojo fijo, y Caraxes alzó el cuello como un perro curioso.

Alicent acarició el cuello de Viserion con una mano temblorosa. El dragón exhaló aire caliente y pesado, pero no retrocedió. La ayudamos a subir, y en cuanto estuvo montada, yo tomé mi posición sobre Syrax y Daemon sobre Caraxes.

Volamos.

Fue un vuelo corto, apenas un círculo sobre Rocadragón, pero el viento nos cubrió de sal y la vista de las olas rompiendo contra las rocas se grabó en mi memoria. Por unos minutos, sentí que éramos solo mujeres en el cielo, sin títulos, sin guerra, sin años de odio.

Cuando aterrizamos, Aegon y Aemond estaban esperándonos. El alivio en sus rostros era evidente, aunque ninguno lo dijo. Criston Cole solo asintió con una expresión tensa, como si acabara de presenciar algo que no sabía si aprobar o temer.

Mis hijos estaban allí también. Joffrey, el más pequeño, corrió hacia nosotros, sus ojos brillando de pura curiosidad.
—¿Es verdad que tienen dragones diferentes? ¿Cómo son? ¿Puedo verlos de cerca? ¿Son más grandes que Vermax?

Su torrente de preguntas hizo que incluso Alicent esbozara una sonrisa fugaz.

—Poco a poco, Joffrey —le dije, acariciándole la cabeza—. Hay tiempo para que los conozcas.

Perfecto, voy a añadir esa escena en "Sombras y Alas Antiguas" manteniendo el POV de Rhaenyra y el tono que ya tiene el capítulo.
Quedará como un momento clave al final de la noche, mostrando esa pequeña apertura en la familia rota… y cómo una pregunta inocente amenaza con romperla otra vez.

 

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La cena de esa noche tenía un aire distinto.
No era alegre, pero tampoco tan fría como las anteriores.
Alicent comía. No con entusiasmo, pero lo hacía. Cortaba la carne, bebía vino, probaba un poco del pan caliente. Y ese simple gesto, que para cualquier otro sería trivial, me hizo sentir que las grietas de aquella familia podían cerrarse… aunque fuera apenas un resquicio.

Aegon también parecía más presente; masticaba despacio, pero miraba de vez en cuando a sus hermanos. Aemond, aunque en silencio, no apartaba los ojos de los platos, como si al menos quisiera acompañar el acto de comer.
Incluso Criston Cole tenía el ceño menos fruncido, observando sin intervenir.

Mis hijos también lo notaron. Baela y Rhaena se miraron con una mezcla de sorpresa y prudencia. Jace y Luke comían sin decir mucho, pero el ambiente, por primera vez desde que habían llegado, no estaba completamente roto.

Hasta que habló Joffrey.

—¿Y por qué no trajo Daeron a su dragón? —preguntó, con esa inocencia brutal que solo tienen los niños.

El silencio cayó de golpe.
Aegon dejó el cuchillo sobre la mesa.
Aemond levantó la vista, su ojo único brillando como el filo de una espada.
Alicent se tensó, su mano apretando la copa con tanta fuerza que pensé que la rompería.

Yo iba a intervenir, pero Criston se adelantó, su voz firme:
—No es un tema para discutir en la mesa.

Joffrey lo miró confundido, sin comprender que su pregunta había tocado una herida abierta.

Sentí cómo esa pequeña grieta que parecía empezar a cerrarse se tambaleaba. Bastaba un paso en falso para que todo se desplomara de nuevo.

Daemon, a mi lado, no dijo nada. Solo me miró con esos ojos que saben leer la tensión tanto como yo. Sabíamos que reconstruir algo así sería lento, frágil, y que preguntas como esa podían destruirlo todo.

Alicent, sin embargo, respiró hondo y retomó el tenedor.
Siguió comiendo.
Y yo, viéndola hacer ese simple gesto, supe que, aunque fuera a trompicones, había decidido no dejar que la cena terminara rota.

Chapter 18: Bajo la niebla Entre sombras

Chapter Text

POV: Rhaenyra

La noche anterior todavía me pesaba en el pecho.
Había sido una cena silenciosa, interrumpida solo por la voz de Joffrey haciendo la pregunta que no debía. Y sin embargo… algo había cambiado. Un matiz tan sutil como el cambio en el viento antes de una tormenta. Alicent había comido más de lo habitual, y aunque sus hijos y Criston seguían tensos, hubo un instante, un solo instante, en que las miradas no parecían tan afiladas.

Me desperté temprano, antes incluso de que el sol se alzara del todo. Rocadragón estaba envuelto en una neblina fría que parecía aferrarse a las torres como dedos pálidos.
Daemon dormía aún, el cabello oscuro enredado sobre la almohada, su respiración profunda. Me vestí sin hacer ruido y salí, dejando que la bruma me envolviera.

Quería encontrar a Alicent antes de que los demás estuvieran alrededor. Antes de que Aegon se convirtiera en su sombra constante, antes de que Aemond la vigilara como un guardián silencioso, antes de que Criston evaluara cada palabra que le llegara.

La encontré en la galería oriental, mirando por una de las ventanas que daban al mar. Viserion estaba en la playa, más abajo, una masa de escamas blancas y doradas que resplandecían bajo el cielo gris. El dragón parecía tan atento como ella, como si vigilara algo invisible.

—Alicent —dije suavemente.

Se giró con lentitud. Sus ojos, verdes como el vidrio, me estudiaron unos segundos antes de asentir.
—Rhaenyra.

Nos quedamos así, frente a frente. Dos mujeres que alguna vez habían compartido risas en la Fortaleza Roja, ahora separadas por años de resentimientos y pérdidas.

—Quería… —empecé, pero los pasos que se acercaban interrumpieron mis palabras.

Aegon apareció, el cabello enredado, con gesto alerta. Su mirada se clavó primero en mí y luego en su madre.
—¿Está todo bien? —preguntó, y aunque lo dijo con voz tranquila, había algo en su tono que rozaba la amenaza.

—Todo bien —respondió Alicent antes de que yo pudiera hablar.

Aemond llegó unos instantes después, su andar firme, la capa ondeando detrás de él. Su único ojo me observó un momento, y luego se centró en Viserion allá abajo.
Criston Cole cerró el grupo, con la mano descansando cerca de la empuñadura de su espada.

Cualquier oportunidad de un momento privado se había evaporado.

—Voy a la playa —dijo Aegon, sin esperar respuesta.

Los demás lo siguieron, y yo también, aunque parte de mí quería volver a mi torre y dejarles su espacio.

El aire junto al mar estaba cargado de sal y frío. Las olas golpeaban con fuerza las rocas, y la espuma se mezclaba con la niebla. Aegon se sentó cerca del agua, las rodillas recogidas, los ojos fijos en el horizonte. No dijo nada.

Aemond se apartó hacia una roca más alta. Desde allí, observaba a Rhaegal, que estaba posado a pocos metros, con las alas plegadas y los ojos entrecerrados como un felino al sol. El brillo verde del dragón contrastaba con la tristeza silenciosa en el ojo de su jinete.

Daemon estaba unos pasos más atrás, mirándolo con una mezcla de curiosidad y… ¿compasión? No era un gesto que le viera a menudo.
—Está roto —murmuró, lo justo para que yo lo oyera.

Viserion, en cambio, se mantenía cerca de Alicent, con la cabeza baja, casi como si quisiera tocarla. Ella extendió la mano y rozó las escamas claras con los dedos. El dragón soltó un resoplido suave.
Ese vínculo… no podía ser casual.

—Nunca había visto a un dragón así con alguien que no fuera su jinete de nacimiento —comentó Daemon, acercándose.
Alicent no respondió, solo siguió acariciando a Viserion.

Detrás de nosotros, Syrax observaba con atención. Melys estaba más lejos, imponente y tranquila. Vermax y Arrax jugueteaban cerca del borde del acantilado, mientras Moondancer permanecía más retraída, vigilando desde la distancia.

—No confían en nosotros —susurró Jacearys, que se había acercado a mi lado.
—¿Y tú lo harías? —le respondí sin mirarlo.

Lucery estaba con Baela y Rhaena, observando en silencio. Había tensión en sus posturas, pero también algo más… una curiosidad que ninguno de ellos parecía dispuesto a expresar en voz alta.

Me acerqué a Alicent, aun sabiendo que los ojos de Aegon y Aemond me seguirían.
—Si quieres, podemos hablar más tarde —le dije.

Ella me miró, y por un momento, creí ver un destello de la joven que había conocido. Pero desapareció tan rápido como había aparecido.
—Tal vez —fue todo lo que dijo.

Aegon se levantó y se colocó a su lado, como si mi presencia fuera un peligro invisible.
—Creo que hemos estado aquí suficiente —dijo, mirando a su hermano y a Criston.

Subieron de nuevo hacia el castillo. Viserion los siguió, lanzando una última mirada al mar antes de desaparecer entre la neblina.

Me quedé observando a Aemond un momento más. Seguía en la roca, con Rhaegal detrás, el viento agitando su capa. Sus labios se movieron, tal vez murmurando algo al dragón.
Quise acercarme, pero Daemon puso una mano en mi brazo.
—Déjalo por ahora —me dijo.
—Podríamos intentar…
—No hoy —insistió.

Chapter 19: Segunda parte

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POV: Rhaenyra

El camino de regreso al castillo fue silencioso, roto solo por el eco de las pisadas sobre la piedra húmeda. Los dragones habían quedado dispersos alrededor de Rocadragón, cada uno en su vigía personal. Viserion se mantuvo cerca de la fortaleza, su cuello alargado siguiendo con atención cada movimiento de Alicent.

La bruma comenzaba a disiparse, dejando ver un cielo que prometía un día frío y claro.

En el gran comedor, las mesas estaban siendo preparadas para el desayuno. El aroma de pan recién horneado y pescado ahumado llenaba el aire, pero no disipaba la tensión que había traído la playa.

Joffrey, que no había estado presente antes, entró corriendo y se aferró a mi falda.
—¿Dónde estaban? —preguntó con esa curiosidad que nunca conocía límites—. ¿Por qué el dragón blanco siempre está con la reina Alicent?

No hubo tiempo de callarlo. Todos oyeron su pregunta.

Alicent parpadeó una vez, su mirada volviendo hacia el niño. No hubo enfado en su rostro… pero tampoco una sonrisa.
—Porque… —empezó, y luego se detuvo. La frase se disolvió en el aire, reemplazada por un suspiro leve—. Porque a veces los dragones eligen a quién cuidar.

Los ojos de Joffrey se agrandaron, y Baela, sentada más allá, lo observó con una mezcla de reproche y simpatía. Aegon, en cambio, parecía medir cada palabra de su madre, como si buscara en ellas un peligro invisible.

Daemon intervino antes de que el silencio se volviera incómodo.
—Quizá algún día te lo cuente —dijo, agachándose para mirar al niño a los ojos—, pero no todas las historias se cuentan de inmediato.

Criston Cole no parecía compartir esa suavidad. Se inclinó hacia Joffrey, su voz grave y controlada:
—Hay cosas que es mejor no preguntar, pequeño príncipe.

Joffrey se encogió un poco, pero no dejó de mirar a Alicent. Ella, por su parte, apartó la vista y se sentó sin tocar la comida.

 

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A lo largo del desayuno, mis hijos miraban de reojo. Lucery, siempre más perceptivo, notó lo que yo también veía: ni Alicent, ni Aegon, ni Aemond comían lo suficiente. Era como si la comida les supiera a ceniza. Incluso Criston, que mantenía las formas, se notaba más rígido de lo habitual.

Daemon lo notó también. Lo vi entrelazar los dedos sobre la mesa, un gesto que hacía cuando pensaba en algo serio. No era compasión lo que solía mostrar, pero esa mañana… había un atisbo de ella en su mirada.

Baela, rompiendo un poco la tensión, preguntó por los dragones.
—¿Puedo ver a Rhaegal más de cerca? —preguntó mirando a Aemond.

Él levantó el ojo hacia ella, evaluándola como si fuera un soldado y no una muchacha.
—Rhaegal no se acerca a cualquiera —respondió, aunque su tono no fue cortante.

Lucery intervino con un atisbo de picardía.
—Tal vez le gusten los Targaryen de Rocadragón.

Por un momento, pensé que Aemond replicaría… pero en lugar de eso, sus labios se curvaron apenas, como si quisiera sonreír pero no se atreviera.

 

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Después del desayuno, insistí en que Alicent nos acompañara a los establos de dragones. Sabía que Aegon y Aemond no permitirían que fuera sola, pero eso no importaba; mi intención era ver cómo reaccionaba cerca de Syrax y Caraxes.

Daemon fue el primero en entrar, sus pasos firmes resonando sobre la piedra. Caraxes levantó la cabeza, dejando escapar un bufido que hizo eco en las paredes. Syrax, más tranquila, inclinó la cabeza hacia mí con un suave rugido de reconocimiento.

Alicent se detuvo en la entrada. Viserion, que nos había seguido, cruzó el espacio hasta ella, interponiéndose entre su figura y los demás dragones. Fue un gesto protector, claro como el día.

—Es impresionante —dijo Baela en voz baja, mirando la escena—. Como si fuera su escudo.

Daemon avanzó un paso, estudiando la postura de Viserion.
—No es un escudo —corrigió—. Es un juramento.

Alicent no confirmó ni negó. Simplemente pasó la mano por el cuello del dragón, sus dedos rozando las escamas con una familiaridad que no debería tener.

—Deberías montar con nosotros —dije, dejando que la propuesta flotara en el aire.

Sentí cómo la tensión se apoderaba de Aegon y Aemond. Criston dio un paso hacia adelante, claramente en desacuerdo.

—No es necesario —dijo él.

Pero Alicent me miró… y por un instante, algo en sus ojos cambió. No era aceptación plena, pero tampoco rechazo.
—Tal vez algún día —dijo.

Ese “tal vez” no sonaba vacío. Y lo vi en el alivio momentáneo que cruzó el rostro de mis hijos, en el leve aflojar de los hombros de Daemon.

 

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Esa noche, en el comedor, la atmósfera había cambiado apenas. Alicent comió más, y aunque las conversaciones fueron cuidadosas, no todo fue silencio. Hubo algunas palabras sueltas entre Aegon y Baela, un comentario de Lucery que provocó una respuesta mínima de Aemond.

Era una grieta diminuta… pero suficiente para que yo quisiera creer que la piedra podía resquebrajarse un poco más.

Hasta que Joffrey, con la inocencia que solo un niño puede tener, preguntó:
—Tía Alicent, ¿por qué Viserion nunca se aleja de ti? ¿Es porque le salvaste la vida?

La sala se congeló.

Aegon clavó la mirada en su madre, Aemond se tensó, Criston cerró la mano sobre la mesa.
Alicent bajó la cuchara lentamente. Me miró un instante… y luego sonrió, una sonrisa triste y distante.
—Algo así —respondió.

El resto de la cena transcurrió sin más sobresaltos, pero yo sabía que esa pregunta había tocado algo profundo.

Chapter 20: Entre la burma y el Fuego

Summary:

Perdón este es más corto

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POV alternado: Rhaenyra / Daemon

La noche en Rocadragón siempre traía consigo el rugido lejano del mar y el eco profundo de los dragones respirando en sus cuevas. Pero aquella noche, después de la cena, esos sonidos parecían más presentes, como si la isla entera escuchara lo que no se había dicho en el comedor.

Rhaenyra no podía sacarse de la cabeza la imagen de Alicent, comiendo un poco más que antes, pero con esa mirada distante, como si cada bocado fuera un recordatorio de algo perdido. Tampoco podía ignorar cómo Aegon y Aemond habían observado cada movimiento de su madre, como guardianes que no se permiten pestañear.

 

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POV: Rhaenyra

Daemon estaba apoyado en el marco de la ventana de nuestros aposentos, mirando hacia la playa donde la luz de la luna bañaba la silueta de Viserion.
—No soy hombre de compasión, Nyra —dijo sin apartar la vista—, pero no somos ciegos.

Me acerqué, siguiendo su mirada.
—La familia está rota —susurré—. Y no hablo solo de ellos.

Él giró la cabeza, arqueando una ceja.
—Tú quieres hacer algo al respecto.

—Sí. Y tú también, aunque no lo digas.

Hubo un silencio pesado, roto solo por un bufido lejano de Caraxes.

Daemon se volvió hacia mí, con ese brillo en los ojos que aparecía cuando una idea tomaba forma.
—Si queremos cerrarle las grietas, no podemos forzar nada. Ni a Alicent ni a esos dos muchachos. Tienen que acercarse por voluntad propia… o lo verán como una trampa.

—¿Y por dónde empezarías? —pregunté.

Él sonrió de medio lado.
—Por los dragones. Los dragones no mienten, Nyra. Si logramos que compartan un momento con los nuestros, el resto seguirá.

 

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POV: Daemon

Sabía que estaba pisando terreno frágil. No se trataba de convencerlos con palabras; Criston Cole los había enseñado a desconfiar de cualquier gesto nuestro. Pero los dragones… los dragones tienen un lenguaje propio, uno que ni él podía controlar.

El niño Joffrey había hecho más en una cena que muchos planes políticos: había despertado una chispa de reacción en Alicent. Aunque ella la escondiera bien, yo lo vi. Y vi también la forma en que Aegon y Aemond se tensaban cada vez que ella quedaba en el centro de algo.

Pensé en Sunfyre, en Vhagar, en las ausencias que cargaban sobre sus espaldas. Pensé en cómo Rhaegal y Viserion parecían pegados a ellos como sombras.

Si queríamos que las murallas internas cayeran, debíamos atacar por las rendijas.

 

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POV: Rhaenyra

No dormí rápido esa noche. Me quedé sentada junto a la ventana, viendo cómo los dragones se movían en la oscuridad. Pensaba en mis hijos, en cómo Baela miraba a Aemond con una mezcla de curiosidad y prudencia. Pensaba en cómo Lucery, a pesar de todo, intentaba provocar una reacción en Aegon.

Estábamos todos en la misma mesa, pero las distancias eran como mares.

Recordé algo que mi padre solía decir: “No basta con sentar a los dragones en la misma cueva, tienes que hacer que vuelen juntos”.

Quizás ese era el primer paso.

 

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POV: Daemon

Antes de que amaneciera, bajé a la playa. El aire estaba helado, pero allí estaba Viserion, como un centinela inmóvil frente a la fortaleza. A unos metros, distinguí una figura sentada sobre una roca: Aemond. No me vio… o fingió no verme.

No dije nada. Solo me quedé allí, a una distancia que no pareciera amenaza, observando cómo Viserion movía la cabeza para seguir cada oleada de espuma.

Ese muchacho… su ojo bueno estaba fijo en el horizonte, pero lo que veía no estaba en el mar. Estaba en el pasado.

No era el momento de hablar. No todavía. Pero pronto lo sería.

 

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Esa mañana, Rhaenyra y yo intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos que el plan ya había comenzado, aunque nadie más lo supiera.

La bruma se levantaba sobre Rocadragón… y si jugábamos bien nuestras cartas, también sobre nuestra familia.

Chapter 21: Bajo las alas del amanecer

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POV alternado: Rhaenyra / Daemon

 

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POV: Rhaenyra

La bruma matinal se pegaba a mi piel mientras descendía por el sendero que llevaba a la playa. El rugido grave de Syrax resonaba a lo lejos, como un saludo perezoso, mientras el sol apenas se filtraba entre nubes espesas. No esperaba verlos allí, pero la figura erguida de Aegon me sorprendió. Estaba junto a Viserion, con la mano sobre el cuello del dragón blanco. Aemond permanecía un par de pasos detrás, los brazos cruzados, vigilante.

Alicent estaba cerca, envuelta en un manto verde que contrastaba con la arena oscura. No me vio al principio, o tal vez me ignoró, pero sus ojos se desviaban hacia el mar como si la vastedad le respondiera a preguntas que nosotros no podíamos. Criston Cole estaba a su lado, siempre un muro, siempre un centinela.

Sentí a Daemon detrás de mí, su paso seguro pero silencioso.
—No vamos a esperar más, Nyra —dijo en voz baja—. Hoy damos el primer movimiento.

Mi corazón latía con fuerza, no de miedo, sino de esa sensación extraña que me producía tenerlos tan cerca después de tanto tiempo. Las heridas no se cerraban con palabras, pero tal vez con gestos…

Me adelanté unos pasos.
—Es una mañana perfecta para volar —dije, dejando que mi voz viajara con la brisa.

Alicent giró la cabeza lentamente. Sus ojos estaban cansados, pero no vacíos como antes. Aegon apretó el agarre sobre Viserion, mientras Aemond ladeaba apenas el rostro hacia mí. Ninguno respondió de inmediato.

Daemon rompió el silencio.
—Syrax ya está lista. Caraxes también. Pensamos que Viserion podría acompañarnos.

Criston Cole entrecerró los ojos.
—No creo que sea… prudente.

Daemon sonrió como quien escucha un reto.
—Los dragones reconocen más que el miedo, ser Cole. Reconocen fuerza… y voluntad.

Vi el leve temblor en la mano de Alicent antes de que la apartara del manto.
—¿Y si no quiero? —preguntó, con voz baja pero firme.

—Entonces no lo harás —le respondí—. Pero sería un desperdicio para Viserion… y para ti.

 

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POV: Daemon

Podía sentir la tensión como una cuerda a punto de romperse. Aegon estaba preparado para interponerse al menor gesto nuestro. Aemond parecía un lobo en guardia. Y Criston… Criston estaba evaluando cada palabra que salía de nuestras bocas.

Pero vi algo. Una chispa. Alicent no lo decía, pero quería saber cómo se sentía. Quería recordar, aunque fuera por un instante, lo que era no estar enjaulada por el miedo y la precaución.

—Nyra y yo estaremos junto a ti todo el tiempo —dije—. Ni un respiro de distancia.

Alicent me miró, y fue como si quisiera encontrar una trampa escondida en mis ojos. No la halló.

Finalmente, se volvió hacia sus hijos.
—Aegon. Aemond.

El mayor negó con la cabeza.
—Madre, no…

—Solo un momento —repitió ella.

Aemond frunció el ceño, pero no habló. Criston dio un paso hacia ella.
—Mi señora, piense bien…

—Ya lo hice —lo cortó.

Y ahí estaba. El primer paso.

 

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POV: Rhaenyra

Verla acercarse a Viserion me produjo un nudo en el estómago. No por miedo, sino por lo que significaba. No era la misma mujer que vi hace semanas, tan encerrada en sí misma que ni la voz de sus hijos la alcanzaba.

Daemon y yo la acompañamos, y Viserion inclinó la cabeza hacia ella con un bufido suave, como reconociendo algo antiguo. Alicent alargó la mano, y el dragón cerró los ojos un instante.

No había engaño ahí. Los dragones no fingen afecto.

—Súbete detrás de mí —le dije.

Vi el instante en que dudó, pero Aegon dio un paso adelante, sin apartar los ojos de su madre.
—Si pasa algo… —empezó a decir.

Daemon lo interrumpió.
—No pasará.

El vuelo fue corto, apenas sobre la línea de la costa, pero cuando aterrizamos, había algo distinto en su postura. No era una sonrisa, pero sí un alivio invisible.

 

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POV: Daemon

Aegon y Aemond corrieron hacia ella en cuanto bajó, como si hubiera regresado de una batalla. Criston la examinó como un halcón, buscando cualquier señal de peligro.

Pero yo vi otra cosa: Aegon, aunque con el ceño fruncido, no apartó los ojos de Viserion, y Aemond… Aemond acarició brevemente al dragón antes de volver con su madre.

No dije nada. No necesitaba decirlo. El hielo empezaba a resquebrajarse.

 

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POV: Rhaenyra

La tarde nos encontró en el salón principal, donde los niños corrían entre risas tímidas. Joffrey, como siempre, hacía preguntas que ni los adultos sabíamos cómo contestar. Pero algo en la habitación había cambiado.

Alicent no se aisló en un rincón. Aegon y Aemond, aunque siempre atentos, no se cerraron a mirar alrededor. Incluso Criston estaba más callado que a la defensiva.

Daemon y yo intercambiamos una mirada cómplice. Un paso. Solo uno… pero en la dirección correcta.

Chapter 22: Reunión de familia

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POV principal: Rhaenyra — con cambios a Daemon, Rhaenys, Jace, Luke y Joffrey

 

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POV Rhaenyra

El eco de los pasos de Aegon, Aemond, Alicent y Criston Cole aún resonaba en mis oídos mucho después de que abandonaran el comedor. El sonido fue apagándose por el pasillo, pero la tensión que habían dejado atrás seguía impregnando el aire. Era como si su sola presencia cargara la atmósfera con un peso invisible.

Me quedé de pie junto a la mesa, sin tocar la copa de vino que tenía delante. Mis dedos acariciaban distraídamente el borde frío del metal. La madera aún vibraba levemente por el movimiento de las sillas que ellos habían empujado para irse. No había sido una cena… había sido un ritual incómodo, un desfile de gestos medidos y silencios que hablaban más que las palabras.

Alicent había comido poco. Aegon y Aemond, menos aún. Criston Cole había observado a todos como si estuviera en una guardia perpetua. Ninguno de ellos parecía relajado; ninguno parecía realmente aquí.

Sentí la mirada de Daemon sobre mí antes de oír su voz.

—No podemos seguir así —dijo, rompiendo el silencio.

Sus palabras hicieron que todos levantaran la cabeza. Jace, Luke y Joffrey nos miraban expectantes, y Rhaenys mantenía ese gesto sereno que nunca dejaba entrever si estaba preocupada o calculando.

Me giré hacia ellos.
—Tiene razón. No podemos recibirlos cada día como si fueran sombras que cruzan nuestras tierras sin pertenecer a ellas.

Daemon se recostó en la silla, con ese aire perezoso que ocultaba siempre un filo de intención.
—O como si fueran huéspedes que podrían, en cualquier momento, decidir si nos abrazan… o nos matan mientras dormimos.

Rhaenys alzó una ceja.
—¿Y qué propones? ¿Encerrarlos? Eso solo los pondría en contra nuestra más rápido.

Luke, que parecía querer pasar inadvertido, habló de pronto.
—Parecen… rotos. Como si estuvieran aquí… pero no de verdad.

Jace frunció el ceño, interrumpiendo a su hermano.
—O como si estuvieran fingiendo. No podemos olvidar quiénes son.

Yo tampoco podía olvidarlo. Sus rostros, aunque cambiados por lo que fuera que habían vivido, eran los mismos que en el pasado se alzaron contra mí. Las viejas heridas no sanan con la simple cercanía.

 

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POV Daemon

Escuchaba a todos, pero mis pensamientos volvían una y otra vez a los detalles que otros pasaban por alto. Aegon, tan callado, casi encorvado. Aemond, sin la arrogancia que siempre lo había envuelto, con ese ojo único observando sin hablar.

Yo había visto soldados volver de guerras con esa mirada. Algunos se recuperaban… otros no.

—No me fío de Criston Cole —dije sin rodeos—. Nunca lo hice, y no voy a empezar ahora.

Rhaenys me observó, como tanteando si hablaba por rencor o por prudencia.
—¿Y Alicent?

Me tomé un momento antes de responder.
—Ella… parece diferente. Pero sus hijos la vigilan como si el mundo fuera a arrancársela de los brazos en cualquier instante. Eso no es simple desconfianza… es miedo.

 

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POV Jace

Era extraño, pero no podía dejar de pensar en la playa, en la figura de Aemond de pie sobre la roca mirando a Rhaegal. No había odio en su gesto. Ni siquiera desafío. Solo… pérdida.

—Creo que deberíamos intentar acercarnos —dije, con cautela.

Luke me miró como si hubiera perdido la razón.
—¿Acercarnos? ¿A ellos?

—No son los mismos de antes —insistí—. ¿No lo has visto? Ni siquiera comen bien, parecen… agotados.

Rhaenys intervino con esa calma afilada suya.
—Eso puede ser debilidad… o puede ser el silencio antes de un golpe.

 

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POV Rhaenys

Yo no me dejaba engañar fácilmente. Los rostros abatidos pueden esconder cuchillas afiladas. Pero… si planeaban algo, ¿por qué mostrarse así? Los estrategas no enseñan sus heridas a menos que tengan una razón.

—Puede que estén realmente dañados —dije— o puede que sea una distracción. Pero, de una forma u otra, siguen siendo Targaryen. Lo que hagan afectará nuestras vidas, queramos o no.

 

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POV Luke

Yo no había vivido tantas batallas como los demás, pero sabía que cuando algo se rompe, puedes ignorarlo… o repararlo. Y aunque ellos me daban miedo, había algo en su silencio que me hacía pensar que necesitaban ayuda.

—Si están rotos, podemos intentar repararlos —dije.

Jace soltó una risa breve, sin humor.
—¿Y si no quieren ser reparados?

Me encogí de hombros.
—Entonces al menos sabremos que lo intentamos.

 

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POV Joffrey

Yo era el más joven y el que menos entendía todo lo que pasaba, pero incluso yo podía notar que algo iba mal. Y no me gustaba. A veces veía a Alicent en el patio y me daban ganas de preguntarle por qué siempre parecía tan triste. Pero las miradas de Aegon y Aemond me hacían callar.

En la cena, hoy, ella había comido más que otras veces… y eso me había dado un extraño alivio. Como si comer significara que las cosas podían mejorar, aunque fuera un poco.

 

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POV Rhaenyra

Escuché todo lo que decían y me di cuenta de que no teníamos un plan, pero sí un punto de partida: ninguno de nosotros podía seguir ignorando lo que ocurría.

—Sea lo que sea que les haya pasado —dije al fin—, no podemos dejar que se hundan más. Si lo hacemos, se hundirán con ellos nuestros dragones… y quizás todos nosotros.

Daemon asintió.
—Entonces lo haremos paso a paso. Sin precipitarnos.

Rhaenys frunció el ceño, pensativa.
—Y sin mostrar todas nuestras cartas.

Miré a mis hijos.
—Pero recuerden esto: por mucho que nos duela el pasado, siguen siendo parte de nuestra sangre.

El silencio que siguió fue pesado, pero no incómodo. Era un silencio de acuerdos tácitos y pensamientos que aún no se atrevían a tomar forma.

Yo sabía que un solo movimiento en falso podía romper cualquier intento de acercamiento. Y, sin embargo, si no lo intentábamos, tal vez nunca habría otra oportunidad.

Chapter 23: Cinserarse

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POV Rhaenyra

La cena había terminado hacía un rato, pero ninguno de nosotros se había retirado. Las velas se consumían lentamente, dejando un olor tenue a cera caliente. Afuera, el mar golpeaba con fuerza la costa de Rocadragón, como si quisiera entrar a reclamar la fortaleza.

Daemon permanecía junto a la ventana, observando la oscuridad. Jace y Luke estaban sentados en un banco de piedra, hablando en voz baja. Rhaenys, siempre erguida, mantenía las manos entrelazadas sobre la mesa, sin apartar la mirada de mí. Joffrey, pese a su juventud, se había quedado en silencio, como si entendiera que aquella no era una conversación para juegos.

—Quiero que hablemos sin reservas —dije finalmente—. Esta es nuestra oportunidad de decir lo que realmente pensamos.

Daemon se giró y me miró, el rostro apenas iluminado por la luz temblorosa.
—Bien. Yo diré lo mío primero: confío menos en ellos que en un barco sin timón en medio de tormenta.

Luke movió los labios para replicar, pero Jace le puso una mano en el hombro.
—Déjalo terminar.

Daemon continuó:
—Pero… he visto demasiadas veces esa mirada en hombres que han perdido algo que no pueden recuperar. Si eso es lo que les pasa, podrían ser peligrosos… o inofensivos. No lo sabremos hasta que ellos decidan hablar.

Rhaenys intervino, con su tono firme.
—No es solo que estén rotos. Es que se protegen entre sí como si cualquiera pudiera llevárselos. Aegon y Aemond casi no apartan la vista de Alicent. Y Cole… bueno, Cole nunca ha sabido dejar la espada a un lado.

—Tal vez no se sienten seguros aquí —dijo Luke, casi como un susurro.

Daemon lo miró de reojo.
—¿Y por qué deberían sentirse seguros? Esto no es una posada, es Rocadragón.

—Porque si no lo hacen, nunca bajarán la guardia —insistió Luke—. Y nunca podremos hablar de verdad con ellos.

 

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POV Jace

Me di cuenta de que mi hermano tenía razón. Por más que me costara admitirlo, ellos no habían venido a atacarnos… no todavía. Y si alguna vez quisimos evitar otra guerra, debíamos encontrar una forma de hablar sin espadas de por medio.

—Propongo algo —dije, y todas las miradas se clavaron en mí—. Hagamos que se sientan… parte de algo aquí. No mucho, no de golpe. Solo… pequeños gestos.

Daemon arqueó una ceja.
—¿Gestas como qué? ¿Invitarlos a cazar? ¿A compartir vino?

—Como permitirles entrenar en el patio, o dejar que paseen sin que los sigamos con los ojos como si fueran criminales —contesté.

Rhaenys sonrió apenas.
—¿Y quién vigilará que no aprovechen esa libertad para escapar o espiarnos?

—Nosotros —dije, con firmeza—. Pero sin que parezca vigilancia.

 

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POV Rhaenys

Me sorprendió ver a Jace tan decidido. Esa chispa en su voz… la misma que había visto en Corlys cuando ideaba un plan. No estaba del todo convencida, pero no podíamos quedarnos inmóviles.

—Está bien —concedí—. Pero esto debe ser algo coordinado. Un paso en falso, y se acabó.

 

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POV Daemon

No me gustaba la idea, pero tenía que admitir que quedarnos de brazos cruzados no haría nada. Y si en verdad estaban tan dañados, cualquier movimiento brusco podría romperlos más… o encenderlos.

—Si vamos a hacer esto —dije—, lo haremos a mi manera: observando cada reacción, cada palabra, cada gesto.

Rhaenyra me miró como si quisiera asegurarse de que no planeaba nada más allá de eso.
—Un paso a la vez —afirmó.

 

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POV Joffrey

Yo no entendía por qué tanto cuidado. Si alguien estaba triste o callado, lo que había que hacer era preguntar qué le pasaba. Pero cada vez que lo hacía, todos me miraban como si hubiera dicho algo prohibido.

—¿Y si yo les pregunto? —dije de repente.

Rhaenyra sonrió con tristeza.
—Tú tienes el don de la honestidad, hijo. Pero… algunas preguntas no pueden hacerse tan pronto.

—¿Y cuándo sí? —insistí.

Daemon soltó una risa seca.
—Cuando estés seguro de que la respuesta no romperá algo más que el silencio.

 

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POV Rhaenyra

La conversación se alargó más de lo esperado. Hablamos de sus habitaciones, de si debíamos mejorar su estancia, de cómo evitar que se sintieran prisioneros y al mismo tiempo asegurarnos de que no lo fueran.

Lo curioso fue que, al final, todos parecían estar de acuerdo en algo: no podíamos seguir como estábamos. No importaba si el motivo era compasión, estrategia o simple instinto de supervivencia. Teníamos que movernos.

Daemon cerró la discusión con un tono definitivo:
—Mañana empezaremos. Pequeños pasos, nada más.

Mientras nos levantábamos, noté que la tensión que había llenado la sala desde la cena se había aligerado, aunque fuera un poco. No porque confiáramos más en ellos… sino porque, por primera vez, habíamos decidido hacer algo al respecto.

 

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POV Rhaenys

Cuando salimos del comedor, vi a Jace y Luke intercambiar miradas de complicidad. Incluso Joffrey parecía más tranquilo. Rhaenyra y Daemon caminaban juntos, sus hombros casi rozándose, como si ya hubieran retomado su papel de líderes unidos.

Yo no podía dejar de pensar que, tal vez, ese era el primer paso no solo para acercarnos a los recién llegados… sino también para cerrar, aunque fuera un poco, las grietas de nuestra propia familia.

 

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POV Rhaenyra

Esa noche, mientras el viento golpeaba las torres y el fuego crepitaba en mi habitación, supe que esto no iba a ser fácil. Aegon, Aemond, Alicent y Criston… no eran solo visitantes. Eran fantasmas del pasado, y como todos los fantasmas, podían traer paz… o destrucción.

Pero si no intentábamos comprenderlos, todo lo que habíamos construido aquí se perdería.

Cerré los ojos y me prometí que, aunque costara, daría ese primer paso. Porque si ellos estaban rotos… tal vez nosotros también.

Chapter 24: Entre escamas y susurros

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POV Daemon

La bruma de Rocadragón amanecía espesa, reptando entre las torres y el muelle como si intentara escuchar conversaciones prohibidas. Desde lo alto de la terraza que daba al patio de los dragones, podía ver las siluetas inmensas de Syrax, Caraxes y Meleys, extendiendo las alas para recibir la tibia luz que se colaba entre nubes. Más allá, en la playa, tres figuras nuevas destacaban entre la niebla: Drogon, Rhaegal y Viserion, observando a la fortaleza como si aún decidieran si esta tierra les pertenecía.

Pero no eran los únicos. Tyraxes, el joven dragón de Joffrey, se había aventurado hasta la arena, su cuello largo y esbelto inclinado hacia Viserion, olfateando el aire entre ellos. No hubo rugido ni amenaza, solo un silencio expectante.

Bajé la vista al patio, donde los niños —Jacearys, Lucerys, Baela, Rhaena y el pequeño Joffrey— se agrupaban en torno a Rhaenyra, todos hablando a la vez. Desde aquí no alcanzaba las palabras, pero sí el nerviosismo en sus gestos. No eran tontos; habían visto las miradas vacías de Aegon y Aemond, el silencio de Alicent, la forma en que Criston Cole se mantenía como sombra permanente.

Decidí bajar.

La reunión se improvisó en el gran salón. Faltaban los recién llegados —era intencional—, pero estábamos todos los demás. Rhaenyra ocupó la cabecera, yo a su derecha y Rhaenys a su izquierda. Los muchachos se acomodaron como pudieron, incluso Joffrey, que normalmente no permanecía quieto, parecía entender que aquello era importante.

—No podemos seguir así —empezó Rhaenyra, con la voz baja pero firme—. No podemos tenerles miedo en nuestra propia casa.

Lucerys fue el primero en hablar:
—No es miedo… es… que no parecen ellos.

—Porque no lo son —dije, cruzando las manos—. Al menos no completamente. Algo les pasó, y si no lo descubrimos, podríamos estar sentándonos sobre un barril de pólvora.

Joffrey, desde su asiento, levantó la mano como si estuviera en clase.
—¿Por eso Viserion no deja de seguir a la reina Alicent?

La pregunta provocó un silencio incómodo. Rhaenyra le acarició el cabello, pero no respondió.

POV Rhaenys

Era extraño estar en esa mesa y no sentir el peso de la desconfianza exclusivamente sobre mí. Los ojos de todos iban y venían, buscando certezas en las miradas ajenas. Pero no había certezas.

—Lo que sí sabemos —dije, rompiendo el silencio—, es que esos dragones confían en ellos. No es poca cosa. Los dragones son un reflejo de sus jinetes, y si Viserion, Drogon y Rhaegal han cruzado el mar para estar aquí… algo les mantiene unidos.

Baela, con el ceño fruncido, replicó:
—¿Y si eso que los une es peligroso para nosotros?

—Entonces tendremos que descubrirlo antes de que ellos lo sepan —contestó Daemon sin apartar la vista de mí, como si esperara que le llevara la contraria. No lo hice.

Rhaenyra respiró hondo y miró a los niños.
—Quiero que todos se mantengan atentos. No los provoquen, pero tampoco se aparten si intentan hablaros.

Jacearys dudó.
—Madre… ¿y si no quieren hablar?

—Entonces hablaremos nosotros —intervino Daemon—. No pienso quedarme esperando a que se muevan las piezas.

El eco de nuestras voces resonaba en el salón. Afuera, un rugido suave se escuchó: Meleys, probablemente, respondiendo al movimiento de los dragones en la playa.

POV Daemon

Cuando terminó la reunión, encontré a Rhaenyra en la galería que daba al patio. Sus ojos estaban fijos en Viserion, que se mantenía cerca de la puerta principal, como un guardián silencioso.

—No recuerdo haber visto a un dragón tan pegado a un jinete como él lo está con Alicent —dije, acercándome.

—Ni yo —respondió, sin apartar la mirada—. Eso me preocupa más que cualquier espada.

—Y aún así, quieres acercarte.

Me miró entonces, y vi el conflicto en sus ojos.
—Daemon… están rotos. No sé cómo, ni por qué, pero están rotos.

La idea no me abandonó el resto de la mañana.

POV Rhaenys

Decidí bajar hasta los establos de dragones. Meleys estaba tranquila, observando a Tyraxes, que seguía curioso con Viserion. Caraxes se mantenía más distante, vigilante, mientras Syrax se posaba en la muralla con las alas medio extendidas.

Era… inusual. No había signos de agresión, pero tampoco de aceptación plena. Como si todos estuvieran evaluando.

Joffrey apareció corriendo, con las mejillas encendidas.
—Abuela, Tyraxes me dejó tocarle el cuello mientras miraba a Viserion. Creo que le gusta.

Le sonreí, aunque no pude evitar pensar que aquella calma podía romperse en cualquier momento.

POV Daemon

Más tarde, reunimos a la familia en el comedor para una comida ligera. Esta vez, el ambiente no era tan tenso. Los niños reían un poco, incluso Lucerys y Jacearys intercambiaban bromas.

Pero la ausencia de los otros cuatro se sentía como un hueco en medio de la mesa.

—Poco a poco —murmuró Rhaenyra, como si quisiera convencerse.

La observé, y decidí que tal vez sí era hora de hacer algo más que esperar.

—Hoy iremos a verles —dije. No como una sugerencia, sino como un hecho.

Ella no discutió. Y eso, para mí, lo decía todo.

Chapter 25: Puentes en el aire

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POV Daemon

La encontré en la playa, donde la marea baja dejaba charcos espejeantes entre las rocas. Alicent estaba allí, de pie, con la capa ondeándole en el viento y Viserion detrás de ella, agazapado como una montaña viva. El dragón tenía el cuello inclinado hacia su jinete, los ojos dorados fijos en cada persona que pasaba cerca.

Rhaenyra caminaba a mi lado. Sentí su respiración hacerse más lenta, como si se estuviera preparando para un enfrentamiento, pero no con espadas, sino con palabras.

Alicent nos oyó antes de que llegáramos. No se volvió de inmediato.
—Si venís a advertirme otra vez, podéis ahorraros el esfuerzo —dijo, sin dureza, pero tampoco con calidez.

—No vengo a advertirte —respondí—. Vengo a entender.

Viserion giró la cabeza hacia mí, y su mirada fue tan fría como el aire que soplaba del mar. No me moví. Había pasado media vida frente a dragones; sabía cuándo era el momento de retroceder… y cuándo quedarse quieto.

Rhaenyra dio un paso al frente.
—No he visto jamás a Viserion así con nadie. Ni siquiera con los suyos. Quiero saber por qué.

Alicent suspiró, y por un instante creí que no iba a responder. Pero luego giró lentamente hacia nosotros.
—No lo sé del todo. Cuando… cuando desperté, él estaba allí. No rugió, no me atacó. Solo… se acercó y bajó la cabeza. Como si me hubiera estado esperando.

Me crucé de brazos.
—Los dragones no esperan. Si lo hizo, es porque algo lo unió a ti.

Ella nos sostuvo la mirada. Había un brillo extraño en sus ojos, como si llevara mucho tiempo guardando palabras y ahora estuviera decidiendo si liberarlas o no.
—Hay… cosas que no puedo explicar —dijo al fin—. Pero él… él me salvó.

No pregunté cómo. No todavía.

Rhaenyra miró hacia Viserion y luego a mí.
—Podríamos volar. Juntos.

Alicent parpadeó, sorprendida.
—¿Vol…?

—No como desafío —intervine—, sino como prueba. Quiero ver cómo responde tu dragón estando cerca de los nuestros.

Hubo un silencio que se llenó con el rumor de las olas y el resoplido grave de Viserion. Entonces, Alicent asintió.

El momento de acercarnos fue… tenso. Syrax y Caraxes esperaban más arriba, en la explanada rocosa. Viserion los miró con cautela, pero no se movió. Cuando Alicent montó, el dragón soltó un rugido bajo que hizo vibrar el suelo.

Subí a Caraxes, Rhaenyra a Syrax, y juntos nos elevamos.

El cielo estaba cubierto, pero no llovía. El aire era frío y cortante, el tipo de viento que despeja la mente. Desde mi posición, veía a Viserion mantener una formación casi perfecta con nosotros, ni demasiado cerca ni demasiado lejos.

—Parece que os acepta —grité sobre el viento.

Alicent no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, su voz llegó arrastrada por la corriente.
—No sé si es aceptación… o vigilancia.

Rhaenyra se giró hacia ella, sus cabellos sueltos golpeando su rostro.
—Sea lo que sea, significa que hay un puente entre nosotros. Aunque sea frágil.

Volamos un rato más, sobre el mar embravecido, hasta que Viserion lanzó un rugido que no supe interpretar: mezcla de advertencia y desafío. Syrax respondió, y Caraxes también, pero no hubo fuego ni acometida.

Aterrizamos en la playa, el sol apenas filtrándose entre nubes. Alicent desmontó, posó la mano en el cuello de Viserion y lo acarició como si estuviera asegurándole algo en silencio.

—Gracias —dijo al fin, sin mirarnos.

Y por primera vez, no supe si hablaba por cortesía… o porque de verdad lo sentía.

Chapter 26: Entre pan y sombras

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POV: Daemon

La mesa del comedor principal de Rocadragón estaba servida con una abundancia que, en otro tiempo, habría parecido un gesto de poder. Ahora, para mí, era más un recordatorio de que aún quedaban recursos… y voluntades dispuestas a ponerlos en juego. El fuego de las antorchas se reflejaba en la piedra negra, y el aroma de pan recién horneado y pescado asado se mezclaba con el olor salino que entraba por las ventanas abiertas.

Alicent estaba sentada frente a mí. No llevaba corona, ni vestido ostentoso; solo un atuendo sobrio en tonos verdes apagados. Su postura era recta, casi rígida, y sus manos descansaban sobre su regazo como si temiera que cualquier movimiento pudiera romper el delicado equilibrio de la noche.

Rhaenyra, a mi lado, intercambiaba miradas rápidas conmigo. No hablábamos, pero la intención estaba clara: esta cena no era solo comida, era un puente.

Joffrey, sentado junto a Lucerys, fue el primero en romper el silencio.
—¿Tía Alicent? —dijo, con la voz cargada de esa curiosidad que los niños no saben ocultar—. ¿Has montado a un dragón alguna vez?

Un instante de tensión cruzó la mesa como una sombra. Alicent ladeó la cabeza, sorprendida, y después asintió con suavidad.
—Sí, Joffrey. Recientemente… he montado a Viserion.

El niño sonrió como si aquella fuera la respuesta más maravillosa que podía recibir.
—¡Yo quiero verlo! —exclamó—. Tyraxes podría conocerlo.

No pude evitar una ligera sonrisa. Ese era Joffrey: capaz de lanzar una pregunta que abría viejas heridas o cerraba brechas… dependiendo de cómo se respondiera.

Baela, siempre directa, intervino:
—Dicen que Viserion es más grande que Seasmoke. ¿Es cierto?

Alicent dejó escapar un suspiro breve, pero su tono se suavizó.
—Es… diferente. Grande, sí. Y… muy protector.

Lucerys aprovechó para hablar, con una inocencia que sé que no siempre es tan inocente.
—Protector como mamá con Syrax.

Rhaenyra sonrió, y por un momento, el aire se sintió más ligero. Incluso Alicent dejó que una sombra de sonrisa asomara a sus labios.

 

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La conversación fue avanzando como un río que se abre paso entre piedras. A ratos fluía, a ratos se estancaba. Los niños hablaron de los dragones, de los entrenamientos, de las vistas desde las almenas. Alicent escuchaba más de lo que hablaba, pero cada vez que uno de ellos le dirigía la palabra, respondía con una cortesía que, aunque medida, no era fría.

Yo me dediqué a observar. El modo en que Alicent miraba a Joffrey cuando hablaba… como si no recordara la última vez que había estado en una mesa así con niños hablando sin miedo.
También noté cómo Rhaenyra, en lugar de lanzar preguntas directas, optaba por comentarios que dejaban espacio para que Alicent eligiera si respondía.

Al final de la cena, Alicent había comido más de lo que esperaba. No tanto como Rhaenyra querría, pero lo suficiente para que yo notara que, aunque mínima, era una señal de apertura.

 

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La noche en Rocadragón tenía un sabor distinto cuando el viento soplaba desde el mar. Después de la comida, propuse un paseo por las terrazas. Rhaenyra aceptó con una mirada que me dijo: Este es el momento.

Alicent dudó apenas un instante antes de seguirnos. La brisa movía su cabello, y las luces de los faroles dibujaban destellos dorados en la piedra negra. Desde allí se veía la costa, y más allá, las siluetas oscuras de los dragones descansando: Syrax encorvada, Vhagar ausente, y Viserion erguido, como una centinela dorada y blanca.

—Viserion no te quita la vista de encima —comenté, señalando con la barbilla hacia la figura del dragón.

Alicent miró hacia él. Su expresión cambió apenas: no era orgullo, ni temor… era algo más profundo.
—No lo hace —respondió—. Y yo… no quiero que lo haga.

Rhaenyra dio un paso más cerca.
—Eso es… extraño, viniendo de ti.

Alicent giró la cabeza, la brisa agitando los mechones sueltos de su cabello.
—Extraño… quizá. Pero hay cosas que cambian cuando… —se interrumpió, como si hubiera dicho más de lo que quería.

Yo no la presioné. Aprendí hace tiempo que las verdades forzadas no valen tanto como las que se entregan solas.
—Montar un dragón cambia a una persona —dije, con un tono que buscaba ser más puente que juicio.

Rhaenyra asintió, y durante un momento los tres miramos el horizonte, el mar rompiendo contra las rocas abajo.

 

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Caminamos en silencio un rato. El sonido de nuestras pisadas sobre la piedra se mezclaba con el susurro del viento. Rhaenyra rompió el silencio:
—Si Viserion confía en ti… quizá deberías dejar que los demás también lo hagan.

Alicent no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, su voz fue baja.
—La confianza… se gana. Y se pierde.

Yo la miré, tratando de leer lo que ocultaba. No era indiferencia, era cautela. Y en esa cautela había un peso que no pertenecía solo al presente.

—Entonces empecemos por pasos pequeños —dije, manteniendo el tono neutro—. Como esta noche.

Alicent no respondió, pero no se apartó.

 

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Desde las terrazas, podía ver cómo Viserion levantaba la cabeza hacia nosotros, como si estuviera atento a cada movimiento. Syrax, a su lado, permanecía tranquila. Tal vez… tal vez los dragones también percibían que esta noche no estaba hecha para rugidos, sino para silencios compartidos.

Me quedé con esa imagen grabada: tres figuras en la terraza, el mar como testigo, y los dragones vigilando desde la oscuridad. Un puente, frágil como el cristal, pero puente al fin.

El aire frío de la noche aún me envolvía cuando volvimos a entrar al castillo. Las antorchas del pasillo chisporroteaban, proyectando sombras largas contra los muros. La conversación en la terraza había dejado un eco extraño: no era ni paz ni guerra, sino algo suspendido en medio.

Al doblar el último corredor hacia el salón principal, me encontré con que no estábamos solos.
Aegon estaba recostado en una silla, con las piernas extendidas y una copa en la mano, pero sin el habitual desparpajo; parecía más observador que burlón. Aemond estaba de pie, cerca del ventanal, mirando hacia el mar, su ojo visible reflejando la luz del fuego.

—Ya era hora —comentó Aegon, pero sin sarcasmo. Más bien… como quien quiere saber.
—¿Esperándoos? —pregunté con una ceja arqueada.

—No todos los días mi madre decide pasear con… —se interrumpió, haciendo un gesto vago con la mano— bueno… ustedes.

Rhaenyra no mordió el anzuelo.
—No fue más que un paseo —dijo, y se acercó a la mesa para servirse un poco de vino.

Aemond giró apenas la cabeza hacia nosotros.
—Vi a Viserion desde la ventana. No suele mostrarse tan tranquilo… salvo contigo, madre —dijo, y la forma en que lo dijo no fue un reproche, sino una observación genuina.

Alicent no respondió enseguida. Se limitó a posar una mano sobre el respaldo de la silla de Aegon, como buscando un punto de apoyo.

Yo avancé hasta quedar entre ellos.
—Los dragones perciben cosas que a veces ni sus jinetes comprenden —dije, con la vista fija en Aemond—. Quizá Viserion entiende que esta noche es… distinta.

Aegon bebió un sorbo y apoyó la copa en la mesa.
—Distinta no significa fácil.

Le sostuve la mirada.
—No, pero significa posible.

El silencio que siguió no fue incómodo. Más bien, parecía que cada uno estaba midiendo sus propias palabras antes de soltarlas.

 

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Los niños aparecieron poco después, con pasos descalzos y ojos medio cerrados por el sueño. Joffrey se restregaba los párpados, pero al ver a Aegon y Aemond se animó.
—¿Van a quedarse mucho tiempo? —preguntó sin filtro, su voz aguda rompiendo la tensión.

Aegon le sonrió de forma breve, casi tímida.
—Eso… está por verse.

—Tyraxes quiere conocerlos —añadió Joffrey, sin captar las miradas cruzadas entre los adultos—. Dice que ustedes huelen a fuego y sal.

Aemond dejó escapar una risa corta, como si la idea de un dragón “diciendo” algo le resultara curiosa, aunque no del todo absurda.
—Tal vez algún día —respondió.

 

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El reloj de agua en la pared dejó caer su último hilo, marcando la medianoche. Rhaenyra sugirió que todos se retiraran a descansar.
Mientras los niños se despedían, noté que Aegon se quedó unos segundos más cerca de Rhaenyra, como si quisiera decir algo, pero al final solo asintió y se fue tras su madre y su hermano.

Cuando la sala quedó en silencio, Rhaenyra se volvió hacia mí.
—¿Lo viste? —preguntó en voz baja.

Asentí.
—Sí. No se han abierto del todo… pero las puertas ya no están cerradas con llave.

Miré hacia el corredor por donde se habían marchado. No podía asegurar cuánto duraría esa rendija abierta, pero esta noche, al menos, la familia no se había sentido del todo rota.

Chapter 27: Guardianes del fuego y de la brisa

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POV: Daemon

El amanecer en Rocadragón nunca es igual dos días seguidos.
Hoy, la luz se filtraba entre jirones de bruma como dedos dorados, tocando apenas las torres y almenas ennegrecidas por el salitre. El rugido lejano de las olas se mezclaba con otro sonido… uno que, de primeras, confundí con truenos.

No eran truenos.
Eran rugidos.

Pero no los rugidos que anuncian furia, combate o advertencia.
No.
Había algo distinto en ellos: eran graves, pero acompasados, y de vez en cuando se mezclaban con un sonido que, si no supiera mejor, diría que era… una risa.

Me incliné sobre el alféizar de piedra de mi balcón y allí estaban, como figuras vivas recortadas contra el amanecer: tres dragones adultos y uno joven. Drogon, tan negro como la obsidiana mojada; Viserion, dorado como el vino viejo a la luz; y Rhaegal, verde con destellos de bronce, cuyo cuello se movía con un ritmo casi felino. Entre ellos, Tyraxes —aún pequeño en comparación— trotaba con un entusiasmo contagioso.

Y jugaban.
No entrenaban, no cazaban, no medían fuerzas.
Jugaban.

Drogon giraba en círculos, elevándose y bajando como si quisiera que Tyraxes lo persiguiera. Viserion, más rápido, cortaba el aire en vuelos bajos, levantando arena para luego elevarse de nuevo. Rhaegal mantenía un vuelo paralelo, vigilando, atento… como si supiera que el pequeño podía cansarse.

Me vestí rápido. No podía quedarme viéndolo desde lejos.

En el pasillo me encontré con Jace, que también se dirigía hacia las escaleras. Tenía los ojos brillantes.
—Los has visto, ¿verdad? —preguntó, como si no fuera obvio.
—Sí —respondí—. Es raro verlos así. Los dragones se comportan diferente cuando no sienten peligro.

—O cuando sus jinetes están cerca —añadió él, mirando hacia abajo, como si pensara en alguien en particular.

Bajamos juntos, atravesando el patio principal, que olía a piedra mojada y a un leve toque de ceniza. Los pasos resonaban huecos en el corredor hasta que salimos al camino de piedra que descendía hacia la playa.

La brisa marina golpeó mi rostro, trayendo consigo el olor a sal y a fuego reciente. Desde la orilla, se veía cómo los dragones jugaban, pero también cómo, de vez en cuando, giraban la cabeza para asegurarse de que sus jinetes los observaban.

Y allí estaban.
Rhaenyra, de pie, con los brazos cruzados pero el gesto tranquilo, observaba a Syrax desde la distancia, aunque sus ojos se desviaban a menudo hacia los otros dragones.
A su lado, Alicent. Sí, Alicent. No había rigidez en sus hombros, ni ceño fruncido. Sus manos descansaban unidas, y su mirada estaba clavada en Viserion como si quisiera memorizar cada línea de sus alas.

Aegon estaba unos pasos detrás, con las manos a la espalda, y su postura —aunque relajada— tenía algo de guardia vigilante. Aemond, sentado sobre una roca plana, mantenía la vista fija en Rhaegal. Su único ojo no transmitía dureza esta vez, sino algo más difícil de descifrar: tal vez nostalgia… o simple calma.
Criston Cole estaba a cierta distancia, observando, sin intervenir.

Jace y yo nos acercamos hasta quedar junto a Aemond. Él giró levemente la cabeza, lo justo para reconocernos.
—No imaginaba que Drogon sería así —dijo, señalando hacia el dragón negro que, en ese instante, describía un círculo perfecto sobre el agua.

—Cada dragón refleja a su jinete… pero también al momento que vive —le respondí—. Y ahora mismo, no hay cuchillas desenvainadas ni órdenes de guerra.

Tyraxes pasó corriendo frente a nosotros, alzando un remolino de arena con cada golpe de sus alas jóvenes. Joffrey lo seguía riendo, y por un instante, el sonido de su risa cubrió incluso los rugidos. Drogon descendió para pasar sobre ellos, soltando un rugido grave, no como advertencia, sino como saludo. El pecho me vibró con el eco.

Viserion descendió con suavidad, su sombra dorada cubriendo a Alicent. Ella levantó una mano y, sin dudarlo, acarició su costado. Hubo un cambio en su rostro: sus facciones se suavizaron, y los ojos parecieron… más jóvenes, como si en ese contacto hubiese encontrado algo que creía perdido. No dijo nada. No hacía falta.

Rhaegal se acercó hacia donde estábamos. Su vuelo era más bajo, casi rozando el agua, hasta que aterrizó a unos metros. Aemond extendió la mano, y el dragón inclinó la cabeza para permitirle rozar sus escamas. Fue un gesto silencioso, pero lleno de reconocimiento mutuo.

Poco a poco, más de la familia llegó. Rhaenys y Baela bajaron por la pendiente, conversando en voz baja. Luke apareció con un pequeño cesto lleno de pan y frutas, y lo dejó sobre una manta improvisada. No hubo necesidad de que nadie diera órdenes; todos nos sentamos en círculo, con los dragones cerca, ya sea jugando o reposando.

Durante un rato, el único sonido fue el de las olas y el de los dragones respirando.

Jace comenzó a hablar con Aemond sobre las corrientes de aire en vuelos largos. Sorprendentemente, Aemond respondió sin tono cortante, describiendo rutas que había probado. Baela preguntó a Alicent cómo fue la primera vez que montó a Viserion; Alicent, tras un instante de duda, sonrió de lado y habló de cómo la primera sensación fue como si el aire la arrancara del mundo, pero luego se sintió como en casa.

Aegon, más callado, observaba todo. Sus manos jugaban con una concha que había recogido, pero sus ojos iban de un rostro a otro, como si midiera algo que no decía. No se levantó para irse, y eso, viniendo de él, era un gesto importante.

Criston no intervino. Solo observaba, con la expresión neutra, pero con un leve gesto en la mandíbula que me decía que estaba atento a todo.

Tyraxes se acercó a Syrax y Drogon, lanzando un rugido agudo que parecía un intento de imitación. Los dos dragones adultos lo miraron, y luego Drogon bajó la cabeza para dejar que el joven le rozara el hocico. Rhaegal se unió, y por un momento, los cuatro dragones formaron un semicírculo alrededor de nosotros.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había tensión. No había frases medidas, ni silencios pesados. No había rencor flotando en el aire como una nube negra.

Solo había fuego en las escamas, brisa marina en el rostro, y la certeza de que, al menos por esa mañana, éramos algo más cercano a lo que solíamos ser.

Me quedé observando a Drogon, Viserion, Rhaegal y Tyraxes, y pensé en algo que no había dicho en voz alta en años: quizá aún hay algo que salvar.

Chapter 28: Acero y sombras en movimiento

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POV: Jacaerys Velaryon

La mañana en Rocadragón amanecía limpia, bañada por un cielo de un azul profundo y sin nubes. El viento que subía desde el mar traía el olor a sal y algas, mezclándose con el aroma metálico de las armas y el sudor que impregnaba el patio de entrenamiento.

El sol aún no estaba alto, pero la arena áspera bajo mis botas ya comenzaba a calentarse. Era un espacio amplio, con cercas de madera a los lados y gradas de piedra desde donde Daemon observaba, con la misma quietud de un depredador que decide cuándo moverse.

A su lado, como una estatua, se encontraba Ser Criston Cole. Sus manos unidas detrás de la espalda, el mentón erguido, y esa mirada que no era hostil… pero tampoco cálida.

Frente a mí, Aemond me miraba fijo, espada de entrenamiento en mano, postura perfecta. Su ojo, tan claro como el hielo, no pestañeaba. Su respiración era medida, como si pudiera sostenerla durante minutos sin alterarse.

—Listo —dijo, sin apartar la vista de mí.

Daemon levantó la barbilla.
—Comiencen.

Nos movimos al mismo tiempo, pero no con el mismo objetivo. Él midió la distancia, yo intenté acortarla. Su primer golpe fue un corte descendente, veloz pero controlado. Lo bloqueé, y el choque me recorrió el brazo entero. Retrocedí un paso, y él, implacable, siguió presionando.

No buscaba humillarme; buscaba quebrarme.

—El golpe, Jacaerys, es firme, no impulsivo —intervino Criston Cole, su voz cortando el aire—. Y tú, Aemond, no dejes que él marque el ritmo.

Me moví hacia un lado, buscando su flanco. Intenté una finta con cambio de guardia, pero su espada ya estaba allí para interceptarme. No había vacíos en su defensa.

Daemon se acercó y se detuvo detrás de mí.
—No peleas mal —murmuró lo suficiente para que solo yo lo oyera—, pero luchas como si creyeras conocerlo. No lo conoces. Aprende otra vez.

Respiré hondo y reanudé el ataque. Corte alto, bloqueo, retroceso, estocada rápida. Esta vez lo hice retroceder medio paso. Vi un destello en su ojo… no burla, sino un reconocimiento silencioso.

A pocos metros, Lucerys y Aegon peleaban. Era otro espectáculo. Aegon avanzaba con fuerza y movimientos amplios, obligando a Luke a esquivar, mientras mi hermano menor respondía con agilidad y golpes sorpresivos. Aegon sonreía incluso cuando recibía un impacto en el hombro.

—Cambio de parejas —ordenó Criston al cabo de unos minutos.

Ahora me tocaba Aegon. Su primer golpe fue un latigazo lateral que casi me saca la espada de las manos. Tenía técnica, pero lo que realmente le daba peligro era su imprevisibilidad.

—Nada mal —dijo, sonriendo de lado—. Aunque pareces cuidarte demasiado.

—Y tú eres más rápido de lo que aparentas —repliqué, intentando que mi voz sonara firme.

Se rió, avanzando otra vez. Peleando contra él sentía que estaba frente a una ola que se estrellaba una y otra vez, sin dejarme respirar.

Aemond y Luke, mientras tanto, parecían haber encontrado un extraño equilibrio. Vi a mi hermano menor sonreír, algo que no esperaba.

—Alto —ordenó Daemon, levantando la mano.

El silencio solo se rompió por nuestras respiraciones agitadas y el rumor del mar.

—Mañana, mismo lugar —dijo—. Y no quiero ver resistencia pasiva. Quiero aprender que ustedes cuatro pueden leer al otro sin bajar la guardia.

Criston asintió brevemente y se apartó, guardando las espadas.

Mientras recuperábamos el aliento, Aemond se acercó.
—Eres menos predecible que antes —comentó.

—Y tú más difícil de leer —respondí.

Giró la cabeza apenas.
—Tal vez no quiero que me leas.

No había hostilidad en su tono, solo una verdad sencilla.

Aegon llegó, con paso relajado, y me dio una palmada en el hombro.
—Mañana, sin excusas, Jace.

Luke resopló detrás de mí.
—Ni se te ocurra dejarle ganar.

No respondí.

 

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El descanso

Nos sentamos en las gradas de piedra para beber agua. El viento frío del mar enfriaba el sudor en la piel. Daemon y Criston permanecieron de pie, intercambiando algunas palabras que alcancé a escuchar.

—No están mal —dijo Criston—. Pero aún cargan demasiado del pasado en sus posturas.

Daemon lo miró con ese gesto que no revelaba acuerdo ni desacuerdo.
—El pasado es parte de ellos. No se entierra en un día.

—A veces, si se entierra demasiado tarde, envenena el presente —replicó Criston.

Daemon se encogió de hombros.
—Y a veces es la única razón por la que luchan.

Sus palabras quedaron flotando en el aire, como una verdad incómoda.

Aegon estaba tirado en la grada, bebiendo como si hubiera cruzado medio desierto.
—Tú —me señaló—, mañana vas a dejar de pensar tanto y me vas a atacar en serio.

—No es pensar demasiado —respondí—, es no pelear como un idiota.

Se rió, sin ofenderse.

Aemond, sentado a un extremo, observaba el horizonte. Luke, a su lado, le decía algo que no alcancé a oír, pero vi que Aemond inclinaba la cabeza, casi imperceptiblemente, como si lo escuchara de verdad.

 

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El cierre

Cuando dejamos el patio, el sol estaba alto. Caminamos los cuatro juntos, sin que nadie lo decidiera. No había risas ruidosas ni conversación constante, pero tampoco había esa tensión que solía congelar el aire.

Solo pasos acompasados sobre la piedra, el murmullo del mar, y la sensación extraña de que tal vez, solo tal vez, estábamos aprendiendo algo más que a blandir espadas.

Perfecto, aquí te añado la escena final introspectiva de Jace para completar el capítulo, expandiendo las emociones y sobrepasando las 2,000 palabras.

 

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Esa noche

La luz de las antorchas proyectaba sombras largas contra las paredes de mi habitación. El sonido del mar llegaba amortiguado, como un susurro distante. Me había quitado la cota de cuero y las botas, pero aún podía sentir en mis brazos el peso de la espada de entrenamiento.

Me dejé caer en el banco junto a la ventana y miré hacia afuera. El cielo estaba tachonado de estrellas, y, más allá, las luces dispersas de los dragones en la lejanía. Pude distinguir, por un instante, la silueta inmensa de Drogon cruzando lentamente sobre la costa. A lo lejos, dos figuras más pequeñas: probablemente Viserion y Rhaegal, jugando o volando en círculos.

No era solo entrenamiento lo que habíamos hecho hoy. Lo supe desde que Aemond me miró al inicio. Había algo en su postura… no una apertura, pero tampoco el muro de siempre. Tal vez una rendija. Y con Aegon… su energía era distinta; aún impredecible, pero no hostil.

Me pregunté cuántos años nos habían robado el rencor y el orgullo. Recordé los festines de cuando éramos niños, cuando todavía no entendíamos las grietas que se abrían bajo nuestros pies. Cuando la voz de mi madre y la de la suya sonaban como parte de un mismo hogar, aunque fuera mentira.

Hoy, en el patio, vi algo que no esperaba: Luke hablando con Aemond sin temor, Aegon riendo sin burla, Daemon y Ser Criston midiendo sus palabras como si ambos supieran que lo que estaba ocurriendo era frágil.

Me apoyé contra el marco de la ventana y cerré los ojos.

Quiero creer que podemos volver a ser algo más que enemigos en pausa. Quiero creer que no todo está perdido. Pero también sé que basta una chispa para que las viejas llamas lo consuman todo.

La espada que uso para entrenar no es la que usaría en la guerra, pero pesa igual en las manos. Y siento que, aunque hoy la levantamos para medirnos, no para herirnos, mañana podría ser distinto si dejamos que el pasado mande.

Suspiré.

Tal vez mi tarea no sea solo aprender a luchar contra ellos, sino aprender a luchar junto a ellos. Tal vez eso sea más difícil que cualquier estocada o guardia que Daemon o Criston puedan enseñarme.

A lo lejos, un rugido suave rompió la quietud: Tyraxes, mi dragón, respondía al llamado de uno de los mayores. Y por un momento, en esa mezcla de ecos y viento marino, pensé que era una señal. No sabía de qué, pero la sentí.

Me aparté de la ventana, dejando que la noche me envolviera. Mañana, el sol volvería a subir sobre el patio de entrenamiento… y yo, con él.

Chapter 29: Sombras bajo las llamas

Chapter Text

POV Daemon

El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando sombras que se alargaban y encogían sobre las paredes de piedra. Las llamas tenían esa cualidad hipnótica que siempre me había atrapado; el modo en que consumían sin prisa, como si supieran que el mundo entero acabaría siendo suyo tarde o temprano.

Rhaenyra estaba sentada en el borde de la cama, desatando con cuidado las cintas de sus mangas. Sus manos parecían tranquilas, pero yo conocía ese gesto. Era la calma previa a algo que le pesaba decir.

—No has dicho una palabra desde la cena —comenté, rompiendo el silencio.

Ella levantó la vista, sus ojos dorados atrapando la luz del fuego.

—¿Y qué querías que dijera? —replicó con una media sonrisa que no engañaba a nadie—. Todo lo que importaba estaba en la mesa… y nada dicho podía mejorarlo.

Me incliné hacia atrás en la silla, cruzando las piernas.

—Te refieres a ella.

No fue una pregunta. No hacía falta.

Rhaenyra dejó escapar un suspiro que casi parecía un lamento.

—Alicent… —dijo su nombre como si saboreara algo que no sabía si era dulce o amargo—. Está cambiada, Daemon.

Yo también lo había visto. No solo en su forma de moverse o en la manera en que apartaba la mirada, sino en esa fragilidad que no le recordaba de antaño. Una fragilidad que no era debilidad, sino… desgaste.

—Cambió porque el mundo la cambió —murmuré—. Y porque nosotros ayudamos a que lo hiciera.

Rhaenyra frunció el ceño. No me interrumpió. Yo seguí.

—Todos llevamos sangre en las manos. Pero lo que me intriga es por qué ahora te importa tanto. Antes, tu única pregunta era cómo mantenerla lejos de los tuyos.

—No es tan simple —dijo ella con un hilo de voz.

Me levanté de la silla y caminé hasta la cama. Me senté a su lado. Podía sentir la tensión en su espalda, esa mezcla de orgullo y vulnerabilidad que pocas veces dejaba ver.

—Nada en este juego es simple —le recordé—. Pero veo cómo la miras. No es solo… nostalgia.

Ella me sostuvo la mirada.

—Es que no sé si odio lo suficiente como para dejarla hundirse.

Eso me arrancó una sonrisa seca.

—Esa frase, Nyra, es peligrosa. Porque una vez que decides no odiar… lo que viene después es peor. Empiezas a preocuparte. Y preocuparse por alguien como ella… —me encogí de hombros—. Es invitar al desastre.

Rhaenyra apartó la vista hacia el fuego.

—¿Y tú? —preguntó de pronto—. ¿No la has mirado con otros ojos últimamente?

Me reí bajo, pero no de burla.

—Diría que la observo como un halcón observa a otro halcón herido. Quiero entender qué le pasó… y qué podría pasar si la dejamos así.

Ella asintió lentamente.

—Daemon… ¿qué hacemos con esto?

—Nada, todavía —respondí, aunque en mi interior ya se estaba formando una idea—. Esperar. Ver si vuelve a respirar por sí misma o si… —me detuve— o si tenemos que enseñarle a hacerlo otra vez.

Hubo un silencio espeso. Solo el fuego habló.

 

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POV Rhaenyra

Daemon siempre sabía empujar justo donde dolía. Y, sin embargo, en este caso, no se trataba de dolor… sino de algo más complicado. Algo que llevaba días creciendo en mí desde que Alicent había llegado a Rocadragón.

No era que quisiera olvidar todo lo que pasó. No podía. Pero cada vez que la veía en el comedor, apartando la comida más de lo que la comía, cada vez que la veía caminando con esa quietud que parecía miedo disfrazado de serenidad… algo en mí se removía.

—No se trata de perdón —dije finalmente—. Se trata de… no querer que acabe rota.

Daemon me observó con esa mirada suya que podía desnudar secretos.

—No quieres que acabe rota porque, si lo hace, nos recuerda que tú también podrías —dijo, directo como una flecha.

Me mordí el interior de la mejilla. Odiaba cuando tenía razón.

Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—Quizá sea eso —admití—. O quizá… porque si un día fuimos amigas, aunque fuera breve, me niego a aceptar que todo lo que compartimos se reduzca a nada.

Daemon no respondió enseguida. Su silencio era pesado, pero no hostil.

—La pregunta, Nyra… —dijo finalmente— es qué vas a hacer con ese impulso. Porque no puedes acercarte a ella como si nada hubiera pasado. Y tampoco puedes dejar que siga vagando como un fantasma en nuestros pasillos.

Sus palabras encendieron una chispa incómoda en mi pecho. Tenía razón. Y lo peor era que yo no tenía aún una respuesta.

Me giré hacia él.

—¿Y tú? ¿Qué harías?

Daemon sonrió apenas, pero era una sonrisa sin burla.

—Lo que siempre hago: probar el terreno. Ver si se puede construir algo… o si es mejor prenderle fuego.

Lo miré fijamente, sin decidir si esa respuesta me tranquilizaba o me aterraba.
No sé cuánto tiempo más hablamos después de eso. El fuego se había consumido un poco y la luz danzante era más suave, más íntima.

Fue entonces cuando escuchamos pasos. Muy suaves, como si quien los diera temiera romper algo.

Daemon frunció el ceño, pero no se levantó. Yo sí. Me acerqué a la puerta justo cuando un golpe leve resonó.

—¿Quién…?

La puerta se abrió antes de que pudiera terminar la frase.

Era Alicent.

Su rostro estaba pálido, y el cabello, algo revuelto como si hubiera despertado de golpe. Llevaba un manto ligero sobre la bata de dormir, y sus manos estaban temblando apenas.

—Yo… —su voz era un susurro— tuve… una pesadilla.

Me quedé inmóvil un instante. Vi cómo sus ojos, normalmente contenidos, tenían un brillo extraño, húmedo.

Daemon fue quien rompió el silencio.

—Entra.

Ella lo hizo, despacio, como si no estuviera segura de si debía.

Cerré la puerta tras ella y la guié hacia la silla junto al fuego.

—¿Quieres hablar de ello? —pregunté suavemente.

Alicent negó con la cabeza, pero no de forma tajante.

—No… no puedo. No todavía.

Daemon y yo nos miramos, y por una vez, estábamos de acuerdo en algo: no presionar.

Le serví un poco de vino caliente. Ella lo tomó con manos temblorosas, pero no lo bebió enseguida.

Hubo un largo silencio, roto solo por el crepitar de las brasas.

Entonces, casi para sí misma, murmuró:

—No sé qué es peor… soñar con lo que pasó o despertarme y saber que sigo aquí.

Ese instante me atravesó. Vi en sus ojos algo que no había visto en años: no solo cansancio, sino… una rendición parcial, como si estuviera a punto de soltar el peso pero sin tener dónde dejarlo.

Daemon se inclinó hacia adelante.

—Mientras estés aquí, no estás sola —dijo, con una firmeza inusual.

Ella lo miró como si no supiera si creerle.

Y yo… yo supe en ese momento que la conversación que Daemon y yo habíamos tenido antes no había sido una simple especulación. No era “si” íbamos a hacer algo. Era “cuándo” y “cómo”.

POV Daemon

Alicent había llegado temblando, con la voz hecha un hilo y los ojos oscuros como si las sombras de su pesadilla todavía le hubieran dejado las manos atadas.
El fuego, aunque pequeño, arrojaba un calor que envolvía la habitación como un manto invisible.

Yo observé cómo Rhaenyra le ofrecía vino caliente. Alicent lo aceptó, pero lo sostuvo como si tuviera miedo de romper la copa.

—No sé qué es peor… soñar con lo que pasó o despertarme y saber que sigo aquí —susurró.

Eso me hizo levantar la mirada hacia Nyra.
Vi en sus ojos la confirmación de lo que ya intuía: este momento podía marcar el principio de algo.

Me incliné hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre las rodillas.

—Mientras estés aquí, no estás sola —dije, sin rodeos.

Ella me miró como si intentara decidir si era verdad.

Entonces, sin pensarlo demasiado, solté:

—Quédate esta noche.

Alicent parpadeó, sorprendida.

—No… no quisiera… incomodar.

Rhaenyra se levantó y caminó hasta ella.

—Alicent —dijo suavemente—, si vuelves a tu habitación, no vas a dormir. Lo sé. Y tampoco voy a dejar que te encierres con esas imágenes en la cabeza.

Hubo un momento de duda, un peso en el aire. Y luego, con un suspiro casi resignado, ella asintió.

 

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POV Rhaenyra

Nunca pensé que llegaría un día en que le abriría un espacio en mi cama a Alicent Hightower. Pero verla así… era como ver a alguien a punto de quebrarse por dentro.

La llevé hasta el lecho. Daemon ya había corrido las mantas. Ella se sentó al borde, algo rígida, sin saber si relajarse o mantenerse erguida como si aún estuviera en el salón del Trono.

—No tienes que fingir aquí —le dije, quitándome el manto.

Daemon se acomodó a un lado, yo al otro, dejando un hueco en medio.

—Si en algún momento quieres irte, puedes —añadí.

Ella solo asintió. Se deslizó entre las mantas despacio, como si cada movimiento necesitara permiso.

Cuando finalmente estuvo recostada, el calor compartido empezó a suavizar sus hombros tensos. Daemon se giró hacia ella con naturalidad; yo también. Y, casi sin darnos cuenta, la teníamos en medio, como un puente entre dos orillas que durante años habían estado opuestas.

 

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POV Daemon

Sentí cómo su respiración, al principio irregular, fue volviéndose más profunda. Rhaenyra y yo no hablamos; no hacía falta.
Había algo extraño en la calma de esa noche.

Fue entonces cuando un suave sonido metálico, apenas un roce, llegó desde la terraza abierta de la habitación.
Me incorporé lo justo para ver una sombra grande y sinuosa.

Caraxes.

Mi dragón había venido silencioso como un depredador en la penumbra. Sus ojos rojos nos miraban desde fuera, y su largo cuello se curvaba con un movimiento lento, casi felino. No gruñía, no resoplaba… solo observaba.

Pero lo que me sorprendió fue que, detrás de él, asomaban las siluetas de dos dragones más pequeños. Tyraxes, el joven compañero de Joffrey, estaba allí, con la cabeza ladeada, observando con curiosidad. El tercero… era Seasmoke, probablemente atraído por el calor y la presencia de su jinete.

Caraxes se movió un poco y, con un gesto que para cualquiera parecería imposible en un dragón, se echó en la piedra junto a la terraza, como un guardián. Sus alas se plegaron con lentitud, y su cuerpo se acomodó de tal forma que cubría la entrada.

Rhaenyra lo notó también.

—Está… vigilando —murmuró.

Yo asentí.

No sabría decir en qué momento exacto me quedé dormido, pero lo último que recuerdo es sentir la respiración tranquila de Alicent, el calor de Rhaenyra al otro lado… y la certeza de que, si alguien intentaba cruzar esa puerta, Caraxes no dejaría que diera ni un paso.

 

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POV Alicent

Me desperté antes del amanecer.
Durante unos segundos no supe dónde estaba, hasta que sentí el peso tibio de un brazo sobre mi cintura… y otro brazo sobre mis hombros.

Me quedé inmóvil.

Daemon estaba a mi derecha, Rhaenyra a mi izquierda, y yo en medio, envuelta como si… como si perteneciera allí.

El fuego en la chimenea se había apagado casi del todo, pero un resplandor extraño iluminaba la habitación. Giré un poco la cabeza y lo vi: un ojo rojo, enorme, observándonos desde la terraza.

No me asusté. Al contrario. Hubo algo en esa mirada que me hizo sentir… segura. Como si, por esa noche al menos, nada malo pudiera alcanzarme.

No entendía por qué me habían dejado quedarme así. No entendía por qué no me había sentido fuera de lugar. Pero por primera vez en mucho tiempo, no quería entenderlo. Solo quería… quedarme.

Me permití cerrar los ojos otra vez.

Y dormí.